Finalmente Goodlands captó la atención de los medios de comunicación, aunque con cuatro años de retraso.
Los medios que cubrieron este caso de fuertes aguaceros se redujeron a un solo equipo de cámaras del programa Thirty, conocido por mostrar a famosos sorprendidos en flagrante delito y por captar sucesos misteriosos e inexplicables. Aquel día el equipo estaba medio perdido y buscaba un lugar para desayunar, después de haber pasado la noche a la intemperie en las afueras de Goodlands con la esperanza de obtener una toma del infame muchacho espectral de Arbor Road. No tuvieron suerte. Más tarde, su búsqueda se limitó a procurarse un desayuno de huevos con tocino y a llegarse a Arbor, que luego describieron ante la cámara como «una zona catastrófica». Se vieron atrapados en la última de las tormentas de polvo, la furgoneta se les quedó atascada en los límites del pueblo y tuvieron que presenciar, aterrorizados, la fase más aguda de la tempestad. De todas formas, consiguieron grabarla.
Angela Coltrain, antigua modelo para una conocida marca de pantalones vaqueros, se empeñó en continuar adelante.
—Caminemos —propuso. Pero los dos hombres que formaban su equipo se opusieron. Jake, el cámara, insistió en que el polvo dejaría inservible el material. Al ver contrariado su propósito, Angela pasó enfurruñada el resto de la mañana. También grabaron la fase final y más tranquila de la tormenta.
Cuando Jake determinó que el peligro había pasado, la polvareda de los caminos era tan densa que les obligó a detenerse varias veces. Los dos hombres empujaban el vehículo mientras Angela intentaba poner en marcha el motor, lanzándoles a la cara nubes de humo y de polvo. Al cuarto intento, cuando los chicos estaban a punto de amotinarse, los tres tomaron la decisión de abandonar la furgoneta y echar a andar.
Anduvieron en silencio.
La belleza sobrenatural de los destrozos causados por la tormenta en las casas, los campos y los vehículos, les hizo apretar el paso. Cuando estaban a punto de llegar al pueblo, las luces se apagaron repentinamente, como si alguien hubiese tocado un interruptor.
Llevaban la cámara de infrarrojos y la utilizaron para filmar secuencias sobrecogedoras y misteriosas, que Angela más tarde definió como «el apocalipsis de un pueblo». En su opinión, aquellas imágenes los harían ricos y famosos.
Cuando destellaron los relámpagos y la tierra empezó a vibrar como sacudida por un terremoto, los tres, originarios de Los Ángeles, tuvieron muchísimo miedo. Faltos de la protección de la furgoneta, buscaron una casa. Angela insistía en que Jake siguiera grabando mientras avanzaban por un largo camino de entrada y aporreaban la puerta de la primera vivienda que encontraron. Tras unos minutos de educada espera sin obtener respuesta alguna, se colaron en la casa.
Permanecieron allí mientras contemplaban la furia desatada de los elementos a través del ventanal.
Cuando los cielos se abrieron y la lluvia cayó como una cascada, esperaron sólo una hora antes de volver a salir. La casa les había parecido tenebrosa, silenciosa y polvorienta, y descartaron recorrer todas las habitaciones porque, aunque comentaron que sin duda sus habitantes habrían abandonado el pueblo, en el fondo no estaban tan seguros. Además, se había interrumpido el suministro eléctrico y no había línea telefónica.
Hacia las tres, después de envolver las cámaras con plásticos, siguieron adelante. Angela buscó un paraguas en el armario del pasillo y encontró uno, cubierto de polvo y olvidado al fondo, detrás de varios zapatos y botas de invierno. También dio con un par de botas de goma que se puso Brad, el responsable de sonido.
—¡Cielos! ¿Es que aquí no llueve nunca? —había exclamado Angela antes de encontrar el paraguas.
Se dirigieron al pueblo bajo la lluvia torrencial y, al llegar, encontraron reunida a toda la gente que no habían visto en las silenciosas carreteras que conducían al pueblo.
—Era como si se celebrase una especie de… rito satánico —explicó Angela después a los productores para justificar el día de más que habían estado fuera. Jake y Brad asintieron, pero las cintas contradecían la descripción de Angela.
