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Sur de Sulawesi

Sam ladeó suavemente el Ikarus y empezó a reducir la altitud preparándose para aterrizar. Abajo y a la derecha, la pista de aterrizaje apareció entre la bruma. Sam alineó el morro con ella, descendió a través de una capa de nubes, realizó unos últimos ajustes y tocó tierra. Rodó por la pista hacia el trío de cobertizos metálicos que había en el borde del asfalto y siguió las indicaciones de un miembro del personal de tierra hasta la estación de bombeo de combustible. Sam apagó el Ikarus y salió. Como Selma ya había hecho todo el papeleo, solo tuvo que rellenar un impreso. Lo hizo y a continuación rodeó el cobertizo. Marcó asterisco, seis, nueve.

—Está apurando al máximo —dijo Rivera.

—Solo me quedan unos sesenta segundos en el teléfono. ¿Está ya en el lugar?

—Estamos a diez minutos.

—Déjeme hablar con mi mujer.

—Dígame la situación de Chicomoztoc y haré lo que me pide.

—No hasta que esté delante de ella.

—Está desafiando a la suerte —dijo Rivera.

—Y usted ya ha revelado sus intenciones. Usted mismo dijo que no dejaría que siguiéramos vivos. Si quiere saber dónde está Chicomoztoc, éstas son mis condiciones. Que se ponga.

La voz de Remi sonó por el teléfono.

—¿Sam?

—¿Estás bien?

—Sí. ¿Dónde estás?

—Cerca. Aguanta.

Rivera volvió a ponerse al aparato.

—Le estaremos esperando.

La llamada se cortó.

Diez minutos más tarde, Sam estaba de nuevo en el aire con rumbo sudeste hacia la isla de Selayar. Al cabo de otros veinte minutos, descendía otra vez a través de las nubes. Abajo, el mar era de un azul apagado. Tomó una trayectoria horizontal a seiscientos metros y siguió la línea de la costa hasta que apareció el extremo sudeste de la isla. Aterrizó a varios cientos de metros de la costa y se deslizó hacia la playa. A un lado de un camino de tierra había un par de todoterrenos Isuzu. Cuando los patines del Ikarus tocaron la arena, las puertas de los todoterrenos se abrieron y salieron Rivera, Remi y tres hombres de Pulau Legundi.

Sam apagó el motor, salió al pontón y se dirigió a la playa andando con dificultad.

—Registradlo —ordenó Rivera. Uno de los hombres cacheó a Sam y a continuación retrocedió y negó con la cabeza—. Registrad también el avión.

—Me gustaría abrazar a mi mujer —dijo Sam.

—Adelante.

Sam dejó que Remi se acercara, con la esperanza de que Rivera le permitiera situarse fuera del alcance del oído.

—Así está bien —dijo.

Sam y Remi se abrazaron.

—Colócate en el asiento número tres —susurró él—. Coge el saco de dormir y estate preparada.

Pese a lo críptico de aquel mensaje, Remi simplemente contestó:

—De acuerdo.

Se separaron. Sam le dedicó una sonrisa tranquilizadora, y ella retrocedió junto a Rivera. El hombre al que Rivera había mandado que registrara el avión llegó a tierra vadeando.

—No hay nada a bordo. Ninguna arma. Solo sacos de dormir, mantas y material de acampada.

—Por si tenemos que hacer noche.

—Ese avión es una reliquia —dijo Rivera—. ¿Seguro que nos llevará a donde vamos?

—Ni de lejos —contestó Sam—, pero es lo que se consigue con un plazo de veinticuatro horas. Si lo prefiere, podemos cancelar el viaje.

—No, iremos.

—Solo puedo llevar a tres personas.

—Bien. ¿Cuál es nuestro destino?

—Una bahía de la costa oriental. Que yo sepa, ni siquiera tiene nombre. Tardaremos dos horas y media.

—Si alguien nos está esperando, les dispararé a los dos.

—Y morirán en el accidente resultante —respondió Sam—. Debo reconocer que tiene cierto atractivo.

—Sé pilotar un avión como usted saber pilotar un helicóptero. En marcha.

