12

Goodlands era una fiesta. Durante muchos años, cuando alguien preguntaba «¿Dónde estabas cuando llovió?», aquel momento se recordaba con gran claridad y viveza.

Jennifer Bilken, la cajera de la sucursal de CA y componente del extenso clan de los Bilken, salió del banco y se quedó en la escalera junto a Marty Shane de la lechería, el único cliente del día.

Al principio había salido a ver a qué se debía tanto alboroto y griterío, sorprendiéndose al constatar la violencia que se había desatado entre la multitud. Sin embargo, todo aquel barullo se aquietó ante el oscurecimiento del cielo y la formación de nubes. Cuando empezaron a caer las primeras gotas, Jennifer dio media vuelta y entró corriendo en el banco a telefonear a su padre. El teléfono sonó una y otra vez, pero ella comprendió que no respondían porque su madre había llevado a su padre al exterior con la silla de ruedas para contemplar la lluvia, el motivo de su llamada. De inmediato se los imaginó a los dos en el porche, observando el aguacero que acabaría salvándolos a ellos y a la granja, y sintió que la línea telefónica la conectaba con sus padres, aunque no recibiera respuesta.

Sin colgar el auricular, escuchó los timbres del teléfono mientras miraba por el ventanal delantero. Entonces no vio a una muchedumbre enfurecida, sino a un grupo de personas mirando al cielo, con las manos en alto para recoger el agua de lluvia.

Apretó los labios y la mandíbula le tembló de emoción al pensar en la cara que estaría poniendo su padre. Pero no lloró.

En una granja del extremo opuesto de Goodlands, Bruce Campbell sí lloraba. Estaba en el patio con los brazos sobre los hombros de su mujer y su hermano, quienes a su vez lo cogían por la cintura.

Los tres tenían la cabeza gacha, sus lágrimas se mezclaban con la lluvia, caían al suelo y levantaban pequeñas nubes de polvo a sus pies.

Todo se arreglaría. Saldrían adelante como fuera. Conseguirían un préstamo, recuperarían la granja y todo acabaría solucionándose.

Larry Watson estaba sentado en el camión unido al remolque que cargaba el depósito de agua del granero. El depósito aún estaba vacío, pues era el último que faltaba por llevar a Oxburg. Ya había ido y vuelto a Oxburg dos veces ese mismo día para llenar los depósitos. Puso en marcha el motor del camión, pero no había avanzado ni un metro cuando oyó un fuerte golpe y una sacudida. El neumático izquierdo del remolque se había reventado. Tras lanzar algunos improperios, salió del camión para cambiarlo y se dio cuenta de que el eje se había partido.

El día había empezado mal, pero estaba empeorando. Levantó el camión con el gato y se metió debajo para ver qué había ocurrido.

De pronto oyó un eco leve y distante procedente del depósito. Pensó que los pájaros procedentes del comedero que colgaba fuera del granero estaban echando semillas dentro del depósito.

Mientras pasaba la mano por el eje para comprobar por dónde se había partido, se dio cuenta de que el repiqueteo no cesaba y que, además, era continuo e insistente. Se le encogió el estómago y descartó la idea que le pasó por la cabeza. Era imposible.

Permaneció inmóvil bajo el remolque durante unos segundos, temeroso de salir de allí abajo, temeroso de ver qué ocurría, temeroso de pensar en esa posibilidad…

Sacó la mano. Notó que algo le caía en la palma. Inspiró aire y lo contuvo, esperando más. Cayó otra gota y otra más. Cerró el puño y sintió el frescor y la humedad que se esparcían por su mano, escurriéndose entre los dedos.

Durante un minuto sintió cómo la lluvia le empapaba la mano antes de salir de allí y correr hasta la casa.

—¡Mindy! —exclamó—. ¡Mindy!

Ella salió de la vivienda secándose las manos con un trapo y puso los brazos en jarra.

—Pero ¿qué demonios…? —No acabó la frase. Levantó la mirada y luego miró a su esposo, que corría hacia ella, boquiabierto.

