La lluvia cesó poco antes del amanecer.
En los momentos siguientes, una oscura nube, originada en Parson’s Road, empezó a surgir de la tierra. De la larga y honda grieta que se había abierto en el pavimento emanaba una sustancia que, a primera vista, parecía gas. En realidad, se trataba de un polvo fino y marrón, restos resecos de lo que en su día había sido tierra fértil, residuos de lo que una vez había crecido y dado fruto en una localidad agrícola. Polvo que, al mismo tiempo, estaba vivo y muerto. Surgía de la grieta como una niebla tenebrosa, arremolinada y amorfa flotando en nubes gigantescas y densas, ganando fuerza con la altura. Mientras se elevaba hasta lo que parecía otro estadio del cielo, empezó a girar con una cadencia sobrenatural y pausada.
Se alzaba formando ondas y se movía en todas direcciones, encumbrándose y cayendo como un torbellino, debilitándose y cobrando fuerza, dibujando formas extrañas y prolongadas, disgregándose en infinitos puntos que interpretaban una misteriosa danza en el aire. Las briznas de hierba parda, las rocas erosionadas, las grietas del suelo, todo presentaba un aspecto gastado, apagado y decadente. Las capas de polvo se iban acumulando mientras la nube se desplazaba para envolver todo lo que encontraba en su camino.
La nube se movía con tal lentitud que a ratos parecía inmóvil. Los árboles, a pesar de haber absorbido el agua de la lluvia como seres sedientos, anunciaban a voz en grito su muerte inminente mucho antes de que apareciera el polvo y, finalmente, con la llegada de su nuevo enemigo, eran derrotados por completo. Lo que podría haber sido rescatado de la tierra árida y castigada gracias a la lluvia fue derruido por las oleadas de polvo mientras este se elevaba y caía, avanzando por el camino que llevaba al pueblo.
A media tarde, el suelo empapado y lleno de lodo volvió a secarse debido a la gigantesca oleada de nubes que emergían de las grietas del suelo. El polvo envolvía decenas de campos y calles de todo el pueblo. Acabó con la escasa luz que había, creando el efecto de una especie de crepúsculo que pronto se convertiría en la noche más oscura. Pero eso sucedería más tarde. Por el momento, la nube de polvo se movía metódicamente, arremolinándose con toda su potencia sobre el pueblo, filtrándose por hendiduras imperceptibles para el ojo humano, colándose por debajo de las puertas y por las mosquiteras de las ventanas, abriéndose paso entre los habitantes mientras dormían, cubriéndolos con su espeso humo como un manto de hollín seco. Todo el pueblo, aunque enterrado bajo una capa de niebla, seguía dormido.
Los animales empezaron a bramar en los graneros, los establos y los campos. Pero nadie los oía. Todos estaban inmersos en un profundo sueño y, al poco, los animales dejaron de gritar.
Los habitantes de Goodlands estaban dormidos, ajenos a la cautela con que la nueva plaga avanzaba, lenta y concienzudamente. Por la mañana, el más minúsculo consuelo que había dejado la lluvia había sido barrido por la devastadora masa de millones de diminutas partículas guiadas por una mano invisible sobre el pueblo de Goodlands. No envolvían ningún otro lugar, sólo Goodlands… Las lindes del pueblo estaban delimitadas por nubes destructivas, que nacían del mismo suelo y se alzaban hasta más allá de lo que la vista alcanzaba.
El pueblo despertó de forma repentina y angustiosa, casi de golpe, y literalmente asfixiado.
Janet y Butch Simpson habían escapado de Carl yéndose a la casa de una vecina, y dormían a pierna suelta en la habitación de la buhardilla. Janet fue la primera en despertar, con una sensación de claustrofobia tan intensa y desagradable que la provocó náuseas. Como la mayoría de los habitantes de Goodlands, aquella noche había soñado con la lluvia. El agua caía primero sobre su cabeza, empapándole el cuerpo, haciéndole sentir su frío majestuoso e impregnándole por fin los ojos, la boca, las orejas, la nariz, cubriéndole la palma de las manos, con una calidez rasposa y pegajosa, como si estuviera cerrando todos los poros de su cuerpo y le impidiera respirar.
