16

Océano índico

—Vale, apágalo —gritó Sam.

Remi quitó el contacto, y los motores del dhow dejaron de funcionar renqueando. Sam izó las velas, y contuvieron la respiración hasta que el viento sopló en ellas y las hinchó. La proa se elevó ligeramente, y la embarcación avanzó dando bandazos. Sam se dirigió a popa moviéndose como un cangrejo y descendió a la cubierta de popa junto a Remi.

—Ya hemos despegado —dijo Sam.

—Espero que no tengamos que llamar a Houston para avisar de un problema —contestó Remi, y le dio una botella de agua.

Era ya media tarde, y solo estaban a ocho kilómetros al norte de la isla de Mafia. Aunque el experto ojo de Remi había reparado en el problema de los cojinetes del eje de la hélice, hasta que Sam la desmontó no se dieron cuenta de cuánto tiempo llevaría la reparación. Mientras Remi supervisaba cómo los chicos acababan las labores de mantenimiento y cambiaban las velas, Sam y Ed trabajaron a la sombra de un toldo improvisado con una sábana.

Una vez que hubieron acabado, Buziba y otra docena de chicos aparecieron y llevaron el dhow hasta la orilla, donde probaron el motor y dieron un paseo por el puerto. Una hora más tarde, con el dhow completamente abastecido de agua, provisiones y comida, Sam y Remi dijeron adiós con la mano a Buziba y a Ed y zarparon.

—¿Cuánto falta para que lleguemos? —preguntó Remi.

Sam se levantó, cogió la carta de navegación que habían encontrado en la cabina y la desdobló sobre su regazo. Comprobó la lectura de su GPS portátil y trazó su posición.

—Sesenta y dos kilómetros. Avanzamos a unos cinco nudos… Si navegamos toda la noche, llegaremos poco después de medianoche. O podemos buscar un sitio para amarrar el barco por la noche, zarpar temprano y llegar allí al amanecer. Hay una isla sin nombre a unos diecinueve kilómetros al sur de Fanjove.

—Yo voto por eso. Sin radar, nos estamos buscando problemas.

—Estoy de acuerdo. De todas formas, no podríamos ver nada de Sukuti hasta que fuera de día.

Navegaron al norte durante otras cinco horas, cogieron un viento de cola y encontraron la isla justo cuando el borde superior del sol se estaba hundiendo tras el horizonte. Una vez que el barco estuvo bien amarrado, Remi se metió en la cabina unos minutos y salió con una linterna, un hornillo y dos latas de comida.

—¿Qué le sirvo, capitán? ¿Judías en salsa de tomate o judías en salsa de tomate y salchichas de Frankfurt?

Sam frunció los labios.

—Opciones, opciones. Celebremos que no nos hemos hundido. Comamos las dos cosas.

—Buena elección. Y de postre, mango fresco.

El catre sorprendentemente cómodo, unido al aire salado y al suave balanceo de la embarcación anclada, los sumieron en un profundo y plácido sueño. A las cuatro de la madrugada el reloj de Sam sonó, y se levantaron y se pusieron en movimiento. Tomaron un desayuno compuesto por sobras de mango y café cargado antes de levar el ancla y zarpar de nuevo.

Perdieron una hora por culpa de los vientos suaves que soplaban antes del amanecer, pero poco antes de que saliera el sol se levantó aire y pronto estaban navegando hacia el norte a una velocidad constante de seis nudos que los situó a la vista de la isla de Fanjove del Norte a las siete de la mañana. Media hora más tarde alcanzaron el atolón que Mitchell les había señalado. Allí plegaron las velas, encendieron el motor y pasaron otros exasperantes cuarenta minutos abriéndose camino con cuidado entre los arrecifes hasta que llegaron a la zona sur de la pequeña isla de Sukuti. Sam maniobró a lo largo de la costa hasta que Remi vio una cueva llena de árboles que con suerte ocultarían el dhow de las miradas curiosas. Siguiendo las señales de la mano de Remi desde la proa, Sam viró hacia la cueva. Apagó el motor y dejó que la embarcación avanzara a la deriva hasta que la proa se encajó suavemente entre dos manglares que sobresalían en diagonal de la orilla.

Después de haber oído el ruido constante del motor durante la última hora, el repentino silencio resultaba irritante. Permanecieron inmóviles unos instantes, escuchando, hasta que la selva que los rodeaba cobró de nuevo vida con una algarabía de gritos y murmullos.

Remi amarró la bolina al tronco de un árbol y se dirigió a popa para reunirse con Sam en la cubierta.

—¿Cuál es el plan? —preguntó.

