Tanzania
La insignificante ventaja del Njiwa se volvió rápidamente insuperable cuando Sam y Remi se encontraron con la geografía de Tanzania. Mientras que el viaje por carretera a lo largo de la costa y entre núcleos de población resultó bastante fácil, se dieron cuenta de que desplazarse por los lugares apartados sería una pesadilla. La única carretera transitable en dirección al sur desde Dar es Salaam era la B2, que recorría el tramo del sur de Tanzania y no se acercaba en ningún momento a la costa menos de dieciséis kilómetros hasta llegar al pueblo de Somanga, a casi ciento cincuenta kilómetros al sur de la isla de Sukuti. Después de darse cuenta de que no llegarían a su destino por carretera antes que el Njiwa, cambiaron de planes. Conscientes de que Rivera contaba con amigos poderosos, prefirieron pecar de un poco paranoicos. Si Rivera se ponía en lo peor, podía suponer que habían emprendido la persecución desde Zanzíbar o Dar es Salaam y, si llegaba a la misma conclusión que ellos con respecto al viaje por carretera, esperaría que llegaran en barco.
Al anochecer, después de media docena de infructuosas llamadas telefónicas, encontraron un piloto especializado que aceptó llevarlos desde la pista de aterrizaje de Ras Kutani situada a las afueras de Dar es Salaam hasta la pista de aterrizaje de la isla de Mafia a la mañana siguiente. Desde allí les esperaría medio día de travesía en barco hacia el norte hasta la isla de Sukuti, un detalle que dejaron en las expertas manos logísticas de Selma.
Así era África, y los Fargo lo sabían. Aunque habían oído antes la expresión «kilómetro africano», esa fue la primera vez que la experimentaron en sus propias carnes. Lo que en otras circunstancias habría sido una excursión de cincuenta kilómetros por la costa se había convertido en un farragoso viaje de casi doscientos cincuenta kilómetros.
Como tenían una noche por delante, Sam cumplió su promesa y reservó la suite presidencial del Moevenpick Royal Palm con vistas al mar. Después de pasar la tarde en el spa del hotel, cenaron tarde en L’Oliveto, el restaurante italiano del hotel.
—Parece que llevemos meses lejos de la civilización —dijo Remi al otro lado de la mesa.
—Pues nadie lo diría viéndote —contestó Sam.
Mujer de recursos, Remi había encontrado un sencillo pero elegante «vestidito negro» de Zac Posen en la boutique del hotel.
—Gracias, Sam.
El camarero llegó, y Sam pidió el vino que habían elegido.
—Te he visto leyendo la biografía de Blaylock en el spa —dijo Sam a Remi—. ¿Algún descubrimiento?
—Es un poco lenta. No está escrita por Blaylock, eso te lo puedo garantizar. A menos que tuviera un escaso dominio del inglés, por no decir algo peor. Supongo que la escribió Morton. Pero ¿en qué fuente se basó? Me ha llamado la atención que no se mencione a Blaylock antes de su llegada a África. El libro empieza el día que puso pie en Bagamoyo. Hasta ese punto no hay ningún dato personal de su vida.
—Interesante. ¿Qué tal está el índice?
Remi se encogió de hombros.
—Como era de esperar. Seguro que Selma, Pete y Wendy tienen más suerte. He buscado referencias a la campana o el Ophelia, pero no aparece ninguna.
—Qué raro. Si fue él quien se tomó la molestia de grabar todos los jeroglíficos de la campana, cualquiera diría que como mínimo merecería una mención. Parece que hubiera intentado ocultar un secreto.
—Un gran secreto —añadió Remi—. Tan grande que puede que el gobierno mexicano haya estado asesinando a gente durante los últimos siete años.
La lanzadera al aeropuerto los dejó en Ras Kutani poco después del amanecer. Aparte de unos cuántos empleados de mantenimiento que se desplazaban entre la niebla matutina, la pista de aterrizaje estaba en silencio y desprovista de vida. Cuando la lanzadera se fue, una figura surgió de la bruma y se acercó a ellos. Llevaba unos pantalones de safari caqui, unas botas militares que le llegaban a las pantorrillas y una gorra decorada con la insignia de los Rangers del Ejército de Estados Unidos. Tenía el pelo moreno cortado al rape y un bigote poblado.
