Karen se sentó en el porche y observó cómo la lluvia caía a raudales del techo, sin canalones que recondujeran su cauce. Seguía lloviendo a cántaros. Cada oleada que caía del tejado golpeaba la barandilla del porche y salpicaba agua fría y clara, dulce como la miel, pero mucho más ruidosa. Al igual que una orquesta de nueva formación, según el lugar desde donde se escuchara, la lluvia emitía melodías diferentes: al salpicar desde la barandilla, al repiquetear en el tejado, al caer con solidez en la tierra. Asimismo, se oía el retumbo distante de las nubes que se alejaban, un rumor más apagado que el del trueno y sin la presencia de rayos.
Tom se encontraba en el interior de la casa, invitado al fin por ella, durmiendo en la cama de Karen. Estaba agotado. Cuando llegó tenía los ojos cansados y muy abiertos, bordeados de rojo y con unas ojeras oscuras. Karen había estado observándolo mientras él contemplaba la lluvia después de hacer el amor, con el suelo todavía seco bajo sus cuerpos. Mientras el agua caía sobre ellos, enérgica y fresca como si de un masaje se tratara, ella se tumbó de lado junto a él, que estaba boca arriba. La lluvia corría por las mejillas de Tom y su rostro reflejaba una satisfacción meditabunda. Cuando él se puso en pie, desnudo, encorvó un poco los hombros como si estuviera agotado. Ella sugirió que regresaran a la casa. No habían intercambiado muchas palabras. Karen observó cómo se vestía en silencio, se enfundaba los vaqueros e introducía sus bártulos en la mochila. Ella también se vistió y se sintió un tanto ridícula al ponerse la ropa mojada. La camiseta se le adhirió al cuerpo, por lo que poco hubiera importado que se quedara desnuda.
Cuando se encaminaban a la casa, él la cogió de la mano. Luego ella lo condujo a la cama y vio cómo caía rendido en esta. Tom no hizo ningún comentario sobre el estropicio del salón, se limitó a arquear las cejas con expresión cansada y ella se encogió de hombros. «Luego te lo contaré», le había dicho y él había asentido. Se lo explicaría cuando ella alcanzara a comprender qué demonios había ocurrido y quién era esa mujer. Supuso que debía llamar a la policía, pero se sentía demasiado… agotada para hacer algo que no fuera sentarse bajo la lluvia y dejar que su cuerpo se estremeciera de placer.
Parecía imposible, un sueño, que hubiera un hombre en su cama. Había ido a mirar en dos ocasiones y lo vio extendido en ella, encima de las sábanas, con los pies y el torso desnudos. En ambas ocasiones había sentido un estremecimiento desconocido, hasta que decidió que debía apartar la mirada de él.
Se sentía acalorada a pesar del frescor del ambiente. Notaba un hormigueo en el cuerpo, como si se lo hubieran frotado una y otra vez con algo áspero. «Tampoco es tan descabellado», pensó con cierto arrepentimiento y vergüenza. Estaba segura de que, al igual que el resto del cuerpo, tenía las mejillas sonrojadas y ardientes.
Ahora había dos sillas en el porche. Karen estaba sentada en la más vieja y había traído la otra de la cocina, por si Tom despertaba y la encontraba fuera. De vez en cuando se volvía hacia la casa y, en una de esas ocasiones, vio su reflejo en el cristal de la ventana. Acto seguido, se alisó el pelo, sobre todo en la nuca, donde lo tenía enmarañado y, al hacerlo, pensó que sus manos estaban suplantando las de él, cuando él le sostenía la cabeza. Casi sentía su aliento en los oídos, cómo susurraba su nombre, pero abandonó esos pensamientos porque cada vez estaba más excitada y el pensar en las manos de él acariciándole la cabellera le hacían pensar en cómo recorrían el resto de su cuerpo. Se sintió tan desconcertada que apartó la vista de la ventana y no volvió a mirarse. Su aspecto apenas había cambiado, pero se sentía totalmente distinta, como si hubiera sido Karen Grange hacía cuatro horas y ahora fuera otra persona, alguien que le resultaba totalmente extraño. Elizabeth Taylor quizás, a cuya vida se había visto arrojada de repente de forma que no podía responder a las preguntas más sencillas, como dónde estaba el cuarto de baño o cuál era su segundo apellido.
En el entramado de sensaciones cálidas y agradables que embargaban su cuerpo, sintió otra emoción más difícil de clasificar. No eran remordimientos, sino algo distinto. De haber sido capaz de concentrarse durante más del segundo que habría tardado en descubrirlo, hubiera pensado que estaba asustada. Recordó la noria del parque de atracciones, en la que había girado locamente. No podía librarse de esa sensación, lo cual le impedía entender qué estaba sucediéndole, sumar las cifras de su lado de la columna hasta que coincidieran con las de él. La última vez que había sentido la imperiosa necesidad de «cuadrar» la situación, se había metido en un buen lío. Le faltaba encontrar un equilibrio. Si se levantaba, temía que deseara entrar en la casa, acercarse al hombre que yacía en su lecho. Si reflexionaba sobre el asunto, el desequilibrio no le parecía tan desagradable. Sin embargo, le resultaba muy extraño, pues nunca se había sentido así con ninguno de sus escasos amantes. De hecho, no es que fueran pocos sino una variación del mismo tema, un tema en el que Tom Keatley no encajaba.
Esbozó una sonrisa amarga. Sintió algo parecido a la alegría y el remordimiento del comprador. La alegría de poseer seguida del dolor de la posesión. Podría incluirlos como apartados de su libro: «Cómo emplear los errores de juicio para la realización personal efímera».
