Capítulo 6

LA ÉTICA ANTIMERCADO: UNA CRÍTICA PRAXEOLÓGICA

1. Introducción: Crítica praxeológica de la ética

La praxeología (la economía) no produce juicios éticos definitivos: simplemente ofrece los datos indispensables para realizar dichos juicios. Es una ciencia formal, pero válida universalmente, basada en la existencia de la acción humana y las deducciones lógicas a partir de dicha existencia. Aun así, la praxeología puede extenderse más allá de su esfera actual para criticar objetivos éticos. Esto no significa que abandonemos la neutralidad de valores de la ciencia praxeológica. Simplemente significa que incluso los objetivos éticos deben tener sentido y que por tanto la praxeología puede criticar (1) errores existenciales hechos en la formulación de proposiciones éticas y (2) la posible falta de sentido existencial e inconsistencia interna de los propios objetivos. Si puede demostrarse que un objetivo ético es contradictorio y conceptualmente imposible de cumplir, este es claramente absurdo y debería abandonarse completamente. Deberíamos advertir que no desdeñamos objetivos éticos que puedan ser prácticamente irrealizables en una situación histórica concreta: no rechazamos el objetivo de abstenerse de robar simplemente porque no parece posible que pueda cumplirse totalmente en el futuro. Lo que proponemos descartar son esos objetivos éticos que son conceptualmente imposibles de cumplir a causa de la propia naturaleza del hombre y el universo.

Por tanto proponemos imponer una restricción a la validez ilimitada de las valoraciones éticas definitivas de cualquiera. Al hacerlo, seguimos sin ir más allá de los límites de la praxeología para convertirnos en éticos, pues no intentamos establecer nuestro propio sistema ético positivo, ni siquiera probar que este sistema sea alcanzable.

Además, mantenemos que siempre que se ha demostrado que un objetivo ético era conceptualmente imposible, y por tanto absurdo, resulta igualmente absurdo tomar medidas para acercarse a ese ideal. Es ilegítimo conceder que X es un objetivo absurdo y continuar diciendo que deberíamos tomar todas las medidas posibles para acercarnos a él en cualquier grado. Si el fin es absurdo, también lo es acercarse a él: es una verdad praxeológica derivada de la ley de que los medios tienen valor solo al asociarse a su fin[268]. Dirigirse a X solo puede tener el valor que tenga X: si lo último es absurdo, también lo es lo primero. Hay dos tipos de críticas éticas que pueden hacerse al sistema de libre mercado. Uno es puramente existencial, es decir, se basa solo en premisas existenciales. El otro tipo propone objetivos éticos en conflicto y afirma que el libre mercado no se atiene a esos objetivos. (Ubicaremos cualquier mezcla de ambos en la segunda categoría). El primer tipo dice: (1) El libre mercado lleva a la consecuencia A; (2) no me gusta la consecuencia A (o la consecuencia A es objetivamente indeseable) y (3) por tanto no debería establecerse el libre mercado. Para refutar este tipo de crítica, solo es necesario refutar la proposición existencial de la primera parte del argumento y debemos admitir que esta es una tarea puramente praxeológica.

Los siguientes son breves resúmenes de críticas muy comunes al libre mercado que pueden refutarse y que de hecho se han refutado, implícita o explícitamente en otras obras:

(1) El libre mercado causa ciclos de negocio y desempleo. Los ciclos de negocio los causa la intervención gubernamental con la expansión del crédito bancario. El desempleo lo causan los sindicatos o los gobiernos al mantener los niveles salariales por encima del nivel del libre mercado. Solo la intervención coercitiva puede generar inflación, no el gasto privado.

(2) El libre mercado tiende a crear monopolios y precios monopolísticos. Si definimos “monopolio” como “único vendedor de un producto” quedamos atrapados en problemas irresolubles. No podemos identificar productos homogéneos, excepto en las valoraciones diarias de los consumidores. Además, si consideramos ese monopolio como nocivo, debemos considerar a Crusoe y Viernes como malvados monopolistas si intercambian peces y leña en su isla desierta. Pero si Crusoe y Viernes no son malvados, ¿cómo puede ser tan malvada una sociedad más compleja, en este sentido necesariamente menos monopolística? ¿En qué punto del reducido ámbito de un monopolio así podemos considerarlo pernicioso? ¿Y cómo puede considerarse al mercado responsable de la gente que habita en sociedad? Además, cualquier individuo que se esfuerce por ser mejor que su prójimo esta, en este caso, tratando de ser un monopolista. ¿Es eso malo? ¿No se benefician tanto él como el resto de la sociedad de su mejor modelo de ratonera? Por fin, no hay un monopolio o precio monopolístico conceptualmente identificable en el libre mercado.

Por tanto, solo puede llegarse a una definición utilizable de precio monopolístico y monopolio a través de la concesión coactiva de privilegios exclusivos por parte del gobierno, incluyendo todo intento de “forzar la competencia”[269].

(3) El gobierno debe hacer lo que la propia gente no puede hacer. Hemos demostrado que no existen esos casos.

Sin embargo hay otras críticas que incluyen en su argumento cierto grado de protesta ética. Este capítulo se dedicará a una crítica praxeológica de algunas de las opiniones más populares de esta ética antimercado.

2. Conocimiento del propio interés: Una pretendida suposición crítica

Esta crítica del mercado es más existencial que ética. Es el popular argumento de que el laissez-faire o la economía del libre mercado basa su defensa en la suposición esencial de que cada individuo conoce mejor su propio interés. Aun así, se dice, esto no es cierto para muchos individuos. Por tanto, el Estado debe intervenir y esto afecta a la defensa del libre mercado. Sin embargo, la doctrina del libre mercado no se basa en esa suposición. Igual que el homo economicus, el Individuo Perfectamente Inteligente es un hombre de paja creado por los críticos de la teoría, no algo implícito en ella.

En primer lugar, debería estar claro por nuestro análisis del libre mercado y la intervención gubernamental en esta obra que cualquier argumento a favor del libre mercado se basa en una doctrina mucho más profunda y compleja. No podemos ocuparnos ahora de los muchos argumentos éticos y filosóficos para la libertad. En segundo lugar, la doctrina del laissez-faire o libre mercado no supone que todos sepan siempre qué es lo mejor para su propio interés, más bien afirma que todos deberían tener el derecho a ser libres para buscar su propio interés como mejor les parezca. Los críticos pueden argumentar que el gobierno debería forzar a la gente a perder alguna utilidad ex ante o presente para ganar posteriormente utilidad ex post, forzándoles así a conseguir un mayor interés propio. Pero los libertarios bien pueden responder así: (1) el resentimiento de una persona ante una interferencia coactiva rebaja en todo caso su utilidad ex post y (2) la condición de la libertad es un prerrequisito necesario y vital que una persona alcance su “mayor interés”. De hecho, la única forma posible de corregir los errores de una persona es el razonamiento persuasivo: no puede lograr por la fuerza. Tan pronto como el individuo pueda eludir esta fuerza, volverá al modo de actuar que prefiera.

Sin duda nadie tiene una previsión perfecta del futuro. Pero los emprendedores libres en el mercado están mejor equipados que cualesquiera otros para prever y satisfacer las necesidades de los consumidores, a través de los incentivos y del cálculo económico.

¿Pero qué pasa si los consumidores se equivocan en relación con sus propios intereses? Obviamente, pasa a veces. Pero pueden apuntarse muchas más cosas. En primer lugar, cada individuo es quien mejor conoce los datos de su propio ser, por el mismo hecho de que cada uno tiene su propia mente y ego. En segundo lugar, el individuo, si duda acerca de cuáles son sus propios intereses, es libre de contratar y consultar a expertos para recibir consejos basados en sus mayores conocimientos. El individuo contrata a estos expertos y, en el mercado, puede contrastar continuamente su ayuda. En resumen, los individuos en el mercado tienden a atender a aquellos expertos cuyo asesoramiento resulta tener más éxitos. Los buenos doctores o abogados obtienen ganancias en el libre mercado, mientras que los malos fracasan. Pero cuando interviene el gobierno, su experto obtiene sus ingresos a través de impuestos obligatorios. No hay contraste con el mercado sobre su éxito en enseñar a la gente cuáles son sus intereses reales. La única prueba es su éxito en adquirir el apoyo político de la maquinaria de coacción del Estado.

Así que los expertos contratados privadamente florecen en proporción a su capacidad, mientras que los expertos del gobierno florecen en proporción a su éxito en obtener el favor de los políticos. Además, ¿qué incentivo tiene el experto del gobierno para preocuparse de los intereses de esos sujetos? Es indudable que no está especialmente dotado de cualidades superiores en virtud de su puesto en la administración. No es más virtuoso que el experto privado: de hecho es implícitamente menos capaz y más inclinado a ejecutar su fuerza coactiva. Pero mientras que el experto privado tiene todo un incentivo pecuniario para preocuparse por sus clientes o pacientes, el del gobierno no tiene ninguno. Obtiene sus ingresos en cualquier caso. Carece de cualquier incentivo para preocuparse acerca de los verdaderos intereses del sujeto.

Es curioso que la gente tienda a considerar al gobierno como una organización casi divina, desinteresada y digna de Santa Claus. El gobierno no apareció por su capacidad ni por el ejercicio de un amoroso cuidado: se construyó por el uso de la fuerza y la necesaria apelación demagógica a los votantes. Si los individuos no reconocen en muchos casos sus propios intereses, son libres de dirigirse a expertos privados que les asesoren. Es absurdo decir que se verán mejor servidos por un aparato coercitivo y demagógico. Finalmente, los que propugnan la intervención del gobierno se ven atrapados en una contradicción insoluble: suponen que los individuos no son competentes para llevar sus propios asuntos o contratar expertos que les asesoren. Y aun así suponen que esos mismos individuos están preparados para votar en las urnas a esos mismos expertos. Hemos visto que, por el contrario, mientras que la mayoría de la gente tiene con el mercado una idea y un contraste directos de sus propios intereses, no pueden entender las complejas cadenas de razonamiento praxeológico y filosófico necesarias para elegir dirigentes o políticas. Aun así, este ámbito de abierta demagogia es precisamente el único en el que debe considerarse competente a la masa de individuos[270],[271].

3. El problema de las decisiones inmorales

Algunos autores son lo suficientemente agudos como para darse cuenta de que la economía de mercado es simplemente el resultado de las valoraciones de los individuos y por tanto aprecian que, si no les gustan los resultados, el fallo reside en estas valoraciones y no en el sistema económico. Así que defienden la intervención gubernamental para corregir la inmoralidad de las elecciones individuales. Si la gente es tan inmoral como para preferir el whisky a la leche o los artículos de belleza a los asuntos de la educación, el Estado debería actuar y corregir estas decisiones. Buena parte de la refutación va en paralelo con la del argumento del conocimiento de los intereses, es decir, es contradictoria con pretender que no se puede confiar en que la gente tome decisiones morales pero se puede confiar en que vote o acepte líderes que son moralmente superiores a ellos.

Mises indica muy acertadamente que quien defienda el dictado del gobierno sobre un área de consumo individual debe lógicamente defender el completo dictado totalitario sobre todas las decisiones. Esto ocurriría en todos los casos si el dictador tuviera cualquier criterio de valoración. Así, si a los miembros del grupo dirigente les gusta Bach y odian a Mozart y creen firmemente que la música mozartiana es inmoral, tendrían el mismo derecho a prohibir su interpretación como lo tienen a prohibir el uso de drogas y el consumo de alcohol[272]. Sin embargo, muchos estatistas no se opondrían a esta conclusión y les encantaría asumir esta agradable tarea.

La posición utilitaria (el dictado del gobierno es malo porque no hay una ética racional y por tanto nadie tiene derecho a imponer sus valores arbitrarios a los demás) es, en nuestra opinión, inadecuada. En primer lugar no convencería a quienes crean en una ética racional, a quien crean que hay una base científica para los juicios morales y que estos no son caprichosos. Y además, esta postura implica por su parte una suposición moral oculta: que A no tiene derecho a imponer ningún criterio arbitrario a B. Pero si los fines son arbitrarios, el fin “No imponer los caprichos arbitrarios por coerción” ¿no es igualmente arbitrario? Y además supongamos que en la escala de valores de A está más arriba el capricho arbitrario de imponer sus otros valores a B. Así los utilitaristas no pueden objetar nada y deben abandonar su intento de defender la libertad individual en un modelo libre de valores. De hecho los utilitaristas no tienen argumentos ante el hombre que quiera imponer sus valores por coerción y persista en hacerlo incluso después de que se le apunten las distintas consecuencias económicas de ello[273].

El futuro dictador puede verse refutado de un modo completamente diferente, incluso manteniéndose dentro de los límites praxeológicos de neutralidad. ¿Qué quejas tienen quienes quieren ser dictadores contra los individuos libres? Que se comportan inmoralmente de distintas formas. Por tanto, el dictador pretende mejorar la moralidad y combatir la inmoralidad. Supongamos, para seguir son el argumento, que puede definirse una moralidad objetiva. Entonces, la pregunta que debe contestarse es : ¿Puede la fuerza mejorar la moralidad? Supongamos que llegamos a la conclusión demostrable de que las acciones A, B y C son inmorales y las acciones X, Y y Z son morales. Supongamos que Mr. Jones muestra una penosa propensión a valorar mucho A, B y C y las realiza una y otra vez. Nos interesa transformar a Mr. Jones de una persona inmoral a otra moral. ¿Cómo podemos hacerlo? Los estatalistas responden: por la fuerza. Debemos prohibir a punta de pistola que Mr. Jones haga A, B y C. Así, por fin, será moral. ¿Lo será? ¿Es Jones moral porque elige X cuando se le priva por la fuerza de la oportunidad de elegir A? Cuando se ingresa a Smith en prisión ¿es este moral porque no gasta su tiempo emborrachándose en los bares? Ningún concepto de moralidad tiene sentido, independientemente de la acción moral particular que defendamos, si un hombre no es libre de hacer tanto algo “inmoral” como algo moral. Si una persona no es libre de elegir, si le obliga a hacer lo que es moral, se le priva, por el contrario, de la oportunidad de ser moral. No se le permite sopesar las alternativas para llegar a sus propias conclusiones y tomar partido. Si se le priva de la libre elección actúa bajo la voluntad del dictador, no de la suya. (Por supuesto, podría elegir que le mataran, pero difícilmente podría concebirse esto como una libre elección entre alternativas. De hecho, tiene así solo una elección libre, la hegemónica: obedecer en todo al dictador o ser ejecutado).

