Madagascar, océano índico
—¿De veras crees que lo matarán? —preguntó Remi a Sam cuando este volvió a subir al coche y le relató la conversación.
—No lo sé, pero si él lo cree, será más fácil que mantenga la boca cerrada. Eso espero.
Remi se inclinó y besó a Sam en la mejilla.
—Has hecho una buena obra, Fargo. Sam sonrió.
—Probablemente alguien le ofreció el salario de un mes solo por seguir a un par de turistas. No le culpo por hacerlo. Si algún coche nos va a interceptar, seguramente vendrá de una de las tres carreteras asfaltadas que ha dicho.
—Opino lo mismo. —Remi desplegó el mapa y lo examinó un momento—. Tsiafahy está al sur de Antananarivo en la Ruta Siete. Si podemos llegar allí…
—¿A cuánta distancia está el desvío de Tsiafahy?
—A sesenta kilómetros. Otros veinte al este de Tsiafahy.
Sam asintió con la cabeza y consultó su reloj.
—Podemos llegar antes de que anochezca.
Enseguida se dieron cuenta de que su optimismo probablemente era injustificado. Pasado el puente, la carretera seguía serpenteando a través de la selva, una mezcla de curvas no demasiado cerradas y de revueltas que redujo drásticamente su ritmo. Pasaron por el primer cruce sin incidentes y no tardaron en encontrarse avanzando a lo largo de un río lleno de cantos rodados: el mismo, supusieron, que habían cruzado treinta minutos antes.
—Se acerca el próximo cruce —anunció Remi—. Tres kilómetros.
Cinco minutos más tarde, Sam vio el cruce. Remi señaló con el dedo a través del parabrisas.
—He visto algo… un destello del sol.
—Es un parachoques —dijo Sam entre dientes—. Cariño, si no fuéramos pareja…
Remi se recostó en su asiento. A medida que se aproximaban a la carretera asfaltada, Sam se apretó contra el reposacabezas y echó un vistazo por la ventanilla de Remi. El vehículo, un todoterreno Nissan azul marino, estaba aparcado en el arcén a varios metros del cruce.
—¿Qué pasa? —preguntó Remi.
Sam miró por el espejo retrovisor.
—Está arrancando… Está detrás de nosotros.
Remi se incorporó, cogió los prismáticos del suelo, que estaban entre sus pies, y enfocó con ellos a través de la luneta trasera.
—Un conductor y un pasajero. Las siluetas parecen de hombres. Veo una pegatina de alquiler de Europcar en el parachoques.
—Malas señales. ¿Están acelerando?
—No, simplemente nos siguen el paso. Ya sabes lo que se suele decir, Sam: por cada rata que se ve…
Él asintió con la cabeza. Si realmente el Nissan los estaba persiguiendo, había bastantes posibilidades de que hubiera un segundo y tal vez un tercer coche más adelante.
—¿Cuánto falta para la siguiente carretera asfaltada?
Remi miró el mapa.
—Seis kilómetros.
Les llevó casi diez minutos recorrer la distancia. Varios cientos de metros por detrás, el Nissan seguía avanzando a la misma velocidad que ellos. Remi alternaba las consultas del mapa con la observación de sus posibles perseguidores a través de los prismáticos.
—¿Qué esperas que hagan? —preguntó Sam sonriendo.
—O que se marchen o que icen una bandera pirata.
—Se acerca un cruce. Debería estar a la vuelta de la siguiente curva.
Remi se volvió para mirar adelante. Sam levantó el pie del acelerador, tomó la curva con cuidado y volvió a acelerar.
—¡Sam!
A cincuenta metros, aparcado de costado a través de la carretera, había un todoterreno Nissan rojo.
—¡Ahí está tu bandera pirata! —gritó Sam.
Giró un poco a la izquierda y ocupó el centro de la carretera, apuntando con el capó directamente a la puerta del pasajero del Nissan. Pisó el acelerador, y el motor del Rover rugió.
—No creo que vayan a moverse —dijo Remi, con las manos apoyadas en el salpicadero.
—Ya veremos.
