Capítulo 2

FUNDAMENTOS DE LA INTERVENCIÓN

1. Tipos de intervención

Hasta ahora hemos contemplado una sociedad libre y un mercado libre, donde se suministra cualquier defensa necesaria ante ataques violentos a personas y propiedades no por parte del Estado, sino por empresas de defensa en un mercado competitivo. Nuestra tarea principal en este libro es analizar los efectos de los diversos tipos de intervención violenta en la sociedad y especialmente en el mercado. La mayoría de nuestros ejemplos se referirán al Estado, al ser este la única empresa que maneja la violencia a gran escala. Sin embargo, nuestro análisis es aplicable a cualquier individuo o grupo que realice un ataque violento. No nos importa si el ataque es “legal” o no, ya que vamos a realizar un análisis praxeológico, no legal.

Franz Oppenheimer realizó uno de los análisis más lúcidos de la distinción entre Estado y mercado. Apuntaba que hay fundamentalmente dos maneras de satisfacer los deseos de las personas: (1) mediante la producción y el intercambio voluntario con otros en el mercado y (2) mediante la apropiación violenta de la riqueza de otros[55]. Al primer método lo calificó Oppenheimer “los medios económicos” para la satisfacción de deseos; al segundo “los medios políticos”. El Estado se define mordazmente como la “organización de los medios políticos”[56].

Se necesita un término genérico para designar a un individuo o grupo que cometa violencia invasiva en la sociedad. Podemos llamarle interviniente, o invasor, quien interviene violentamente relaciones libres sociales o de mercado. El término se aplicaría a cualquier individuo o grupo que inicie una intervención violenta en las acciones libres de personas y propietarios.

¿Qué tipo de intervenciones puede realizar el invasor? En general, podemos distinguir tres categorías. En primer lugar, el que interviene puede obligar a un sujeto a hacer o no hacer determinadas cosas, cuando esas acciones implican directamente solo a la persona o propiedades del individuo. En resumen, restringe el uso de la propiedad del sujeto exclusivamente a dicho sujeto. A esto se le puede denominar intervención autística, pues cualquier acción concreta solo afecta directamente al mismo sujeto. En segundo lugar, el interviniente puede forzar un intercambio obligado entre el individuo y él, o un “regalo” obligatorio del sujeto a él. En tercer lugar, el invasor puede obligar o prohibir un intercambio entre un par de sujetos. El anterior puede denominarse una intervención binaria, ya que se establece una relación hegemónica entre dos personas (el interviniente y el sujeto); el último puede denominarse intervención triangular, ya que se crea una relación hegemónica entre el invasor y un par de intercambiantes o futuros intercambiantes. El mercado, por complejo que pueda ser, consiste en una serie de intercambios entre parejas de individuos. Por tanto, por muy vastas que sean las intervenciones, pueden resolverse en impactos unitarios en sujetos individuales o parejas de sujetos individuales.

Por supuesto, todos estos tipos de intervención, son subdivisiones de la relación hegemónica (la relación de mando y obediencia), en contraste con la relación contractual voluntaria de beneficio mutuo.

La intervención autística acaece cuando el invasor obliga a un sujeto sin recibir ningún bien o servicio a cambio. Tipos de intervención autística muy dispares son: homicidio, acoso y obligación o prohibición de homenaje, discurso u observancia religiosa. Aun cuando el intervieniente sea el Estado, que emite decretos a todos los miembros de la sociedad, ese decreto es en sí mismo una intervención autística, pues las líneas de fuerza, por llamarlas de alguna manera, irradian del Estado a cada uno de los individuos. La intervención binaria se produce cuando el invasor fuerza al sujeto a hacer un intercambio o un “regalo” unilateral de algún bien o servicio al invasor. Los atracos y los impuestos son ejemplos de intervención binaria, como el servicio militar y la participación obligatoria como jurado. El que la relación hegemónica binaria sea un “regalo” o un intercambio forzado no tiene en realidad gran importancia. La única diferencia es el tipo de coerción ejercida. Por supuesto, la esclavitud es normalmente un intercambio forzado, pues el propietario de esclavos debe proporcionar el sustento a sus esclavos.