En aquel momento era incapaz de recordar qué debía exactamente. Pero sabía que no se obtenía nada gratis y que había que pagar por todo. Aunque tampoco esa afirmación era del todo correcta. Una mujer podía decir no cuando quisiera, pero no creía que le dieran otra oportunidad. En cierto modo, Karen acababa de gastar su último centavo y no sabía qué recibiría a cambio exactamente. El remordimiento del comprador…
De todas formas, ¿qué esperaba? ¿El matrimonio? Desde luego que no. Karen sonrió para sí, casi tan avergonzada como se había sentido a primera hora de la tarde. No hacerse novios, no comprometerse, como decían los jóvenes, no ser una posesión, ni un trofeo que guardar para siempre. Las tradiciones de la feminidad no parecían atraerla y todas implicaban un sentimiento de propiedad. ¿Acaso ella deseaba poseer? Tal vez se tratara de un acuerdo de alquiler y no tenía por qué dar más vueltas al hecho de que hubiera un hombre en su cama y que ella deseara que volviera a acariciarla como había hecho antes.
Aún no se había ocupado de los destrozos del salón y, entre el recuerdo brumoso de las manos de él, rememoró el extraño incidente y se estremeció. Había algo inquietante en todo aquello, como en Tom, una especie de presagio.
Tendría que llamar a Henry Barker y hacer algo al respecto. Ella le había mentido y ahora debería explicarle el por qué de la presencia de Tom. Podría decir que se trataba de un primo de Ohio, siempre y cuando a ella no le diera por reírse o por colgarse del brazo de Tom cuando los presentara. Por supuesto, ella era capaz de controlarse, pero Henry no tenía un pelo de tonto. Tal vez debía poner la casa en orden y dejar las cosas como estaban. ¿Era necesario implicar a la policía?
¿Quién era la muchacha que se había presentado en su casa? Karen no la conocía, aunque le resultaba vagamente familiar. Si pusiera esa experiencia sobre el papel, en las columnas que utilizaba para los balances, preguntaría: ¿Quién era ella?, y ¿existe alguna probabilidad de que vuelva? Lo más lógico era suponer que la muchacha era la hija o la esposa de alguien que tenía serios problemas con el banco. El hecho de que Karen no la reconociera no significaba que no fuera de Goodlands. ¿Iba a volver? El daño ya estaba hecho. Karen se había llevado un buen susto y, además, la situación había tomado un nuevo sesgo. Estaba lloviendo. El porche estaba empapado casi hasta la puerta. Karen se había quitado los zapatos en el claro y los había dejado allí, para entonces debían de ser dos cubos de agua y tenía los pies sucios y mojados. Levantó sus largas piernas y apoyó los tobillos en la barandilla, de forma que la lluvia caía en ellos como el agua de un grifo, fría, con fuerza, agradable.
Más tarde, iría a ver qué podía salvar de la ruina. Unos cuantos marcos, algunos de los cuales eran antiguos, estaban destruidos. Suponía que podría salvar las fotografías. La mesita del rincón estaba partida por la mitad, y le había costado trescientos dólares porque era un mueble antiguo de roble macizo. (En un resquicio de su mente se le plantearon un par de preguntas. ¿Una mesa de roble partida en dos? ¿Cómo era posible?). Los jarrones, de cristal o porcelana en su mayoría y, por supuesto, carísimos, estaban hechos añicos. La muchacha había asestado un buen golpe al sofá y a la silla que había junto a la ventana; podían arreglarse, pero la reparación se notaría. Se los vería muy usados, de modo que la calidad museística de su casa iba a perderse, lo cual no era algo necesariamente negativo. ¿Acaso debía buscar a la muchacha y darle las gracias? Dedujo que no.
Karen se sorprendió al pensar en lo lejanos que le parecían todos aquellos objetos maravillosos. Era como si aquel desastre le hubiera ocurrido a la otra Karen Grange y ella fuera otra persona. El hecho de que sus cosas, porque en realidad no eran más que eso, estuvieran destruidas le proporcionaba una sensación parecida al alivio, como si los malos recuerdos hubieran desaparecido por arte de magia, debido a un error informático que otorgaba una gran cantidad de dinero a una persona, en vez de cobrarle las deudas, como cuando el cajero automático entregaba veinte dólares más porque había dos billetes juntos. Un regalo sin obligación de compra.
Por otro lado, y en un sentido físico, sentía una calidez agradable procedente de su interior. Una calidez suave, apremiante, centrada en un lugar en el que no solía pensar.
Estaba la cuestión del seguro y otros papeleos, pero eso lo dejaría para el futuro. El seguro lo cubriría todo. Sin pararse mucho a pensar, Karen calculó la cantidad y se dio cuenta de algo casual, irónico y, dadas las circunstancias, bastante hilarante. El seguro de sus lujosas pertenencias, que la habían traído a ese lugar y, paradójicamente, a la sequía, al invocador de lluvia y la destrucción de sus cosas, cubriría los honorarios de Tom. Sonrió. Si eso no era magia, entonces ella era Elizabeth Taylor. Se ocuparía del asunto la semana próxima, con coincidencias o sin ellas. Sí, la semana próxima, cuando Tom se hubiera marchado.
Ese pensamiento la sorprendió.
Pero no tenía más tiempo ni presencia de ánimo para pensar en eso, porque desde el interior de la casa se oyó un susurro y se abrió la puerta trasera. Unas manos grandes y cálidas se posaron sobre sus hombros y notó un susurro en la oreja. Su propio nombre.
—Karen —dijo el susurro. Tenía el aliento húmedo y cálido, y le resultaba totalmente irresistible. Las manos le recorrieron los brazos desnudos y llegaron hasta sus manos. Entrelazó sus dedos con los de él. Tom se agachó detrás de la silla, pero era tan alto que, aun acuclillado, su cabeza estaba por encima de la de ella. Apoyó el mentón en su hombro, con delicadeza, y respiró.
Karen intentó pensar en algo que decir, de hecho se le ocurrieron varias frases («¿Has dormido bien? ¿Cómo te sientes? Hola, ¿cómo estás?…»), pero se veía incapaz de articular palabra. Cuando separaba los labios para hablar, lo único que salía era su aliento. En vez de hablar, le agarró los dedos con más fuerza y volvió la cabeza ligeramente para acercar los labios a los de él. Tom la besó y a ella le supo a lluvia. Tuvo la impresión de que sus pechos se hinchaban y le presionaban la parte delantera de la camiseta. Retiró los pies de la barandilla y los colocó suavemente y con elegancia en el suelo del porche para poder girar mejor el cuerpo. Él le soltó las manos y le acarició la espalda con tanta firmeza que tuvo la sensación de que su cuerpo se reducía a los labios, la espalda y la piel. Sólo parecía sentir las zonas que él le acariciaba, el resto estaba perdido en el vacío, entre su anterior personalidad y la nueva Karen que había surgido en el claro.
