Capítulo 5

INTERVENCIÓN BINARIA: GASTOS DEL GOBIERNO[237]

Cuando los autores sobre finanzas públicas y economía política llegan al asunto de los “gastos del gobierno”, tradicionalmente han abandonado el análisis y se han dedicado a una simple descripción institucional de varios tipos de gastos gubernamentales. Al comentar la fiscalidad, realizan un análisis serio, por muy erróneo que sea este, pero han dedicado poca atención a un tratamiento teórico del gasto. De hecho, Harriss, llega a decir que es imposible una teoría del gasto del gobierno, o al menos es inexistente[238].

La mayoría de la discusión sobre los gastos se dedica a describir su gran proliferación, absoluta o relativa, en las últimas décadas, asociada con la suposición (implícita o explícita) de que este crecimiento ha sido necesario para “ocuparse de las crecientes complejidades de la economía”. Este eslogan u otros similares han ganado una aceptación casi universal, pero nunca se ha justificado racionalmente. En sí, la afirmación nunca se ha probado y así permanecerá hasta que se pruebe.

En general, podemos considerar dos categorías de gastos gubernamentales: transferencias y uso de recursos. Las actividades de uso de recursos emplean recursos no específicos que podrían usarse para otras producciones: quitan factores de producción de usos privados a usos designados por el Estado. Las actividades de transferencia pueden definirse como aquellas que no usan recursos, es decir, que transfieren dinero directamente de Pedro a Pablo. Son actividades puras de concesión de subsidios.

Ahora bien, por supuesto hay una similitud considerable entre las dos ramas de acción gubernamental. Ambas son actividades de transferencia en el sentido de que pagan salarios a los funcionarios que toman parte en estas operaciones. Ambas implican además traslado de recursos, pues las actividades de transferencia trasladan factores no específicos de la actividad voluntaria del libre mercado a la demanda que generan los grupos privilegiados por el Estado. Ambas subsidian: la oferta de servicios gubernamentales, así como la compra de material para empresas gubernamentales, constituyen subsidios. Pero las diferencias son lo bastante importantes como para mantener la distinción. Pues en un caso, los bienes se usan y los recursos se dedican para fines estatales, según el criterio del Estado y en el otro el Estado subvenciona a individuos privados que emplean los recursos como mejor les place. Los pagos de transferencias son subsidios puros, sin una desviación previa de recursos.

Primero analizaremos los pagos de transferencias como subsidios puros y luego veremos cómo el análisis aplica a los aspectos de la subvención de las actividades de uso de recursos.

1. Subsidios del gobierno: Pago de transferencias

Hay dos y solo dos maneras de adquirir riqueza: los medios económicos (producción e intercambio voluntarios) y los medios políticos (confiscación mediante coerción). En el libre mercado solo pueden usarse los medios económicos y consecuentemente todos ganan solo lo que otros individuos en la sociedad estén dispuestos a pagar por sus servicios. Siempre que sea así, no hay un proceso separado llamado “distribución”, solo hay producción e intercambio de bienes. Sin embargo, una vez que los subsidios gubernamentales entran en escena, la situación cambia. Ahora están disponibles los medios políticos para la riqueza. En el libre mercado, la riqueza solo es producto de las elecciones voluntarias de todos los individuos, en la medida en que las personas se dan servicio entre sí. Pero la posibilidad del subsidio gubernamental permite un cambio: abre el paso a una asignación de la riqueza de acuerdo con la habilidad de una persona o grupo para controlar el aparato del Estado.

El subsidio del gobierno crea un proceso distinto de distribución (no una “redistribución”, como alguien se sentiría tentado a decir). En primer lugar, las ganancias se apartan de la producción y el intercambio y se determinan independientemente. En la medida en que se produce esta distribución, por tanto, la asignación de ganancias se distorsiona alejándose del servicio eficiente a los consumidores. Por tanto, podemos decir que todos los casos de subsidio penalizan coercitivamente la eficiencia en beneficio de los ineficientes.

Consecuentemente, los subsidios prolongan la vida de empresas ineficientes a costa de las eficientes, distorsionan el sistema productivo y dificultan la movilidad de los factores de las ubicaciones menos productivas a las más productivas. Dañan significativamente al mercado e impiden la completa satisfacción de los deseos de los consumidores. Supongamos, por ejemplo, que un empresario soporta pérdidas en una industria o el propietario de un factor gana allí una cantidad muy baja. En el mercado, el propietario del factor se trasladaría a una industria más productiva, donde tanto el propietario del factor como los consumidores se verían mejor servidos. Sin embargo, si el gobierno le subvenciona en donde está, se prolonga la vida de las empresas ineficientes y se anima a los factores a no dedicarse a sus usos más productivos. Por tanto, cuanto mayor sea el grado de subvenciones del gobierno en la economía, más se impide que actúe el mercado y más ineficiente será este para atender los deseos de los consumidores. Así pues, cuanto mayores sean los subsidios del gobierno, menor será el nivel de vida de todos, de todos los consumidores.

En el libre mercado, como hemos visto, hay una armonía de intereses, porque está demostrado que todos ganan en utilidad en los intercambios del mercado. Por el contrario, cuando interviene el gobierno, se crea entonces un conflicto de casta, pues un hombre se beneficia a expensas de otro. Esto se ve más claramente en el caso de subsidios mediante transferencias del gobierno pagadas con fondos fiscales o de inflación (un evidente quitar a Pedro para dar a Pablo). Si el método del subsidio se generaliza, todos intentarán obtener el control del gobierno. Se olvidará más y más la producción, porque la gente dedicará sus energías a la contienda política, buscando su botín. Es obvio que se rebajan la producción y los niveles de vida de dos maneras: (1) por trasladar energías de la producción a la política y (2) por el hecho de que el gobierno inevitablemente perjudicará a los productores con el fantasma de un grupo privilegiado ineficiente. El ineficiente logra reclamar legalmente el control sobre el eficiente. Esa es la auténtica realidad, porque quienes han tenido éxito en cualquier ocupación tenderán inevitablemente a ser los mejores en ella. Quienes tienen éxito en el libre mercado, en la vida económica, serán por tanto los más expertos en la producción y en servir a su prójimo y quienes tienen éxito en la contienda política serán los más expertos en emplear la coacción y ganar favores de quienes manejan la coacción. Generalmente, las distintas personas serán expertas en distintas tareas, de acuerdo con la especialización universal y la división del trabajo y por tanto limitar a un grupo de personas producirá un beneficio a otro grupo.

Pero tal vez pueda argumentarse que la misma gente puede ser eficiente en ambas actividades y que, por tanto, no habría explotación de un grupo a costa del otro. Como hemos dicho, esto es poco probable: si fuera cierto, el sistema de subvenciones se extinguiría, porque no tendría sentido que un grupo pagara al gobierno para que les subvencionara. Pero además el sistema de subsidios promovería las capacidades predatorias de estos individuos y penalizaría las productivas. En resumen, el sistema de subsidios del gobierno promueve la ineficiencia en la producción y la eficiencia en la coerción y la sumisión, al tiempo que sanciona la eficiencia en la producción y la ineficiencia en la depredación. La gente que está éticamente a favor de la producción voluntaria puede considerar qué sistema (el libre mercado o los subsidios) obtiene mejores notas económicas, mientras que quienes están a favor de la conquista y la confiscación deben al menos evaluar la pérdida general de producción que su política genera.

Este análisis es aplicable a todas las formas de subvención gubernamental, incluyendo las concesiones de privilegios monopolísticos a productores favorecidos. Un ejemplo común de subsidios por transferencia directa es el auxilio a los pobres gubernamental. El auxilio estatal a los pobres es evidentemente un subsidio a la pobreza. La gente automáticamente recibe dinero del Estado por su pobreza. Así disminuye la utilidad marginal de los ingresos perdidos por el ocio y la holgazanería y la pobreza tienden a aumentar. Luego el subsidio estatal a la pobreza tiende a incrementar la pobreza, lo que a su vez incrementa la cantidad del subsidio pagado y obtenido de quienes no se han empobrecido. Cuando, como suele ser habitual, la cantidad del subsidio depende directamente del número de hijos del pobre, hay un mayor incentivo para que este desee tener más hijos que en caso contrario, puesto que se le asegura un subsidio proporcional por parte del Estado. En consecuencia, el número de pobres tiende a multiplicarse aun más. Como señalaba agudamente Thomas Mackay:

(…) la causa de la pobreza es el auxilio. No nos libraremos de la pobreza extendiendo el ámbito de auxilio estatal. (…) Por el contrario, su adopción incrementaría la pobreza, pues, como se suele decir, podemos tener exactamente tantos pobres como el país elija pagar[239].

Por otro lado, la caridad privada hacia los pobres no tiene el mismo efecto, pues estos no podrían reclamar obligatoria e ilimitadamente a los ricos. Al contrario, la caridad es un acto de gracia voluntario y flexible por parte del donante.

La sinceridad del deseo del gobierno de promover la caridad puede evaluarse por dos campañas gubernamentales perennes: una, suprimir las “organizaciones de caridad” y la otra, eliminar de las calles a los mendigos porque “el gobierno ya les atiende suficientemente”[240]. El efecto de ambas medidas es suprimir las donaciones voluntarias individuales de caridad y forzar al público a dirigir sus donaciones a estos canales aprobados y ligados a la oficialidad del gobierno.

