II

El viento amainó, en el cañaveral se hizo la calma, y enmudeció el inquietante murmullo. Los caballos encontraron el camino de piedras y lo siguieron, trotando alegremente. Todos sacaron las tortas de las alforjas. Algún que otro muchacho incitaba a su caballo a alcanzar a los otros. El mozo de piel amarilla y dientes grandes era el más inquieto de todos, y llevaba la delantera.

El camino, de suave pendiente, conducía al pie de la montaña que dominaba el lago. El vástago de los hunos se detuvo a un tiro de flecha de una zanja que parecía dividir dos colinas y que formaba como una isla en el accidentado terreno que descendía hasta el lago. La zanja tenía un extraño aspecto, ninguno de los muchachos sabía cuándo y por quién había sido cavada en la dura piedra. Era como si pueblos desconocidos hubiesen erigido un fortín para defenderse de sus atacantes. En torno, extensos bosques cubrían las laderas de las colinas. Los muchachos sólo tenían que vigilar el camino de piedras romano, pues únicamente por él podían aparecer guerreros.

Ya sostenían todos el arco en la mano, y las puntas de las flechas apuntaban a la zanja.

La diestra del caudillo señaló hacia delante, y los caballos aceleraron el trote. Rodearon la zanja describiendo un ancho círculo, y siguieron ascendiendo en fila india por la suave pendiente de la ladera. Si en la zanja se ocultaban enemigos, serían visibles desde arriba; ¡los muchachos no caían en una trampa tan fácilmente!

Mientras los caballos continuaban subiendo con lentitud, el grupo descubrió un nuevo peligro. Ante los jinetes se erguía una fortaleza natural, un cráter inmenso y pelado.

Quien se acercase por este lado a aquel fuerte construido por la naturaleza, era un blanco fácil para las flechas de los defensores.

Pero no había un alma en ninguna parte. Arriba, en la ladera de la montaña que miraba al lago, vieron columnas rotas, muros destrozados y casas en ruinas; todo parecía cubierto desde hacía siglos por las malas hierbas, el musgo y la siempreviva. Había rastros de fuego por doquier. También aquí se levantaban muros ennegrecidos por el hollín. Vieron restos de esqueletos, huellas de hogueras, utensilios de arcilla. En otro lugar se amontonaban los cráneos.

No lejos de allí, los muchachos descubrieron una casa. En un tiempo debió de haber sido muy hermosa. Contemplaban con atención el suelo cubierto de piedras de colores, que representaban, entre pámpanos, un pájaro azul. El tejado inclinado y hundido a medias había protegido las piedras de colores e impedido que sarmientos y raíces las hiciesen saltar. Los muchachos se pusieron a hurgar en los rincones con sus flechas. Tesoros… ¡el sueño eterno, dar con monedas de oro, alhajas, brazaletes romanos! Sabían que las vasijas de arcilla y las ánforas ocultaban a veces cosas valiosas en su interior. Los tesoros habían sido enterrados casi siempre por gentes que huían, y que nunca más volvieron. Pero en ninguna parte aparecía alguien a quien poder preguntar: «¿Quiénes vivieron aquí antiguamente?» Ante ellos había un arca de piedra en la cual los habitantes colocaban a sus muertos. Tapaba el pétreo ataúd una pesada losa de mármol que llevaba una inscripción. Los muchachos sabían leer los caracteres rúnicos, pero sólo los sacerdotes conocían las letras de los romanos.

De nuevo se levantó el viento. Pero aquí arriba soplaba del otro lado, y su silbido sonaba de modo diferente que en el cañaveral. Todo estaba quieto como en el reino de los muertos, y la soledad inspiraba temor. Si les hubiera recibido una lluvia de piedras, o de flechas, habrían agarrado el escudo de la grupa del caballo y tensado sus arcos. Pero aquí no había nadie para pedir al viento que se detuviera, ni para contarles quién había cavado la zanja, quién edificó el castillo. Silencio… silencio… Teodorico iba en cabeza. Con una mano sostenía la capa de cuero: así llegó a la cumbre, que en una guerra podía ser decisiva. Quien se hiciera fuerte aquí, sería dueño de los montes y del valle.