Tom le recorrió la espalda con una mano hasta llegar al pelo, despertándole al hacerlo nuevas sensaciones. Le acarició la nuca con suavidad y le echó la cabeza hacia atrás. Al principio ella no podía abrir los ojos, aunque sabía que él estaba mirándola. Era reacia a abandonar aquel despertar meramente físico, consciente de que al abrir los ojos incorporaría un nuevo elemento. No obstante, acabó haciéndolo.
Tom sonreía.
—Hola —le dijo.
A Karen le ardían las mejillas, y al mirarlo comprendió que él sabía lo que para ella representaba lo que ambos habían hecho. Eso le produjo una mezcla de sobresalto y desconcierto, júbilo y expectación, todo a la vez.
—Hola —farfulló.
Tom se apartó de ella y retiró la mano de su cuello y su espalda. Luego se dejó caer en la silla que Karen había sacado precisamente para él.
—¿Qué le ha pasado a la casa? ¿Me he perdido un terremoto? —preguntó Tom a continuación, como si no hubiera pasado nada entre ellos, como si le diera los buenos días. Se puso a contemplar la lluvia.
Karen lo miró con incredulidad. El corazón todavía le palpitaba con fuerza y se cruzó de brazos. Abrió la boca y luego la cerró. Él se volvió para mirarla y, al ver la expresión de la muchacha, comprendió que esa charla estaba fuera de lugar.
Se produjo un silencio que se llenó con los sentimientos que ambos compartían. Tom se levantó de la silla. Intentó reír pero le salió un quejido. Al ponerse de pie para abrazarla, su mirada se tornó profunda y como soñolienta.
—Karen —susurró junto a su cuello, y ella sintió el aliento cálido y húmedo que la acariciaba—. Karen, Karen… —Exhaló con fuerza y la levantó de la silla, la abrazó, enterró la cara en su cuello, abrió la boca y probó el lugar más recóndito de su nuca. Ella gimió y se sintió desfallecer, demasiado débil para sostenerse en pie. Se agarró a él para no perder el equilibrio, con la cabeza echada hacia atrás, sin fuerzas suficientes para mantenerla erguida. La boca de Tom le recorría todo el cuello, probando su sabor por todas partes. Se había acabado, hicieran lo que hicieran después de aquello, todas sus reservas habían desaparecido. Tom se apartó de ella con la única intención de volver a abrir la puerta y llevarla al interior.
Entraron juntos en la habitación y, esta vez, los dos se tumbaron en la cama y entrelazaron sus cuerpos, todavía vestidos, para iniciar lo que se convertiría en una prolongada danza de amor.
La granja de Carl se encontraba en situación de aprovecharse de la lluvia. Si hubiera actuado antes, como muchos de sus contemporáneos, podría haber tenido alguna posibilidad. Pero Carl tenía en mente otras cuestiones más importantes y no se dejó distraer por las oportunidades en potencia.
Cuando llegó a casa, la encontró vacía. Había una nota de Janet escrita con su caligrafía típicamente escolar en la que le comunicaba que lo sentía, pero que ella y Butch se habían marchado. No añadía «por una temporada», aunque decía que lo llamaría más tarde y que fuera a ver a Henry Barker inmediatamente y dejara «lo que crees que ocurre en manos de personas que puedan solucionarlo». Después de eso, subrayado con una doble línea, la segunda de la cual estaba marcada con tanta fuerza que había atravesado el papel, ponía sencillamente «POR FAVOR» en letras mayúsculas.
Habían salido por la ventana, utilizando las llaves de repuesto de la leñera para entrar en la casa. Carl se maravilló de la astucia de su mujer. No estaba enfadado con ella, de hecho ella se comportaba igual que él: cuidaba de sí misma y de Butch. Para cuando llegó a casa procedente de la absurda celebración que había invadido las calles del pueblo, durante la que se había limitado a subirse a la camioneta y abrirse paso entre la multitud, estaba fuera de sí. Se sentía furioso, horrorizado y estaba decidido. La lluvia había quedado oscurecida en su mente por quien la había perpetrado. El hecho mismo de la lluvia le importaba más que todos los beneficios que podía traer consigo. En su opinión, el que lloviera demostraba que alguien estaba jugando con Goodlands, igual que un niño travieso arranca las alas de una mosca.
Se preparó un sándwich y se lo comió de pie para saciar su apetito. Estaba agotado, además de histérico y hambriento.
«Tengo que mantener las fuerzas». Masticó el sándwich con indiferencia, sin saborearlo, sin sentir la leche fría que corría por su garganta, pero oyendo claramente el tabaleo de la lluvia en el tejado, sintiéndose provocado por cada gota. Cada gota era como una acusación que le hacía sentirse culpable y cansado.
Se sintió desfallecer.
Su deseo inicial de «salvar». Goodlands había adoptado un matiz de urgencia. Había conseguido que la gente le creyera, los había convencido y estaba a punto de demostrarles que alguien estaba jodiéndolos, y entonces tuvo que ocurrir. Llegó la lluvia y se lo habían creído. Eran imbéciles y se comportaban como tales, bailando bajo la lluvia como si fuera maná caído del cielo. Pero estaban equivocados, y Carl se habría apostado la granja, o lo que quedaba de ella, a que pronto dejaría de llover y luego estarían igual que antes.
