16

A unos treinta metros de donde había dejado el cadáver de Carl, Henry se percató de que ya no veía el buzón de la casa de Karen. Tan sólo unos minutos antes, todavía se veía, pero ahora ya no estaba. Aguzó la vista para atisbar algo en la pálida luz, pero no vio nada.

Por un instante se sintió confuso y trató de orientarse, preguntándose si se habría alejado sin darse cuenta. Detrás de él vio el cuerpo de Carl y confirmó que había tomado la dirección correcta. En cambio, parecía que la casa hubiera desaparecido. De pronto, se dio cuenta del motivo.

La tormenta, que se estaba alejando del resto del pueblo de Goodlands, había cobrado fuerza al final de la calle. Un muro de polvo rodeaba la casa de Karen, formando potentes remolinos.

«Imposible», pensó. Henry sintió pánico. Se mantuvo inmóvil, con los pies bien asentados en el suelo.

Tenía que ir allí. Tenía más motivos que nunca para hablar urgentemente con Karen y su amigo. Sentía una extraña quemazón en el estómago que hubiera deseado definir como la intuición de un buen policía. También contaba con algunas pruebas circunstanciales muy extrañas.

Sin embargo, cuando vio el lugar donde supuestamente se erigía la casa, el lugar donde la tierra temblaba y de la que brotaba un humo sofocante, aquella quemazón de supuesta intuición hubiera podido confundirse con miedo. Introducirse en terreno desconocido era tarea de cualquier policía, tanto si se trataba de los callejones más oscuros como de las más bonitas y encantadoras calles de la parte rural de Goodlands. «Nunca se sabe».

Se demoraba adrede, siguiendo con la mirada el movimiento circular del polvo que se arremolinaba a lo lejos. Quizá fuera una locura. No tenía ningún motivo para ir allí. Simplemente iba a hacerlo. La cordura no tenía nada que ver con aquello. Se sentía atraído, absorbido hacia aquel lugar. Si había alguna maldición sobre Goodlands, estaba allí.

Avanzó con lentitud, paso a paso, hacia la casa de Karen. A medida que se acercaba el torbellino de polvo, éste parecía aumentar su fuerza. Se tapó la boca y la nariz con un pañuelo, tal y como había hecho antes. El polvo se movía con rapidez, con furia. Cuando llegó hasta el buzón, se agarró a él con fuerza, en cierto modo contento de tener entre sus manos algo que tocar en mitad de aquella tormenta tan irreal. En las tierras que se extendían ante sus ojos, la tormenta se había recrudecido y la casa no era más que una sombra entre la polvareda. No podía entrar ahí. Sin duda moriría. El viento le desgarró la ropa, el polvo se le filtraba por la camisa, incluso por los poros de la piel. Tenía la sensación de que le atravesaba la carne. Aquellos dos estarían muertos, nadie podría sobrevivir allí dentro. La casa, si es que todavía se mantenía en pie, estaría hecha pedazos. Todo aquello era una verdadera locura.

Sin embargo, aun siendo consciente de ello, actuó instintivamente, abriéndose paso entre la tormenta, bajando la cabeza y cerrando los ojos con fuerza.

El polvo le entró por las orejas y sintió un dolor agudo. Todos los sonidos se convirtieron en un eco, en un aullido del viento. Avanzó con dificultad sobre el polvo del patio, donde los pies se le hundían. Más que caminar, avanzó tambaleándose hasta que, de repente, se golpeó la pierna contra algo sólido. Era el porche. Trastabilló un par de veces antes de acercarse lo suficiente como para poder asirse a la barandilla. El polvo era resbaladizo y la mano, cubierta de aquella sustancia, amenazaba con resbalar y hacerle caer por las escaleras. Se irguió deseando más que nunca pesar doce kilos menos y ser veinte años más joven. El corazón le latía deprisa y los pulmones parecían pedirle a gritos un poco de aire limpio y fresco.

Avanzó con los brazos extendidos delante de él, apretando los labios y sin respirar. Se desplazó hacia la izquierda de la barandilla, apoyándose con ambas manos, conteniendo todavía la respiración, temeroso de inhalar tanto humo que sus pulmones no pudieran resistirlo. Tenía que encontrar la entrada. En el interior todo sería distinto. Tenía que ser así.

Avanzó a gatas hasta que pudo ponerse en pie y seguir caminando, aún tambaleándose, hasta que encontró un desnivel en la pared. La entrada. El pomo de la puerta. Tiró de ella.

Henry entró en la casa bruscamente. Ya no podía contener la respiración ni un segundo más. Se sujetó el pañuelo con fuerza sobre la boca. Con la otra mano cerró la puerta, en el preciso instante en que sus pulmones ya no podían resistir más.

Se apoyó de espaldas contra la puerta cerrada y respiró hondo, tratando de calmarse.

Se sentía más a salvo en el interior de la casa que fuera, donde le aguardaba una muerte segura. Ahí de pie, en el vestíbulo, lo único que le importaba en aquel momento era respirar, dejar que el aire fluyera por su cuerpo como un dulce néctar. Se sintió mareado. Lentamente su respiración se normalizó y el corazón empezó a latirle con normalidad.

En contraste con el fuerte silbido del viento procedente del exterior, en la casa reinaba un silencio sepulcral. Sólo se oía el sonido del polvo al chocar contra las ventanas. Se apoyó con fuerza contra la puerta. Le temblaban las piernas.