Resulta curioso que quienes escriben sobre economía política solo han reconocido a la tercera categoría como intervención[57]. Es comprensible que la preocupación acerca de los problemas de la cataláctica haya llevado a los economistas a pasar por alto las categorías praxeológicas de acciones más amplias que quedan fuera de los nexos del intercambio monetario. A pesar de todo, son parte de la materia sujeto de la praxeología y deberían ser sujeto de análisis. Hay mucha menos excusa para que los economistas pasen por alto la categoría binaria de intervención. Incluso muchos economistas que pretenden defender el “libre mercado” y se oponen a las interferencias en este tienen una visión peculiarmente estrecha de la libertad y la intervención. Los actos de intervención binaria, como el servicio militar y la imposición de impuestos a la renta no son considerados en absoluto intervenciones ni interferencias en el libre mercado. Solo situaciones de intervención triangular, como los controles de precios, se consideran intervenciones. Se desarrollan curiosos esquemas en los que el mercado se considera como absolutamente “libre” y sin estorbos a pesar que haya un sistema regulado de impuestos obligatorios. Los impuestos (y el servicio militar) se pagan en dinero y entran en el nexo cataláctico, así como en el más amplio de la praxeología[58].

Al rastrear los efectos de la intervención, debe cuidarse de analizar todas sus consecuencias, directas e indirectas. Es imposible en el espacio de este libro seguir todos los efectos de cada una de las casi infinitas variedades posibles de intervención, pero puede hacerse un análisis suficiente de las categorías más importantes de intervención y las consecuencias de cada una. Por tanto, debe recordarse que los actos de intervención binaria tienen repercusiones triangulares definidas: un impuesto de la renta cambiará los patrones de intercambios entre sujetos respecto de los que hubiera habido en otro caso. Además, deben considerarse todas las consecuencias de un acto: no es suficiente, por ejemplo, realizar un análisis de “equilibrio parcial” de los impuestos y considerar un impuesto de forma totalmente separada del hecho de que el Estado gasta posteriormente lo ingresado fiscalmente.

2. Efectos directos de la intervención en la utilidad

A. INTERVENCIÓN Y CONFLICTO

El primer paso para analizar la intervención es contrastar el efecto directo en las utilidades de los participantes con el efecto en una sociedad libre. Cuando la gente es libre de actuar, siempre actúa de una forma que cree que maximizará su utilidad, es decir, le elevará a la máxima posición posible en su escala de valores. Su utilidad ex ante será maximizada, siempre que nos preocupemos por interpretar “utilidad” en su sentido ordinal y no cardinal. Cada acción, cada intercambio que se realiza en el libre mercado o, más en general, en una sociedad libre, se produce por el beneficio esperado de cada parte afectada. Si nos permitimos usar el término “sociedad” para describir el patrón de todos los intercambios individuales, podemos decir que el libre mercado “maximiza” la utilidad social, pues todos ganan en utilidad. Sin embargo, debemos tener cuidado de no considerar a la “sociedad” como un ente real que signifique algo distinto que una comunidad de todos los individuos.

La intervención coercitiva, por otro lado, significa per se que el individuo o los individuos forzados no habrían hecho lo que hacen sin la intervención. El individuo forzado a decir o no decir algo o a hacer o no hacer un intercambio con el interviniente o con cualquier otro cambia sus acciones a causa de la amenaza de violencia. El individuo forzado pierde en utilidad como consecuencia de la intervención, pues su acción se ha cambiado por su impacto. Cualquier intervención, sea autística, binaria o triangular causa que los sujetos pierdan en utilidad. En la intervención autística y binaria, cada individuo pierde en utilidad; en la intervención triangular, al menos uno y a veces ambos de los dos futuros intercambiantes pierden en utilidad.

Por el contrario, ¿quién gana en utilidad ex ante? Está claro que el interviniente, ya que en otro caso no habría intervenido. O bien gana en bienes intercambiables a expensas del sujeto, en caso de intervención binaria o bien, en intervenciones autísticas y triangulares, gana en cierto sentido de bienestar por imponer regulaciones a otros.

