Tom despertó justo antes del amanecer. Permaneció inmóvil durante un buen rato, boca arriba, contemplando el cielo. Cuando el añil de la noche dio paso a la luz del día, volvió la cabeza a un lado y, a través de los árboles deshojados, observó la salida del sol.
El sol marcaba una línea resplandeciente en el horizonte. Poco a poco, aunque el cambio resultaba prácticamente imperceptible, la noche acabó desapareciendo. Con ojos entornados, Tom contempló cómo el sol lanzaba oleadas de luz, como llamas que apartaran la oscuridad y la disiparan. Ocre, rojo, siena, el ocaso a la inversa, más rápido, el cielo cambió por completo en cuestión de minutos… Había presenciado amaneceres en todo el país, desde California hasta Nueva York. Había visto la salida del sol en Virginia, Florida, Tejas. Cada lugar era bello a su manera.
Pero en Goodlands el sol parecía surgir como un monstruo, no se limitaba a salir sino que arrollaba la tierra, abatiéndose sobre ella como un buitre. Una belleza negra arropada por la luz. Al mediodía el calor resultaría insoportable.
Al mediodía él esperaba que estuviese lloviendo.
Cerró los ojos y envió sus sondas mentales. La lluvia no estaba allí. Más allá de Goodlands, alrededor del pueblo, había lluvia y nubes. Las presentía. Había lluvia. No demasiado lejos, se dijo. Extrajo el mapa arrugado de la mochila y lo desplegó en el suelo delante de él. Recorrió con los dedos la línea negra que delimitaba los límites de Goodlands.
Había dormido profundamente, pero no había soñado nada.
Las horas de sueño tampoco habían conseguido erradicar la sensación de inevitabilidad y fatalidad. Se levantó y se quedó en el centro del claro, de forma que los árboles no le obstaculizaran la visión del cielo. De repente era de día. El día…
Liberó su mente de todo pensamiento superficial. Cuando los árboles, la casa situada a varios cientos de metros a su derecha, Karen, su pasado, y la tierra reseca que lo rodeaba desaparecieron y lo único presente eran él y el cielo, se sintió preparado.
Empezó con una imagen de Goodlands.
Cerró los ojos y, desde lo más recóndito de su mente, conjuró imágenes de los límites del pueblo cuando los había recorrido. Lo hizo concienzudamente, de forma metódica, hasta que se encontró recorriendo ese trayecto mentalmente. Arbustos, verjas, carreteras, caminos polvorientos y pedregosos se transformaron en imágenes del comienzo y el fin de Goodlands.
A lo largo del camino, el recuerdo de cómo había percibido la tierra, el polvo, el aire, el cielo y el sol pasó a formar parte de la imagen, hasta que ya no eran figuraciones de su mente sino olores, sonidos, sabores, voces, texturas, todo ello en el contexto del cielo que envolvía aquellos lugares, conjurados en relación con la gota de lluvia más cercana.
Cuando Tom controló todo el pueblo en su mente, alzó todavía más los brazos.
Habían pasado más de ocho horas desde que Vida Whalley entró por primera vez en el viejo edificio abandonado de la propiedad situada en diagonal con respecto a la casa Mann. Llevaba dieciséis horas sin comer. El sueño la había vencido brevemente, pero había sido poco profundo y agitado. Estaba sedienta, la garganta le ardía. También tenía hambre. La ropa que hacía tres días que vestía estaba llena de polvo y suciedad. Se había hecho un siete en la falda con un clavo suelto que sobresalía de la verja de la finca de los Revesette, cuando dejó escapar a los caballos. Su cuerpo era una maraña de cardenales, arañazos y manchas, y tenía el corte de la palma de la mano enrojecido e hinchado.
Su abundante melena azabache estaba despeinada y enmarañada, cubierta con una capa de mugre. Tenía ojeras y los ojos hinchados debido a la falta de sueño. Lo que más destacaba de su aspecto era la expresión salvaje de su rostro, rematada con una media sonrisa, sagaz y cruel. Por derecho propio, Vida tenía una mirada que infundía temor entre los vecinos del pueblo, incluso sin la fuerza, sin la extraña entidad que moraba en su interior.
Empezó a dolerle un arañazo en la barbilla que no recordaba haberse hecho. Se lo acarició distraídamente.