No eran más que experimentos. Estaban haciendo pruebas. Se trataba de un tipo de arma que algún día utilizarían contra un enemigo más definido que los rusos, ahora que éstos estaban redefiniendo su postura. Contra los cubanos, los iraquíes, los alienígenas del espacio exterior, o quienquiera que considerasen el nuevo enemigo. El gobierno o sus secuaces estaban diseñando el arma más mortífera, un arma disfrazada con el manto de la naturaleza, para provocar sequías y diluvios. De repente le pareció que todas las fuerzas de la naturaleza estaban guardadas en un almacén del desierto de Arizona detrás de una gran puerta marcada como «Zona 51». Si eran capaces de provocar lluvias y sequías, ¿por qué no iban a provocar terremotos, tornados e inundaciones?
Por consiguiente, él consideraba la lluvia un enemigo tan peligroso como el hombre del gobierno que esperaba encontrar en el claro propiedad de la banquera, tecleando ante un ordenador con una sonrisa astuta y complaciente en su rostro de Judas.
El problema consistía en qué hacer con ese Judas en cuanto lo apresara. Porque esta vez iría solo. Al principio había imaginado una confrontación respaldado por el grupo, en la seguridad que otorgan las multitudes. Con las suficientes personas a un lado de la valla, el pequeño grupo que se opone a ellas acaba acatando las decisiones de la mayoría. La democracia, en pocas palabras. Mediante una gran variedad de confrontaciones de grupo, reales o implícitas, se eligen los gobiernos, se aprueban o deniegan leyes. Así es como una marca de detergentes alcanza el mayor número de ventas mientras las demás son Marca X; así se venden las zapatillas de deporte, la salsa para los espaguetis o las bolsas de basura. Es el método de la gente, por la gente y para la gente, y Carl albergaba la esperanza de presentarse con el grupo en el claro e impedir el trabajo de ese científico militar en virtud de la decisión de la mayoría. El resto de la situación se le antojaba igual de vaga. Salvo presentarse en la finca de Grange, Carl no había pensado qué más haría.
Matarlo habría sido el siguiente paso en un guión cinematográfico, pero esto no era una película, por mucho que la motivación que sentía procediera del diálogo incesante de la televisión que tenían en el estudio. Carl era lo bastante realista como para que aún no se le hubiera ocurrido algo tan dramático e irreversible como el asesinato. Por un momento había pensado en darle una paliza, pero se trataba más de un impulso inicial que de una posibilidad real. El plan original se asemejaba a una confrontación, una exclamación de sorpresa real seguida de una reacción de tebeo por parte del malo. El método americano, la justicia para todos, la ausencia de mala intención y todo eso, como cuando jugaban al escondite en el patio del colegio pero con tono más formal. El plan menos vago (después de la exclamación de sorpresa inicial) consistía en conseguir fotografías, documentos, papeles, cualquier cosa que constituyera una prueba y llevarlos a los periódicos, no al Weston Expositor ni al Avis Herald, sino a alguno de los grandes. The New York Times, el (Chicago Tribune, a Tom Brokaw, Peter Jennings, Bob Woodward, a periodistas serios.
Suponía que la clase media a la que pertenecía el propio Carl, su familia, sus vecinos y la mayor parte del pueblo, con excepción de los degenerados de Badlands, seguía siendo la que movía el mundo. En ese ambiente la diferencia entre bueno y malo era clara y a Carl, a pesar de su estado de ánimo, nunca se le habría ocurrido reaccionar de forma violenta. Si encontraba al hombre en un bar después de haber bebido demasiado y si lo provocaran, quizá llegaría a propinarle un puñetazo. Si ese tipo hubiera insultado a la mujer de Carl, o hubiese querido llevarse a su hijo a los matorrales, hubiera reventado los neumáticos u orinado en su jardín, quizás habría recurrido a la violencia. Pero hasta entonces, el daño era intelectual y, en cierto modo, peor precisamente por eso, ya que no sólo había perjudicado al pueblo, a las tierras y a su propio sustento, sino también su noción de lo bueno y lo malo. No era algo que se solucionara con un puñetazo en la nariz o haciendo saltar unos cuantos dientes. Era como si uno intentara vaciar una de esas magníficas piscinas de Hollywood con un cubo, pero alguien fuera llenándola al mismo tiempo, hasta que uno se sintiera impotente. Pero si todo el pueblo unía sus esfuerzos para vaciarla, al final lo conseguirían.
Sin embargo, ahora Carl estaba solo y se sentía inseguro de su poder. Solo, la situación se tornaba más elemental y así se generaba la violencia: el individuo impotente sacando fuerzas de esa impotencia.
Carl nunca se había sentido maltratado ni denigrado como niño o adulto. En general lo habían tratado justamente y eso es lo que había aprendido a lo largo de su vida: que algo era justo o injusto. La situación en que se encontraba no distaba tanto del mundo infantil que él había conocido. La consigna escolar de «Rectificar» y las diferencias raciales resumidas en «No es justo» resonaban en su cabeza, traducidas en derechos y leyes. Sin embargo, el derecho al sustento de un hombre era sagrado y eso era lo que se estaba poniendo en peligro en el jardín de la banquera. «No era justo». Carl no podría vencerle propinándole un puñetazo, porque necesitaba la fuerza de la mayoría para gritar un «Rectificar». Además, se sentía exhausto y no sabía dónde estaban su mujer y su hijo, todo porque había empezado a gritar él solo. Ahora que había llegado la lluvia, nadie iba a prestarle atención. El fin justifica los medios. «Cuando el grifo se cierre, tal vez vuelvan a hacerme caso», se dijo. Carl se llevó el último bocado del sándwich a la boca y bebió leche directamente del cartón, hasta vaciarlo. Luego lo dejó con gesto cansino, derrotado, en la encimera de la cocina. Metió la mostaza en la nevera y dejó el cuchillo en el fregadero.
Entró en el dormitorio. La ventana por la que habían salido su mujer e hijo seguía abierta, y el marco con la mosquitera estaba dentro, apoyado contra la pared. Janet era muy ordenada, incluso para escapar. La alfombra situada bajo la ventana se había mojado a consecuencia de la lluvia, que se oía mucho más en la habitación, y Carl cerró la ventana para amortiguar el sonido. Echó un vistazo al jardín y a sus campos, en cuyo centro se veía el granero con la pared sur inclinada. Contempló cómo su tierra, negra y húmeda, absorbía el agua, el barrizal con aspecto resbaladizo, los árboles que casi parecían verdes bajo la luz, con las gotas de agua adhiriéndose a las hojas para después caer. Aquella visión le gustó y el corazón le dio un vuelco al contemplar sus tierras, su mundo, su sustento, el futuro de su hijo. No obstante, era consciente de que ésa era la trampa en la que Ellos querían que todos cayesen, la feliz ausencia de hostilidad hacia todo lo que no fuera inmediato.