De forma similar, el auxilio al desempleo en lugar de ayudar a curarlo, como se suele pensar, realmente los subsidia e intensifica. Hemos visto que el desempleo aparece cuando trabajadores y sindicatos fijan un salario mínimo por encima del que puedan obtener en el libre mercado. La ayuda fiscal les ayuda a mantener este mínimo no realista y así prolongar el periodo en que pueden continuar para retener su trabajo fuera del mercado.

2. Actividades de uso de recursos: Propiedad pública frente a propiedad privada

La gran mayoría de las actividades gubernamentales usan recursos, redirigiendo los factores de producción a fines elegidos por el gobierno. Estas actividades generalmente incluyen la oferta real o supuesta de servicios por el gobierno para parte de la población o toda ella. El gobierno funciona en este caso como propietario y empresario.

Los gastos en uso de recursos por parte del gobierno se consideran habitualmente como “inversiones” y esta clasificación forma parte esencial de la doctrina keynesiana. Hemos argumentado que, por el contrario, todo este gasto debe considerarse como consumo. La inversión se produce cuando los empresarios compran los bienes producidos, no para su propio uso o satisfacción, sino simplemente para modificarlos y revenderlos a otros, en último término a los consumidores. Pero el gobierno redirige los recursos de la sociedad a sus fines, elegidos por ellos y apoyados en el uso de la fuerza. Por tanto estas compras deben considerarse gastos de consumo, sea cual sea su intención o resultado físico. Sin embargo, son una forma especialmente derrochadora de “consumo”, pues generalmente los funcionarios del gobierno no los consideran como gastos de consumo.

Las empresas del gobierno pueden o bien ofrecer servicios “gratuitos” o bien cobrar un precio o tasa a los usuarios. Los servicios “gratuitos” son particularmente característicos de los gobiernos. La protección policial y militar, los bomberos, la educación, algunos servicios de aguas son ejemplos que vienen a la mente. Por supuesto, lo primero que debe notarse es que estos servicios no son ni pueden ser verdaderamente gratuitos. Un bien gratuito no sería un bien y por tanto no sería objeto de la acción humana: existiría en abundancia suficiente para todos. Si no existe un bien en cantidad suficiente para satisfacer a todos, este recurso sería escaso y proporcionarlo costaría a la sociedad perder otros. Por tanto, no puede ser gratuito. Los recursos necesarios para proporcionar el servicio público gratuito se extraen del resto de la producción. Sin embargo el pago no lo hacen los usuarios mediante compras voluntarias, sino un gravamen coactivo sobre los contribuyentes. Se realiza una división básica entre pago y recepción del servicio.

Esta división y la “gratuidad” del servicio generan muchas consecuencias graves. Como en todos los casos en que el precio está por debajo del libre mercado, se estimula una demanda enorme y excesiva del bien, muy por encima de la oferta disponible del servicio. Consecuentemente, siempre habrá “escasez” de bien gratuito, reclamaciones constantes por su insuficiencia, saturaciones, etc. Como ejemplos, solamente necesitamos citar situaciones comunes como escasez de policías, particularmente en barrios conflictivos, escasez de profesores y escuelas en el sistema educativo público, atascos de tráfico en calles y carreteras públicas, etc. En ninguna área del mercado libre hay quejas crónicas acerca de escaseces e insuficiencias. En todas las áreas de la empresa privada, las compañías tratan de convencer y persuadir a los consumidores para que compren más de sus productos. Cuando el propietario es el gobierno, por el contrario, hay invariablemente llamadas a los consumidores a la paciencia y el sacrificio y hay continuos problemas de escasez y deficiencias. Es dudoso que cualquier empresa privada haga alguna vez algo que han hecho el gobierno de Nueva York y de otras ciudades: exhortar a los consumidores a usar menos agua. También es una característica de la operativa del gobierno que cuando hay escasez de agua, se acusa a los consumidores y no a las “empresas” públicas de provocar esta. La presión se traslada a los consumidores para que se sacrifiquen y usen menos, mientras que en las empresas privadas la (bienvenida) presión es a los empresarios para que suministren más[241].

La bien conocida ineficiencia de la operativa del gobierno no es un accidente empírico, que tal vez se origine por la falta de una tradición de servicio civil. Son inherentes a toda empresa pública y el exceso de demanda fomentado por los servicios gratuitos o con precios más bajos son justamente una de las muchas razones para que pase esto.

Así, la oferta gratuita no solo subsidia a los usuarios a costa de los contribuyentes no usuarios, también asigna erróneamente los recursos al no ofrecer el servicio donde más se necesita. Lo mismo cabe decir, aunque en menor medida, cuando el precio está por debajo del precio del libre mercado. En el libre mercado los consumidores pueden fijar los precios y por tanto asegurar la mejor asignación de recursos productivos para cubrir sus deseos. En una empresa pública no puede hacerse. Tomemos de nuevo el ejemplo del servicio gratuito. Como no hay precio y por tanto no hay exclusión de usos submarginales, no hay forma de que el gobierno, aunque quisiera, pudiera asignar sus servicios a los usos más importantes y los usuarios más impacientes. Todos los compradores, todos los usos, se mantienen artificialmente en el mismo plano. En consecuencia, los usos más importantes se dejan de lado y el gobierno debe afrontar un insuperable problema de asignación que no puede resolver ni siquiera para su propia satisfacción. Así, el gobierno se enfrenta con el problema: ¿Debería construir una carretera en el lugar A o en B? No hay forma racional por la que pueda tomar esta decisión. No puede ayudar a los consumidores privados de la carretera en la mejor forma. Solo puede decidir de acuerdo con el capricho del funcionario público correspondiente, es decir, solo si el funcionario público, no el público, realiza el “consumo”. Si el gobierno desea hacer lo que sea mejor para el público, afronta una tarea imposible.

El gobierno puede o bien subsidiar deliberadamente prestando gratuitamente un servicio o bien puede tratar efectivamente de descubrir el verdadero precio de mercado, es decir, “operar basándose en el negocio”. Es lo que habitualmente piden los conservadores: que la empresa pública opere con “criterios de negocio”, acabar con el déficit, etc. Casi siempre esto significa subir el precio. ¿Es esta una solución? A menudo se dice que una determinada empresa pública, operando en la esfera del mercado privado, comprando en él, etc. puede poner precio a sus servicios y asignar sus recursos eficientemente. Sin embargo, esto es incorrecto. Hay un defecto fatal que permea toda idea concebible de empresa pública e ineludiblemente le impide poner racionalmente precios y asignar eficientemente los recursos. A causa de este defecto, la empresa pública nunca puede operar basándose en el “negocio”, no importa cuáles sean las intenciones del gobierno.

¿Cuál es ese defecto fatal? Es el hecho de que el gobierno puede obtener recursos virtualmente ilimitados por medio de su poder coercitivo fiscal. Los negocios privados deben obtener sus fondos de los inversores. Es esta asignación de fondos de los inversores basada en la preferencia temporal y las previsiones que racionan fondos y recursos a los usos más rentables y por tanto que dan mayor servicio. Las empresas privadas solamente pueden obtener fondos de consumidores e inversores; en otras palabras, solo pueden obtener fondos de la gente que valora y compra sus servicios y de inversores que quieran beneficiarse arriesgando en la inversión de fondos ahorrados previamente. En resumen, pagos y servicios están, de nuevo, indisolublemente unidos al mercado. Por el contrario, el gobierno puede obtener tanto dinero como quiera. El libre mercado ofrece un “mecanismo” para asignar fondos para consumos presentes y futuros, para dirigir los recursos a los usos más productivos para todos. Así provee medios para que los empresarios asignen recursos y pongan precio a servicios que asegure ese uso óptimo. Sin embargo, el gobierno no tiene nada que le refrene, es decir, nada que le obligue a seguir un test de pérdidas y ganancias del servicio valorado por los consumidores y que le permita así obtener fondos. La empresa privada solo puede obtener fondos de clientes satisfechos y que valoren los servicios y de inversores guiados por las pérdidas y ganancias. El gobierno puede obtener fondos literalmente a su capricho.

Al desaparecer los frenos, con ellos también desaparece cualquier razón para que el gobierno asigne racionalmente los recursos. ¿Cómo saber si construir la carretera A o B, si “invertir” en una carretera o en una escuela, en definitiva cuánto gastar en todas sus actividades? No hay modo racional para que asigne recursos o incluso decidir cuánto tener. Cuando escasean los profesores o las escuelas o los policías o las calles, el gobierno y sus defensores solo tienen una respuesta: más dinero. La gente debe renunciar a una mayor parte de su dinero en favor del gobierno. ¿Por qué nunca se da esta respuesta en el libre mercado? La razón es que el dinero debe retirarse de algún otro uso en el consumo o la inversión y dicha retirada debe justificarse. Esta justificación la proporciona el test de pérdida y ganancia: la indicación de que se satisfacen los deseos más urgentes de los consumidores. Si un proyecto o producto genera grandes ganancias a sus propietarios y se prevé que estas ganancias continúen, vendrá más dinero; si no es así y se producen pérdidas, el dinero huirá del negocio. El test de pérdidas y ganancias sirve como guía crítica para dirigir el flujo de los recursos productivos. No existe una guía así para el gobierno, que no tiene forma racional para decidir cuánto dinero gastar, tanto en general como en cada línea concreta. Cuanto más dinero gasta, más servicios puede ofrecer, pero ¿dónde detenerse?[242].

