Como nunca había llevado a cabo un aterrizaje forzoso a propósito, el plan de Sam consistía en una combinación de instinto y buen dominio de la física. Al viajar a treinta nudos —aproximadamente cincuenta y cuatro kilómetros por hora—, el Ikarus tenía suficiente energía cinética para arrojar a todos sus pasajeros violentamente hacia delante contra sus cinturones de seguridad, pero no lo bastante para hacer que el hidroavión volcara.
El impacto también bastó para arrancar el asiento del pasajero y el trasero de los soportes que Sam había aflojado antes de despegar de la pista de aterrizaje.
El secuaz de Rivera sentado en el asiento del pasajero, que tenía el cinturón desabrochado, se vio impulsado de cabeza contra el parabrisas, se partió el cuello y murió. Rivera, que seguía con el cinturón abrochado, salió despedido hacia delante y se estrelló contra la parte de atrás del asiento del pasajero, mientras que Sam, aferrando el saco de dormir por delante de la cara y el pecho, chocó contra el panel de instrumentos. En el asiento trasero, el impacto de Remi quedó amortiguado por dos sacos de dormir. Ella fue la primera en volver en sí después del impacto.
Se desabrochó el cinturón de seguridad y se inclinó hacia delante entre los asientos. Agarró a Sam por los hombros y lo echó hacia atrás con cuidado. En la cabina entraba agua a chorros por el agujero que había dejado el hombre de Rivera en el parabrisas. El Ikarus, que ya tenía el morro hundido en el agua, empezó a inclinarse hacia delante con el peso del motor, levantando la cola del agua.
—¡Sam! —gritó Remi—. ¡Sam!
Él abrió los ojos de golpe. Parpadeó unas cuantas veces y miró a su alrededor.
—¿Ha dado resultado? —preguntó.
—Los dos estamos vivos. Yo diría que ha sido un éxito.
—¿Y Rivera?
Remi miró a Rivera, que se hallaba desplomado hacia delante, doblado por la cintura.
—Está inconsciente o muerto. Ni lo sé ni me importa. Tenemos que pensar en salir, Sam.
—¿Qué tal ahora mismo?
—¡Genial!
Sam apoyó los pies contra el panel de instrumentos, luchando contra la gravedad, y apretó el botón para desenganchar el cinturón de seguridad. Intentó abrir la puerta. No cedía. Lo intentó otra vez.
—La puerta está atascada. Prueba la puerta del lado de Rivera.
—La tiene tapada.
Sam apretó con las piernas y arqueó la espalda, deslizando la parte superior de su cuerpo en el asiento trasero.
—Coge su cinturón.
Remi apretó el botón para desabrocharlo. Rivera se deslizó hacia delante sobre las manos extendidas de Sam, quien dejó que la gravedad hiciera el resto, y Rivera cayó de bruces contra los restos del asiento del pasajero y su amigo muerto.
Remi se arrastró a través del asiento y agarró la manija de la puerta.
—¿Estás listo?
—Cuando tú digas.
—¡Respira hondo!
Remi abrió la puerta por la fuerza. Un torrente de agua entró en la cabina. Dejaron que ésta se llenara, y acto seguido Remi salió nadando. Sam estaba cruzando la puerta cuando se paró y se dio la vuelta. Se colocó en el asiento delantero y empezó a palpar el suelo con las manos. Debajo de la bota del muerto encontró lo que estaba buscando: la pistola semiautomática que el hombre había estado sosteniendo. Se la metió en el cinturón.
Volvió a salir y se dirigió a la superficie moviendo los pies. Emergió al aire libre al lado de Remi. A tres metros a su derecha, la cola del hidroavión sobresalía del agua.
—No se hunde —dijo Remi.
—Probablemente haya una bolsa de aire en la cola. Voy a volver para ver qué puedo recuperar. Mi plan no incluía esa parte. Te veré en la playa.
Sam se llenó los pulmones de aire, se dio la vuelta y se zambulló. Agarró el borde anterior del ala con la mano y se impulsó a través del fuselaje antes de entrar por la puerta.
Se detuvo.
Rivera había desaparecido. Sam miró la sección de cola, no vio nada y revisó el asiento delantero. Vio un movimiento por el rabillo del ojo y volvió la cabeza. Una sombra se dirigió a toda velocidad hacia su cara. Notó algo duro que le golpeó en la frente. El dolor le nubló la visión hasta que todo se oscureció.
—¡Sam! —oyó a lo lejos. La voz se apagó y luego volvió—. ¡Sam!
Notó unas manos en su cara. Reconocía ese tacto: Remi.
Abrió los ojos haciendo un esfuerzo. Su mujer estaba inclinada sobre él, con su cabello castaño rojizo goteando sobre su cara. Remi sonrió.