—¡Está lloviendo! —exclamó Larry, fuera de sí de alegría. Corrió hasta su mujer y la levantó en brazos. Los dos se pusieron a dar vueltas en el patio. Sus dos hijos mayores y el bracero empezaron a dar saltos y a gritar alborozados, mientras no dejaba de llover.

Jessie Franklin metió a su hija de tres años en el coche y, embarazada como estaba, se puso al volante sin preocuparse, por una vez, de si la vieja cafetera llegaría al pueblo yendo a todo gas. Si se quedaba tirada en el camino, tenía la sensación de que habría más de un coche dispuesto a llevarlas al pueblo.

No dejó de hablar a Elizabeth sobre la lluvia y lo que ésta implicaba. Intentó recordar si su hija había visto llover en alguna ocasión (era muy probable que se tratara de la primera vez). Miró con atención por el parabrisas mientras el aguacero era cada vez más intenso y condujo carretera abajo, junto a media docena de coches más, hasta el pueblo.

A medida que los vehículos, algunos de cuyos ocupantes le resultaban familiares, formaban una pequeña procesión, Jessie se percató de algo extraño. Nadie había puesto en marcha el limpiaparabrisas. Ella tampoco. Al igual que los demás, quería ver Goodlands bajo la lluvia.

—Nieva, mamá —dijo Elizabeth.

—No, cariño, está lloviendo —respondió, con una sonrisa perenne en el rostro—. Es mucho mejor que llueva. —Jessie se dirigió hacia donde suponía que estaba su esposo. En aquel momento no se planteó lo poco que podría ayudar pero, dada la magnitud del acontecimiento, aquello carecía de importancia.

La calle principal de Goodlands era una fiesta; había más gente que cuando celebraban el día de la Independencia, más de la que Jessica había visto en mucho tiempo y no paraba de llegar más. Desde Weston habían acudido muchos lugareños, tal vez deseosos de compartir la buena suerte de sus vecinos, tal vez a modo de disculpa por no haber compartido su desgracia. Había numerosas personas venidas de Oxburg, Telander, Avis y Mountmore pero, en su mayoría, las calles de Goodlands estaban ocupadas por los habitantes del pueblo.

Ed Shoop, alcalde de Goodlands en las verdes y las maduras, como solía decir, se encontraba frente al monumento conmemorativo de la Segunda Guerra Mundial. Intentaba pronunciar un discurso, pero nadie le escuchaba. Acabó dándose por vencido cuando Jim Bean apareció con la guitarra y Andy Dresner sacó la armónica y se pusieron a tocar.

Por todas partes se formaban grupos de gente que luego se dispersaban para reagruparse de distintas maneras. Se abrían paso entre los vehículos estacionados de cualquier manera, de los que se apeaban hombres, mujeres y niños dejando las portezuelas abiertas, sin importarles que los asientos y el suelo quedaran empapados de lluvia.

Un reducido grupo de chiquillos, de edades comprendidas entre los cuatro y diez años, se había inventado una canción y la cantaba a todo pulmón, cambiando la letra entre risas, empezando una y otra vez, sin que nadie les riñera por el escándalo que armaban. «¡Lluvia, lluvia, no te vayas, ni a las buenas ni a las malas!».

La puerta de la cafetería estaba abierta y la gente se servía café a discreción. Jennifer Bilken había cerrado el banco para el resto del día y los presentes bromeaban diciendo que debería hacer como en la cafetería, repartir dinero. Por una vez, no era más que una broma sin malicia. Las mujeres besaban a sus esposos, los niños se abrazaban y bailaban, los maridos, algunos de los cuales eran granjeros o dependían del negocio de éstos, parecían aturdidos ante tanta alegría y no dejaban de sonreír.

Empezaron los bailes y los cánticos y la gente no dudó en seguir el ritmo con los pies, pero el foco de atención no eran los músicos, ni Ed Shoop saludando afectuosamente a los presentes como si él hubiera sido el artífice de la lluvia. El foco de atención procedía de las alturas.