—Suponemos que la campana sigue a bordo del Njiwa. Es la mejor situación posible. Con suerte, no tendremos que pisar la isla. En cualquier caso, tenemos que esperar a que anochezca. De momento, propongo que reconozcamos el terreno y comamos un poco.

—Reconocimiento y comida —repitió Remi—. El plan ideal para cualquier mujer.

A diferencia de su versión más grande, la pequeña isla de Sukuti era todo manglares y selva, menos un solitario pico dentado que se hallaba a menos de ciento cincuenta metros de la superficie del mar en vertical, pero, como Sam y Remi habían descubierto en muchas ocasiones, una ascensión de ciento cincuenta metros por caminos sinuosos y accidentados podía convertirse en una caminata de tres horas.

A las diez de la mañana, sudando copiosamente y llenos de picaduras de insectos y de barro, salieron del pantano y se abrieron paso hasta la selva. Con Sam en cabeza, avanzaron hacia el norte hasta que se toparon con lo que estaban buscando: un arroyo. Si había agua tenía que haber animales, y si había animales tenía que haber senderos. Solo tardaron unos minutos en encontrar uno que se dirigía al noroeste hasta la cumbre de la isla. Poco antes de la una del mediodía, salieron de la selva y se encontraron al pie de la escarpa.

—Qué alivio —dijo Remi, mirando hacia arriba.

La pared de roca era fácil de escalar, con unos quince metros de altura y un ángulo de pendiente que no pasaba de los cincuenta grados, llena de peñascos y grietas que podían usar como puntos de apoyo. Tras una breve pausa para beber agua, empezaron a ascender y no tardaron en encontrarse al abrigo de un pequeño hueco rocoso situado debajo del pico. Los dos sacaron los prismáticos de sus mochilas y miraron a su alrededor.

—Allí está —murmuró Sam.

A un kilómetro y medio de distancia y unos treinta metros por debajo de ellos estaba la casa de Okafor. Pintada de amarillo mantequilla con austeras molduras blancas, se encontraba en un claro circular casi perfecto de tierra marrón rojiza. A esa distancia podían distinguir los detalles que no habían visto desde el aire. Tal como Sam había vaticinado, un trío de hombres con monos verdes estaba trabajando en la parte este de los jardines, dos lanzando tajos con machetes al abundante follaje, y el tercero cortando una parcela de césped. La casa era enorme: medía unos mil cuatrocientos metros cuadrados y tenía balcones envolventes en cada planta. En la parte de atrás de la finca había algo parecido a una antena de radio o una torre de televisión por satélite.

—¿Ves eso? —preguntó Remi.

—¿El qué?

—En el tejado, en la esquina este.

Sam enfocó con los prismáticos a donde había indicado Remi y vio unos prismáticos navales fijados en un trípode.

—Bueno —dijo Sam—, la mala noticia es que hacia el sudoeste pueden ver prácticamente cualquier cosa que se acerque a quince kilómetros. ¿Ves el cable coaxial sujeto a la casa?

—Sí.

—Supongo que es para el control remoto y la vigilancia. Probablemente haya una sala de control en la casa. La buena noticia es que no creo que tengan visión nocturna.

Siguieron haciendo una panorámica del lugar con los prismáticos, descendiendo por la pendiente hasta el helipuerto. En el borde del perímetro de piedra blanco, un hombre con mono caqui se hallaba sentado en una tumbona; apoyado en su muslo izquierdo había un fusil de asalto AK-74.

—Está dormido —dijo Remi.

—Eso y que no se ve el helicóptero quiere decir que el jefe está fuera. —Sam enfocó de nuevo con los prismáticos. Un instante después dijo:

—He visto movimiento en el Njiwa.

—Lo veo —contestó Remi—. Hay una cara conocida.

El cuerpo delgado y fibroso de Itzli Rivera y su cara demacrada eran inconfundibles. Estaba de pie en la cubierta de popa del yate, con un teléfono por satélite en la oreja. Después de escuchar durante un minuto asintió con la cabeza, consultó su reloj, dijo algo y colgó. Se volvió hacia popa, formó una bocina con las manos y gritó algo. Al cabo de unos segundos, Nochtli y Yaotl llegaron corriendo a través del arco de la cubierta superior de babor y se detuvieron frente a Rivera, quien habló con ellos unos minutos antes de que se marcharan a toda prisa.

—Parecía que Rivera estuviera dándoles órdenes de alguien de más arriba. Esperemos que tengan que ver con la campana.

—Nuestra campana —lo corrigió Remi sonriendo.

—Me gusta tu forma de pensar. Y ahora contemos cuántos guardias hay.