Los partidarios de la empresa pública pueden contestar que el gobierno puede simplemente decir a sus empresas que actúen como si buscaran el beneficio y se establezcan de la misma forma que las privadas. Hay dos defectos en esta teoría. Primero, es imposible interpretar una empresa. Empresa significa arriesgar dinero propio en inversión. Los jefes de los funcionarios y los políticos no tienen incentivos reales para desarrollar habilidades emprendedoras para ajustarse realmente a las demandas de los consumidores. No se arriesgan a perder su dinero en la empresa. En segundo lugar, aparte de la cuestión de los incentivos, ni los mejores gestores pueden funcionar como en una empresa. Independientemente del tratamiento que se haga de la operativa después de su establecimiento, la creación inicial de la empresa se hace con dinero del gobierno y por tanto por una recaudación coercitiva. Se ha “construido dentro” de lo más vital de la empresa un elemento arbitrario. Además, cualquier gasto futuro puede hacerse mediante fondos fiscales y por tanto las decisiones de sus gestores estarán sujetas al mismo defecto. La facilidad de obtener dinero distorsionará inevitablemente las operaciones de la empresa pública. Más aun, supongamos que el gobierno “invierte” en una empresa E. Sin intervenir, el libre mercado podría haber invertido la misma cantidad en esa misma empresa o no. Si lo hubiera hecho, la economía soporta al menos el coste que va directamente al intermediario funcionarial. Si no, y esto es casi siempre lo normal, se entiende inmediatamente que el gasto en E es una distorsión de la utilidad privada en el mercado, que otro gasto hubiera producido mayores retornos monetarios. Se deduce de nuevo que una empresa pública no puede replicar las condiciones de las empresas privadas.

Además, el establecimiento de una empresa pública crea una ventaja competitiva inherente sobre las privadas, pues al menos parte de su capital se ha obtenido por coerción en lugar de por servicios prestados. Está claro que el gobierno, con sus subvenciones, si así lo desea, puede eliminar del terreno a las empresas privadas. La inversión privada en el mismo sector se verá muy restringida, pues los futuros inversores anticiparán pérdidas a manos de los privilegiados competidores públicos. Además, como todos los servicios compiten por el dinero del consumidor, todas las empresas e inversores privados se verán afectados y perjudicados en alguna medida. Y cuando se funda una empresa pública, genera temores en otros sectores que puedan ser los siguientes y sus empresas ser confiscadas u obligadas a competir con empresas públicas subvencionadas. Este temor tiende a reprimir aun más la inversión productiva y así rebajar igualmente el nivel general de vida.

El argumento más contundente, y que usan bastante adecuadamente los oponentes a la propiedad pública, es: Si la operación como negocio es tan deseable, ¿por qué seguir una ruta tan tortuosa? ¿Por qué no desechar la propiedad pública y dejar la operación al sector privado? ¿Por qué ir tan lejos para tratar de imitar el aparente ideal (la propiedad privada) cuando se puede buscar el ideal directamente? El alegato en defensa de los principios de negocio en el gobierno, tiene por tanto poco sentido, aunque pudiera realizarse con éxito.

Las ineficiencias de la operación del gobierno se componen de muchos otros factores. Como hemos visto, una empresa pública compitiendo en un sector concreto puede normalmente eliminar a los propietarios privados, porque el gobierno puede subvencionarla de muchas formas y suministrarle fondos ilimitados cuando lo desee. Luego tiene pocos incentivos para ser eficiente. En los casos en que no puede competir ni siquiera en estas condiciones, puede arrogarse un monopolio obligatorio, eliminando a los competidores por la fuerza. Esto se hizo en Estados Unidos en el caso de correos[243]. Cuando el gobierno se concede así un monopolio, puede ir al otro extremo del servicio gratuito: puede cobrar un precio de monopolio. Cobrar un precio de monopolio (fácil de identificar del precio del libre mercado) distorsiona de nuevo los recursos y crea una escasez artificial de un bien en particular. También hace que se rebaje enormemente la calidad del servicio. Un monopolio gubernamental no tiene que preocuparse por que los clientes vayan a otro sitio o por que la ineficiencia pueda significar su desaparición[244].

Otra razón para la ineficiencia gubernamental ya se ha indicado: que el personal no tiene incentivos para ser eficiente. De hecho, las habilidades que desarrollarán no serán las económicas de la producción, sino las políticas (cómo adular a los superiores políticos, cómo atraer demagógicamente al electorado, cómo emplear la fuerza más eficazmente). Estas habilidades son muy distintas de las productivas y por tanto accederá a lo más alto del gobierno gente distinta de la que triunfa en el mercado[245],[246].

Es particularmente absurdo apelar a los “principios del negocio” cuando una empresa pública funciona como un monopolio. Periódicamente se demanda que correos funcione “desde la base del negocio” y acabe con su déficit, que deben pagar los contribuyentes. Pero acabar con el déficit de una operativa del gobierno inherente y necesariamente ineficiente no significa basarse en el negocio. Para hacerlo, el precio debería aumentarse hasta alcanzar un precio de monopolio y cubrir así los costes de las ineficiencias gubernamentales. Un precio de monopolio supondría una carga excesiva para los usuarios de los servicios postales, especialmente porque el monopolio es obligatorio. Por otro lado, hemos visto que incluso los monopolistas deben acatar los planes de demanda de los consumidores. Si este plan es suficientemente elástico, bien puede pasar que el precio de monopolio reduzca los ingresos o su incremento tanto que un precio más alto aumente el déficit más que lo disminuya. Un buen ejemplo es el sistema de metro de Nueva York en los últimos años, que ha ido aumentando sus tarifas en un vano intento por acabar con su déficit, solo para ver que el volumen de pasajeros disminuye tan drásticamente como su déficit aumenta con el tiempo[247].

Los autores han ofrecido muchos “criterios” como guías para poner precio a los servicios públicos. Un criterio defiende el establecimiento de precios de acuerdo al “coste marginal”. Sin embargo, difícilmente puede ser un criterio y se basa en el error de la economía clásica de determinar los precios a partir de los costes. En primer lugar, porque lo “marginal” varía de acuerdo con el periodo de tiempo analizado. Además, los costes no son estáticos, sino flexibles, cambian de acuerdo con los precios de venta y por tanto no pueden emplearse como guía para aquellos. Aun más, los precios igualan a los costes medios (o más bien los costes medios igualan a los precios) solo en un punto final de equilibrio, y el equilibrio no puede considerarse un ideal para el mundo real. El mercado solo tiende hacia este objetivo. Por fin, los costes de operación del gobierno serán mayores que en una situación similar en el libre mercado.

Las empresas públicas no solo dificultan y reprimen la inversión privada y el emprendimiento en la misma industria y en otras por toda la economía: también afecta a todo el mercado laboral. Porque (a) el gobierno disminuirá la producción y los niveles de vida en la sociedad al desviar mano de obra potencialmente productiva a la administración; (b) al usar fondos confiscados, el gobierno puede pagar por el trabajo más que el libre mercado y por tanto crear un clamor por los demandantes de empleo público para expandir la improductiva máquina burocrática y (c) a través de altos salarios pagados por impuestos, el gobierno puede inducir a error a trabajadores y sindicatos haciéndoles creer que estos reflejan los salarios de mercado en el sector privado, causando así desempleo no deseado.

Además, la empresa pública, al basarse en la coacción al consumidor, puede fácilmente fracasar en sustituir sus valores por los de los consumidores. Por tanto, dominarán los servicios artificialmente normalizados de peor calidad (hechos al gusto y conveniencia del gobierno), en contraste con los del libre mercado, donde se proporcionan servicios diversificados de alta calidad para ajustarse a los distintos gustos de una multitud de individuos[248].

Un cártel o una empresa no podrían poseer todos los medios de producción de la economía, porque no podría calcular precios y asignar los factores de modo racional. Por esta razón, el socialismo de Estado no podría tampoco planear ni asignar racionalmente. De hecho, en el mercado, no podrían integrarse verticalmente completamente ni siquiera dos o más niveles, pues una integración total eliminaría un todo un sector del mercado y establecería una isla de caos en el cálculo y las asignaciones, una isla que impediría la planificación óptima de los beneficios y la máxima satisfacción de los consumidores.