—Sigue grabando, yo buscaré a las víctimas —ordenó Angela a Jake, refiriéndose a las personas para entrevistar. Y así fue.
El equipo de Thirty filmó durante cuatro horas más.
Nunca llegaron a hablar con la banquera, pero cuando estaban en el porche de la casa al final de una calle perdida, dieron con el hombre que estaba en boca de todo el mundo.
Angela lo vio primero.
Era alto, de espaldas anchas, pelo largo y humedecido, que llevaba peinado hacia atrás y recogido en una coleta. La ropa mojada se le adhería al cuerpo musculoso, lo que hizo que Angela perdiera su profesionalidad por un momento. La joven desplegó su sonrisa más seductora, la que le había facilitado una entrevista con Jack Nicholson, y encabezó la marcha del equipo por el camino de entrada. A medio camino, el hombre del porche levantó la mano.
—No sigan —advirtió.
Cortésmente, los tres se detuvieron.
Angela volvió a sonreír de forma seductora.
—¡Hola! —saludó—. Soy Angela Coltrain, del programa Thirty. ¡Vaya día que han tenido aquí!, ¿no? Nos gustaría que nos dedicara unos minutos de su tiempo para hablar sobre lo ocurrido. —Avanzó un par de pasos, mientras detrás de ella la cámara de Jack iba grabando.
—Lo siento —repuso el hombre del porche, también con una sonrisa blanca y brillante en su cara bronceada. Angela sintió que una oleada de calor le recorría el cuerpo—. En realidad, no hay nada que explicar.
—¿Está Karen Grange en la casa? He oído que vive aquí. Nos gustaría charlar con ella si a usted no le importa. —La sonrisa de Angela no desapareció mientras avanzaba hacia el porche—. Iré a avisarla, a menos que prefiera hacerlo usted por nosotros.
—Deténgase —ordenó él, al tiempo que su sonrisa se desvanecía—. Está descansando. Así que si no le importa, Angela —pronunció su nombre con una lentitud exagerada—, creo que será mejor que se larguen. —Les dio la espalda y se encaminó hacia la puerta.
—¡Espere! —exclamó Angela—. No pretenderá dejarnos aquí fuera bajo la lluvia, ¿verdad? —Abrió más los ojos y mostrando su sonrisa más afectada, se adelantó rápidamente hacia el porche y se detuvo muy cerca del hombre.
Lentamente Tom volvió a esbozar una amplia sonrisa y la miró a los ojos. Su sonrisa era tan contagiosa que la de ella perdió su artificiosidad y se tornó natural; los músculos de su boca se relajaron y tuvo ganas de lanzar una risita tonta de colegiala. Pasaron unos segundos antes de que Angela se diese cuenta de que no decía nada, tan sólo estaba allí de pie, sonriendo como una adolescente. Tras ella, Jake la llamó con un susurro. Sorprendida, Angela pestañeó.
—Por favor —le suplicó al hombre del porche—. Quiero preguntarle sobre la lluvia… Hay gente que asegura que usted hizo como una… —Angela dudó, incómoda. Sus mejillas se sonrojaron al ir a decir tal tontería a un… hombre tan apasionante—. ¡Ejem…! Una danza de la lluvia —terminó con una risilla.
Al oír esa risa tonta, Jake apartó el ojo del visor de la cámara y miró perplejo a Brad, que se encogió de hombros.
Tom, que seguía mirando a Angela, se rió entre dientes.
—No hubo ni danza ni magia —puntualizó—, sólo un chubasco. Algo de lluvia. ¿Entendido?
—Sí —asintió Angela con alegre presteza.
—Bueno, pues ha sido un placer conocerla, Angela —concluyó él. Ella volvió a asentir.
Tom se volvió tras despedirse con la mano y entró en la casa. La puerta se cerró de golpe, un golpe de madera contra madera que produjo un sonido ahogado por la lluvia.
Angela todavía sostenía el micro, con cara sonriente.
—¿Qué demonios es todo esto? —le preguntó Jake, enfadado, desconectando la cámara—. ¿En qué estabas pensando?
