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Veintidós horas más tarde, sur de Sulawesi

Los ojos de Sam escudriñaban los indicadores, comprobando la velocidad aérea, la altitud, la presión del aceite, el combustible… Como el resto de las cosas a bordo del avión, las pocas etiquetas del panel de instrumentos que no se habían borrado estaban en serbio.

El hidroavión Ikarus Kurir, pintado de un feo tono azul grisáceo, tenía sesenta años; un desecho de la fuerzas aéreas yugoslavas. Entraba aire por las ventanas, el motor golpeteaba, los pontones con ruedas estaban muy abollados, y los controles estaban tan gastados que había un retraso de dos segundos entre el momento en que pisaba los pedales y la respuesta del avión.

En su vida había sido más feliz con un avión.

A mil seiscientos kilómetros al este de Yakarta, el Ikarus era el único hidroavión que se podía alquilar, comprar o robar… y, mientras no se estrellara durante la siguiente hora, lo llevaría hasta Remi. Si seguían con vida las siguientes horas o días dependería en gran medida de la credibilidad del plan de última hora que él y Selma habían tramado.

En cuanto la lancha motora de Rivera había desaparecido, Sam había recogido la estatuilla del maleo, había cogido su mochila y había elegido entre sus cosas solo lo imprescindible. Las cartas de Blaylock iban dentro de una bolsa de plástico con cierre hermético. La travesía a nado de vuelta al pinisi le llevó poco menos de siete minutos; el trayecto en barco hasta la civilización más próxima en la costa oriental de Lampung Bay, unos insoportables noventa minutos. Una vez en tierra y lejos de la playa, recorrió a paso ligero un kilómetro y medio por un camino sin asfaltar hasta una serie de cobertizos de metal semicilíndricos en las afueras de una granja industrial. Consiguió que le dejaran entrar en la oficina de la planta y usar un teléfono, y llamó a Selma, quien lo escuchó y luego dijo:

—No es suficiente tiempo.

—Lo sé, pero es lo único que tenemos.

—¿Deberíamos llamar a Rube?

—No. No hay nada que él pueda hacer en este tiempo. Que Pete y Wendy me consigan un vuelo a Yakarta.

—Ahora mismo.

—Dime cuál es la situación. ¿Qué sabemos?

—Prácticamente nada.

Cinco horas después de partir de Pulau Legundi, Sam aterrizó en Yakarta. Se registró en el hotel más cercano que disponía de conexión Wi-Fi y alquiler de ordenadores portátiles, y retomó la conversación telefónica con Selma.

—Me da igual si acertamos con la localización —dijo Sam—. Solo necesito poder vendérsela a Rivera y convencerle de que tenemos que reunimos.

—Podría crear pruebas falsas. Wendy podría retocar algo con Photoshop…

—Como último recurso. —Sam miró su reloj—. Vamos a dedicar seis horas a considerar todas las opciones que tenemos. Si no llegamos a ninguna parte, seguiremos tu plan. Recapitulemos: Orizaga se marchó sin rumbo, es de suponer que en busca de Chicomoztoc. ¿Se quedó en Sumatra?

—No lo sabemos.

—Tanto él como Blaylock estaban obsesionados con el maleo. Orizaga dijo que reconocería Chicomoztoc cuando encontrara un «criadero de grandes pájaros». Tenía que referirse al maleo, ¿no?

—Parece probable.

—¿Dónde se encuentran los maleos?

—Están en la lista de especies en peligro de extinción. Solo viven en las islas de Sulawesi y de Buton.

—¿Y hace quinientos años?

—No lo sé.

—Que Pete y Wendy hagan una lista de expertos en maleos.

—Ni siquiera sabemos si tal cosa existe.

—Hay expertos en todo. Preguntad por criaderos, concentraciones, migración… Bueno, volvamos a Sulawesi: es donde vivían los malgaches antes de emigrar a Madagascar, y encontramos la canoa de Blaylock en Madagascar. Eso son dos votos para Sulawesi. ¿Qué sabemos de Sulawesi antes del siglo VI?

Sam oyó un crujido de papel.

—Los asentamientos humanos se remontan a treinta mil años antes de Cristo. Se cree que formaban parte de un istmo entre Australia y Nueva Guinea…

—Más recientemente —dijo Sam.

—He investigado muy a fondo durante los últimos días, pero he encontrado muy poca información sobre el siglo XVI, cuando llegaron los portugueses.

—¿Y el idioma o el arte? ¿Alguna similitud con los aztecas o los protoaztecas de Blaylock?

—Wendy está investigando, pero nos encontramos con el mismo problema: exceptuando unas cuantas ciudades, Sulawesi está compuesta de miles de kilómetros cuadrados de selva tropical, volcanes apagados y poco más. Hay lugares de la isla que nunca han sido explorados. Existe muy poco acceso a Internet, y todavía menos colecciones de arte on-line. Si tuviéramos unas semanas más…

—Pero no las tenemos. Haz todo lo que puedas. Si encuentras algo que parezca azteca, aunque sea remotamente, márcalo.

—Sam, tiene que tomarse un respiro.