«No te rindas, Barker», se dijo.

Su vista se acostumbró a la tenue luz de la habitación. Había tanta calma que pensó que estaría solo. Entre las sombras vislumbró la silueta de una mesa en un rincón. Era de color oscuro. Por el ventanal se filtraban finos haces de luz, con los que pudo entrever infinidad de partículas de polvo flotando armoniosamente por la sala. También había un sofá y una especie de cómoda. Más allá, sólo veía sombras y un leve resplandor procedente del arco que conducía a la cocina. Aparte del humo, todo lo demás estaba completamente inmóvil.

«Están muertos», pensó. La casa presentaba un aspecto tan lúgubre y desolado que si la banquera estaba allí, sin duda habría muerto.

—¿Hay alguien? —preguntó con voz ronca y tan baja como un suspiro. ¿Qué respuesta esperaba? La casa estaba vacía. Y, en caso contrario, ¿qué podría haber hecho? «¡Hola, sheriff! Por favor, detenga esta catástrofe ahora mismo en nombre de la ley»—. ¿Hay alguien? —repitió.

Las palabras se ahogaron en su garganta cuando una sombra apareció en el umbral de la puerta, entre la oscuridad de la sala de estar y la cocina ligeramente iluminada. Estaba situada en el arco abovedado que había entre las dos estancias. Sin duda era una silueta de mujer. Henry exhaló un suspiro.

—¡Karen! —exclamó, aliviado—. Creía que estabas…

—Lo siento —repuso la sombra—. Karen Grange no puede venir a la puerta en este momento. —La silueta levantó un brazo—. Polvo eres…

Henry sintió que una fuerza lo apartaba hacia un lado y se golpeó con algo duro y punzante. Exhaló una débil exclamación. Vio unas luces de colores a ambos lados de su campo de visión y, seguidamente, todo se desvaneció.

—… y en polvo te convertirás —añadió la sombra.

—Ha cesado —anunció Jeb desde la ventana. No era necesario que lo dijera, pues todos estaban mirando. Los que no habían conseguido un lugar en la ventana estaban de pie, agolpándose detrás de los que estaban en primera fila.

La cafetería se había llenado de gente aunque la tienda, situada al otro lado de la calle, estaba aún más llena. El ayuntamiento también estaba abarrotado. Todos aquellos que no habían podido cobijarse en uno de los cuatro o cinco edificios decentes de Goodlands, se habían quedado en sus casas o en los coches. Quienes se habían quedado fuera, habían perecido.

Cuando la tormenta empezó a amainar, el polvo se sedimentó rápidamente. El sol lo iluminó mientras iba asentándose, haciendo que las partículas parecieran copos de nieve, a pesar de estar a mediados de junio. Algunos lo comentaron en voz alta, pensando que tal vez realmente estaba nevando. De hecho, era más aceptable la posibilidad de una tormenta de nieve en junio que aquel desastre.

El ambiente del interior de la cafetería estaba cargado, ya que había unas ochenta personas, todas de pie, pegadas unas a las otras. Los niños más pequeños no dejaban de moverse y gritar, pero los mayores guardaban un silencio absoluto mientras contemplaban asustados los rostros de preocupación de sus padres, que les hacían callar cuando hablaban. Los únicos sonidos que se oían eran los suspiros ahogados, algunos cargados de pánico, y las voces tranquilizadoras de quienes tenían el convencimiento de que todo pasaría pronto.

—Yo me largo. No resisto ni un minuto más aquí —declaró Bart, abriéndose paso hacia la puerta e iniciando una estampida. Sólo un par de personas salieron corriendo en dirección contraria, pues los demás todavía estaban demasiado asustados para atreverse a salir. La puerta se abrió y permaneció abierta mientras una tromba de gente salía a respirar aire fresco, levantando polvo a su paso. La tormenta había pasado. El aire estaba quieto y sereno.

Lo mismo sucedió al otro lado de la calle, en la tienda. La gente se reunió en la calle principal, como lo habían hecho el día anterior, aunque en circunstancias más agradables. Parecía que hubiera transcurrido una eternidad desde entonces.

Se dispersaron en grupos más reducidos de familias, vecinos y amigos. La pregunta que se repetían constantemente era: «¿Qué vamos a hacer ahora?». Los comentarios eran muy variados: los teléfonos aún no funcionaban; seguían sin agua; el suministro eléctrico había quedado interrumpido unos veinte minutos antes de que cesara la tormenta. Todos expresaban su opinión en voz alta y discutían entre ellos. La mejor propuesta era enviar a alguien a Oxburg, el pueblo más cercano, para que llegara hasta el teléfono de Esso en la carretera 55 y pidiera ayuda. Había muchas personas extraviadas. Alguien tendría que ir casa por casa para buscarlas. Beth, Teddy, Joe, Alice, Jim, Carl, y una larga lista de nombres.

En el pueblo había más de un centenar de personas, pero aún quedaban muchas por localizar. Leonard Franklin subió al banco de madera que había delante de la tienda y silbó con fuerza para pedir silencio. Todos se callaron de golpe y lo miraron, aliviados al comprobar que alguien tomaba el mando. Leonard era muy respetado y obedecerían sus órdenes. Él sabría qué hacer.