Angela parpadeó otra vez, todavía confusa. Luego volvió a sonrojarse, aunque esta vez de vergüenza. Apretó los labios y se dio la vuelta de repente, empujando a Jake hacia el camión alquilado.
—¡Qué le zurzan! —exclamó—. Tenemos horas de grabación. Podemos cubrir esta parte con una voz en off. —Abrió la puerta del vehículo y entró—. ¡Vámonos! —ordenó.
Los tres regresaron hasta donde habían dejado la furgoneta, que pudieron desatascar gracias a un empujón que les dio el camión de Bart.
—¿Cuándo saldrá esto por la tele? —inquirió Gooner.
—Ya os informaremos —le respondió Angela, deslumbrándolo con una sonrisa que desapareció en cuanto entró en la furgoneta. Salieron de allí y emprendieron el largo viaje hasta Nueva York.
Angela estaba ansiosa por ver lo que habían grabado con los infrarrojos. En cuanto se alejaron de Goodlands, Jake le preparó el material. Al ver la cinta, ella gritó, y no precisamente de placer.
—¡Esta mierda de cámara no funciona! —vociferó. Jake miró por el visor. La secuencia era la del camino solitario situado a las afueras de Goodlands, Arbor Road, donde nunca apareció el muchacho espectral.
—La cinta está estropeada o algo así —dijo, inquieto. Puso otra cinta, pero se veía lo mismo. Sin embargo, el pánico no se apoderó de ellos hasta que revisaron las entrevistas.
Todas las cintas estaban en blanco.
Llovió durante dos semanas. La pasión y la furia de la lluvia inicial remitieron después de los dos primeros días, y lo que cayó fue una llovizna tranquila, constante, que era absorbida con igual avidez por la tierra, los árboles y la gente. Durante unos días los habitantes del lugar desconfiaron de esas precipitaciones, después de la decepción que había supuesto la última. Pero esta lluvia parecía diferente, como todos se comentaban unos a otros.
A Angela Coltrain se le adelantó el Weston Expositor, que esa semana publicó un amplio reportaje titulado «Una extraña tormenta devuelve la lluvia a Goodlands». Ningún otro medio de comunicación cubrió el suceso. Henry Barker explicó todo lo sucedido a su mujer y nunca más sintonizó el Canal de Meteorología para comprobar si hablaban del asunto. Lilly sí lo hizo, cuando Henry estaba en el despacho, pero sólo comentaron que se habían registrado lluvias en la zona central de Dakota del Norte. Lo de siempre. Ella nunca le dijo nada a su esposo.
Ese día en particular, en el informe de Henry sólo apareció, con algo de retraso, una denuncia acerca de un perro que no paraba de ladrar. Era la segunda denuncia y el chucho fue entregado a la Sociedad Protectora de Animales. Henry se sacó del bolsillo la bolsa que contenía la colilla de un cigarrillo liado a mano, donde había permanecido durante días, y lo tiró a la papelera que había junto a su escritorio. Caso cerrado. Prefirió olvidar el asunto de Simpson porque creía que era mejor dejarlo así, consciente de que no todo tenía explicación y especialmente ese asunto. Dejó de preocuparse por Goodlands.
Larry Watson, los Campbell, los Bilken, los dos hermanos Greeson, los Sommerset, los Paxton, los Trainor, y casi todas las familias del pueblo pasaron las semanas que llovió haciendo planes y preparándose para volver a sembrar. Todos acabaron contrayendo un resfriado de verano, pues pasaron mucho tiempo fuera sin preocuparse por ello.
En cuanto George Kleinsel terminó de arreglar la fachada de la tienda, le encargaron que reparara la mayoría de las casas de Goodlands. La tormenta había causado estragos: los tejados habían sido la parte de las viviendas más afectadas, pero también habían caído algunos edificios endebles y los granjeros estaban ocupados en otras tareas. De modo que George y su socio hicieron su agosto.
Ed Clancy no tuvo tanto éxito en los negocios. Veía The Guiding Light y se servía unas cuantas cervezas de vez en cuando.
La manera en que había muerto Carl Simpson causó consternación durante unos días antes de que Bob Garrison dictaminara que había fallecido por asfixia. Los pulmones de Carl estaban más sucios que los de un minero, informó el forense a sus colegas, aunque no lo detalló en el informe oficial. Después del funeral, Janet y Butch regresaron a Minnesota, donde ésta tenía familiares, y allí guardaron luto por Carl.
