III

Quien ha nacido en la estepa tiene el sueño ligero. Cuando la densa oscuridad se rasga, y el viento descubre franjas grisáceas en la línea del horizonte, se despierta por sí solo. En el campamento de los bizantinos reinaba todavía la noche cerrada. Bajo las estrellas y junto a los carros dormían los servidores; en la tienda, sobre mullidas pieles, dormían los enviados. Sólo un hombre de rostro afeitado velaba y leía a la débil luz de una lámpara. Sostenía con ambas manos un rollo de pergamino, a cierta distancia de sus ojos, y descifraba las líneas. No había terminado de leer cuando llamó su atención el trote de varios caballos. Intentó contarlos… ¿cuántos eran? ¿Sería una inspección o una patrulla? Apartó del pergamino los ojos enrojecidos y los fijó en la lejanía, como si pudiera verla a través de la alta lona untada de brea y sostenida por maderos.

Al alba iniciaron al galope el regreso al hogar. El grupo de muchachos rodeó el lago por el extremo meridional, lo que acortaba el camino, y así llegaron antes al campamento real para comunicar la noticia: había llegado una delegación bizantina. Los más nobles entre los godos formarían una pequeña tropa, elegirían los más hermosos caballos, se adornarían con los ornamentos de oro… y saldrían al encuentro de la delegación, a la cual el rey de los godos quería recibir en su residencia.

En el viaje de vuelta, los muchachos tuvieron el viento a su favor; soplaba del este, y lo tenían a la espalda. Parecía que el dios del lago escupía espuma sucia hacia la orilla. El agua que ayer era limpia, se veía hoy enturbiada por plantas trepadoras, fango removido, y millones de seres minúsculos, como si no fuesen del mismo lago. Las olas rompían con estruendo en la orilla, y sobre las rocas de tono rojizo revoloteaban los pájaros que iban en busca de peces. Todo estaba teñido de un gris plomizo, el sol se había ocultado, y a ratos lloviznaba. Las ropas de cuero no dejaban pasar el viento, pero la lluvia se les metía por el cuello y los empapó a todos.

Teodorico tenía la mente puesta en Roma. También la residencia real había sido una ciudad romana. Los godos se habían aposentado en la gran ciudad muerta porque sus murallas ofrecían protección contra el viento, y el frío no era tan intenso cuando el invierno se enseñoreaba del campamento.

¿Qué tamaño debió de tener Roma? ¿Cien veces mayor que el recuerdo que tenían de ella, tras muchos decenios, los viejos escaldos? ¿Qué tamaño debía de tener…? ¿Cómo serían sus palacios, sus columnas de mármol, sus calles empedradas? ¿Y los pozos, de los que el agua manaba sin interrupción…? ¿Cómo debía de ser el pueblo que había amasado los mayores tesoros del mundo, los tesoros que fueron saqueados por los guerreros de Alarico?

Los muchachos estaban cansados y de mal humor. En ninguna parte se ofrecía ninguna aventura. Teodorico levantó la cabeza, el viento le desgreñó el cabello, la lluvia le mojó la cara. Unos pescadores les gritaron algo en una lengua desconocida. Aún no habían visto una verdadera ciudad…

El viejo cortesano pensaba en Atila. La primera vez que había pisado estas tierras, era el escribano de la delegación, y debía tomar nota de todo cuanto sucedía. Sus escritos pasaron luego a los pergaminos del palacio imperial. Ahora sabía que aquel viaje desde Constantinopla hasta la residencia de Atila había encerrado mortales peligros. Lo habían emprendido con los dos enviados hunos que se encontraban en Bizancio. Se acordaba incluso de sus nombres. Uno de ellos era un bárbaro, que procedía de un pueblo escita: se llamaba Edecón. El otro era un ciudadano romano de Panonia, entrado al servicio de Atila. Se llamaba Orestes, y estaba casado con la hija de un magnate romano cuyo nombre era Rómulo.