Remi echó un vistazo por encima del hombro.
—El coche de detrás ha acortado la distancia.
—¿A cuánto está?
—A unos treinta metros, y se acerca rápido.
—Agárrate, Remi.
Pulsando el botón con el pulgar, Sam levantó la palanca del freno de mano. En el espacio de dos segundos, la velocidad del Rover disminuyó a la mitad. Al no ver ninguna luz de freno que le advirtiera, el conductor del Nissan tardó en reaccionar. El Nissan apareció en el espejo retrovisor de Sam. Dio un volantazo a la derecha, pisó el freno, y el Nissan viró bruscamente a la izquierda para evitar el choque. Sam miró por el retrovisor lateral y vio que el Nissan se acercaba de costado. Giró el volante a la izquierda, y fue gratificado con un crujido de metales entrechocando. El Nissan rojo llenó el parabrisas del Rover. Sam dio un fuerte volantazo a la derecha, viró alrededor del parachoques del Nissan hasta el arcén y a continuación volvió a la carretera.
—Nos ha ido de un pelo, Fargo —dijo Remi.
—Lo siento. ¿Ves el azul?
Remi miró.
—Sigue allí, a unos ciento ochenta metros por detrás. El rojo está dando la vuelta.
Al cabo de dos minutos, los dos Nissan estaban otra vez detrás de ellos intentando acortar distancia. Aunque probablemente el motor del Rover tenía más caballos, el bajo centro de gravedad del Nissan les daba ventaja en las curvas. A un ritmo lento pero constante, los Nissan redujeron la distancia.
—¿Alguna idea? —preguntó Remi.
—Acepto propuestas.
Remi desplegó el mapa y empezó a recorrer su ruta con el dedo murmurando para sí. Sacó una guía de la guantera, pasó unas páginas y siguió murmurando.
De repente alzó la vista.
—¿Se acerca algún desvío a la izquierda?
—Lo tenemos encima.
—Tómalo.
Sam hizo lo que le mandó frenando en seco e introduciendo el Rover en el camino de tierra que se cruzaba con la carretera. Un indicador pasó a toda velocidad: LAC DE MANTASOA.
—¿Lago de Mantasoa? —preguntó Sam—. ¿Nos vamos de pesca?
—Tienen transbordadores —contestó Remi. Consultó su reloj—. El próximo sale dentro de cuatro minutos.
Sam miró por el espejo retrovisor. Los dos Nissan estaban derrapando y tomando el desvío.
—Algo me dice que no nos va a dar tiempo a comprar billetes.
—Pensaba que se te ocurriría algo ingenioso.
—Veré qué puedo hacer.
El camino dio paso a una serie de curvas cerradas de bajada bordeadas a los dos lados por empinados terraplenes. El manto de la selva los rodeó por arriba, tapando el sol. Pasaron por delante de un indicador pintado de marrón con una pe amarilla, un pictograma de un coche y «50 M».
—Ya casi hemos llegado —dijo Remi—. Esperemos que esté lleno.
Sam tomó la última curva, y el camino se ensanchó hasta dar con un pequeño aparcamiento cubierto de rayas blancas diagonales. A la derecha se veía un terraplén boscoso; a la izquierda, más allá de una franja de hierba bien cuidada, un río uniforme y en calma. En el aparcamiento había ocho coches. En el extremo opuesto, ante una pared de árboles, se encontraba una taquilla como un cenador. A su derecha había algo parecido a una vía de servicio bloqueada por una cadena colgada de dos postes.
—No veo el transbordador —dijo Sam acelerando a través del aparcamiento.
—Acaba de zarpar.
Remi señaló con el dedo.
A la derecha de la taquilla, Sam vio un abanico de espuma en la superficie del río. Bajó la ventanilla y oyeron el inconfundible chapoteo simultáneo de unas ruedas de paletas.
—Ya están aquí —dijo Remi.
Sam echó un vistazo por el retrovisor. El Nissan azul salió de la última curva acelerando, seguido de cerca por el rojo.
—Remi, se me ha ocurrido una idea ingeniosa —dijo Sam—. O una idea tonta.