Se había quedado dormida como en defensa propia, su cuerpo necesitaba descansar aunque su mente no se lo permitiera. En realidad, no era del todo su mente porque Vida no estaba sola.
Las dos entidades se peleaban en el interior de un solo cuerpo. Por la mañana Vida había dejado de comunicarse con la otra, aunque no podía dejar de escucharla. Durante toda la noche aquella entidad había atormentado a la muchacha con imágenes de rabia encarnizada. La voz conectaba la furia que Vida poseía por sí sola con el lugar que se encontraba al otro lado de la calle y el hombre que estaba allí, hasta que el corazón de Vida latió a su mismo ritmo y todo se hizo invisible menos lo que tenía delante.
Entonces estuvo preparada para actuar.
Pasadas las ocho de la mañana, Vida salió al patio del viejo edificio en el que había pernoctado. Los años de abandono habían hecho que las baldosas de cemento que formaban la acera estuvieran llenas de matojos. La sequía se había cobrado su precio, sólo quedaban tallos y hojas secas que ocultaban los escombros del edificio y la basura que había acabado en el patio procedente de la carretera. Vida parpadeó al percibir la luz del sol.
Cuando se movía, el estómago le gorgoteaba. La voz competía con el vacío de su vientre llenándole la cabeza de imágenes.
Vida caminó con cuidado sobre las baldosas de cemento en dirección a la carretera, dando pasos melindrosos y pequeños, como una marioneta. Junto al edificio había un camino de grava, también abandonado a la maleza. La grava se había clavado en el suelo debido a años de tráfico, pero seguía resultando visible. Los arbustos que rodeaban el camino y el edificio ofrecían un mínimo de protección.
Se detuvo al final del camino y miró hacia la casa Mann. Había un Honda rojo en el camino de entrada, el coche de la banquera. Estaba cubierto por una gruesa capa de polvo, como todo en el pueblo. El jardín delantero de la casa estaba vacío y en silencio. Las cortinas de las ventanas estaban corridas. No había movimiento alguno. A esa hora la carretera también estaba desierta y no soplaba ni pizca de brisa. Así pues, la calma y el silencio que presentaba el lugar parecían más característicos de la noche que del día, de no ser por el brillo cegador de la luz del sol. No veía nada más; ni al hombre ni a la banquera. Sólo el coche y la casa haciendo guardia.
Vida entró en Parson’s Road y echó a andar lentamente hacia la casa. Su rostro reflejaba la ira que sentía desde que se había despertado. El polvo que levantaba al andar formaba una nube a su alrededor. La única nube visible en Goodlands.
La voz no cesaba de susurrarle: «Encuéntralo, encuéntralo». Cuando no pudo soportarlo más, Vida habló de nuevo aunque su garganta no emitió sonido alguno.
«Cállate», le dijo sonriendo a la voz. La perspectiva de lo que le aguardaba empezó a enroscarse en su interior como la calidez de un gato. La ira ardiente que la embargaba le producía satisfacción. Se sentía bien. Se lamió los labios, aunque tenía la lengua prácticamente seca. Lo que ocupaba su interior tiró de algo. Fuera lo que fuera, le hizo daño y Vida cerró los ojos durante un segundo, al tiempo que su andar se hacía vacilante. Luego, como si nada hubiera ocurrido, avanzó con determinación. La voz y el dolor se habían calmado temporalmente.
—No me hagas daño —le advirtió Vida con enfado, esta vez en voz alta.
No tardó más de un par de minutos en llegar al final del camino de entrada donde estaba estacionado el Honda. Durante ese tiempo no había pasado nadie ni había salido nadie de la casa. Así pues, nadie la había visto. Todo seguía tranquilo.
Hizo un alto en el camino para echar un vistazo a su alrededor, pues se sentía de nuevo insegura. Sabía lo que se esperaba de ella, pero ignoraba cómo debía actuar y si cumpliría todos los mandatos de la voz.
El exterior de la casa no tenía nada especial. Estaba pintada de blanco y otra mano de pintura no le habría ido mal, aunque aún podía aguantar un año o quizá dos. La pintura no estaba desconchada ni desprendida, pero el color había perdido su brillo natural. Alrededor de las ventanas y del marco de la puerta había un borde azul claro. El porche de madera era de color gris, al estilo de las casas antiguas, y era lo que se encontraba en peor estado. Los tres escalones que conducían a la casa estaban desgastados allí donde sus habitantes posaban los pies al subir y al bajar, quizá varias veces al día. Probablemente los escalones traseros por donde entrarían las visitas estarían peor. Ella entraría por la puerta delantera.