En el caso de propiedad pública simple, se desarrolla otra extensión de esta tesis. Como cada empresa pública introduce su propia isla de caos en la economía, no hay necesidad de que se llegue al socialismo para que el caos empiece a actuar. Ninguna empresa pública puede jamás determinar los precios o costes o asignar factores o fondos de una manera racional y que maximice el bienestar. No puede establecerse ninguna empresa pública “basada en el negocio”, aunque se quiera. Luego cualquier operación de gobierno introduce un punto de caos en la economía y como todos los mercados están económicamente interconectados, toda actividad gubernamental afecta y distorsiona los precios, la asignación de factores, los índices de consumo/inversión, etc. Todas las empresas públicas, no solo rebajan las utilidades sociales de los consumidores obligándoles a asignar fondos a fines distintos de los que el público desea, también disminuye la utilidad de todos (incluyendo, seguramente, las de los funcionarios públicos) al distorsionar el mercado y extender el caos en los cálculos. Por supuesto, cuanto mayor sea la propiedad pública, más pronunciado será este impacto.

Aparte de sus consecuencias puramente económicas, la propiedad pública tiene otro tipo de impacto en la sociedad: necesariamente sustituye la armonía del libre mercado por el conflicto. Como servicio público significa servicio de una serie de decisores, acaba por significar un servicio uniforme. No pueden satisfacerse los deseos de todos los forzados, directa o indirectamente, a pagar por el servicio público. La empresa pública solo puede producir o producirá algunas formas del servicio. En consecuencia, las empresas públicas crean enormes conflictos de casta entre los ciudadanos, cada uno de los cuales tiene una idea diferente de la mejor forma de servicio.

En los últimos años, las escuelas públicas de Estados Unidos han creado un buen ejemplo de estos conflictos. Algunos padres prefieren escuelas segregadas racialmente, otros prefieren la educación integrada. Algunos padres quieren que se enseñe socialismo a sus hijos, otros que se enseñe antisocialismo en las escuelas. No hay forma de que el gobierno resuelva estos conflictos. Solo puede imponer el deseo de la mayoría (o la “interpretación” burocrática de esta) mediante la coerción y hacer que minorías, generalmente grandes, queden descontentas e insatisfechas. Cualquiera que sea el tipo de escuela que se elija, algún grupo de padres sufrirá. Por el contrario, no existe ese conflicto en el libre mercado, que provee cualquier tipo de servicio que tenga demanda. En el mercado pueden ver satisfechos sus deseos quienes quieran escuelas segregadas o integradas, socialistas o individualistas. Por tanto, es obvio que la provisión pública de servicios, en oposición a la privada, disminuye el nivel de vida de buena parte de la población.

Los grados de propiedad pública en la economía varían de un país a otro, pero en todos el Estado se ha asegurado de poseer centros nerviosos vitales, los puestos de mando en la sociedad. Ha adquirido el monopolio obligatorio de estos puestos de mando y siempre ha tratado de convencer a la población de que la propiedad y las empresas privadas en estos ámbitos son imposibles a priori. Por el contrario, hemos visto que en el libre mercado puede suministrarse cualquier servicio.

Los puestos de mando vitales que invariablemente son propiedad monopolística del Estado son: (1) protección policial y militar; (2) protección judicial; (3) monopolio de acuñación (y monopolio de la definición del dinero); (4) ríos y costas marítimas; calles y carreteras y territorio en general (5) terrenos sin usar, además del poder de dominio eminente) y (6) correos. La función de defensa es una de las más celosamente reservadas por el Estado. Es vital para su existencia, pues de su monopolio de la fuerza depende su capacidad de recaudar impuestos a los ciudadanos. Si a los ciudadanos se les permitiera acudir a ejércitos y tribunales privados, poseerían los medios para defenderse contra actos invasivos del gobierno, además de los de otros individuos. El control de los recursos básicos del suelo (particularmente, el transporte) es, por supuesto, un método excelente de asegurar un control general. Correos ha sido siempre una herramienta muy útil para la inspección y prohibición de mensajes de herejes y enemigos del Estado. En años recientes, el Estado ha intentado constantemente expandir estos puestos. El monopolio de la acuñación y definición del dinero (leyes de curso legal) se ha utilizado para obtener un control total del sistema monetario nacional. Fue una de las tareas más difíciles del Estado, pues durante siglos el papel moneda gozó de una gran desconfianza en el pueblo. El monopolio de la acuñación y definición de los patrones monetarios ha llevado a la degradación de la propia acuñación, a un cambio en la denominación de las monedas, de unidades de peso a términos sin sentido y al reemplazo del oro y la plata por papel bancario o gubernamental. Actualmente el Estado en casi todos los países ha alcanzado su principal objetivo monetario: la capacidad de expandir sus ingresos inflando la divisa a su placer. En las demás áreas (tierra y recursos naturales, transportes y comunicaciones) el Estado cada vez tiene más control. Finalmente, otro puesto crítico de mando ocupado, aunque no totalmente monopolizado, por el estado, es la educación. Porque la escuela pública permite influir en la mente de los jóvenes para que acepten la virtudes del gobierno y de su intervencionismo[249]. En muchos países, el gobierno no tiene un monopolio obligatorio de la educación, pero se acerca a ello obligando a todos los niños a acudir a la escuela, sea esta pública o privada aprobada o acreditada por el gobierno. La asistencia obligatoria manda a la escuela a quienes no desea escolarizarse y por tanto hace que haya demasiados niños en ellas. Quedan muy pocos jóvenes en campos competitivos como el ocio, estudiar en casa y emplearse en negocios[250].

En el presente siglo ha aumentado enormemente una curiosa actividad gubernamental. Su gran popularidad es una indicación notable de la extendida ignorancia popular de las leyes praxeológicas. No referimos a lo que se denomina legislación de la “seguridad social”. Este sistema confisca en ingreso de los asalariados más pobres y luego presume de invertir el dinero más inteligentemente que ellos, pagando después el dinero a ellos o a sus beneficiarios cuando sean mayores. Considerado como un “seguro social”, es un típico ejemplo de empresa pública: no hay relación entre primas y beneficios, cambiando ambos anualmente bajo el influjo de las presiones políticas. En el libre mercado, quien quiera invertir en una prima de seguro o en acciones o en bienes inmuebles puede hacerlo. Obligar a todos a transferir sus fondos al gobierno les obliga a perder utilidad.

Así que, tal como se vende, es difícil entender la gran popularidad del sistema de seguridad social. La naturaleza real de la operación es muy diferente de su imagen oficial. Porque el gobierno no invierte los fondos que obtiene mediante impuestos, simplemente los gasta, dándose bonos que posteriormente deben liquidarse cuando corresponda. ¿Cómo se va a obtener el dinero? Solo de más impuestos o de la inflación. Luego la gente debe pagar dos veces la “seguridad social”. El programa de seguridad social grava dos veces un único pago: es un truco para hacer aceptables los impuestos a los grupos de menores ingresos. Y, lo mismo que los impuestos, los ingresos van directamente al consumo gubernamental.

Luego al evaluar la cuestión de la propiedad privada o pública de cualquier empresa, deberíamos recordar las siguientes conclusiones de nuestro análisis: (1) todos los servicios pueden ofertarse privadamente en el mercado; (2) la propiedad privada será más eficiente en proveer una mejor calidad de servicio a un precio inferior; (3) la asignación de recursos en el empresa privada satisfará mejor las demandas de los consumidores, mientras que la pública distorsionará dicha asignación y generará islas de caos en el cálculo; (4) la propiedad gubernamental reprimirá la actividad privada tanto en las empresas no competitivas como en las competitivas; (5) la propiedad privada asegura la satisfacción armoniosa y cooperativa de los deseos, mientras que la pública crea conflictos de casta[251].

3. Actividades de uso de recursos: Socialismo

Hay socialismo (o colectivismo) cuando el Estado posee todos los medios de producción. Es la abolición obligatoria y la prohibición de la empresa privada y la monopolización de toda la esfera productiva por parte del estado. Por tanto, el socialismo extiende a todo el sistema económico el principio de monopolio gubernamental obligatorio de unas pocas empresas aisladas. Es la abolición violenta del mercado.

Si una economía ha de existir, tiene que ser capaz de producir para satisfacer los deseos de los consumidores individuales. ¿Cómo se va organizar esta producción? ¿Quién va a decidir la asignación de factores a sus distintos usos o lo que cada factor va a recibir en cada caso? Hay dos y solo dos maneras en las que se puede organizar una economía. Una es mediante la libertad y la elección voluntaria: la manera del mercado. La otras es mediante la fuerza y el mando: la manera del Estado. Para los ignorantes en economía, puede parecer que solo la última constituye una organización y planificación real, mientras que la manera del mercado es solo confusión y caos. Sin embargo, la organización del libre mercado es realmente un medio asombroso y flexible de satisfacer los deseos de todos los individuos, y mucho más eficiente que la operación o intervención del Estado.

Sin embargo, hasta ahora solo hemos examinado empresas públicas aisladas y distintas formas de intervención gubernamental en el mercado. Ahora debemos examinar el socialismo (el sistema de mando puro del gobierno), lo más opuesto al libre mercado puro.

Hemos definido la propiedad como el control exclusivo de un recurso. Por tanto, queda claro que una “economía planificada” que mantenga la propiedad nominal en manos de los propietarios privados previos, pero deje su control y dirección real en manos del Estado es tan socialismo como la nacionalización formal de la propiedad. Los regímenes nazi y fascista fueron tan socialistas como el sistema comunista que nacionaliza toda la propiedad privada.