Así pues todas las situaciones de intervención, en contraste con el libre mercado, son casos en los que un grupo de hombres gana a costa de otros. En la intervención binaria, las ganancias y pérdidas son “tangibles” en forma de bienes y servicios intercambiables; en otras intervenciones, las ganancias con satisfacciones no intercambiables y las pérdidas consisten es verse obligados a realizar otros tipos de actividades menos satisfactorias (o incluso perjudiciales).

Antes del desarrollo de la ciencia económica, se pensaba que el intercambio y el mercado siempre beneficiaban a una parte a expensas de la otra. Esta es la raíz de la versión mercantilista del mercado. La economía ha demostrado que esto es una falacia, pues en el mercado ambas partes de un intercambio se benefician. Por tanto, en el mercado no puede haber explotación. Pero la tesis de un conflicto de intereses es cierta siempre que el Estado o la administración intervengan en el mercado. Pues en este caso el interviniente gana solo a expensas de sujetos que pierden en utilidad. En el mercado todo es armónico. Pero tan pronto como aparece y se establece la intervención, se crea un conflicto en el cada uno puede participar en la pelea por ser un ganador neto en lugar de un perdedor neto: por ser parte del equipo invasor, en lugar de una de las víctimas.

Es habitual hoy día afirmar que “conservadores” como John C. Calhoun “anticiparon” la doctrina marxista de la explotación de clase. Pero la doctrina marxista sostiene, erróneamente, que hay “clases” en el libre mercado cuyos intereses chocan y entran en conflicto. La opinión de Calhoun es prácticamente la contraria. Calhoun consideraba que era la intervención del Estado la que por sí misma creaba las “clases” y el conflicto[59]. Percibía esto particularmente en el caso de la intervención binaria de los impuestos. Pues veía que lo recaudado fiscalmente se usaba y gastaba y que algunas personas de la comunidad deben ser pagadoras netas de impuestos y otras receptoras netas. Calhoun definió a estas últimas como la “clase dirigente” de los explotadores y a las primeras como los “dirigidos” o explotados y la distinción es bastante convincente. Calhoun continúa brillantemente con su análisis:

Pocos como son, en comparación, los funcionarios y empleados del gobierno constituyen la porción de la comunidad que son los receptores exclusivos de lo recaudado fiscalmente. Cualquier cantidad que se tome de la comunidad en forma de impuestos, si no se pierde, va a ellos en forma de gastos o desembolsos. Ambos (desembolsos e impuestos) constituyen la acción fiscal del gobierno. Son correlativos. Lo que se toma de la comunidad bajo el nombre de impuestos se transfiere a la porción de la comunidad que es receptora de dichos desembolsos. Pero como los receptores constituyen solo una poción de la comunidad, de ello se sigue, poniendo juntas a las dos partes del proceso fiscal, que su acción debe ser desigual respecto de los pagadores de impuestos y los receptores de su recaudación. No puede ser de otra manera, salvo que lo que se recaude de cada individuo en forma de impuesto se le devuelva en forma de desembolso, lo que haría al proceso inútil y absurdo. (…)

Siendo así, debe deducirse necesariamente que alguna porción de la comunidad debe pagar en impuestos más de lo que recibe en desembolsos, mientras que otra recibe en desembolsos más de lo que paga en impuestos. Por tanto resulta manifiesto, al tomar el proceso en su integridad, que los impuestos deben ser, efectivamente, recompensas a esa porción de la comunidad que recibe en desembolsos más de lo que paga en impuestos, mientras que quienes pagan más en impuestos de lo que reciben en desembolsos están gravados en la realidad (son cargas en lugar de recompensas). Esta consecuencia es inevitable. Resulta de la naturaleza del proceso, por muy equilibrados que se fijen los impuestos. (…)

Por tanto, el resultado necesario de la acción fiscal desequilibrada del gobierno es dividir a la comunidad en dos grandes clases: una integrada por quienes realmente pagan impuestos y, por supuesto, corren en exclusiva la carga de soportar el gobierno y la otra, por quienes son receptores de lo recaudado a través de desembolsos y que son, de hecho, soportados por el gobierno; o, en pocas palabras, la divide en pagadores de impuestos y consumidores de impuestos.