—¡Escuchad! ¡Es muy importante que permanezcáis aquí! ¿Me oís? ¡No volváis a casa! Aquí estáis más seguros. Los teléfonos no funcionan y no hay electricidad. Por tanto, lo mejor que podemos hacer es mantener la calma. Ningún vehículo podrá ponerse en marcha porque los motores están llenos de polvo. Vamos a tener que hacer lo que sea a pie —declaró. Se oyó un murmullo de terror.

»¡Que no cunda el pánico! —exclamó—. Tenemos que buscar la manera de salir de esto y con miedo no lo conseguiremos. —No quería mencionar los rostros que echaba en falta pues lo último que deseaba era preocupar aún más a una multitud aterrorizada.

—¡Sé que falta gente! —gritó Leonard—. ¡Si se han quedado encerrados, no les pasará nada! —Deseó poder pronunciar esas palabras con mayor seguridad—. Tenéis que quedaros aquí porque hay agua, y en vuestras casas no. La cafetería dispone de un generador y están limpiándolo para que funcione. Por eso es mejor permanecer aquí que… —Leonard se interrumpió.

De pronto se oyó un terrible estruendo en el cielo, una vibración tan fuerte que la tierra tembló.

Se produjo un silencio momentáneo y luego se oyeron gritos. Todos volvieron la cabeza en dirección al sonido procedente del oeste. Alzaron la mirada hacia el cielo, que se oscurecía por momentos. A lo lejos percibieron que algo se movía.

Eran nubes negras que avanzaban con rapidez, como una enorme y espesa bandada de murciélagos, impidiendo el paso de la luz. De pronto, en pleno día, Goodlands se oscureció.

Tom estaba tan concentrado que cuando se desencadenó la tormenta por segunda vez en el mismo día, asolándolo todo a su alrededor, él no se percató. Había levantado la cabeza hacia la luz del cielo, más allá de la barrera que separaba Goodlands del firmamento. En el calor árido del verano, sintió su cuerpo tan seco como el aire que respiraba. Fuera de la barrera, tan cerca que casi podía tocarla, encontró una tormenta diferente, una antítesis del lugar caluroso y cerrado que habitaba. Sentía la electricidad generada al otro lado del muro que mantenía seco a Goodlands.

Había entornado los ojos para concentrarse mejor pero, aunque tenía los pies en el suelo, se hallaba muy por encima de éste. De pronto, oyó que alguien pronunciaba su nombre, susurrándolo al oído.

«Tom», musitaba, tirando de él con fuerza.

Aquella voz volvía a arrastrarlo. «Tom, Tom». Entonces se dio cuenta de que no procedía de los alrededores sino del interior de su mente, con un tono insistente y constante.

Volvió la cabeza en contra de su voluntad, como si fuera una silla giratoria.

El polvo era tan denso que le impedía ver. Se sentía arrastrado, apartado de su trabajo por la llamada persistente de aquella voz femenina. Parpadeó varias veces. Su rostro era como una máscara, no reflejaba emoción alguna. Necesitaba ahuyentar aquel zumbido, parecido al de una mosca.

Entre la tormenta de polvo vislumbró la silueta de una mujer.

«¿Karen?».

Parecía surgir de la polvareda, deslizarse hacia él. El cabello y el vestido que llevaba se mecían al ritmo de sus pasos, enmarcándola en una masa rizada y suave. Karen carecía de rincones oscuros de los que aquel ente pudiera apoderarse. No tenía ningún pozo de ira contenida. A través de ella, el ente brillaba con una belleza etérea.

Tom clavó la vista en ella, sorprendido ante tanta belleza. Los labios de Karen eran de color carmesí, como si estuvieran pintados, pero suaves. Esbozaban una tenue sonrisa, una sonrisa que auguraba actos húmedos y oscuros. Tenía las mejillas sonrojadas. El cabello, negro como el azabache, le enmarcaba el rostro pálido. Extendía los brazos. Al moverse, el vestido se balanceaba, el fino tejido se le adhería al cuerpo y se separaba de él, mostrando sensualmente la piel rosada y desnuda que cubría, marcando sus pezones oscuros. Era un sueño.

—Tom —susurró. Su voz reverberó en su cabeza, hipnotizándolo, exigiendo su atención, excitándolo.

Tom permaneció allí en silencio, incapaz de retroceder mientras ella se aproximaba. Levantó los brazos para atraerla. Tenía la mente confusa y no pensaba más que en la mujer que veía delante.

Ella esbozó una amplia sonrisa y abrió los brazos para abrazarle. La boca de él se posó en la de ella. Tenía un sabor cálido, húmedo, agradable. La apretó contra su cuerpo, perdido en su presencia, con el único deseo de sentirse en su interior. La lluvia tamborileaba en su cabeza.

La besó y se introdujo en su boca, en la humedad de su cuerpo. Ella era suave, dócil, húmeda. Estaba muy excitado. La boca de Karen pareció succionarlo. Sintió que se derretía en el interior de ella, que desaparecía, que se escurría.

Detrás de él, a modo de advertencia, el cielo retumbó con fuerza. Lo oyó y recobró el conocimiento. Intentó alzar la cabeza, pero no pudo.

Trató de apartarse, pero las manos que lo agarraban no cedían. Abrió la boca para hablar, pero no consiguió articular palabra alguna. Luego contempló unos ojos que eran los de Karen.

«No es Karen», pensó instintivamente.

