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Biblioteca del Congreso

Llegaron a la entrada reservada a los investigadores a las siete y cuarenta y cinco y los recibió un guarda jurado, que comprobó sus credenciales y los acompañó a la sala de Colecciones Especiales en el segundo piso. Cruzaron la puerta y encontraron a Julianne Severson sentada ante su terminal de trabajo, con la cabeza apoyada sobre la mesa. Llevaba la misma ropa que el día anterior.

Cuando la puerta se cerró con un golpecito seco, se irguió bruscamente y miró a su alrededor. Los vio, parpadeó rápidamente varias veces y sonrió.

—¡Buenos días!

—Oh, Julianne, no nos digas que no te fuiste a casa, por favor.

—Estuve a punto. Tenía intención de hacerlo, de verdad, pero estaba siguiendo una pista que me llevó a otra y otra… Ya sabéis cómo es esto.

—Sí —contestó Sam—. Por si te sirve de algo, te traemos café, bagels y queso crema.

Levantó la caja con el desayuno. Los ojos de Severson se abrieron desorbitadamente.

Después de engullir la mitad del café y la mayor parte de un bagel, Severson se limpió los labios, se pasó los dedos por el pelo y se reunió con Sam y Remi en la mesa de trabajo.

—Mejor —dijo—. Gracias.

A su lado había una carpeta de manila repleta de papeles impresos y un cuaderno amarillo lleno de notas.

—Antes de que nos marchemos, imprimiré todo el material de referencia que he encontrado, así que ahora solo voy a daros los datos más interesantes.

»La buena noticia es que todo lo que he encontrado había sido desclasificado hacía mucho tiempo y ahora es de acceso libre. Me he pasado la noche atando cabos, utilizando archivos privados, colecciones universitarias, documentos del Departamento de Guerra y del Departamento de Marina, archivos del Servicio Secreto, ensayos y publicaciones periódicas… He consultado todo lo que se os ocurra.

—Tienes toda nuestra atención —dijo Sam.

—Primero dejadme que os enseñe una fotografía de mi Blaylock. Decidme si coincide con el vuestro.

Sacó una foto de la carpeta que teñía al lado y la deslizó a través de la mesa. Remi buscó en su iPhone una versión escaneada de la foto de Blaylock que habían encontrado en el museo de Bagamoyo. En la versión de Severson aparecía un hombre alto y ancho de espaldas de unos veinte años, vestido con un uniforme de oficial del Ejército de la Unión. Sam y Remi compararon las fotos.

—Es él —dijo Sam—. En la nuestra es mayor, está un poco más canoso y curtido, pero es el mismo hombre.

Severson asintió con la cabeza y volvió a coger la foto.

—El hombre que conocéis como Winston Lloyd Blaylock se llamaba realmente William Lynd Blaylock: nacido en Boston en mil ochocientos treinta y nueve, licenciado dos años antes por la Universidad de Harvard en matemáticas… concretamente en topología.

—¿Qué es eso? —preguntó Remi.

—Son matemáticas espaciales —contestó Sam—: superficies curvas, planos deformados. La banda de Mobius es un buen ejemplo.

—Entonces no me extraña que Blaylock tuviera debilidad por la espiral de Fibonacci. Perdona, Julianne, continúa.

—Un mes antes de licenciarse, lo contrataron en el Departamento de Guerra.

—Como criptólogo —vaticinó Remi.

—Exacto. Según se dice, Blaylock era un genio. Un prodigio.

Sam y Remi se miraron. Considerando las referencias a la secuencia de Fibonacci y la espiral dorada que habían encontrado en el diario de Blaylock, se habían preguntado si el libro encerraba más de lo que aparentaba a simple vista. Concretamente, mensajes o códigos ocultos. A lo largo de los años, habían aprendido mucho sobre las personas que escondían y buscaban tesoros, pero una lección destacaba por encima de todas: la gente es capaz de llegar a extremos insospechables para ocultar su obsesión de las miradas curiosas. Si era el caso de Blaylock, es posible que hubiera usado el método que conocía mejor: las matemáticas y la topología.