También en la cumbre había sólo piedras en ruinas… tres columnas de rotos capiteles, un pozo derrumbado y una piedra miliar, que en otro tiempo señalara en etapas el camino hacia Roma. Vieron algunas vigas carbonizadas, que indicaban la anterior existencia de una casa. Y esto era todo cuanto había al alcance de su vista.

La orden decía que rodeasen el lago al que llamaban Pelso, como los romanos. Los viejos que les enviaron habían contado el tiempo: «Si partís ahora, llegaréis a mediodía al campamento del otro lado, sin necesidad de poner los pies en el agua».

Pero nadie había contado con la curiosidad de los muchachos, que les apartaría del camino indicado y casi les haría olvidar su misión.

Teodorico contempló desde la silla los restos de la casa. Las malas hierbas crecían por doquier. Una sola losa de piedra estaba libre de verdor. Tal vez aquí se encontraba la entrada y la abertura que conducía a la bodega, tapada desde hacía mucho tiempo. Carecían de herramientas para cavar, sólo el cuchillo y el hacha podían ayudarles. Pocos minutos después saltaron por el hueco. La vieja escalera de madera estaba deshecha. En un rincón había una rota tinaja de aceite, en la siguiente debían guardar el vino. Teodorico la sacudió; en el fondo había un poso gelatinoso. Otra ánfora todavía contenía algo de aceite, de un color marrón verdoso, y un olor que recordaba un poco al sebo. Teodorico inclinó el ánfora hacia un lado y oyó un tintineo.

Eran ornamentos de plata: agujas y hebillas romanas, un espejo y un pequeño cuchillo. Se trataba de un raro tesoro. También había algunas monedas con la imagen de un emperador romano, afeitado y luciendo una corona de laurel; y un collar, del que pendía una piedra de ámbar amarillo, y una diadema digna de haber embellecido a una mujer.

Teodorico sostenía esta última en la mano. El más alto de los rubios muchachos se la arrebató y se la colocó en la cabeza. La joya parecía una corona sobre los cabellos del último descendiente de la estirpe de Amal.

En cada aldea vivían otros hombres con lenguajes diferentes. A menudo sólo podían entenderse por señas. Eran restos del mundo de Atila, minorías de los numerosos pueblos que las hordas de hunos arrastraron consigo y luego dejaron atrás como un sedimento. Gépidos, sármatas, escitas, rugienos, alanos vivían diseminados por la estepa. En muchos lugares conminaron a los muchachos con gestos amenazadores a alejarse con rapidez, y al grito del vigía, que guardaba el camino de la aldea, acudieron hombres armados; en otros, por el contrario —como en una aldea de gépidos—, los habitantes agitaron ramas verdes y les invitaron a comer…

Apenas podían hablar entre sí, se comprendieron por medio de alguna palabra romana, goda o huna que habían aprendido. Señalaron el confín del horizonte: allí, allí… Teodorico llevaba aún la diadema en la cabeza, y el caudillo de los gépidos la rozó con la mano, sonriendo. «Rex, rex», dijeron los otros. Esta palabra tenía por doquier el significado de rey. Los gépidos se distinguían de los otros pueblos, aunque se decía que estaban emparentados con los godos. Casi todos eran altos, enjutos y tenían la cabeza alargada, y muchos hombres eran calvos. De piel rosada, se cubrían con pieles de animales que ceñían a la altura de las caderas con un cinto. Las pieles estaban bien curtidas. La aldea entera respiraba dignidad, las cabañas se hallaban dispuestas a lo largo de una sola calle, una frente a la otra. Los gépidos tenían hermosas jarras de vidrio, en las que invitaron a sus jóvenes huéspedes a beber hidromiel. Los escitas, por el contrario, eran un pueblo salvaje.

Todo lo que les rodeaba estaba sucio y abandonado. Su lengua sonaba como un gruñido, y consistía en pocas palabras. El aspecto de los hombres infundía miedo. Muchos llevaban todavía algún trozo de ropa de los legionarios romanos, una túnica o una capa. Tal vez habían servido antiguamente en las legiones, y por esta razón conocían algunas palabras romanas.