Veía su rostro, quizá más borroso, pero era el de ella, aunque le resultaba familiar y desconocido al mismo tiempo. Retrocedió y la sensación que Karen le transmitía cambió rápidamente. De pronto, notó que la piel de Karen se enfriaba y el tacto de su cuerpo entre sus brazos le resultó repulsivo, como si fuera una bolsa llena de roedores, un saco de algo terrible. Los latidos, la respiración, de repente todo pareció falso y horrible.

Ella se echó a reír. Fue una risa maliciosa, como si hubiera puesto en práctica algún truco. Tom forcejó para librarse de su abrazo. Los ojos de Karen eran inexpresivos y tenía el rostro contraído. La risa era la única parte de su cuerpo que parecía estar viva.

—¡Karen! —gritó.

—¡Karen! —repitió la voz sin sentido, abriendo más los ojos—. ¡Karen! —volvió a decir.

Tom dio un traspiés hacia atrás para apartarse de ella. Una multitud de pensamientos se agolpaban en su cabeza, al tiempo que oía una voz que no era la de Karen emanando de un cuerpo que sí parecía el de ella.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó, intentando retroceder, tosiendo y vacilando en la capa de polvo que los rodeaba.

—Karen está aquí, conmigo, y corre peligro —dijo la voz con tono de fingida preocupación.

—Pero ¿qué te ocurre?

—Tengo que detenerte —declaró la voz y el cuerpo de Karen se acercó a él.

El cielo retumbó y dejó caer un rayo. De pronto todo se oscureció.

Los dos alzaron la vista hacia las tinieblas que se esparcían rápidamente. Karen fue la primera en apartar la mirada, con una expresión airada y fiera. Se abalanzó sobre él y lo agarró con ambas manos, aprovechándose de que Tom había bajado la guardia.

El suelo se estremeció. La grieta que se había abierto en Parson’s Road se había prolongado y había alcanzado el camino de entrada, abriendo el terreno y dejando ver las entrañas del subsuelo.

Tom apartó las manos de ella, empujándola hacia atrás. Karen cayó al suelo emitiendo un ruido sordo que se perdió entre el estruendo del cielo. Tom la perdió de vista en la oscuridad que siguió al relámpago. Luego el trueno volvió a retumbar y un resplandor iluminó el patio. Vislumbró una hendidura profunda y larga entre ellos. Karen yacía boca arriba, con los ojos cerrados y sin sentido.

Tom fue el primero en darse cuenta.

—¡Es la lluvia! ¡Ya llega! —exclamó, mirando al cielo. El polvo que llenaba el aire se empapó de agua.

La tierra que se había agrietado entre ambos, separándolos, seguía abriéndose, y al poco mostraba una brecha de más de un metro de ancho. El crujido de la tierra al separarse ahogaba el rumor de la batalla que se libraba en el cielo. De vez en cuando los relámpagos iluminaban el cielo. Se acercaba.

Tom apartó rápidamente la vista de la mujer que yacía en el suelo, al otro lado de la hendidura que los separaba. Trató de elevarse a los cielos, con la sensación de que le quedaba poco tiempo.

Los habitantes del pueblo reunieron linternas y lámparas de aceite y encendieron antorchas empapadas de queroseno. Se dividieron y decidieron quién iría, aunque casi todos se ofrecieron voluntarios.

Recordaban lo que Carl Simpson había dicho sobre la finca de la banquera y lo que allí ocurría. Encaminarse en esa dirección era el paso más lógico para un grupo de personas atrapado en un torbellino de acontecimientos. Se dispersaron rápidamente. Registraron la tienda, el café y el garaje de Bart en busca de armas. Había pocos rifles, pero consiguieron encontrar cuatro. Era como una escena de una película de terror, en la que los aldeanos asaltan el castillo, pensó Grace Kushner. Estas ideas le producían escalofríos y la hacían sentirse culpable, como si hubiera cometido el peor de los pecados. Le venían a la mente muchos pensamientos, y se sentía más meditabunda de lo normal. Sin ninguna razón aparente, el sentimiento de culpa la atormentaba desde el momento en que se levantó aquella mañana y se enfrentó a la tormenta, como si ella fuera la responsable de lo que ocurría en los cielos del pueblo. Era ridículo, pero se sentía incapaz de librarse de ese sentimiento.

—¡No iremos allí a hacer daño a nadie! —exclamó Jeb dirigiéndose a la multitud, de nuevo encaramado al banco junto al monumento—. Sólo queremos hablar con quien esté allá. Únicamente deseamos respuestas, ¿no? Y nadie resultará herido, ¿verdad? —repetía con firmeza. El gentío musitaba comentarios de conformidad, aunque algunos blandían bates de béisbol, rastrillos y palas que desmentían los murmullos—. ¡Permaneced juntos! —les aconsejó. Miró a la multitud con la esperanza de transmitir calma y seguridad, aunque era consciente de que en cuanto se convirtiera en un ser anónimo encabezando el grupo, podría desencadenarse un alboroto infernal.

Señaló al oeste.

—Pasaremos por el banco e iremos hasta Parson’s Road —anunció—. Cuando lleguemos, dejadme hablar. ¡Vamos! —Saltó del banco y, cogiendo el rifle de la manera que le había enseñado su padre cuarenta años atrás, se puso en cabeza del grupo y echó a caminar. La multitud le siguió hacia el oeste, en dirección a la tormenta.