Mucha gente rehúsa identificar nazismo o fascismo con “socialismo”, pues limitan este último término al proletarianismo marxista o neomarxista o a las distintas propuestas de “socialismo democrático”. Pero a la economía no le afectan los colores de los uniformes o los buenos o malos modales de los gobernantes. Tampoco le importan qué grupos o clases manejan el Estado en los distintos regímenes políticos. Tampoco importa, para la economía, si el régimen socialista elige a sus gobernantes por elecciones o por golpes de Estado. A la economía solo le importan los poderes de propiedad o control que ejercita el Estado. Toda forma de planificación de la economía por el Estado es un tipo de socialismo, a pesar de los puntos de vista filosóficos o estéticos de los distintos bandos socialistas e independientemente de se califiquen como “de derechas” o “de izquierdas”. El socialismo puede ser monárquico, puede ser proletario, puede igualar fortunas, puede aumentar la desigualdad. Su esencia es siempre la misma: órdenes de un Estado coactivo total sobre la economía.

La distancia entre los dos polos del libre mercado puro, por un lado, y el colectivismo total en el otro es un continuum que incluye diferentes “mezclas” del principio de libertad y el hegemónico coercitivo. Cualquier aumento de la propiedad o control del gobierno es, por tanto, “socialista” o “colectivista”, porque es una intervención coercitiva que lleva a la economía un paso más cerca del socialismo completo.

El grado de colectivismo en el siglo XX se ha infraestimado y sobreestimado a la vez. Por un lado, su desarrollo en países como los Estados Unidos se ha infraestimado en gran medida. Por ejemplo, la mayoría de los analistas olvida la importancia de la expansión de los préstamos públicos. El prestamista es a la vez emprendedor y propietario de una parte, independientemente de su estatus legal. Por tanto, los préstamos del gobierno a la empresa privada o los avales a préstamos privados crean muchos focos de propiedad pública. Además, la cantidad total de ahorro en la economía no se incrementa por las garantías y préstamos del gobierno, sino que cambia su forma específica. El libre mercado tiende a asignar los ahorros sociales a sus canales más rentables y productivos. Por el contrario, los préstamos y garantías del gobierno, desvían los ahorros de los canales más productivos a los menos. También impiden que tengan éxito los emprendedores más eficientes y se eliminen los ineficientes (que así se convertirían simplemente en factores laborales en lugar de en empresarios). En ambos casos, por tanto, los préstamos públicos rebajan el nivel general de vida, no digamos la pérdida de utilidad infligida a los contribuyentes, que deben hacer buenos estos compromisos o suministrar el dinero a prestar.

Por el contrario, la extensión del socialismo en países como la Rusia soviética se ha sobre estimado. Quienes apuntan a Rusia como ejemplo de planificación “con éxito” del gobierno ignoran el hecho (aparte de las constantes dificultades de planificación encontradas) de que la Rusia soviética y otros países socialistas no pueden tener un socialismo completo, porque solo se ha socializado el comercio doméstico. El resto del mundo tiene algún grado de mercado. Por tanto, un Estado socialista aun puede comprar y vender en el mercado mundial y aproximarse, al menos vagamente, al precio racional de los bienes de los productores referenciándolos a los de los factores en el mercado mundial. Aunque aun los errores de esta planificación socialista parcial les empobrecen, son insignificantes comparados con lo que ocurriría bajo el caos en el cálculo total de un Estado socialista mundial. Un gran cártel no podría realizar cálculos y por tanto no podría establecerse en el libre mercado. Esto es mucho más aplicable al socialismo, donde el Estado impone por la fuerza su monopolio total y donde las ineficiencias de las acciones individuales del Estado se multiplican por mil.

Hay un punto que no debe olvidarse al analizar los regímenes socialistas específicos: la posibilidad de un mercado “negro”, con recursos que pasan ilícitamente entre manos privadas[252]. Por supuesto, la posibilidad de que haya un mercado negro para productos de gran tamaño es muy limitada, hay más espacio para mercancías fáciles de ocultar (como caramelos, cigarrillos, drogas y medias). Por otro lado, la falsificación de cuentas de los gestores y la omnipresente corrupción puede emplearse para establecer alguna forma de mercado limitado. No hay razón para creer, por ejemplo, que los mercados negros, es decir, la subversión de la planificación socialista, hayan sido esenciales para el nivel de producción que el sistema soviético ha sido capaz de alcanzar.

En los últimos años, los países comunistas han reconocido el fracaso absoluto de la planificación socialista para calcular en una economía industrial, alejándose rápidamente del socialismo y acercándose a una economía de mercado más libre, especialmente en la Europa del Este. Este progreso ha sido especialmente importante en Yugoslavia, que ahora tiene propiedad privada en cooperativas y no tiene planificación central, ni siquiera en las inversiones[253].

4. El mito de la propiedad “pública”

Todos hemos oído muchas cosas acerca de la propiedad “pública”. De hecho, siempre que el gobierno posee algo u opera como empresa, se dice que “es de propiedad pública”. Cuando se venden u otorgan recursos naturales a la empresa privada, sabemos que el “dominio público” se ha “dejado de lado” en favor de intereses privados más restringidos. Se infiere de esto que cuando el gobierno es propietario de algo, “nosotros” (todos los miembros del público) poseemos partes iguales de esa propiedad. En contraste con esta amplitud es el estrecho y pequeño interés de la mera propiedad “privada”.

Hemos visto que como un sistema socialista no podría calcular económicamente, un socialista radical debería prepararse para asistir a la desaparición de una gran parte de la población mundial, con solo una subsistencia primitiva para los supervivientes. Así, quien identifique la propiedad gubernamental con la pública debería estar contento de ampliar el área de la propiedad gubernamental a pesar de la pérdida de eficiencia o utilidad social que conlleva.

Sin embargo, esta misma identidad es completamente falsa. La propiedad es el control último y la dirección de un recurso. El poseedor de una propiedad es en último término su director, independientemente de las ficciones legales en sentido contrario. En una sociedad puramente libre permanecerán sin propietario recursos tan abundantes que servirían para satisfacer las condiciones generales de bienestar humano. Por otro lado, los recursos escasos tendrían propietario bajo los siguientes principios: propiedad de cada persona sobre sí misma; propiedad de bienes creados o transformados por una persona; primera propiedad de terrenos sin dueño previo por su primer usuario o transformador. La propiedad gubernamental significa simplemente que los gobernantes actuales son dueños de la propiedad. Los altos cargos son quienes dirigen el uso de la propiedad y por tanto ejercen la propiedad. El “público” no posee ninguna parte de la propiedad. El ciudadano que dude de esto puede tratar de apropiarse de parte alícuota de propiedad “pública” para su propio uso individual y luego intentar justificarse ante un tribunal. Puede objetarse que los accionistas individuales de sociedades anónimas tampoco pueden hacerlo, por ejemplo, por sus reglas internas, un accionista de General Motors no está autorizado a llevarse un coche en vez del dividendo en dinero o a cambio de sus acciones. Aun así, los accionistas poseen su empresa y este ejemplo lo demuestra. El accionista puede abandonar su empresa: puede vender sus acciones de General Motors a otro. El sometido a un gobierno no puede abandonar este: no puede vender sus “acciones” de correos, porque no las tiene. Como señalaba sucintamente F. A. Harper: “El corolario del derecho de propiedad es el derecho a deshacerse de la propiedad. Así que si no puedo vender algo, es evidente que en realidad no es mío”[254].

Cualquiera que sea la forma de gobierno, los gobernantes son los verdaderos dueños de la propiedad. Sin embargo, en una democracia, o a largo plazo en cualquier forma de gobierno, los gobernantes son transitorios. Siempre pueden perder unas elecciones o sufrir un golpe de Estado. Por tanto, ningún dirigente del gobierno puede considerarse más que un propietario transitorio. En consecuencia, mientras que un propietario privado, seguro de su propiedad y dueño de su valor de capital, planea el uso del recurso durante un largo periodo de tiempo, el dirigente debe exprimir la propiedad tan rápido como pueda, pues no tiene esa seguridad en la propiedad. Además, incluso el funcionario civil más comprometido debe hacer lo mismo, pues ningún dirigente del gobierno puede vender el valor capitalizado de su propiedad, como sí pueden hacer los propietarios privados. En resumen, los dirigentes poseen el uso de los recursos, pero no su valor de capital (excepto en el caso de la “propiedad privada” de un monarca hereditario). Cuando solo se puede poseer el uso actual, pero no el propio recurso, rápidamente se produce un agotamiento antieconómico de dichos recursos, pues a nadie le beneficia su conservación y beneficia a todos los propietarios utilizarlo tan rápido como sea posible. De la misma manera, los dirigentes consumirán su propiedad tan rápido como les sea posible.

Es curioso que casi todos los autores repitan la idea de que los propietarios privados, al tener preferencias temporales, deben elegir la “visión a corto plazo”, mientras que solo los dirigentes pueden elegir la “visión a largo plazo” y asignar la propiedad para avanzar en el “bienestar general”. La verdad es justamente la contraria. El propietario individual, seguro de su propiedad y su recurso de capital, puede elegir la visión a largo plazo, pues quiere mantener el valor de capital de su recurso. Es el dirigente el que debe tomar el dinero y correr, el que debe arruinar la propiedad mientras aun esté al mando[255].