—Unos días después de que el Fuerte Sumter fuera atacado en abril de mil ochocientos sesenta y uno —continuó Severson—, Blaylock abandonó su trabajo y se alistó en el Ejército de la Unión. Tras el período de instrucción inicial, fue nombrado alférez y enviado inmediatamente a combatir. Durante los meses de julio y agosto luchó en varios enfrentamientos: Rich Mountain, Carrick’s Ford, la primera batalla de Bull Run. Al parecer, demostró que era mucho más que el típico matemático sabiondo. Lo ascendieron a teniente y consiguió un montón de medallas al valor.

»A la primavera siguiente, en mil ochocientos sesenta y dos, fue transferido a los Rangers de Loudoun y sirvió a las órdenes de Samuel Means, quien estaba a su vez bajo los auspicios del secretario de Guerra Edwin Stanton. Como ya has comentado, Sam, los Rangers de Loudoun eran el equivalente de las Fuerzas Especiales modernas. Trabajaban en una pequeña unidad, detrás de las líneas enemigas, operando sobre el terreno, llevando a cabo incursiones, misiones de sabotaje y recabando información. Eran un grupo de hombres duros.

»Poco antes de que los Rangers se convirtieran en una unidad militar normal en mil ochocientos sesenta y cuatro, el ministro Stanton telegrafió a Blaylock y a otros hombres a fin de reclutarlos para el Servicio Secreto. Algunos meses después, Blaylock apareció en Liverpool, Inglaterra, bajo el nombre de Winston Lloyd Babcock, donde trabajó de incógnito para un hombre llamado Thomas Haines Dudley.

»¿Lo conocéis? —preguntó Severson.

—He leído unos cuantos libros en los que aparece. Era cuáquero, si mal no recuerdo. Cónsul en Liverpool. Dirigía la red de espionaje del Servicio Secreto en el Reino Unido.

—Tenía casi cien agentes, todos dedicados a impedir el flujo secreto de provisiones de Gran Bretaña a los Estados Confederados. Aunque Inglaterra se mantuvo oficialmente neutral durante la guerra, hubo muchos simpatizantes del Sur, tanto dentro como fuera del gobierno. ¿A que no adivináis cuál fue la principal misión de Blaylock?

Remi contestó; ella y Sam habían estado leyendo entre líneas.

—Controlar el cambio de pabellón de barcos comerciales que luego eran usados por la Marina de los Estados Confederados —dijo.

—Exacto —respondió Severson—. Concretamente, Blaylock dirigía una célula centrada en un barco llamado Sea King, más tarde conocido como el barco de los Estados Confederados Shenandoah.

—El que escapó —dijo Sam—. No solo eso, sino que se marchó y se pasó los siguientes nueve meses causando estragos en la flota de la Unión hasta después del final de la guerra.

—Para Blaylock fue un desastre tanto en el ámbito personal como en el profesional —prosiguió Severson.

—¿Profesional? —repitió Sam—. ¿Fue amonestado? ¿Lo relevaron del cargo?

—No he encontrado pruebas. Más bien, todo lo contrario. Thomas Haines Dudley era un ferviente defensor de Blaylock. Le escribió varias recomendaciones entusiastas. En una carta de mil ochocientos sesenta y cuatro al jefe del Servicio Secreto, William Wood, describió a Blaylock como «uno de los mejores agentes que he tenido el placer de tener a mi servicio». Me temo que Blaylock se tomó el fracaso tan a pecho que afectó a su trabajo. Dos semanas más tarde, subió a bordo de un barco en Londres para volver a casa. Cuando llegó allí descubrió que su mujer, Ophelia, había muerto mientras él estaba en tránsito. Ironías del destino, su esposa había sido asesinada durante una incursión de una guerrilla conocida como los Rangers de Mosby: una de las unidades contra las que había luchado Blaylock durante su período en los Rangers de Londoun.

—Dios mío —susurró Remi—. Pobre hombre. ¿Sabemos si Ophelia era el objetivo? ¿La buscaron Mosby y sus hombres por su marido?

—No lo parece. Según se dice, ella simplemente estaba en el lugar equivocado a la hora equivocada.

—Entonces Blaylock no solo regresó habiendo caído en desgracia, sino que cuando volvió a casa se encontró al amor de su vida muerta —dijo Sam—. Remi, estoy empezando a pensar que la malaria solo era parte de sus problemas mentales.

—Estoy de acuerdo. Es comprensible.

—Como lo es su personalidad obsesiva —añadió Severson—. Selma me ha mandado el dibujo del barco que hizo. Poner a un barco el nombre de una mujer… Eso es auténtico amor.