Mientras seguía soñando con la lluvia, los tejidos cartilaginosos y húmedos de la garganta se le secaron e hicieron que tosiera. Escuchó aquella tos como si procediera del exterior de su sueño, y se irguió de golpe. Estaba medio dormida, todavía en el mundo de los sueños, y se agitaba bajo una lona que la protegía de la lluvia. Cada vez había menos aire bajo la tela y parecía que las mismísimas paredes del mundo estuvieran estrechándose. Volvió a toser, esta vez más fuerte, lo suficiente para despertar del todo, justo a tiempo de oír la voz áspera y ahogada de su hijo.
—Mamáaa…
Abrió la boca para hablar, para gritar «¡Butch! ¿Qué ocurre?», pero le fue imposible articular palabra. Tenía la boca llena de una sustancia que le había pegado la lengua al paladar.
Abrió los ojos y sintió un dolor agudo, notó la rasposa sequedad de los párpados pegados a las finas membranas de los ojos. Instintivamente se llevó las manos a la cara, se atragantó y se esforzó por respirar. En aquel momento, ni siquiera Butch y su desconsolado grito se antepusieron a su desesperada lucha por sobrevivir.
Se frotó los ojos hasta que afloró un poco de la humedad que le quedaba en el cuerpo y entonces pudo abrirlos para ver el dormitorio. Butch yacía a su lado en la cama nido de la habitación que ambos compartían en la acogedora casa de madera de Mary Tyler, situada a poco más de un kilómetro de la suya.
—Butch… —farfulló, mientras saltaba de la cama tambaleándose, levantando polvo al apartar las sábanas. El camisón onduló mientras andaba, y Janet resbaló en el suelo, un suelo resbaladizo cubierto de una fina capa de polvo.
Meneó la cabeza con ademán confuso, al tiempo que el polvo se elevaba en la tenue luz y se filtraba a través de una pequeña ventana. Parecía el plumero de una escoba que alguien sacudiera al sol. Sintió el polvo bajo los pies y vio que cubría la mesa que había junto a la puerta. Su primer pensamiento fue que aquel lugar parecía una pocilga. ¿Cómo era posible, aunque estuviera oscuro, que no se hubiera percatado cuando los dos subieron las escaleras y entraron en la buhardilla? Aquel pensamiento sólo la distrajo un momento.
Butch estaba sentado en la cama y se frotaba los ojos enérgicamente, como lo había hecho su madre, mientras gimoteaba con toda la fuerza que le permitía su garganta. Cada vez que tosía, de su boca salía polvo, como el aliento parecido al humo que se exhala en una fría mañana de invierno.
Janet se sentó a su lado en la cama, levantando un montón de polvo al hacerlo. El chico tosió un par de veces más y después habló.
—Me ahogo… —Ésas fueron sus palabras. Se agarró a los hombros de su madre con ambas manos, con una fuerza sorprendente, y luego se esforzó por respirar. El pánico se apoderó de Janet e hizo lo primero que se le pasó por la cabeza. Le dio unas palmaditas cariñosas en la espalda, mientras las partículas de polvo los envolvían. Con la otra mano, se cubrió la boca y la nariz.
—Tápate la boca con la mano —le indicó sin esperar que realmente lo hiciera. Ella misma trató de cubrirle la nariz y la boca con la mano—. Respira por la boca —añadió apretando los dientes. Él la miró fijamente con los ojos irritados de tanto frotárselos, con un diminuto rasguño en el rabillo de uno de ellos.
—¿Qué pasa? —balbuceó.
—No lo sé. —Tiró de él con fuerza para que se levantara de la cama—. Agacha la cabeza. Salgamos de aquí.
Juntos, bajo la tenue luz, se acercaron a la escotilla por la que se accedía a la buhardilla. Janet miró hacia la ventana, pero no se veía nada. Era como si alguien hubiera colgado una manta desde fuera.
—Vamos —le ordenó al tiempo que levantaba la compuerta.
La segunda planta estaba mejor. No parecía haber tanto polvo como en la buhardilla.
—¡Mary! —llamó. A lo lejos escuchó el sonido de una ventana al cerrarse de golpe. Seguidamente oyó pasos.
—¡Janet! ¿Es un tornado?
Los tres se quedaron en el pasillo, entre el lavabo y los dormitorios.
—Tenemos que cerrar las ventanas —dijo Janet. ¿Un tornado? No lo creía. Seguía tapándose la boca y la nariz con la mano y hablaba con los dientes apretados. Mary hacía lo mismo, aunque el aire parecía más respirable. Janet retiró la mano para comprobarlo. De inmediato volvió a colocársela en la cara. No tenía por qué engullir una bocanada de polvo.
