Isla de Chumbe, Zanzíbar, Tanzania
Los tiburones salían velozmente de los límites de su campo de visión, lustrosas siluetas grises que solo ofrecían a Sam y a Remi Fargo vislumbres de aletas afiladas y colas que se agitaban antes de desaparecer en la cortina de arena arremolinada. Como siempre, Remi había desaprovechado la oportunidad de hacer una foto y, como siempre, había pedido a Sam que hiciera de escala mientras enfocaba detrás de él el frenético festín con su cámara submarina de alta velocidad. Sam, por su parte, estaba menos preocupado por los tiburones que por el precipicio que tenía a su espalda, donde el banco de arena descendía casi cincuenta metros hasta las oscuras profundidades del canal de Zanzíbar.
Remi apartó la cara de la cámara, sonrió con los ojos detrás de las gafas de buceo y le hizo una señal de aprobación juntando el dedo índice y el pulgar. Sam avanzó agradecido para reunirse con ella. Se arrodillaron uno al lado del otro en la arena y contemplaron el espectáculo. Era julio, y en la costa de Tanzania eso significaba que era la estación de los monzones, que a su vez significaba que la Corriente Costera de África Oriental (CCAO) estaba apareciendo por el sudeste hasta juntarse con el extremo sur de Zanzíbar, donde se dividía en las corrientes del litoral y las de alta mar. Para los tiburones, eso creaba un «túnel de comida» en el espacio de casi treinta kilómetros comprendido entre Zanzíbar y el continente, por el cual los peces de presa eran impulsados hacia el norte. Un irresistible bufet móvil, en palabras de Remi.
Sam y Remi tenían cuidado de permanecer dentro de lo que habían denominado «la zona segura», la franja de aguas cristalinas de casi cincuenta metros a la altura de la isla de Chumbe. Más allá, el banco de arena descendía hasta el canal. La demarcación era fácil de distinguir: la corriente, que se movía a seis nudos o más, levantaba una cortina ondulada de arena al desplazarse a lo largo del banco de arena de la isla. Sam y Remi la llamaban «la zona del adiós»: si te internabas en esa corriente, te esperaba un viaje sin retorno por la costa.
Pese al peligro —o tal vez debido a él—, aquel viaje anual a Zanzíbar era uno de sus favoritos. Además de tiburones, peces, corrientes y tempestades de arena submarinas, la CCAO ofrecía tesoros: aunque normalmente se trataba de cosas que solo tenían valor como simples curiosidades, a Sam y a Remi les bastaba. A lo largo de los siglos, los barcos habían surcado la costa oriental de África desde Mombasa hasta Dar es Salaam, muchos de ellos cargados de oro, piedras preciosas y marfil con destino a las metrópolis coloniales. Incontables barcos se habían hundido en el canal de Zanzíbar y en los alrededores, y el contenido de sus bodegas se había dispersado en el fondo, a la espera de que la corriente adecuada lo descubriera o lo pusiera al alcance de submarinistas curiosos como los Fargo. A lo largo de los años, éstos habían hallado monedas de oro y de plata enviadas por el Imperio romano a España, cerámica china, jade de Sri Lanka, plata… Habían encontrado piezas que iban de lo fascinante a lo vulgar. Hasta el momento, en aquel viaje solo habían encontrado un artículo de interés: una moneda de oro con forma de rombo que tenía tantas lapas incrustadas que no podía distinguirse en ella ningún detalle.
Sam y Remi observaron unos minutos más cómo comían los tiburones y luego, de mutuo acuerdo, se volvieron y comenzaron a bucear hacia el sur a lo largo del fondo, deteniéndose de vez en cuando para agitar la arena con una raqueta de ping-pong, con la esperanza de que el bulto que habían visto fuera un fragmento de historia oculto.
La isla de Chumbe, con una longitud aproximada de diez kilómetros y una anchura de tres, tiene forma de bota de mujer, con la espinilla, el tobillo y el pie delantero mirando hacia el canal, y la pantorrilla, el tacón de aguja y la suela mirando hacia Zanzíbar. Justo encima del tobillo hay una abertura en el banco de arena, una ensenada que lleva al lago creado junto al tacón de aguja.