5. Democracia

La democracia es un proceso de elección de gobernantes y es por tanto distinto de lo que hemos estado analizando: la naturaleza y las consecuencias de las distintas políticas que puede elegir el gobierno. Una democracia puede elegir programas relativamente librecambistas o relativamente intervencionistas y lo mismo puede decirse de un dictador. Así que el problema de la formación de un gobierno no puede separarse completamente de la política que siga ese gobierno y por tanto ahora comentaremos algunas de estas conexiones.

La democracia es un sistema en el que manda la mayoría y en el que cada ciudadano tiene un voto tanto para decidir las políticas del gobierno como para elegir los dirigentes, que a su vez deciden la política. Es un sistema repleto de contradicciones internas.

En primer lugar, supongamos que la mayoría abrumadoramente decida establecer un dictador popular o que la dirija un partido único. El pueblo decide poner en sus manos toda toma de decisiones. ¿Permite el sistema democrático que se vote democráticamente su desaparición? Sea cual sea la respuesta del demócrata, se ve atrapado en una contradicción inevitable. Si la mayoría puede votar dar el poder a un dictador que elimine las posteriores elecciones, la democracia está en realidad acabando con su propia existencia. A partir de entonces no es una democracia, aunque haya una mayoría continua que consienta el partido o dirigente dictatorial. En ese caso, la democracia se convierte en una transición a una forma de gobierno no democrática. Por otro lado, si, como ahora se suele mantener, se prohíbe hacer algo a la mayoría de votantes en una democracia (acabando con el mismo proceso electivo democrático), entonces ya no hay una democracia, porque ya no puede imponerse la mayoría de los votos. El proceso de elección puede preservarse, pero ¿cómo puede expresar la regla de la mayoría, esencial para la democracia, si esta no puede acabar con este proceso si así los desea? En resumen, la democracia requiere dos condiciones para su existencia: la regla de la mayoría sobre gobernantes o políticas y el voto igual y periódico. Así que si la mayoría desea acabar con el proceso de votación, la democracia no puede preservarse independientemente de qué opción del dilema se escoja. La idea de que “la mayoría debe preservar la libertad de la minoría para convertirse en mayoría” aparece así, no como la preservación de la democracia, sino como un simple juicio arbitrario de valor por parte de los teóricos de la política (o al menos se mantiene como arbitrario, hasta que lo justifique alguna teoría ética coherente)[256].

Este dilema no se da solo si la mayoría desea elegir un dictador, sino también si desea establecer la sociedad libre pura que hemos explicado antes. Porque esa sociedad no tiene una organización general de monopolio gubernamental y en el único lugar en que se produciría un voto igualitario sería en las cooperativas, que siempre han sido formas ineficientes de organización. La única forma importante de votar, en esa sociedad sería la de los accionistas de las compañías anónimas, cuyos votos no serían iguales, sino proporcionales al número de acciones de la compañía que tuvieran. En ese caso, cada voto individual estaría lógicamente asociado a su participación en la propiedad de los bienes conjuntos[257]. En esa sociedad libre pura no habría nada para ser votado democráticamente por los electores. También en este caso la democracia solo puede ser una posible vía hacia una sociedad libre, en lugar de un atributo de esta.

Tampoco se puede concebir que una democracia funcione bajo el socialismo. El partido dirigente, propietario de todos los medios de producción, tendrá la decisión total, por ejemplo, sobre cuántos fondos asignar para propaganda a los partidos de la oposición, sin hablar de su poder económico sobre todos los líderes individuales y miembros de la oposición. Con el partido gobernante decidiendo los ingresos de cada persona y la asignación de todos los recursos, es inconcebible que cualquier oposición política pueda durar mucho bajo el socialismo[258]. La única oposición que podría aparecer no provendría de partidos en una elección, sino distintas camarillas administrativas dentro del partido dirigente, como ha ocurrido en los países comunistas.

Así que la democracia no es compatible con la sociedad libre pura ni con el socialismo. Y ya hemos visto en este trabajo (y lo veremos más claramente más adelante) que solo estas dos sociedades son estables, que todas las mezclas intermedias están en “equilibrio inestable” y siempre tienden hacia uno de los dos polos. Esto significa que la democracia, esencialmente, es en sí misma una forma de gobierno inestable y transitoria.

La democracia sufre asimismo muchas más contradicciones inseparables. Así, el voto democrático puede tener una de estas dos funciones: determinar la política del gobierno o elegir a los gobernantes. De acuerdo con la primera, a la que Schumpeter calificó como teoría “clásica” de la democracia, se supone que la mayoría decide sobre las cosas[259]. De acuerdo con la otra teoría, la regla de la mayoría se supone que se limita a la elección de los dirigentes, que a su vez deciden la política a seguir. Aunque la mayoría de los teóricos de la política apoyan este versión, democracia significa para la mayoría de la gente lo que dice la primera y por tanto analizaremos en primer lugar la teoría clásica.

De acuerdo con la teoría del “deseo del pueblo”, la democracia directa (todos los ciudadanos votan sobre cada asunto, como en los concejos abiertos de Nueva Inglaterra) es la situación política ideal. Sin embargo se supone que la civilización moderna y las complejidades de la sociedad han hecho obsoleta la democracia directa, por lo que debemos conformarnos con la menos perfecta “democracia representativa” (en los tiempos antiguos llamada a menudo una “república”), en la que la gente elige a sus representantes para que estos reflejen sus deseos sobre los asuntos políticos. Casi inmediatamente aparecen problemas lógicos. Una es que las distintas formas de disposiciones electorales, las diferentes delimitaciones de los distritos geográficos, todas igualmente arbitrarias, a menudo alteran bastante la expresión del “deseo de la mayoría”. Si un país se divide en distritos para elegir representantes, resulta consecuente con ello la delimitación partidista de estos (“gerrymandering”): no hay una forma satisfactoria y racional para fijar las circunscripciones. El partido en el poder en el momento de la división o de la redivisión inevitablemente alterará los distritos para producir una ventaja sistemática a su favor, pero no hay otro modo que sea más racional o que refleje mejor el deseo mayoritario. Además, la misma división de la superficie de la tierra en países es en sí misma arbitraria. Si un gobierno ocupa cierta área geográfica, ¿significa democracia que se permita a un grupo mayoritario en cierto distrito independizarse y formar su propio gobierno o unirse a otro país? ¿Significa democracia que la mayoría mande sobre un área mayor o menor? En resumen, ¿qué mayoría debería prevalecer? El mismo concepto de democracia nacional es de hecho contradictorio. Pues si alguien afirma que la mayoría del País X debería gobernar dicho país, podría argumentarse con igual motivo que debería autorizarse a la mayoría de cierto distrito del País X a gobernarse a sí misma e independizarse de país más grande y este proceso de subdivisión puede lógicamente irse aplicando a las manzanas, las viviendas y finalmente a cada individuo, acabando así con todo gobierno democrático al llegar al autogobierno individual. Pero si se niega un derecho de secesión, el demócrata nacional debe aceptar que la población más numerosa de otros países debería tener el derecho de votar sobre su país y así debe proceder a una integración hacia un gobierno mundial gobernado por normas de mayorías mundiales. En resumen, el demócrata que defienda gobiernos nacionales es contradictorio: debe favorecer un gobierno mundial o ninguno en absoluto.

Aparte de este problema de los límites geográficos del gobierno o el distrito electoral, la democracia que trata de elegir representantes para encarnar la opinión mayoritaria tiene otros problemas añadidos. Es indudable que será necesaria alguna forma de representación proporcional para llegar a algún tipo de “corte transversal” de la opinión pública. Lo mejor sería una representación proporcional para todo el país (o el mundo) de forma que aquella no se vea distorsionada por consideraciones geográficas. Pero de nuevo las diferentes formas de representación proporcional llevarán a resultados muy distintos. Los críticos de la representación proporcional alegan que un parlamento elegido bajo este principio sería inestable y que las elecciones deberían generar gobiernos mayoritarios estables. La réplica sería que si queremos representar al pueblo, se requiere una muestra representativa y la inestabilidad de esta existe solo en función de la propia inestabilidad de la opinión pública. Por tanto, el argumento del “gobierno eficiente” solo puede defenderse si abandonamos completamente la teoría clásica de la “opinión de la mayoría” y adoptamos la segunda teoría: la de que la única función de la mayoría es elegir a los gobernantes.

Pero incluso la representación proporcional no sería tan correcta (de acuerdo con la visión clásica de la democracia) como la democracia directa y aquí aparece otra consideración importante y frecuentemente olvidada: la tecnología moderna hace posible tener una democracia directa. Sin duda cada persona podría fácilmente votar sobre asuntos varias veces por semana grabando su elección mediante un dispositivo añadido a su televisor. No sería difícil de hacer. Y aun así, ¿por qué nadie ha sugerido seriamente una vuelta a la democracia directa, ahora que puede ser factible? El pueblo podría elegir representantes mediante representación proporcional, solo como asesores, para presentar propuestas al pueblo, pero sin tener ellos mismos el poder decisivo de voto. El voto final sería el del propio pueblo, votando todos directamente. En cierto sentido, todos los votantes serían el parlamento y los representantes podrían actuar como comités para redactar propuesta para este enorme parlamento. Por tanto, quien esté a favor del punto de vista clásico de la democracia debe estar a favor de la virtual erradicación del parlamento (y, por supuesto, del poder de veto del ejecutivo) o abandonar su teoría.