Mucha gente abandonó Goodlands, a pesar del cambio de suerte del pueblo. Los Franklin organizaron una subasta y, a pesar de las circunstancias, fue una tarde feliz. Alguien de Telander consiguió el John Deere, pero pagó por el privilegio casi la misma cantidad que Leonard había desembolsado al adquirirlo.
Hacia el fin de las dos semanas de lluvia, cuando la situación ya empezaba a resultar triste e incómoda, la gente dejó de hablar de cómo había llegado el agua y pasó a comentar asuntos más mundanos, como los precios de las semillas, la plantación y la jardinería. La vida recuperaba su normalidad.
Karen todavía llevaba la mano izquierda vendada, aunque el doctor Bell le había dicho que pasados dos días más podría quitarse el vendaje de la muñeca. El tobillo de Tom, torcido pero no roto, había perdido rigidez después de la primera semana.
Tom era el único con quien Karen hablaba sobre lo que le había ocurrido el día que llovió. La abrazaba y ella le hablaba entre sollozos. Tenía pesadillas, pero para cuando Tom anduvo sin cojear, éstas eran ya menos frecuentes.
El quinto día de lluvia, Tom le confesó que la amaba, que no se marcharía si ella no quería.
La lluvia seguía cayendo. A mitad de la segunda semana, cuando sus heridas estaban sanando y se habían expuesto sus mutuos sentimientos, Tom empezó a mostrarse inquieto.
Pasó mucho tiempo fuera durante esos días, mientras Karen, que disfrutaba de una baja laboral, leía y dormía. Al principio, durmió mucho, las pesadillas eran peores cuando oscurecía y le interrumpían el sueño constantemente. A veces miraba a Tom a través de la ventana. Éste permanecía horas enteras en el interior de la glorieta, con la cabeza fuera para sentir la lluvia. No cesaba de llegar gente. Traían dinero, comida y regalos. Apenas decían nada, sólo querían expresar su gratitud. Karen les explicaba que había sido él, pero lo que estrechaban primero era la mano de la mujer.
A excepción de cincuenta dólares, Tom no aceptó dinero alguno: ni el que le traía la gente, ni los dos mil quinientos dólares que todavía estaban en el bolso de Karen, donde lo había dejado en una fecha que le parecía muy lejana. Ni siquiera habló con él sobre el tema. Finalmente, renunció a intentar convencerlo.
Algo había cambiado en él y ambos lo sentían.
Karen advertía que Tom reflexionaba, tratando de explicarse lo sucedido, incluso mientras ella intentaba borrar de su memoria los recuerdos de aquella tarde. Durante las primeras horas y días de lluvia, cuando yacía en la cama, acurrucada para intentar protegerse de aquellas pesadillas, oía que Tom se levantaba de su asiento para caminar por la habitación, de una manera distinta a como andaba el día en que todo ocurrió. Escuchaba cómo chirriaba la puerta trasera al abrirse y Tom desaparecía bajo la lluvia durante horas y horas.
Karen tenía razón: Tom intentaba encontrar sentido a todo lo ocurrido. Los años que había pasado invocando la lluvia no le habían preparado para lo que había sucedido en Goodlands, tal era la magnitud de la fuerza de la naturaleza que había fluido a través de su cuerpo y se había transmitido al de Karen, dándole la impresión de que la sentía por primera vez. Tom necesitaba saber si algo más había actuado aquel día, si él había sido un mero vehículo, o si había sido cosa de la propia lluvia. Tenía que saber quién era él, qué era. Y eso le amedrentaba.
Hacían el amor como antes, aunque aportaban algo que iba más allá de lo meramente físico. Hablaban y, al pasar los días, incluso reían. Veían la televisión, comían en el salón, se sentaban en el porche. Mientras tanto, aunque no lo confesaran, se preguntaban cuándo cesaría la lluvia.
Una noche Tom le preguntó si quería que se quedase. Había tanta súplica en su voz que Karen fue incapaz de darle una respuesta.
