Carl había encerrado a Janet y a Butch en el dormitorio principal para protegerlos.
—No se lo cuentan todo a la gente, Janet —intentó explicarle—. Pillos se respaldan en la seguridad nacional y nos escupen información, información manipulada, y el resto lo guardan en secreto.
—¿Quiénes son ellos? ¿Has perdido la chaveta? —Al principio Janet había intentado hablar de forma sensata con su marido, pero él no quiso escucharla, y cuando llegó la mañana ya desvariaba claramente. Su actitud no podía definirse de otra manera, y eso la asustaba más que los escandalosos programas de televisión y los paseos nocturnos por el pueblo.
—¿Por qué crees que el gobierno dedica tanto dinero al sida cuando muere más gente de cáncer al año? ¡Yo sé por qué! —dijo Carl alzando la voz—. Dedican dinero al sida porque esa enfermedad les pertenece. Ellos la inventaron, se les escapó de las manos en los laboratorios y se diseminó entre la población. Ahora tienen a cien millones de personas de conejillos de indias. Para ellos no somos más que un laboratorio gigantesco. —Tenía la cara tan cerca de la de Janet que ésta recibía los escupitajos que despedía por la boca—. Los dichosos resfriados y la dichosa gripe son virus mutantes. Qué interesante, ¿verdad? ¿Crees que los laboratorios farmacéuticos no tienen nada que ver con eso? ¿Crees que el gobierno no cobra comisiones? Nos distraen diciendo que fumar es perjudicial para la salud y luego hay gente que muere de un resfriado que se ha transformado en una enfermedad carnívora.
»¡Internet! —exclamó, levantando los brazos—. Internet no es más que una enorme organización de espionaje. La gente cree que un tipo va y se sienta ante el ordenador y empieza a entablar conexiones con ovnis, con la crisis de los misiles cubanos, los presidentes fallecidos y la agricultura orgánica, ¿crees que el gobierno se cruza de brazos y no sabe lo que se cuece en Internet?
Cuando Janet intentaba interrumpirle, él le tapaba la boca con la mano, aunque no bruscamente. No era más que una sugerencia física que ella decidió aceptar por prudencia.
—Quieres verle las tetas a Kristie Alley en la televisión vía satélite y, de paso, ver los ovnis y una lista de depósitos de misiles en tu zona, y ¿acaso van a creer que no le das mayor importancia? Lo anotan todo bajo tu nombre y empiezan a investigar por qué te interesan tanto los misiles. En este caso no existe el beneficio de la duda, Janet. Ya no hay secretos, sólo mentiras.
—Carl, ¿por qué haces esto? —susurró Janet tratando de calmarlo, pero él no la escuchaba.
—Escribes una carta a tu representante del Congreso diciendo que consideras que habría que legalizar el aborto. ¿Crees que el representante lee la carta y te contesta diciendo que agradece tu apoyo y que mandes cien dólares a bla, bla, bla, para su reelección? ¿Crees que eso es lo que sucede? ¡Pues no! Mandan la carta a la CIA y te incluyen en una lista de posibles comunistas asesinos de niños.
»Ahora es demasiado tarde, ya saben qué programas veo, qué leo. He sido un dichoso demócrata toda la vida y ahora me arrepiento. Figuraré en tantas listas que cuando se produzca el gran cambio, se presentarán en mi casa y desapareceré junto con otros miles de demócratas, mientras mi mujer y mi hijo son enviados a un campo de trabajo para una reconversión o instrucción o como quieran llamarlo. ¿Lo entiendes? ¿Te das cuenta de que ahora mismo debo de estar en un montón de listas?
—¿El gran cambio? ¡Carl, piensa en lo que estás diciendo!
—¿Crees que en Goodlands hay sequía porque los dioses así lo han decidido? ¿Crees que se trata de un error cósmico, de que las estrellas no se alinearon con Júpiter y nos han destrozado el karma? ¿No será que un mamón bien trajeado se presentó aquí un día con un estupendo deflector meteorológico y lo aparcó en uno de esos silos, o quizás en diez, pulsó un botón en algún sitio y ahora estamos más secos que una hoja muerta? ¿Qué te parece más probable, Janet?
»La función termina aquí! —exclamó, señalando con el dedo como si estuviera apretando el pecho de un agente imaginario—. Al final de Parson’s Road vive un jodido agente secreto y Henry Barker sabe algo de esto. Pero ¡la función termina aquí!
Pronunció ese último discurso por la mañana. Que Janet supiera, Carl no había dormido nada, aunque la casa había estado en silencio durante un par de horas y ella se preguntó si se había quedado dormido. Pero nada de eso importaba. Lo único que importaba era que ella y su hijo estaban encerrados en la habitación donde habían concebido al niño y que su marido lo había hecho «para protegerlos».
Carl había pasado algún tiempo en el dormitorio con ellos escribiendo cosas. Ella sabía que lo hacía para tranquilizarlos. No estaba enojado con ellos. Carl le dijo que escribía todo lo que había dicho, junto con otras cosas que creía saber, y que si no volvía, ella debía enviarlo al defensor del pueblo del Canal Siete. Había estado tentada de preguntarle si sospechaba que éste también estaba implicado en el asunto. El defensor del pueblo del Canal Siete era un tipo delgado de unos cincuenta años de edad, que principalmente se dedicaba a investigar temas como el de que si los funcionarios municipales conseguían vales de aparcamiento al mismo precio que «el hombre de la calle». Hablaba mucho de «el hombre de la calle».
Carl arrancó de la pared el cable del supletorio y les llevó un cartón de leche y comida para que se prepararan bocadillos. Les dijo que no se movieran ni se preocuparan.
—Es para protegeros —insistió con tono cariñoso. Los besó, a ella y a Butch. Acto seguido, Carl les llevó el televisor a la habitación. Recordó a su mujer que, si no creía sus palabras, en la televisión vía satélite había un buen programa a las once titulado Secretos del gobierno, dedicado a teorías sobre conspiraciones. En dos ocasiones habían demandado a los estudios y éstos habían tenido que excusarse en público, pero ella no sacó el tema a relucir. De todos modos, faltaban muchas horas para las once.
Butch no había dicho gran cosa, no hacía más que mirar a su madre con los ojos bien abiertos. Cuando la casa quedó en silencio, le susurró:
—¿Qué va a hacer?
—No va a hacernos nada —repuso ella con firmeza, convencida de que era así. Estaba segura de que él creía todo lo que le había dicho. Podían ocurrir dos cosas: o que Carl telefoneara a Henry Barker y éste lo tranquilizara, o que Henry llamara a las autoridades (a las autoridades de verdad) y Carl fuera internado en una institución psiquiátrica hasta que ella pudiera sacarlo de allí. Confiaba en que ocurriera lo primero.
Janet encendió el televisor para Butch y le preparó un sándwich de mortadela para desayunar. Se preparó otro para ella y fingió que se lo comía, aunque acabó en la papelera junto al tocador. También fingió estar muy interesada en ver el capítulo de Scooby Doo con Butch, pero estaba convencida de que ninguno de ellos hacía más que ver una sucesión de imágenes a las que no prestaban mayor atención.
Scooby Doo era una serie fascinante. Siempre aparecía un fantasma que intentaba asustar a alguien, aunque acababa siendo de mentira. Al final del capítulo el monstruo era totalmente humano, y los fantasmas eran personas que tiraban de los hilos, arrastraban cadenas y lo hacían por motivos muy humanos, normalmente por avaricia. Los malos siempre eran descubiertos y encarcelados, o pedían perdón y se iban a comer pizza con la banda.