Dedicaron los quince minutos siguientes a hacer el recuento y contaron cuatro guardias: uno en el helipuerto, otro patrullando la carretera del muelle y dos paseando por el perímetro de la casa. A menos que hubieran pasado por alto a alguno, parecía que no hubiera guardias vigilando las inmediaciones de la isla.

—No podemos olvidarnos de Rivera y de sus dos secuaces —dijo Sam—. Probablemente se alojen en el barco. Si es el caso, puede que tengamos que buscar una forma de hacerles salir.

—No va a ser fácil. Teniendo en cuenta las molestias que se han tomado para conseguir la campana, probablemente duerman al lado de ella.

Pasaron el resto de la tarde dibujando un mapa detallado de la isla y disfrutando de un sucedáneo de picnic a base de fruta, nueces y agua embotellada. Poco después de las cinco, oyeron un sonido tenue de hélices al oeste. Enfocaron con los prismáticos, y el sonido no tardó en adoptar la forma de un helicóptero. El Eurocopter EC135 de Ambonisye Okafor, de color negro azabache y con cristales tintados, sobrevoló la isla y realizó un pequeño circuito, como si el hombre a bordo estuviera contemplando su reino, antes de parar, planear sobre el helipuerto y aterrizar. El guardia de servicio ya estaba firme, con la espalda erguida y presentando un AK-74. Mientras los rotores giraban cada vez más despacio, la puerta lateral se abrió y salió un hombre africano alto y delgado, con un inmaculado traje blanco y unas gafas de sol de espejos.

—Se acabó la diversión —dijo Sam—. Papá ha vuelto a casa.

—Está claro que nuestro anfitrión fue a la escuela de moda de Idi Amin —dijo Remi—. Me apostaría algo a que su armario está lleno de clones de ese conjunto.

Sam sonrió tras los prismáticos.

—Por otra parte, ¿quién se va a arriesgar a decirle que se repite?

Okafor atravesó el helipuerto a zancadas y saludó bruscamente al guardia. Al llegar al camino, un coche eléctrico de golf paró delante de él. Subió al vehículo, y éste ascendió la cuesta hacia la casa.

—Ahora veremos si la vuelta de Okafor provoca alguna reacción.

Después de otros diez minutos, el cochecito regresó cuesta abajo, se metió en el camino del muelle y paró frente al Njiwa. Rivera cruzó la pasarela dando zancadas y se colocó en el asiento del pasajero, y el vehículo volvió a la casa, en cuyo interior desapareció Rivera. Salió veinte minutos más tarde, y el coche de golf lo llevó de vuelta al Njiwa. Sam y Remi siguieron enfocando el yate con los prismáticos. Pasaron cinco minutos, luego diez, luego veinte. No había movimiento alguno en las cubiertas; ninguna reacción tras el encuentro de Rivera con Okafor.

—No ha sido nada del otro mundo —dijo Remi, mirando de soslayo a Sam—. Sé que estás tramando algo. ¿Tienes un plan de ataque?

A lo largo de los años, las personalidades complementarias de Sam y de Remi habían determinado la forma en que planificaban las partes más peligrosas de sus aventuras; Sam desarrollaba un plan, y Remi hacía de abogada del diablo, sometiendo el plan a su aguda mente, hasta que decidían que era viable y minimizaban las probabilidades de verse en apuros. Hasta el momento, el sistema había funcionado bien, pero a menudo acababan con el agua hasta el cuello.

—Casi —dijo Sam. Retiró los prismáticos y consultó el reloj—. Más vale que empecemos a bajar. Dentro de cuatro horas anochecerá.

La caminata de vuelta fue más llevadera, en parte porque no tenían que oponer resistencia a la gravedad y en parte porque ya habían abierto el camino. Cuando estuvieron de nuevo al nivel del mar, circunnavegaron el manglar hacia el sur, viraron otra vez al norte en la playa y luego nadaron los últimos cuatrocientos metros. Estaban aproximándose a la boca de la cueva cuando Remi dejó de nadar y dijo:

—Silencio. Escucha.

Sam lo oyó instantes después: el rumor tenue de un motor marino en algún lugar a su derecha. Se giraron y vieron una lancha motora Rinker a unos cien metros de distancia a la vuelta del cabo. Había un hombre al timón; detrás de él había otro, oteando la línea de la costa a través de unos prismáticos.

—¡Respira hondo! —dijo Sam a Remi.