Por tanto, la dictadura sobre las decisiones de los consumidores solo puede atrofiar la moralidad en lugar de promoverla. Solo hay una manera de difundir la moralidad de los ilustrados a quienes no lo están y es la persuasión racional. Si A convence a B a través del uso de la razón de que sus valores morales son correctos y los de B son erróneos, B cambiará y adoptará ese código moral por voluntad propia. Decir que este método es un procedimiento lento no tiene nada que ver. Se trata de que la moralidad solo puede difundirse a través de la persuasión pacífica y de que el uso de la fuerza solo puede erosionarla y perjudicarla.

Ni siquiera hemos mencionado otros aspectos que refuerzan nuestro argumento, como la enorme dificultad que supone imponer normas dictatoriales a gente cuyos valores son opuestos. Quien prefiere lo inmoral y a quien se le impide a punta de bayoneta actuar de acuerdo con sus preferencias, haría bien en eludir la prohibición (quizás sobornando a quien porta la bayoneta). Y como esto no es un tratado de ética, no hemos mencionado la teoría ética libertaria que sostiene que el uso de la coerción es en sí mismo la peor forma de inmoralidad.

Así, hemos demostrado que los pretendidos dictadores deben necesariamente fracasar en lograr su objetivo declarado de mejorar la moralidad, porque las consecuencias serán precisamente las contrarias. Por supuesto, es posible que los dictadores no sean realmente sinceros al declarar su objetivo: quizá su verdadero propósito es ejercer el poder sobre otros y evitar que sean felices. Claro que en ese caso la praxeología no puede decir más sobre el asunto, aunque la ética puede tener mucho que decir[274].

4. La moralidad de la naturaleza humana

Es muy común afirmar que los defensores del libre mercado puro parten de un supuesto fundamental y endeble: que todos los seres humanos son ángeles. En una sociedad de ángeles, se suele decir, podría “funcionar” un programa así, pero no en nuestro mundo falible. El problema principal de esta crítica es que ningún libertario (salvo posiblemente quienes estén bajo la influencia tolstoyana) ha utilizado nunca ese supuesto. Los defensores del libre mercado no han supuesto una reforma de la naturaleza humana, aunque indudablemente no tienen nada que objetar a que se produzca esa reforma. Hemos visto que los libertarios imaginan servicios de defensa contra agresiones provistos por entes privados en lugar del Estado. Pero no suponen que el crimen desaparezca mágicamente en la sociedad libre.

Los estatistas conceden a los libertarios que no haría falta ningún Estado si todos los hombres fueran “buenos”. Supuestamente, solo se requiere el control del Estado en el medida en que los hombres son “malos”. Pero ¿y si todos los hombres fueran “malos”? Como ha apuntado F. A. Harper:

Al seguir usando el mismo principio de que el gobierno político debería emplearse en la medida de la maldad en el hombre, tendríamos una sociedad en la que haría falta regir políticamente todos los asuntos de todas las personas. (…) Un hombre regiría todo. Pero ¿quién sería el dictador? Quienquiera que fuera seleccionado y nombrado para el trono político, sería sin duda una mala persona, pues todos los hombres serían malos. Luego esta sociedad estaría regida por un dictador absolutamente malvado que poseería todo el poder político. Siguiendo la lógica ¿cómo podría haber una consecuencia menor que una total maldad? ¿Cómo podría ser mejor que no tener ningún orden político en absoluto en la sociedad?[275].

¿Es irreal esta argumentación porque, como todo el mundo reconoce, los seres humanos son algo intermedio, capaces tanto de hacer el bien como el mal? Pero entonces, ¿en qué punto de este intermedio se convierte en necesario el dictado del Estado? De hecho, el libertario razonaría que el hecho de que la naturaleza humana sea una mezcla de bondad y maldad le proporciona un argumento propio a su favor. Porque si el hombre es esa mezcla, el mejor marco social es sin duda uno en el que se desaliente el mal y se aliente el bien. El libertario sostiene que la existencia del aparato del Estado proporciona una vía abierta y cambiante para el ejercicio del mal, pues sus dirigentes están legitimados y pueden ejercer la compulsión de formas que no se permiten a otros. Lo que socialmente se considera un “crimen”, se denomina “ejercicio del poder democrático” cuando lo realiza un individuo como funcionario del Estado. Por el contrario, el libre mercado puro elimina todas las vías legítimas para el ejercicio del poder sobre la gente.

5. La igualdad imposible

Posiblemente la crítica ética del mercado más común es que fracasa en lograr el objetivo de la igualdad. La igualdad se ha defendido sobre varias bases “económicas”, como el sacrificio social mínimo o la disminución de la utilidad marginal del dinero (ver el capítulo previo sobre la fiscalidad). Pero en los últimos años, los economistas han reconocido que no pueden justificar el igualitarismo por medio de la economía, que necesitan en último término una base ética para la igualdad.

La economía o la praxeología no pueden establecer la validez de las ideas éticas, pero incluso los objetivos éticos deben tener sentido. Por tanto deben justificarse praxeológicamente como consistentes internamente y posibles conceptualmente. Hasta ahora no se han probado adecuadamente las credenciales de la “igualdad”.

Es verdad que se han elevado muchas objeciones que han hecho detenerse a los igualitaristas. A veces, la percepción de las consecuencias necesarias de sus políticas ocasiona su abandono, aunque es más habitual una ralentización del programa igualitario. Así: está demostrado que la igualdad obligatoria ahoga los incentivos, elimina los procesos de ajuste de la economía de mercado, destruye toda eficiencia en satisfacer los deseos de los consumidores y genera consumo de capital, defectos todos que generan una caída drástica de los niveles de vida. Además, solo una sociedad libre carece de castas y por tanto solo la libertad permitirá la movilidad de ingresos de acuerdo con la productividad. Por el contrario, el estatismo tiende a congelar la economía en un molde de desigualdad (no productiva).

Aun así, estos argumentos, aunque poderosos, no son concluyentes en modo alguno. Algunas personas buscarán de todos modos la igualdad, muchos tendrán en cuenta estas consideraciones al establecer algunos recortes en los niveles de vida para obtener una mayor igualdad.

En todas las discusiones acerca de la igualdad, se considera evidente que la igualdad es un objetivo muy deseable. Pero esto no es en modo alguno evidente. Porque el verdadero objetivo de la igualdad es manifiestamente discutible. Las doctrinas de la praxeología se deducen a partir de tres axiomas universalmente aceptables: el axioma principal de la existencia de la acción humana con un fin definido y los postulados o axiomas menores de la diversidad de habilidades humanas y recursos naturales y la falta de utilidad del trabajo. Aunque es posible construir una teoría económica de la sociedad sin los dos axiomas menores (pero no sin el principal), se incluyen con el fin de limitar nuestra exposición a leyes que pueden aplicarse a la realidad[276]. Quien quiera exponer una teoría aplicable a seres humanos intercambiables, le invitamos a hacerlo.

Luego la diversidad de la humanidad es un postulado básico para nuestro conocimiento de los seres humanos. Pero si la humanidad es diversa e individualizada, ¿cómo puede proponerse la igualdad como un ideal? Cada año hay profesores que realizan Conferencias sobre la Igualdad y piden una mayor igualdad y nadie discute el principio fundamental. ¿Pero qué justificación puede encontrar la igualdad en la naturaleza humana? Si cada individuo es único, ¿cómo puede hacérsele “igual” a otros sin destruir la mayoría de lo que tiene de humano y reducir la sociedad humana a la uniformidad descerebrada de un hormiguero? Es tarea del igualitarista, que aparece confiadamente en escena para informar al economista de su objetivo ético final, defender su alegato. Debe demostrar cómo puede ser compatible la igualdad con la naturaleza humana y debe defender la viabilidad de un posible mundo igualitario.

Pero el igualitarista tiene problemas aun más grandes, pues puede demostrarse que la igualdad de ingresos en un objetivo imposible para la humanidad. Los ingresos nunca pueden ser iguales. Los ingresos deben evaluarse, por supuesto, en términos reales y no monetarios: en caso contrario no habría igualdad real. Aun así, el ingreso real nunca puede igualarse. ¿Cómo puede igualarse el disfrute del paisaje de Manhattan de un neoyorquino con el de un indio? ¿Cómo puede el neoyorquino nadar en el Ganges igual que un indio? Como cada ciudadano está situado necesariamente en un espacio distinto, el ingreso real de cada individuo debe variar en cada bien y en cada persona. No hay manera de combinar bienes de distintos tipos para medir cierto “nivel” de ingresos, por lo que no tiene sentido intentar llegar a ningún tipo de nivel “igual”. Debe aceptarse el hecho de que no puede alcanzarse la igualdad porque es un objetivo conceptualmente imposible para el hombre, en virtud de su necesaria dispersión en ubicaciones y su diversidad en individuos. Pero si la igualdad en un objetivo absurdo (y por tanto irracional), cualquier esfuerzo por acercarse a la igualdad es consecuentemente absurdo. Si un objetivo no tiene sentido, cualquier intento de acercarse a él, tampoco.

Mucha gente cree que, aunque la igualdad de ingresos sea un ideal absurdo, puede sustituirse por el ideal de la igualdad de oportunidades. Este tiene tan poco sentido como el concepto anterior. ¿Cómo pueden “igualarse” las oportunidades del neoyorquino y el indio de navegar alrededor de Manhattan y nadar en el Ganges? La inevitable diversidad de ubicaciones del hombre elimina en la práctica cualquier posibilidad de igualar las “oportunidades”.

Blum y Kalven incurren en un error común[277] cuando dicen que la justicia conlleva la igualdad de oportunidades y que esta igualdad requiere que “los concursantes empiecen desde el mismo punto” para que el “juego” sea “justo”. La vida humana no es algún tipo de carrera en la que cada persona debería empezar en un punto idéntico. Es un intento de cada persona por ser lo más feliz posible. Y cada persona no podría empezar en el mismo punto, porque el mundo no acaba de aparecer: es distinto e infinitamente variado en sus distintas partes. El mero hecho de que cada individuo necesariamente nazca en un lugar distinto de otro asegura que su oportunidad heredada no pueda ser la misma que la de sus vecinos. La vía de la igualdad de oportunidades también requeriría la abolición de la familia, ya que diferentes padres significan diferentes capacidades: se requeriría el cuidado comunal de los niños. El Estado tendría que nacionalizar todos los bebés y criarlos en guarderías estatales bajo “iguales” condiciones. Pero ni siquiera estas condiciones pueden ser las mismas, porque los propios funcionarios tienen diferentes capacidades y personalidades. Y la igualdad nunca podría alcanzarse a causa de las necesarias diferencias de ubicación.

Así que no debe permitirse al igualitarista terminar la discusión simplemente proclamando la igualdad como un objetivo ético absoluto. Primero debe justificar todas las consecuencias sociales y económicas del igualitarismo y tratar de demostrar que no se oponen a la naturaleza básica del hombre. Deben contestar al argumento de que el hombre no está hecho para una existencia similar a la de un hormiguero. Y finalmente debe reconocer que los objetivos de igualdad en los ingresos y en las oportunidades son conceptualmente irrealizables y por tanto absurdos. Cualquier intento de obtenerlos es ipso facto igualmente absurdo.

Por tanto el igualitarismo es literalmente una filosofía social sin sentido. Su única formulación sensata sería el objetivo de la “igualdad de libertad”, formulada por Herbert Spencer en su famosa Ley de la Igual Libertad: “Cada uno tiene libertad para hacer todo lo que quiera siempre que no infrinja la igual libertad de cualquier otro”[278]. Este objetivo no trata de hacer igual la condición total de cada individuo, una tarea absolutamente imposible, en su lugar defiende la libertad, una condición de ausencia de coerción sobre la persona y propiedades de cada hombre[279].

Aun así esta formulación de la igualdad tiene muchos inconvenientes y podría descartarse con provecho. En primer lugar, abre la puerta a la ambigüedad y el igualitarismo. En segundo lugar, el término “igualdad” conlleva una identidad mensurable con una determinada unidad fija y extensiva. “Igual longitud” significa una identidad de medida con una unidad determinable objetivamente. Es el estudio de la acción humana, ya sea en praxeología o en filosofía social, no existe esa unidad cuantitativa y, por tanto, no puede haber esa “igualdad”. Es mucho mejor decir “cada hombre debería tener X” que decir “todos los hombres deberían ser iguales en X”. Si alguien quiere que todos los hombres tengan coche, lo dice de esa forma (“Todos los hombres deberían comprar un coche”) en lugar de usar fórmulas como “Todos los hombres deberían tener igualdad en la compra de coches”. El uso del término “igualdad” es tan torpe como equívoco.

Y finalmente, como apuntaba atinadamente Clara Dixon Davidson hace muchos años, la Ley de Spencer de la Igual Libertad es redundante. Porque si cada uno tiene libertad para hacer todo lo que quiera, de esta misma premisa se deduce que no se ha infringido ni invadido la libertad de nadie. Toda la segunda parte de la Ley de Spencer después de la palabra “quiera” es redundante e innecesaria[280]. Desde la formulación de la Ley de Spencer, sus opositores han empleado la segunda parte para encontrar agujeros en la filosofía libertaria. Aun así, todo este tiempo se han dedicado a atacar al corolario, no a la esencia de la ley. El concepto de “igualdad” no tiene por qué estar en la “Ley de la Igual Libertad”, pudiendo ser reemplazada por el cuantificador lógico “cada”. Bien podría renombrarse a la “Ley de Igual Libertad” como “Ley de la Total Libertad”.

6. El problema de la seguridad

Una de las acusaciones más comunes contra el libre mercado es que fracasa en ofrecer “seguridad”. Se dice que las bondades de la libertad deben compararse con las bondades opuestas de la seguridad (que por supuesto ha de proveer el Estado).

El primer comentario a hacer es que este mundo es un mundo de incertidumbre. Nunca seremos capaces de predecir el curso futuro del mundo con precisión. Por tanto, cada acción implica riesgo. Este riesgo no puede eliminarse. Quien mantiene dinero líquido sufre el riesgo de que se reduzca su poder de compra, quien invierte sufre el riesgo de pérdidas y así sucesivamente.