—Cerrad las ventanas… Es lo que estoy haciendo —dijo Mary mientras se dirigía al cuarto de los invitados, y volviéndose, añadió por encima del hombro—: Al levantarme, creí que moriría asfixiada.
Janet asintió con un gesto que indicaba que debía seguir con la boca tapada. Butch se recostó sobre ella, con una mano sobre la boca y la otra aferrada al camisón de su madre. Tenía los ojos entrecerrados.
—Voy a cerrar la ventana del lavabo y después bajaré al piso de abajo para cerrar las demás —comentó Janet. Mary hizo un ademán de asentimiento y entró en la habitación de los invitados.
En la planta baja, las habitaciones también estaban llenas de una espesa capa de fino polvo que se adhería a todo y flotaba en nubes ante el más mínimo movimiento.
Los tres se dedicaron a cerrar las ventanas de la casa que estaban abiertas. El polvo se arremolinaba, llenando el aire de una bruma que danzaba y removía las capas polvorientas que lo cubrían todo: el suelo, las mesas, la fruta del cesto de la cocina. Incluso los trapos y las cortinas eran mantos de polvo.
Tras cerrar la última ventana, los tres se reunieron en la sala de estar e intentaron vislumbrar algo a través de la ventana.
—Se despejará pronto —manifestó Janet—. De todas formas nos quedaremos aquí dentro. —En el exterior parecía haber estallado una tormenta de nieve, una ventisca, de no ser porque todo tenía el color apagado de la hierba seca. Le resultaba imposible ver la calle. Ni siquiera divisaba el parterre de flores que Mary había plantado al final del camino de entrada, y que se encontraba a menos de siete metros.
—¿Es un tornado? —volvió a preguntar Mary. Sus voces aún albergaban un atisbo de pánico, pero el haber cerrado las ventanas, el simple hecho de actuar, había logrado que se sintiesen mejor. Seguían hablando por señas y con los dientes apretados. No conseguía ver el tractor, aunque seguramente aún estaría aparcado en el terreno que había al otro lado de la calle, donde había permanecido durante dos meses, inutilizado. Janet pensó en Carl, solo, en la casa.
—No lo sé. No lo creo —repuso finalmente Janet.
—Mamá, necesito beber agua —declaró Butch. Sus ojos tenían mal aspecto. Estaban enrojecidos e irritados.
—Ve y cógela tú mismo, Butch. Aquí no tienes que pedirla —dijo Mary, al tiempo que daba unas cariñosas palmaditas al muchacho en el hombro—. Pobrecito —añadió, volviéndose hacia Janet.
—Yo también voy —señaló Janet entre los dedos de la mano. Iba a telefonear a Carl.
Como si hubieron hecho un pacto, se encaminaron lenta y cautelosamente a la cocina, intentando protegerse del polvo, que ya había empezado a sedimentarse. El interior de la casa ya no parecía una tormenta de arena extraída de una película de serie B rodada en el desierto de Mojave.
Janet tendió la mano hacia un armario de cocina y cogió un vaso para Butch. Estaba cubierto de polvo, como el resto de utensilios.
—Primero lávalo bien —le advirtió. El chico asintió. Ella se acercó al teléfono y marcó el número, escuchando el sonido agudo del tecleo y el pitido posterior. Sujetó el auricular junto a su oreja, retirándose la mano de la boca y respirando con dificultad, aunque el aire no parecía tan cargado como antes.
El calor invadía toda la casa, de hecho como cualquier otro día, pero era peor porque habían cerrado las ventanas. Estaba sudando. Tenía la mano resbaladiza y notaba que se le había adherido polvo en la espalda sudada, en las piernas y, sobre todo, en las axilas. Se le había formado una película parecida a la tiza. Cuando era pequeña, en la escuela, cada semana había un encargado de limpiar los borradores y lavar la pizarra. El polvillo de la tiza se pegaba a la boca y su sabor perduraba durante horas. Ésa era la sensación que tenía en aquel momento. Estaba aturdida y como impregnada de tiza.
El teléfono empezaba a sonar al otro lado de la línea cuando oyó el sonido metálico y atascado de las cañerías que tenía detrás. Desgraciadamente aquel sonido le resultaba familiar.
—¡Mamá, no hay agua! —exclamó Butch.