Los muchachos estaban en camino desde el amanecer, y atardecía ya cuando llegaron sobre sus cansados caballos a su propia colonia, situada en la orilla sur del lago. Estaba en el extremo más meridional del tercio del reino que gobernaba Teodomiro, cuya situación avanzada lo convertía en campamento militar y castillo a la vez: si un enemigo venía del sur, los vigías veían incluso las señales de humo y de fuego de la orilla opuesta. Dos días atrás, los vigías vieron elevarse el humo de las hogueras en la otra orilla, y leyeron el mensaje: «Ningún enemigo, ningún peligro, sólo una delegación que se dirige a la ciudad donde reside Teodomiro». Las señales de humo no dijeron más. Por ello el consejo de los ancianos había enviado a los muchachos a esta incursión a la orilla meridional.

Ya faltaba poco. El paisaje se tiñó del rojo brillante de las bayas: rojos eran el cielo, los arbustos, la orilla, las rocas, y también los rayos del sol poniente. Un hechizo de color rojo lo envolvía todo cuando, rendidos por el cansancio, a un trote cansino, llegaron al borde exterior del campamento, donde se hallaba la primera hilera de carros, que se extendía hasta la falda de la colina, bloqueando la entrada. Aquí los muchachos pudieron por fin entenderse en su propia lengua; buscaban a sus conocidos. El campamento se asentaba sobre una extensa llanura, protegida al fondo por el lago, que aquí estaba en su mayor parte cubierto de espigas de agua; no había cañaveral, y la arena de la orilla se adentraba en el lago. Los animales bebían, los búfalos se revolcaban en el barro de la orilla, los niños se bañaban, metidos en el agua hasta la cintura, y bañaban a sus perros. Todo era parte de la vida cotidiana. Los guerreros, que acudieron corriendo al oír ladrar a los perros, depusieron las armas y saludaron desde lejos a los muchachos.

Éstos se acercaron al paso hasta el borde del campamento, y allí sólo Teodorico permaneció sobre el caballo. Separó las piernas, apoyado en los estribos; sobre su cabeza, la diadema lanzaba destellos. Los que ya habían estado en la otra orilla, le conocieron: era el hijo del rey. ¿Qué respeto merecía un muchacho que aún no era un guerrero, que aún no era un hombre, que no había tomado parte en ninguna batalla y al que la tribu aún no había consagrado como adolescente? Era el hijo del rey, de porte majestuoso, esbelto y rubio. Algo extraña resultaba su mirada, pues los ojos un poco salientes estaban muy distanciados entre sí. Los guerreros se inclinaron ante el muchacho descendiente de Amal, aunque su lugar aún no había sido determinado por el consejo de los guerreros.

Teodorico fue el primero en hablar.

—Nos habéis llamado con señales de humo.

—Ven a la casa del consejo.

En el rostro del hombre sobresalía una cicatriz reciente, desde la sien hasta el mentón, que era recuerdo de un duelo; tenía mutilada la mano izquierda y arrastraba una pierna, como si los huesos no se hubieran soldado bien. En el campamento se veía muchos guerreros cubiertos de cicatrices; en la orilla meridional montaban guardia los hombres más experimentados y más valerosos, velando por la seguridad de sus hermanos del norte.

El muchacho de la diadema se adelantó con la cabeza erguida, como correspondía a su rango. El hombre colocó la mano sobre el hombro del muchacho huno y le dijo algunas palabras en lengua huna, a lo que el muchacho meneó la cabeza. No comprendía la lengua de sus antepasados, sólo hablaba el godo. ¿De dónde habría llegado hasta aquí, quién era su madre, a qué linaje pertenecía?

—De Oriente ha llegado una delegación romana. Trae un mensaje del emperador. Viene para deciros que os preparéis a recibirle.

—¿Quién la encabeza, qué rango tiene el enviado?

—Ya ha estado en esta comarca. Dice que cuando era joven tomó parte en una delegación que visitó a Atila. Ahora él es el jefe. Se llama Prisco, y al parecer ostenta un alto cargo en el palacio imperial. Viajan para ver a tu padre, y no dicen ni una palabra referente a su mensaje.

Los muchachos no podían hablar con los enviados; iba contra las reglas del decoro.

Pero en el muchacho ardían los mil demonios de la curiosidad. Los «romanos», tanto si procedían de Roma como de Bizancio, eran considerados por ellos desde la infancia como seres legendarios.