Al resplandor de la luz bailaban sombras ante sus ojos. Atila… la rotura de una diminuta vena había derribado en mitad de su vida al Azote de Dios. Los grandes de Bizancio, a quienes Prisco había servido hasta ahora, habían muerto casi todos de forma violenta. En la Ciudad Santa, el favor imperial era poco más que un capricho. A menudo se convertía en lo contrario: veneno, ceguera, destierro, calabozo. Los más afortunados salvaban el pellejo; les cubrían la cabeza rapada con una mitra de obispo, y nunca más podían ejercer un cargo público. Pero esto sólo podía suceder a los personajes importantes, en favor de los cuales intervenía la augusta, la emperatriz, la todopoderosa Bizancio; todo el mundo sabía que León, el taimado y precavido emperador, acababa siempre haciendo lo que deseaba su esposa Verina.

Las sombras danzaban ante los ojos del anciano enviado. ¿Dónde habría muerto Edecón, el príncipe de la estepa, que alardeaba con altivez de su nobleza delante de Orestes? Cuando todo se desmoronó después de la muerte de Atila, ¿adónde huyeron los dos, dónde se detuvieron… qué señor eligieron de todo el ancho mundo? Ambos hablaban huno entre sí, pero no era su lengua nativa; uno era un escita, el otro un germano nacido en Panonia y de lengua romana. Y sin embargo, Orestes se había casado con la hija de un auténtico patricio romano…

Edecón, Orestes… nombres lejanos. ¿Cuál de ellos vivía aún, cuál habría muerto?

El poblado se despertó al amanecer. A los oídos del anciano llegaron reducidos a un suave murmullo las palabras, los gritos, el rodar de los carros, el acarreo de pienso a los caballos, la partida de los jinetes, el ruido de los arneses, la carga de los mulos. Cómo habían temblado, hacía ya tantos años, cuando esperaban a sólo unos días de marcha de aquí la decisión del rey de los hunos. Estaban en sus manos. Atila sabía que Bizancio había enviado asesinos para que le eliminasen. Una sola palabra suya hubiera bastado, y las cabezas de los embajadores hubieran sido enviadas a Bizancio: ¡así acaban quienes conspiran contra mí! Atila los mandó vigilar, sopesó cuidadosamente los motivos de sospecha y los signos de inocencia, y finalmente agasajó e incluso colmó de regalos a algunos, pero no tuvo clemencia para los asesinos.

¡Cómo habían temblado ante Atila los enviados de la Roma tanto de Oriente como de Occidente! Con un solo gesto hubiese podido enviar a cientos de miles de guerreros hunos a través de los Apeninos hacia Roma, o a través de Tracia hasta Bizancio. Edecón, Orestes, nombres llevados por el viento. Roma cayó en el duelo a muerte, Bizancio salió victoriosa. Roma era una ciudad triste y sin esperanzas, condenada a la derrota, mientras su emperador esperaba en Ravena, protegido contra los bárbaros, y en Classis, el puerto de Ravena, se hallaba siempre dispuesto un rápido velero que en caso de peligro inminente salvaría al emperador.

Hoy día, el emperador bizantino, el basileo, podía hablar de otro modo con los lejanos príncipes de la estepa, llamarles «querido hijo» o concederles el título de «rey»; en el lenguaje secreto de Bizancio, la palabra sólo significaba «caudillo de bárbaros». Únicamente se daba el título de patricio a los más poderosos y valientes entre ellos. El emperador parecía omnipotente… siempre que la altiva Verina se lo permitiera.

Y ahora venía como enviado a la corte del rey de los godos, que desde la decadencia de la raza reinaba sobre una tercera parte de los ostrogodos. Atila había sido rey de cien pueblos. Si hubiese querido, habría sido emperador de la estepa… emperador del mundo entero. ¿Conocía Atila la palabra augusto? ¿Deseó alguna vez un manto de púrpura, una diadema imperial guarnecida de piedras preciosas? Prisco, que había visto a Atila, sabía que al rey de los hunos no le importaban los títulos.