Pero el efecto de esto es ponerse en relaciones opuestas en lo que se refiere a la acción fiscal del gobierno y toda la acción política conectada con ella. Pues cuanto mayores sean los impuestos y desembolsos, mayor la ganancia de unos y la pérdida de otros y viceversa (…)[60].

“Dirigentes” y “dirigidos” pueden aplicarse también a las formas de intervención gubernamental, pero Calhoun tenía bastante razón en centrarse en los impuestos y la política fiscal como piedra angular, ya que son los impuestos los que proporcionan recursos y dinero al Estado para que lleve a cabo sus múltiples otros actos de intervención.

Toda intervención del Estado se basa en la intervención binaria de los impuestos, incluso si el Estado no interviniera en ningún otro campo, los impuestos permanecerían. Como el término “social” solo puede aplicarse a cada individuo afectado, está claro que mientras que el libre mercado maximiza la utilidad social, ningún acto del Estado puede nunca incrementar esta. De hecho, la imagen del libre mercado es necesariamente de armonía y beneficio mutuo; la imagen de la intervención del Estado es de conflictos de casta, coerción y explotación.

B. DEMOCRACIA Y VOLUNTARIEDAD

Podría objetarse que todas estas formas de intervención no son realmente coercitivas, sino “voluntarias”, pues en una democracia están apoyadas por la mayoría del pueblo. Pero este apoyo es normalmente pasivo, resignado y apático más que entusiasta, sea el Estado una democracia o no[61].

Difícilmente puede decirse en una democracia que quienes no voten apoyan a los gobernantes y es imposible decirlo de los votantes del bando perdedor. Pero incluso quienes votaron por los ganadores bien pueden haberles apoyado simplemente como “el menor de dos males”. La cuestión es: ¿Por qué tienen que votar por algún mal? La gente no usa nunca estos términos cuando actúan libremente para sí mismos o cuando adquieren bienes en un mercado libre. Nadie piensa en su nuevo traje o su nuevo refrigerador como en un “mal” (mayor o menor). En estos casos la gente piensa que está comprando “bienes”, no apoyando resignadamente un mal menor. Lo que pasa es que el público nunca tiene la oportunidad de votar el propio sistema del Estado: están atrapados en un sistema en el que la coerción es inevitable[62].

Sea como sea, como hemos dicho, todos los Estados están apoyados por una mayoría, sea una democracia con voto o no, ya que en caso contrario no podrían continuar ejerciendo la fuerza contra una resistencia determinada de la mayoría. Sin embargo el apoyo puede reflejar simplemente apatía, quizás por la resignada creencia de que el Estado es una característica permanente aunque poco grata de la naturaleza. Como reza el dicho: “Nada es tan permanente como la muerte y los impuestos”.

Sin embargo, dejando aparte todos estos asuntos, e incluso concediendo que un Estado podría verse entusiásticamente apoyado por una mayoría, seguiríamos sin establecer su naturaleza voluntaria. Pues la mayoría no es la sociedad, no son todos. La coerción de la mayoría sobre la minoría sigue siendo coerción.

Como los Estados existen y son aceptados por durante generaciones y siglos, debemos concluir que una mayoría son al menos partidarios pasivos de todos los Estados, pues ninguna minoría puede gobernar mucho tiempo a una mayoría activamente hostil. Por tanto, en cierto sentido, toda tiranía es una tiranía mayoritaria, independientemente de las formalidades de la estructura gubernamental[63],[64]. Pero esto no cambia nuestra conclusión analítica del conflicto y la coerción como corolarios del Estado. El conflicto y la coerción existen, sin que importe cuánta gente coacciona a cuántos otros[65].

C. UTILIDAD Y RESISTENCIA A LA INVASIÓN

A nuestro análisis comparativo “bienestar-economía” del libre mercado y el Estado, podría objetarse que cuando las empresas de defensa eviten que un invasor ataque la propiedad de alguien, están beneficiando al propietario a expensas de una pérdida de utilidad por parte del supuesto invasor. Si las empresas de defensa imponen derechos en un mercado libre ¿no acaba resultando que el libre mercado implica igualmente una ganancia de unos a costa de la utilidad de otros (aunque estos otros sean invasores)?