Henry abrió los ojos y los entrecerró como cegado. La cabeza le dolía y le pesaba. Poco a poco, conforme recuperaba la conciencia, buscó rastros de sangre alrededor, pero no encontró nada.

Movió la cabeza para despejarse, pero sintió un terrible dolor al hacerlo, así que intentó reconstruir mentalmente lo que había sucedido.

«Karen Grange… Me golpeó en la entrada».

Sin embargo, a menos de que el golpe hubiese sido más fuerte de lo que creía, no recordaba que ella hubiera hecho ningún movimiento. Así pues, algo más debía de haberlo golpeado, alguien más. Supuso que el tipo que estaba escondido en el rincón de la habitación le había tendido una emboscada.

Fingió estar dormido y escuchó. Lo único que apreciaban sus oídos era el silbido del viento y el roce del suave polvo que ondeaba ante la ventana que había justo detrás de él. Entrecerró los ojos a fin de protegérselos del polvo. La casa se encontraba a oscuras. Entonces se oyó un fuerte crujido en la distancia y todo retumbó y se iluminó.

Henry pegó un respingo y soltó un grito ahogado.

Era un relámpago. En la lejanía oyó cómo el cielo restallaba amenazadoramente. Hizo un gesto de negación con la cabeza. Se preguntaba si esto iba a salir en el Canal de Meteorología. «Terribles tormentas en Goodlands…». «No —pensó—, terribles no». ¿Qué palabra utilizaban los adolescentes? «Monstruosas…». Esbozó una sonrisa.

Aguzó el oído unos minutos a la espera de que se le pasara el mareo. Intentó levantarse varias veces. Su único pensamiento era salir como fuera de aquella casa, llegar al exterior, y por una vez, no dudó de su coraje.

Henry tropezó. Mientras palpaba a ciegas se preguntaba qué tocarían sus manos. Le acechaban terribles pensamientos de gente oculta en la oscuridad, imaginaba que sus manos extendidas tocarían carne humana. Aquellas ideas horrorosas no eran propias de un hombre hecho y derecho, pero le cortaban la respiración. Se agarró a la mesa con la que debió de golpearse al caer. «Voy a tener cardenales por todo el cuerpo. Lilly pensará que me he peleado con alguien». Consiguió ponerse en cuclillas, encontró una silla tumbada en el suelo y la cogió para protegerse con ella.

Escuchó. Nada… La habitación estaba vacía, pero reinaba la oscuridad más absoluta. Se movió despacio, tan en silencio como le fue posible.

Aquella mujer le había golpeado sin moverse, lo cual era imposible: el tipo debía de estar por allí, aunque no lo hubiera visto… «Hay más cosas en el cielo y la tierra… —pensó tontamente—. Por la fuerza ha vencido, pero sólo a la mitad de su enemigo».

—El golpe que me han dado en la cabeza habrá sido más fuerte de lo que pensaba —murmuró.

Medio agachado, avanzó por la sala hasta la cocina, donde había un poco más de claridad. La mesa y las sillas se distinguían con nitidez, aunque la puerta apenas se veía. Aquel mediodía de junio pasaría a la posteridad.

El ruido atronador todavía le martilleaba la cabeza. «Cómo me duele, y estoy tan magullado…», se dijo.

La cocina estaba vacía. Se levantó con cuidado junto a la puerta abierta y echó un vistazo a través de la mosquitera. Por primera vez, notó que el aire era diferente. Aquel olor… ¡Humedad! Como antes de una tormenta.

Karen se había caído en el suelo golpeándose con tanta fuerza la cabeza que perdió el conocimiento, y con él la fuerza de voluntad. Pero de pronto algo ajeno a ella hizo que se incorporara.

Por mucho que aquel ente dominara a Karen, no parecía afectar al invocador de lluvia. Cuando el ente intentó detenerlo de la misma manera que lo había hecho con otros, se encontró frente a un muro, y eso lo obligó a huir de la tormenta de polvo que rodeaba la casa, el lugar de su último y peor recuerdo. El silbido del viento fue amainando. Los propios pensamientos de Karen estaban envueltos en el silencio, sepultados en su inconsciente. El ente que la habitaba no los escuchaba, pues en ese momento Karen no importaba: su interés se centraba en el invocador de lluvia.

Se produjo otro cambio ambiental. El polvo parecía agolparse alrededor de aquel cuerpo; incluso se olía.

Destacando bajo el cielo, se distinguía al invocador de lluvia. Permanecía solo, de pie, sin mirar a nadie. El ente no podía tocarlo, aunque tenía a la mujer…

El ente que dominaba a Karen la indujo a levantarse. Anduvo con paso tambaleante, a punto de tropezar de nuevo, pero permaneció erguida, debatiéndose entre el deseo y la fuerza. Se detuvo, observando al invocador a través de la tormenta que ya amainaba.

La lluvia seguía allí, aguardando más allá de la barrera. Esta vez Tom sabía, sin necesidad de mirar, que no había puerta alguna. Tenía que existir otro modo. Percibía un increíble poder, más allá del velo, que debía ser utilizado. Lo sintió correr a través de su cuerpo haciendo vibrar músculos y terminaciones nerviosas como con el pinchazo de una aguja. La piel vibró de resultas de esa fuerza que apenas podía controlar.