Ante un alojamiento del campamento fortificado había dos carros de la delegación. No se trataba en modo alguno de carros pesados, con ruedas macizas, como los utilizados por los godos en su marcha a través de Europa. Estaban provistos de ruedas de radios, finamente trabajadas, y eran más pequeños y de aspecto más elegante. Los carros que habían servido para traer los regalos iban tirados por mulas en lugar de caballos. En cuanto a la delegación, había venido a lomos de sus monturas. Traían también caballos a mano, y competía al anfitrión llevar los animales al establo y cuidar de ellos del modo acostumbrado.

Los romanos debían de estar cansados, pues pidieron que se aplazara hasta el día siguiente el ofrecido festín, y ellos mismos se prepararon una cena rápida, se instalaron en su campamento, cubierto de mullidas pieles, y se acostaron, sin apostar ninguna guardia, cayendo poco después en un profundo sueño. Los esclavos se quedaron junto a los carros, donde extendieron sus pieles y se tumbaron mirando el cielo estrellado.

Aquella noche, pues, los muchachos no vieron más que los carros de la delegación bizantina, algunos esclavos, caballos y animales de tiro. No podían acercarse a los carros; hubiera sido una gran vergüenza que uno de los godos —ya fuese niño o adulto— se hubiese entrometido en las cosas de los extranjeros. Así pues, solamente pudieron admirar algunos cobertores, los toldos que cubrían los carros, las potentes mulas, desconocidas en la comarca, y las armas de los esclavos, que mantenían a su alcance. Vieron espadas cortas, bellamente trabajadas, en vainas de cuero, hondas y sus piedras pulimentadas, escudos de bronce y lanzas de largo mango, adornado con piel y con la punta de hierro tan cuidadosamente forjada, que era una obra maestra de la herrería. Armas, fundas, cascos, herramientas… todo evocaba un mundo lejano y extraño.

En el campamento se decidió que los muchachos pasarían allí la noche y saldrían al amanecer, para estar en su casa a mediodía y anunciar la llegada de la delegación. Entonces el rey godo tendría un día de tiempo para preparar la bienvenida. La delegación, con sus pesados caballos y los carros, llegaría a su destino más tarde que los muchachos, todos ellos jinetes de la estepa que rivalizaban con el viento.

Los jóvenes fueron llamados al círculo de los hombres. Cada uno de ellos recibió una pierna de carnero y una jarra de hidromiel, que un especialista ponía a fermentar en todos los campamentos. Después del yantar era costumbre despedirse del día con un cantar de gesta. Estos cantares sobre las maravillosas aventuras de los antepasados entusiasmaban a los jóvenes e implantaban en sus almas el respeto a sus abuelos.

El viejo cantor que ahora se acercaba ya no podía ver las bellezas de este mundo. Bebió con avidez de la jarra que le fue ofrecida, y se volvió, pestañeando, hacia la luz, y se secó los ojos ciegos, como si esperase el milagro de poder ver a los hombres en lugar de las eternas tinieblas. Había que esperar a que la bebida le soltase la lengua y la sangre prestase algo de color a sus pálidas mejillas. Sus dedos huesudos ya no podían sostener ningún instrumento. Un joven cogió el instrumento y empezó a pulsar las cuerdas suavemente o con fuerza, según las palabras del anciano fuesen graves o alegres.

Era una crónica viva: ocho decenios habían teñido de blanco sus largos cabellos, que antes fueran rubios. Mechones rebeldes enmarcaban su rostro, desfigurado por la edad y las cicatrices, que recordaban antiguas luchas.

«En Roma vivían tantos hombres como estrellas hay en el cielo cuando el rey Alarico contempló por primera vez la ciudad desde un promontorio. Recuerdo que en su lengua los romanos llamaban Pincio al monte sobre el cual el rey godo había instalado su campamento. Cincuenta y cinco veces han retoñado desde entonces los árboles, o tal vez más… ¿Temíamos a Roma? Ninguno de nosotros había visto nunca tantos hombres juntos… ni una ciudad tan grande, con palacios, iglesias, casas, y grandes plazas llenas a rebosar de gente con las más variadas ropas. Alarico no pensaba tomar por asalto la ciudad. Ante cada puerta esperaban nuestros fuertes pelotones, los jinetes rodeaban constantemente las murallas de la ciudad. Ni una sola persona, ni un tronco de caballos, ni un carro de cereales podían entrar en la ciudad sitiada, que los romanos llamaban urbis.