Después de pasear por la arena durante quince minutos, Sam y Remi llegaron a la abertura del tacón, torcieron hacia el oeste hasta situarse a diez metros de la playa y luego giraron otra vez hacia el norte para retomar la búsqueda. Ahora estaban más atentos. A lo largo de esa extensión del banco de arena, el canal principal se acercaba peligrosamente a la playa, un saliente con forma de burbuja que limitaba su zona de seguridad a doce metros escasos. Remi nadó hacia la costa y adelantó a Sam varios metros; los dos solían mirar para asegurarse de que el otro no se había dejado arrastrar hacia el precipicio.
Por el rabillo del ojo, Sam vio un destello, un fugaz brillo dorado. Dejó de nadar, posó primero las rodillas en la arena y acto seguido golpeó su botella con el cuchillo de buceo para llamar la atención de Remi. Ella paró en seco, se volvió y regresó moviendo las aletas junto a él. Sam señaló el lugar. Ella asintió. Sam se situó en cabeza, y nadaron hacia la orilla hasta que aparecieron los bancos de arena. Se trataba de un muro de arena de casi cuatro metros de altura que marcaba la ubicación de una especie de precipicio, donde el agua pasaba de llegar a la altura del pecho a tener una profundidad de seis metros. Se detuvieron delante del banco y miraron alrededor.
Remi se encogió de hombros. «¿Dónde?»
Sam también se encogió de hombros y siguió registrando el banco de un lado a otro. A seis metros a su derecha volvió a verlo: un brillo dorado. Nadaron hacia él y se pararon otra vez. Allí la zona del adiós quedaba todavía más cerca, a menos de dos metros y medio a sus espaldas. Incluso a esa distancia notaban el oleaje de la corriente, como un vórtice que intentaba arrastrarlos hacia la parte más profunda.
Algo parecido a un aro de un tonel de unos quince centímetros sobresalía del banco a la altura de su cintura. Pese a estar deslustrado y cubierto de lapas, la corriente lo había pulido con arena en varias zonas y había dejado al descubierto un metal reluciente.
Sam alargó el brazo y abanicó la zona alrededor del aro. La parte descubierta aumentó a veinte centímetros y luego a veinticinco antes de curvarse hacia atrás y desaparecer en el banco de arena. Sam movió la raqueta hacia arriba, con la esperanza de descubrir parte de las duelas del barril en caso de que la madera no hubiera sucumbido a la descomposición.
Sam dejó de abanicar. Miró a Remi y vio que tenía los ojos muy abiertos tras las gafas de buceo. Encima del aro no había madera podrida, sino una superficie metálica curvada con una pátina de motas verdes. Sam se arrodilló y avanzó contoneándose hasta que su pecho casi tocó el banco, y entonces estiró el cuello y agitó la raqueta debajo del aro. Después de treinta segundos de trabajo, apareció una cavidad. Suave y lentamente, Sam introdujo la mano en el hueco y palpó el interior con los dedos extendidos.
Retiró el brazo y se apartó del objeto hasta que estuvo otra vez junto a Remi. Ella lo miró esperanzada. Él asintió con la cabeza. No había duda: el barril no era tal, sino la campana de un barco.
—Menuda sorpresa —dijo Remi unos minutos después de salir a la superficie.
—Ya lo creo —contestó Sam tras quitarse el tubo respirador.
Hasta entonces, el mayor objeto que habían encontrado había sido un tajadero de plata de ley de un buque clase Liberty de la Segunda Guerra Mundial.
Remi se quitó las aletas y las arrojó por la borda a la cubierta de popa de su embarcación alquilada —un yate de pasajeros Joubert-Nivelt Andreyale de siete metros de eslora con maderamen de teca lacado y ventanas como las de los metros antiguos—, y luego subió por la escala, seguida de Sam. Una vez que se hubieron despojado del resto del equipo y lo hubieron guardado en la cabina de la embarcación, Remi cogió un par de botellas de agua de la nevera portátil y le lanzó una a Sam. Se sentaron en las sillas de la cubierta.
—¿Cuánto tiempo crees que ha estado ahí abajo? —preguntó Remi.
—Es difícil saberlo. La pátina no tarda en aparecer. Tendríamos que ver el grosor de la que cubre el resto. El interior parecía impoluto.
—¿Y el badajo?