Janet cerró los ojos. «¡Dios! ¿Qué está pasando?», se preguntó.
—Coge algo de la nevera, cielo —respondió. El teléfono sonaba una y otra vez, pero Carl no respondía.
Carl oía que el teléfono sonaba en el interior de la casa y, por un momento, se sintió tentado de entrar y contestar, de protegerse en su hogar, lejos de aquella polvareda. Pero no se movió. Permaneció de pie en el camino de cemento. Aunque ni siquiera lo veía a causa de la densidad del aire, podía sentirlo bajo sus pies, bajo la gruesa capa de polvo que lo envolvía todo. El porche estaba justo entre la casa y él, aunque tampoco le proporcionaba más seguridad que el jardín. Tenía que conseguir llegar hasta la camioneta.
Se había confeccionado una especie de traje protector con la cazadora que vestía, ajustándose la capucha a la cara y el cuello. Llevaba las gafas de soldar sobre la capucha y se había atado un pañuelo para taparse la boca. Se había protegido bien, pero tenía calor y el pañuelo le dificultaba la respiración. No importaba, se estaba tomando las cosas con calma. En la camioneta estaría mucho mejor.
Avanzó tranquilamente por el camino, guiándose más por lo que recordaba que por lo que veía, ya que la visibilidad era nula a más de medio metro frente a él. Todavía no había pensado en cómo entraría. Sin embargo, estaba seguro de que las ventanillas de la camioneta estaban subidas. Se trataba de una costumbre que le había inculcado su padre: al salir de un vehículo, hay que desconectar la radio, subir las ventanillas y cerrarlo bien. El viejo solía lanzar las llaves al aire al salir de la camioneta, cuando la puerta aún estaba abierta. Ese truco le servía para no olvidarlas nunca dentro. Carl había adquirido aquel hábito y, gracias a él, nunca se las había dejado. Por eso supuso que no habría polvo en el interior de la camioneta.
Estaba seguro de que era Janet quien llamaba. No había telefoneado durante la noche y probablemente estaría preocupada por él, pero no podía hacer nada al respecto. Se sintió vengado por la llamada y la tormenta. Realmente si ella no lo creía, si nadie lo creía ahora, es que estaban ciegos o eran estúpidos.
A cada paso que daba por el duro camino hasta la camioneta repasaba mentalmente las cosas con las que iba topando: el cortador de césped, la pequeña alberca de los pájaros, la verja… La camioneta estaba aparcada a un metro y medio de la verja. Ya casi había llegado cuando su antebrazo topó con el poste alto que empleaban para sostener un extremo del viejo tendedero.
Sacó las llaves del bolsillo de los pantalones y las sujetó con fuerza en la mano sudorosa. Lleno de confianza, avanzó hasta la camioneta.
Carl no estaba seguro de lo que podía suceder dada la densidad del aire y el tiempo que podía haber durado la tormenta. Introdujo la llave en el contacto y, aunque le costó un poco, el vehículo se puso en marcha y empezó a moverse.
Encendió los faros y, más que verlo, intuyó que iba calle abajo. Cuando calculó que había llegado hasta la gran verja, giró torpemente hacia la calle. Primero, el neumático derecho delantero se salió del camino y fue hacia la pendiente de la cuneta, pero una vez en la calle, enderezó el vehículo y siguió conduciendo hacia delante, confiando en su sentido de la orientación.
Se dio cuenta de que tendría problemas en cuanto llegó al cruce de la carretera 5 con la carretera secundaria que tomaba para dirigirse a la ciudad. La camioneta empezó a emitir ruidos sospechosos y a perder velocidad.
El filtro del aire estaba obstruido. Esperaba haber podido llegar más lejos, pero sólo había recorrido poco más de un kilómetro. En los días claros, desde allí veía su casa y tal vez incluso podía saludar a Janet si ésta se asomaba a la ventana.
Tenía que intentarlo. Sin el filtro del aire, sólo podría llegar hasta el desvío de la carretera secundaria.
Carl reflexionó unos instantes. Se ajustó las gafas y salió de la camioneta, moviendo primero la palanca que levantaba el capó.
La carretera secundaria era la mejor opción. Desde allí, seguiría caminando.