Sentía toda la autoridad de la naturaleza sobre él, retenida sólo por un frágil manto oscurecido por la lluvia que contenía y que no lo llegaba a atravesar.

Los pensamientos de Tom se trasladaron a Karen. También pensó en el castigo.

Las gentes de Goodlands desfilaron junto al cuerpo de Carl Simpson, su héroe muerto y todavía por vengar, en una fila larga y resuelta, sin ni siquiera intuir aquella presencia. Ni una elevación del terreno la delataba. Alrededor de ellos el polvo se acumulaba formando improvisadas dunas que salpicaban el paisaje transformándolo en un desierto de arena que levantaban con los pies al caminar. Sobre sus cabezas sonó un crujido tremendo. Como una habitación oscura con luces parpadeantes, el paisaje se iluminó y vieron a lo lejos aquella casa blanca alumbrada por un instante con una luz espectral; las paredes relucieron, como si la vivienda fuera un faro. El chasquido provenía del cielo encima del tejado, por lo que sin dudarlo, corrieron más deprisa, temerosos pero decididos a enfrentarse con lo que allí hubiera.

Cuando el primero de todos se acercó lo suficiente para tocar el buzón que señalaba el final del camino de entrada, la multitud se estrechó formando una fila más larga.

Henry miró desde la puerta, incapaz de distinguir nada a través de la tenebrosa oscuridad, menos cuando los efímeros relámpagos sacudían e iluminaban el jardín a intervalos cada vez más cortos.

A su luz vio al invocador de lluvia, totalmente inmóvil bajo el centro de la tormenta, con los brazos en alto. A causa de la distancia Henry no pudo discernir la expresión de su rostro.

En ese momento la mujer chilló.

Cuando cayó un rayo, Henry vio a Karen Grange: estaba agachada, con la cabeza hacia atrás en un gesto de dolor, los ojos cerrados y los brazos cruzados contra el pecho, como para protegerse de los golpes.

—¡Eh! —exclamó Henry. Empujó con fuerza la puerta y saltó al porche trasero; a punto estuvo de caer sobre una silla tumbada en el suelo. Sus movimientos parecían perezosos y a cámara lenta, era una falacia causada por los relámpagos—. ¡Eh! —volvió a vociferar, pero el hombre ya se había vuelto hacia la mujer.

—¡Ella está aquí conmigo, Tom Keatley!

La voz no pertenecía a Karen. Tom apartó la mirada del cielo revuelto y alcanzó a oír el final del grito agonizante proferido, sin duda, por la propia Karen. Bajó los brazos y se precipitó hacia ella, dispuesto a abrazarla. Entre tanto, el rostro de la mujer perdió toda expresión, aunque era evidente que su cuerpo sentía un continuo dolor. De repente, Tom se detuvo, inseguro.

—¡Ella está conmigo! ¡Siento que se está muriendo! —le gritó aquella voz retumbante por encima del ruido ensordecedor del trueno. Una de las manos de la mujer se agitó convulsivamente e intentó débilmente señalarlo—. ¡Sólo tú puedes hacer que se recupere!

Tom observó que, en una milésima de segundo, la faz de Karen cambiaba, sus facciones se enturbiaron, imprecisas, y sobre ellas se implantó otra imagen. Era una cara desconocida. En ese momento lo comprendió.

La barrera, el velo…

—Eres tú. —Más que una afirmación, para él fue una aclaración. Karen, ahora de nuevo la verdadera Karen, volvió a proferir un grito de dolor—. ¡Karen! —exclamó él.

Un relámpago iluminó el firmamento y, de inmediato, volvió a reinar la oscuridad.

Tom tuvo que esforzarse para oír sus palabras con aquel cielo retumbante.

—¡Ven con nosotras! —instó la voz.

Tom permaneció como clavado en el suelo, inmovilizado por la esperanza de la lluvia, indeciso entre el cielo y la tierra. A la luz de un relámpago que brilló en silencio, vio por el rabillo del ojo una figura que corría hacia Karen. Un hombre. ¿El policía?

—¡Eh, oiga! —exclamó el hombre.

Otro relámpago destelló y luego los tres volvieron a quedarse en tinieblas. Una vibración sacudió el suelo bajo los pies de Tom, y esa vibración no procedía del trueno.

Karen no escuchaba, y por eso, no oía nada.

Henry bajó de un salto la escalera y corrió hacia Karen oyendo sólo su atormentado alarido, sin apenas darse cuenta de la sombría hendidura que se abría en el suelo. La grieta estaba junto al invocador de lluvia, y Henry se encontraba más cerca de la mujer. Incapaz de pensar en algo que decir, volvió a gritar.

—¡Eh!

Cuando después de otro relámpago la luz se desvaneció, cuando el silencio empezó a filtrarse por su piel, oyó un trueno más apagado que, no obstante, pareció agitar el suelo. Tuvo la impresión de que el retumbo provenía de un lado de la casa donde brillaba una luz. La luz se hizo más intensa y un enjambre de personas apareció detrás de una esquina.

Henry vio primero a Jeb Trainor seguido de Leonard, Bart Eastly y muchos otros.

Mientras irrumpían en el patio y se distribuían formando un semicírculo, Henry se paró en seco.

—¿Qué demonios es esto? —se preguntó.