La casa era normal y corriente. ¿Qué podía albergar en su interior que asustaba al poder, que hacía que la voz fuera tan insistente y angustiosa? ¿Acaso él se encontraba dentro?
De pie junto al coche, tuvo un repentino ataque de lucidez y se detuvo. Se llevó la mano a la boca y se apretó el labio con los dedos. Rápidamente dirigió la mirada a la puerta, a las ventanas, a la parte posterior, hasta donde alcanzaba a ver. Detrás del coche distinguía el comienzo de una arboleda cuyos manzanos estaban desnudos de hojas y frutos.
«¡Hazlo!».
—Cállate —le susurró Vida a la voz, aunque nadie podía oírla.
Se agazapó detrás del coche mientras su mente se preguntaba por qué estaba allí y qué iba a hacer.
La voz no le resultaba de gran ayuda.
«Encuéntralo», le ordenaba. Vida no sabía qué debía hacer en caso de encontrarlo. El hombre al que hacía referencia la voz no era más que una figura vaga que había seguido. No sabía qué aspecto tenía, sólo conocía la silueta de un hombre al que no deseaba acercarse. Percibía esa silueta como la imagen de algo que podía hacerle daño, como los niños cuando son conscientes de que el horno quema, el cuchillo corta y de que las escaleras son peligrosas. Aunque él no estuviera dentro de casa, podía haber otra persona. En vista del coche aparcado en el camino de entrada y de lo temprano del día, Vida sabía que era lo más probable.
Podía obligarles. Vida sonrió con crueldad. ¿Obligarles a hacer qué? Podía obligarles. Podía obligarles a hacer cualquier cosa.
No conocía a la banquera. La había entrevisto andando del banco al coche, pero siempre de lejos. Lo único que recordaba de la mujer era el pelo, oscuro como el de Vida, pero liso y suave; y la ropa, como las de las revistas de moda, a años luz de lo que ella podría llevar. Limpia, arreglada, bien alimentada, así era la banquera. ¿Qué la obligaría a hacer? Tal vez verla revolcándose en la suciedad. Pero ¿hacerle daño? La mujer ni siquiera la había mirado una sola vez. Por muy retorcida que fuera la moralidad de Vida, el hecho de que alguien tuviera dinero no le parecía razón suficiente para hacerle daño.
La casa y el coche estaban a años luz de lo que Vida podría llegar a poseer en toda su vida. El pequeño coche rojo no era nada lujoso por muy deportivo que pareciera. Vida sabía que no alcanzaba velocidades vertiginosas. No era más que un coche, un modelo antiguo, aunque estaba nuevo. La casa era como las que tanto abundaban en Goodlands, Weston, Fargo o en cualquier otra población de la zona triguera. No resultaba tan distinta de la de los Whalley, si éstos la hubieran pintado y reparado alguna vez durante los últimos veinte años. De hecho, la casa de los Whalley era más grande, ya que tenía dos plantas.
Vida no guardaba rencor a la banquera, pues apenas la había visto (en realidad, no había razón alguna para temerla o preocuparse por ella). Si la mujer no se entrometía entre ella y el hombre, Vida no le haría daño. La voz no le había dicho nada al respecto.
Se agachó como pudo detrás del Honda rojo y notó que los tobillos le dolían. La voz seguía insistiendo. Vida se rascó la costra que había empezado a formársele en el corte de la mano y le salió sangre.