En medio de los abrazos de la población, la lluvia desplegó toda su pompa y gloria, cayendo de forma regular, impasible e inalterable, cumpliendo su cometido sin la más ligera presunción. Derrochando su propia agua.

Leonard Franklin y Henry Barker habían cubierto el cadáver de Vida con una manta de la tienda. No se trataba de entorpecer la búsqueda de pruebas, ya que más de una docena personas habían sido testigos de que Vida Whalley, de diecinueve años de edad, residente en la parcela 27 de Plum View Road, Goodlands, Dakota del Norte, había muerto víctima de una especie de ataque. Con toda probabilidad la causa de su fallecimiento estaba íntimamente relacionada con el terrible golpe que se había atestado en la cabeza al caer contra el duro cemento.

Henry anotó unas cuantas cosas en su libreta e informó con discreción a Leonard y Jeb de que tal vez tuvieran que ir a declarar al juzgado. A continuación, los tres llevaron a Vida a la tienda y la tumbaron en el suelo. Henry se sentó junto al cadáver después de preguntar a John si podía cerrar la puerta. En realidad, aquella pregunta era innecesaria: los vecinos estaban tan poco preocupados como si la muchacha se hubiera caído y hecho un rasguño en la rodilla. Henry prefirió no comentar lo mucho que le avergonzaba la reacción de la gente; al fin y al cabo, en Goodlands no llovía cada día. Pero tampoco hizo nada por disimular lo afligido que estaba por la muchacha, que parecía muy frágil y menuda cuando llevaron su cadáver adentro.

Henry llamó a su esposa y le contó lo de la lluvia, mencionando brevemente lo que le había ocurrido a Vida Whalley. Luego telefoneó al médico forense del condado, cuyo ayudante, Jim Daley, aseguró que lo llamaría por radio al coche y le diría que acudiese al lugar de los hechos lo antes posible.

—¿De quién se trata? —preguntó el ayudante, interesado. Una muerte en un pueblo pequeño provocaba docenas de reacciones, aunque Henry creía que, en este caso, no sería así.

—Vida Whalley, de Plum View —respondió.

—¿Ah, sí? —dijo—. ¿Se ha suicidado?

Henry recordó el extraño baile que la chica interpretó antes de caer fulminada, seguido de fuertes y audibles golpes de su cabeza contra el pavimento y de bocanadas de polvo entre sus labios. Henry cerró los ojos y tragó bilis, consciente de que el cadáver de la muchacha yacía a su lado.

—Ya lo decidirá el forense, ¿no, Jim? —repuso, y colgó.

Después de eso no hubo mucho que hacer, a excepción de apartar la mirada de la silueta que ocultaba la manta y escuchar la lluvia. Desde el interior del establecimiento observó cómo los habitantes de Goodlands bailaban bajo la lluvia, que parecía acompañarlos con su ritmo acompasado.

«Qué extraño que de pronto llueva de esta manera», pensó.

Leonard le había explicado que, justo antes de que empezara a llover, varios hombres habían estado a punto de enzarzarse en una violenta pelea. Le dijo que Carl Simpson había perdido la chaveta y que quizás alguien debía hablar con él.

«De todas formas —había continuado Leonard—, ahora ya ha pasado todo. Ha empezado a llover y parece que todo está olvidado. Supongo que ha sido la tensión acumulada».

Henry observó que se detenía otro coche en la plaza del pueblo. Era el reverendo Liesel de la iglesia protestante, que paseó entre los presentes con las manos extendidas y el rostro radiante. Él había sido una de las muchas personas que habían celebrado sesiones de plegarias para que lloviera. Si a Henry no le fallaba la memoria, hacía meses que no había celebrado ninguna, probablemente porque el hecho de que no lloviera desprestigiaba su ministerio religioso. Pero ahora andaba por allí sonriendo y estrechando manos, al parecer deseoso de atribuirse algún mérito. Tal vez tendría problemas con el padre Grady, pues los católicos habían hecho lo mismo durante los últimos años.