Sam debería haber compensado mejor la eficacia del Ikarus. Pasaron casi tres horas hasta que la línea de la costa apareció a través del parabrisas. Llevó a cabo una lista abreviada de comprobaciones e inició el descenso. Ladeó el avión suavemente hacia el norte y apuntó con el morro a la desembocadura de la bahía con forma de medialuna. En el asiento trasero, al lado de Remi —quien, tal como le había mandado Sam, se había colocado en el asiento situado detrás del de su marido—, Rivera se inclinó hacia delante para ver mejor.

—Es una bahía pequeña —comentó.

—Cuatrocientos metros de anchura en la desembocadura y un kilómetro y doscientos metros en la parte más ancha. Seis islas.

—¿Y está seguro de que Chicomoztoc es una de ellas?

—En ningún momento he dicho que lo estuviera. Es mi mejor estimación en base a todo lo que sabemos. Me parece que se olvida de que mi mujer y yo hemos conseguido en unas semanas lo que ustedes no han logrado en casi una década.

—Felicidades con retraso —dijo Rivera—. ¿Cómo la ha encontrado?

—Es una larga historia, pero dentro de poco verá la guinda del pastel. La pregunta es: ¿la reconocerá?

Sam descendió a trescientos metros de altura, pasaron entre unos cabos y llegaron a la bahía.

—¿Dónde está? —preguntó Rivera.

—Paciencia.

Un minuto más tarde, Sam ladeó ligeramente el morro de forma que la isla densamente poblada de árboles se viera bajo el ala de estribor.

—Por la ventana lateral —dijo.

Rivera se inclinó hacia un lado y miró abajo.

—¿Esto es todo? —preguntó con incredulidad—. Es diminuta.

—Doscientos setenta metros de ancho y sesenta metros de altura por encima del nivel del agua.

—No es lo bastante grande para ser una isla.

—Un islote, entonces. En cualquier caso, es lo que ha estado buscando.

—¿Por qué el centro es cóncavo?

—Se llama caldera. Está buscando un volcán extinto —contestó Sam—. Todavía no la ve, ¿verdad?

—¿Ver qué?

—¿Remi?

Rivera asintió con la cabeza, y Remi se inclinó por encima de su hombro y miró por la ventana.

—Entorna los ojos. Piensa: «una flor hueca».

Remi sonrió de oreja a oreja.

—La has encontrado, Sam.

—Dentro de poco lo averiguaremos. ¿La ve ya, Rivera?

—No.

—¿Conoce la ilustración tradicional que representa Chicomoztoc? Imagínese esa ilustración vista desde arriba. Ahora imagínese las puntas de la isla redondeadas y más pronunciadas.

Instantes más tarde, Rivera murmuró:

—La veo. Increíble. ¡Increíble! ¡Baje!

—¿Está seguro?

—¡Sí, maldita sea, baje!

—Lo que usted diga.

Al pasar a sesenta metros de altura, Sam ladeó el Ikarus por última vez, siguiendo la línea de la costa oriental hasta que el morro del hidroavión apuntó otra vez al norte. Treinta segundos más tarde, los pontones besaron la superficie del agua; el fuselaje del Ikarus vibró, y las ventanas hicieron ruido. Sam mantuvo el morro ligeramente elevado, dando brincos sobre la superficie conforme la velocidad disminuía.

Observó cómo la aguja bajaba a sesenta nudos y luego a cincuenta. Cuando pasó por debajo de cuarenta, dijo:

—Remi, ¿cuántos sacos de dormir tenemos?

Ella se inclinó hacia delante en su asiento, cogió el montón de sacos y los colocó sobre su regazo.

—Tres.

—Yo tengo otro —contestó Sam, señalando el saco relleno situado entre su asiento y el del pasajero—. Rivera, ¿cuántos tiene usted?

—¿De qué demonios está hablando?

Sam dirigió la vista rápidamente al panel de instrumentos.

La aguja marcaba treinta y cinco nudos. Se volvió hacia el hombre sentado en el asiento del pasajero.

—¿Y usted?

El hombre abrió la boca para contestar, pero las palabras no llegaron a brotar de ella. Con un movimiento fluido, Sam bajó la mano derecha en diagonal, apretó el botón que desabrochaba el cinturón de seguridad del hombre y acto seguido cogió el saco de dormir, se lo llevó al pecho y empujó la palanca de mando hacia delante.

El Ikarus capotó y se estrelló contra el agua.