Janet acabó reflexionando sobre algunas de las teorías de Carl. El resfriado común no se transformaba en una enfermedad mortal, fumar era nocivo, y las autoridades gastaban mucho dinero en el sida porque mataba a las personas. Pero Internet podía controlarse y si era tan libre y fácil como todo el mundo aseguraba, los grupos de descontentos contaban con una oportunidad excelente para difundir sus ideas entre la población (o, al menos, entre todos aquellos con recursos suficientes para tener ordenador, que no eran pocos).
Si había algo en lo que Carl tenía razón era en el tema de la sequía. Goodlands estaba inmerso en la peor sequía de la historia. Peor que la del ochenta y ocho y la de los años treinta, pues aunque la gente no hablara de ella había bastantes ancianos en el lugar que habían sobrevivido a la Gran Depresión y decían que ahora estaban peor. Ed Kramer, cuya finca se había incendiado a principios de semana, le había explicado que la generación de los años treinta había recurrido a la beneficencia como última solución, después de matar al último cerdo, comer la última patata y pelar la última cebolla. A continuación añadió, sin incluirse a sí mismo, que la mitad de sus vecinos vivían del seguro de las cosechas o de la beneficencia.
No era normal. Y Janet dudaba de que fuera obra del karma, de la alineación de los planetas o de las disputas cósmicas. Además, en caso de que se tratara de un castigo divino, ¿a qué se debía?
Sin duda Carl tenía razón en lo de la sequía. Pero ella no podía creer que el rollizo Henry Barker tuviera algo que ver con el asunto o que estuviera enterado de ello. Era incapaz de imaginar a unos agentes de la CIA y a Henry Barker en la misma conspiración.
Las agencias gubernamentales no hacían nada por paliar la sequía y, al menos en ese sentido, Carl tenía razón. Se limitaban a negar su existencia. No habían enviado a nadie a estudiar la situación.
Nadie había hecho más que tomar notas y, aun así, sólo el primer año. Así pues, habían olvidado a todo un pueblo.
Janet se asustó al ver el cauce que tomaban sus pensamientos. De pronto, oyó que Carl hablaba por teléfono y escuchó detrás de la puerta.
Carl tenía sus notas delante de él. Pensaba hablar en tono tranquilo, claro, racional. Henry Barker iba a enterarse de con quién se las veía, descubriría que estaba acorralado. No tenía nada en contra de Henry, sólo deseaba que confirmara lo que Carl ya sabía que era cierto.
Se aclaró la garganta y escuchó los timbrazos del teléfono sonando a kilómetros de distancia, en la cocina de Henry Barker.
—¿Sí? —respondió el sheriff.
—Henry —dijo Carl—. Soy Carl Simpson.
—¡Carl! Tenía intención de llamarte. ¿Cómo te va?
—Llamo para tratar un asunto oficial, Henry. Hay varios temas que quiero discutir contigo —dijo. Se produjo un silencio al otro lado de la línea. Carl imaginó la frente de Henry cubierta de sudor.
—Bueno, Carl, estaba a punto de irme a la oficina, ¿qué te parece si te llamo desde allí?
—Quiero hablar ahora, Henry.
—Pues adelante, Carl —instó Henry—. Pero sólo dispongo de un par de minutos. ¿Qué quieres decirme?
Carl respiró hondo antes de empezar.
—He estado preguntándome para quién trabajas últimamente, Henry. —El pulso de Carl se aceleró mientras esperaba ansioso el clic que delatara que la línea estaba pinchada.
—¿Qué? Ya sabes para quién trabajo, Carl —repuso Henry pacientemente.
—Creo que no.
Henry exhaló un suspiro de fastidio.
—Por Dios, Carl. No sé a qué te refieres. No tengo tiempo para esto. Te llamaré más tarde, desde la oficina.
—Será mejor que hables conmigo ahora, Barker. Anoche te vi. A ti y a tu amigo. Vi cómo te pasaba una nota.
—¿De qué demonios estás hablando, Carl? Habla claro o cuelgo ahora mismo.
—¿Qué ponía en la nota, Henry? ¿Un lugar y una hora? Espié a ese tipo, ¿sabes? Vi el mapa… ¿Cuánto tiempo llevas metido en esto? ¿Los cuatro años, Henry? ¿Creías que nadie iba a enterarse?
¿Tú y tu amiguito? ¿Qué está haciendo ése en casa de la banquera? ¿Ella también está implicada?
A Henry le asustó la seriedad con que planteaba las preguntas.
—Dime de qué estás hablando y te daré una respuesta sensata, que es más de lo que puedo decir acerca de esta conversación. ¡Por todos los santos…!
—¿Quién es tu amigo? Anoche, en Parson’s, te vi siguiendo a tu contacto o quienquiera que sea. Le vi dejar caer una nota, instrucciones, información, yo qué sé. ¡Te vi! ¡Ahora dame una respuesta sensata! —Carl perdió los nervios y empezó a gritar por el aparato.
Henry se frotó los ojos. Si se hubiera tratado de otra persona, se habría reído y habría colgado el auricular. Pero el tono de la voz de Carl, y el hecho de que fuera él, se lo impidieron.
—Por todos los santos, Carl. Eso es asunto de la policía y no tuyo. No tengo tiempo que perder en tonterías…
—¡No vas a engañarme! —exclamó Carl—. ¡No vas a engañarme! ¡Iré a tu casa ahora mismo y reuniré a unas cuantas personas por el camino, Henry! ¡Vamos a acabar con esto inmediatamente! ¡La función ha terminado…!
—¡Por el amor de Dios, Carl! Ni siquiera conozco a ese hombre. Dejó caer una tarjeta de visita, yo estaba siguiéndole y la recogí. Es una especie de invocador de lluvia. Alguien debe de haberlo contratado. Lo único que hice fue recoger la maldita tarjeta, en la que ponía su nombre y todo eso. Es un listillo que intenta desplumar al que lo contrató para que hiciera llover. ¡Por el amor de Dios, dile a Janet que se ponga ahora mismo! —vociferó enojado el policía.
Carl fijó la mirada en un punto indeterminado.
—¿Qué dices que es? —Un invocador de lluvia… Henry había dicho que ese tipo era un invocador de lluvia. Carl contrajo el rostro en lo que parecía una sonrisa burlona y repitió, como si escupiera las palabras—: Un invocador de lluvia…
Se produjo una larga pausa a ambos extremos de la línea. Finalmente Carl retomó el hilo de la conversación.
—¿Tan estúpido me consideras, Henry? ¿Tan estúpido? —Se interrumpió mientras su rostro reflejaba una furia callada y resuelta—. Seguro que tiene algo que ver con la lluvia y que sé quién lo contrató. A mí no me vengas con ésas, Barker. ¡No soy imbécil!
—Carl, escúchame. Tengo la nota aquí, espera, voy a cogerla y te la leo…
—Más te vale llegar antes que yo al pueblo, Henry, porque voy hacia allí ahora mismo y estoy convencido de que, cuando cuente ciertas verdades a algunas personas, no iré a ver a tu invocador de lluvia solo. ¿Entendido?