—Ed Mitchell —dijo sin más preámbulos.
—Sam y Remi Fargo —contestó Sam—. ¿Es usted estadounidense?
—Más o menos. Expatriado, creo que se dice. ¿Eso es todo lo que traéis? —dijo, señalando con la cabeza las mochilas de Sam y de Remi.
Le habían dejado la mayor parte de su equipaje a Vutolo, el conserje del Moevenpick y viejo amigo suyo.
—Solo esto —contestó Sam.
—Está bien. Cuando queráis.
Mitchell se volvió y echó a andar. Sam y Remi lo siguieron hasta una avioneta Cessna 182 de aspecto robusto pero con muchas horas de vuelo. Mitchel cargó sus cosas a bordo, les hizo abrocharse los cinturones en los asientos traseros y realizó una revisión exterior de rutina. Cinco minutos después de haber llegado ya estaban en el aire rumbo al sur.
—¿Submarinismo? —oyeron decir a Mitchell por los auriculares que llevaban.
—¿Cómo? —contestó Remi.
—Supongo que es el motivo por el que vais a Mafia.
—Ah. Claro.
—Señor Mitchell, ¿cuánto tiempo lleva en África? —preguntó Sam.
—Me llamo Ed. Veintidós años, creo. Vine con la RAND a instalar un radar en el ochenta y ocho. Me enamoré de esta tierra y decidí quedarme. Piloté avionetas Spad y helicópteros Huey en Vietnam, así que trabajar de piloto especializado me pareció ideal. Monté un negocio y el resto es historia.
—Me suena —contestó Remi.
—¿Qué parte?
—Lo de enamorarse de África.
—Este sitio suele engancharte. Cada dos o tres años voy a Estados Unidos para ver a mis amigos, pero siempre acabo volviendo al poco tiempo. —Por primera vez, Mitchel soltó una risita—. Supongo que soy un yonqui de África.
—¿Qué sabes de la isla de Sukuti? —preguntó Sam.
—Es perfecta para hacer submarinismo. El dueño es muy quisquilloso. Un tipo llamado Ambonisye Okafor. ¿Pensáis ir allí?
—Lo estamos pensando.
—Podemos sobrevolarla. Él es el dueño de la isla, no del espacio aéreo. Solo nos llevaría un cuarto de hora más o menos.
Mitchell realizó el cambio de rumbo, y a los pocos minutos la isla apareció por la ventanilla izquierda.
—En realidad, Sukuti forma parte del archipiélago de Mafia y, dependiendo de a quién le preguntéis, de la cadena de las Especias junto con Zanzíbar —dijo Mitchell—. Hay una Sukuti grande y una pequeña: la grande está situada al norte y la pequeña al sur. ¿Veis el pequeño canal que hay entre las dos? Como solo mide quince o veinte metros de ancho, se considera oficialmente una única masa continental. En total, aproximadamente trece kilómetros cuadrados. ¿Veis aquella otra de allí, a seis kilómetros al sur? Es Fanjove del Norte.
—¿Y la alargada que hay entre ellas? —preguntó Remi.
—Es más un atolón que una isla: un arrecife y un banco de arena. No tiene nombre, que yo sepa. Está tan cerca de la superficie que parece sólida. Se puede andar por encima, pero el agua te llegaría a las rodillas.
—¿Y esos cráteres? —preguntó Sam, mirando por la ventanilla.
—Sí. Durante la Primera Guerra Mundial, los buques de guerra y los cruceros alemanes solía usar Sukuti y Fanjove para hacer prácticas de tiro. En algunos lugares agujerearon la capa freática. Por eso Fanjove es tan famosa entre los submarinistas aficionados a las cuevas. Descienden por los cráteres atados con cuerdas y se dedican a explorar. Cada año mueren tres o cuatro. ¿Vais a…?
—No —contestó Sam—. Lo nuestro es el buceo normal y corriente.
—Tened cuidado. Okafor reclama la propiedad de Sukuti en tres kilómetros a la redonda. Tiene patrulleras y guardias armados. Incluso intenta advertir a la gente para que no vaya a Fanjove, pero no tiene ningún derecho legal en esa zona. Allí está su casa… en el pico.