Las objeciones a la democracia directa serán sin duda las de que la gente no está informada y por tanto es incapaz de decidir sobre los asuntos complejos de los que se ocupa un parlamento. Pero, en ese caso, el demócrata debe abandonar completamente la teoría clásica de que la mayoría debe decidir sobre asuntos y adoptar la doctrina moderna de que la función de la democracia es la elección mayoritaria de gobernantes que, a su vez, decidirán sobre las políticas. Así que ocupémonos de esta doctrina. Implica, igual que la teoría clásica, la contradicción sobre los límites nacionales o electorales y el “demócrata moderno” (si podemos llamarlo así), al igual que el “demócrata clásico” debe defender un gobierno mundial o ninguno en absoluto. Sobre la cuestión de la representación, es verdad que el demócrata moderno puede oponer con éxito a la democracia-televisor directa o incluso a la representación proporcional y recurrir a nuestro sistema actual de circunscripciones únicas. Pero se ve atrapado en un dilema distinto: si la única función de los votantes es elegir a los dirigentes ¿para qué tener un parlamento? ¿Por qué no votar periódicamente un jefe del ejecutivo, o presidente, y después dejarlo? Si el criterio es la eficiencia y el gobierno estable de solo partido durante la legislatura, un solo ejecutivo sería más estable que un parlamento, que siempre puede dividirse en grupos en conflicto y bloquear el gobierno. Por tanto, el demócrata moderno debe asimismo abandonar lógicamente la idea de un parlamento y decidirse por conceder todos los poderes legislativos al ejecutivo electo. Parece que ambas teorías sobre la democracia deben abandonar totalmente la idea de un parlamento representativo.

Además, el “demócrata moderno” que se burla de la democracia directa indicando que la gente no es inteligente o no está suficientemente informada para decidir sobre los complejos asuntos del gobierno, se ve atrapado en otra contradicción: supone que la gente es suficientemente inteligente o informada como para votar sobre la gente que tomará esas decisiones. Pero si un votante no es competente para decidir sobre los asuntos A, B, C, etc., ¿cómo podría estar cualificado para decidir si Mr. X o Mr. Y es más capaz para decidir sobre A, B o C? Para tomar esta decisión, el votante debería saber bastante sobre los asuntos y conocer suficientemente a las personas a quienes va a elegir. En resumen, probablemente debería saber más en una democracia representativa que en una directa. Además, el votante medio está necesariamente menos cualificado para elegir personas que decidan sobre asuntos que para votar esos mismos asuntos. Porque al menos puede entender los asuntos y estimar su relevancia, pero los candidatos son personas a quienes posiblemente no pueda conocer personalmente y, por tanto, de quienes esencialmente no sabe nada. Así que solo puede votarlos basándose en su “personalidad” externa, su encantadora sonrisa, etc., en lugar de en su competencia real; en consecuencia, por muy bien informado que esté el votante, su elección está casi obligada a ser menos inteligente bajo una república representativa que en una democracia directa.[260],[261]

Hemos visto los problemas que la teoría democrática tiene con el parlamento. También presenta dificultades para el poder judicial. En primer lugar, el mismo concepto de “justicia independiente” contradice la teoría de la regla de la democracia (sea clásica o moderna). Si el poder judicial es realmente independiente de la opinión popular, es que funciona, al menos en su propia esfera, como una dictadura oligárquica y no podríamos seguir denominando al gobierno como una “democracia”. Por otro lado, si el poder judicial se eligiera directamente por los votantes o lo nombrara los representantes de los votantes (ambos sistemas existen en Estados Unidos), difícilmente sería independiente. Si la elección es periódica o el nombramiento está sujeto a renovación, el poder judicial no sería más independiente del proceso político que cualquier otra rama del gobierno. Si el nombramiento es vitalicio, la independencia es mayor, aunque aun en este caso, si el parlamento fijara los fondos para los salarios de los jueces o decidiera sobre su jurisdicción, la independencia judicial se vería seriamente afectada.

No hemos acabado con los problemas y contradicciones de la teoría democrática y podemos ocuparnos del resto preguntándonos: ¿Por qué democracia, de todos modos? Hasta ahora hemos estado examinando diversas teorías sobre cómo deberían funcionar las democracias o qué áreas (como asuntos o gobernantes) deberían gobernarse mediante el proceso democrático. Ahora podemos preguntarnos acerca de las teorías que apoyan y justifican la propia democracia.

Una teoría, también de sabor clásico, es la de que la mayoría siempre o casi siempre tomará las decisiones moralmente correctas (sobre asuntos o personas). Como esto no es un tratado de ética, no podemos seguir tratando esta doctrina, excepto para decir que pocos siguen sosteniéndola hoy día. Se ha demostrado que el pueblo puede elegir democráticamente una amplia variedad de políticas y gobernantes y la experiencia de los últimos siglos ha minado, en buena medida, cualquier convicción que se pueda tener respecto de la inteligencia y la rectitud infalible del votante medio.

Quizá el argumento más común y convincente para la democracia no es que las decisiones democráticas sean siempre acertadas, sino que el proceso democrático permite un cambio pacífico del gobierno. Según el argumento, la mayoría debe apoyar algún gobierno, independientemente de su forma, si va a persistir como tal mayoría mucho tiempo, por lo que es mejor que ejerza este derecho pacífica y periódicamente que forzarle a derrocarlo a través de una revolución violenta. En resumen, se prefieren las votaciones como sustitutas de las balas. Un defecto de ese argumento es que olvida totalmente la posibilidad de que la mayoría desaloje al gobierno sin violencia a través de la desobediencia civil, es decir, el rechazo pacífico a obedecer las órdenes del gobierno. Esa revolución sería consistente con el fin último de este argumento de preservar la paz y aun así no requeriría una votación democrática[262].

Adicionalmente, hay otro defecto en el argumento del “cambio pacífico” en favor de la democracia, siendo este una grave contradicción que nunca se ha tenido en cuenta. Quienes han adoptado este argumento simplemente lo han usado para apoyar todas las democracias y ocuparse de inmediato de otras materias. No se han dado cuenta de que el argumento del “cambio pacífico” establece un criterio de gobierno que debe ser aceptable para cualquier democracia. Porque el argumento de que las elecciones sustituirían a las balas debe considerarse de una forma concreta: una elección democrática llevaría a los mismos resultados que se habrían producido si la mayoría hubiera tenido que batallar con la minoría en un combate violento. En resumen, el argumento implica que los resultados de la elección son lisa y llanamente un sustitutivo de un combate físico. Tenemos así un criterio de democracia: ¿Realmente produce los resultados que se habrían producido mediante una lucha civil? Si viéramos que la democracia, o cierta forma de democracia, lleva sistemáticamente a resultados muy alejados de esta “sustitución de las balas”, deberíamos rechazar la democracia o abandonar este argumento.

Por tanto, ¿cómo resulta la democracia, en general o en países concretos, cuando se le somete a un test respecto de su propio criterio? Como hemos visto, uno de los atributos esenciales de la democracia es que cada hombre tiene un voto[263]. Pero el argumento del “cambio pacífico” implica que cada hombre debe tener el mismo valor en un test de combate. ¿Es esto cierto? En primer lugar, es evidente que el poder físico no está distribuido por igual. En cualquier test de combate, las mujeres, los ancianos enfermos y los discapacitados tienen menos posibilidades. Por tanto, basándose en el argumento del “cambio pacífico” no hay justificación alguna para dar el voto a estos grupos físicamente débiles. Así que habría que negar el derecho de sufragio a todos los ciudadanos que no aprueben un test, no de alfabetización (que es poco relevante para la destreza en el combate), sino de estado físico. Además, sería indudablemente necesario dar más votos a quienes han recibido formación militar (como soldados y policías), pues es evidente que un grupo de combatientes altamente entrenado podría derrotar fácilmente a un grupo mucho más numeroso de aficionados de la misma robustez.

Además de ignorar las desigualdades del poder físico y la capacidad de combate, la democracia también falla en seguir los requerimientos de la tesis del “cambio pacífico” en otro aspecto. Este fallo deriva de otra desigualdad básica: la desigualdad de intereses o la intensidad de las creencias. Así, un 60% de la población puede oponerse a cierta política o partido político, mientras que solo un 40% lo apoya. En una democracia, esta última política o partido se verían derrotados. Pero supongamos que la gran mayoría del 40% son apasionados entusiastas de la medida o el candidato, mientras que la gran mayoría del 60% solo tiene un interés superficial sobre el asunto. En ausencia de democracia, más de los apasionados del 40% estarían dispuestos a realizar un test de combate que los del apático 60%. Y aun así, en una elección democrática, un voto de un apático, solo ligeramente interesado, compense el voto de un partidario apasionado. Por tanto, el proceso democrático distorsiona grave y sistemáticamente los resultados de un hipotético test de combate.