Para responder podemos decir en primer lugar que el libre mercado es una sociedad en la que todos los intercambios son voluntarios. Puede entenderse mejor como una situación en la cual nadie agrede a ninguna persona o propiedad. En ese caso, es obvio que la utilidad de todos se maximiza en el libre mercado. Es el invasor, y no la existencia de la empresa de defensa, el que inflige pérdidas a sus conciudadanos. Una empresa de defensa sin que exista invasor sería simplemente un seguro voluntario contra ataques. La existencia de una empresa de defensa no viola el principio de máxima utilidad y continúa reflejando un beneficio mutuo para todos los afectados. El conflicto solo aparece con el invasor. Supongamos que el invasor está en proceso de cometer un acto de agresión contra Smith, por tanto, lesionando a Smith para beneficiarse. La empresa de defensa, acudiendo en ayuda de Smith, por supuesto lesiona la utilidad del invasor, pero lo hace solamente para compensar la lesión a Smith. Sí ayuda a maximizar la utilidad de los no criminales. El principio de conflicto y pérdida de utilidad aparece, no por la existencia de la empresa de defensa, sino por la existencia del invasor. Por tanto, sigue siendo cierto que la utilidad se maximiza para todos en el libre mercado, mientras que cuando hay interferencias invasivas en la sociedad, se ven infectadas por el conflicto y la explotación del hombre por el hombre.

D. EL ARGUMENTO DE LA ENVIDIA

Otra objeción sostiene que el libre mercado no incrementa en realidad la utilidad de todos los individuos, porque algunos pueden estar tan corroídos por la envidia del éxito de otros que como consecuencia pierden realmente en utilidad. Sin embargo, no podemos ocuparnos de utilidades hipotéticas separadas de una acción concreta. Solamente podemos, como praxeologistas, ocuparnos de utilidades que puedan deducirse del comportamiento concreto de los seres humano[66]. La “envidia” personal que no forme parte de una acción se convierte en pura nada desde el punto de vista praxeológico. Todo lo que sabemos es que ha participado en el libre mercado y hasta qué punto se beneficia de este. El cómo se sienta acerca de intercambios realizados por otros no puede manifestársenos salvo que cometa un acto invasivo. Aun cuando publique un panfleto denunciando estos intercambios, no tenemos ninguna prueba sólida de que no sea una broma o una mentira deliberada.

E. UTILIDAD EX POST

Por tanto, hemos visto que los individuos maximizan ex ante su utilidad en el libre mercado y que el resultado directo de una invasión es que la utilidad del invasor gana a costa de una pérdida en la utilidad de su víctima. ¿Qué pasa con las utilidades ex post? La gente puede esperar beneficiarse cuando toma una decisión pero ¿se benefician realmente de sus resultados? El resto de este libro se dedica en buena medida al análisis de las que podemos llamar consecuencias “indirectas” del mercado o de la intervención, complementando el análisis directo previo. Nos ocuparemos de las cadenas de consecuencias que solamente puedan percibirse a través del estudio y no sean visibles inmediatamente a primera vista.

Siempre puede haber errores en el camino del ante al post, pero el libre mercado está configurado de tal manera que este error se reduce al mínimo. En primer lugar, hay una prueba rápida y fácil de entender que indica al emprendedor, así como al que recibe el ingreso, si tiene éxito o fracasa en la tarea de satisfacer los deseos del consumidor. Para el emprendedor, que carga con el coste principal de ajustarse a los inciertos deseos del consumidor, la prueba es rápida y segura: pérdidas o ganancias. Grandes beneficios significan que está en el camino correcto; pérdidas, que sigue una vía errónea. Así, las pérdidas y ganancias estimulan rápidamente los ajustes a las demandas del consumidor y al mismo tiempo realizan la función de quitar el dinero de manos de los malos emprendedores y ponerlo en las de los buenos. El hecho de que prosperen y ganen capital los buenos emprendedores y de que los malos desaparezcan, asegura siempre un ajuste más suave del mercado a los cambios en las condiciones. Igualmente, en menor medida, los factores de tierra y trabajo se mueven de acuerdo con los deseos de sus propietarios hacia mayores ingresos y más factores productivos de valor se remuneran en la misma proporción.