Sam y Remi alargaron el cuello para mirar. La residencia de vacaciones isleña de Ambonisye Okafor era una casa de campo de estilo italiano con cuatro plantas rodeada de un alto muro de piedra hasta la altura del pecho. Unos senderos de conchas trituradas perfectamente cuidados se extendían desde la finca como rayos de rueda torcidos.
Si la hubieran soltado en el océano Pacífico sesenta y cinco años antes, la Gran Sukuti habría pasado perfectamente por una isla fortificada japonesa durante la Segunda Guerra Mundial. Con la forma de un cono cuya parte posterior hubiera sido cortada a ras del agua, el extremo sur y el extremo inferior de la isla estaban desprovistos de vegetación, salvo algún que otro matorral, y carecían por completo de refugio, excepto unos cuantos cantos rodados. A unos ochocientos metros de la orilla, el paisaje lunar daba paso a una ringlera de selva forestal que acababa donde empezaban los terrenos de la finca.
—Si sustituyes esa casa por un bunker, tienes una versión reducida de Iwo Jima —dijo Sam—. Para mantener esa selva a raya debe de hacer falta personal de mantenimiento a jornada completa.
Dos de los senderos de la isla les llamaron la atención. Uno conducía a un muelle en la parte noroeste de la isla. El Njiwa estaba amarrado junto al embarcadero. Enfrente de él, había dos lanchas motoras Rinker como las que Rivera y sus hombres habían usado durante el robo de la campana. Vieron varias figuras moviéndose por la cubierta del Njiwa, pero desde tanta altura no podían distinguir los rostros.
El otro sendero destacado conducía a un claro bordeado de piedras pintadas de blanco; en el centro, más piedras, esta vez incrustadas en la tierra, formaban una hache gigantesca. Una pista de aterrizaje para helicópteros.
—Ed, ¿eso es…?
—Sí. Es dueño de un Eurocopter EC135. Un pájaro de primera. Okafor ya no va en coche si puede evitarlo. Cosa de estatus, supongo. ¿Alguno de vosotros pilota?
—Yo tengo un monomotor —contestó Sam—. He recibido clases de piloto de helicóptero. Tengo diez horas en cabina. Es más difícil adaptarse de lo que me imaginaba.
—Y que lo digas.
—No veo muchos guardias ni vallas allí abajo —dijo Remi—. Es raro para un hombre que disfruta de su intimidad.
—Es tan famoso que ya no necesita tanta protección. Demanda a los intrusos sin piedad. Se rumorea que unos cuantos incluso han desaparecido después de tentar a la suerte.
—¿Usted cree que es verdad? —preguntó Sam.
—Suelo hacerlo. Okafor fue general del ejército tanzano antes de jubilarse. Es un tipo duro que da bastante miedo. ¿Ya habéis visto bastante?
—Sí —respondió Sam.
El resto del vuelo transcurrió sin contratiempos, interrumpido únicamente por los ocasionales comentarios de Ed a través de los auriculares para señalarles lugares de interés y proporcionarles datos de la historia africana. Poco antes de las siete y media aterrizaron en la pista de grava de la isla de Mafia y se deslizaron hasta la terminal, un edificio encalado con un reborde azul oscuro y un tejado de hojalata rojo ladrillo. Junto al edificio había un par de oficiales de inmigración uniformados sentados a la sombra de un baobab.
Cuando los motores se pararon, Ed salió y cogió las mochilas del compartimiento de carga. Les dio su tarjeta.
—Buen viaje, familia Fargo. Llamadme si os metéis en líos —dijo, y a continuación les dedicó una sonrisa inequívoca de conspirador.
Sam le devolvió la sonrisa.
—¿Sabe algo que nosotros no sabemos?
—No, pero reconozco a los adictos a la aventura. Me parece que vosotros dos sabéis arreglároslas mejor que la mayoría, pero África es un sitio implacable. El número de la tarjeta es el de mi teléfono por satélite. Lo dejaré encendido.
—Gracias, Ed.
Se estrecharon la mano, y luego Ed se volvió y se encaminó a una construcción metálica prefabricada, cuya ventana exhibía un parpadeante rótulo de neón rojo en el que se leía: CERVEZA.