El césped, aunque seco, estaba recortado como el de las demás casas del pueblo. En casa de los Whalley nunca lo habían segado, al menos que ella recordara. Los hierbajos servían para ocultar la porquería que habían ido apilando frente a la casa con el paso de los años: los radiadores de coche, los rollos de cable, las cuerdas, los alambres; las bolsas de basura que sorprendentemente nunca llegaban al contenedor; las incontables botellas de cerveza que yacían fuera del alcance de quien estuviera tan desesperado y sediento como para ir a la tienda a fin de que le abonaran los cascos; prendas de vestir: gorras y guantes que caían de siluetas tambaleantes cuando regresaban a casa ebrias en pleno invierno, calcetines y ropa interior de los borrachos que los hermanos llevaban a casa; tapones de cerveza, colillas, cristales rotos, envoltorios de caramelos y excrementos de perro, todo ello enterrado bajo el resto de escombros del jardín. Luego estaba la diferencia geográfica. La casa de Vida se encontraba en el otro extremo del pueblo, en el lado «malo». La casa de la banquera era respetable. Por muy parecidas que fueran con respecto a sus características arquitectónicas, la casa de Vida estaba muy lejos, literal y figurativamente, de la pequeña casa de la banquera. Vida no quería entrar en ella.
No sería como colarse en el patio de los Watson y vaciar los depósitos ni como agrietar el camino de entrada de los Greeson. En primer lugar, conocía a esas personas y tenía sus razones para actuar de ese modo. Además, no tenían tantas cosas que la diferenciaran de ella: un baño, un sueldo y un par de calles. La banquera, por el contrario, formaba parte de Ellos. Representaba una autoridad, una puerta cerrada que sólo se abría en ciertas circunstancias.
La emoción de Vida ante el poder, ante la posibilidad de desquitarse, inimaginable hasta entonces, había disminuido. En esos momentos deseaba volver a casa. Pero antes de poder hacerlo tendría que cumplir su misión. Satisfacer el deseo menguante de agresión de la voz y de sí misma.
Entonces oyó algo.
Como de costumbre el despertador de Karen sonó a las seis y media de la madrugada. Durante los diez minutos de más que se otorgaba, se colocó boca arriba y recompuso sus pensamientos.
No recordaba haber tenido ningún sueño hasta momentos antes de que sonara el despertador. Entonces soñó que se encontraba en el parque de atracciones, en la noria. La tierra era una imagen confusa y temblorosa, como si no estuviera allí, como si la viera a través de una niebla que nunca llegaba a aclararse. No sentía vértigo ni el estómago revuelto, sólo una emoción estimulante.
Tomó una ducha, se secó el pelo con el secador y se vistió de acuerdo con la tarea que iba a desempeñar, deshacer el jardín de rocalla, vestida con unos pantalones vaqueros y una camiseta.
Telefoneó a Jennifer a su domicilio y le dijo que no acudiría al banco. Acto seguido, llenó la cafetera y la puso en el fuego. Cogió un tazón de la alacena.
Miró por la ventana, al tiempo que daba golpecitos en la encimera en espera de que saliera el café. Secó los restos de agua del mármol e intentó recordar dónde había guardado los guantes de jardinería. Volvió a mirar por la ventana. Entonces apretó los labios y pensó en el beso.
No había rastro de Tom en el patio y no veía nada a través de los árboles. Karen se sirvió un café y salió de la casa para enfrascarse en la ardua tarea de destruir la monstruosidad que ocupaba una esquina del jardín. Al salir, lo primero que hizo fue alzar la vista al cielo. Estaba completamente despejado.
Karen esperó.
Vida volvió la cabeza al oír el ruido y engarfió los dedos, con todo el cuerpo alerta. Permaneció agazapada tras el Honda, aguzando el oído para tratar de identificar el sonido.
Era el de una puerta al abrirse y cerrarse. Al principio le costó distinguirlo por lo familiar e inocuo que resultaba, era como cuando uno está tumbado en la cama sin dormir e intenta identificar todos los sonidos que oye, mientras se pregunta si el ronroneo cansino del frigorífico es el gruñido apagado de un animal malévolo.
Pero no era más que una puerta. Una puerta de madera de la parte posterior de la casa que alguien había abierto y cerrado. Luego oyó pasos en la escalera.
Intentó dar un significado a todo ello. Si alguien había abierto la puerta, dedujo que alguien había salido.
Se incorporó con cuidado e intentó ver a través de las ventanillas polvorientas del Honda. Nada se movía en el espacio situado entre la esquina de la casa y la arboleda cercana.
Todo había recobrado la quietud anterior. Esperó con impaciencia dejando que su mirada vagara una y otra vez entre uno de los lados de la casa y los árboles, pensando que, en cualquier momento, el hombre o la mujer se dirigirían desde la parte trasera al camino de entrada y, por último, al coche.