Tom y Karen, después de hacer el amor por última vez de madrugada, se habían quedado dormidos escuchando el repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el tejado. Ella le había contado el único chiste que sabía. Después, todavía riendo, se adormecieron plácidamente. La soñolienta mente de Karen percibió aquella escena como algo perfecto. Estaban los dos abrazados, después de reír durante un buen rato. La lluvia había refrescado el ambiente y habían caído rendidos en un lecho amplio y cómodo. Sólo unos pocos centímetros los separaban de otra noche de amor.
La mañana trajo consigo algo completamente distinto.
Despertaron tratando de respirar y, seguidamente, se levantaron desesperados a cerrar todas las aberturas de la casa. Karen se tapó la boca y la nariz con una toalla para filtrar el polvo que invadía la casa… Tom utilizó una de sus camisetas de color blanco que extrajo de la mochila.
—¿Qué es esto? —inquirió ella. Tom meneó la cabeza. Ignoraba lo que ocurría y no pretendía elucubrar al respecto. Dedicaba sus energías a expulsar el máximo de polvo posible de la boca y la garganta mediante fuertes carraspeos.
Era el pueblo de Karen; su llanura. Tom sabía tan poco de tormentas en las llanuras como de las propias llanuras. A menudo había sido testigo de las consecuencias de las tormentas de arena, pero nunca se había visto inmerso en una de ellas. A juzgar por los remolinos que veía en el exterior a través de las ventanas que iba cerrando, pensó que podría tratarse de un tornado o un huracán. De inmediato se dijo que el extraño modo en que el viento se elevaba y caía sobre los campos de trigo por los que había pasado al entrar en Goodlands recordaba las olas del mar. Se trataba de un huracán, un huracán de las llanuras.
Tom estaba colocando un trapo en la rendija que quedaba entre la parte inferior de la puerta y el suelo. De repente, se detuvo y se quedó rígido. Una idea cruzó su mente. No se trataba de un huracán, ni tampoco de un tornado. Le vino a la memoria el recuerdo del pequeño restaurante en las afueras del pueblo de Bellsville, los rostros inexpresivos de los habitantes que, sin saberlo, estaban a punto de morir. Cambió de posición para observar la tenue luz y los remolinos de polvo a través de la ventana principal.
De rodillas, colocó una mano sobre las tablas del suelo y la mantuvo unos instantes para sentir lo que estaba seguro que notaría. La vibración era débil y difícil de detectar debido al viento que ululaba detrás de la puerta. El corazón empezó a latirle con fuerza. Durante unos segundos sintió miedo. Sin comprobarlo, sin necesidad de enviar sus sondas mentales, supo que la lluvia había quedado atrás, muy lejos del lugar al que él la había traído. El cielo se había convertido en una gruesa capa desprovista de aire.
Karen pasó junto a él a toda prisa, con trapos en la mano, de camino al pequeño cuarto de baño para cerrar la ventana. Tom levantó la mirada hacia ella con expresión de abatimiento, pero la joven no pareció darse cuenta y, al pasar por su lado, le dedicó una mirada que a él le resultó desconcertante.
—¿Y ahora qué? —inquirió Karen. Era una pregunta retórica, por supuesto, pero la expresión de su rostro reflejaba lo que quería decir. En realidad, podría haberlo dicho claramente: «¿Qué has hecho?».
Él había entendido sus palabras a la perfección: «¿Y ahora qué?».
Oyó el ruido de la ventana al cerrarse en el cuarto de baño, pero Karen no apareció de inmediato. Observó el reloj que había sobre la mesa, reparado recientemente después de que aquella misteriosa visitante, cuya identidad Karen jamás revelaría, lo tirara al suelo y lo hiciera pedazos. «Eso es calidad», había bromeado Karen. Ella confiaba en que, incluso después de aquel golpe tan fuerte, el reloj volvería a funcionar. «Tiempo al tiempo», había dicho. El reloj marcaba las diez de la mañana. Faltaba la manecilla de los minutos y Tom no estaba seguro de que funcionara. Avanzó un par de pasos para comprobar la hora en el reloj de la cocina. Marcaba casi una hora antes. Eran las nueve y diez de la mañana.
Aunque ya hacía horas que había amanecido, la luz que penetraba en la casa era tenue y débil, como si aún fuera de madrugada. ¿Cuándo habría dejado de llover? Ni siquiera quedaba el más mínimo indicio de agua en el aire, nada que hiciera pensar que había llovido. Ninguna señal, ni siquiera en su interior. Se había desvanecido por completo.
«Cree que he sido yo», pensó Tom. El polvo se arremolinaba de forma acusadora a su alrededor, flotando parsimoniosamente, como si quisiera seguir demostrando su presencia.