Además, Henry recordaba que también habían contado con la presencia de un evangelista ambulante que alguien había llamado el año pasado. Tal vez se presentaría e iniciarían una guerra santa o algo así.

Inconscientemente, Henry introdujo los dedos en el bolsillo donde la noche anterior había guardado la tarjeta misteriosa. Parecía ligeramente húmedo, aunque habían pasado muchas horas. «Es culpa de la lluvia. La camisa está húmeda por la lluvia», pensó.

O tal vez no.

—Hay más cosas en el cielo y la tierra de las que uno podría imaginar. —O algo parecido. Se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta en la tenue luz de la tienda. Su voz sonó extraña y hueca en la tienda casi vacía. Era un verso de Shakespeare, pensó. O de Milton. No sabía por qué, pero siempre confundía los dos poetas. La escuela tenía esas cosas, te llenaban la cabeza con citas que parecían no tener sentido y entonces, de repente, un día recordabas una y parecía cobrar significado. Como ésa. Más misterios en el cielo y la tierra de los que uno puede imaginar… Como por ejemplo encontrar una tarjeta en la calle, perdida por un desconocido en medio de un pueblo que está en crisis, y que al día siguiente empiece a llover.

Al fin y al cabo, en la tarjeta ponía que su poseedor era invocador de lluvia. Debajo del nombre había una especie de eslogan simplón que no conseguía recordar. Lluvia sin pena…, algo así. La tarjeta estaba húmeda y, a no ser que el tipo se duchara con la cartera, no imaginaba por qué. Además, olía a humedad, recordaba muy bien ese olor.

No entendía todo aquello, a menos que el tipo hubiera querido que estuviese húmeda, o que se tratara de alguna broma. Henry no estaba borracho ni lo había soñado. Había tomado cinco cervezas y el día que se emborrachara con cinco cervezas, pediría reclamaciones a su pobre hígado. No estaba borracho y había seguido a ese tipo calle arriba desde Clancy’s y le había visto soltar la tarjeta. Flotó en el aire como una hoja de árbol a merced del viento. Qué poético. Quizá también era una cita de Shakespeare.

Poético y casual, o tal vez premeditado.

Henry supuso que quizá Karen Grange había contratado al invocador de lluvia. Parecía una locura y, que Henry supiera, Karen era una mujer sensata. De hecho, tenía muy buena opinión de ella. Pero en momentos de desesperación se buscan soluciones desesperadas. Aun así, nunca hubiera imaginado que ella le mentiría. ¿Por qué lo había hecho?

«Porque era un secreto». Una sorpresa, algo increíble y estúpido. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Publicar un anuncio en el Weston Expositor? «¡Inminente llegada del invocador de lluvia! ¡Para acabar con el fantasma de la sequía! ¡Casa Mann, café y donuts, globos para los niños!». Por supuesto, no especificaría la fecha de la lluvia. De haber mencionado algo parecido, la gente se habría echado a reír o la habrían ahorcado por burlarse de un asunto tan serio.

¿Lo habrían hecho? Tal vez no. Henry se habría echado a reír, contemplando la situación desde su cómodo despacho en la lluviosa Weston. Lo mismo habrían hecho los habitantes de Oxburg, Telander, etc. Todos se hubieran reído. El Expositor habría publicado un artículo sobre la Señora de la Lluvia de Goodlands y la central de CA habría trasladado a Karen Grange sin muchos miramientos y la historia habría terminado.

Este pensamiento le hizo replantearse la situación de Karen Grange. ¿Había sido capaz de contratar a un invocador de lluvia? Pero la pregunta del millón era para el invocador.

«¿Cómo lo has hecho, amigo?». Volvió a recordar la cita de Shakespeare (o Milton), aunque deseaba apartarla de su mente. No obstante, la paranoia de Carl Simpson no dejaba de atormentarle, ya que quizás había llovido de forma natural. «Por todos los santos, algún día tiene que llover», como llevaba diciendo la gente durante cuatro años.