Si eso ocurría, les haría daño. Por encima de todo apreciaba el elemento sorpresa, sus propias decisiones. Pero no apareció nadie.
Al cabo de un rato, acabó convenciéndose de que no había oído ningún ruido. Volvió a pensar que tendría que subir la escalera que conducía a la puerta.
Sorprendentemente, la voz estaba callada, o quizás amortiguada por el veloz palpitar del corazón de Vida. Sólo notaba aquella fuerza apremiante que no la abandonaba. A pesar de no oír la voz, seguía sintiendo la imperiosa necesidad de encontrar al hombre.
No hubo ningún momento de resolución, de revelación. Todo se redujo a los retortijones de estómago, a la continua sensación de que debía actuar. Al final se puso en pie y se acercó a la puerta, deteniéndose sólo un momento al pie de la escalera del porche antes de subir. Cuando nadie respondió a su segunda llamada, tiró de la puerta mosquitera y vio que estaba abierta. Agitó la manecilla de la puerta interior. No se le resistió.
Entró en la casa.
Karen había sacado la reducida colección de útiles de jardinería del cuartucho que tenía en la parte posterior de la casa. Contaba con una azada, una pequeña pala y otra herramienta sin mango.
El sol apretaba y le daba de lleno en la espalda, aunque sabía que a medida que avanzara el día aún haría más calor. Se preguntó si en el claro hacía el mismo calor.
De tanto en tanto se tomaba un descanso y bebía un poco de café, que se mantenía caliente bajo el sol. No había desayunado nada sólido y el café le daba ardor de estómago. Se sentía sorprendentemente activa a pesar del calor. Dentro de un rato, entraría en casa a coger un sombrero.
En general Karen sólo pensaba en la lluvia: cómo se sentiría cuando llegara, cómo sonaría al empapar el suelo, la tierra dura y seca; cómo se levantaría el polvo con cada gota, el fresco salpicar en contacto con su rostro, sus manos, sus tobillos. Imaginaba lo distinta que sería su vida a partir de entonces, cómo se sentiría cuando todo recuperara su verdor, cuando no hubiera que transportar agua cada semana, cuando pudiera ducharse sin tener que cerrar el grifo para enjabonarse y abrirlo el tiempo justo para aclararse y lavarse el pelo (y también qué aspecto presentaría el invocador de lluvia cuando todo hubiera acabado; qué aspecto tendría al marcharse, visto de espaldas).
Cerró los ojos e imaginó que sentía el ritmo ligero de las gotas en la cara, el agua cayéndole por el cabello y recorriéndole el cuerpo. Imaginó qué sabor tendría el agua, similar al dulce frescor del cazo que su padre le daba para beber del barreño de lluvia.
Volvió a inclinarse hacia el suelo y eliminó la capa de tierra seca que rodeaba una de las rocas más grandes, a fin de poder arrancarla. De vez en cuando miraba al cielo y echaba vistazos a la arboleda, pero no vio nada en ninguno de los dos sitios.
En el rayo de sol que Vida hizo entrar en la casa flotaban motas de polvo. Por unos momentos le cegó el contraste entre la oscuridad y la claridad y, mientras esperaba que se le acostumbrara la vista, durante un instante la embargó por completo un terror no mitigado por la voz ni por la razón, y deseó marcharse. Asió el pomo de la puerta con tanta fuerza que se le pusieron los nudillos blancos.
Pero no ocurrió nada. Mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra, echó una ojeada a la curiosa sala de estar de la banquera, aunque sólo percibió las sombras silenciosas del mobiliario. En la casa reinaba una calma tan sólo interrumpida por su respiración entrecortada.
Soltó el pomo y se sintió un poco mejor. Empujó la puerta para cerrarla casi por completo. Un haz de luz se filtró a través de la rendija, y se dio cuenta de que se encontraba en un pequeño recibidor. Delante de ella, a la derecha, había un armario. Pasó junto a él y entró en el salón.
La sorpresa hizo que de momento se quedara sin respiración.
La sala de estar era hermosa, como las de las revistas.
Abrió bien los ojos y recorrió el salón con la mirada, inmóvil y boquiabierta. Por todas partes había algo digno de admiración.