—¡Dile a Janet que se ponga! —Henry estaba furioso. Se volvió en el asiento tanto como pudo para palpar con una mano la camisa que colgaba en el respaldo de la silla. Era la que llevaba la noche anterior. Buscó el bolsillo delantero.
Seguía oyendo la respiración de Carl por el auricular. Éste no tenía intención de llamar a Janet. Henry no creía que fuera a hacer daño a su familia, era un buen hombre, o al menos lo había sido. Pero en su estado todo era posible. Carl no se comportaba con normalidad. Encontró el bolsillo y buscó la tarjeta rectangular que había cogido la noche anterior. Notó el papel rígido en contraste con el algodón fino de la camisa, el tejido húmedo y sorprendentemente caliente donde estaba la tarjeta.
—¡Un momento, Carl, la he encontrado! —Sujetando el auricular entre el cuello y el hombro, palpó la camisa con las manos. Con una sostuvo la tarjeta dentro del bolsillo y con la otra intentó desabotonarlo, mientras ladeaba la cabeza para que el teléfono no se le cayese. Estaba empapado de sudor—. Espera —añadió.
Metió la mano dentro del bolsillo y palpó el interior. Estaba vacío. Por un momento todo pareció detenerse. Contuvo la respiración. Sus dedos se quedaron inmóviles. La mano con la que creía haber sujetado la tarjeta estaba vacía. Lo único que percibía era una extraña humedad y calidez.
¿Dónde estaba la dichosa tarjeta? La había sostenido entre las manos. El teléfono estuvo a punto de caérsele.
—Eh, dile a Janet que se ponga —tartamudeó.
—Ahora no puede ponerse —repuso Carl con cierta complacencia. A Henry la sangre se le agolpó en las sienes. Soltó la camisa. Había algo en la voz de Carl que lo asustaba. Cogió el auricular con la mano y lo colocó bien para hablar.
—No le habrás hecho daño, ¿verdad, Carl? —inquirió con voz queda.
—¡Claro que no!
Henry exhaló un suspiro de alivio y pensó: «Menos mal».
—Entonces, ¿dónde está? ¿Por qué no puedo hablar con ella?
—Este asunto tienes que arreglarlo conmigo, Henry, no con mi mujer.
Sin parar mientes en que casi había tenido la tarjeta entre las manos, Henry se dijo que debía de estar en el otro bolsillo. Lo palpó. También estaba vacío. Los pantalones estaban en el dormitorio.
—Verás, no encuentro la maldita tarjeta, pero cuando la encuentre te la enseñaré. Este tipo no es más que un bromista o un estafador. Yo tengo que vérmelas con él. Es un don nadie. No es del gobierno y no sabe nada de nada. ¿Me oyes?
—Entonces no le importará explicármelo. Me voy al pueblo y reuniré a unos cuantos hombres para ir a en busca de ese tipo. Anoche hizo una hoguera. ¿Crees que no sé lo que ocurre? ¿Una hoguera en Goodlands? ¿Por qué no lo detienes?
—Quizá lo haga, si antes no te arresto a ti por hostigamiento. No hagas nada hasta que nos veamos, ¿entendido, Carl? Y dile a Janet que me llame. —Estaba seguro de que había guardado la tarjeta en el bolsillo derecho de la camisa, todo lo que encontraba lo guardaba allí. Además la había palpado. Repitió el proceso, primero tocó un lado, luego el otro, sujetando el auricular con el hombro.
—Será mejor que llegues al pueblo antes que yo, Henry —insistió Carl antes de cortar la comunicación.
—¡Mierda! —exclamó Henry y colgó de golpe.
Lilly entró en la cocina.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—¿Dónde están los pantalones que llevaba anoche?
—En el suelo, donde los dejaste —repuso con un bufido.
—Pues recógemelos, ¿quieres? —Tras librarse del impedimento del teléfono, Henry cogió la camisa y la extendió sobre la mesa delante de él. Quizás había tocado el mismo bolsillo todo el rato. Metió la mano en el derecho: estaba vacío. Pero en el fondo del bolsillo, donde le había parecido sostener la tarjeta entre los dedos, había una marca rectangular rodeada de una húmeda oscuridad. Sin duda la cartulina había estado allí, pero había desaparecido.
Se tomó la molestia de rebuscar en los pantalones, pero sabía que no la encontraría. Henry se sentía embargado por una extraña sensación. La notaba en el estómago. Era la sensación que sólo experimentan los policías.
Vida, sumida en un estado de profunda confusión, se sintió impelida a alejarse de la casa de la banquera, a alejarse del origen de la voz que la acosaba con insistencia. Lo que más le asustaba era su propia confusión. El tono seguro y firme de la voz había cambiado y mostraba toda una gama de emociones. Daba la sensación de que estaba separándose de su huésped, de que perdía su fuerza y no estaba segura de su próximo destino.
El trato no se había cumplido. La confusión, asociada a las emociones embriagadoras de su enfrentamiento con la banquera, hacía que Vida se sintiera vacilante y asustada. Se estaba produciendo una escisión, no sólo en su interior sino, al parecer, por todas partes.
Y había algo de la banquera que la atormentaba. En el caos de su mente era incapaz de distinguir si era su tormento o el de la otra, pero no podía dejar de pensar en la banquera.
Lo único que tenía claro era la imperiosa necesidad de cumplir el trato. Presentía que, de no ser así, estaría perdida. Tenía que satisfacer a la voz. A pesar de la limitada relación que mantenían, estaba convencida de que debía hacerlo. Se trataba de un caso de venganza. Entendía claramente el motivo de una venganza. Para ella era como una piedra en la mano, lista para lanzar contra una ventana. Pero había otra solución. De hecho, había otras muchas formas, las tenía latentes en su interior desde hacía años.
Mientras andaba, la carretera que dejaba atrás relucía y se tornaba borrosa por efecto de la luz, como cuando al conducir parece que se ven charcos bajo el sol. Lo que se formaba detrás de ella no era agua, sino calor que emanaba del asfalto, brotando hacia arriba.
A su espalda, la carretera se movió a su antojo, empezó a agrietarse.
Debía apresurarse. Al igual que le había ocurrido en el jardín de la banquera, sintió que se había producido un cambio en el ambiente. El aire en el pequeño patio se había tornado irrespirable, lo cual resultaba evidente aunque se alejara de él cada vez más. Cuando miró de reojo por encima del hombro, como si la siguiera algo maligno, descubrió la causa del cambio.
El cielo se había oscurecido por el oeste y se cubría de nubes. La voz gemía. Disponía de poco tiempo. Vida aceleró la marcha y puso en orden sus intenciones. Cumpliría el trato y así la voz la dejaría tranquila. Lo que la voz odiaba era el pueblo, al igual que ella. Estaba dispuesta a acabar con él. La carretera retumbó a su paso y se agrietó como un falso trueno.
Finalmente las dos conseguirían vengarse.
Quince minutos después de colgar el auricular a Henry Barker, Carl Simpson entró en Rosie’s. De los muchos clientes que estaban tomando su café de media mañana, muy pocos dejaron de reparar en él. Era el momento de máxima afluencia en Rosie’s pues el café de la mañana se prolongaba desde las diez hasta la hora de comer, sin pausas.
No era habitual que los parroquianos interrumpieran sus charlas matutinas para ver quién entraba por la puerta, pero Carl irrumpió en la cafetería de tal manera que los clientes no tuvieron más remedio que mirarlo.