Le sorprendió sentirse dolido, y esbozó una sonrisa burlona y pusilánime. Karen había desconfiado de él, y quizás aún lo hacía, a pesar de que en aquel momento ya habría tenido tiempo suficiente como para despejarse, para mirar a su alrededor y percatarse de que él no tenía nada que ver con todo aquello. «Yo no hago que llueva polvo, sino agua», pensó, enojado.
No obstante, ¿ahora qué? Lo que más le trastornaba eran sus sentimientos heridos, un equipaje demasiado pesado tras años de viajes sin rumbo fijo. Era preferible no pensar en los sentimientos, especialmente los que albergaba por aquella mujer. ¿Realmente sentía algo por ella? Se sorprendió por lo que acababa de descubrir. Durante los últimos días no había pensado en absoluto sobre lo que sentía por ella y, por ese motivo, ahora se sentía incapaz de analizar la situación.
Su primer impulso fue salir corriendo, marcharse, desaparecer para siempre. La constante y silenciosa vibración que había bajo sus pies, unida al enigma que representaba aquella mujer, martilleaban en su cabeza. No podía marcharse sin más, porque había que resolver algo allí y, aunque él no hubiera tenido nada que ver al respecto ni pudiera hacer nada para solucionarlo, aunque la sequía fuera algo entre Dios y Goodlands, tenía que quedarse. No podía dejarla sola en medio de todo aquello. ¿Qué pasaría si las cosas empeoraban? ¿Y si sucedía algo terrible?
Por otro lado, el hecho de enfrentase a dos retos en el mismo lugar avivaba su amor propio. Aunque sabía que tal vez su actitud sería tildada de arrogante, se sintió obligado a resistirse a la tentación de abandonar.
Fuera lo fuera lo que estaba sucediendo en Goodlands, Tom lo vivía como si le ocurriera a él.
Del mismo modo que cesó la lluvia, amainó la tormenta de arena. Poco a poco, fue debilitándose sobre Goodlands, y los remolinos de viento que la hacían subir y descender sobre el pueblo empezaron a calmarse, y el polvo pareció quedar suspendido en el aire. Sin embargo, alrededor de la casa de la banquera, la verdadera tormenta tan sólo acababa de empezar. En el suelo, una nube cambiaba de forma y se abría paso a través del aire espeso y saturado de polvo. Tenía una forma larga y curvada, parecida a la silueta de una mujer, lo mismo que en el cielo una nube esponjosa adquiere la forma de un anciano, un perro de lanas o una cordillera de montañas. Su masa ondulante avanzaba por las calles y los campos de Goodlands, con un rumbo fijo. Nadie se dio cuenta, ya que en medio de aquella tormenta, todos estaban demasiado ocupados en vencer su propio miedo.
Karen se arrepentía de lo que había dicho. Había hablado con la voz del miedo y el pánico, sacando conclusiones precipitadas desde la única perspectiva que tenía a mano. Sabía que le había hecho daño. En la expresión apenada del rostro de Tom se mezclaba una sincera sorpresa. Aunque Tom se había recobrado en seguida, su pesar era evidente.
«Qué estúpida», pensó. Desde un principio había sido una estúpida al creer que alguien podía jugar con la naturaleza y escapar de ella impune. La vieja creencia de que Goodlands había sido castigado y, al parecer, ahora recibía un segundo castigo, le volvió a la mente. Por un instante se le heló la sangre. Era imposible. Pero su rabia no la sacaría del apuro.
«Estúpida. Estúpida. Estúpida», se repetía en silencio.
Bajo la furia, demasiado débil e insignificante para exteriorizarla, subyacía la pregunta crucial: ¿Por qué? ¿Con qué fin? Decidió sustituir aquellas preguntas por una suposición lógica. Tom había provocado la lluvia y, por tanto, también aquella polvareda. «¿Por qué?» era una pregunta de necios que intentaban dar largas a un asunto determinado.
Sin embargo, ¿qué sentido tenía destruir lo que él mismo había iniciado? Y en dos frentes distintos, se dijo a sí misma.
Él estaba de pie en la cocina cuando ella salió. El polvo había empezado a asentarse. Al menos, la tormenta había cesado.