Vio un cofre frente a la ventana, encima del cual había un mantel de encaje bajo un juego de té de plata que relucía hasta en la penumbra de la estancia. Junto al cofre había una butaca con tapicería de cachemira y, al lado, una mesa, casi igual de alta, con una delicada lámpara en forma de tallo y una pequeña fotografía enmarcada en un marco de plata a juego con el servicio de té. El centro del salón estaba ocupado por un sofá y una mesita de la misma longitud. En casa de los Whalley el sofá estaba arrinconado contra la pared, como en la mayoría de las casas. Sin embargo, aquí la ubicación del sofá no resultaba extraña o equivocada, parecía estar hecho para ocupar el centro de la estancia.
En el suelo había una alfombra redonda con uno de los extremos bajo el sofá y encima de ésta otras dos sillas a juego, separadas por una mesita baja y cuadrada. Sobre la mesa se apilaban varios libros voluminosos junto a un jarrón enorme lleno de flores de seda. Había más fotografías enmarcadas, de tamaños distintos, todas ellas en perfecta armonía aunque no combinasen entre sí. También vio una especie de escultura o figura alta y negra, que Vida no era capaz de identificar, en una esquina de la mesa.
La mujer lo tenía todo. Estaba rodeada de belleza y riqueza, aunque no se tratase de grandes tesoros, pero era lo que Vida consideraba riqueza.
No había nada fuera de lugar, todos y cada uno de los objetos parecían estar en su sitio. Nada se había dejado al azar. Incluso las revistas estaban desplegadas a propósito en abanico sobre la mesita situada junto al sofá. No había papeles ni suciedad, ningún cepillo en medio de la mesa, ninguna lata de cerveza, ninguna pila de periódicos, ningún cenicero atestado de colillas, ni siquiera uno limpio, ningún vaso ni marcas de ellos en las mesas, ningún pelo de perro, ni una mota de polvo.
Era perfecto.
Vida, en el centro del salón, rodeada de los símbolos que definían la vida de otra persona, se sintió ofendida. De repente, la indignación se apoderó de ella: aquello era injusto.
«Pero todo tiene arreglo».
Profirió un grito y pasó rápidamente el brazo por la mesita baja que servía para el café, y en la que apostaba que ninguna taza había dejado nunca un cerco.
Las revistas, las fotografías enmarcadas y el jarrón de cristal cayeron al suelo con gran estrépito. Las revistas resbalaron sobre el parqué encerado. Los cristales rotos salieron despedidos en todas direcciones.
Levantó la mesa por un extremo, pero esta no se rompió, aunque emitió un fuerte estruendo.
El hecho de que la mujer que vivía en la casa tuviera de todo no era más que una casualidad de la vida.
«Esto también es una casualidad», pensó Vida mientras cogía una de las butacas y la levantaba lo más alto posible para luego lanzarla con fuerza contra el suelo, que pareció temblar. Una pata de la butaca se astilló con un chasquido, pero la pata no se desprendió. La butaca cayó contra una estantería y los libros se vinieron abajo.
La energía del salón disminuyó con la destrucción. Vida tiró de la parte superior de la estantería hasta que se ladeó y cayó. Los libros, figurillas y más fotografías acabaron desperdigados por el suelo. Una estatuilla de porcelana que representaba una muchacha perdió la cabeza y la falda le quedó hecha añicos. Vida rió tontamente, encantada.
Levantó el pie, lo suspendió sobre la diminuta cabeza de la figurita y, con un movimiento premeditado, la aplastó. Aplicó todo su peso y escuchó el crujido con satisfacción.
Atravesó la estancia destrozando los recuerdos de una vida que nada tenía en común con la suya. La energía que despedía era rabia, su rabia personal, distinta por primera vez en varios días de la voz interior, una voz que sorprendentemente seguía callada y, por las trazas, se mantenía expectante.
Al principio, a Karen le pareció oír el motor de un vehículo, un sonido procedente de la parte de la casa. Dirigió la mirada hacia el Honda y la carretera que había detrás. Aguardó un instante para escuchar. Dejó de golpear las rocas con la azada y la sostuvo en alto, separada de su cuerpo como una lanza. Esta vez oyó el ruido del cristal al quebrarse y supo que procedía de su casa. Luego le pareció oír un sonido humano, un grito de triunfo.