—En cualquier caso, es mejor que quedarnos aquí sentados de brazos cruzados.
Sam pisó a fondo el acelerador, viró bruscamente entre los coches aparcados como un esquiador de eslalon y saltó por encima del bordillo a la hierba que había delante de la taquilla. Los neumáticos resbalaron; la parte trasera se desvió. Sam corrigió la posición del coche, giró con cuidado a la derecha y orientó el capó hacia la vía de servicio.
—Cruza los dedos para que esos postes no estén muy enterrados —dijo—. ¡Allá vamos!
Remi se encorvó en su asiento y apoyó los pies contra el salpicadero.
El parachoques del Rover chocó contra la cadena. Sam y Remi se vieron lanzados hacia delante contra sus cinturones de seguridad. Sam se dio con la frente contra el volante. Alzó la vista, casi esperando que estuvieran parados, pero vio las ramas de los árboles azotando el parabrisas al pasar. Remi miró por el retrovisor lateral. Los dos postes de la entrada se habían arrancado como tocones podridos.
—¿Nos siguen? —preguntó Sam.
—Todavía no. Continúan parados en el aparcamiento.
—Bien. Que lo debatan.
Lo que Sam había creído que era una vía de servicio era en realidad poco más que un sendero con surcos apenas más ancho que el Rover. Como en el aparcamiento, el lado derecho estaba bordeado por un terraplén; a la izquierda, entre una cortina de árboles, se encontraba la orilla del río. Agarró más fuerte el volante y trató de evitar que el Rover se saliera del camino.
—Tienes un chichón en la frente —dijo Remi, tocándole la protuberancia en cuestión—. ¿Cuál es el plan?
—Adelantar al transbordador y correr al siguiente desembarcadero. Ahí es donde entráis en juego tú y tu guía.
Ella empezó a hojearla.
—Me temo que no es muy exhaustiva.
—¿No hay una lista de escalas?
Remi negó con la cabeza y miró el mapa.
—Y según esto, tampoco hay camino.
—Interesante. Estamos en un camino que no existe yendo a ninguna parte. ¿Nuestros amigos también son inexistentes?
Remi miró atrás y movió la cabeza a un lado y al otro para ver entre los árboles.
—No, lo siento, por ahí vienen.
—¿Y el transbordador?
—No, no lo… ¡Espera! ¡Allí está! A unos ciento ochenta metros por detrás de nosotros. —Sus ojos se iluminaron—. Es un barco de vapor como los del Mississippi, Sam.
La vía se inclinó hacia arriba, y el terreno se volvió más accidentado hasta que el Rover avanzó dando sacudidas sobre raíces descubiertas. En lo alto de la cuesta, el terreno se niveló. Sam pisó el freno. Seis metros más adelante había una pared de árboles; paralelo a ella, un sendero de excursionismo.
—El sendero de la izquierda…
—Baja al río.
Sam aparcó el coche y apretó el botón de la puerta trasera; la puerta se abrió de golpe.
—Coge todo lo que tenemos.
Recogieron sus cosas, corrieron a la parte de atrás y cogieron las mochilas.
Más abajo, el Nissan azul giró en un recodo del camino y empezó a subir la cuesta.
Sam le dio a Remi su mochila.
—¿Puedes llevarlas tú?
—Sí.
—Corre.
Remi salió pitando. Sam volvió al asiento del conductor, puso la marcha atrás y echó a trotar junto al Rover, manejando el volante hasta que los neumáticos traseros pasaron por encima del borde de la cuesta. Cerró la puerta de un portazo y saltó a un lado. El conductor del Nissan vio que el Rover retrocedía hacia él y frenó en seco. La transmisión hizo ruido cuando dio marcha atrás. Detrás de él, el Nissan rojo salió de la curva y patinó hasta parar.
—Demasiado tarde —dijo Sam.
Los neumáticos traseros del Rover pasaron por encima de un amasijo de raíces. La parte trasera saltó y cayó con gran estruendo sobre el capó del Nissan. La puerta del conductor se abrió. Sam sacó el revólver, se agachó y disparó una bala. La puerta se cerró de golpe. Sam afinó la puntería, disparó de nuevo a través del capó del Nissan rojo por si acaso, se volvió y echó a correr.