Carl encendió la televisión y sintonizó el Canal de Meteorología. Quería saber si ET había llamado a casa. Imaginó la conversación secreta como un diálogo de Expediente X, en el que la agente Scully respondía con un código monosilábico que parecía no decir nada pero lo decía todo.
Se le cerraron los ojos mientras esperaba la información correspondiente a las dos Dakotas. Se la perdió por pocos minutos, pero no había nada que ver.
Henry Barker también había sintonizado el Canal de Meteorología pero no se quedó dormido antes de ver las noticias que esperaba.
Se tumbó en el sofá con un quejido. Lilly le estaba preparando la cena y olía el aroma de las hamburguesas friéndose en la cocina, lo cual le permitía olvidar el olor que aún seguía presente en su nariz, el del depósito de cadáveres del hospital al que había ido con un Donald Whalley sobrio y resacoso, el hermano mediano de Vida, para identificar el cadáver. «Es ella», había dicho éste, un poco mareado, aunque Henry nunca sabría si era por ver muerta a su hermana menor o por la borrachera de la pasada noche. Eso fue lo único que dijo a excepción de susurrar en el coche cuando regresaban a Plum View Road: «Necesito una cerveza».
Era la clase de olor que se tardaba un par de días en olvidar. A Henry no le producía náuseas, sólo le molestaba. Llegado el momento cenaría con mucho gusto.
Por supuesto, aquel olor no le gustaba, pero la muerte ya no le afectaba tanto como antes. Había visto unos cuantos cadáveres, o fotografías de los mismos. Lo peor que había presenciado era una mujer en Mountmore a quien habían disparado en la cabeza y casi se la habían arrancado, y a quien habían dejado sentada en el viejo retrete del jardín después de los disparos. Pasó más de una semana hasta que alguien advirtió que la mujer llevaba algún tiempo sin aparecer por el pueblo, y otras tantas hasta que alguien decidió que no era normal que se ausentara tanto tiempo sin pedir a alguien que regara las plantas, y luego transcurrió un par de días en el que todos especularon y se inquietaron antes de que llamaran a un vecino para que fuera a mirar en la casa. El salón parecía haber sido el escenario de una pelea. Encontraron su bolso, las llaves y el coche. En el váter del cuarto de baño no habían tirado de la cadena. ¿Quién se marchaba de casa sin tirar de la cadena?
Buscaron por el jardín y, aunque todo el mundo percibió el hedor procedente de la caseta del retrete, nadie se sorprendió, pues al fin y al cabo, era un retrete. Acabaron llamando a la policía y, tras realizar un concienzudo registro de dos minutos, la encontraron en la caseta, sentada en la taza del váter como si estuviera haciendo sus necesidades. Aquel día Henry vomitó hasta la primera papilla, e imaginó que la mitad del contenido de su estómago se había quedado en los cardos que crecían junto al camino que llevaba al retrete. Más adelante, se supo que había sido obra de un novio desdeñado y demente de la ciudad a quien no le importó ser detenido, después de arrepentirse y contar su historia a un borracho. Pero eso era agua pasada. No, la muerte no preocupaba a Henry. Además, la hija de los Whalley no había sido asesinada ni había fallecido en un accidente de tráfico, dos de las peores formas de morir. Parecía haber muerto de algo malsano, como una lata de atún en mal estado o la gripe. Algo que te hace vomitar, porque tenía muy mal aspecto.
De allí había ido a la oficina, donde intentó redactar un informe sobre lo ocurrido. Esperaría a que el forense le indicara la causa de la muerte para llenar ese apartado. No pasaba nada si esperaba hasta el día siguiente, sobre todo teniendo en cuenta que no era probable que el cadáver resucitara y le exigiera acabar con el papeleo, como un personaje malvado de una novela de Stephen King. Henry tenía otros asuntos en mente.
Estaba el tema de Parson’s Road, pero había telefoneado a la oficina del condado e iban a enviar a los peones de carreteras mañana, así que eso ya estaba medio resuelto. Había tenido que decir alguna mentira, pero nada grave. Lo que más deseaba en esos momentos era acabar con todo aquel lío. Quería hablar con Karen Grange, que mantenía un sorprendente silencio a propósito de su huésped. Se preguntó si la chica era consciente de que mentir a los agentes de la ley constituía un delito. Quería una explicación y una razón concluyente. ¿No era así como lo definían los psiquiatras?
Quería saber por qué había mentido. Esperaba una explicación de si el hombre que había sido visto caminando hacia su casa era su huésped y si él había provocado el incendio de la finca de Kramer; una explicación de qué demonios había traído consigo que había hecho que el pueblo enloqueciera; una explicación de cuándo iba a marcharse. Y unas cuantas cosas más que no acababa de entender, como por qué había dejado caer ese mensaje para que él lo cogiera y adónde había ido a parar, porque sabía perfectamente que se había metido la tarjeta en el bolsillo.
Buscaba una explicación de lo que ocurría en esa propiedad. La llegada de Karen Grange a Goodlands, según se rumoreaba, había sido casual. La sequía, esa espantosa situación por la que todo el mundo perdía sus tierras, no era culpa de ella. No es que no le preocupara lo que ocurría, pero lo que más le molestaba era que ella mintiera. Además, todo aquello resultaba sospechoso y él no sabía cómo reaccionar.