Aun así, el libre mercado encuentra forma de atenuar voluntariamente el riesgo tanto como sea posible. En una sociedad libre hay tres formas principales con las que la gente puede atenuar la incertidumbre acerca del futuro.

(1) Ahorro. Estos ahorros, invertidos en la producción o en dinero líquido, aseguran tener dinero para futuras necesidades. La inversión en producción incrementa los activos futuros, el dinero líquido asegura que los fondos estén disponibles inmediatamente.

(2) Emprendimiento. Los emprendedores, es decir, los empresarios, asumen la mayoría de los riesgos del mercado y en consecuencia atenúan buena parte del riesgo de los trabajadores. ¡Imaginemos el riesgo universal que se produciría si no se pudiera pagar a los trabajadores hasta que el producto final llegue a los consumidores! La preocupación de esperar las rentas futuras y el riesgo de intentar predecir las demandas de los consumidores serían casi intolerables, especialmente para los trabajadores de los procesos de producción más remotos. Es difícil ver cómo se embarcaría alguien en procesos más prolongados de producción si se le forzara a esperar al fin de este proceso para obtener un ingreso. Por el contrario, el empresario le paga inmediatamente y acepta la carga de esperar y prever futuros deseos. Luego el empresario se arriesga a perder su capital. Otro método de asunciones empresariales de riesgos se produce en los mercados de futuros, donde las coberturas permiten a compradores y vendedores de productos básicos trasladar el riesgo de cambios futuros en los precios a un grupo de comerciantes especializados.

(3) Seguros. El seguro es un método básico de juntar y disminuir riesgos en el mercado. Mientras que los empresarios asumen las cargas de la incertidumbre, el asegurador se ocupa de los riesgos actuariales, en los que puede llegarse a frecuencias colectivas estables y pueden fijarse primas de acuerdo con ellas.

El Estado no puede proveer una seguridad absoluta. Los esclavos pueden haber creído que su amo les aseguraba su seguridad. Pero el amo asumía el riesgo: si su renta disminuía, no podía darles seguridad por sus cargas.

Una cuarta manera de ofrecer seguridad en una sociedad libre es la caridad voluntaria. Esta caridad, o necesidad, deriva de la producción. Se ha venido sosteniendo que el Estado puede proporcionar seguridad al pueblo mejor que el mercado, porque puede garantizar un ingreso mínimo a todos. Aun así, el Estado no puede hacerlo. El Estado no produce nada: solo puede confiscar la producción de otros. Por tanto, el Estado no puede garantizar nada: si no se produce lo mínimo que se requiere, el Estado incumplirá sus promesas. Por supuesto, el Estado puede imprimir todo el dinero que quiera, pero no puede producir los bienes que se necesitan. Además, por ello, el Estado no puede ofrecer seguridad a todos los hombres por igual. Puede dar algo de seguridad solo a expensas de otros. Si A solo puede hacerse más seguro a costa de robar a B, B se hace más inseguro en el proceso. Luego el Estado, aunque la producción no se reduzca drásticamente, no puede ofrecer seguridad a todos, sino solo a unos a costa de otros.

Entonces, ¿no hay forma de que el gobierno (la coerción organizada) puede ofrecer seguridad? Sí, pero no en un sentido absoluto. Más bien puede ofrecer un cierto aspecto de la seguridad y solo este aspecto puede garantizarse para cada hombre en la sociedad. Es la seguridad contra la agresión. Sin embargo, en la práctica solo una defensa voluntaria y de libre mercado puede ofrecerla, pues solo este tipo de empresa de defensa no-estatista no realiza por sí misma ninguna agresión. Si cada hombre adquiere seguridad para su persona y propiedades contra un ataque, tanto la productividad como el ocio se incrementan exponencialmente. Cualquier intento del Estado de ofrecer esa seguridad es un anacronismo, pues el propio Estado invade constantemente la libertad y la seguridad individuales.

Luego ese tipo de seguridad, abierta a cada hombre en la sociedad, no solo es compatible con la libertad perfecta, sino su corolario. La libertad y la seguridad frente a la agresión son dos caras de la misma moneda.

Aun así, podría seguir objetándose que mucha gente, incluso sabiendo que la esclavitud o la sumisión no pueden traer una seguridad absoluta, sigue queriendo confiar en los amos. Pero, si lo hacen voluntariamente el libertario se pregunta por qué hay que forzar a unírseles a otros que no quieran someterse a los amos.

7. Las supuestas alegrías de la sociedad estamental

Una crítica relativamente común al libre mercado y la sociedad libre (particularmente entre los intelectuales, que evidentemente no son artesanos ni campesinos) es que, frente a los felices artesanos y campesinos de la Edad Media, ha “alienado” al hombre respecto de su trabajo y su prójimo y les ha robado su “sentimiento de pertenencia”. La sociedad estamental de la Edad Media se contempla como una Edad de Oro, en la que cada uno sabía su posición en la vida, donde los artesanos fabricaban todo el zapato en lugar de contribuir solo a parte de su producción y donde estos trabajadores “completos” se entremezclaban con el resto de la sociedad en un sentimiento de pertenencia.

En primer lugar, la sociedad de la Edad Media no era segura, no era una jerarquía fija e inmutable de estamentos[281]. Había poco progreso, pero muchos cambios. Viviendo como vivían limitados a la autosuficiencia local, con un bajo nivel de vida, la gente siempre estaba expuesta a las hambrunas. Y por causa de la relativa ausencia del comercio, una hambruna en un área no podía compensarse comprando comida en otra. La ausencia de hambrunas en la sociedad capitalista no es una coincidencia providencial. En segundo lugar, a causa de los bajos niveles de vida muy pocos miembros de la sociedad tenían la fortuna de nacer en el estamento de los felices artesanos, quienes solo podían ser realmente felices y estar seguros en su trabajo si servían al rey o a la nobleza (quienes, por supuesto, obtenían su alto rango mediante la decididamente “infeliz” práctica de una violencia permanente en la dominación de la masa de la población explotada). En lo que se refiere al siervo común. Uno se pregunta si en su pobre, esclavizada y difícil existencia tenía tiempo y ocio suficiente para considerar las supuestas alegrías de su puesto fijo y su “sentido de pertenencia”. Y si cuando había un siervo o dos que no querían “pertenecer” a su señor o amo, esa “pertenencia” no se alcanzaba mediante la violencia.

Aparte de estas consideraciones, había otro problema que no podía superar la sociedad estamental y que contribuyó en buena parte a acabar con las estructuras feudales y mercantilistas de la era precapitalista. Era el crecimiento de la población. Si todos tienen asignado un papel determinado y heredado en la vida, ¿cómo puede ajustarse la nueva población a esa estructura? ¿Dónde se asignarán y quién los asignará? Y dondequiera que se les ubique, ¿cómo puede evitarse que esta gente altere toda esta red clientelar y estamental? En resumen, era precisamente en la fija sociedad estamental no capitalista donde el problema maltusiano estaba siempre presente en su peor aspecto y donde los “controles” maltusianos de la población debían entrar en juego. A veces el control es natural como una hambruna o una plaga, en otras sociedades se practicaba el infanticidio. Quizá si hubiera un retorno moderno a la sociedad estamental, el control de natalidad obligatorio sería la norma (un pronóstico no imposible para el futuro). Pero en la Europa precapitalista, el problema de la población se convirtió en el problema de una cantidad constantemente creciente de personas sin trabajo que realizar ni lugar a dónde ir y que tenían que dedicarse a la mendicidad o al bandolerismo.

Los defensores de la teoría de la “alienación” moderna no ofrecen ningún razonamiento para apoyar sus afirmaciones, que son por tanto simples mitos dogmáticos. Indudablemente no es evidente que el artesano o, mejor aun, el cavernícola que fabricaba todo lo que consumía fueran en algún sentido más felices o “más completos” como consecuencia de esta experiencia. Aunque este no sea un tratado de psicología, debería advertirse que quizá lo que da al trabajador su sentido de la importancia es su participación en lo que Isabel Paterson ha llamado el “circuito de producción”. Por supuesto, en el capitalismo de libre mercado este puede participar en ese circuito en muchas más formas y más variadas que en la más primitiva sociedad estamental.

Además, la sociedad estamental es un tremendo desperdicio de habilidades potenciales de los trabajadores individuales. Después de todo, no hay razón por la que el hijo de un carpintero debiera estar particularmente interesado o ser hábil en carpintería. En la sociedad estamental solo puede aspirar a una deprimente vida de carpintero, independientemente de sus deseos. En la sociedad capitalista del libre mercado, aunque por supuesto no tiene garantizado que sea capaz de ganarse la vida en el tipo de trabajo que pretenda, sus oportunidades de hacer el trabajo que realmente le guste se expanden incontablemente, casi infinitamente. A medida que se expande la división del trabajo, hay cada vez más variedades de ocupaciones cualificadas en las que puede trabajar, en lugar de tenerse que contentar con solo las habilidades más primitivas. Y en la sociedad libre es libre de probar en estas tareas, libre de trasladarse al área que más le guste. No tenía libertad ni oportunidades en la supuestamente alegre sociedad estamental. Al tiempo que el capitalismo libre expandió enormemente la cantidad y variedad de los servicios y bienes de consumo disponibles para la humanidad, también expandió enormemente el número y variedad de empleos a realizar y las habilidades que la gente podía desarrollar.

Todo este ruido acerca de la “alienación” es, de hecho, más que una glorificación del artesano medieval. Después de todo compraba su comida en las tierras cercanas. Es en realidad un ataque a todo el concepto de la división del trabajo y una canonización de la autarquía primitiva. Un retorno a esas condiciones solo podría significar la erradicación de la mayoría de la población actual y el completo empobrecimiento del resto. Dejamos para los mitólogos de los estamentos la explicación de por qué se incrementaría la “felicidad” a pesar de todo.

Pero hay una consideración final que indica que la inmensa mayoría de la gente no cree necesitar las condiciones primitivas y el sentido esclavista de pertenencia para ser felices. Porque en una sociedad libre no hay nada que impida, a quienes lo deseen, vivir en comunidades separadas y vivir primitiva y “pertenecientemente”. No se obliga a nadie a unirse a la división especializada del trabajo. No es solo que casi nadie haya abandonado la sociedad moderna para retornar a una vida feliz e integrada de segura pobreza, sino además que aquellos pocos intelectuales que formularon utopías comunales de un tipo u otro durante el siglo XIX, las abandonaron muy rápidamente. Y quizá los más conspicuos no renunciantes a la sociedad son los mismos críticos que emplean nuestros “alienados” medios modernos de comunicación de masas para denunciar la sociedad moderna. Como hemos indicado en final de la sección anterior, una sociedad libre permite a quien quiera ser esclavizado por otros que lo haga. Pero si tienen una necesidad psicológica de un esclavo “sentido de pertenencia”, ¿por qué debe forzarse a la esclavitud a otros individuos que no tengan esa necesidad?

8. Caridad y pobreza

Una queja común es que el libre mercado no aseguraría la eliminación de la pobreza, que “dejaría a la gente libre para morirse de hambre” y que es mucho mejor ser “misericordioso” y dar rienda suelta a la “caridad” poniendo impuestos al resto de la población con el fin de subsidiar a pobres y desarraigados.

En primer lugar, el argumento de la “libertad para morirse hambre” confunde la “guerra contra la naturaleza”, que todos realizamos, con el problema de la libertad frente a las interferencias de otros. Siempre somos “libres para morirnos de hambre” salvo que busquemos conquistar a la naturaleza, como es nuestra natural condición. Pero la “libertad” se refiere a la ausencia de molestias de otras personas: es únicamente un problema interpersonal.

En segundo lugar, también debería estar claro que es precisamente el comercio voluntario y el libre capitalismo lo que ha llevado a una enorme mejora en los niveles de vida. La producción capitalista es el único método por el que se puede acabar con la pobreza. Como hemos destacado antes, la producción debe estar en primer lugar y solo la libertad permite a la gente producir de la forma mejor y más eficiente. La fuerza y la violencia pueden “distribuir”, pero no producir. La intervención dificulta la producción y el socialismo no puede calcular. Como en el libre mercado se maximiza la producción de lo que satisface los consumidores, este es el único camino para acabar con la pobreza. Las órdenes y la legislación no pueden hacerlo: de hecho, solo pueden empeorar la situación.

La apelación a la “caridad” es verdaderamente paradójica. En primer lugar difícilmente es “caridad” quitar riqueza por la fuerza y dársela a otros. De hecho, es justamente lo contrario de la caridad, que solo puede ser un acto de gracia voluntario y gratuito. La confiscación obligatoria solo puede reducir completamente los deseos de caridad, pues los más ricos se quejan diciendo que no tiene sentido dar en caridad cuando el Estado ya se ocupa de esta tarea. Es otro ejemplo de la certeza de que los hombres solo pueden volverse morales a través de la persuasión racional, no a través de la violencia, que en la práctica genera el efecto contrario.

Además, como el Estado es siempre ineficiente, la cantidad y destino de las donaciones será muy diferente de los que serían si a la gente se le dejara actuar según su criterio. Si el Estado decide de quién hay que tomar y a quién hay que dar, el poder que tiene el Estado en sus manos es enorme. Es obvio que los desafortunados políticos serán aquellos cuyas propiedades sean confiscadas y los favorecidos políticos los subsidiados. Y entre tanto, el Estado crea una burocracia cuya forma de vida se asegura nutriéndose de la confiscación de un grupo y animando la mendicidad de otro.

Un régimen de “caridad” obligatoria tiene otras consecuencias. Una de ellas es que “los pobres” (o los pobres “dignos de ayuda”) se han visto exaltados como una casta privilegiada, que puede reclamar por la fuerza parte de la producción de los más capaces. Algo muy distinto de una solicitud de caridad. En su lugar, los capaces se ven penalizados y esclavizados por el Estado y se pone a los incapaces en un pedestal moral. Sin duda es un peculiar programa moral. Las siguientes consecuencias serán desalentar a los más capaces, reducir la producción y el ahorro en la sociedad y posteriormente subvencionar la creación de una casta de pobres. No solo se subsidiaría a los pobres por tener derecho, sino que también se estimularía su multiplicación, tanto por su reproducción como por su exaltación moral y subsidio. Consecuentemente los capaces se verían perjudicados y reprimidos[282].