Cogieron sus mochilas y se dirigieron a la terminal, pero los dos oficiales del baobab los interceptaron en la acera. Tras mirar de forma somera sus pasaportes, los oficiales inspeccionaron sus cosas y a continuación les sellaron los pasaportes y les dijeron «Bienvenidos a la isla de Mafia» en un inglés rudimentario.
—¿Necesitan taxi? —preguntó uno de los oficiales.
Sin esperar una respuesta, levantó la mano y silbó. En el espacio situado frente a la entrada del aeropuerto para que los vehículos dieran la vuelta, un Peugeot gris muy oxidado arrancó gruñendo.
—Gracias, pero no —dijo Sam—. Buscaremos nuestro propio medio de transporte.
Sin bajar la mano, el oficial miró con perplejidad a Sam.
—¿Eh?
Sam señaló el Peugeot y negó con la cabeza.
—La asante —dijo. «No, gracias». El oficial se encogió de hombros y despachó al taxista con la mano.
—Sawa —dijo a su vez. «Está bien». Él y su compañero regresaron al baobab.
—¿A qué ha venido eso? —preguntó Remi.
—Estaban conchabados. En el mejor de los casos, nos estafan; en el peor, nos llevan a un callejón y nos roban.
Remi sonrió.
—Sam Fargo, ¿dónde está tu fe en la humanidad?
—En este momento en el mismo sitio que mi cartera: bien escondida.
Aunque la isla de Mafia era un destino conocido para los submarinistas extremos, también era un centro del mercado negro tanzano. Sam se lo explicó a Remi.
—Eres una fuente de sabiduría —dijo ella—. ¿De dónde has sacado esa información?
—Me he descargado el Libro Mundial de Datos de la CIA en el iPhone. Es muy útil. Venga, iremos andando. No está lejos.
—¿Qué impedirá que nos atraquen en la calle? Sam levantó el faldón de su camisa para dejar a la vista la culata de la Heckler & Koch.
Remi sonrió y sacudió la cabeza.
—Tómatelo con calma, vaquero. No quiero ninguna recreación del duelo en el O.K. Corral, por favor.
Según sus mapas, la pista de aterrizaje de la isla de Mafia dividía la ciudad más grande de la isla, Kilindoni, en la parte norte y la parte sur, la primera situada más hacia el interior y la segunda pegada a la costa. Allí era donde Selma les había dicho que encontrarían los muelles y el barco que había alquilado para ellos.
Aunque todavía no eran las ocho de la mañana, el sol brillaba intensamente en el cielo azul despejado, y a los pocos minutos de abandonar la pista de aterrizaje, Sam y Remi ya estaban sudando. Notaban miradas que seguían cada uno de sus movimientos; muchas eran de niños curiosos que los flanqueaban, saludaban con la mano y sonreían tímidamente a los extraños blancos que habían ido a su pueblo.
Después de avanzar veinte minutos por caminos de tierra compactada bordeados de chozas destartaladas cuya composición iba de la hojalata a los ladrillos pasando por el cartón, llegaron a la playa. Las dunas que daban al mar estaban llenas de cobertizos para embarcaciones y almacenes igual de desvencijados. Una docena de muelles de tablas de madera se adentraban en las olas. Entre treinta y cuarenta embarcaciones, desde yates con décadas de antigüedad hasta esquifes y dhowsy tanto impulsados por vela como motorizados, cabeceaban anclados en el puerto. Cerca de la orilla trabajaban grupos de hombres y muchachos reparando redes, restregando cascos o limpiando pescado.
—Echo de menos el Andreyale —murmuró Remi.
—Bueno, ahora que tiene un agujero de granada en el centro de la cubierta de popa, es propiedad nuestra —contestó Sam—. Podemos sacarlo del fondo. Lo consideraremos un recuerdo. —Se volvió y escudriñó la hilera de edificios repartidos a lo largo de la duna—. Estamos buscando un bar llamado Pájaro Rojo.
—Allí —dijo Remi, señalando con el dedo una casa alargada, con el tejado de paja, situada cincuenta metros playa abajo.
El edificio tenía delante un letrero de madera contrachapada de un metro y veinte por dos y medio con un cuervo pintado en color rojo chillón.
Caminaron en esa dirección. Conforme se acercaban a los escalones de madera, un cuarteto de hombres interrumpieron su animada conversación y los miraron.