Llenaron los pulmones de aire y se zambulleron bajo el agua. A un metro ochenta por debajo de la superficie, se estabilizaron y empezaron a bucear hacia la cueva. Sam llegó a la orilla con el brazo extendido segundos antes que Remi. Rodeó con los dedos las raíces que sobresalían del lodo, se volvió, cogió la mano de Remi y la atrajo hacia sí. Sam señaló con el dedo por encima de sus cabezas un lugar de la superficie donde flotaba una maraña de maleza marchita. Salieron a flote y miraron a su alrededor.

—¿Has oído el motor? —susurró Sam a Remi al oído.

—No… Espera, allí están.

Sam miró en dirección al lugar adonde Remi señalaba con la cabeza. A través de las ramas, vio la lancha detenida en el agua a unos quince metros de donde estaban. El motor tosió una vez, renqueó y se paró. El piloto volvió a intentarlo, pero obtuvo el mismo resultado. Golpeó el timón con el puño. Su compañero acudió a la popa, se arrodilló y levantó la escotilla del motor.

—Problemas con el motor —susurró Sam—. Dentro de poco seguirán adelante.

Los dos sabían que cabía esa opción o que tuvieran que llamar para que los remolcaran, lo que significaba que Sam y Remi no podrían ir a ninguna parte durante un rato.

—Cruza los dedos —contestó Remi.

A bordo de la lancha, el segundo hombre se volvió y dijo algo al piloto, quien intentó arrancar el motor, pero la máquina tosió y se apagó.

—La bujía —murmuró Sam.

Por el rabillo del ojo vio que Remi movía la cabeza, inclinándola lentamente hacia atrás hasta que su cara quedó mirando hacia arriba. Sam volvió despacio la cabeza, miró a Remi y siguió su mirada. Se encontró con un par de ojos marrones pequeños y brillantes. A menos de quince centímetros de distancia, los ojos parpadearon una vez y a continuación se entornaron ligeramente. Sam tardó un instante en darse cuenta de lo que estaba viendo.

—Un mono —susurró a Remi.

—Sí, Sam, ya me he fijado.

—¿Capuchino?

—Colobo, creo. Joven.

Oyeron que el motor volvía a girar. Esa vez arrancó, renqueó y empezó a marchar en vacío. Encima de ellos, el colobo agitó la cabeza hacia arriba al oír el ruido, aferrando las ramas con sus manitas. El animal volvió a mirar a Sam y a Remi.

Ésta arrulló al mono:

—Tranquilo, pequeño…

El colobo abrió la boca y empezó a chillar ya sacudir las ramas con tal violencia que les cayeron hojas encima.

Sam agachó la cabeza y miró a través del montón de maleza. Los dos hombres se levantaron a bordo de la lancha, con los fusiles al hombro, apuntando con la boca del arma en dirección a ellos. De repente, un estallido. La boca de un fusil emitió un fogonazo. La bala pasó silbando entre el follaje por encima de sus cabezas. El colobo chilló más fuerte y agitó las ramas. Sam tanteó bajo el agua, encontró la mano de Remi y la apretó.

—¿Están…? —susurró ella.

—No lo creo. Están buscando comida.

Otro estallido. Más gritos y ramas sacudidas.

Silencio.

Sam oyó que el golpeteo de las manos y las patas del mono se alejaba.

—Están girando en dirección a nosotros —susurró Sam—. Prepárate para respirar hondo.

Observaron a través de la maleza cómo la proa de la lancha motora cambiaba de dirección hasta apuntarles directamente. Empezó a deslizarse hacia delante, acortando poco a poco la distancia. El segundo hombre estaba en ese momento al lado del piloto, con el fusil apoyado en el marco del parabrisas.

—Espera, Remi —espetó Sam—. Espera… —Cuando la lancha estaba a menos de cincuenta metros, dijo—: Respira hondo… abajo.

Se sumergieron juntos, dando zarpazos en busca de asidero mientras descendían boca abajo por la orilla. Cuando sus pies se hundieron en el lodo, estiraron el cuello hacia atrás. En la superficie, la proa de la lancha se estaba abriendo paso entre el montón de maleza. Sam y Remi oyeron voces amortiguadas y luego ramas partidas. Cayeron hojas y salpicaron la superficie.

Finalmente, después de casi un minuto, la hélice de la lancha motora dio marcha atrás y comenzó a girar. La embarcación comenzó a retroceder. Sam y Remi aguardaron para salir a la superficie hasta que la proa giró y la lancha empezó a alejarse. Recobraron el aliento y observaron cómo la lancha desaparecía a la vuelta del recodo.

—No lo han cogido, ¿verdad? —preguntó Remi.

Sam se volvió y le sonrió.

—Ésa es mi chica, defendiendo a los animales hasta el final. No, ha escapado. Vamos, larguémonos de aquí.