Es probable que ningún procedimiento de votación pueda evitar satisfactoriamente esta distorsión y servirnos como una especie de sustitutivo apropiado para las balas. Pero sin duda podría hacerse mucho para cambiar los procedimientos actuales de voto y acercarlos al criterio apropiado, y es sorprendente que nadie haya sugerido esas reformas. La tendencia de las democracias existentes, por ejemplo, ha sido facilitar el voto a la gente, pero esto viola directamente el test sustitutivo de las balas, porque ha sido incluso más fácil a los apáticos registrar sus votos y así distorsionar los resultados. Lo que se necesitaría, evidentemente, es hacer el voto mucho más difícil y así garantizar que solo votaría la gente más intensamente interesada. Un impuesto al voto moderadamente alto, no tan grande como para disuadir a los entusiastas que no puedan pagarlo, pero suficientemente grande como para disuadir a los indiferentes, sería muy útil. Las urnas deberían sin duda estar más alejadas: quien rechace viajar una distancia apreciable para votar, sin duda no hubiera luchado a favor de su candidato. Otro paso útil sería eliminar todos los nombres de las papeletas, haciendo así que los propios votantes escriban los nombres de sus favoritos. Este procedimiento no solo eliminaría el privilegio especial decididamente antidemocrático que el Estado da aquellos cuyo nombre escribe en las papeletas (frente a todas las demás personas), sino también haría que las elecciones se acercaran más a nuestro criterio, pues un votante que no conociera el nombre de su candidato difícilmente lucharía en las calles a su favor. Otra posible reforma sería abolir el secreto del voto. El voto se ha considerado secreto para proteger de posibles intimidaciones, pero el combate civil es especialmente territorio de los valientes. Sin duda, quienes nos fueran suficientemente valientes como para proclamar abiertamente su opción, no serían formidables luchadores en el test de combate.

Estas y sin dudas otras reformas serían necesarias para hacer que los resultados de las elecciones resultaran aproximarse a los de un combate al que se renuncia. Y aun así, si definimos la democracia incluyendo el voto igual, esto significa que la democracia sencillamente no puede alcanzar su propio criterio, deduciendo este del argumento del “cambio pacífico”. O si definimos a la democracia como el voto de la mayoría, no siendo este necesariamente igual, los partidarios de la democracia deberían estar a favor de: abolir el voto de las mujeres, los enfermos, los ancianos, etc.; votos múltiples para los entrenados militarmente; impuestos al voto; listas abiertas, etc. En cualquier caso, la democracia tal y como la conocemos, caracterizada por el voto igual para cada persona se contradice directamente con el argumento del “cambio pacífico”. Debe abandonarse uno de los dos: el argumento o el sistema.

Si los argumentos en favor de la democracia han resultado así ser un conglomerado de falsedades y contradicciones, ¿significa esto que la democracia debe abandonarse completamente, salvo que nos basemos en un juicio de valor puramente arbitrario e injustificado de que “la democracia es buena”? No necesariamente, pues puede considerarse a la democracia, no como un valor en sí misma, sino como un posible método para alcanzar otros fines deseables. El fin puede ser poner en el poder a cierto líder político o alcanzar políticas gubernamentales deseables. Después de todo, la democracia es simplemente un método de elegir gobernantes y asuntos y no sorprende que bien pueda valer en el sentido de que sirva como medio para otros fines políticos. Por ejemplo, los socialistas y libertarios, al tiempo que reconocen la inherente inestabilidad de las fórmulas democráticas, pueden favorecer la democracia como medio de llegar a una sociedad socialista o libertaria. Luego el libertario podría considerar a la democracia como un medio útil para proteger a la gente contra el gobierno o para avanzar en las libertades individuales[264]. Por tanto, la visión de cada uno de la democracia depende de su estimación en cada circunstancia.

APÉNDICE: EL PAPEL DE LOS GASTOS PÚBLICOS EN LAS ESTADÍSTICAS DEL PRODUCTO NACIONAL[265]

Las estadísticas del Producto Nacional se han venido utilizando ampliamente en los últimos años como reflejo del producto total de la sociedad e incluso para indicar el estado de “bienestar económico”. Estas estadísticas no pueden usarse para formular o probar teorías económicas, porque son una mezcla rudimentaria de datos brutos y netos y porque no hay un “nivel de precios” objetivamente mensurable que pueda usarse como “deflactor” apropiado para obtener estadísticas de algún tipo de producto físico agregado. Las estadísticas de producción nacional, sin embargo pueden ser útiles para el historiador económico al describir o analizar un periodo histórico. Aun así, inducen a grandes errores tal y como se usan actualmente.

La producción privada se evalúa a los valores de intercambio fijados por el mercado e incluso aquí aparecen dificultades. Sin embargo, el mayor problema aparece con la evaluación de papel del gobierno en su contribución al producto nacional. ¿Cuál es la contribución del gobierno al producto de la sociedad? Originalmente, los estadísticos que se ocupaban del producto nacional estaban divididos. Simon Kuznets evaluaba los servicios públicos igualándolos a los impuestos pagados, suponiendo que el gobierno es similar a la empresa privada y que sus recibos, como los de una empresa reflejan el valor estimado de mercado de ese producto. El error de tratar al gobierno como una empresa privada debería estar claro en este momento. Ahora se adopta generalmente el método del Departamento de Comercio de evaluar los servicios públicos como iguales a su “coste”, es decir, a los gatos en salarios a funcionarios y en compras de bienes a empresas privadas. La diferencia estriba en que el Departamento incluye todos los déficits gubernamentales en la “contribución” del gobierno al Producto Nacional. El método del Departamento de Comercio asume falsamente que la “producción” del gobierno se puede medir por lo que este gaste. ¿En qué puede basar esta suposición?

Realmente, como los servicios públicos no se contrastan con el libre mercado, no hay manera posible de medir la supuesta “contribución productiva”. Todos los servicios públicos, como hemos visto son monopolios y se suministran deficientemente. Está claro que si tienen algún valor, este es muy inferior al de su coste monetario. Además, tanto los ingresos fiscales como los procedentes del déficit público son cargas impuestas a la producción y debería reconocerse esta carga. Como las actividades del gobierno probablemente perjudiquen más que contribuyan a la producción, sería más adecuado hacer la suposición contraria: que el gobierno no contribuye en nada al Producto Nacional y sus actividades minan este y lo dirigen hacia usos improductivos.

Así que al usar estadísticas de “producción nacional”, debemos corregirlas por la inclusión de las actividades públicas en ellas. Del Producto Nacional Neto deducimos en primer lugar los “ingresos originados en el gobierno”, es decir, los salarios de funcionarios y dirigentes. También debemos deducir “ingresos originados en empresas públicas”. Son gastos corrientes o salarios de funcionarios en empresas públicas que venden su producto a un precio determinado. (Las estadísticas de renta nacional incluyen desafortunadamente estas cuentas en el sector privado en lugar de en el público). Esto nos deja el Producto Privado Neto o PPN. Del PPN debemos deducir lo que se lleve el gobierno para llegar al producto privado remanente en manos privadas o PPR. Lo que se lleva el gobierno es: (a) compras del gobierno a empresas privadas; (b) compras de empresas públicas a privadas y (c) transferencias corrientes[266]. El total de esta cantidad, dividida por el PPN, muestra el porcentaje de la producción privada que se lleva el gobierno. Una guía más simple para el impacto fiscal del gobierno en la economía sería deducir los gastos públicos totales del PNN (gastos iguales a los ingresos originados en el sector público, sumandos a la cantidad total que ya se ha llevado el gobierno). Esta cantidad sería una estimación del gravamen gubernamental sobre la economía.

Por supuesto, podría, en lugar de esto, deducirse del PNN los impuestos e ingresos de las empresas públicas y el resultado sería el mismo de acuerdo con el principio de partida doble, siempre que se deduzca el déficit gubernamental. Por otro lado, si hay un superávit en el presupuesto del gobierno, este debería deducirse, así como los gastos, pues también absorbe fondos del sector privado. En resumen, deberían deducirse del PNN o los gastos totales del gobierno o el total de sus facturas (en ambos casos, incluyendo las empresas públicas), la cantidad que sea mayor. Las cantidades resultantes llevarían a una aproximación al impacto de los asuntos fiscales del gobierno en la economía. Como hemos visto, una estimación más precisa compararía el total que se lleve el gobierno con el producto privado bruto.

Al restar los gastos públicos del Producto Nacional Bruto advertimos que las transferencias corrientes del gobierno están incluidas en esta deducción. El profesor Due discutiría este procedimiento basándose en que las actividades de transferencia no están incluidas en las cifras del Producto Nacional. Pero lo que hay que considerar es que los impuestos (y déficits) para financiar transferencias corrientes actúan drenando el Producto Nacional y por tanto deben restarse del PNN para fijar el PPR. Al calcular el tamaño relativo de la actividad pública respecto de la privada, Due advierte que la suma de gastos públicos no incluiría transferencias corrientes, que “solo cambian el poder de compra” sin gastar recursos. Aun así, ese “solo cambian” es tanto una carga para los productores como cualquier otro gasto gubernamental (al ser un cambio de la producción voluntaria a un privilegio creado por el Estado)[267].