—Buenos días —les dijo Sam—. Estamos buscando a Buziba.
Durante diez segundos largos ninguno dijo nada.
—Unazungumza kiingereza? —dijo Remi. «¿Hablan inglés?»
No hubo respuesta.
Durante los dos minutos siguientes, Sam y Remi emplearon sin éxito sus limitados conocimientos de swahili para tratar de entablar un diálogo. Una voz dijo detrás de ellos:
—Buziba, no seas idiota.
Al volverse, vieron a un sonriente Ed Mitchell detrás de ellos. Tenía una cerveza Tusker en cada mano.
—¿Nos has estado siguiendo? —preguntó Sam.
—Más o menos. Ahora mismo seguramente somos los tres únicos estadounidenses en la isla. He pensado que no perdía nada por ser un poco solidario. Conozco al viejo Buziba —dijo Ed, señalando con la cabeza al hombre canoso sentado en el escalón superior—. Habla inglés. Se hace el tonto para regatear.
Ed soltó una frase en swahili, y los otros tres hombres se levantaron y entraron sin prisa en el bar.
—Pórtate como un caballero, Buziba —dijo Ed—. Son amigos míos.
La expresión adusta del anciano desapareció. Sonrió de oreja a oreja.
—Los amigos de míster Ed son amigos míos.
—Te he dicho que no me llames así —dijo Mitchell, y acto seguido se dirigió a Sam y Remi:
—Ha visto la reposición de la serie por televisión. Le hace gracia compararme con un caballo parlante.
—Su inglés es muy bueno —dijo Remi a Buziba.
—Sí, impecable. Mejor que su swahili, ¿verdad?
—Sin duda —respondió Sam—. Una amiga nuestra le llamó con relación a un barco.
Buziba asintió con la cabeza.
—La señora Selma. Ayer. Tengo su barco. Cuatrocientos dólares.
—¿Por día?
—¿Eh?
Ed dijo algo en swahili, y Buziba respondió.
—Lo vende por cuatrocientos —dijo Ed—. El año pasado dejó de pescar; ha estado intentando venderlo desde entonces. El bar le da suficiente dinero.
Sam y Remi intercambiaron unas miradas.
—Probablemente aquí pagaríais esa cantidad por dos días de alquiler a cualquier otra persona.
—Veámoslo —dijo Sam.
Los cuatro anduvieron por la playa hasta el lugar, donde había un dhow azul aguamarina de cinco metros y medio apoyado sobre media docena de caballetes en forma de uve. Un par de chicos estaban en la arena junto al casco de la embarcación. Uno raspaba mientras el otro pintaba.
—Miren —dijo Buziba—. Inspeccionen.
Sam y Remi dieron una vuelta alrededor del dhow, buscando señales de deterioro y mal estado. Sam hurgó en las juntas con su navaja suiza mientras Remi daba golpecitos a la madera, comprobando si estaba podrida. Sam se dirigió a la popa, trepó por la escalera apoyándose contra el espejo de popa y subió a la cubierta. Volvió a aparecer dos minutos más tarde y gritó:
—Las velas están podridas.
—¿Eh? —contestó Buziba.
Ed le tradujo la frase, escuchó la respuesta de Buziba y dijo:
—Por cincuenta dólares le pondrá unas nuevas.
—¿Cómo es la cabina? —preguntó Remi a Sam.
—Sumamente acogedora. No es el Moevenpick, pero hemos estado en sitios peores.
—¿Y el motor?
—Viejo pero bien conservado. Deberíamos poder navegar a seis o siete nudos.
Remi se dirigió al espejo de popa e inspeccionó la hélice y el eje.
—Apuesto a que a los cojinetes les vendría bien volver a lubricarlos.
Ed tradujo la frase, escuchó y acto seguido contestó:
—Dice que por otros cincuenta estará hecho en dos horas.
—Veinticinco —replicó Sam—. Que me dé los materiales y las herramientas, y lo haré yo mismo.
Buziba proyectó el labio inferior y empujó hacia fuera la barbilla, pensando.
—Cincuenta. Incluyo agua y comida para dos días.
—Tres días —contestó Remi.
Buziba lo consideró y a continuación se encogió de hombros.
—Tres días.