Karen evitó su mirada. Se dirigió al fregadero y abrió el grifo. Como esperaba, salvo un desagradable ruido, no salió nada más. Apoyada contra el fregadero, recostó la cabeza sobre las manos y la meneó. No lograba entenderlo. Tal vez aquel lugar estaba maldito. Tal vez también lo estaba ella.
Karen se sobresaltó cuando él la cogió por el brazo y la obligó a volverse para mirarla a la cara.
—Crees que yo he hecho esto —afirmó con rotundidad—. Después de todo lo que hemos pasado, crees que yo soy el responsable.
Ella seguía evitando su mirada.
—No lo sé —repuso finalmente, con voz insegura.
—¿Por qué iba a hacer una cosa así? —No formuló aquella pregunta en tono suplicante, sumiso ni temeroso, sino racional. Rió entre dientes de forma irónica—. Tal vez por el dinero… —añadió dejando la frase en el aire y reduciendo las últimas veinticuatro horas a su acuerdo mutuo inicial.
Karen se sintió trastornada y, aunque no quisiera reconocerlo, también dolida.
—Al parecer, volvemos al principio —comentó con tristeza y se volvió de espaldas a Tom, pero éste la asió por el brazo y le impidió marcharse.
—No —le replicó. Durante unos segundos, el tiempo pareció detenerse. Ninguno de los dos creía que todo se reducía al dinero y ninguno estaba dispuesto a olvidar lo que había ocurrido entre ellos. Karen deseó por encima de todo que el rostro de él perdiera aquella dureza y se dulcificara. Tom deseaba decir que el dinero no representaba nada para él, que pensaba quedarse allí, que lo solucionaría todo y que lo haría por ella. Por Goodlands, si es lo que ella prefería. En aquel momento ambos reflexionaban desesperadamente.
—¿Puedes arreglarlo? —preguntó Karen por fin.
—No lo sé.
—¿Lo intentarás?
Él sintió de nuevo bajo sus pies la vibración, latiendo como un corazón. Aquello era distinto de la sequía y la lluvia. El recuerdo de la penitencia que cumplía Goodlands volvió a surgir en su mente.
—¿Me amas? —preguntó a Karen. Durante unos segundos eternos ella no respondió. Era incapaz de hacerlo. Meneó la cabeza y él creyó que aquel gesto era una negativa. Pero luego ella respondió.
—Sí —dijo, mirándolo fijamente a los ojos.
Tom asintió muy despacio pero no mencionó que él también la amara.
—Lo intentaré —afirmó, al tiempo que la soltaba del brazo.
Para Henry Barker, Goodlands era la primera parada del día. No pasó por la oficina de Weston, pero telefoneó para saber si había algún mensaje. Sólo había uno: un perro que no paraba de ladrar, segundo aviso. Todo lo que había sucedido por la noche se reducía a una simple multa. «Gracias a Dios», pensó.
En cuanto subió al coche, se dio cuenta de que hacía un día espléndido. Aquello, unido al hecho de que durante la noche no había pasado nada anormal, le levantó el ánimo. ¡Pero si incluso había llovido en Goodlands! Tal vez las cosas estaban mejorando. Al mediodía haría un calor infernal, pero en aquel momento corría una suave brisa que hacía el ambiente agradable. Bajó la ventanilla y sacó por ella el brazo, como si quisiera atrapar el sol. Se dirigió hacia Goodlands para ocuparse del asunto de Carl antes de que sucediera algo más. Silbó el tema de The Andy Giffith Show. Era la única melodía que sabía silbar y le salía bastante bien.
A unos seis kilómetros de Goodlands, se interrumpió de repente.
A lo lejos, en el prolongado tramo de la carretera de entrada al pueblo, se distinguía una tenebrosa muralla que se elevaba hasta el cielo y se extendía hasta ambos lados de la línea del horizonte. Era como si hubieran transportado la Gran Muralla China al pueblo de Goodlands, en Dakota del Norte.
—Pero ¿qué demonios…?
Instintivamente levantó el pie del acelerador a medida que se aproximaba. Peligro, peligro… Su cuerpo reaccionó, aunque su mente luchaba en vano por comprender lo que estaba sucediendo. Mientras el automóvil avanzaba en punto muerto, oyó el sonido de algo chocando contra el parabrisas. Entornó los ojos para ver de qué se trataba. El sonido le recordó a la arenisca que levantan los basureros cuando pasan por los arcenes de grava camino del siguiente pueblo.
¿Grava flotante?