Para empezar parecía enfermo. Siempre iba bien afeitado, pero hoy presentaba un aspecto desaliñado y tenía unas ojeras considerables. Quizás hubiera otras personas que tuvieran peor aspecto debido a la falta de sueño, pues hacía años que en Goodlands no se dormía bien, pero Simpson parecía realmente enfermo.
—Carl tiene mala cara —comentó Betty Washington a Chimmy Waggles en una mesa situada casi en el centro del establecimiento.
Chimmy lo miró y se encogió de hombros.
—¿Y quién no? —Siguieron hablando de si el hijo de Walter y Betty Sommerset se casaría o no con la muchacha que había conocido en la universidad. La opinión general era que sería una locura.
Carl recorrió el local con la mirada mientras cada uno se dedicaba a lo suyo. No hablaban muy alto pero, combinado con el ruido de los platos sobre la mesa, el tintineo de los cubiertos y el traqueteo de las máquinas, el alboroto era considerable. Se dirigió a la mesa del personal situada en la parte delantera del local, donde solían reunirse los hombres del lugar, un tanto apartada del resto. Era la mesa de «los chicos». Carl se inclinó sobre la mesa y empezó a hablar.
Sorprendidos, dejaron la conversación que estaban manteniendo para escuchar atentamente a Carl.
En la arteria central de Goodlands, conocida como «calle principal», se erigía una vieja estatua de la Segunda Guerra Mundial (un soldado anónimo cuya chata nariz le otorgaba un extraño aspecto de púgil) y en la acera había un banco con un árbol espigado plantado delante de la tienda para que se viera que ésta era más importante que los demás establecimientos. De ese árbol, el más viejo de la calle principal, sólo quedaba la cepa serrada y peligrosa, que los niños ya habían empezado a arrancar. También había un banco al otro lado de la calle, a la altura de la tienda, delante de la cafetería, pero no se alzaba ningún árbol y el banco era propiedad de los Kushner. Durante la temporada navideña las farolas se adornaban con hileras de luces, pero ahora no era Navidad y no había nada que delatara su condición de arteria principal. Las farolas ya de por sí resultaban anómalas ya que, a última hora de la tarde, sólo el café estaba abierto y cerraba alrededor de las ocho. La necesidad de contar con una calle iluminada era mínima.
La calle estaba flanqueada por árboles, aunque la mayoría de ellos estaban desatendidos y sufrían los efectos de la sequía y el exceso de gases nocivos. Todos ellos habían sido plantados por una organización femenina y por los Jets, una especie de masonería de los granjeros de Goodlands. Algunos árboles eran considerablemente altos, aunque ninguno tenía el tronco tan grueso como el que había sido cortado.
Vida se detuvo junto a uno de los árboles más grandes y se apoyó contra él para recuperar el aliento. Había llegado hasta allí corriendo casi todo el camino desde Parson’s Road.
Su ira resultaba palpable. Había ido en aumento en vez de disminuir desde que dejó atrás la casa de Karen Grange y el correspondiente destrozo. Aunque la voz rugía en su interior incitándola a seguir, se veía suplantada por las pasiones de Vida, que se habían convertido en una fiebre sin límites. El ente que la habitaba había dejado de ser un camarada, un compañero de armas, y la sutil separación que había sentido estaba cambiando y le hacía daño.
Los dos seres que ocupaban su interior, ella y la voz, estaban enfrentados. Ya no era por culpa del hombre. Ahora se trataba de su propia contienda, debía «acabar con ellos». Era una venganza conjunta para las dos.
Observó a la gente que entraba y salía de Rosie’s. Cuando recuperara el aliento, los seguiría al interior del local.
Karen se quedó mirando el claro. Respiraba profundamente, oliendo el aroma casi olvidado, pero tan reconocible como su propio nombre, de la lluvia que se avecinaba.
Se produjo un fuerte estruendo en el cielo seguido de un rayo. Apartó a la muchacha de su mente. El olor del aire y el chasquido del trueno eran lo único que le importaba. Karen se dirigió lentamente hacia el claro, incapaz de pensar en otra cosa que en ver actuar al hacedor de lluvia. Deseaba estar presente cuando ocurriera, después de tanta espera.
Avanzó instintivamente por el jardín con el rostro alzado. Contempló el cielo mientras las nubes se agolpaban tan despacio que parecían surgir como por milagro. Habían empezado a aparecer por el oeste, donde el cielo se había ido oscureciendo y perdiendo su color azul aciano original. Formaron un círculo alrededor de Goodlands, al este sobre Badlands y al sur sobre los campos anejos a la lechería de Hilton-Shane; también alrededor de ella, sobre Clancy’s, sobre los campos del viejo Mann, sobre los silos del extremo norte. Se encaminó a la arboleda que delimitaba el claro.
Cruzó la maraña de plantas deseando asistir al acontecimiento mágico que se desarrollaba sobre su cabeza, ansiando contemplar cómo ocurría. Sin ver el cielo, miró a través de los árboles con la esperanza de verlo a él. Atravesó la maleza de la forma más sigilosa posible, con la cabeza gacha, con la vista fija en el claro.
Cuando se encontraba a medio camino, lo vio por entre las ramas.
Estaba de pie con el cuerpo erguido, como antes, contemplando el cielo. Su rostro no reflejaba emoción alguna, era como si estuviera ausente. Tenía el pecho brillante por el sudor o la lluvia, o ambos. Parecía estar inmerso en un temporal que ya hubiera amainado. Estaba inmóvil, como el silencio. Era como una hermosa escultura de piedra.
Ella lo observó. Un chasquido rasgó el cielo. Notaba que el aire cambiaba a su alrededor, aun estando al amparo de los árboles. Lo olía. Karen oía su propia respiración, el latido cadencioso de su corazón, notaba que la saliva que se le agolpaba en la boca. La tragó y esperó.
Mientras recorría el trayecto de su casa al pueblo, Carl había estado eligiendo las palabras adecuadas, porque sabía que si hablaba como un loco nadie le creería.
Había escogido bien. Se inventó algunas cosas, sentía tener que hacerlo pero debía medir sus palabras. Lo hacía por el bien de la humanidad. El fin justificaba los medios.
—Eh, escuchad —dijo, inclinándose hacia la mesa que ocupaban los hombres que conocía prácticamente desde siempre, los mismos en quienes confiaba y que, suponía, también confiaban en él—. En Parson’s Road ocurre algo —les empezó a decir—. Ya sabéis que he estado investigando sobre la sequía, manteniéndome informado, ¿verdad?
Las digresiones de Carl durante los últimos dos meses habían aburrido a más de uno. La opinión general era que Carl estaba poniéndose tétrico. Pero en esta ocasión, lo que les llamó la atención no fue lo que decía sino la forma de decirlo. Así pues, le escucharon.
—¿Qué quieres decir, Carl? —preguntó Jeb Trainor con su tono tranquilo.
—Hay un tipo en el prado de la casa Mann, en el manzanal. Lo he visto. Es forastero, pero creo que podría tratarse del tipo de quien todo el mundo habla, el que pudo haber provocado el incendio de Kramer…
—¿Qué? —inquirió Ted Greeson, perplejo. Aquella noche él había acudido para ayudar a extinguir el fuego.