Mientras que la oportunidad de caridad voluntaria actúa como acicate para la producción de los capaces, la caridad obligatoria actúa como un drenaje y carga para la producción. De hecho, a largo plazo la mayor “caridad” es precisamente lo que no conocemos por ese nombre, sino lisa y llanamente, la “egoísta” inversión de capital y la búsqueda de innovaciones tecnológicas. Se ha combatido la pobreza mediante las empresas y la inversión de capital de nuestros antepasados, haciéndolo indudablemente en la mayoría de los casos por motivos “egoístas”. Es un ejemplo fundamental de la verdad enunciada por Adam Smith de que generalmente ayudamos más a los demás a través de las mismas actividades con las que nos ayudamos a nosotros mismos.

Los estatistas realmente están de hecho en contra de la caridad. A menudo argumentan que la caridad rebaja y degrada al receptor y que por tanto deberían enseñársele que el dinero es suyo por derecho y debe dárselo el gobierno porque le corresponde. Pero esta degradación habitualmente sentida deriva, como apuntaba Isabel Paterson, de hecho de que el receptor de la caridad no es autosuficiente en el mercado y está fuera de circuito de producción, sin ofrecer un servicio a cambio de algo recibido. Sin embargo, concediéndole el derecho moral y legal a multar a su prójimo se aumenta su degradación moral en lugar de acabar con ella, porque el beneficiario se aleja más que nunca de la línea productiva. Un acto de caridad, cuando es voluntario, se considera generalmente como temporal y ofrecido con el objeto de ayudar a que un hombre se ayude a sí mismo. Pero cuando el dinero lo rebaña el Estado se convierte en permanente y perpetuamente degradante, manteniendo a los receptores en un estado de sumisión. No intentamos discutir en este momento si ser así sumiso es degradante: simplemente decimos que quien considere degradante la caridad privada debe lógicamente concluir que la caridad estatal los es mucho más[283]. Además Mises apuntaba que el comercio del libre mercado (siempre condenado por los estatistas por ser impersonal y “sin sentimientos”) es precisamente la relación que evita toda degradación y sumisión[284].

9. La acusación de “materialismo egoísta”

Una de las acusaciones más comunes contra el libre mercado (incluso de muchos de sus amigos) es que refleja y favorece un “materialismo egoísta” desenfrenado. Aunque el libre mercado (el capitalismo ilimitado) sea el que más favorezca los fines “materiales” del hombre, según los críticos, le aleja de los ideales más elevados. Aleja al hombre de los valores espirituales o intelectuales y atrofia cualquier espíritu de altruismo.

En primer lugar, no hay nada que pueda llamarse un “fin económico”. La economía es simplemente un proceso de aplicar medios a fines que las personas adopten. Un individuo puede aspirar a cualquier fin que prefiera, sea este “egoísta” o “altruista”. Si los demás factores físicos son iguales, a todos les interesa maximizar su renta monetaria en el mercado. Pero esta renta máxima puede luego emplearse en fines “egoístas” o “altruistas”. A los praxeólogos no les interesa qué fines persiga la gente. Un empresario de éxito puede usar su dinero para comprar un yate o para construir un orfanato. Es él quien elige. Pero de lo que se trata es de que, sea cual sea el fin que persiga, debe ganar dinero antes de que puede alcanzar el objetivo.

En segundo lugar, sea cual sea la filosofía moral que adoptemos (sea por altruismo o egoísmo) no podemos criticar la búsqueda de rentas monetarias en el mercado. Si seguimos una ética social egoísta, obviamente solo podemos aplaudir la maximización en el mercado de la renta monetaria o de una mezcla de renta monetaria y física. Aquí no hay problema. Sin embargo, aun cuando adoptemos una ética altruista debemos aplaudir igual de fervientemente la maximización de las rentas monetarias. Porque los beneficios del mercado son un indicador social de los servicios a otros, al menos en el sentido de que todos los servicios son mercantiles. Cuando mayor sea la renta de un hombre, mayor habrá sido su servicio a otros. En realidad debería ser mucho más fácil al altruista aplaudir la maximización de la renta monetaria de un hombre que la física, cuando esté en conflicto con el anterior objetivo. Luego el altruista consecuente debe condenar el rechazo de alguien a trabajar donde la paguen más y que prefiera un trabajo peor pagado en otro sitio. Este hombre, sea cual sea su razón, está desafiando los deseos señalados por los consumidores, su prójimo social.

Por tanto, si un minero del carbón se traslada a un trabajo más cómodo, pero peor pagado, como el de dependiente, el altruista consistente debe castigarle por privar de beneficios necesarios a su prójimo. Porque el altruista consistente debe afrontar el hecho de que las rentas monetarias en el mercado reflejan servicios a otros, mientras que las rentas físicas son ganancias puramente personales o “egoístas”[285].

Este análisis se aplica directamente a la búsqueda de ocio. El ocio, como hemos visto, es un bien de consumo básico para la humanidad. Aun así, el altruista consistente tendría que negar a cada trabajador cualquier nivel de ocio, o al menos negarle toda hora de ocio más allá del que sea necesario para mantener su producción. Pues cada hora gastada en ocio reduce el tiempo que un hombre puede gastar en servir a su prójimo.

Los defensores congruentes de la “soberanía del consumidor” tendrían que estar a favor de esclavizar a los más indolentes o a quienes prefieran seguir su propio camino a servir al consumidor. En lugar de desdeñar la búsqueda de ganancias monetarias, el altruista consistente debería alabar la búsqueda de dinero en el mercado y condenar cualquier objetivo no monetario en conflicto que pueda tener un productor, sea este su disgusto por cierto trabajo, entusiasmo por una labor con menor paga o deseo de tiempo de ocio[286]. Los altruistas que critican objetivos monetarios en el mercado, por tanto, están equivocados de acuerdo con sus propios términos.

La acusación de “materialismo” es asimismo falaz. El mercado se ocupa, no necesariamente de bienes “materiales”, sino de bienes intercambiables. Es verdad que todos los bienes “materiales” son intercambiables (excepto los mismos seres humanos), pero hay también muchos bienes inmateriales en el mercado. Un hombre puede gastar su dinero en acudir a un concierto o contratar a un abogado, por ejemplo, igual que en comida o automóviles. No hay base en absoluto para decir que la economía de mercado favorezca los bienes materiales o inmateriales: simplemente deja libertad a todos los hombres para elegir su propio patrón de gasto.

Finalmente, el avance en la economía de mercado satisface cada vez más los deseos de la gente de bienes intercambiables. Como consecuencia, la utilidad marginal de los bienes intercambiables tiende a declinar con el tiempo, mientras que se incrementa la utilidad marginal de los bienes no intercambiables. En resumen, la mayor satisfacción de los valores “intercambiables” confiere una mayor significación marginal a los valores “no intercambiables”. Luego en lugar de favorecer los valores “materiales”, el avance en el capitalismo hace justamente lo contrario.

10. ¿Vuelta a la selva?

Muchos críticos se quejan de que el libre mercado al dejar de lado a los empresarios ineficientes o en otras decisiones, demuestra ser un “monstruo impersonal”. Acusan a la economía del libre mercado de ser “la ley de la selva”, donde la “supervivencia de los más aptos” es la ley[287]. Por ello a los libertarios que defienden un libre mercado se les llama “darwinistas sociales” que desean el exterminio de los débiles en beneficio de los fuertes.

En primer lugar, esos críticos olvidan el hecho de que la operación del libre mercado es enormemente diferente de la acción gubernamental. Cuando un gobierno actúa, los críticos individuales no tienen poder para cambiar el resultado. Solo pueden hacerlo si pueden acabar convenciendo a los dirigentes de que deberían cambiar su decisión, lo que puede tomar mucho tiempo o ser totalmente imposible. Sin embargo, en el libre mercado no hay una decisión final impuesta por la fuerza: cada uno es libre de tomar sus propias decisiones y cambiar así de forma significativa los resultados del “mercado”. En resumen, quien sienta que el mercado ha sido muy cruel con ciertos empresarios o con otros perceptores de rentas es perfectamente libre para fundar un fondo de ayuda con las donaciones y concesiones que reciba. Quienes critican la caridad privada existente como “insuficiente” son perfectamente libres para completarla por sí mismos. Debemos tener cuidado de hipostasiar el “mercado” como una entidad real, que toma decisiones inexorables. El mercado es el resultante de las decisiones de todos los individuos en la sociedad, la gente puede gastar su dinero en lo que quiera y puede tomar cualquier decisión que afecte a su persona o propiedad. No tienen que batallar ni convencer a ninguna entidad conocida como “mercado” antes de poner en efecto sus decisiones.

De hecho, el libre mercado es precisamente lo más opuesto a la sociedad de la “selva”. La selva se caracteriza por la guerra de todos contra todos. Un hombre solo puede obtener ganancias a costa de otro, apropiándose de la propiedad de este último. Con todos en un nivel de subsistencia, hay una verdadera lucha por la supervivencia, donde los más fuertes aplastan a los más débiles. En el libre mercado, por el contrario, un hombre solo obtiene ganancias sirviendo a otro, aunque también puede retirarse a una producción de autosuficiencia en un nivel primitivo, si así lo prefiere. Es precisamente a través de la cooperación pacífica del mercado como ganan todos los hombres mediante el desarrollo de la división del trabajo y la inversión de capital. Aplicar el principio de la “supervivencia de los más aptos” tanto a la jungla como al mercado es ignorar la pregunta básica: ¿Aptitud para qué? Los “aptos” en la selva son los mejores en el ejercicio de la fuerza bruta. Los “aptos” en el libre mercado son los mejores sirviendo a la sociedad. La selva es un lugar bestial donde unos se aprovechan de los otros y todos viven al nivel de inanición, el mercado es un lugar pacífico y productivo donde todos a la vez se sirven a sí mismos y a otros y viven en niveles de consumo infinitamente mayores. En el mercado, la gente caritativa puede ayudar, un lujo que no puede darse en la selva.

Por tanto, el libre mercado transforma la competencia destructiva por una mera subsistencia de la selva en una competencia cooperativa pacífica mediante el servicio a uno mismo y a los otros. En la selva, solo algunos ganan a costa de los otros. En el mercado, todos ganan. Es el mercado, la sociedad contractual, el que da orden al caos, somete a la naturaleza y erradica la selva, el que permite a los “débiles” vivir productivamente o separar las donaciones de la producción, en un estilo regio en comparación con la vida de los “fuertes” en la selva. Además el mercado, al elevar los niveles de vida, permite al hombre el ocio para cultivar sus propias cualidades de civilización que le distinguen de las bestias.

Es precisamente el estatismo el que está haciendo volver la ley de la selva, volviendo el conflicto, la falta de armonía, la lucha de castas, la conquista y la guerra de todos contra todos y la pobreza general. En lugar de la “lucha” pacífica de la competencia en el servicio mutuo, el estatismo instituye el caos en el cálculo y la lucha mortal de la competencia darwinista social por los privilegios políticos y la subsistencia limitada.

11. Poder y coerción

A. “OTRAS FORMAS DE COERCIÓN”: EL PODER ECONÓMICO

Una crítica muy habitual a la postura libertaria es la siguiente: Por supuesto que no nos gusta la violencia y los libertarios resultan útiles al apuntar sus peligros. Pero sois muy simplistas porque ignoráis las demás formas significativas de coerción ejercitada en la sociedad: el poder coercitivo privado, aparte de la violencia ejercida por el Estado o los criminales. El gobierno debe estar listo para emplear su coerción para controlar o compensar esta coerción privada.

En primer lugar, esta aparente dificultad de la doctrina libertaria puede eliminarse rápidamente limitando el concepto de coerción al uso de la violencia. Esta limitación tendría el valor añadido de confinar estrictamente la violencia legalizada de la policía y los tribunales a la esfera de su competencia: combatir la violencia. Pero podemos ir más allá, pues podemos demostrar las contradicciones inherentes en el concepto más amplio de la coerción.

Un tipo bien conocido de “coerción privada” es el vago pero aparentemente ominoso “poder económico”. Un ejemplo habitual del ejercicio de dicho “poder” es el caso de un trabajador despedido de este, especialmente en una gran empresa. ¿No es “tan malo como” la coerción violenta contra la propiedad del trabajador? ¿No es otra forma más sutil de robo al trabajador, ya que se priva de dinero que habría recibido si el trabajador no hubiera ejercido su “poder económico”?

Analicemos de cerca esta situación. ¿Qué ha hecho exactamente el empresario? Ha rehusado continuar realizando cierto intercambio, que el trabajador preferiría haber mantenido. En concreto, A, el empresario, rehúsa vender cierta suma de dinero a cambio de la compra del servicio del trabajo de B. A B le gustaría realizar cierto intercambio, a A, no. El mismo principio puede aplicarse a todos los intercambios a todo lo largo y ancho de la economía. Un trabajador intercambia trabajo por dinero con un empresario, un tendero intercambia huevos por dinero con un cliente, un paciente intercambia dinero por servicios de un doctor y así sucesivamente. Bajo un régimen de libertad donde no se permita el uso de violencia, todo hombre tiene el derecho a realizar intercambios o a no realizarlos como y con quien quiera. Luego cuando se realizan los intercambios ambas partes se benefician. Hemos visto que si se obliga a un intercambio, al menos una parte pierde. Incluso es dudoso que el ladrón gane a largo plazo, pues un sociedad en la que se hayan practicado la violencia y la tiranía a gran escala reducirá tanto la productividad y se verá tan infectada de miedo y odio que incluso los ladrones pueden sentirse insatisfechos cuando comparen su botín con lo que podrían haber ganado con la producción y el comercio en el libre mercado.

Por tanto, el “poder económico” es simplemente el derecho en un régimen de libertad a rechazar realizar un intercambio. Todo hombre tiene este poder. Todo hombre tiene el mismo derecho a rechazar realizar un ofrecimiento de intercambio.