¡Qué mezquinos eran, contemplados de cerca, los poderosos del imperio de Occidente! Los patricios y sus emperadores perseguían todos los placeres, en Roma había un nuevo augusto en la cumbre casi cada año, que dependía del favor del pueblo y de las legiones. Y la Urbe exigía cada vez más juegos, más pan y más dinero.

También aquél a quien mañana se presentaría como enviado era sólo un rey de la estepa… Había sido bautizado, su padre vivió ya en la fe de Cristo, pero los godos rechazaron las tesis del Santo Concilio y persistieron en la herejía de Arrio.

Debían de haber transcurrido cuatro generaciones desde que Arrio, un obispo desterrado, sufriera un desmayo en las calles de Alejandría y muriera sobre el empedrado de esta ciudad medio pagana y medio cristiana. El Concilio de Nicea refutó su herejía, y el emperador Constantino la hizo perseguir. No obstante, el viento propagó la doctrina de este teólogo hereje, y en la estepa cayó en terreno abonado.

Los vándalos en África, los visigodos en Hispania, los burgundios y muchas otras tribus bárbaras compartían actualmente esta doctrina, que el propio hereje Arrio no hubiese reconocido. Estaban condenados por el Concilio de Nicea y muchos Santos Sínodos, pero vivían y morían en esta herejía, sus obispos ordenaban sacerdotes, y sus hijos crecían con la misma fe. Así vivía también el rey Teodomiro, así vivían sus hijos… así vivía el muchacho que debía llevarse a Bizancio.

—Honorable y eximio señor, ordena, si lo deseas, nuestra partida, y si ello te complace, determina también la longitud del camino que hoy hemos de recorrer.

El anciano oyó apenas estas frases hechas, que en realidad no significaban nada. Prisco era uno de los dignatarios del palacio imperial. Debido a su edad avanzada, era difícil que ascendiera a rangos más elevados, pero su sabiduría era grande, e incluso el Patricio se dirigía a él en busca de consejo cuando tenía que hacer alguna recomendación a su Majestad Imperial a propósito de algún rey de los bárbaros. Lo mismo ocurrió esta vez. Prisco tuvo el gran honor de ser llamado por el emperador León:

—Ponte en camino, hijo mío, como lo hicieron en su día nuestros virtuosos antepasados. Busca a nuestro siervo godo y aparta de nosotros su espada, para que la dirija contra los corazones de sus hermanos.

Así habló León, con unción y con astucia, y Prisco, en su devoción, besó tres veces la orla del manto sagrado, antes de abandonar la sala de audiencias.

—Ve, hijo mío, hacia Occidente, a visitar al rey Teodomiro, y prométele nuestro favor.

Los obsequiosos eunucos del palacio imperial le facilitaron más pormenores. Estos hombres activos y sin familia escribían de la mañana a la noche ante sus pupitres colocados en las inmensas salas, y discutían con sus características voces estridentes, como si poseyeran toda la sabiduría del mundo. Y sin embargo, estos aplicados escribas de dedos siempre manchados de tinta, con sus encerados bajo el brazo, eran los puntales del imperio. Ellos se acordaban siempre de todo, las últimas noticias, los informes de las delegaciones, la situación de la cámara del tesoro y la potencia del ejército. El emperador dijo solamente:

—Ve a visitar al rey Teodomiro, y prométele nuestro favor. El activo y fiel consejero le comunicó los pormenores…

Prisco se había criado en el palacio. El viaje que realizó en su juventud y que le condujo a la corte de Atila, prestó a su persona un prestigio especial. Su informe fue considerado ejemplar en su género, indispensable en la enseñanza de los jóvenes escribas. Prisco sabía que debía aprenderlo todo de memoria; no podía anotar ni una palabra de las indicaciones secretas. El camino era largo, peligroso, el mensaje de un enviado bizantino no podía caer bajo ninguna circunstancia en manos extrañas.

