Como suele ocurrir después de una reyerta, el polvo acabó asentándose. En el interior de las casas, los habitantes, encerrados en las salas de estar o acurrucados en los dormitorios, contemplaban cómo se aclaraba el ambiente.
Al principio no veían más que manchas oscuras pero, a medida que la luz fue haciéndose más nítida, surgieron formas que resultaban familiares. También se aclaró el aire en el interior de las casas. El polvo se depositó sobre los antepechos de las ventanas y sobre los tejados. Los coches y las camionetas quedaron enterrados hasta los neumáticos, no se veían las aceras y todo resquicio de vida normal había desaparecido. El polvo se acumuló en los patios, las calles, las casas y los jardines, como la nieve artificial que cae en el interior de los pisapapeles que compran los turistas.
Toda aquella desolación se intuía a través de las ventanas todavía cubiertas de una fina película de polvo de color pálido. Pero era posible imaginarla, predecirla, incluso con bastante precisión. El ganado y los animales domésticos, tanto los que estaban fuera como los agrupados en graneros y cuadras habían muerto. Los depósitos no se habían llenado con el agua de Oxburg o Telander, sino con una sustancia lodosa y sucia, tóxica, casi irreconocible.
La gente estaba asustada y, lo que era aún peor, no sabía cómo canalizar ese miedo. No se trataba de la sequía a la que ya estaban acostumbrados, o de una inundación, o de alguno de los desastres ecológicos que podían incluirse en un seguro de accidentes. Aquello escapaba a sus conocimientos. La gente de Goodlands estaba asustada de su propio pueblo, o de lo que fuera que se había producido en él.
Cuando iniciaron la ardua tarea de salir de sus casas y vieron con sus propios ojos lo que había pasado con sus vidas, hicieron lo que todo el mundo hace cuando se produce un desastre de esa envergadura: reunirse.
Carl Simpson, el hombre que más habría apreciado que los habitantes del pueblo se agruparan, no lo vio.
Dadas las circunstancias, había caminado una distancia considerable, y sólo empezaron a fallarle las fuerzas cuando avanzaba por Parson’s Road. Si hubiera aguantado un poco más, si hubiera continuado buscando y se hubiera puesto a cubierto, habría llegado. Pero no lo hizo, y la tormenta se cernió sobre él, engulléndolo cuando empezaba a amainar.
No podía respirar. El pañuelo que le cubría la boca y la nariz estaba empapado en lodo, una mezcla de su propio aliento húmedo y el denso polvo. Tenía los pulmones llenos de aquella sustancia.
Había hecho acopio de todas sus fuerzas para seguir adelante. Era un hombre en una misión desesperada. Se había convencido de que estaba salvando a su familia, a su pueblo, a su país, en ese orden, y aquello le había dado fuerzas para continuar durante un largo rato. Cuando finalmente desfalleció, lo primero que se le pasó por la cabeza fue la carta que llevaba en el bolsillo, en la que explicaba adónde se dirigía y por qué.
Carl se tambaleó hacia un lado de la carretera, desconcertado. No sabía por dónde caminaba. Había intentado, con bastante éxito, permanecer en el centro de la carretera, sintiendo la solidez del asfalto bajo sus pies y enderezando de nuevo sus pasos cada vez que notaba que pisaba terreno blando. Pero cuando halló el terreno poco firme de la zanja, el pie derecho se hundió y perdió el equilibrio. Era como estar en arenas movedizas. El barro le llegaba hasta las rodillas y parecía absorberlo. Sólo le quedaban fuerzas para descansar y eso fue exactamente lo que hizo, quedarse quieto y respirar, mientras pensaba: «Descansaré un minuto y enseguida me levanto». Con aquella idea en la cabeza, se tumbó y dejó reposar su cuerpo en la arena. Una extraña nube flotó por encima de él.
Tenía una forma alargada y medía cosa de un metro sesenta de alto por algo más de treinta centímetros de ancho. Se movía y serpenteaba como impulsada por una brisa, pero sin perder en ningún momento su hechura original.