Ahora bien, debería resultar evidente que el estatista “templado”, que concede que la violencia es mala, pero añade que la violencia del gobierno es a veces necesaria para contrapesar la “coerción privada del poder económico”, se ve atrapado en una contradicción insoluble. A rechaza realizar un intercambio con B. ¿Quiénes somos nosotros para decir, o quién es el gobierno para actuar, si B blande un arma y ordena a A hacer el intercambio? Es la pregunta crucial. Solo hay dos posiciones que podamos adoptar en el mercado: o bien B está ejerciendo violencia y debería ser detenido de inmediato, o bien B está perfectamente justificado para dar este paso, ya que está simplemente “contrapesando la coerción sutil” del poder económico ejercido por A. O bien la empresa de defensa debe acudir inmediatamente en defensa de A o bien debe rehusar hacerlo, quizá apoyando a B (o haciéndole a B el trabajo). ¡No hay solución intermedia!

B está ejerciendo violencia, es indiscutible. En términos de ambas posturas, esta violencia es, o bien invasiva y por tanto injusta, o bien defensiva y por tanto justa. Si adoptamos el argumento del “poder económico”, debemos elegir la última postura; si lo rechazamos, la primera. Si elegimos el concepto de “poder económico”, debemos emplear la violencia para combatir cualquier rechazo de intercambio; si lo rechazamos, emplearemos la violencia para evitar cualquier imposición violenta de intercambio. No hay manera de evitar estas dos alternativas excluyentes. El estatista “templado” no puede decir lógicamente que hay “muchas formas” de coacción injustificada. Debe elegir una u otra y mantener su postura de acuerdo con ello. O bien debe decir que solo hay una forma de coerción ilegal: la abierta violencia física; o bien debe decir que solo hay una forma de coerción ilegal: el rechazo al intercambio.

Ya hemos descrito completamente el tipo de sociedad construida a partir de los fundamentos libertarios, una sociedad marcada por la paz, la armonía, la libertad, la máxima utilidad para todos y la progresiva mejora de los niveles de vida. ¿Cuál sería la consecuencia de adoptar la premisa del “poder económico”? Sería una sociedad de esclavos, porque ¿qué otra cosa puede ser la prohibición del rechazo a trabajar? Sería asimismo una sociedad en la que los iniciadores declarados de la violencia serían tratados con amabilidad, mientras que sus víctimas se verían reprendidas como responsables “reales” de su propio yugo. Esa sociedad supondría realmente una guerra de todos contra todos, un mundo en el que se extenderían sin control la conquista y la explotación.

Analicemos con más detalle el contraste entre el poder de la violencia y el “poder económico”, en otras palabras, entre la víctima del bandido y el hombre que pierde su trabajo en la empresa Ford. Llamemos en ambos casos al supuesto ejercitante de poder como P y a su supuesta víctima como X. En el caso del bandido o del ladrón, P roba a X. En otras palabras, P vive de empobrecer a X y a otros X. Este es el significado de poder en su original sentido político. Pero ¿qué pasa con el “poder económico”? Por el contrario, ¡aquí el pretendido empleado reclama estridentemente la propiedad de P! En este caso, X se aprovecha de P y no al contrario. Quienes lamentan la difícil situación del trabajador del automóvil que no puede obtener un trabajo en la Ford no parecen darse cuenta de que antes de Ford y sin ella no habría ningún trabajo en absoluto. Por tanto nadie puede tener ningún tipo de “derecho natural” a un trabajo en la Ford, mientras que tiene sentido afirmar un derecho natural a la libertad, un derecho que puede tener cada persona sin depender de la existencia de otros (como la Ford). En resumen, la doctrina libertaria, que proclama un derecho natural de defensa contra el poder político, es coherente y tiene sentido, pero no tienen sentido ningún proclamado derecho de defensa contra el “poder económico”. Está claro que aquí hay enormes diferencias entre los dos conceptos de “poder”[288].

B. PODER SOBRE LA NATURALEZA Y PODER SOBRE EL HOMBRE

Es muy común, e incluso está de moda, discutir sobre los fenómenos del mercado en términos de “poder”; es decir en términos solo apropiados para el campo de batalla. Hemos visto la falacia de la crítica a l mercado de la “vuelta a la selva” y hemos visto cómo el igualmente falaz concepto del “poder económico” se ha aplicado a la economía de los intercambios. La terminología del poder político, de hecho, domina a menudo las discusiones sobre el mercado: los pacíficos empresarios son “monarcas económicos”, “señores feudales de la economía” o “barones ladrones”. Al negocio se le denomina “sistema de poder” y las empresas son “gobiernos privados” e incluso, si son muy grandes, “imperios”. Aunque es menos llamativo, los hombres tienen “poder de negociación” y las empresas emplean “estrategias” y “rivalidades”, igual que en las contiendas militares. Recientemente se han aplicado erróneamente teorías de “juegos” a la actividad del mercado, llegando al absurdo punto de comparar los intercambios en el mercado con un “juego de suma cero” (una interrelación en la que la pérdida de A es exactamente igual a la ganancia de B).

Por supuesto, así es como actúa el poder coercitivo de conquista y robo. Aquí la ganancia de un hombre es la pérdida de otro; la victoria de uno, es la derrota de otro. Esas relaciones sociales solo pueden describirse como conflicto. Pero la verdad del libre mercado es la opuesta: aquí todos son “vencedores” y ganan con las relaciones sociales. El lenguaje y los conceptos del poder político son especialmente inapropiados para la sociedad del libre mercado.

Aquí la confusión esencial es el no distinguir entre dos conceptos muy diferentes: el poder sobre la naturaleza y el poder sobre el hombre.

Es fácil ver que el poder de un individuo es su capacidad de controlar su entorno con el fin de satisfacer sus deseos. Un hombre con un hacha tiene el poder de talar un árbol, un hombre con una fábrica tiene el poder, junto con otros factores complementarios, de producir bienes de capital. Un hombre con un arma tiene el poder de forzar a un hombre desarmado a que haga lo que le pida, siempre que este no elija resistirse o aceptar que le maten de un tiro. Debería quedar claro que hay una distinción básica entre los dos tipos de poder. El poder sobre la naturaleza es el tipo de poder sobre el que debe construirse la civilización: la historia humana es la historia de los avances o intentos de avance en este poder. Por el contrario, el poder sobre el hombre no aumenta el nivel de vida ni promueve la satisfacción de todos, como si hace el poder sobre la naturaleza. Por su propia esencia, en la sociedad solo algunos pueden ejercer poder sobre los hombres. Allí donde existe poder sobre el hombre, algunos deben ser los poderosos y otros los sometidos a dicho poder. Por el contrario, todos los hombres pueden adquirir y adquieren poder sobre la naturaleza.

De hecho, si atendemos a la condición básica del hombre cuando aparece en el mundo, es obvio que la única manera de preservar su vida y mejorarla es conquistar la naturaleza, transformar la faz de la tierra para satisfacer sus deseos. Desde el punto de vista de todos los miembros de la raza humana, es evidente que solo esa conquista es productiva y vital. El poder de un hombre sobre otro no puede contribuir al avance de la humanidad, solo puede generar una sociedad en la que el robo ha reemplazado a la producción, la hegemonía ha suplantado a los contratos, la violencia y el conflicto han ocupado el lugar del orden y la armonía pacíficos del mercado. El poder de un hombre sobre otro es parasitario en lugar de creativo, porque significa que los conquistadores de la naturaleza están sujetos al dictado de quienes a su vez conquisten a su prójimo. Cualquier sociedad de fuerza (sea esta gobernada por bandas o criminales o por un Estado organizado) significa fundamentalmente la ley de la selva o el caos económico. Más aun, sería una selva, una lucha en el sentido del darwinismo social, en la que los supervivientes no serían realmente los “más aptos”, pues la “aptitud” de los vencedores consistiría únicamente en su capacidad para rapiñar a los productores. No serían lo más aptos para el avance de la especie humana: estos son los productores, los conquistadores de la naturaleza.

Por tanto, la doctrina libertaria defiende la maximización de poder del hombre sobre la naturaleza y la erradicación del poder del hombre sobre el hombre. Los estatistas, al conceder este último poder, suelen no darse cuenta de que en su sistema de poder del hombre sobre la naturaleza se atrofiaría y se convertiría en insignificante.

Albert Jay Nock apuntaba hacia esta dicotomía cuando en Our Enemy the State [Nuestro enemigo: El Estado] distinguía entre poder social y poder del Estado[289]. Quienes correctamente se resisten a cualquier término que asigne características antropomórficas a la “sociedad” son cautelosos a la hora de aceptar esta terminología. Pero esta distinción es realmente importante. El “poder social” de Nock es la conquista de la naturaleza por parte de la sociedad (de la humanidad): el poder que ha ayudado a producir la abundancia que el hombre ha sido capaz de obtener de la tierra. Su “poder del Estado” es el poder político (el uso de medios políticos, en oposición a los “medios económicos”, para llegar a la riqueza). El poder del Estado es el poder del hombre sobre el hombre, el ejercicio de la violencia coercitiva de un grupo sobre otro.

Nock utilizaba estas categorías para analizar de forma brillante los eventos históricos. Veía la historia de la humanidad como una disputa entre el poder social y el poder del Estado. El hombre (liderado por los productores) siempre ha tratado de avanzar en la conquista de su entorno natural. Y el hombre (otros hombres) siempre ha intentado extender el poder político para apropiarse de los frutos de esta conquista de la naturaleza. La historia puede así interpretarse como una disputa entre el poder social y el poder del Estado. En los periodos de mayor abundancia, por ejemplo, después de la Revolución Industrial, el poder social adquiere una gran ventaja sobre el poder político, que este no puede enjugar. Los periodos de estancamiento son aquellos en los que el poder del Estado ha llegado al fin a extender su control sobre las áreas más nuevas del poder social. El poder del estado y el poder social son antitéticos y el primero vive a costa de explotar al segundo. Está claro conceptos aquí avanzados (“poder sobre la naturaleza” y “”poder sobre el hombre”) son generalizaciones y aclaraciones de la categorías de Nock.

Hay un problema que puede parecer extraño: ¿Cuál es la naturaleza del “poder de compra” en el mercado? ¿No es un poder sobre el hombre y, aun así, “social” y del mercado libre? Sin embargo, esta contradicción es solo aparente. El dinero tiene “poder de compra” solo porque otra gente desea aceptarlo a cambio de bienes, es decir, están dispuestos a comerciar. El poder de intercambio reside (en ambos lados del comercio) en la producción y esta es precisamente la conquista de la naturaleza que hemos estado analizando. De hecho, es el proceso de intercambio (la división del trabajo) lo que permite que el poder del hombre sobre la naturaleza se extienda más allá del nivel primitivo. Fue el poder sobre la naturaleza el que hizo que la Ford se hubiera desarrollado con tal abundancia y era este poder el que el airado pretendiente de empleo amenazaba con apropiarse (mediante el poder político), al tiempo que se quejaba del “poder económico” de la Ford.

En suma, la terminología del poder político debería aplicarse solo a quienes empleen violencia. Los únicos “gobiernos privados” son esas gentes y organizaciones que agraden a las personas y propiedades que no son parte del Estado oficial que domina cierto territorio. Estos “estados privados” o gobiernos privados, pueden colaborar con el Estado oficial, como hacían los gobiernos de los gremios en la Edad Media y los sindicatos y cartelistas hoy día, o pueden competir con el Estado oficial y ser considerados como “criminales” o “bandidos”.

12. El problema de la suerte

Una crítica habitual a las decisiones del libre mercado es que la “suerte” desempeña un papel fundamental en la determinación de rentas. Incluso quienes conceden que la renta de un factor tiende a igualar productividad marginal descontada ante los consumidores y que los empresarios en el libre mercado reducen los errores al mínimo absoluto, añaden que la suerte desempeña un papel en la determinación de las rentas. Después de acusar al mercado de otorgar laureles indebidos a los afortunados, el crítico continúa pidiendo la expropiación de los “ricos” (o afortunados) y el subsidio a los “pobres” (o desafortunados).

¿Y cómo puede aislarse e identificarse a la suerte? Debería ser evidente que es imposible. En toda acción de mercado la suerte se entremezcla inextricablemente y es imposible de aislar. En consecuencia, no hay justificación para decir que los ricos tienen más suerte que los pobres. Bien podría ser que muchos o la mayoría de los ricos hayan sido desafortunados y estén obteniendo menos que su productividad marginal descontada real, mientras que la mayoría de los pobres han sido afortunados y estén obteniendo más. Nadie puede decir cuál es la distribución de la suerte, por lo que este caso no justifica una política de “redistribución”.

Solo en un sector del mercado la suerte determina el resultado de una manera pura e identificable: las ganancias y pérdidas del juego[290]. ¿Pero es esto los que los críticos estatistas realmente desean: confiscar las ganancias de los ganadores en el juego para pagar a los perdedores? Por supuesto, esto significaría de desaparición inmediata del juego (excepto como actividad ilícita) pues no tendría sentido seguir jugando. Incluso posiblemente los perdedores protestarían por la compensación, pues aceptaron libre y voluntariamente las reglas del azar antes de empezar el juego. La política gubernamental de neutralizar la suerte destruye la satisfacción que todos los participantes obtienen del juego[291].

13. La analogía con el regulador del tráfico

Por su popularidad, debemos considerar brevemente la “analogía con el regulador del tráfico”, la doctrina de que el gobierno obviamente debe regular la economía “igual que debe regularse el tráfico”. Es hora de que este non sequitur flagrante sea condenado al olvido. Necesariamente, cada propietario regula su propiedad. De la misma forma, cada propietario de una carretera fijará las normas para su uso. Lejos de ser un argumento para el estatismo, la regulación es simplemente el atributo de toda propiedad. Quienes posean las carreteras regularán su uso. Actualmente el gobierno es propietario de la mayoría de las carreteras y, por tanto, las regula. En una sociedad de libre mercado puro, los propietarios privados operarían y controlarían sus propias carreteras. Obviamente, la “analogía con el regulador del tráfico” no puede generar ningún argumento contra el libre mercado puro.

14. Superdesarrollo y subdesarrollo

Los críticos a menudo acusan de cosas opuestas al libre mercado. Los historicistas pueden aceptar que el libre mercado es ideal para cierta etapa de desarrollo económico, pero insisten en que es inapropiado para otras. Así, se ha exhortado a las naciones desarrolladas a adoptar planificaciones desde el gobierno porque “la economía moderna es demasiado compleja” para seguir sin planificarse, “la frontera ha desaparecido” y “la economía es ahora madura”. Pero, por el contrario, se ha dicho a los países subdesarrollados que deben adoptar métodos de planificación estatal a causa de su situación relativamente primitiva. Luego cualquier economía, o está demasiado desarrollada, o está demasiado subdesarrollada, para el laissez-faire y podemos estar seguros, no sé por qué, de que el momento para este nunca llegará.