—Lo he visto —prosiguió Carl—. Había hecho una hoguera, bueno, cuando yo llegué ya estaba apagada, pero las cenizas aún humeaban —afirmó, y añadió rápidamente—: Y tenía un montón de mapas. Mapas de Goodlands. Creo que es un agente del gobierno. Me parece que tiene algo que ver con la sequía. —Cuando vio que seis pares de ojos lo observaban, añadió más leña al fuego—: Ya va siendo hora de que vayamos allí y exijamos una explicación. —Habló con un tono tan severo y firme que varios de ellos asintieron.
—¿Cómo sabes todo eso? —inquirió Kush. Un par de hombres ya se habían puesto en pie. Bart se ofreció a llevar a cuatro personas en la camioneta, si a dos de ellas no les importaba ir detrás, en la parte descubierta.
—Qué importa —replicó Carl en tono misterioso—. Yo voy para allá, quiero una respuesta —declaró—. ¿Quién viene conmigo?
—Yo —contestó Bart, poniéndose en pie, dispuesto no tanto a esclarecer los hechos cuanto a vivir una aventura. Algo para romper la monotonía, como declararía después.
—Yo también —convino Jack Greeson, levantándose. Dio una palmada en el hombro a Teddy Lawrence—. Tú también vienes. —Teddy asintió y bebió rápidamente un sorbo de café. Luego se levantó.
En ese momento Jeb se incorporó y levantó las manos.
—Un momento, un momento —dijo—. ¿A qué parte de Parson’s Road? Es propiedad privada. No podéis subir a la camioneta, presentaros en una propiedad privada e incordiar a un tipo que no conocéis de nada. ¿Cómo sabes que es del gobierno, Carl? ¡Esto hay que discutirlo! —Cuando empezaron a subir el tono de voz, el resto de clientes del café se pusieron a escuchar.
—¿Me estás llamando mentiroso, Jeb? —preguntó Carl a la defensiva.
—Ya sabes que no, lo único que digo es que esto no tiene sentido. No puedes presentarte así en casa de alguien sólo porque crees que podría tener algo que ver con otra cosa. ¡Vas a meternos a todos en un lío! Cuéntanos lo que sabes.
—¡Sé que tiene mapas de la zona de sequía! ¡Sé que merodea por ahí! ¡Sé que desde su llegada han ocurrido un montón de cosas raras y que tiene algo que ver con todo esto! ¿Cuál es tu teoría, Trainor? ¿Que es el hombre del anuncio y ha venido a vender detergentes?
El local quedó en silencio. Carl y Jeb estaban de pie cara a cara y Teddy Lawrence se sentó hecho un manojo de nervios. Grace se acercó a la mesa y Kush se levantó para separar a los dos hombres.
—Bueno, bueno, tranquilos. Estamos en un lugar público y no vale la pena que os peleéis. Jeb, escucha lo que Carl tiene que decirnos. A algunos de nosotros nos interesa.
—Veamos, ¿qué ocurre en Parson’s? —inquirió Grace. Llevaba la cafetera en una mano y estaba dispuesta a vaciarla encima del primero que soltara un puñetazo. Si iban a comportarse como animales en su cafetería, los trataría como tales.
—No pasa nada, Grace —dijo Kush—. No es más que una simple disparidad de opiniones, pero ya está arreglado. ¿Por qué no le sirves a Carl una taza de café?
Alguien intervino desde el otro extremo del restaurante.
—¡Quiero oír lo que estaba diciendo! —Era Debbie Freeman, de la oficina municipal—. ¿Qué has dicho de la sequía? —Su padre había sufrido un ataque el año anterior, en la granja; ahora estaba aprendiendo a andar otra vez, pero hablaba como si tuviera cinco años de edad. Debbie culpaba de eso a la sequía. La gente estaba de acuerdo con ella aunque nadie lo hubiera reconocido nunca. Su padre no era la única persona a quien la sequía había afectado, física y emocionalmente. Varias personas emitieron un murmullo para mostrar su acuerdo. También querían enterarse de lo que Carl decía.
Carl se volvió para dirigirse a todos los clientes del café.
—Vi a un hombre del gobierno merodeando por la propiedad del viejo Mann, donde vive Karen Grange. Está acampado en el manzanal y sólo quiero hacerle una visita y exigirle explicaciones. No sé vosotros, pero yo estoy harto de que me mientan —dijo alzando la voz—. ¡Quiero saber qué están tramando! ¡Quiero saber qué clase de pruebas han estado realizando! —Remarcó la palabra «pruebas», con la esperanza de que el público captara su significado sin más explicaciones—. ¡Quiero saber cuándo van a hacerlas públicas, porque es nuestro pueblo! —añadió con tono sarcástico—. Voy para allá ahora mismo. Quien quiera puede acompañarme. —Se produjo un momento de confusión generalizada y murmullos varios que, en su mayor parte, daban la razón a Carl. Un par de personas se pusieron en pie y se dirigieron a la parte delantera del restaurante.
—¡Un momento! —intervino Jeb—. No sabemos quién es ese tipo. Tal vez sea topógrafo, o quizás un vagabundo que ha acampado, o un amigo de Karen Grange. ¿Por qué no se lo preguntamos a ella? Si está en su propiedad, ella sabrá quién es, ¿no? Kush, telefonea al banco y pregúntale —sugirió.
—Está enferma —informó Leonard Franklin con voz queda, desde la mesa situada junto a la ventana. Todas las miradas se centraron en él—. Hoy no ha ido a trabajar. He pasado por allí a primera hora, a recoger unos papeles.
En la cafetería se produjo un extraño silencio.
—Tal vez ella también esté implicada —sugirió Carl.
Todo el mundo se puso a hablar al mismo tiempo. Algunos decían que iban con Carl, otros que tenían que volver a casa. El nerviosismo aumentaba. Una mujer se tapó la boca con la mano y permaneció sentada, en silencio, con ojos bien abiertos y mirada temerosa.
A Grace le llamó la atención la muchacha que entró por la puerta. Tardó un par de minutos en reconocerla. Miró a la joven y ésta le devolvió la mirada, fulminándola. La joven esbozaba una sonrisa que le confería un aspecto extraño. Parecía una loca. Entonces Grace se dio cuenta de que era la hija de los Whalley. «Se ha hecho algo en el pelo», pensó distraída antes de volver la cabeza para ver el drama que se desarrollaba en su establecimiento.
—Vi los mapas que llevaba —prosiguió Carl—. Bart, Gooner, John Livingston, los Tindal, ¿dónde está Jacob?, todos ellos vieron a un tipo que concuerda con la descripción cerca de la finca incendiada, paseando como si nada. Está ahí, en una propiedad privada, se lleva algo entre manos y quiero saber de qué se trata…
—Yo también lo vi. —Las palabras no se oyeron muy alto, pero la voz tenía una resonancia extraña. Parecía proceder de alguien que hablaba desde un túnel, como los testigos dirían más tarde. Como si hubiera eco. Casi todo el mundo se volvió para ver quién había hablado. Al principio no la reconocieron pero luego, igual que Grace, advirtieron que se trataba de Vida, la muchacha de los Whalley.
—¿Sabes a quién me refiero? —preguntó Carl.
Vida asintió despacio y muy sería. Su compostura resultaba ciertamente rara. Si alguno lo notó, no dijo nada, aunque muchos torcieron el gesto ante su presencia.
—Tenía una… máquina —mintió. Sabía de qué hablaban pese a que no había oído la conversación mantenida antes de su llegada. Notaba la energía que transmitía la multitud, su confusión y desaliento, y todo ello le resultaba agradable.