Como por ejemplo lo de la muchacha de los Whalley. Era una chiquilla diminuta, pero muchas jóvenes de su edad son así hasta que llegan a los veinticinco y empiezan a atiborrarse de caramelos y patatas fritas. A Henry todas le parecían muy delgadas, y las prefería cuando empezaban a rellenarse, como su Lilly. Así los hombres tenían donde agarrarse (aunque la discreción y el lecho matrimonial exigían que insistiese en que «no estás gorda, Lilly. Estás bien», siempre que se lo preguntara). Pero había reparado en otro aspecto de la muchacha mientras yacía en el suelo de la tienda, y volvió a advertirlo cuando el inútil de su hermano procedió a la identificación. Tenía los pies muy pequeños, muy parecidos a la diminuta pisada que había encontrado en el barro en la finca de Watson después de que alguien vaciara los depósitos. Mientras Bob Garrison entregaba a Donald los impresos que permitían el traslado del cadáver a la funeraria de Avis, Henry le había quitado la zapatilla con discreción y había mirado el interior. Calzaba el treinta y tres, realmente tenía el pie pequeño. A Henry le pareció que nunca había conocido a alguien que calzara ese número, pero ahí estaba, un número negro dentro de un círculo blanco. Para asegurarse, había cogido la cinta métrica de la estantería y había medido la zapatilla, tomando buena nota del dibujo de la suela, aunque no recordaba claramente el que había visto en casa de Watson. Entonces el barro estaba blando y líquido y apenas había tenido tiempo de fotografiar la huella antes de que empezara a desvanecerse. También la había medido, como un buen policía. La zapatilla de Vida era más o menos igual, por lo que recordaba, más tarde compararía los números. Eso también resultaba curioso, pero tenía la sensación de que nunca iba a conocer la respuesta adecuada a todos aquellos interrogantes.
Tenía que ocuparse de eso y también del problema de Carl Simpson. Goodlands era un trabajo a tiempo completo y en aquel momento deseó que contaran con un sheriff propio.
No es que pudiera acusar a Carl de nada concreto, quizá de provocar un alboroto pero dudaba de que Carl hubiera hecho nada él solo. Leonard, que lo había visto todo, le había contado lo ocurrido y al parecer la gente se había tomado la justicia por su mano. No obstante, tendría que mantener una larga conversación con Carl para que buscara ayuda psicológica. Henry no había encontrado a Janet ni al muchacho, pero se habían marchado por su propio pie y estaba convencido de que no muy lejos. Carl estaba mejor solo. Cuando tuviera tiempo, llamaría a un par de vecinos para preguntarles si les habían visto.
Por ahora se dedicaría a ver la previsión del tiempo para saber cuál era la versión oficial de la lluvia caída en Goodlands. Luego cenaría y al día siguiente, cuando amainara la lluvia, se acercaría a casa de Karen Grange para ver si encontraba a un tipo blandiendo ramas hacia el cielo, dando saltos alrededor de una hoguera, o fuera lo que fuera lo que hacía un hombre como ése para invocar la lluvia. Estaba dispuesto a llegar hasta el final. Aguardó la versión oficial de la lluvia extraoficial de Goodlands, aunque no esperaba gran cosa.
Cuando Karen empezó a arreglar el desastre del salón, ya había anochecido.
Un poco antes, aunque era incapaz de precisar cuándo, puesto que el día había ido consumiéndose desde el principio como una tarde prolongada, se habían despertado y vestido con recato. Su único propósito al abandonar la cama era ir a buscar algo de comer y de beber, de modo que cruzaron el salón evitando pisar los cristales rotos y las astillas de la madera, los muebles volcados, todo aquello que formaba parte de su vida anterior. La actitud indiferente que Karen mostraba ante tanto destrozo resultaba cómica en su desafío, pues se limitaba a ir sorteando los restos esparcidos para evitar dañarse los pies descalzos. Tom, por el contrario, parecía más preocupado.
—Todas tus cosas están destrozadas —dijo varias veces, intentado que Karen reaccionara.
—Sí —respondía ella y le dedicaba una sonrisa furtiva.
—Pero ¿qué ha pasado? —preguntaba él.
Karen le había dicho que habían entrado en la casa mientras él estaba en el claro.
—Vándalos, supongo. —Ella había decidido dar esa explicación.
—¿Y no han robado nada?
—Creo que no.
Volvieron a la cama después de comer algo directamente de la nevera, un par de huevos hervidos y pepinillos en vinagre que Karen había sacado del tarro con sus dedos largos y finos. Bebieron leche del cartón. Tom se había quitado los vaqueros húmedos antes de acostarse. Todavía tenía la piel húmeda y había recobrado el calor acercándose a ella. Eso había ocurrido hacía horas. Entretanto, durmieron un poco e hicieron el amor de nuevo.
Ella despertó cuando ya había oscurecido. El dormitorio estaba lleno de sombras y fantasmas. La única luz que se filtraba por las cortinas procedía de la luna. La respiración de Tom, que yacía a su lado, era regular y profunda. Se levantó de la cama con cuidado para no molestarle. En cuanto pudo, se cubrió con la colcha, de espaldas a la pared, porque no quería quedar al descubierto ni siquiera cuando él dormía.
Sus pantalones también estaban húmedos y fríos. Rebuscó en el armario hasta encontrar un vestido holgado de algodón, su favorito desde hacía años. Se lo puso, contenta de sentir la suavidad del tejido en su piel desnuda.
Cuando estaba a punto de salir del dormitorio para arreglar el desaguisado del salón, él habló en la oscuridad.
—Sigue lloviendo. —Era una afirmación. Karen lo miró. Los ojos ya se le habían acostumbrado a la penumbra de la habitación y vio que un resquicio de luz le iluminaba la cara. Tom tenía los ojos abiertos y una expresión inescrutable.
Karen aguzó el oído y oyó un repiqueteo suave en el tejado. En el interior del dormitorio el sonido parecía hueco, mientras que el resto de la casa probablemente sonaría una mayor intensidad porque todas las ventanas estaban abiertas de par en par.
—Sí —convino ella. Notó que se sonrojaba en la oscuridad. Se produjo un silencio entre ambos mientras ella se preguntaba cuánto tiempo llevaba despierto. ¿La había observado mientras se vestía? No le había parecido que su respiración se alterara o que cambiara de posición para mirarla.