La “economía del desarrollo”, tan de moda actualmente, es una regresión al historicismo. Las leyes de la economía aplican a cualquier nivel particular de desarrollo económico. A cualquier nivel, un cambio de progreso consiste en un aumento del capital per capita de la población y este se incrementa en el libre mercado, en preferencias temporales bajas, en empresarios previsores y en suficientes recursos laborales y naturales. Los términos cambio de progreso y cambio de regresión son mucho mejores que “crecimiento”, un término que expresa una analogía biológica que llama a equívoco y que implica alguna ley real que dicta que una economía debe “crecer” continuamente, e incluso a un ritmo constante. Por supuesto, en realidad un economía puede “decrecer” igual de fácilmente.

También es desafortunado el término “subdesarrollado”, pues implica que hay algún nivel o norma que la economía debería haber cumplido sin éxito, porque alguna fuerza externa no los ha “desarrollado”. El término “atrasado”, ya pasado de moda, aunque también es normativo, al menos destaca la responsabilidad por la relativa pobreza de una economía en las propias políticas de la nación.

El país pobre puede progresar mejor permitiendo que funcionen las empresas e inversiones privadas y haciendo que los naturales y extranjeros puedan invertir sin obstáculos ni molestias. En lo que se refiere al país rico y sus “complejidades”, los delicados procesos del libre mercado están adecuadamente equipados la manejar complejos ajustes e interrelaciones mucho más eficientemente que cualquier forma de planificación estatal.

15. El Estado y la naturaleza del hombre

Puesto que se ha planteado el problema de la naturaleza del hombre, ahora nos ocuparemos brevemente de un argumento que ha prevalecido en la filosofía social de la Iglesia Católica, concretamente que el Estado es parte de la naturaleza esencial del hombre. Este punto de vista tomista derive de Aristóteles y Platón, quienes, en su búsqueda de una ética racional, llegaron a la conclusión de que el Estado era la encarnación del organismo moral de la humanidad. El que el hombre debería hacer esto y lo otro, se tradujo rápidamente en la prescripción: El Estado debería hacer esto y lo otro. Pero no se examinó en detalle en ningún momento la naturaleza del propio Estado.

Es típica una obra muy influyente en los círculos católicos: The State in Catholic Thought [El Estado en el pensamiento católico], de Heinrich Rommen[292]. Siguiendo a Aristóteles, Rommen intenta basar el Estado en la naturaleza del hombre apuntado que este es un ser social. Al probar que la naturaleza humana se ajusta mejor a una sociedad, cree que ha llegado a ofrecer una razón para el Estado. Pero veremos que no lo ha hecho en modo alguno, en cuanto nos demos cuenta de que Estado y sociedad no son de ninguna manera sinónimos. Debe refutarse la opinión de los libertarios de que el Estado es un instrumento antisocial antes de que pueda aceptarse este non sequitur. Rommen reconoce que Estado y sociedad son distintos, pero sigue justificando el Estado con argumentos aplicables solo a la sociedad.

También afirma la importancia de la ley, aunque afortunadamente no especifica las normas legales concretas que considera necesarias. Aun así, tampoco ley y Estado son sinónimos, aunque este sea un error que eviten pocos autores. Buena parte de la ley anglosajona se desarrolló a partir de las normas adoptadas voluntariamente por el propio pueblo (ley civil, ley mercantil, etc.), no como legislación estatal[293]. Rommen también destaca la importancia para la sociedad de la predictibilidad de la acción, que solo podría asegurar el Estado. Aun así, la esencia de la naturaleza humana es que no puede considerarse como realmente predecible: en caso contrario estaríamos tratando, no con hombres libres, sino con miembros de una colonia de hormigas. Y si pudiéramos forzar a los hombres a marchar al unísono de acuerdo con una serie de normas predecibles, sin duda no sería una conclusión previsible que todos deberíamos aclamar un ideal como ese. Algunas personas lo combatirían ferozmente. Finalmente si la “norma obligatoria” se limitara a la “abstención de agredir a otros”, (1) no hace falta un Estado para esa obligación, como hemos señalado antes, y (2) la inherente agresión del propio Estado violaría dicha norma[294].

16. Derechos humanos y derechos de propiedad[295]

Los críticos de la economía de libre mercado afirman frecuentemente que ellos están interesados en preservar los “derechos humanos” más que los derechos de propiedad. Esta dicotomía artificial entre derechos humanos y de propiedad ha sido a menudo refutada por los libertarios, que han apunto que (a) los derechos de propiedad, por supuesto, se aplican a humanos y solo a humanos y (b) que el “derecho humano” a la vida requiere el derecho a quedarse con lo que uno haya producido para nuestro sostenimiento y mejora. En resumen, han demostrado que los derechos de propiedad son también indisolublemente derechos humanos. Además, han apuntado que el “derecho humano” a la prensa libre no sería más que una farsa en un país socialista, donde el Estado posee las imprentas y decide su asignación y la de los capitales destinados a la prensa[296].

Sin embargo, hay otros puntos de los que ocuparse. Porque no solo los derechos de propiedad son igualmente derechos humanos, sino que en su sentido más profundo no hay otros derechos que los de propiedad. En suma, los únicos derechos humanos son los derechos de propiedad. Esto es cierto en varios sentidos. En primer lugar, cada individuo, como hecho natural, es propietario de sí mismo, su propio gobernante. Los derechos “humanos” que se defienden en la sociedad pura de libre mercado son, efectivamente, el derecho de propiedad de cada hombre sobre su propio ser y de este derecho de propiedad se deriva su derecho a los bienes materiales que haya producido.

En segundo lugar, los supuestos “derechos humanos” pueden reducirse a derechos de propiedad, aunque en muchos casos no se vea claramente. Tomemos por ejemplo el “derecho humano” a la libertad de expresión. La libertad de expresión se supone que significa el derecho de todos a decir lo que queramos. Pero la pregunta que se olvida es: ¿Dónde? ¿Dónde tiene un hombre este derecho? Sin duda no lo tiene en una propiedad que esté allanando. Es decir, tiene este derecho solo en su propiedad o en la de otro que se lo haya permitido, por donación o contrato. De hecho no existe algo así como un derecho independiente a la “libertad de expresión”, solo hay un derecho de propiedad de un hombre: el derecho a hacer lo que quiera con lo suyo o a llegar a acuerdos voluntarios con otros propietarios.

Al concentrarse en derechos “humanos” vagos e integrales no solo se ha descuidado este hecho, sino además esto ha llevado a la creencia de que hay necesariamente conflictos entre derechos individuales y un supuesto “orden público” o un “bien público”. Estos conflictos han llevado a su vez a la gente a creer que ningún derecho puede ser absoluto, que todos deben ser relativos y tentativos. Tomemos, por ejemplo, el derecho humano a la “libertad de reunión”. Supongamos que un grupo de ciudadanos desea protestar contra cierta medida. Utiliza las calles para este propósito. Por otro lado, la policía disuelve la reunión bajo el pretexto de que obstruye el tráfico. Lo que pasa es que no hay manera de resolver este conflicto, salvo arbitrariamente, porque el gobierno es el propietario de las calles. La propiedad pública, como hemos visto, genera inevitablemente conflictos insolubles. Porque, por un lado, el grupo de ciudadanos puede argumentar que son contribuyentes y tienen por tanto derecho a usar las calles para reunirse, mientras que, por otro, la policía tiene razón en que el tráfico se obstruye. No hay forma racional de resolver el conflicto, porque hasta ahora no hay una verdadera propiedad del valioso recurso “calle”. En una sociedad libre pura, en la que las calles serían de propiedad privada, la cuestión sería sencilla: sería el propietario de la calle quien decida y correspondería a los ciudadanos tratar de que el dueño les alquile voluntariamente el espacio de la calle. Si toda la propiedad fuera privada, estaría muy claro que los ciudadanos no tendrían ningún difuso “derecho de reunión”. El derecho sería de propiedad al usar su dinero para intentar comprar o alquilar espacio en el que realizar su protesta y solo podrían llevarla a cabo si el propietario de la calle acepta el trato.

Consideremos finalmente el clásico caso que supuestamente demuestra que los derechos individuales nunca pueden ser absolutos, sino que deben ser limitados por el “orden público”: la famosa sentencia del Juez Holmes de que ningún hombre tienen derecho a gritar “fuego” en un teatro abarrotado. Se supone que esto demuestra que la libertad de expresión no puede ser absoluta. Pero si dejamos de ocuparnos de este supuesto derecho humano y vemos los derechos de propiedad afectados, la solución queda clara y vemos que no hay necesidad de debilitar la naturaleza absoluta de los derechos. Porque la persona que grita mintiendo “fuego” debe ser o bien el propietario (o su representante) o un invitado o cliente. Si es el propietario, ha cometido un fraude a sus clientes. Ha tomado su dinero a cambio de la promesa de una función y ahora, en su lugar, interrumpe la representación gritando falsamente “fuego” y creando disturbios entre sus clientes. Por tanto ha faltado deliberadamente a su obligación contractual y por tanto ha violado los derechos de propiedad de sus clientes.

Supongamos, por otro lado, que quien grita no es el propietario, sino un cliente. En ese caso, esta obviamente violando el derecho de propiedad del dueño del teatro (así como el de los demás clientes). Como invitado, está dentro de la propiedad bajo ciertas condiciones y tiene la obligación de no violar los derechos de propiedad del dueño interrumpiendo la representación que este ofrece a sus clientes. La persona que maliciosamente grita “fuego” en un teatro abarrotado es, por tanto, un criminal, no porque su supuesto “derecho a la libre expresión” deba ser pragmáticamente restringido por un supuesto “bien público”, sino porque ha violado clara y evidentemente los derechos de propiedad de otro ser humano. Por tanto, no hay necesidad de poner límites a estos derechos.

Como este tratado es praxeológico y no ético, el objetivo de esta exposición no ha sido convencer al lector de que deberían mantenerse los derechos de propiedad. Más bien hemos intentado demostrar que la persona que desee construir una teoría política basada en los “derechos” no solo no debe descartar la falsa distinción entre derechos humanos y de propiedad, sino apercibirse de que los primeros deben incluirse entre los segundos.

APÉNDICE: EL PROFESOR OLIVER Y LOS OBJETIVOS SOCIOECONÓMICOS

Hace unos años, el profesor Henry M. Oliver publicó un importante estudio: un análisis lógico de los objetivos éticos en los asuntos económicos[297]. El profesor Kenneth J. Arrow ha alabado el trabajo como un logro pionero en el camino hacia la “axiomatización de una ética social”. Por desgracia, este intento de “axiomatización” es un conjunto de falacias lógicas[298].

Es reseñable lo difícil que les ha resultado a economistas y filósofos políticos tratar de enterrar el laissez-faire. Durante bastante más de medio siglo, el pensamiento del laissez-faire, sea en su versión iusnaturalista o utilitaria, ha sido extremadamente raro en el mundo occidental. Y aun así, a pesar de la continua proclamación de que este ha sido completamente “desacreditado”, la inseguridad ha marcado este debate de un solo bando. Y así, de vez en cuando, los autores se han visto obligados a usar el fantasma del laissez-faire. La ausencia de oposición ha creado una serie de monólogos ligeramente preocupados, más que una viva discusión entre dos bandos. Sin embargo, los ataques continúan y ahora el profesor Oliver ha llegado a escribir un libro completamente dedicado a intentar refutar el pensamiento del laissez-faire.

A. EL ATAQUE A LA LIBERTAD NATURAL

Oliver empieza apuntando a la defensa de los derechos naturales del laissez-faire, el sistema de la libertad natural[299]. Le preocupa que los estadounidenses parezcan seguir aferrados a esta doctrina solo en la teoría, pero no en la práctica. En primer lugar, avanza varias versiones de la posición libertaria, incluyendo la versión “extremista”: “Un hombre tiene derecho a hacer lo que quiera consigo”, así como la Ley de Spencer de la Igual Libertad y la posición “semiutilitarita” de que “un hombre el libre de hacer lo que quiera siempre que no dañe a alguien”. La posición “semiutilitarita” es fácil de atacar y Oliver no tiene problemas para demostrar su vaguedad. “Daño” puede interpretarse para cubrir prácticamente todas las acciones, por ejemplo, quien odie el color rojo puede argumentar que alguien le inflige un “daño estético” al vestir un abrigo rojo.

Como es habitual, Oliver tiene menos paciencia con la versión “extremista”, que, afirma, “no significa que se interprete literalmente”, no es una afirmación seriamente razonada, etc. Esto le permite dedicarse inmediatamente a atacar las versiones modificadas y más débiles del libertarismo. Pero sí es una afirmación seria y debe tratarse con seriedad, especialmente si se reemplaza en la frase “Un” por “Todo”. Demasiado a menudo el debate político se ha cortocircuitado por el comentario despreocupado de alguien que dice “¡no puedes hablar en serio!”. Hemos visto antes que la Ley de Spencer de Igual Libertad es realmente una versión redundante de la afirmación “extremista” y que la primera parte implica la segunda. La afirmación “extremista” permite una exposición más nítida, evitando muchas de las trampas interpretativas de la versión más ligera.

Ocupémonos ahora de las críticas generales de Oliver a la posición libertaria. Tras conceder que tiene “un gran atractivo superficial”, Oliver detalla una serie de críticas que se supone que tratar de demostrar su falta de lógica:

(1) Cualquier delimitación de la propiedad “restringe la libertad”, es decir, la libertad de otros de usar esos recursos. Esta crítica emplea incorrectamente el término “libertad”. Obviamente, cualquier derecho de propiedad infringe en otros la “libertad de robar”. Pero ni siquiera necesitamos a los derechos de propiedad para establecer esta “limitación”: la existencia de otra persona, en un régimen de libertad, restringe la “libertad” de otros de asaltarle. Aun así, por definición, la libertad no puede restringirse así, porque la libertad se define como libertad de control de lo que se posee sin ser molestado por los demás. La “libertad de robar o asaltar” permitiría privar a alguien (la víctima del robo o asalto) de su persona o propiedad por fuerza o fraude y por tanto violaría la cláusula de la libertad total: todo hombre es libre de hacer lo que le plazca con sus propiedades. Hacer lo que nos plazca con las propiedades de otros afecta a la libertad de estos.