—¿Una máquina? —inquirió Grace.
—Un ordenador —repuso Vida, jubilosa—. Estaba haciendo algo con él —añadió.
—¡Vamos! —exhortó Carl con decisión, dirigiéndose a la clientela del café, y todos avanzaron impulsivamente hacia la puerta siguiendo a Carl.
De repente, Chimmy Waggles intervino:
—¿Vais a creer lo que dice una Whalley? Para ella mentir es tan fácil como dar los buenos días.
Betty Washington propinó una sonora bofetada a Chimmy Waggles. De inmediato, todo el mundo guardó silencio. Incluso Grace Kushner, que sabía lo que era la violencia familiar, se quedó boquiabierta.
Sin embargo, nadie parecía tan sorprendida como la propia Betty.
—Yo… yo no sé qué me ha pasado. —Se miró la mano, como si perteneciera a otra persona, y luego a Chimmy, confundida—. No quería pegarte, no sé qué… —Eso fue todo lo que pudo decir antes de que Chimmy le devolviera el tortazo. Pero no calculó bien, Betty se agachó y Chimmy sólo le rozó la cabeza. Los vasos que había en la mesa salieron despedidos, golpeando a Charley Blake en el pecho antes de caer al suelo. John Waggles se puso de pie y se dirigió hacia su esposa.
—Pero qué demonios… —farfulló, cuando Lou McGrath se levantó y extendió los brazos para detenerlo.
—No te metas en esto, amigo —dijo Lou con voz queda. Pero a continuación no actuó con tanta delicadeza. Dio un empujón al afligido y delicado hombre con su imponente brazo y John fue a parar encima de la mesa que tenía detrás, con lo que ésta acabó en el suelo junto con lo que sostenía, aparte de derribar a Mary Taylor y Marilyn Jorgensen. A esta última se le levantó el vestido y se le vieron las bragas. Nadie oyó la risilla procedente de la parte delantera del restaurante.
Vida Whalley dominaba la situación.
—Oh, vaya, lo siento, John —masculló Lou y le tendió una mano para ayudarle a levantarse—. No sé qué me ha ocurrido… —John se apartó de él y se incorporó por sus propios medios.
Los presentes, sobre todo los más agresivos, estaban confusos y asustados. Pero a pesar de que los clientes rechazaban la violencia y trataban de controlar sus instintos, las peleas fueron en aumento. Quienes intentaban interceder entre los contrincantes acababan peleando, y las supuestas víctimas también se defendían. Al cabo de unos minutos, el local se convirtió en una batalla campal.
Nadie reparó en los ojos entornados ni en los movimientos discretos pero eficaces de la muchacha en la parte delantera del restaurante. Nadie la oyó reír. Nadie prestó atención cuando empezó a discutir consigo misma. Ni siquiera se dieron cuenta de que se ponía rígida y se agarraba con fuerza al mostrador, como si intentara mantenerse erguida. Para cuando el barullo llegó a su apogeo, ya nadie reparaba en ella.
Luego los contendientes salieron en tromba a la calle.
Henry temía no encontrar a Carl. Pero debía desviarse y pasar por casa de éste. Tenía que asegurarse de que Janet y el chico estaban bien.
La casa estaba vacía. Llamó a la puerta e intentó abrirla, pero la habían cerrado con llave. Los Simpson no solían cerrar la puerta con llave, pero últimamente Carl no se comportaba con normalidad, de lo contrario él no estaría allí mirando por las ventanas y llamando a Janet. Se dirigió a la puerta trasera pero también la encontró cerrada. Entonces empezó a probar con las ventanas.
En la parte meridional de la casa halló lo que buscaba. Habían quitado una mosquitera de una ventana que, a juzgar por las cortinas, supuso que era la del dormitorio. Habían arrancado la rejilla, y la ventana estaba subida hasta arriba. Junto a ella, en el exterior, se veían varias pisadas en la tierra seca. Alguien había salido por allí. Llamó a Janet y a Butch por la ventana abierta, pero nadie respondió. Pensó en ir a buscar una escalera para echar un vistazo al interior, pero supuso que no había nadie en la casa. Las pisadas eran pequeñas, algunas de un par de zapatillas de deporte que supuso pertenecían a Butch. Intuyó que los dos, la mujer y el hijo, habían salido por la ventana, tal vez para seguir a Carl, que era precisamente lo que Henry iba a hacer.
Se preguntó si debía evitar detenerse en el pueblo para dirigirse directamente a casa de Karen Grange, con la esperanza de alcanzar a Carl antes de que cometiera una estupidez.
Supuso que ya era demasiado tarde, pero al menos confió en evitar un alboroto. Sin embargo, nada más entrar en Goodlands un tipo que conducía una camioneta roja le hizo señas para que se detuviera. En aquel momento habría deseado contar con una de aquellas sirenas ruidosas y luminosas para pasar de largo, pero no tuvo más remedio que parar el coche. Los dos vehículos se detuvieron en medio de la carretera y el hombre le habló desde la ventanilla.
—¡Eh! ¡Acabo de pasar por Parson’s! Tal vez deberías acercarte por allí, o llamar a alguien, no sé, pero la carretera está como partida en dos. Es imposible conducir por allí. Yo he pasado entre la zanja y la carretera. Parece un terremoto o algo así —explicó.
—¿Qué?
—Ya te lo he dicho, no sé a quién podrías avisar pero yo me voy del pueblo, si no, te ayudaría. Lo siento, Henry. —El hombre se despidió con la mano y arrancó el vehículo. Henry cerró los ojos durante unos segundos, intentando imaginar qué demonios estaba ocurriendo. No podía entretenerse en hacer una llamada, tenía que salir de allí. Goodlands estaba convirtiéndose en un molesto trabajo a tiempo completo.
Se situó en el carril derecho y condujo a toda velocidad. Aunque no dispusiera de sirena, podía acelerar si era necesario. Entonces echó un vistazo al cielo. Parpadeó dos veces pensando que tenía algo en el ojo o que quizás el sol se reflejaba en el capó. Pero tras frotarse los ojos, comprobó que no era así. Abrió y cerró la boca en una mueca de incredulidad.
—¡Por todos los santos! —exclamó. El velocímetro marcó una velocidad inusitada.
Todavía no lo sabía, pero había cometido su error más grave al intentar cumplir su parte del trato.
Vida había perdido de vista su objetivo y dirigido la energía que le quedaba a la gente. En su estado de desconcierto, no lo consideró un error, aunque veía las consecuencias que acarreaba.
Tambaleante, salió del café rodeándose el estómago con ambos brazos. Tenía el rostro contraído en una mueca de dolor, provocado por la voz.
El gentío que se agolpaba a las puertas de la cafetería se había desmandado. Un grupo de hombres, muchos de los cuales eran amigos desde la infancia, estaba peleando a puñetazos. Varias mujeres lloraban. Grace Kushner intentaba separar a Betty y a Marilyn. Unos aireaban secretos a voces, otros sacaban viejos rencores a relucir, y todos daban rienda suelta a la tensión acumulada durante los últimos cuatro años.
Aunque Vida no ejercía gran control sobre la fuerza que la dominaba, todavía era capaz de dirigirla contra la muchedumbre. Ella también guardaba rencor a esa gente.