»Llegó una delegación con togas de color púrpura, enviada por el consejo de ancianos de Roma. Sus palabras lisonjearon y amenazaron al mismo tiempo. Dijeron: “¡Temblad, godos, por si sois expulsados de aquí! El pueblo de Roma esgrimirá las armas, y ninguno de vuestros guerreros verá de nuevo su patria”. El rey Alarico era joven, fuerte y de voluntad férrea. “Cuanto más espesa sea la hierba, mejor será la siega”, dijo, señalando la ciudad. Exigió a los enviados todo el tesoro de Roma y la liberación de todos los esclavos en el campamento de los godos. Uno de los enviados preguntó a Alarico: “¿Qué nos dejarás, entonces?” El rey cerró los ojos y contestó: “¡Sólo la vida!”.

»Nuestros sacerdotes contaron la plata y el oro. ¡Nadie había visto jamás tantos tesoros juntos! ¿Dónde podíamos haber visto nosotros, pobres godos, tanta magnificencia? Capas de púrpura, pieles finamente curtidas, especias… El rey Alarico quería llevárselo todo.

»El emperador, desde Ravena, abandonó a Roma a su destino. Alarico sabía que sus guerreros ansiaban la lucha. Las hogueras ardían sobre las colinas y en la Porta Salaria; a mediados de verano, bajo un calor sofocante, los guerreros de Alarico treparon por las murallas y abrieron las puerta».

»Alarico dio la orden: “Podéis llevaros todo cuanto veáis, entrar en todas las casas, os pertenece todo cuanto deseéis. Pero en la ciudad viven cristianos: los tesoros no tienen religión, son la recompensa de vuestro largo servicio, pero no matéis a los hombres que no levanten la mano contra vosotros. ¡Los godos no se ensucian las manos con la sangre de los cristianos! Humillad a la Urbe, os la regalo durante tres días: ¡Roma pertenece a los guerreros!”.

»El gallo rojo voló sobre los tejados, el viento dirigió las llamas a uno y otro lado. Pero la propia Roma, la ciudad, los palacios, los templos, los pórticos no perecieron bajo el fuego. Aquí y allá se declaró un incendio que convirtió en cenizas una hilera de casas, pero nosotros mismos apagábamos el fuego con el agua del Tíber, porque las casas incendiadas no ofrecen botín.

»En nuestras filas luchaban muchos que antes habían servido como esclavos. Sabían dónde su amo tenía ocultos sus tesoros. Y entonces se enfrentaron: el antiguo esclavo y el antiguo señor. El esclavo tenía un arma en la mano, los labios del señor pedían clemencia.

»Alarico había ordenado: “¡No derraméis sangre! ¡No prendáis fuego! Castigad a Roma; todo cuanto caiga en vuestras manos es vuestro. Pero no destruyáis sin sentido”.

»Durante tres días pertenecieron a los godos las mañanas, los mediodías, las tardes y las noches. Conseguimos todo cuanto quisimos, pero, por desgracia, sólo disponíamos de dos brazos. El rey había juntado los carros al pie de la colina, un tercio de ellos era suyo, los otros, nuestros. Pero los carros no podían contener las innumerables riquezas. Remolcamos nuestra valiosa carga… y acabamos agotados. Podéis creerme, por la mañana del tercer día estábamos asqueados de los tesoros, de la temerosa población, de los lamentos de las mujeres y los llantos de los niños. Hasta el amanecer del tercer día saqueamos los palacios. Quedaban las chozas de la otra orilla del Tíber. Carboneros de rostro ennegrecido, zapateros, curtidores, picapedreros. Como si hubiéramos participado en una comida opípara, ya nada nos apetecía. No queríamos nada más, ni marfil, ni vidrios valiosos, ni telas caras, ni armas, ni espadas romanas, con las que habían luchado por todo el mundo los antepasados.

»Cuando nuestra carga pesaba demasiado, la tirábamos en medio del camino o al río, o la pisábamos, mezclándola con el polvo. Pero nadie se desprendía del oro y las piedras preciosas.

»Columnas… con magníficos relieves. Nada debía quedar intacto en Roma. Atamos cuerdas alrededor de las columnas, y las enganchamos a las mulas. Se caían con una sola sacudida, una tras otra. Cuando se habían caído todas las columnas, se hundía el techo del palacio. Una sola antorcha bastaba para que ardiesen las alfombras, las mesas, las camas. También de todo esto estábamos hartos. Hartos de vino, de los valiosos mantos de púrpura, hartos de todo. Sólo conservamos el oro, el oro puro y las piedras preciosas, que no hartan a nadie… que no hartan jamás. Ni Roma poseía el oro suficiente para saciar nuestra sed.