Al día siguiente se percataron del silencio en el tejado y del sol.
—Ha parado —dijo Karen. Se sentía pesada y exhausta. Tom asintió.
Salieron a tomar café en el porche delantero y lo bebieron sin saborearlo, por lo menos Karen. Bajo su piel residía un dolor terrible que no había aflorado, y quizá nunca lo haría. Pero seguía igualmente presente, sofocando los otros sentimientos, haciendo que se sintiera aletargada.
Hablaron tranquilamente. Karen le comunicó que volvería al trabajo la semana siguiente. Tom le cogió la mano, la posó en la suya y observó de cerca la piel rosada y abierta que se convertiría en una cicatriz. Sostuvo la mano con delicadeza y le pasó el pulgar por la parte más suave de sus dedos, provocándole, incluso en ese momento, un ligero escalofrío. Karen sabía que debía decir algo.
—Tom —empezó, sintiendo la boca seca. Él la miró y no habló: las palabras quedaron entre ambos, suspendidas en el aire—. Creo que debes marcharte —dijo al final, y de inmediato se arrepintió de haber pronunciado aquella frase, pero ya era demasiado tarde.
—No estaré fuera mucho tiempo —le explicó él, y desviando la mirada concretó—: Unos seis meses.
Ella no le preguntó adónde iba ni qué haría, estaba segura de que él tampoco lo sabía. Lo único que Tom sabía era que no podía quedarse, al menos en ese momento.
—¿Estarás bien? —preguntó a Karen.
—Sí —le respondió con una leve sonrisa. En las dos últimas semanas la habían vuelto a aceptar en Goodlands. Así pues, no tendría problemas. No pudo evitar preguntarle—: ¿Adónde irás?
Tom se encogió de hombros.
—Tengo cincuenta dólares —confesó sonriendo. Bebió lo que le quedaba de café y fue a la habitación a recoger sus cosas.
Encontró a Karen sentada en los escalones del porche trasero. Ella no se volvió cuando oyó que la puerta se abría. Tom tiró la mochila al suelo delante de los dos. Karen se echó a reír al ver que había cogido la mochila Louis Vuitton azul marino de ella, la había llenado de cosas y había atado una manta en la parte inferior con unos cordones.
—Devuélvemela —le ordenó Karen.
—Bueno, he dejado la mía en la cama, por si tienes que ir a alguna parte.
—Gracias —dijo.
Tom se sentó al lado de ella y cogiéndole la mano sana, se la llevó a los labios y le besó los dedos.
—Pensaré en ti —le confesó.
—¿Todos los días?
—Todas las noches —le susurró al oído.
«No voy a llorar», pensó Karen. Se volvió hacia él y lo abrazó ocultando el rostro en la parte cálida de su cuello.
—Adiós —le dijo.
—Seis meses —le recordó él—. No más. Quizá menos.
Ella asintió. Tom se levantó y bajó el último escalón, cogió la bolsa del suelo y se la colgó al hombro. Tenía el mismo aspecto que la noche en que se conocieron. Luego sonrió y se encasquetó la gorra.
—Rumbo al ocaso, como los héroes.
—Son las diez y media de la mañana —le recordó Karen.
—Será el ocaso en algún sitio —puntualizó Tom, ya más serio. Guardó silencio y alzó la vista para mirar con los ojos entrecerrados al cielo—. No lloverá durante unos días. Quizás una semana añadió, señalando al oeste. —Allí está —le dijo, mirándola para comprobar que ella también lo percibía.
Karen cerró los ojos y percibió la presencia del cielo. Era capaz de sentirlo… Seis, siete días hacia el oeste.
—Sí —convino.
Aunque ya no estaba de pie cuando Tom se volvió y se dirigió a la esquina de la casa, siguió observándolo desde el porche. En la esquina, él volvió la vista atrás una vez más, inseguro, y la vio. Sonrió tímidamente antes de continuar su camino hacia la carretera.
Karen oyó el crujir de sus botas sobre la gravilla de la entrada, hasta que el ruido se desvaneció. Cuando su figura ya no era más que un punto en el horizonte, Karen cerró los ojos, levantó el rostro al cielo y sintió la presencia del sol y, a lo lejos, la lluvia.