Chimmy Waggles tenía la nariz rota. Vida había utilizado a la persona que tenía más cerca para empujarla desde atrás y Chimmy había caído de bruces contra el banco que había delante del café. Vida creyó oír el chasquido de un hueso. La sangre se le agolpaba en las sienes y el ente que la poseía hacía que el corazón le latiera con tanta fuerza que estaba mareada y se sentía incapaz de ordenar sus pensamientos. Le costaba distinguir a las personas que tenía delante, pues se habían convertido en meras formas. El luminoso día de verano estaba oscureciéndose.
Algo extraño ocurría en su interior. Tenía calor, estaba ardiendo, en lugar de la voz había una llama y el eco de un grito le resonaba en los oídos. El cuero cabelludo le apretaba cada vez más el cráneo.
Gran parte de la violencia se había aplacado y la gente estaba de pie formando pequeños grupos que se gritaban acusaciones y discutían animadamente. Alguien llamó «maricón» a Bart Eastly, lo cual, aunque para algunos era un hecho innegable, podía ser o no ser cierto. Bart se quedó perplejo, incapaz de articular palabra. Gooner, su amigo, dio un paso adelante y propinó un fuerte empujón al hombre que lo había dicho, que cayó sentado en el suelo levantando una nube de polvo.
—¡No vuelvas a decirle una cosa así a Bart! —exclamó Gooner. Leonard Franklin se mesaba el cabello con gesto nervioso. Tenía un corte en el labio y la sangre le corría por el mentón a consecuencia del puñetazo que le había propinado en plena boca Ed Kushner, «Kush», el amigo de todo el mundo.
—¿Crees que soy un vago? ¿Crees que soy un vago? —repitió Kush varias veces con la nariz pegada al rostro de Leonard, mientras éste intentaba negarlo.
—Kush, yo no he dicho…
Kush lo interrumpió propinándole un puñetazo. Grace se metió en medio y también recibió, pero no tan fuerte.
—Creo que eres un vago —le dijo Grace—. En realidad nunca he conocido a un hombre tan vago. Eres la persona más vaga del mundo y no puedes ni imaginarte la de noches que me he pasado pensando en una forma de matarte…
Grace y Kush se enzarzaron en otra de sus muchas discusiones maritales. Para ellos no era una novedad, sencillamente habían cambiado de escenario, del dormitorio a la calle, y ella insistía por enésima vez en que la única razón por la que no lo mataba era que ni siquiera valía la pena rellenar el papeleo del seguro.
Vida se encontraba en un mundo propio. Le parecía que a su alrededor todo estaba muy oscuro, aunque tenía los ojos abiertos. Estaba doblada hacia delante haciendo esfuerzos para respirar. La voz le hablaba.
«¡Ya llega! ¡Ya llega!». Era repetitiva e implacable, y Vida, incapaz de resistirse a la furia que la acorralaba y al intenso dolor que le producía, asintió:
—De acuerdo, de acuerdo —dijo. Nadie le dedicó una sola mirada.
Poco a poco, la voz permitió que Vida se incorporara y el dolor fue remitiendo.
«¡El hombre! ¡Coge al hombre! ¡Ya llega!».
—De acuerdo. —De los labios de Vida salían voces distintas, sin embargo, nadie se dio cuenta.
Aunque se sentía exhausta, Vida se irguió. Tenía el pelo enmarañado, los ojos desorbitados, el dolor le impedía moverse con naturalidad, la ira había dado paso a la consternación y su rostro reflejaba el agotamiento que la embargaba. Se tambaleó hacia las personas allí agrupadas.
—Esperad —dijo, alzando la mano. Nadie le hizo caso—. ¡Parad! —insistió. Para entonces sólo podía hablar en susurros. Volvió a intentarlo agitando sin fuerza la mano en el aire. Las lágrimas rodaban por sus mejillas—. ¡Esperad!
Entonces lo sintió, primero en la frente y luego en el brazo alzado. Del cielo cayó una gota que resbaló por su brazo mugriento.
La gente que la rodeaba también debió de notar las gotas, porque se hizo el silencio. Se interrumpieron las peleas y los gritos, los reproches. George Kleinsel permaneció inclinado, con la mano extendida hacia la sierra giratoria que Leonard intentaba impedirle que cogiera. En todas partes reinaba el silencio más absoluto.
Todas las cabezas se volvieron hacia el cielo.
Teddy Lawrence pronunció un desvirtuado «¿Qué?».
Nubes oscuras cubrían el firmamento; flotaban sobre las afueras del pueblo adoptando formas extrañas. Después de mirar al cielo, todos tendieron la vista a distintos puntos de la lejanía con cara de asombro y admiración.
Leonard Franklin, para quien la lluvia llegaba demasiado tarde, sonrió.
Alguien se echó a reír. Nadie habló, pues no había nada que decir.
En cuestión de minutos, las gotas diminutas aumentaron de tamaño y de las alturas cayó un diluvio. Era innegable; era un milagro; estaba lloviendo. Llovía de verdad. El agua llegaba al suelo emitiendo un repiqueteo rítmico y con cada gota la capa de polvo que se había formado durante esos cuatro años se elevaba en forma de nube. El ruido sordo se convirtió en un chapoteo y el asfalto de la calle y el cemento de la acera se oscurecieron debido al baño continuo. Se oyeron más risas. Poco después todos estaban riendo. La cacofonía había pasado de ira a júbilo y el gentío se volvía alegremente hacia el cielo, levantando el rostro con la boca abierta y los ojos parpadeantes debido a las lágrimas que se mezclaban con la lluvia refrescante.
Tom se había agarrado a la lluvia hasta que se le entumecieron las manos, había tirado con sus músculos cansados de los lejanos hilos de las nubes de tormenta desde los lugares más verdes a las afueras de Goodlands, luchando y suplicando hasta que fue acercándolas al centro, donde él se encontraba. Era una figura solitaria y erecta en medio del claro reseco.
Tenía la cara empapada en sudor. Gotas de transpiración se le deslizaban por los labios; primero con un sabor caliente y salado que, al aproximarse la lluvia, se tornó dulce.
No pensaba. Su mente no era más que una imagen del paisaje, no albergaba pensamientos, ni palabras pronunciadas, sólo la cadencia regular de su respiración.
El primer signo de la lluvia fue su sabor. Un sabor fresco y dulce le llenó la boca y la fragancia le subió por la nariz. Entonces se dio cuenta.
Poco después se liberó de todo. La puerta se abrió.
Primero se produjo un enorme estruendo en el cielo, hacia el oeste, seguido de un rayo cuya vibrante potencia le hizo estremecerse. La trepidación fue aumentando y se apoderó de él. El siguiente chasquido procedió del norte, como si fuera un eco del primero. Tom sintió que algo se le escurría entre las palmas de las manos. Era como si tiraran de él. Abrió los ojos, miró a lo alto, y vislumbró la naturaleza propia de los cielos, los nubarrones en movimiento que parecían acudir a cercarle. De repente se asustó e intentó mantener el control, que sentía escapársele de las manos.
Las nubes avanzaron de forma terrible y, ante sus ojos, rodaron y retumbaron cada vez más rápido, hacia el centro, hacia él…
Perdió el control. Sintió en las manos un fuerte tirón que estuvo a punto de arrancarle los brazos, como un látigo desgarrando la piel.
Se abrió la puerta y la lluvia cayó de forma espontánea, con furia y violencia, como si hubiera anhelado ese momento.