Adoptó la forma de una mujer. Bajo la cabeza se perfiló un cuello, cuya base se ensanchó para dibujar los esbeltos hombros y los brazos. Éstos estaban extendidos, como si quisieran abrazar a alguien. El torso se estrechaba para formar la fina cintura y se curvaba después para configurar las caderas. Carl vio todas estas cosas en unos segundos y creyó, a pesar de su falta de espiritualidad y sus creencias protestantes, que estaba viendo a la Virgen María.
La silueta de mujer acababa en una falda larga que ondeaba y flotaba en el aire. Se quedó suspendida justo encima de su cabeza, mientras una nube de polvo se arremolinaba y se precipitaba sobre él. Carl tenía la boca, y también la nariz y la garganta, llenas de partículas granulosas que parecían atravesar las delicadas membranas de su carne mortal para cortarle el suministro de oxígeno que su corazón necesitaba a fin de seguir latiendo.
Antes de morir, vio la sonrisa de aquella mujer que le arrancaba hasta el último aliento. Los ojos de Carl no llegaron a cerrarse mientras se debatía para mantenerse vivo. Yacía boca arriba y fue hundiéndose en la espesa capa de polvo que llenaba la zanja hasta que ésta lo cubrió por completo. A partir de aquel momento su cuerpo no fue más que un montículo entre muchos otros. Podría haberse tratado de un matorral o de una elevación del terreno.
La silueta que estaba sobre él se mantuvo en el aire sólo durante unos instantes antes de mezclarse con el viento y avanzar hacia delante. Realmente parecía sonreír al bajar la calle.
El polvo había empezado a sedimentarse cuando Henry Barker entró en Goodlands a pie, con el rostro oculto tras un paño que había sacado del coche y que apestaba a tabaco y gasolina.
Lo que más le sorprendía era la quietud.
En las afueras del pueblo, había conducido arropado por una agradable brisa que aliviaba la sensación de calor. Pero de repente, había entrado en un vacío. El aire se había tornado irrespirable y denso, y resultaba difícil ver a través de él. Continuó con el paño en la boca y la nariz, al tiempo que avanzaba lentamente.
Casi había llegado al primer camino de entrada a una casa cuando oyó un grito de auxilio. El primero de los muchos que oiría.
Cuando llegó al rancho de los Revesette, encontró una caravana de hombres, mujeres y niños que avanzaban con dificultad tosiendo, asfixiados por el polvo que era más fino en el camino, pues se había acumulado en la cuneta, de modo que ésta no se distinguía de la carretera hasta que alguien la pisaba y se hundía en ella.
Reinaba un silencio sepulcral, sólo roto por el arrastrar de pies y las toses constantes. Hasta los niños permanecían callados, con la mirada fija en sus padres y en el paisaje que les rodeaba y que recordaban tan distinto. Para Henry, aquella escena le trajo a la mente las filas de refugiados abatidos y torturados que escapaban de un horror rumbo a otro en busca de la paz. La diferencia estribaba en que nunca había vivido una experiencia así, sólo la había presenciado a través del filtro de la indiferencia que otorgaba la televisión. Pero aquello estaba pasando de verdad.
Cada vez que alguien se unía al grupo formulaba la misma pregunta: «¿Qué ha sucedido?». Henry desconocía la respuesta. Lo único que les decía era que se dirigían al pueblo y que allí podrían ver las cosas con más claridad. Que recibirían ayuda, que no estaba muy lejos. Caminarían despacio, intentando con todas sus fuerzas no levantar polvo. Pero una vez que el recién llegado se unía al grupo, el silencio volvía a invadirlo todo. La gente intercambiaba miradas, pero no palabras. Muchos se cogían de la mano y otros tantos llevaban a sus hijos en brazos. Avanzaban en grupo.