—¿Cuántos dedos tengo levantados?
—Muy graciosa. Ninguno. Estoy bien. Ayúdame a incorporarme.
—Quédate quieto. Tienes un corte muy feo en la frente.
—Rivera… ¿Dónde está…?
—Estoy aquí, señor Fargo.
Sam echó la cabeza atrás. A tres metros de distancia, un Rivera invertido estaba de pie en la playa de arena negra.
—Maldita sea —murmuró Sam—. Lo reconozco, Rivera, es usted un cabrón de lo más duro.
Sam se apoyó en los codos y acto seguido se incorporó con la ayuda de Remi. Se dio la vuelta. Rivera se encontraba en mal estado: tenía la nariz rota, un ojo tan hinchado que no podía abrirlo y el labio inferior partido. Sin embargo, sostenía la pistola en su mano derecha con gran firmeza.
—Y usted es más listo de lo que le conviene —dijo Rivera—. En cuanto se encuentre mejor los mataré a usted y a su mujer.
—Puede que haya intentado matarle, pero no le he mentido con respecto a este sitio. Podría estar equivocado, pero no lo creo.
—Bien. Les mataré a los dos y luego buscaré la entrada. La isla no es tan grande.
—Ahora no parece gran cosa, pero cuando se meta en la selva se volverá mucho más grande. Podría llevarle meses encontrarla.
—¿Y a usted cuánto le llevaría?
Sam consultó su reloj.
—Ocho horas desde que entremos en la caldera.
—¿Cómo lo sabe con tanta exactitud?
—Solo es una estimación.
—¿Está intentando ganar tiempo?
—En parte. Nosotros tenemos tantas ganas como usted de encontrar Chicomoztoc. Puede que más. Simplemente tenemos una motivación distinta a la suya.
—Le daré cuatro horas.
Rivera se levantó.
Remi ayudó a Sam a ponerse en pie. Él se apoyó en ella como si estuviera mareado.
—Me duele la cabeza —dijo en voz alta. Acto seguido susurró a Remi al oído:
—Tenía una pistola.
Ella sonrió.
—La tenías. Ahora la tengo yo.
—¿En la cintura?
—Sí.
—Si se te presenta la oportunidad, dispárale.
—Con mucho gusto.
—Yo intentaré distraerlo.
Después de haberse curtido a lo largo de las últimas semanas, primero en Madagascar y luego en Pulau Legundi, Sam y Remi encontraron la caminata por la boscosa pendiente de la isla relativamente cómoda. Sin embargo, Rivera avanzaba con esfuerzo. Su nariz rota le obligaba a respirar por la boca, y cojeaba. Aun así, se notaban sus años de soldado. Seguía el paso de los Fargo, manteniendo una distancia de tres metros entre ellos y su pistola.
Por fin llegaron a la cumbre. Debajo de ellos, las pendientes de la caldera descendían treinta metros hasta el fondo del valle. La forma cóncava, que había hecho de embudo de la lluvia durante siglos, había permitido que los árboles y la vegetación crecieran más deprisa que sus parientes del exterior.
—Y ahora ¿qué? —preguntó Rivera.
Sam dio la vuelta sobre sí mismo, orientándose.
—Mi brújula estaba en el avión, así que tendré que calcularlo aproximadamente… —Sam se dirigió a la derecha, abriéndose paso con cuidado entre los árboles otros quince metros, y se detuvo—. Debería estar por aquí.
—¿Aquí?
—Debajo de nosotros.
—Explíquese.
—Y después nos disparará. No, gracias.
La boca de Rivera se tensó en una fina línea. Sin apartar los ojos en ningún momento de los de Sam, Rivera movió la pistola ligeramente hacia la derecha y apretó el gatillo. La bala atravesó la pierna izquierda de Remi. Ella gritó y se desplomó. Rivera apuntó de nuevo a Sam con la pistola y lo detuvo en pleno paso.
—Déjeme ayudarla —dijo Sam.
Rivera echó un vistazo a Remi. Sus ojos se entornaron. Se acercó cojeando a donde ella estaba tumbada, se agachó y cogió la pistola que se le había caído de la cintura. Rivera retrocedió.
—Ya puede ayudarla.
Sam corrió junto a ella. Remi le agarró con fuerza la mano, mientras cerraba los ojos para contener el dolor. Sam se palpó los bolsillos, sacó un pañuelo y lo presionó contra la herida.
—¿Me prestará ahora toda su atención? —dijo Rivera.
—Sí, maldita sea.
—La bala le ha dado en el músculo cuádriceps. No morirá desangrada y, a menos que se quede aquí más de un par de días, hay pocas posibilidades de que se le infecte. Entre estas dos pistolas, tengo treinta balas. Empiece a colaborar o seguiré disparando.