—Visita al rey Teodomiro. Haz promesas… los bizantinos nunca llegan con las manos vacías: las palabras endulzarán como la miel los sentimientos paternales de su Majestad Imperial. Hay que dejar entrever al rey mendigo un futuro esperanzador. Riquezas, diadema, corona, manto de púrpura y la ansiada dignidad de patricio. Y por si fuera poco, también tierra. Los bárbaros están sedientos de tierra. Ellos no aran ni siembran como campesinos. La tierra sólo les reporta utilidad si la trabaja para ellos un pueblo subyugado. Como ya no tienen siervos, en el crudo invierno se enfrentan a la necesidad; entonces no hay cebada, ni cerveza, ni mijo, sólo rebaños enflaquecidos y caballos huesudos y débiles, leche de yegua y carne dura, y nada de pan ni de vino. La tierra que estos bárbaros ansían es la tierra de los romanos, con bonitas granjas, jardines regados, miles de árboles frutales, pozos, casas, praderas umbrosas; una tierra cultivada desde hace cientos de años por campesinos itálicos, tracios o dálmatas.

Dejaron los carros junto a la orilla meridional del lago, cargaron los mulos y rodearon el lago por el camino más corto, que conducía a la residencia de Teodomiro. Una delegación como ésta era una excelente escuela: con los enviados venían aplicados escribas que más adelante —como ahora Prisco— transmitirían sus experiencias a la juventud. De este modo surgían nuevos embajadores, se educaban, y entre sus filas podría elegir después el palacio imperial. Durante la marcha a través de la neblina matinal, Prisco tiró varias veces de las riendas, señaló una piedra miliar romana, una redonda atalaya abandonada o una ruinosa granja: «Mirad, aquí vivieron nuestros antepasados, los romanos, rodeados de abundancia». Por las venas de los jóvenes ya no corría ni una sola gota de sangre romana, pero escucharon con atención las palabras del anciano consejero. Prisco lo sabía todo, lo había aprendido todo de memoria. No necesitaba notas que le recordasen las explicaciones recibidas. «Mirad, en un tiempo ocurrió esto… y esto.» El recuerdo de Atila no podía borrarse de esta tierra.

Hoy Bizancio enviaba su sonrisa. El palacio imperial disponía de almacenes en los que se guardaban los regalos para los bárbaros. Había talleres donde se tejían telas, se elaboraban alhajas, se pintaban imágenes y se forjaban armas. Todo era agradable a la vista, brillante, aunque un bizantino educado jamás lo hubiese adquirido bajo los pórticos del gran mercado, si los mercaderes se lo hubieran ofrecido por poco dinero. Estas mercancías serían ofrecidas con palabras dulces como la miel por siervos que conocían el lenguaje de los bárbaros. Prepararían los exquisitos regalos y enseñarían a los príncipes de la estepa el uso de muchos objetos valiosos. El dinero lo llevaban en pequeños sacos, llenos de sólidos bizantinos. Fuera cual fuese la imagen del emperador acuñada en ellas, la forma y el valor de las monedas de oro bizantinas no cambiaban. En manos de un caudillo de los bárbaros, estas redondas láminas de oro podían significar todos los goces de este mundo: esclavos, mujeres, joyas y armas. «El bárbaro es como un niño», se decía en palacio; y era fácil saber cómo contentar a un niño. Ciertamente que Teodomiro se había educado en una dura escuela, había estado sometido al pueblo real de Atila, pero su antepasado Amal fue rey en las tierras del norte y un semidiós, y durante trece generaciones, sus descendientes habían heredado la corona de padres a hijos. Ahora Teodomiro era dueño de la comarca de Panonia, tan rica en pastos, que se extendía desde el gran lago hasta el Danubio.