Dave Revesette se reunió con ellos en la carretera, con dos de sus cuatro caballos ruanos, que habían sobrevivido a la tormenta. Entre varios hombres uncieron los caballos a un carro e hicieron subir a él a los niños y ancianos. La caravana prosiguió su marcha. Dave guió a los caballos, que llevaban el belfo tapado con un trozo de tela. Parecían ladrones de cuatro patas. Meneaban la cabeza con fuerza, intentando liberarse de aquellas telas, resoplando y tosiendo, como los demás.
—¿Qué ha ocurrido, Henry? —inquirió Dave finalmente.
—No tengo la menor idea —dijo sin mirarle a los ojos—. Nos dirigimos al pueblo —añadió, y luego guardaron silencio porque el resto de las personas les escuchaban y miraban ansiosos. Aunque querían enterarse de lo que decían, en el fondo no deseaban saber la verdad. Tenían los ojos desorbitadamente abiertos, pero el rostro inexpresivo.
Cuando llegaron al pueblo, sumaban un total de sesenta personas.
Grace y Ed Kushner habían contemplado la tormenta desde el apartamento que tenían encima de la cafetería. Cuando el polvo había empezado a amontonarse, fueron al piso de abajo y quitaron el cerrojo de la puerta. Sabían que la gente entraría. Sin duda los habitantes de los pueblos más cercanos acudirían allí, ya que aquél había sido siempre un lugar de reunión. Se pusieron a trabajar enseguida, como si abrieran el local al igual que cualquier otro día, pero ambos sabían que estaba pasando algo mucho más importante. Sabían que la gente entraría y así fue.
Cada vez que se abría la puerta, tenían que decir que la cerraran. Ed y Grace llevaban puestas máscaras de papel compradas en la tienda, las que se empleaban normalmente para la recogida del heno. Al lado de la entrada había una enorme caja abierta, justo donde la había dejado John Waggles tras cruzar dificultosamente la calle con Chimmy. Las máscaras estaban tan cubiertas de polvo como todo lo demás, pero si se sacudían un poco, podían servir.
Ed y Grace no pasaron la escoba, pero apartaron la espesa capa de polvo que había en el suelo hacia un rincón, donde se formó un montón. Kush sugirió tirar agua para limpiarlo, pero no había agua. Aquello los asustó. Kush y los Waggles empezaron a reunir todos los líquidos que pudieron. Había botellas de agua en la parte trasera, latas de refrescos y soda, envases de leche con y sin cacao, y numerosos frascos de zumo. Parecía que habría suficiente para todos, al menos por el momento. Eso es lo que decían a la gente que pedía algo de beber. Se reunieron y tras, tomar asiento, empezaron a hablar. Fue una conversación penosa. Todos recordaban las palabras de Carl Simpson.
Nadie vio la figura en el cielo, formada por un polvo muy fino, que rondaba por las afueras de Goodlands. No la habían visto en plena tormenta ni tampoco después, ya que su aspecto era el de una nube cualquiera, que deambulaba por el cielo, flotando por encima de ellos sin rumbo fijo.
El sol, semioculto todavía por una neblina polvorienta, no emitía un solo rayo sobre aquella silueta, que no tenía una forma definida. En ocasiones era redonda, otras ovalada u ondulada, y a veces adquiría configuraciones caprichosas.
Flotaba sobre el pueblo, rondando sobre todos los que se habían juntado en su huida, llenos de confusión y miedo. Avanzaba sin ser impulsada por el viento, movida por su propia energía. Nadie se dio cuenta del momento en que se curvó y se elevó hasta desaparecer, rumbo a la última casa de Parson’s Road.
Henry intentó utilizar el teléfono del apartamento de los Kushner para no alarmar a la gente congregada en la cafetería. Pero no funcionaba.
Se quedó en el cuarto delantero, que, a causa del polvo, parecía un museo abandonado. Las huellas de las pisadas desaparecían lentamente en el suelo. El polvo se movía solo. Sujetó el auricular en la mano y esperó oír algún sonido al otro lado de la línea. Pero no escuchó ni el más mínimo sonido.
Bajó y cruzó la calle hasta la tienda para intentarlo con su teléfono, pero éste tampoco funcionaba.