Iban armados. Miró de soslayo a la luz tenue esperando el estruendo del trueno y el destello del rayo (ahora se sucedían tan deprisa que el lugar parecía estar bajo una de esas luces estroboscópicas que Clancy solía utilizar los sábados por la noche). Cuando recuperó la visión, sólo reparó en Jeb, que se apoyaba el rifle en el hombro sujetándolo con una sola mano. Quizá lo tuviera amartillado, pero se mostraba cauteloso.

—¡Jeb! —exclamó Henry. Éste se volvió y lo saludó con una inclinación de cabeza.

—Ahora es asunto nuestro, Henry. ¡Mantente al margen! —El dedo de Jeb se curvó alrededor del gatillo del rifle, apuntó el arma hacia el firmamento y disparó. El estrépito apenas se distinguió del trueno. Aquel hombre, el invocador, miraba a la multitud, pero la mujer parecía ausente.

—¡De acuerdo, señor! ¡Más vale que nos explique qué pasa! —profirió Jeb por encima del estruendo procedente del cielo.

La mujer gritó de nuevo y atrajo la atención de Tom.

Detrás de él, el cielo todavía mostraba su cólera. Sentía su peso en los hombros, igual que distinguía la luz brillante del relámpago en los rostros de la gente.

La lluvia estaba empezando a caer.

Entre los omoplatos sentía el brote familiar y cosquilleante de lo que podría ser sudor, aunque no lo era. Incluso estando allí, prisionero de la tierra y del cielo, la humedad se filtraba entre sus hombros y mojaba la camiseta. Luego la humedad —y habría más, pensó con una sonrisa— le corrió por la espalda hasta llegar a la cinturilla de los pantalones.

La lluvia estaba muy cerca y podía ver cómo el aire se empañaba a su alrededor. De pronto Karen profirió un grito agudo, agonizante, como si alguien se hubiese apoderado de su corazón.

—¡No! —exclamó él—. ¡Todavía no! ¡Ahora no! —Se precipitó hacia ella sin percatarse de su sonrisa amplia y melancólica, ni de la enorme grieta del patio. Tropezó y se cayó junto a la hendidura, torciéndose dolorosamente el tobillo. Intentó levantarse por sí solo, pero las manos le resbalaron en el polvo y volvió a caer.

Del cuerpo atormentado de Karen brotó una risa burlona.

Ésta extendió los brazos por encima de la hendidura que los separaba.

—¡Sálvala! —le urgió con aquella voz que no era la de Karen. Su rostro se retorcía en una expresión de dolor y placer.

Jeb se acomodó el rifle en el hombro y volvió a encajar el dedo en el gatillo. Detrás de él, la gente se arremolinaba alrededor de Karen y el invocador de lluvia. Henry se aproximó a toda prisa por la izquierda.

—¡Detente, Jeb! —le ordenó y corrió tambaleándose hacia él.

Henry no sabía qué sucedía, pero presentía que debía detener a Jeb. Algo le pasaba a la mujer, aunque ignoraba de qué se trataba. Sin duda algún tipo de locura se había apoderado de ella. Entre el leve resplandor que desprendían las numerosas linternas, los farolillos y las antorchas ridículas y surrealistas que portaba la gente, se dio cuenta de que había algo más. Tuvo la sensación de que se equivocaba de enemigo al mirar al invocador.

Henry llegó hasta Jeb. Asió el extremo cilíndrico del cañón del rifle y lo obligó a bajarlo con suavidad. La mirada rápida y furtiva con que observó a las personas que acompañaban a Jeb le confirmó lo que había imaginado. Allí reinaban la confusión y el miedo, porque algo extraño flotaba en el aire, y la gente lo sabía.

—Henry, he dicho…

—Jeb, basta. No es lo que crees. Espera un momento —y señaló a las dos personas que se encontraban en el centro del patio.

—¡Cogedla y me marcharé, o de lo contrario morirá! —proclamó la voz de la mujer. Luego cerró los ojos y dejó que surgiera la voz de Karen. Su cabello lacio ondeaba ante su rostro como si fuera una serpiente.

—Karen —dijo Tom con un tono lleno de dolor. Extendió los brazos y por un momento pensó en el cielo. Luego lo abandonó. Había tomado una decisión.

Un relámpago iluminó de nuevo la escena y, casi cegado, contempló la cara de Karen. Esta vez era ella, su Karen, cuyos ojos se abrían y miraban atentos, temerosos.

Tom le tendió con cuidado la mano.

—No, Tom, no lo hagas —imploró Karen con su propia voz extenuada.

Era demasiado tarde. Mientras lo decía, sus dedos se rozaron. De los mismos labios surgió una risotada triunfante:

—Polvo eres y en polvo te convertirás… —dijo. Un fortísimo estallido de electricidad la interrumpió, seguido de un intenso olor a carne quemada. El humo ondeaba entre los dos, y parecía que tenían las manos soldadas.

En ese momento, llegó la lluvia.

De la boca de Karen surgieron dos voces a la vez, cada una gritaba en un tono distinto. Tom agarró con fuerza la mano de Karen y, mientras tiraba de ella, sentía que un ardor le invadía todo el cuerpo.

El cielo se iluminó como un proyector, más brillante que el sol, con estallidos de electricidad. La luz parecía esparcirse en ramales que serpenteaban desde un punto central. Detrás de él, Tom oyó cómo algo caía y, acto seguido, el crepitar de las llamas.

Aquellos alaridos continuaban sonando, y a ellos se unieron las voces de la multitud que se había reunido más atrás. Los oyó gritar en la distancia, sin ver nada.