—Cuando haya recuperado a Remi. Volvamos a la canoa. Tienes el informe del laboratorio. Recuérdame lo que sabemos sobre los materiales utilizados.

—La madera utilizada es de durián. No sabemos dónde hay en la actualidad. Estoy investigando dónde pudieron haber crecido antes del siglo VI. Y lo mismo con el resto de los materiales: el árbol gomero, la hoja de pandano, la palma de paraguas…

—A ver si lo adivino: tampoco hay muchos expertos sobre el tema.

—No que yo haya podido encontrar.

—¿Y las cartas de Blaylock?

—Las hemos descifrado todas. A menos que haya un código oculto detrás del código, no contienen nada más. Y eso también vale para el diario. ¿Qué hay de las cartas a Constance que encontraron en el Shenandoah?

—No están en clave. Las dos primeras cartas tratan del viaje al estrecho de Sundra. La última probablemente fue escrita poco antes de que Blaylock muriera. Podrás leerla cuando volvamos a casa. Le dice a Constance que desearía haber regresado a casa para casarse con ella.

—Qué triste. ¿Y la estatuilla del maleo?

—Podría ser de esmeralda, de jade o de multitud de piedras preciosas que no conozco. Buscaré minerales característicos de Sulawesi, pero no creo que vaya a resolver el enigma. Necesitaré acceso a nuestro servidor para poder estudiarlo todo desde aquí.

—Claro, déme diez minutos.

—Bien, gracias. ¿Qué nos dejamos, Selma?

—No lo sé, Sam.

—Nos estamos dejando algo.

Pasaron tres horas. Sam y Selma hablaron cada veinte minutos, debatiendo los progresos, analizando minuciosamente lo que sabían y discutiendo de nuevo lo que sospechaban.

A la cuarta hora, Selma volvió a llamar.

—Hemos hecho un pequeño progreso. Hemos encontrado un libro de un botánico noruego que habla de la hoja de pandano y de la palma de paraguas. He hablado con él por teléfono. Cree que en torno al siglo IV y V las dos especies estaban muy concentradas en el tercio norte de Sulawesi.

—Pero no se limitaban a esa zona.

—No.

—Acabo de darme cuenta de lo que nos estamos olvidando.

—¿Qué?

—El códice. ¿Te acuerdas del arbusto en el que está posado el maleo?

—Sí. Maldita sea. ¿Cómo he podido olvidarme?

—No importa. Que Wendy amplié la imagen, la limpie y se la enseñe al noruego.

Sam colgó y volvió a su portátil. Como había estado haciendo intermitentemente durante las últimas tres horas, se desplazó por la galería de imágenes y archivos escaneados que habían recopilado. Había docenas de cartas a Constance, cientos de páginas de diario, el Códice de Orizaga, las espirales de Fibonacci… Todo empezaba a confundirse.

Se conectó a Google Earth y siguió con su exploración de Sulawesi, buscando cualquier cosa que le dijera algo. Los minutos se convirtieron en una hora.

Enfocó con el zoom una bahía apartada de la costa del nordeste de Sulawesi. Como en todos los lugares de Sulawesi, había islotes y atolones esparcidos como confeti.

Sam se detuvo súbitamente y desplazó el dedo hacia atrás para mover el mapa. Volvió a enfocar la zona con el zoom, hizo una pausa y se acercó un poco más. Entornó los ojos. Entonces sonrió.

—Una flor hueca —murmuró.

Iba a coger el teléfono cuando sonó. Era Selma.

—Tenía razón, Sam. Hay expertos para todo. Me ha contestado una zoóloga de Macassar. Dice que hasta principios del siglo XVIII los maleos eran más migratorios. Cada año se reunían en el nordeste de la isla durante unos meses.

En su portátil, Sam alternaba Google Earth con la galería fotográfica.

—Continúa.

—También he enviado una foto del arbusto del códice a un conservador del Jardín Botánico Cibodas, en Yakarta. Cree que podría ser un durián enano. Le he insistido un poco, y ha dicho que es probable que el durián hubiera llegado del este al oeste, con lo que estaría en Sulawesi desde hace unos mil seiscientos años.

—Fantástico —dijo Sam distraídamente—. ¿Puedes conectarte a Google Earth?

—Espere. Vale, ya estoy.

Sam le dio unas coordenadas.

—Amplíalo hasta que la isla ocupe casi toda tu pantalla. —Ya está.

—¿Te recuerda algo esa forma? Imagínate los surcos de la erosión más profundos.

—No veo qué… ¡Ah! —Selma permaneció en silencio unos instantes—. Sam, parece la ilustración de Chicomoztoc a gran escala.

—Lo sé.

—Solo es una casualidad. Tiene que serlo.

—Tal vez, pero está en la zona nordeste de la isla, la misma que han mencionado los expertos. Aunque no sea Chicomoztoc, creo que puedo convencer a Rivera para que se lo trague.

—Y luego ¿qué?

—Ya se me ocurrirá algo cuando esté delante de él. Selma, necesito que me lleves a Sulawesi. Y luego que me consigas un hidroavión.