También los consumidores toman riesgos propios de los emprendedores en el mercado. Muchos críticos del mercado, aunque aceptan reconocer el conocimiento de los emprendedores capitalistas, lamentan la ignorancia generalizada de los consumidores, que impide que obtengan la utilidad ex post que esperaban obtener ex ante. Típicamente, Wesley C. Mitchell tituló uno de sus famosos ensayos: “El arte retrógrado de gastar dinero”. El profesor Ludwig von Mises ha apuntado certeramente la paradójica posición de tantos “progresistas” que insisten en que los consumidores son demasiado ignorantes o incompetentes para comprar productos inteligentemente, al tiempo que alaban las virtudes de la democracia, donde la misma gente vota a políticos que no conocen y políticas difícilmente entienden.

De hecho, la realidad es precisamente la contraria de la ideología popular. Los consumidores no son omniscientes, pero tienen formas directas de adquirir conocimientos. Compran una determinada marca de cereales y no les gusta, no la vuelven a comprar. Compran cierto tipo de automóvil y no les gusta su rendimiento, se compran otro. En ambos casos comunican a sus amigos sus nuevos conocimientos. Otros consumidores acuden a organizaciones de consumidores, que pueden asesorarles por adelantado. En todo caso los consumidores tienen resultados directos de pruebas que les guían. Y la empresa que satisface a los consumidores se expande y prospera, mientras que la que no lo hace debe cerrar su negocio.

Por otro lado, votar a políticos y normas legislativas es una materia completamente diferente. No hay pruebas directas de éxito o fracaso en absoluto, ni pérdidas y ganancias, ni consumo satisfactorio o insatisfactorio. Con el fin de comprender las consecuencias, especialmente las indirectas de las decisiones gubernamentales, es necesario entender una cadena compleja de razonamiento praxeológico, que se desarrollará en este libro. Muy pocos votantes tienen la capacidad o el interés en seguir ese razonamiento, particularmente, como apunta Schumpeter, en situaciones políticas. Pues en estas situaciones políticas, la diminuta influencia que una persona tiene en los resultados, así como la apariencia de lejanía de las acciones, inducen a la gente a perder el interés por los problemas políticos o su argumentación[67]. A falta de pruebas directas de éxito o fracaso, el votante tiende a elegir, no aquellos políticos cuyas medidas tienen más posibilidades de tener éxito, sino a aquellos con la habilidad de “vender” su propaganda. Sin comprender las cadenas lógicas de deducción, el votante medio nunca será capaz de descubrir los errores del dirigente. Así, supongamos que el gobierno aumenta la oferta monetaria, causando una inevitable alza en los precios. El gobierno puede acusar de esta subida a los malvados especuladores o a los mercados negros extranjeros y, salvo que el público sepa de economía, no será capaz de ver las falacias de los argumentos del dirigente.

Resulta curioso que aquellos escritores que se quejan de las vilezas y tretas de la publicidad no dirijan sus críticas a la publicidad de las campañas políticas, donde sus acusaciones resultarían relevantes. Como indica Schumpeter:

La imagen de la mujer más bella del mundo resulta inútil a largo plazo para mantener las ventas de un mal cigarrillo. No hay una protección equivalente en el caso de las decisiones políticas. Muchas decisiones de importancia vital son de una naturaleza que hace imposible que el público experimente con ellas a su antojo y con un coste moderado. Sin embargo, aunque esto sea posible, en general no es tan sencillo hacerse una opinión como en el caso del cigarrillo, porque los efectos son menso fáciles de interpretar[68].