(2) Una crítica más importante a los ojos de Oliver es que los derechos naturales conllevan un concepto de propiedad que consiste en “cosas” y que un concepto como ese elimina la propiedad de los “derechos” intangibles. Oliver sostiene que si la propiedad se define como un grupo de cosas, entonces todas las propiedades en derechos, como acciones y bonos tendrían que eliminarse, mientras que si la propiedad de define como “derechos” aparecen problemas insolubles al definir estos aparte de la costumbre legal actual. Más aun, la propiedad de “derechos” separada de las “cosas” permite que surjan derechos no asociados al laissez-faire, como “derechos en el trabajo”, etc. Es la crítica principal de Oliver.

Este punto es completamente erróneo. Aunque la propiedad es verdaderamente un grupo de cosas físicas, no hay dicotomía entre cosas y derechos: de hecho, los “derechos” son simplemente derechos a cosas. Una acción de una compañía petrolífera no es un “derecho” intangible en el limbo: es un certificado propiedad alícuota de la propiedad física de dicha compañía. De forma similar, un bono es directamente una reclamación de propiedad de cierta cantidad de dinero y, en un análisis final, una propiedad alícuota de la propiedad física de la compañía. Los “derechos” (excepto las concesiones de privilegios monopolísticos, que se eliminarían en la sociedad libre) son simplemente reflejos divisibles de la propiedad física.

(3) Oliver trata de demostrar que la posición libertaria, como quiera que se formule, no lleva necesariamente al laissez-faire. Como hemos indicado, lo hace saltando rápidamente por encima de la posición “extremista” y concentrando su ataque en las incuestionables debilidades de algunas de sus formulaciones más cualificadas. Se ha criticado con justicia la cláusula del “daño” de los semiutilitaristas. La Ley de Spencer de Igual Libertad se ataca por su cláusula final y por la supuesta vaguedad de la oración “infrinja la igual libertad de cualquier otro”. Realmente, como hemos visto, esta parte es innecesaria y bien podría eliminarse. Aun así, Oliver tiene en poca consideración la posición spenceriana. Crea definiciones alternativas de paja de “infracción” y demuestra que ninguna de estas alternativas lleva a un laissez-faire estricto. Una investigación más concienzuda habría llevado fácilmente a Oliver a la definición apropiada. De las cinco definiciones alternativas que propone, la primera simplemente define la infracción como “violación del código legal consuetudinario”, una definición cuestionable que no emplearía ningún libertario racional. Al basar su argumento necesariamente en principios, el libertario debe diseñar su estructura por medio de la razón y no puede simplemente adoptar la costumbre legal existente.

Las definiciones cuarta y quinta de Oliver (“cualquier ejercicio de control sobre la satisfacción o actos de otra persona”) son asimismo tan vagas y tan cuestionables en el uso de la palabra “control” que ningún libertario las usaría jamás. Esto nos deja solo las definiciones segunda y tercera de “infracción”, en las que Oliver se las arregla para eludir cualquier solución razonable al problema. La primera define “infracción” como “interferencia física directa con el control de otro hombre de su persona y objetos en propiedad” y la segunda como “interferencia física directa más interferencia en forma de amenaza de daño”. Pero la primera aparentemente excluye el fraude, mientras que la segunda no solo lo hace, sino que además incluye amenazas de competir con otros, etc. Como ninguna definición implica un sistema de laissez-faire, Oliver abandona pronto la tarea y concluye que el término “infracción” es inevitablemente vago y no puede usarse para deducir el concepto de libertad del laissez-faire y por tanto este necesita un aporte ético especial adicional además del postulado básico libertario.

A pesar de todo, puede encontrarse una definición adecuada de “infracción” que permita llegar a una conclusión de laissez-faire. No debe usarse el término “daño”, vago y cuestionable. En su lugar, la infracción puede definirse como “interferencia física directa con otra persona o propiedad o la amenaza de dicha interferencia física”. Contrariamente a la suposición de Oliver, el fraude se incluye en la categoría de “interferencia física directa”, pues dicha interferencia no solo significa el uso directo de violencia armada, sino también actos como el allanamiento y el robo sin uso de armas. En ambos casos, la “violencia” se ha llevado a cabo en la propiedad de otro, importunándole físicamente. El fraude es implícitamente un robo, porque conlleva la apropiación física de la propiedad de otro bajo falsas premisas, es decir, a cambio de algo que nunca se entregó. En ambos casos, se toma la propiedad de otro sin su consentimiento.

Donde hay una voluntad, hay un camino y así vemos que es bastante fácil definir la fórmula de Spencer con suficiente claridad como para que de ella se derive el laissez-faire y solo el laissez-faire. Lo más importante a recordar es no usar expresiones tan vagas como “daño” o “control”, sino términos específicos como “interferencia física” o “amenazas de violencia física”.

B. EL ATAQUE A LA LIBERTAD DE CONTRATACIÓN

Después de despacharse a su gusto con los postulados básicos de los derechos naturales, Oliver continúa con un ataque a una clase concreta de estos derechos: la libertad de contratación[300]. Oliver define tres posibles postulados en la libertad de contratación: (1) “El hombre tiene derecho a la libertad de contratación”; (2) “El hombre tiene derecho a la libertad de contratación, salvo que los términos del contrato perjudiquen a alguien” y (3) “El hombre tiene derecho a la libertad de contratación, salvo que los términos del contrato infrinjan los derechos de otro”. El segundo postulado puede descartarse de inmediato: de nuevo, la vaga noción de “perjuicio” puede ofrecer una excusa para una intervención ilimitada del Estado, como rápidamente apunta Oliver. Ningún libertario adoptaría esa expresión. La primera formulación es, por supuesto, la menos comprometida y no deja espacio para intervenciones del Estado. Aquí Oliver vuelve a escaquearse y dice que “muy pocas personas llevarían tan lejos la doctrina de la libertad de contratación”. Tal vez, pero ¿desde cuándo la verdad se establece por votación mayoritaria? De hecho, el tercer postulado, con su expresión spenceriana, es nuevamente innecesario. Supongamos, por ejemplo, que A y B contratan libremente disparar a C. La tercera versión puede decir que este contrato sería ilegal. Pero en realidad ¡no debería serlo! Porque el propio contrato no puede violar ni viola los derechos de C. Es solo una posible acción subsiguiente contra C la que violaría sus derechos. Pero, en ese caso, es esa acción la que debe declararse ilegal y penalizarse, no el contrato previo. El primer postulado, que prevé la absoluta libertad de contratación es su formulación más clara y evidentemente la preferible[301].

Oliver ve el principio de libertad de contratación, por la necesidad de que haya un acuerdo mutuo entre dos personas, sujeto a una objeción aun más importante que el postulado de los derechos naturales. Porque, pregunta Oliver, ¿cómo distinguimos entre un contrato libre y voluntario, por un lado, y el “fraude” y la “coacción” (que anula los contratos) por otro?

Primero, ¿cómo puede definirse claramente el fraude? Aquí la crítica de Oliver tiene dos partes:

(1) Dice que “la ley civil sostiene que ciertos tipos de omisiones, así como ciertos tipos de declaraciones falsas y secciones equívocas anulan los contratos. ¿Dónde termina esta regla de omisión?” Oliver ve, muy correctamente, que si no se permitiera ninguna omisión en absoluto, el grado de estatismo sería enorme. Aun así, este problema se resuelve muy sencillamente: ¡cambiando la ley civil para eliminar todas las reglas de omisión que haya! Es curioso que Oliver sea tan reacio incluso a considerar cambios en costumbres legales antiguas donde estos cambios parecen necesarios por principio o a darse cuenta de que los libertarios apoyarían esos cambios. Como los libertarios apoyan cambios radicales en toda la estructura política, no hay razón por la que deban obstaculizar el cambio de ciertos preceptos de la ley civil.

(2) Afirma que incluso las reglas contra las falsas declaraciones parecen estatistas para algunos y podrían ir más allá de sus límites actuales, y cita como ejemplo las regulaciones del SEC. Aun así, el problema real es que un sistema libertario no podría aceptar instituciones o regulaciones administrativas de ningún tipo. No podría dictarse ninguna nueva regulación. En el libre mercado puro, quien se vea dañado por falsas declaraciones llevaría a su oponente a los tribunales y allí obtendría reparación. Pero cualquier falsa declaración, cualquier fraude sería penado severamente en los tribunales, en la misma medida que los robos.

Segundo, Oliver quiere saber cómo puede definirse la “coacción”. Aquí remitimos al lector a la anterior sección sobre “Otras formas de coacción”. Oliver se confunde al mezclar contradictoriamente las definiciones de coacción como violencia física y como rechazo al intercambio. Como hemos visto, la coacción puede definirse racionalmente solo de una o de otra manera, no de ambas, pues entonces la definición es contradictoria. Además, confunda la violencia física interpersonal con la escasez impuesta por los hechos de la naturaleza, englobando ambas juntas como “coacción”. Concluye con la confusa y desesperada afirmación de que la teoría de la libertad de contratación asume entre las partes contratantes una “igualdad de coacción” que no tiene sentido. De hecho, los libertarios afirman que no hay coacción en absoluto en el libre mercado. El absurdo de la igualdad de coacción permite a Oliver decir que la verdadera libertad de contratación requiere al menos la “competencia pura” forzada por el Estado.

Por lo tanto, el argumento de la libertad de contratación implica el laissez-faire y se deriva estrictamente del postulado de la libertad. Contrariamente a lo que afirma Oliver, no se necesitan otros postulados éticos que deducir el laissez-faire de este argumento. El problema de la coacción se resuelve completamente cuando se sustituye “violencia” por el equívoco término “coerción”. Luego cualquier contrato es libre y por consiguiente válido cuando ha habido ausencia de violencia o amenaza de violencia por cualquiera de ambas partes.

Oliver realiza algunos ataques más a la “libertad legal”, por ejemplo, acude al viejo lema de que “la libertad legal no se corresponde con la libertad ‘real’ (u oportunidad efectiva)”, cayendo de nuevo en la vieja confusión de libertad con poder o abundancia. En una de sus afirmaciones más provocativas, dice que “todos los hombres podrían disfrutar de una completa libertad legal solo bajo un sistema de anarquía” (p. 21). Es raro que alguien identifique un sistema de derecho como una “anarquía”. ¡Si esto es anarquismo, muchos libertarios aceptarían el término!

C. EL ATAQUE A LA RENTA DE ACUERDO CON LOS INGRESOS

En el libre mercado, cada hombre obtiene rentas en dinero cuando puede vender sus bienes o servicios a cambio de este. La renta de cada uno variará de acuerdo con las valoraciones libres del mercado acerca de su productividad al atender los deseos de los consumidores. En su completo ataque al laissez-faire, el profesor Oliver, además de criticar las doctrinas de la libertad natural y la libertad de contratación, también condena este principio, o lo que él llama “la doctrina de la renta personal”[302].

Oliver afirma que como los trabajadores deben usar capital y tierra, el derecho de propiedad no puede basarse en lo que crea el trabajo humano. Pero ambos, bienes de capital y tierra, se pueden reducir, en último término al trabajo (y el tiempo): los bienes de capital se construyen a partir de los factores originales, tierra y trabajo, y la tierra tiene que descubrirse mediante el trabajo humano y puesta en producción igualmente por el trabajo. Por tanto, no solo el trabajo actual, sino también el trabajo “acumulado” (o más bien, trabajo y tiempo acumulados) generan dinero en la producción actual y así hay tanta razón para que los propietarios de esos recursos obtengan dinero como para que los trabajadores lo ganen en este momento. El derecho del trabajo anterior a ganar dinero se establece por el derecho de herencia, que deriva directamente del derecho de propiedad. El derecho a la herencia se basa no tanto en el derecho de las últimas generaciones a recibir, como en el de las generaciones previas a otorgar.

Teniendo en cuenta estas consideraciones, podemos ocuparnos de algunas de las detalladas críticas de Oliver. Primero, establece incorrectamente el principio de “renta personal” y esto está en el origen de una gran confusión. Lo expresa así: “El hombre adquiere un derecho a la renta que él mismo crea”. Incorrecto. Adquiere el derecho, no a la “renta”, sino a la propiedad de lo que él mismo crea. La importancia de esta distinción se verá de inmediato. El hombre tiene derecho a su propia producción, al producto de su energía, que de inmediato se convierte en su propiedad. Y obtiene su renta en dinero intercambiando esta propiedad, este producto de su energía o de la de sus antepasados, por dinero. Sus bienes o servicios se intercambian voluntariamente por dinero en el mercado. Por tanto, su renta está totalmente determinada por la valoración monetaria que el mercado dé a sus bienes o servicios.

Buena parte de las críticas subsiguientes de Oliver aparecen por ignorar el hecho de que todos los recursos complementarios se basan en el trabajo de individuos. También desprecia la idea de que “si un hombre hace algo, es suyo” como “muy simple”. Puede que sea simple, pero eso en ciencia no debería ser un término peyorativo. Por el contrario, el principio de la navaja de Occam nos dice que cuando más simple sea la verdad, mejor. Por tanto, el criterio para una afirmación es su verdad y su simplicidad es, ceteris paribus, una virtud. De lo que se trata es de que cuando un hombre hace algo, le pertenece a él o a otro. Luego ¿a quién pertenecerá: al productor o a alguien que se lo robe al productor? Quizá sea una alternativa simple, pero en todo caso es necesaria.

Aun así, ¿cómo podemos decir cuándo una persona ha “hecho” algo o no? Oliver se preocupa considerablemente sobre esta cuestión y critica con detalle la teoría de la productividad marginal. Aparte de las falacias de sus objeciones, la teoría de la productividad marginal no es en absoluto necesaria (aunque sí sea útil) para esta discusión ética. Porque el criterio que debe usarse al determinar quién ha hecho el producto en el mercado y, por tanto, quién debería ganar el dinero, es realmente muy simple. El criterio es: ¿Quién posee el producto? A emplea su energía laboral en una fábrica y esta contribución de energía laboral para la posterior producción la compra y paga el propietario de la fábrica, B. A posee energía laboral, que B contrata. En este caso, el producto que hace A es su energía y su uso es pagado, o contratado, por B. B contrata varios factores para trabajar sobre su capital y el capital se transforma finalmente en otro producto y se vende a C. El producto pertenece a B y B lo intercambia por dinero. El dinero que B obtiene, por encima de la cantidad que tuvo que pagar por otros factores de producción, representa la contribución de B al producto. La cantidad que recibió su capital va a B, su propietario, etc.