»Por la tarde del tercer día, el rey Alarico ordenó: “¡Basta!” Todos los godos tenían que haber cruzado las puertas antes de que se pusiera el sol. Desde este momento, después del aviso de las trompetas, ningún guerrero, ningún esclavo podría entrar de nuevo en la ciudad. Quien lo intentase, lo pagaría con la vida. “Aún tenéis tres horas hasta el atardecer, guerreros.”

»Ahora ya conocíamos la inmensa ciudad, sus pórticos, el gran Campo de Marte donde se encontraban los grandes templos y donde en un tiempo los gobernantes habían celebrado sus reuniones. Aquí, en los templos, en las antiguas basílicas paganas, era donde abundaba más la plata… el marfil… los tesoros, las piedras preciosas, las vasijas. ¡Todo brillaba! Aquí congregó Alarico a sus guerreros. De nuevo regresamos a los carros. Cada tres o cuatro familias compartían un carro, que ya rebosaba de la más variada carga. Los ancianos, los enfermos y los niños fueron llevados en brazos. Una ocasión así sólo se presenta una vez en la vida de un guerrero. Se aprovechó el más diminuto rincón, se luchó por cada palmo de espacio. Apenas nos reconocíamos mutuamente: mantos de púrpura, cascos dorados, valiosas espadas finamente trabajadas, collares, aderezos, y muchos con una corona en la cabeza. ¿Quién se acordaba ya de los andrajos, de los pies helados, de las duras sandalias de cuero sin curtir? Ahora calzábamos blandos zapatos romanos, muchos guerreros se rociaban, entre carcajadas, con agua perfumada. Regalaron túnicas de colores a las mujeres, y cubrieron de joyas a las doncellas.

»Alarico convocó a sus guerreros en el Foro Romano. Alrededor, columnas rotas, palacios derruidos, muros ennegrecidos de los templos. El calor era agobiante, la hierba del Foro había adquirido un tono amarillento. Teníamos sed. En la Urbe ya no quedaba más vino; se había acabado en la primera noche. En las vestiduras de Alarico no brillaba ningún broche de oro; llevaba el mismo jubón de cuero que vestía a su llegada a la Urbe. Y de su cinto pendía su vieja espada. Levantó la diestra como los generales romanos. No nos dijo nada, saltó sobre su caballo y abandonó la Urbe.»

Echaron las últimas ramas secas a la hoguera del campamento. Los guerreros, que ya habían oído la historia de Alarico, ocurrida hacía medio siglo, el sitio de Roma, la devastación de la Urbe, conocía ya las palabras del anciano escaldo, y atizaban el fuego con displicencia. El mundo legendario de Alarico, la fiebre del oro, el sol de Italia… Desde el Danubio soplaba un viento frío, los vigías temblaban por la noche, envueltos en sus capas de piel, mientras miraban, tiritando, hacia la estepa. A medio día de marcha se encontraban algunas pobres aldeas sármatas, y tiendas diseminadas de pueblos hunos, mezclados con otras razas, todos ellos restos del reino de Atila. El ganado no podía alimentarse en la tierra salina; a sus espaldas se extendía, embravecido por la tormenta, el enorme lago. En todo el campamento no había oro suficiente para comprar un solo esclavo. Cuando pasaban mercaderes, procedentes del mundo meridional, les vendían pieles, y a cambio ellos recibían ornamentos de hierro o pequeños utensilios, y espadas para los hombres.

El cantar sobre la devastación de Roma era deprimente. Inspiraba en los míseros godos la nostalgia de la Italia maravillosa. El muchacho, que ya se había quitado la diadema romana, se hallaba sentado junto al fuego, vestido con su jubón de cuero. A su lado estaba en cuclillas el anciano escaldo, que en tales ocasiones recibía una generosa ración de hidromiel y un escogido bocado de carne de carnero.

—¿No quedaron godos en Italia?

—Ni uno solo, Teodorico. Se diseminaron con el tiempo como por obra de un torbellino. Una parte del pueblo sirvió a Atila, la otra, a Aecio. Así cayeron los godos, a manos de los godos, en los Campos Cataláunicos.