Las facciones cambiaron en el rostro de Karen, primero aparecieron las suyas y después las de la otra; cada semblante era una máscara compuesta enteramente por dolor. Tom seguía aferrándole la mano, pero cuando ya sentía que ella le devolvía el apretón, cayó de rodillas.

—¡Karen! ¡Agárrate a mí! —Se cogieron las manos con más fuerza, pero enseguida su unión empezó a aflojarse. Ella gritó, horrorizada, aunque Tom no sabía si era por la carne que se quemaba. («De mí, viene de mí»), o por lo que ocurría en su interior. Pero tiró de ella, asiéndola con tenacidad. Tenía que resistir.

La luz inundó el cielo trazando unas líneas divergentes que emergían de una señal central, como venas.

Tom tiró de la mano hasta que el cuerpo de ella se derrumbó, cayendo a medias dentro de la grieta. Entonces la cogió por el brazo, utilizando para sacarla toda su fuerza, toda su voluntad. Karen colgaba impotente en el cráter; medio inconsciente, mientras el ente estaba extrañamente ausente. Por fin Tom consiguió extraerla de la hendidura y tenderla junto a él.

—Un maldito terremoto nos ha partido en dos. ¿Qué demonios vendrá ahora? ¿Un huracán? —se preguntó Bart.

Tom abrazó a Karen sin soltarle la mano. Ésta le susurró al oído:

—Karen ya no está entre nosotros. —Y se echó a reír. Mientras la risa resonaba en su cabeza, Tom sintió que las uñas de la mujer se hundían en su carne, atravesándole la camiseta en la espalda, donde la lluvia se había concentrado momentos atrás. La lluvia, tan cercana.

Apartó a la joven, pero no pudo soltarse la mano, que ardía en contacto con la de ella. La sacudió en vano. El cuerpo de Karen estaba desmadejado y su aliento exhalaba un olor a podrido dulce y nauseabundo tan denso que a Tom se le humedecía la mejilla; tan dulce, que era irresistible.

Junto a aquel perfume aterrador se percibía el olor de la lluvia.

Tom respiró hondo y saboreó el aroma del aire: denso, dulce, nada nauseabundo, sino renovado y fresco.

La humedad… Advirtió por primera vez que el vestido se adhería al cuerpo de Karen, percibió la humedad, la sensación pegajosa de su piel fría.

Ahora le tocaba a él.

—¡Es demasiado tarde! —exclamó. Volvió la cabeza hacia la multitud—. ¿No la sentís? ¡Se acerca! ¡Sentidla!

Hubo un murmullo que cubrió el retumbar del cielo. La gente alzó la cabeza y vio en el cielo aquellas venas abiertas que se ramificaban, la luz eléctrica que emanaba de ellas. Comprobaron que sus ropas se les adherían a la piel, la incómoda y maravillosa sensación del sudor en la piel, el sabor espeso y cálido del aire. El murmullo de la multitud se transformó en un griterío de gozo. ¡Lo sabían, lo olían! La lluvia ya estaba allí.

El cuerpo de Karen adquirió rigidez en sus brazos.

El ente profirió un chillido que no era de placer, y que resonó, no sólo en la cabeza de Tom sino también en todo su cuerpo, como si algo se hubiera introducido en su interior y le llegara al corazón.

Sintió que eso le succionaba el aliento dificultándole la respiración, y con cada jadeo notaba en el aire una mezcla del hedor a muerto y el sabor dulce y fresco de la tormenta que se avecinaba.

Un rayo cegador cayó sobre ellos. Tom sintió cómo le golpeaba la espalda y se esparcía en finos hilos sobre la lluvia que allí se concentraba. Le recorrió todo el cuerpo y, a través de él, pasó el cuerpo de Karen.

Desesperada, la mujer volvió a gritar y, al hacerlo, el olor a muerto tomó forma. De la boca de Karen fluía polvo, polvo caliente y seco. Tom apartó la cara.

Un último estallido resonó en el firmamento, que pareció rasgarse y abrirse. La luz inundó el jardín.

La lluvia caía a cántaros, como un gran río caudaloso que llenaba cubos, barriles y depósitos.

Karen resbaló de los brazos de Tom y, cuando éste se agachaba para cogerla, fue empujado hacia atrás por una gran oleada de polvo que salió de la boca de la mujer y se arremolinó alrededor de ella cubriéndola por completo.

La lluvia seguía cayendo, constante y ruidosa, llevándose el polvo, disolviéndolo en charcos que eran absorbidos por la grieta abierta en el suelo.

—¿Karen? —susurró Tom arrodillándose a su lado. Como la joven no respondía, le puso las manos bajo los hombros y la levantó. La cabeza de Karen cayó inerte hacia atrás—. ¿Karen? —Sintió el débil latido de su corazón. Le acarició la cabeza para protegerla de la incesante lluvia y le apartó el cabello de los ojos.

La muchacha pestañeó y abrió los ojos, asustada. Cuando recuperó la visión, vio a Tom y se relajó.

La lluvia que empapaba los cabellos de Tom le caía a Karen sobre la cara. La joven parpadeó dos veces e intentó ver más allá de Tom, pero el esfuerzo fue excesivo para ella. Le pareció más fácil sonreír. Él le devolvió la sonrisa.

—Has conseguido que llueva —susurró.