—Intentaré ordenar un poco el salón. ¿Quieres que te traiga algo? —Pronunció esas palabras con tono demasiado formal, y deseó haber dicho otra cosa, como «Quédate conmigo, para siempre».
—Te echaré una mano —dijo él. Apartó la ropa de cama para levantarse. Su silueta se perfiló bajo la luz que entraba por la ventana. Al igual que hizo la noche de su llegada, Karen lo observó discretamente, de reojo mientras él se ponía los vaqueros húmedos.
—Estaré en la cocina —dijo ella, antes de salir para dejar que se vistiera.
La botella de vino blanco que había guardado tanto tiempo en la alacena aún estaba medio llena, pero ahora se encontraba sobre la encimera. La inclinó y llenó dos preciosas copas de vino, alegrándose de que la muchacha no hubiera entrado en la cocina. Karen albergaba la esperanza de que una copa de vino la ayudara a tranquilizarse. Había comido muy poco y su vida había dado un giro de trescientos sesenta grados en las últimas doce horas. Las dos copas presentaban un aspecto festivo. Dos copas… Ese pensamiento se mezcló con los sonidos de Tom moviéndose por la habitación y, de nuevo, tuvo la sensación de que era otra persona.
Él entró en la cocina y se sorprendió ante el repentino flujo de luz artificial. Parpadeó. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros. Los pantalones se le ceñían a los muslos debido a la humedad.
—Ya se secarán —comentó él cuando vio que los miraba. Karen sintió que volvía a ruborizarse.
—Siento no tener nada para dejarte. —Estaba a punto de añadir que podían meter su ropa (y la de ella) en la secadora, pero se dio cuenta de que en ese caso él tendría que andar desnudo por la casa.
—No es la primera vez que llevo ropa mojada —afirmó Tom. Ella asintió y sonrió.
—Por supuesto que no. A veces —añadió—, da gusto. Quiero decir que… refresca. Te he servido un poco de vino —dijo cambiando de tema—. Estoy pasando el rato posponiendo el momento de empezar a trabajar. Nunca me han gustado las tareas del hogar, limpiar, todo eso… —farfulló, sintiéndose ridícula.
Tom cogió su copa y bebió un poco. Se acercó a la puerta trasera y se quedó mirando a través de la mosquitera. Encendió la lámpara del porche con el interruptor situado a su lado. El porche se iluminó y la luz se reflejó en la lluvia que caía del tejado haciendo que pareciera más abundante. Bebió otro sorbo de vino. El rumor del aguacero llenaba el silencio. Karen observó a Tom mientras él contemplaba la lluvia.
—Buen vino —comentó Tom y luego agregó—: Menuda tarde.
Nerviosa, ella sonrió, preguntándose si se refería a la lluvia o a la tarde que habían pasado en la cama. Intentó pensar en algo que decir, ya que se dio cuenta de que no habían mantenido ningún tipo de conversación desde que… había empezado a llover. Mientras tanto, la lluvia iba cayendo en el techo y salpicando el porche. Él la seguía con la mirada, pensativo, con expresión inescrutable.
—¿Pongo la radio? —preguntó ella.
Tom negó con la cabeza.
—Me gusta la lluvia. —Permaneció inmóvil durante un rato y luego se palpó el bolsillo trasero. Sin mediar palabra, abrió la puerta mosquitera y salió al porche, dejando a Karen sola en la cocina.
Al cabo de un momento ella olió el aroma punzante de su tabaco. Decidió dejarlo tranquilo. Cogió la escoba, el recogedor y una bolsa de basura grande y entró en el salón.
Enderezó una lámpara de mesa, la colocó sobre la mesilla de la esquina y la encendió. Proyectó sombras. En el suelo reinaba el desorden más absoluto, y lo habían rayado los muchos fragmentos de porcelana y cristal. Había dos mesas rotas. A la mesilla de roble que le había costado casi mil dólares le faltaba una pata. Junto a ella se veían trozos de madera astillada, y debajo se encontraban los restos de un jarrón de cristal tallado. Los marcos, que había reunido y colocado con tanto esmero, también estaban destrozados. Las fotografías de seres en los que ya no solía pensar mucho, sobre todo sus padres, un perro que recordaba vagamente y una vieja escena veraniega yacían en el suelo. Los marcos estaban doblados, el cristal roto, la pestaña posterior quebrada. Karen echó un vistazo al desaguisado e intentó calibrar sus emociones.
El destrozo suponía una pérdida de miles de dólares. Pero no le importaba, ya que no había nada que valorase.
Lo barrió todo a la vez: cristal, arte, fotografías, y formó con ello un montón que metió en el recogedor y dejó caer en la bolsa de basura. No se agachó ni una sola vez para ver si podía salvar o arreglar algo. Limpió con el mismo frenesí con el que había comprado todos esos artículos. Tenía la frente cubierta de sudor, las manos húmedas y jadeaba al respirar igual que cuando adquirió los objetos. El corazón le latía con fuerza, pero esta vez era una emoción definitiva.
Cumplió su misión a toda prisa, enderezando mesas, colocando cojines de cualquier modo, limpiando superficies y arrastrando las piezas dañadas hasta la puerta para sacarlas al exterior cuando fuera de día. La mesilla podía arreglarse cambiando la pata, clavando un clavo, un poco de cola. Aguantaría algún tiempo más y aún podría servir para sostener revistas, porque, ¿acaso las mesillas no son para eso? Karen pensó que telefonearía a George Kleinsel para que la reparara cuando acabara las obras de la tienda. Quizá la semana próxima, cuando el invocador de lluvia se hubiera marchado.
Arrastró la mesa grande hasta la puerta y la apoyó contra la pared.
Echó un vistazo a la lluvia que caía en el exterior bajo la luz de la luna y se preguntó cómo se sentiría cuando todo hubiera acabado.
Tom se fumó el cigarrillo e intentó disfrutar del sonido y la visión de la lluvia. Su lluvia. Se concentró en cada gota, notó cómo le atravesaba la piel, cómo sonaba en los tablones del porche al caer y golpear la barandilla y las escaleras. Cerró los ojos y la palpó. Estaba allí, plena, tranquila. Seguiría cayendo durante un tiempo.