Tom no podía modificar su propia actuación. Se quedó igual que había estado toda la mañana: ojos levantados, aunque ahora abiertos, hacia el cielo, el cuerpo rígido e inflexible, músculos en tensión, manos alzadas pero suplicando su poder, el poder del cielo, con las palmas hacia arriba. Las nubes avanzaban y retumbaban, cada vez más deprisa. La luz casi desapareció cuando taparon el sol; el aire que lo rodeaba se tornó pesado, casi irrespirable, la humedad se le adhería al rostro, sobre todo alrededor de la nariz y la boca, y le recorría la cara. Los truenos retumbaban en sus oídos y eso era lo único que oía. El estruendo era suficiente para ahogar su respiración y el palpitar de su corazón.
La primera gota cayó sobre Tom. Echó la cabeza atrás y gritó.
Lo único que Karen oía era el embate de la lluvia. Estaba rodeada por un clamor de sonidos terrestres, altos y abrumadores. Salió al claro desde su escondite entre los árboles justo cuando Tom gritó con los brazos levantados y los puños cerrados. Emitía un sonido gutural, profundo y primitivo; ella lo percibía en su propio interior.
Tom se volvió hacia Karen como si supiera que había estado allí todo ese tiempo. No hubo sorpresa en su mirada, sólo reconocimiento. Poco a poco esbozó una sonrisa, igual de instintiva que el grito dirigido a los cielos.
Ella notó que la perforaba con su mirada ardiente. La lluvia la había empapado, el pelo se le había adherido al rostro y al cuello, la ropa al cuerpo, lo cual la hacía sentirse desnuda. Levantó la mirada al cielo y cerró los ojos dejando que la lluvia la bañara, abriendo la boca para beberla.
Cuando lo miró de nuevo, Tom tenía el brazo extendido hacia ella, a modo de invitación.
Karen recorrió la distancia que los separaba y extendió los brazos. Cuando lo tocó, él la cogió por la cintura, la apretó contra su pecho y sumergió el rostro en su cuello, para lamerle la lluvia.
Karen traspasó una línea imaginaria y se abandonó a su suerte.
Sus bocas estaban en contacto y entonces ella probó su sabor. Era fresco como la lluvia y húmedo.
Tom la abrazaba con fuerza. Karen le pasó las manos por la piel, por la espalda musculosa y fuerte, húmeda y resbaladiza debido a la lluvia, aunque él despedía un calor febril. Tom le traspasó esa calidez y la lluvia se encargó de refrescarlos. Despedía un aliento caliente, las manos con que la sujetaba por la espalda le transmitían el calor. Karen anhelaba sentir ese calor sobre su piel. Trató de arrancarse la ropa; no quería separarse de él pero necesitaba sentir el palpitar de su corazón, como el azote de la lluvia sobre su cuerpo.
Se habían abandonado a los sentidos: las manos, las bocas, el gusto, el tacto. Se tumbaron en el suelo mientras la lluvia los bañaba y los truenos retumbaban en el cielo.
Él pronunció una sola palabra.
—Karen —susurró y fue como el estruendo proveniente de las nubes.
Henry Barker detuvo el coche en medio de la calle principal, donde se habían congregado todos los habitantes del pueblo. Parecían una colección de estatuas con la cabeza echada hacia atrás y las manos extendidas mientras la lluvia caía sobre ellos. Se apeó del coche y se quedó en la calle, a unos seis metros de la multitud. No intentó acercarse ni unirse a ellos. Aquél era su momento. Observó la escena junto a su coche y, a excepción del repiqueteo continuo de la lluvia en el capó y el asfalto, el silencio era total.
Contempló a la gente mirando al cielo y así fue como reparó en la muchacha.
Ésta se separó de la muchedumbre dando vueltas, tambaleándose aturdida. Se tapaba la cabeza con las manos, pero el pelo le cubría la cara y Henry no veía quién era. Instintivamente dio un paso adelante dispuesto a ayudarla. De pronto, la muchacha bajó las manos y profirió un grito animal, mezcla de frustración y rabia. Se tiró del pelo chillando hasta que se le puso la cara roja como si estuviera asfixiándose.
La gente lo oyó. Apartaron de mala gana la mirada del cielo y observaron a la muchacha, aunque nadie se movió. Contemplaron la escena, confusos, incapaces de romper el hechizo con que la lluvia los había envuelto. Miraron una y otra vez. Henry todavía estaba con el brazo extendido, pero observaba a Vida boquiabierto, incapaz de moverse, mientras ella giraba, daba traspiés y se tambaleaba sin dejar de gritar como una posesa. La joven corrió en círculo hasta que su cuerpo cayó al suelo. En realidad, no cayó, sino que, como más tarde Henry explicaría a su mujer, parecía que la habían empujado, dada la fuerza con que golpeó el suelo, aunque nadie le había puesto las manos encima. Tampoco entonces Vida se detuvo, sino que siguió retorciéndose como si sufriera un horrible dolor, agarrándose el estómago mientras profería una serie de sonidos ininteligibles.
—¡Que alguien la ayude! —exclamó de repente una mujer que se encontraba entre el gentío. Henry ya corría hacia la muchacha, que se retorcía en medio de la calle, entre la tienda y la cafetería.
La cogió del brazo. La muchacha alzó la cabeza del pavimento, perforó a Henry con la mirada y un grito gutural e inhumano rasgó el ambiente.
«¡Suéltala!». Henry le soltó el brazo, asustado. Al hacerlo, los ojos de la joven, tan turbios e inconscientes de lo que se desarrollaba a su alrededor, se despejaron por un momento y lo miraron.
A él le pareció una súplica.
La cabeza de Vida se levantó y cayó con fuerza contra el cemento. Se oyó un golpe seco y espantoso y Henry retrocedió horrorizado cuando la cabeza volvió a golpear el suelo, y de la boca de la muchacha salió una ráfaga de aire seguida de una extraña nube de algo que Henry pensó que era humo. Luego se quedó inmóvil y la rigidez y el dolor de su rostro fueron desapareciendo, como si se hubiera quedado dormida después de una pesadilla.
Henry se inclinó hacia ella y le buscó el pulso en la garganta. Notó un ligero latido bajo el dedo pulgar que acabó apagándose.
Estaba muerta. Henry tardó unos segundos en darse cuenta de quién era, dada la gran diferencia existente entre la muchacha que yacía inmóvil en la calle y la adolescente airada y descarada que él recordaba. Pero se trataba de Vida Whalley. Le colocó la mano en la mejilla para girarle un poco la cabeza, ladeada sobre el pavimento, y verle bien la cara, pues no podía creer que fuera ella. Al hacerlo, los labios de la joven se separaron.
De ellos surgió otra humareda que pareció arremolinarse alrededor de la boca. Henry aguzó la vista. No era humo, sino polvo. Una nube de polvo gris y seco.
—¡Ah! —Horrorizado, Henry retrocedió y apartó la mano de golpe, mirando a la muchacha. Sintió náuseas. Dirigió la vista a la gente, que ya empezaba a volverse para marcharse. Nadie más parecía haber notado lo ocurrido, nadie se mostraba interesado por la muchacha que yacía en el suelo.
Las personas allí congregadas apartaron de ella la mirada, despacio y con cierta inseguridad, algunos con expresión de culpa y asco, y siguieron contemplando el cielo que tan acogedor les parecía.