—No he podido tocarlo.
—Parece que tenemos que tomar una decisión.
—Eso parece.
El gobierno de Tanzania no solo tenía unas leyes poco ortodoxas en materia de recuperación de objetos submarinos, sino que la isla de Chumbe era conocida oficialmente como Parque Coralino Isla de Chumbe, buena parte del cual había sido declarado, además, Santuario de Arrecifes y Reserva Forestal Vedada. Antes de que Sam y Remi pudieran hacer algo, tenían que determinar si la campana se encontraba oficialmente dentro de una de esas zonas protegidas. Si superaban ese obstáculo, podrían dar el siguiente paso en conciencia: determinar la procedencia y/o el origen de la campana, un requisito imprescindible si querían hacer una reclamación legal antes de alertar a las autoridades locales de la presencia de la campana. Caminaban sobre una cuerda muy fina. Si llegaban al otro extremo, puede que tuvieran un importante hallazgo histórico en sus manos, pero a cada lado de la cuerda había leyes que, en el mejor de los casos, podían arrebatarles el hallazgo o, en el peor, llevarlos a juicio. Por ley, podían quedarse con cualquier objeto hallado fabricado por el hombre que no requiriera «ningún método de excavación extraordinario». Con bagatelas como la moneda con forma de rombo no había problemas; en cambio, la campana de un barco era harina de otro costal.
Esa situación no era nueva para los Fargo. Juntos y por separado, de forma privada y profesional, Sam y Remi habían estado buscando tesoros, objetos y reliquias históricas ocultas durante la mayor parte de sus vidas adultas.
Siguiendo los pasos de su padre, Remi había estudiado en la Universidad de Boston y había obtenido un master en antropología e historia; sentía un especial interés por las antiguas rutas comerciales.
El padre de Sam, que había fallecido pocos años antes, había sido uno de los principales ingenieros de los programas espaciales de la NASA mientras que su madre, una mujer llena de vitalidad, había gobernado un barco de buceo de alquiler.
Sam recibió el título de ingeniero por el Instituto de Tecnología de California, junto con un puñado de trofeos de lacrosse y de fútbol.
Cuando se encontraba en sus últimos meses de estancia en el Instituto de Tecnología de California, Sam fue abordado por un hombre que, según descubriría más tarde, pertenecía a la AIPAD —Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados de Defensa—, el brazo del gobierno centrado en la investigación y en el desarrollo. A Sam no le costó tomar la decisión, seducido por el atractivo de la ingeniería creativa más el hecho de estar prestando un servicio a su país.
Después de siete años en la AIPAD Sam regresó a California, donde conoció a Remi en el Lighthouse, un club de jazz de Hermosa Beach. Sam había entrado en el club a tomar una cerveza fría, y Remi estaba allí celebrando un exitoso viaje de investigación con el fin de confirmar los rumores sobre la existencia de un barco español hundido en Abalone Cove.
Aunque ninguno de los dos había considerado su primer encuentro un caso de amor a primera vista, ambos habían coincidido en que había sido un caso de «seguridad al primer momento». Seis meses más tarde se casaron donde se habían conocido, en una pequeña ceremonia celebrada en el Lighthouse.
Animado por Remi, Sam se lanzó a montar su propio negocio, y al cabo de un año dieron con un filón: un escáner de láser de argón que podía detectar e identificar a distancia metales mixtos y aleaciones, del oro a la plata, el platino y el paladio. Buscadores de tesoros, universidades, empresas y organizaciones mineras se peleaban por la patente del invento de Sam, y al cabo de dos años el Grupo Fargo obtenía unos beneficios netos anuales de tres millones de dólares. Al cabo de cuatro años, las empresas más poderosas llamaron a su puerta. Sam y Remi aceptaron la oferta más generosa, vendieron la empresa por suficiente dinero para vivir holgadamente el resto de sus vidas y se dedicaron a su auténtica pasión: la búsqueda de tesoros.
El motor que impulsaba sus vidas no era el dinero, sino la aventura y la satisfacción de ver que la Fundación Fargo prosperaba. La fundación, que repartía sus donaciones entre niños desfavorecidos y maltratados y la conservación de la naturaleza, había crecido a pasos agigantados a lo largo de la última década; el año anterior había donado casi veinte millones de dólares a diversas organizaciones. Una buena parte de ese dinero procedía de la fortuna personal de Sam y Remi, y el resto, de donaciones privadas. Para bien o para mal, sus hazañas atraían poderosamente a los medios de comunicación, que a su vez atraían a donadores ricos y destacados.