—¿Tenían hijos, Julianne? —preguntó Remi.

—No.

—¿Qué fue de él después de que llegara a casa?

—No hay mucho que contar. Solo he encontrado un dato sobre él. En mil ochocientos sesenta y cinco fue contratado por un centro recién fundado llamado Instituto de Tecnología de Massachusetts. Parece que Blaylock se adaptó otra vez a la vida de civil como profesor de matemáticas.

—Hasta marzo de mil ochocientos setenta y dos, cuando reapareció en Bagamoyo.

—Y cuatro años después de que el Shenandoah fuera vendido al sultán de Zanzíbar —dijo Remi, y añadió irónicamente—: la madre de todas las casualidades. A menos que la pena de Blaylock se hubiera convertido en rabia. El Shenandoah escapó durante su guardia y su mujer murió entretanto. Si realmente estaba loco, puede que hubiera llegado a culpar al Shenandoah de su pérdida. Es mucho suponer, pero la mente humana es algo misterioso.

—Puede que tengas razón. Solo Blaylock podría contestar a eso —dijo Severson—. Pero sí que puedo aseguraros una cosa: no creo que fuera a África por capricho. Creo que lo mandaron allí.

—¿Quién? —preguntó Sam.

—El secretario de Guerra William Belknap.

Remi y Sam permanecieron callados varios segundos mientras asimilaban la información. Finalmente Sam dijo:

—¿Cómo lo sabes?

—No lo sé con seguridad —respondió Severson—. Mis argumentos son circunstanciales y se basan en las cartas privadas de Belknap, el secretario de Marina George Robeson y el director del Servicio Secreto, Hermán Whitley.

»En una carta de noviembre de mil ochocientos setenta y uno enviada a Belknap y Robeson, Whitley cita unos informes de inteligencia recibidos hace poco. No menciona la fuente, pero hay tres frases que me han llamado la atención. La primera, los informes de inteligencia “hacen pensar que los apóstoles del capitán Jim están siguiendo sus pasos”; la segunda, “nuestro hombre en Zanzíbar nos está tomando por tontos”; y la tercera, “sé de buena fuente que el ancladero en cuestión suele estar vacío”.

—«Nuestro hombre en Zanzíbar» podría ser el sultán Majid II.

—Y el «capitán Jim» podría ser el capitán del Shenandoah, James Waddell —contestó Sam—. La palabra que emplea Whitley es curiosa: «apóstoles». Un hombre como él no habría ascendido a su puesto sin un gran dominio del lenguaje. Un apóstol es un firme creyente, alguien dedicado a seguir el ejemplo de un líder. Respecto al ancladero vacío…

—Podría hacer referencia al lugar donde supuestamente el sultán había abandonado el recién bautizado El Majidi —propuso Remi.

—Estoy de acuerdo.

—Pero todavía hay más —añadió Severson—. En una carta enviada unos días más tarde, tanto Belknap como Robeson animaban a Whitley a ponerse en contacto con «nuestro amigo cuáquero» (Thomas Haines Dudley, deduzco) y le preguntaban si tenía algún agente que pudiera investigar el «barco en cuestión». Seis semanas más tarde, Whitley contestó. Según «las fuentes del cuáquero», el barco en cuestión fue avistado, pero no en su ancladero. Estaba en Dar es Salaam, regresando al puerto, y cito textualmente: «completamente equipado con vela, vapor y cañones, y tripulado por diestros marineros de ascendencia caucásica».

Sam y Remi permanecieron en silencio unos segundos. Finalmente Sam dijo:

—A menos que esté elucubrando, yo diría que los «apóstoles» del capitán Waddell cambiaron el nombre del Shenandoah para la guerra.

—Lo mejor todavía no ha llegado —dijo Severson—. En esa misma carta, Whitley informa a Belknap y a Roberson de que ha ordenado al cuáquero, Dudley, que envíe a sus mejores hombres a investigar la situación de Dar es Salaam.

—Y sabemos a quién consideraba Dudley su mejor agente: Blaylock.

—Que llegó a Bagamoyo un par de meses más tarde —añadió Remi.

—Parece que encaje, pero tú misma lo has dicho, Julianne: «Todo es circunstancial».

—Todavía no he terminado de catalogar todas las cartas, pero mientras tanto creo que sé quién puede ayudarnos. ¿Qué os parece hacer un viajecito a Georgia?