Estaba de pie, apoyado con resignación en el mostrador de la tienda cuando John Waggles entró a buscar una cosa, con una máscara de las de heno cubriéndole media cara. Vio a Henry con el teléfono en la mano y extrajo sus propias conclusiones.
—¿No funciona? —musitó a través de la máscara de papel. Henry asintió—. ¿Lo has intentado con el de los Kushner?
Henry asintió de nuevo.
—No creo que debas decir nada por el momento —dijo hablando con claridad, ya que él no llevaba máscara. Colgó el auricular con resignación. No quería que John percibiera el pánico que empezaba a sentir y que sin duda éste descubriría si marcaba con nerviosismo los números. Estaba muy claro. El teléfono no funcionaba y él no conseguiría hacerlo funcionar a la fuerza.
—No —convino John. Sin decir más, se dirigió a la trastienda y Henry escuchó como movía cajas de un lado a otro.
Cuando volvió a aparecer, Henry estaba aún detrás del mostrador, reflexionando confusamente sobre qué podía hacer. John llevaba una caja que tenía el aspecto de pesar mucho.
—¿Necesitas que te eche una mano, John?
Éste negó con la cabeza.
—Haz lo que tengas que hacer, Henry.
Aquella frase parecía cargada de significado. Henry lo percibió en los ojos de su amigo.
«Haz lo que tengas que hacer». ¿Qué querría decir con aquellas palabras?
Henry salió y se dirigió a pie al único lugar donde creía que podría haber respuestas. Iba a visitar al mago de Parson’s Road. Mientras pensaba en el modo en que hablaría con él, no dejaba de bufar. Tan sólo sería un lugar para empezar a indagar. En los casos policiales, se lleva a cabo un proceso de eliminación, que siempre se inicia por el final. En este caso, el final estaba en Parson’s Road.
En aquel momento, la tormenta de polvo ya había amainado, pero en el aire aún se detectaban residuos. Olía a azufre, casi como si se aproximara una tormenta. Era un olor seco, a electricidad. No vio nada que pudiera indicar que se acercaba una tormenta, pero sintió una pizca de esperanza. Tal vez volvería a llover.
En todas las calles había montones de tierra, algunos de los cuales dibujaban figuras que resultaban familiares. El aire estaba tan quieto y la luz era tan tenue que no estaba seguro de lo que tenía delante de sí. Pasó frente a algunas casas que tenían la puerta de entrada y todas las ventanas abiertas. El polvo daba un toque de color mortecino, acentuado por la quietud del aire y la luz tenue. Daba la impresión de que todo llevaba muerto mucho tiempo, como en una ciudad fantasma. Aquel silencio, las casas vacías con las ventanas abiertas de par en par, el olor del aire: todo aquello ponía a Henry los pelos de punta.
Dobló la esquina de Parson’s Road e inmediatamente vio en el pavimento la hendidura de la que había oído hablar justo antes de la increíble tormenta. Era gigantesca.
El polvo se acumulaba a ambos lados de la grieta, pero ésta recorría el centro de la calle hasta donde le alcanzaba la vista, llena a su vez de polvo. Henry avanzó con cuidado a lo largo de la hondonada. Era muy fácil que alguien cayera en su interior y desapareciera, que la gravedad tirara de él hacia abajo mientras el polvo obstruía sus tejidos, llenando en primer lugar la boca y después los orificios nasales, tapándole los poros de la piel y entrándole en los ojos. Las últimas bocanadas de aire que tomara serían desesperadas y terriblemente angustiosas, pues tendría los pulmones llenos de polvo y a punto de estallar.
El corazón de Henry empezó a latir con más fuerza. Se serenó y posó la vista en el horizonte, al tiempo que se frotaba los ojos. Los cerró delicadamente para eliminar el polvo que le había ido entrando en el camino. Era rasposo.
A un lado de la calle había un montón enorme de tierra que iba siendo recubierto lentamente por los remolinos de polvo. Se fijaría en él como si fuera un mojón mientras iba avanzando con cautela.