Oliver también cree que es una crítica cuando afirma que los hombres realmente no “hacen bienes”, sino que les añaden valor aplicándoles trabajo. Pero nadie lo niega. El hombre no crea materia, igual que no crea tierra. Más bien toma esta materia natural y la transforma en una serie de procesos para llegar a bienes más útiles. El hombre espera añadir valor transformando la materia. Decir esto es fortalecer más que debilitar la teoría de la renta personal, pues debería quedar claro que solo puede determinarse cuánto valor se añade al producir productos para comerciar por las compras de los consumidores, en definitiva, lo determinan los consumidores. Oliver delata su confusión afirmando que la teoría de los ingresos supone que “los valores que recibimos a cambio son iguales en valor a los que creamos en el proceso de producción”. ¡Ciertamente no! No hay valores reales creados en el proceso de producción: estos “valores” solo tienen sentido por los valores que recibimos a cambio. No podemos “comparar valores recibidos y creados” porque la propiedad creada solo se convierte en valiosa en tanto en cuanto se compra mediante un intercambio. Así vemos algunos de los resultados de la confusión fundamental de Oliver entre “crear renta” y “crear un producto”. La gente no crea renta, crea un producto, que esperan poder intercambiar por renta al ser útil para los consumidores.

Oliver aumenta su confusión al ocuparse luego del teorema del laissez-faire de que todos tienen derecho a su propia escala de valores y a actuar de acuerdo con ella. En lugar de redactar este principio en estos términos, Oliver introduce confusión llamándolo “fijar valores en pie de igualdad” para cada hombre. Así puede luego criticar este preguntándose cómo pueden los valores de la gente estar “en pie de igualdad” cuando el poder de compra de una persona es mayor que el de otra, etc.

Otra de las objeciones críticas de Oliver a la teoría de la “renta personal” es que esta supone que “todos los valores se obtienen a través de compraventas, que los únicos bienes son los mercantiles”. Esto no tiene sentido y ningún economista responsable lo ha supuesto jamás. De hecho, nadie niega que haya bienes que no sean mercantiles ni intercambiables (como la amistad, el amor y la religión) y que mucha gente valora muy alto esos bienes. Estos deben elegir constantemente cómo asignar sus recursos entre bienes intercambiables y no intercambiables. Esto no ocasiona la más mínima dificultad al libre mercado o a la doctrina de la “renta personal”. De hecho, un hombre gana dinero a cambio de sus bienes intercambiables. ¿Qué podría ser más razonable? Un hombre adquiere sus ingresos vendiendo bienes intercambiables en el mercado, así que naturalmente el dinero que obtiene se verá determinado por la evaluación del comprador de esos productos. Realmente ¿cómo puede adquirir bienes intercambiables a cambio de su búsqueda (¿u oferta?) de bienes no intercambiables? ¿Y por qué debería hacerlo? ¿Por qué y cómo se forzaría a otros a pagar dinero a cambio de nada? ¿Y cómo determinaría el gobierno quién ha producido qué bienes no intercambiables y cuál sería la remuneración o la multa? Cuando Oliver dice que las rentas del mercado no son satisfactorias porque no cubren también la producción que no es de mercado, no indica por qué los bienes no mercantiles deberían incluirse. ¿Por qué los bienes no mercantiles deberían considerarse bienes mercantiles? La afirmación de Oliver de que “los ingresos no mercantiles” difícilmente se distribuyen, por lo que para “resolver la parte no mercantil del problema” no tiene sentido. ¿Qué diantre son “ingresos no mercantiles”? Si no son la satisfacción interna de objetivos internos del individuo, ¿qué diantre son? Si Oliver está sugiriendo quitarle dinero a A para pagar a B, está sugiriendo la confiscación de un bien mercantil y los ingresos son entonces bastante mercantiles. Pero si no está sugiriéndolo, sus apuntes son bastante irrelevantes y no puede decir nada contra el principio de “renta personal”.

Asimismo, no debería olvidarse que todos lo que deseen remunerar en el mercado las contribuciones no mercantiles con dinero, son libres de hacerlo. De hecho, en la sociedad libre esas recompensas se efectuarían en el máximo grado en que se desee libremente.

Hemos visto que no es necesaria la teoría de la productividad marginal para una solución ética. La propiedad de un hombre es su producción y esta se venderá en el valor estimado por los consumidores en el mercado. El mercado resuelve el problema de la estimación del valor, y mejor de lo que podría hacerlo cualquier agencia coactiva o economista. Si Oliver está en desacuerdo con los veredictos del mercado sobre la productividad marginal de cualquier factor, le invitamos a convertirse en empresario y llevarse las ganancias que genera descubrir estos desajustes. Los problemas de Oliver son pseudoproblemas. Así, pregunta: “Cuando se intercambia el algodón de White por el trigo de Brown, ¿cuál es el tipo de intercambio éticamente correcto? Es sencillo, responde la doctrina del libre mercado: Cualquiera que decidan ambos libremente. “Cuando Jones y Smith producen conjuntamente un bien, ¿qué parte de ese bien es atribuible a las acciones de Jones y qué parte a las de Smith?”. La respuesta: La que hayan acordado mutuamente.

Oliver ofrece varias razones falsas para rechazar la teoría de la productividad marginal. Una es que la imputación de rentas no implica creación de rentas, porque el producto marginal de un trabajador puede alterarse simplemente con un cambio en la cantidad o calidad del factor complementario o por una variación en el número de trabajadores competidores. De nuevo la confusión de Oliver deriva de hablar acerca de la “creación de renta” en lugar de la “creación de producto”. El trabajador crea su servicio laboral. Esta es su propiedad, que puede vender en el mercado que prefiera o no hacerlo, si lo prefiere así. La valoración de lo que vale ese servicio depende del valor marginal del producto, que, por supuesto, depende en parte de la competencia y el número o calidad de los factores complementarios. En realidad, esto no se confunde con la teoría de la productividad marginal, sino más bien es parte integral de ella. Si se incrementa la oferta de capital cooperativo, el servicio de energía laboral se convierte en más escaso en relación con los factores complementarios (tierra, capital) y se incrementan su productividad marginal y rentas. De forma similar, si hay más trabajadores compitiendo, debería haber una tendencia a que la productividad marginal disminuya, aunque podría aumentar por la mayor amplitud del mercado. No es lógico decir que todo esto “no es justo” porque la producción de su servicio no varíe. Se trata de que para los consumidores su valor en la producción varía de acuerdo con estos otros factores y se le paga de acuerdo con ello.

Oliver emplea asimismo la popular pero completamente falsa doctrina de que cualquier sentido ético en la teoría de la productividad marginal debe basarse en la existencia de “competencia perfecta”. Pero ¿por qué debería la “productividad marginal” de una economía libremente competitiva ser menos ética que el “valor del producto marginal” de la competencia perfecta del País de Nunca Jamás? Oliver adopta la doctrina de Joan Robinson de que los empresarios “explotan” a los factores y se llevan una ganancia especial por su explotación. Pero, por el contrario, como ha reconocido el profesor Chamberlin, nadie sufre ninguna “explotación” en el mundo de la libre competencia[303].

Oliver realiza muchas otras críticas interesantes:

(1) Sostiene que la productividad marginal no puede aplicarse dentro de las corporaciones, porque no existe ningún mercado para el capital de una empresa después del establecimiento de esta. Por tanto, sus directivos pueden manejar a los accionistas. Para refutarlo, podemos preguntar cómo pueden los directivos seguir siendo directivos sin representar los deseos de la mayoría de los accionistas. El mercado del capital continúa porque los valores del capital cambian constantemente en bolsa. Una bajada repentina de los valores significa una grave pérdida para los propietarios de la empresa. Además, significa que no habría otra expansión de capital en esa empresa y que ni siquiera su capital puede mantenerse intacto.

(2) Sostiene que la teoría de la productividad marginal no puede aplicarse a la contribución “fija” e “imprecisa” a todas las rentas de los servicios suministrada por el Estado. En primer lugar, la teoría de la productividad marginal, en su fórmula apropiada, no supone (como cree Oliver) en absoluto que los factores sean divisibles infinitamente. Por tanto, el problema del Estado no tiene nada que ver con factores imprecisos. De hecho, todos los factores son más o menos “imprecisos”. Además, Oliver reconoce que los servicios del Estado son divisibles. En uno de sus raros arranques de perspicacia, Oliver admite que puede haber (¡y hay!) “varios niveles de servicios policiales, militares y monetarios (p. ej., la acuñación)”. Pero si es así, ¿en qué se diferencian los servicios del Estado de otros servicios?

La diferencia es efectivamente grande, pero deriva del hecho que hemos reiterado muchas veces: el Estado es un monopolio obligatorio en el que el pego se separa de la recepción del servicio. Mientras exista esta condición, efectivamente no puede haber “medición” de mercado de su productividad marginal. ¿Cómo puede ser esto un argumento contra el libre mercado? En realidad, es precisamente el libre mercado el que corregiría esta situación. Aquí, la crítica de Oliver no es al libre mercado, sino al ámbito estatal de una economía mixta de mercado y Estado.

La atribución de Oliver de creación de rentas a la “sociedad organizada” es muy vaga. Si con ello quiere referirse a la “sociedad”, utiliza una expresión sin sentido. Es precisamente mediante el proceso del mercado como la conjunción de individuos libres (que constituyen la “sociedad”) distribuye las rentas de acuerdo con su productividad. Sería engañoso postular una entidad real “sociedad” fuera del conjunto de individuos y que posea o no posea “su” merecida parte. Si con “sociedad organizada” quiere decir el Estado, entonces las “contribuciones” del Estado serían obligatorias y por tanto difícilmente “merecerían” pago alguno. Además, como hemos demostrado, al ser la fiscalidad total mucho mayor que cualquier supuesta contribución productiva del Estado, los gobernantes más bien deben dinero al resto de la sociedad que viceversa.

(3) Oliver realiza la curiosa afirmación (que también realiza repetidamente Frank Knight) de que un hombre éticamente no merece en realidad apropiarse de las ganancias de su propia habilidad única. Debo confesar que no encuentro sentido a esta opinión. ¿Qué es más inherente a un individuo, más único por sí mismo, que su habilidad heredada? Si no va a recibir recompensa por esto, en conjunto con su propio esfuerzo voluntario, ¿de qué debería recibir una recompensa? Y entonces, ¿por qué debería algún otro recibir una recompensa por su habilidad única? En resumen, ¿por qué se debería penalizar constantemente a los capaces y consiguientemente subsidiar a los incapaces? La atribución de Oliver de dicha habilidad a alguna “causa primera” mística solo tendría sentido cuando alguien sea capaz de encontrar la “causa primera” y pagarle su parte merecida. Hasta entonces, cualquier intento de “redistribuir” rentas de A a B tendría que implicar que B es la causa primera.

(4) Oliver confunde la caridad y el subsidio voluntarios privados con la “caridad” o subsidios obligatorios. Así, define erróneamente la doctrina de la renta personal del libre mercado al decir que “una persona debería sostenerse a sí mismo y a quienes dependan legítimamente de él, sin pedir favores especiales o solicitar ayuda a otros”. Aunque muchos individualistas aceptarían esta formulación, la verdadera doctrina del libre mercado es que ninguna persona debe coaccionar a otros para que le presten ayuda. Es completamente diferente que la ayuda se dé voluntariamente o se tome por la fuerza.

Como corolario, Oliver confunde el significado de “poder” y afirma que los empresarios tienen poder sobre los empleados y por tanto deberían ser responsables del bienestar de estos últimos. Oliver tiene bastante razón cuando dice que el amo de los esclavos era responsable de la subsistencia de estos, pero no parece darse cuenta de que solo el restablecimiento de la esclavitud se ajustaría a su programa de relaciones laborales.

Decir que los deficientes o huérfanos son “tutelados”, como hace Oliver, lleva a su confusión entre “tutelados de la sociedad” y “tutelados del Estado”. Ambos son completamente diferentes, porque las dos instituciones no son iguales. El concepto de “tutelado de la sociedad” refleja el principio libertario de que los individuos privados y los grupos voluntarios pueden ofrecerse a cuidar aquellos que deseen que les cuiden. Por el contrario, los “tutelados del Estado” son (a) aquellos a quienes se obliga a todos a cuidar mediante contribuciones forzadas mediante violencia y (b) quienes están sujetos al dictado del Estado, lo quieran o no.

La conclusión de Oliver de que “Todo adulto normal debería tener la justa oportunidad de sostenerse a sí mismo y, en ausencia de esta oportunidad, debería sostenerle el Estado” es una mezcolanza de falsedades lógicas. ¿Qué es una “justa oportunidad” y cómo podría definirse? Además, al contrario que la Ley de Spencer de igual libertad (o nuestra sugerida ley de libertad total), “todos” no pueden ser atendidos, pues no hay un ente real como el “Estado”. Si el Estado sostiene a alguien, este debe ser inmediatamente sostenido por algún otro en la sociedad. Por tanto, no puede sostenerse a todos, especialmente, claro, si definimos “justa oportunidad” como la ausencia de interferencia o penalización coactiva de las habilidades de una persona.

(5) Oliver se da cuenta de que algunos teóricos de la renta personal combinan sus doctrinas con la de “quien lo encuentra, se lo queda”. Pero no puede encontrar ningún principio subyacente y la califica simplemente como una regla aceptada del juego de los negocios. Aun así, “quien lo encuentra, se lo queda” no solo se basa en un principio, es un corolario de los postulados subyacentes de un régimen de libertad, como lo es la teoría de la renta personal. Porque un recurso sin dueño, de acuerdo con la doctrina básica de los derechos de propiedad, debería pasar a ser propiedad de quien haga uso productivo de dicho recurso. Es el principio de “quien lo encuentra, se lo queda” o de “primer usuario, primer propietario”. Es la única teoría consistente con la abolición del robo (incluyendo la propiedad pública), de forma que cada recurso útil siempre es propiedad de alguien que no lo haya robado[304].