El clima repetía sus ciclos y parecía que por fin le había llegado el turno a Goodlands. Durante esos cuatro años se había hablado tanto sobre el calentamiento del planeta que muchas personas, incluido Henry, se habían tomado en serio ese tema. Debía de haber parte de verdad en ello porque, de lo contrario, los malditos científicos con un diploma colgado de la pared se dedicarían a estudiar otros fenómenos. Henry no creía las teorías de Carl sobre conspiración y experimentos climáticos, pero había que ser muy estúpido para no hacer caso de las predicciones de la ciencia.

La ciencia era exacta. En las obras de Shakespeare (o Milton) no había cabida para la ciencia, pero resultaba curioso que desde la llegada del señor invocador de lluvia («Lluvia sin penuria», por fin recordaba el eslogan de la tarjeta) hubieran ocurrido todo tipo de fenómenos extraños. El incendio en la finca de Kramer no fue el menos sorprendente. También ocurrió lo de Revesette, los depósitos de Watson, lo de los pobres Paxton y el tétrico crucifijo, el coche volcado en casa de Bell y, por decirlo todo, el camino de entrada de los Greeson agrietado súbitamente. Todo ello había ocurrido desde la llegada del huésped de Karen, al margen de que ella reconociera que era su huésped. No es que Henry estuviera dispuesto a atribuir una historia paranormal a ese tipo, ni a achacarle la muerte de la pequeña de los Whalley, pero, aun así, todo lo ocurrido era muy extraño.

En realidad incluso podía añadir a la lista lo que había sucedido con la carretera, casualmente, justo delante de la casa Mann. Todo aquello parecía haber coincidido con la primera vez que se vio al forastero. Qué curioso.

De todos modos, por mucho que la lluvia fuera una coincidencia, tendría que hacer algunas preguntas a Karen y a su amigo.

De repente, Henry anheló la llegada del forense para acabar su cometido y marcharse a casa. Quería echar un vistazo al Canal de Meteorología para ver qué decían.

Bob Garrison, el médico forense, apareció poco después de que Henry abriera una caja de higos para matar el hambre. El forense examinó el cadáver, hizo algunas preguntas y anotó varios nombres antes de que los dos cargaran el cuerpo de Vida en la camioneta.

Bob inclinó la cabeza para protegerse de la lluvia.

—Es todo un acontecimiento, ¿no?

—Supongo que sí —convino Henry.

La gente que los rodeaba agitaba los brazos y gritaba de alegría. Ésa era su respuesta.

—¿Has informado a la familia? Necesitaremos que la identifiquen.

—No, no tienen teléfono. Iré hasta allí y les daré la noticia. Quizá más tarde volveré con uno de los hermanos. Con el que esté sobrio —añadió con malicia. Bob asintió.

Estaba a punto de subir a la camioneta cuando Henry preguntó:

—Bob, ¿sabes quién dijo algo parecido a «Hay más cosas en el cielo y la tierra de las que uno podría imaginar»?

Bob le dedicó una mirada inexpresiva.

—Cuando aprobé lengua, me prometí que nunca volvería a abrir un libro de un tipo muerto —ironizó—. ¿Por qué?

Henry movió la cabeza y respondió:

—Bueno, no sé si es de Shakespeare o de Milton.

Bob se echó a reír. La risa del forense dentro de la camioneta hizo que algunas miradas se centraran en él. Sin embargo, la gente sonrió y pensó que el policía y el forense reían a causa de la fortuita aparición de la lluvia.

—¿Milton? —inquirió Bob—. ¿El que escribió El paraíso recobrado?

Henry asintió, sintiéndose un poco ridículo.

—Hasta luego —dijo. Ayudó a que el médico maniobrara la camioneta haciendo que la muchedumbre se apartara a su paso.

Una mujer preguntó a Henry por lo sucedido.

—Un ataque —respondió. La mujer asintió con cierta compasión fingida.

—¡Hoy es un gran día! —le gritó después.

—Sí —convino él, pero la mujer no esperó su reacción. Ya se encontraba inmersa en la celebración improvisada que se había apoderado de la calle principal.