Puede objetarse que aunque el votante medio puede no ser competente para decidir sobre normas que requieran de una cadena de razonamiento praxeológico para decidir sobre ellas, sí es competente para elegir a los expertos (los políticos y burócratas) que decidan sobre esos asuntos, igual que los individuos pueden elegir a sus expertos privados en numerosos asuntos. Pero de lo que se trata es precisamente de que en el gobierno el individuo no puede probar directa y personalmente el éxito o fracaso del experto contratado, como hace en el mercado. En el mercado, los individuos tienden a apoyarse en los expertos cuyos consejos han resultado tener más éxito. Los buenos doctores o abogados cosechan recompensas en el mercado libre, al tiempo que los malos fracasan: los expertos contratados privadamente tienden a florecer en proporción a la habilidad demostrada. En el gobierno, por el contrario, no hay nada que pruebe concretamente el éxito del experto. En ausencia de esa prueba, no hay forma por la que el votante pueda evaluar el verdadero conocimiento del hombre al que debe de votar. Esta dificultad se agrava en las elecciones modernas, donde los candidatos están de acuerdo en todos los asuntos fundamentales. Como los asuntos, después de todo, son susceptibles de razonamiento, el votante puede, si así lo desea y tiene capacidad para ello, aprender y decidir sobre ellos. Pero ¿qué puede un votante, incluso el más inteligente, conocer acerca del verdadero conocimiento o competencia de cada uno de los candidatos, especialmente cuando en las elecciones se esquilan prácticamente todos los asuntos importantes? El votante solamente puede recurrir a lo externo y empaquetado de las “personalidades” o imágenes de los candidatos. El resultado es que al votar puramente a los candidatos hace que este sea aun menos racional que las votaciones en masa sobre los propios asuntos.

Además, el propio gobierno contiene mecanismos inherentes que llevan a malas elecciones de expertos y funcionarios. Por una razón: el político y el gobierno reciben sus ingresos, no por un servicio voluntariamente contratado en el mercado, sino por una leva obligatoria en la población. Por lo tanto, esos funcionarios no tienen un incentivo pecuniario para preocuparse por servir adecuada y competentemente al público. Es más, el criterio vital de “aptitud” es muy diferente en el gobierno que en el mercado. En el mercado, los más aptos son los más capaces de servir a los consumidores; en el gobierno, los más aptos son los más dispuestos a ejercer la coerción o los más hábiles en hacer apelaciones demagógicas a los votantes.

Otra diferencia crítica entre la acción del mercado y la votación democrática es esta: el votante tiene, por ejemplo, solamente una cincuentamillonésima parte del poder de elección de sus futuros gobernantes, que a su vez tomarán decisiones vitales que le afectarán, sin poder de control ni estorbos hasta la próxima elección. En el mercado, por el contrario, el individuo tiene el poder soberano absoluto para tomar las decisiones que afecten a su persona o propiedad, no un simple y distante cincuentamillonésimo poder. En el mercado el individuo está constantemente manifestando su elección de comprar o no comprar, vender o no vender, en el curso de decisiones absolutas relativas a su propiedad. El votante, al votar a un candidato en particular, solo muestra una preferencia relativa sobre uno o dos potenciales gobernantes, debe hacerlo dentro del marco de una regla coercitiva de que, vote o no, uno de esos hombre el gobernará durante los siguientes años[69].

Así pues, vemos que el libre mercado tiene un mecanismo sencillo y eficiente para convertir la utilidad anticipada ex ante en realizada ex post. El libre mercado también maximiza ex ante la utilidad social. Por el contrario, en la acción política no existe este mecanismo; de hecho, el proceso político conlleva una tendencia a retrasar y desbaratar la realización de cualquier ganancia esperada. Además, la divergencia entre ganancias ex post a través de gobierno y a través del mercado es incluso mayor que esta, pues descubriremos que en cualquier circunstancia de intervención del gobierno, las consecuencias indirectas serán tales que harán que la intervención aparezca como peor a los ojos de muchos de sus partidarios originales. En resumen, el libre mercado siempre beneficia a todos sus participantes y maximiza la utilidad social ex ante; asimismo tiende a hacerlo ex post, ya que favorece la rápida conversión de anticipaciones en realizaciones. Con la intervención, un grupo gana directamente a expensas de otro y por tanto la utilidad social no puede incrementarse. La consecución de objetivos se bloquea más que facilita y, como veremos, las consecuencias indirectas son tales que muchos de los mismos intervinientes acabarán perdiendo utilidad ex post. El resto de este trabajo se dedica en buena parte a mostrar las consecuencias indirectas de varias formas de intervención gubernamental.