Tras su paso, las huellas iban desapareciendo. Sintió que algo estaba cambiando en el ambiente. Mientras caminaba por Parson’s Road, el aire dejó de estar en calma. De algún lugar había surgido una brisa. Volvió la vista hacia el lugar de donde provenía, intentando ver algo entre la polvareda. Consiguió distinguir pequeñas partículas de polvo que se arremolinaban detrás de él. Y, cuando se volvió, también estaban delante de él, aunque no había muchas. Más adelante la atmósfera se veía mucho más turbia.
Se acercó al enorme montón de tierra. Contempló con curiosidad aquel bulto de forma peculiar apartado a un lado de la calle y fue directamente hacia él. Después de haberlo dejado atrás, escogería otra cosa como mojón. A lo lejos se distinguía algo que sobresalía entre el polvo, probablemente un buzón, aunque el aire era demasiado denso como para saberlo con certeza. Después de dejar atrás el montón de tierra, tomó el buzón como punto de referencia. Después encontraría otro objeto por el que guiarse. Seguiría así hasta llegar a la casa de Karen Grange.
Fuera lo que fuera aquel bulto en el suelo, estaba completamente enterrado. Mientras caminaba con dificultad, su mente no dejaba de pensar. Demasiado pequeña para ser una máquina, demasiado grande para ser algo lanzado desde la ventanilla de un coche, tenía una forma demasiado extraña para ser…
De repente se encendió una luz en el interior de su mente. Aquella forma le resultaba familiar. Se le erizaron los pelos del cogote y sintió un escalofrío en todo el cuerpo. Empezó a avanzar más lentamente, tanto que casi se detuvo. «Engullido». Era lo bastante larga como para ser… Vio la imagen de Vida Whalley, en concreto del aspecto que presentaba bajo la manta, boca arriba y completamente inmóvil. De pronto, Henry supo lo que, con toda probabilidad, se escondía bajo aquel montón de arena.
Unos metros más adelante, se agachó para observar. No quería acercarse demasiado. Tenía la boca más seca que nunca. El montón de tierra no se movía.
—Dios mío —murmuró. Se puso de pie y avanzó dos pasos.
Medía un poco menos de dos metros de longitud, pero estaba curvado hacia la carretera. El polvo lo había cubierto por completo y lo absorbía lentamente hacia la zanja. La parte más estrecha del montón de tierra se parecía mucho a una extremidad. Se dijo que era obvio: quizá se tratara del brazo de alguien que había intentado sin éxito buscar cobijo en la casa de los vecinos.
Aunque le provocó cierta repulsión, acercó la mano para tocarlo. Sabía que los muertos pesan muchísimo y poseen una dureza, una rigidez inconfundible incluso antes del rigor mortis. En el momento en que se toca algo que está muerto, se nota.
Hundió la mano en la arena y sintió un frío espantoso, una carne dura y tocó unas ropas. Tiró del brazo. Al principio pensó que le habría sucedido algo terrible, ya que le faltaba una mano, pero cayó un poco de arena y dejó al descubierto los dedos. La carne había adquirido el color del polvo, y parecía como si estuviera hecha del mismo, como una estatua de arena. Luchó por reprimir las náuseas pero, sin poder evitarlo, acabó apoyado contra una pared, vomitando en la acera. El cadáver iba ataviado con una cazadora azul y unas gafas de soldar cubiertas de polvo, a través de las cuales no se veía nada. Un pañuelo le tapaba la boca. Henry pensó que se había equipado lo mejor posible. Parecía haberse preparado para una larga expedición. No creyó que fuera nadie de los vecinos…
Cuando le levantó la muñeca, vio el brillo de un reloj. Se trataba de un reloj de oro de imitación. Al caer el polvo, Henry vio que la esfera de cristal estaba rajada. «¡Quién demonios me ha dado un golpe!». Recordó la imagen de un brazo que se alzaba delante de él y la sonrisa de un rostro familiar. «Habría podido romperme la muñeca, pero me dio en el reloj». Recordó también la risa de aquel hombre, sentado en la cafetería, soltando improperios.