Una fina línea de suciedad se acumuló en el espacio comprendido entre el parabrisas y el capó. No era suciedad, sino polvo. ¿Polvo de la carretera?
A medida que se aproximaba a los límites del pueblo, la capa de polvo se hacía más y más densa. Flotaba en el aire, formando remolinos que viraban incesantemente en la brisa y que le obligaron a reducir la velocidad.
«Dios mío. Es como si hubiera nevado». Detuvo el vehículo a unos tres metros de donde se alzaba el muro, pues era imposible describirlo de otro modo, era una muralla impresionante.
Se apeó del coche. Echó hacia atrás la cabeza al tiempo que levantaba la mirada, estupefacto ante la visión que tenía delante. Seguidamente volvió la cabeza de uno a otro lado y se dio cuenta de que no veía el final de aquel muro de polvo. Se quedó allí contemplándolo atónito, tratando de abarcarlo con la vista una y otra vez. Se trataba de una masa ondulante de una sustancia fina y gris. No, en realidad, era incolora. ¿Qué era? ¿Arena? Pero si no había ninguna cantera en kilómetros a la redonda…
Flotaba en el aire que lo rodeaba, y se estaba adhiriendo a las partes de la camisa que tenía empapadas de sudor. Cuando cerró la boca, paladeó aquella sustancia y escuchó el crujido granuloso entre los dientes. Era un sabor seco y yesoso.
«Polvo, polvo de las llanuras», se dijo.
Se frotó los ojos, preguntándose qué habría sido de la lluvia. Y él que había pensado que la lluvia despejaría el ambiente…
Se acercó lentamente a la gigantesca muralla de torbellinos en movimiento y se quedó contemplándola, incrédulo y perplejo.
Luego, sin poder detenerse, siguió avanzando haciendo caso omiso del miedo que lo invadía y que hizo que se le helara el sudor del cuerpo.
Intentó palpar la muralla. Era como tocar una bolsa de polvo. Al principio, no parecía desagradable, era suave. Pero al cabo de unos segundos, sintió como si una mano invisible le arrancara la humedad del cuerpo, como si la carne se desgarrara del hueso, y retiró la mano.
Debía entrar allí. Tenía que evacuar la zona. Se quedó mirando la mano fijamente, oculta por completo bajo una espesa capa de polvo. Su único pensamiento fue: «¿Cómo demonios pueden respirar ahí dentro?».
Mientras seguía allí de pie, debatiéndose entre el deber y el pánico, el muro empezó a inmovilizarse y a caer.
El polvo lo invadía absolutamente todo. Nadie era capaz de distinguir el lugar del pueblo donde el polvo era más espeso, las nubes más densas, el supuesto núcleo de la tormenta. Era una zona de interés cultural, aunque nadie se habría dado cuenta de ello.
Diez años después de la muerte de William Griffen, el doctor que había ejercido durante la época dorada de Goodlands, una acomodada familia apellidada McPherson compró treinta hectáreas de la mejor tierra de cultivo de Goodlands. Se trataba de un campo rodeado por un pequeño bosque de unos pocos manzanos de fruta ácida. Aquella tierra de cultivo resultó no ser tan buena y fue parcelada y vendida repetidas veces, la última ocasión a tres familias distintas. Joseph Mann compró las quince hectáreas delanteras, la parcela que lindaba con la carretera que llevaba al pueblo. A finales de siglo, la familia Mann ya se había marchado desde hacía tiempo y el terreno de quince hectáreas se había vendido por partes, excepto la porción en la que se erigía la casa, cerca de la carretera.
Dos familias habían arrendado sucesivamente la casa, y cada una de ellas dejó su huella personal. Cuando llegó Karen Grange, decidió construir una glorieta para dar un poco de vida al árido jardín trasero.
Cuando se descubrió el cadáver de Molly O’Hare, ya hacía mucho tiempo que los habitantes de Goodlands lo habían dado por perdido. Quienes lo encontraron no sabían de quién se trataba y la desenterraron de forma tan poco ceremoniosa como había sido enterrada. Poco después de que la gigantesca máquina hubiera excavado la tierra que cubría el cadáver, el pueblo de Goodlands quedó sumido en una profunda sequía.
El zumbido distante que Tom Keatley oía y sentía bajo sus pies no era más que los gritos de aquella mujer, desoídos durante todo un siglo.
Goodlands estaba recibiendo un castigo, pero Dios no tenía nada que ver con ello.