La duda que ahora se les planteaba era si la campana del barco podría transformarse en fondos filantrópicos o simplemente se quedaría en una fascinante distracción histórica. Claro que eso tampoco importaba. La búsqueda de la historia oculta revestía para ellos suficientes alicientes propios. En cualquier caso, sabían por dónde tenían que empezar.
—Es hora de llamar a Selma —dijo Remi.
—Es hora de llamar a Selma —convino Sam.
Una hora más tarde estaban de vuelta en su chalet de estilo colonial en la playa de Kendwa, en el extremo norte de Zanzíbar. Mientras Remi preparaba una ensalada de fruta fresca, rodajas de prosciutto y mozzarella, y té helado, Sam llamó por teléfono a Selma. Sobre sus cabezas, un ventilador de techo de un metro y medio agitaba el aire mientras una fresca brisa del exterior hacía ondear las cortinas de gasa sobre la puertaventana.
Pese a ser las cuatro de la madrugada en San Diego, Selma Wondrash contestó al primer tono. A Sam y a Remi no les sorprendió, pues creían que Selma solo dormía cuatro horas por noche, menos los domingos, que dormía cinco.
—Solo me llaman cuando están de vacaciones y si se han metido en un lío o están a punto de meterse en uno —dijo Selma por el manos libres sin más preámbulos.
—Eso no es verdad —contestó Sam—. El año pasado te llamamos desde las Seychelles…
—Porque una banda de babuinos había entrado en su casa de la playa, había destrozado los muebles y se había llevado todos sus bienes materiales, y la policía creía que eran ustedes unos ladrones.
«Tiene razón», esbozó Remi con los labios desde el otro lado de la isla de cocina. Lanzó a Sam un trozo de pina fresca usando la punta de su cuchillo. Él lo atrapó con la boca, y ella aplaudió sin hacer ruido.
—Vale, es cierto —dijo Sam a Selma.
Selma Wondrash, una ex ciudadana húngara que no había perdido del todo su acento, era la severa pero en el fondo bondadosa jefa del equipo de investigación compuesto por tres personas que estaba detrás de la Fundación Fargo. Selma era viuda; había perdido a su marido, un piloto de pruebas de las fuerzas aéreas, en un accidente diez años antes.
Después de licenciarse en Georgetown, Selma había gestionado la División de Colecciones Especiales de la Biblioteca del Congreso hasta que Sam y Remi la captaron. Más que una jefa de investigación, Selma había demostrado ser una magnífica agente de viajes y una especialista en logística, llevándolos y trayéndolos de sus distintos destinos con eficiencia militar. Selma comía, bebía y vivía para la investigación: el misterio que se negaba a ser solucionado, la leyenda que mostraba el más mínimo atisbo de verdad.
—Bueno, ¿de qué se trata esta vez? —preguntó Selma.
—Una campana de barco —gritó Remi.
Oyeron ruido de papeles mientras Selma cogía una libreta nueva.
—Cuéntenme —dijo.
—En la costa occidental de la isla de Chumbe —dijo Sam, y acto seguido recitó las coordenadas que había introducido en su GPS antes de dirigirse al barco—. Tendrás que comprobar…
—Los límites de las reservas y los santuarios, sí —dijo Selma, mientras su lápiz hacía ruido en el papel—. Mandaré a Wendy que investigue las leyes marítimas de Tanzania. ¿Algo más?
—Una moneda. Tiene forma de rombo, más o menos del tamaño de una moneda de medio dólar. La encontramos a unos cien metros al norte de la campana… —Sam miró a Remi en busca de confirmación, y ella asintió con la cabeza—. Vamos a ver si podemos limpiarla un poco, pero ahora mismo tiene la cara tapada.
—Entendido. ¿Qué más?
—Nada más. Eso es todo. Lo antes posible, Selma. Cuanto antes podamos echarle el guante a esa campana, mejor. El banco de arena no parecía muy estable.
—Les llamaré —respondió Selma, y colgó.