Le dio un vuelco el corazón. Henry se agachó y cogió las gafas de soldar. Cuando se desprendió el polvo que había debajo de ellas, quedaron al descubierto unos grandes ojos azules.
—Carl… —dijo con un hilo de voz.
Henry dejó el brazo de Carl en el suelo con suma delicadeza. Meneó la cabeza y cerró los ojos con fuerza ante la visión que tenía delante. Aunque no se tratara exactamente de un amigo, era una de las personas más conocidas de Goodlands. De repente, se sintió culpable. Henry debería haberlo sabido y haberlo detenido.
—¡Maldita sea, Carl! —Por un instante se quedó inclinado sobre el cadáver, sin saber si tomarle o no el pulso. El rostro de Carl estaba cubierto de polvo, que poco a poco iba cayendo hacia los lados de sus ojos aún abiertos. Henry se los cerró suavemente. Luego volvió la cabeza y se levantó.
Ya no podía hacer nada por él, ni siquiera podía pedir ayuda. Sin duda habría una solución mejor que dejarlo en aquella carretera, pero Henry no podía pensar con claridad. Trató de contener el enfado que le producía su propia impotencia. Ya se le ocurriría algo más tarde, aunque no sabía cuándo.
—Lo siento, compañero, pero voy a tener que dejarte aquí —dijo en voz alta en medio de aquella atmósfera polvorienta—. No puedo hacer nada por ti.
Se retiró un poco, hacia la sólida y dura carretera e inmediatamente se dio cuenta de que no podía dejarlo allí, como si nada, con medio cuerpo saliendo de la zanja. Enterró de nuevo el cuerpo y cuando ya no se veía, se volvió y siguió bajando por Parson’s Road. Más tarde se aseguraría de devolver a Carl su dignidad. Henry distinguió una silueta más alta en el turbulento remolino, a poco menos de doscientos metros de allí. Era el buzón de Karen Grange, que estaba más cerca de lo que había imaginado. Supuso que su amigo, el invocador de lluvia, estaría allí. Si había tenido algo que ver con todo aquello, con la tormenta de polvo, con la lluvia, tendría que darle alguna explicación o, al menos, arreglarlo. Se sintió estúpido por haber fingido que creía todas aquellas habladurías y, al mismo tiempo, sabía que tenía razón. Sentía que se estaba implicando en aquel juego.
En casa de Karen se respiraba un ambiente de tensión, mientras ésta y Tom esperaban a que la tormenta amainara. No cruzaban palabra y prácticamente ni se miraban. Pero Tom había tomado una resolución respecto a lo que iba a hacer y Karen lo había captado. Para entonces ella había bajado la guardia y le había dicho que lo amaba.
Tom deambulaba por la casa, mirando por todas y cada una de las ventanas, y cuando la había recorrido entera volvía a empezar. Parecía que estuviera calibrando las cosas y el mundo exterior, sopesándolos y comparándolos con sus propias fuerzas.
Karen se sentó en una silla que había al lado de la ventana más grande y observó a Tom atentamente. Empezaba a intrigarle el hecho de verle tan ausente de todo. Mientras que el rostro de ella estaba pálido y con aire preocupado, el de Tom estaba lleno de vida, incluso denotaba emoción. Parecía encontrarse en un estado de exaltación, dentro de su propio mundo.
Cuando la tormenta se hubo calmado lo suficiente para poder distinguir con claridad el buzón de correo que había al final del camino, Tom salió sin decir una sola palabra, pero se detuvo en el umbral y la miró con expresión decidida. Sonrió amablemente y después de despedirse con una inclinación de cabeza, desapareció como una sombra en la confusa niebla.