Henry subió al coche y descubrió que tenía que maniobrar centímetro a centímetro porque los coches estacionados le impedían el paso. Sabía que debía reprenderles, obligarles a mover los vehículos, pero no osaba.

Tomó la carretera que conducía a casa de los Whalley. Llamaría a la puerta, les daría la noticia e iría con alguno de ellos al hospital a ver a Bob. Su coche era el único que se alejaba en contraste con las docenas de vehículos que se dirigían al centro de la población. Le apenaba perderse la fiesta. Supuso que Lilly pasaría por allí más tarde. Él, no obstante, tenía trabajo que hacer.

Mientras conducía recordó un verso de Milton.

«Por la fuerza no ha conseguido vencer más que a la mitad de su enemigo», o algo así. Era de El paraíso perdido. Desconocía por qué lo había recordado en ese preciso momento.

La fiesta de la calle principal empezó a decaer a primeras horas de la tarde. Al final la gente acabó empapada. Alrededor de las dos y media se levantó viento y refrescó bastante. Todo el mundo tenía la ropa, el calzado y los pies empapados; el polvo que lo había cubierto todo se había convertido en barro. Los niños, que hasta entonces iban aseados aunque no totalmente limpios, acabaron embarrados después de descubrir un barrizal detrás de las tiendas situadas al sur de la plaza. Se bañaron literalmente en él y más de una madre se horrorizó al verlos. No es que la apariencia importara mucho en un día como aquél, porque a las mujeres se les había estropeado el peinado, el escaso maquillaje apropiado para Goodlands había desaparecido y la mayoría de los vestidos habían quedado inservibles. Sin duda los zapatos baratos acabarían en la basura y, dado que la mayor parte de los niños calzaban imitaciones baratas de Keds, con la suela pegada con cola, al día siguiente no tendrían zapatillas que ponerse. Aparte del cansancio después de tanta celebración, la gente estaba ansiosa por llegar a casa. En cierto modo, deseaban compartir el fin de la sequía con sus tierras, con las tierras que habían sufrido con ellos y que ahora podrían recuperarse.

A medida que la gente se alejaba, unas cuantas personas se congregaron para realizar una acción de gracias orquestada por el reverendo Liesel y, como había predicho Henry, por el padre Grady, que había aparecido después de pronunciar sus plegarias en la iglesia con el eco de la obra de Dios repiqueteando en el techo.

Asimismo, Henry había acertado al predecir el embotellamiento de tráfico y hubo personas que tardaron más de dos horas en poder sacar el coche.

Algunos hombres se apearon de sus vehículos y empezaron a organizar la circulación, aunque nadie se quejó. No se oyó ningún insulto, como hubiera ocurrido en cualquier otro momento. Finalmente, todo el mundo consiguió llegar a casa.

Se registraron algunos incidentes. John Livingstone, que se había hecho un corte en la mano el día del incendio, estaba encaramado al tejado de su granero añadiendo una pieza de hojalata para matar el aburrimiento. Se quedó tan sorprendido cuando empezó a llover que se cayó y se rompió el tobillo.

Algunas personas llegaron a casa y descubrieron que el regalo caído del cielo había inundado su sala de estar. A pesar de la sequía, el tiempo había ido pasando y los tejados se habían deteriorado sin que nadie lo advirtiera.

A Jeb Trainor se le había inundado el sótano, lo cual no era muy grave si no hubiera guardado allí una gran cantidad de semillas. Por aquel entonces le preocupaban más los depredadores herbívoros y hambrientos.

Mención aparte merecía que, nueve meses después del primer día de lluvia, nacieran siete bebés, gracias a los numerosos brindis en honor de los cielos y al buen humor generalizado.

Todo esto se descubrió con cierto regocijo y sin acritud, con el talante de un hipocondríaco cuando padece la gripe. Era algo de lo que ocuparse con alegría.

Los habitantes de Goodlands se retiraron tarde aquella noche y algunos no lo hicieron hasta el despuntar del alba. Estaban poco dispuestos a dejar la ventana, la puerta, el porche, el patio, la tierra que tan bien olía.

Por fin había llovido.