Sam alcanzó a Remi un minuto más tarde. Se habían equivocado; el sendero no bajaba al río, sino que lo cruzaba. Remi se hallaba en el extremo de un puente peatonal. Cuando Sam se acercó a ella, esta le dio su mochila. Detrás de la pareja, entre los árboles, unas voces se gritaban entre ellas en español.
—Parece más sólido que el último puente —dijo Remi.
La construcción era extraordinariamente parecida: tablas, vigas transversales y dos cables portantes. A su izquierda podían ver la proa del transbordador virando en el recodo y su chimenea arrojando humo negro. Aparte de una docena de personas alineadas a lo largo de las barandillas y unas cuantas en la cubierta de proa, el barco estaba vacío.
—Vamos —dijo Sam, y echó a correr, seguido de cerca por Remi.
Se pararon en el centro del puente. El transbordador estaba a treinta metros. Sam miró debajo del puente. Entre los árboles vislumbró movimiento, unos brazos que se agitaban. Alguien estaba intentando subir la cuesta.
Remi estaba inclinada por encima de la barandilla.
—La caída es demasiado grande.
—Al castillo de proa, sí —convino Sam—. ¿Ves la cubierta superior que hay detrás de la timonera? Está a unos cuatro metros y medio, tal vez menos.
—¿Y por qué no el techo de la timonera? Solo está…
—Estamos intentando colarnos. ¡Saluda con la mano, Remi, llama la atención!
—¿Por qué?
—Es menos probable que Rivera empiece a disparar si tiene público.
—El eterno optimista.
Empezaron a saludar con la mano, a sonreír y a gritar. La gente situada en el castillo de proa y en las barandillas los vio y les devolvió el saludo. La proa del transbordador se deslizó por debajo del puente.
—Diez segundos —le dijo Sam a Remi—. Abraza la mochila. En cuanto caigas en la cubierta, flexiona las rodillas y rueda. ¡Vamos, arriba! —Sam la ayudó a subir por encima de la barandilla—. ¿Lista?
Remi le cogió la mano.
—Tú también vendrás, ¿verdad?
—Por supuesto. Cuando estés abajo, ponte a cubierto por si empiezan a disparar.
El techo de la timonera desapareció bajo sus pies, seguido un instante después por la chimenea. Nubes de humo negro los rodearon. Sam miró a la izquierda. A través de la bruma, vio que Itzli Rivera patinaba y se paraba en un extremo del puente. Sus miradas coincidieron por un instante, y acto seguido Sam apartó la vista, apretó la mano de Remi y dijo:
—¡Salta!
Remi cayó entre el humo. Sam notó que el puente temblaba bajo sus pies sacudido por unas fuertes pisadas. Rivera y sus hombres se acercaban. Sam subió por encima de la barandilla y miró hacia abajo. Entre los resquicios del humo vio a Remi en la cubierta, alejándose a gatas. Sam saltó.
Cayó con fuerza en la cubierta, rebotó con la mochila y rodó hacia la derecha. Remi avanzó a gatas entre el humo y lo agarró por el antebrazo.
—Por aquí.
Él la siguió arrastrándose a ciegas hasta que chocó contra lo que supuso era el mamparo de popa de la timonera. Permanecieron uno al lado del otro, hiperventilando hasta que su ritmo cardíaco volvió a la normalidad.
Una vez que dejaron atrás el puente, los gases de escape de la chimenea se despejaron. A cincuenta metros de distancia, Rivera y tres de sus hombres se hallaban ante la barandilla, mirándolos desde arriba. Uno de los hombres alargó la mano para coger algo de su cinturón y sacó una pistola semiautomática. Sam se llevó la mano a su cinturón, sacó el Webley, lo levantó por encima de su cabeza y lo agitó.
Rivera gritó algo al hombre, quien enfundó su pistola.
—Diles adiós a esos hombres tan simpáticos, Remi —dijo Sam.