Karen se quedó dentro, y observó a través de las ventanas cómo Tom deambulaba por el patio, al igual que había hecho en el interior de la casa, deteniéndose por momentos y agachándose como si estuviera oliendo el suelo, ladeando la cabeza de forma extraña como si escuchara algo. Todos los movimientos de su cuerpo denotaban agitación y nerviosismo, pero al mismo tiempo, eran calculados y tenían un propósito. Caminó en círculos alrededor de la glorieta. Se quedó allí, dando vueltas durante un buen rato y, de vez en cuando, levantaba la vista hacia el cielo. Al menos aquel gesto le resultaba a Karen muy familiar. El modo en que estaba de pie, la expresión de su rostro, incluso en la distancia, le resultaba familiar. Buscaba lluvia.
Ella tenía toda su atención centrada en lo que sucedía al otro lado de la ventana, mientras que la atención de Tom se centraba quién sabe dónde. Ninguno de los dos oyó ni vio lo que sucedió a continuación.
Karen no notó el silbido de algo que se deslizaba por debajo de las puertas. No notó que algo muy sutil estaba cambiando por completo el ambiente que reinaba en la casa, afectando de forma imperceptible a cada molécula, cada átomo de la misma. De repente el aire formó enormes remolinos. Un gigantesco torbellino de polvo y energía que se originó en la sala de estar empezó a recorrer la casa buscando…
Cuando ella sintió que aquella arena le recorría la espalda, introduciéndose en su cuerpo, ya era demasiado tarde. Karen Grange estaba sepultada por completo bajo su antigua identidad.
Había sido derrotada.
Tom se percató rápidamente de que allí fuera todo se veía más claro, más cercano. Sentía con mayor intensidad la presencia del aire, del suelo, de la entidad viviente que era la tierra. Bajo sus pies, la vibración que había notado desde el principio era más potente. Guiado por una brújula interna, buscó el lugar donde sentía el zumbido con más potencia. Era el sitio que había evitado durante todo aquel tiempo.
Se quedó de pie en el jardín posterior de la casa, a la derecha de la glorieta. Toda aquella estructura gótica había quedado enterrada por montañas de polvo gris y arenoso. Se colocó de espaldas a ella.
Tom se percató de que ya no estaba cansado. Del suelo que pisaba surgía una oleada de energía que procedía de la tierra. Era la vibración. Finalmente cerró los ojos y buscó la lluvia. Logró encontrarla sin gran dificultad, lo cual no le sorprendió demasiado.
Estaba allí, justo detrás del muro, esperándole, esperándole a él. El cielo ya no era un lugar insondable, sino finito. Algo poderoso se había cernido sobre Goodlands, algo que lo había mantenido a él dentro y a la lluvia fuera. Se quedó de pie en aquel lugar y permitió que el murmullo procedente de la tierra, mitigado por unos treinta centímetros de polvo, subiera por su cuerpo.
Se produjo un chispazo de electricidad estática. Sintió que le atravesaba la carne y casi pudo vislumbrarlo en la débil luz del patio. Al instante todo se precipitó sobre él: los átomos del cielo, las hojas de las plantas, las partículas de energía que surgían de la tierra. Todo aquello ahora le pertenecía.
Estaba asustado, pero también quería saber qué pasaba.
Antes de elevarse sobre el pequeño pueblo de Goodlands, Tom dirigió una mirada a la casa, a Karen. Miró hacia el rincón oscuro de la ventana de la cocina pero no consiguió verla. No sabía si ella lo observaba, si esta vez confiaba en él, si creía que él podía arreglar aquello. Lo cierto es que sí podía y eso es lo que haría, tanto por ella como por él mismo.
Sentía en el pecho el cosquilleo nada familiar de un reto. Había algo en ese pueblo que clamaba por ser vencido, o al menos por ser impugnado. Pensó que, fuera lo que fuese, quería que él se encargara de hacerlo, de vencerlo. Había encontrado un propósito, el motivo por el cual se dedicaba a invocar la lluvia.
Detrás del alto muro, el cielo tenía un color tétrico. Más allá del fino manto que cubría Goodlands, estalló un relámpago y la tormenta cobró fuerza como si también los elementos estuvieran a punto de iniciar una guerra.
Tom levantó los brazos.