Pero eso no le servía.
Al igual que el zumbido constante de las abejas en una colmena, por debajo del repiqueteo de la lluvia seguía percibiendo el ronroneo, el murmullo. Y con él, la sensación de desastre.
Lanzó la colilla hacia la hierba. El extremo brilló durante un segundo, como una luciérnaga, pero luego desapareció, ahogado por la lluvia.
Sin embargo, la vibración que sentía bajo sus pies no quedaba ahogada por la lluvia. Si no se equivocaba, lo cual era muy probable, era más intensa ahora que antes.
Se estaba tramando algo.
Grange no había sido muy explícita sobre lo ocurrido en la casa mientras él se encontraba en el claro. No podía evitar preguntarse si había coincidido con la repentina apertura de los cielos sobre su cabeza. Le había parecido inútil gastar toda su energía sujetando la lluvia y entonces, de repente, casi por casualidad, el cielo se había abierto y había caído aquel aguacero, de forma un tanto inquietante.
Tom apuró el vino de la pequeña copa y deseó algo más fuerte, aunque estaba casi seguro de que Grange no tendría ninguna bebida de muchos grados. Mientras tanto, la oía ajetrearse por el interior de la casa.
Quería entrar, cogerla en sus brazos y hacerle el amor de nuevo, perderse en su cuerpo templado, experimentar la húmeda sensación de dos cuerpos entrelazados. Perderse, ahuyentar aquel sentimiento de desastre, sustituirlo por algo puramente físico. Deseaba utilizarla a modo de barrera entre él y la terrible sensación que lo invadía, utilizarla como podría haber hecho con un brebaje alcohólico.
Pero no podía hacer una cosa así. Ahora no. Y eso le alteraba. Tom frunció el entrecejo. La lluvia, la mujer, todo parecía conspirar en su contra y no sabía cómo.
La puerta se abrió detrás de él.
Karen salió con la botella de vino y su copa, que aún estaba casi llena.
—¿Quieres el resto del vino? —preguntó. Él volvió la cabeza para mirarla. Iba manchada y llena de polvo pero sonreía, aunque con cierta indecisión.
—Parece que me hayas leído el pensamiento —respondió y le tendió la copa.
Ella agachó la cabeza con timidez.
—¿No prefieres la botella?
—Sólo delante de una hoguera.
Karen se acercó a la barandilla y asomó el cuerpo hacia la lluvia. Cerró los ojos y dejó que el agua le acariciara el cabello y la cara. El fino vestido que llevaba se adhirió a la curva de su espalda y le marcó las caderas. Tom siguió esa línea con la mirada. Tal vez todo iría bien.
Ella alzó la mirada al cielo un momento y luego volvió a guarecerse en el porche.
—Ummm… qué maravilla, después de tanto tiempo…
—¿Te refieres a la lluvia? —bromeó él. Karen se sonrojó.
—Por supuesto. —Había bajado la mirada y evitó levantarla.
—Karen —susurró él para que lo mirase, pero ella no lo hizo—. Karen —repitió, y por fin ella alzó la vista pero la apartó enseguida, con las mejillas todavía sonrojadas—. ¿Hay algún problema? —preguntó, buscando las palabras adecuadas—. Quiero decir… el hecho de que esté aquí. ¿Te importa?
—Oh, cielos —susurró Karen ruborizándose todavía más—. Por supuesto que no. —Desvió la mirada hacia la lluvia y pensó en su partida—. No espero que te cases conmigo ni nada parecido. —Sonrió.
Tom extendió el brazo y le colocó la cálida mano en la espalda. Ella no lo miró, sino que siguió observando la lluvia. Él le recorrió la espalda, el cuello con la mano y la acarició con delicadeza. Cogió un mechón de su cabello entre los dedos.
—Tienes que contarme lo que ha pasado aquí esta tarde —le dijo.
—Ya te lo he dicho.
—Me has mentido.
Ella se inclinó y reposó los brazos en la barandilla, manteniendo la cabeza echada hacia atrás bajo el tejado para no mojarse. Frunció el entrecejo.
—Ha sido una muchacha, casi una niña. Tenía un aspecto horrible, parecía una rata o un… —Buscó la palabra acertada para describirla—. Parecía ser víctima de algo. La sorprendí en la casa. Lo había revuelto todo, rompiendo las cosas y tirándolas al suelo. Debía de ser una loca —añadió, y su rostro se ensombreció durante unos instantes, porque se sintió culpable y no sabía por qué. Apartó ese pensamiento de su mente—. Supongo que era la hija de algún vecino, una víctima de la sequía. —Bajó la mirada y vio que la luz del porche iluminaba la hierba pardusca y mojada—. Una víctima del banco. Indirectamente, aunque estoy convencida de que ellos no lo ven así —dijo con amargura—, era una víctima mía.
Tom se acercó a ella y presionó su cuerpo contra su espalda. La cogió suavemente por la cintura y notó su tibio contacto. La lluvia le goteaba a Karen del pelo a los hombros. Él bajó la cabeza y la besó en la piel mojada.
Karen no le explicó el resto. No había nada más que contar, nada que fuera capaz de expresar con palabras y, de todos modos, ¿a él qué más le daba? Esa extraña sensación de conocer a la muchacha, la forma en que ésta la había mirado era su propio problema. La chica estaba loca, y punto. Padecía alguna enfermedad psíquica, quizás esquizofrenia. Karen no quería estropear el momento, ahora que Tom estaba tan cerca de ella, ahora que se sentía tan bien.
—¿Sabes que si haces el amor cuatro veces el mismo día ganas un premio? —le susurró él al oído.
—¿Qué premio? —preguntó sonriendo hacia el patio trasero.
—La quinta vez —respondió Tom. La abrazó apasionadamente y sus manos iniciaron una ronda de reconocimiento alrededor de su vientre. Una mano se deslizó lentamente por su cadera y más abajo, donde acababa el vestido. Tocó la ardiente piel de su muslo.
Ella no le explicó el resto.