Sin saber por qué miró hacia el claro. Entornó los ojos e intentó ver más allá de los árboles. Como el sol aún no estaba en su punto álgido, la luz le cegaba la vista y no vio nada. Oyó otro grito desde el interior.
Soltó la azada y, sin preocuparse de quitarse los guantes, dio unos pasos hacia la casa.
Oyó otro estrépito proveniente de la vivienda, el sonido de algo grande al caer. Karen echó a correr.
Cuando llegó a las escaleras del porche, tenía la certeza de que había alguien dentro y que estaba ocurriendo algo horrible. Sin dudarlo, sin pararse a pensar de qué podía tratarse, Karen abrió la puerta mosquitera y entró rápidamente. Bajo la tenue luz de la sala de estar sólo distinguió la silueta pequeña e irreconocible de una mujer o una muchacha, con los brazos en alto, sosteniendo algo por encima de su cabeza.
—¡Detente! —exclamó Karen—. ¡Para!
La mujer estaba de espaldas a ella y sostenía el pesado cofre de roble para la cubertería de plata de Karen. Al oír el grito, la mujer se limitó a volver ligeramente la cabeza y Karen advirtió la curva que formaba su sonrisa en una de sus mejillas. Acto seguido, la caja se desplomó sobre el suelo, las bisagras cedieron y las piezas de la cubertería salieron despedidas en todas direcciones.
Karen se llevó las manos a la boca, horrorizada, contemplando la cubertería esparcida por el suelo. Cincuenta y seis piezas sobre el brillante entarimado, cubierto de escombros en toda la superficie del salón.
Se puso a gritar.
—Pero ¿qué haces? ¡Basta!
La mujer se volvió con violencia y se situó frente a Karen, balanceando los brazos en el aire. Karen dio un paso atrás para observarla, ya que la mujer se había colocado bajo el arco que separaba el salón de la cocina.
Era un monstruo. La cara enrojecida y brillante por el sudor estaba enmarcada por una maraña de pelo. Tenía los ojos inyectados de sangre y surcados de venitas. Llevaba el cuello y las manos sucias y el vestido, si es que podía llamarse así, estaba manchado y rasgado. Presentaba el aspecto de un animal recién salido de una oscura guarida.
El monstruo sonrió con satisfacción y soltó un grito de triunfo.
Karen se dio cuenta de que era muy joven. Todavía no era una mujer ni tampoco un monstruo, sino una muchacha.
—¡Ahora no hay más que porquería! —afirmó ésta, poniendo los brazos en jarras—. ¡Porquería, porquería, porquería! —exclamó, resaltando cada palabra con un puntapié a las piezas de la cubertería, a los fragmentos del cofre, a un marco de fotografías. En aquel momento sólo se oía la respiración de la muchacha, repleta de emoción y agotamiento. Su aspecto era intimidante.
Karen, abrumada al ver el destrozo del salón, recorrió la corta distancia que la separaba de la muchacha, que retrocedió, sorprendida por el repentino movimiento. Su sonrisa desapareció al instante.
—¿Cómo has podido…? ¿Quién eres? —inquirió Karen, moviendo los brazos como si quisiera abarcar todo el salón—. ¿Por qué?
Sin dejar de jadear, la muchacha le devolvió una mirada inexpresiva.
—Voy a llamar a la policía. —Karen se inclinó hacia donde suponía que estaba la mesita, pero vio que había desaparecido.
Sin apartar la mirada de Karen, la muchacha se agachó y cogió el teléfono del suelo. Arrancó el cable del receptor y se lo tendió a Karen con afectada amabilidad. El cable estaba colgando.
—Aquí tienes —susurró—. ¡Llama! —exclamó de pronto, y se echó a reír.
Karen estaba aterrorizada. La muchacha seguía tendiéndole el teléfono sin dejar de reír.
—¿Has cambiado de opinión? —preguntó. Dejó caer el teléfono al suelo, entre ellas dos.
—¿Cómo te atreves? ¿Quién eres?
La muchacha se irguió muy seria, y una sonrisa tímida y burlona sustituyó a la histeria que la había dominado.
—Soy la gata del… —empezó a decir, pero se interrumpió y abrió de par en par los ojos. Contrajo el rostro como si sintiera una súbita punzada de dolor.
De su garganta brotó un gemido que sólo ella misma sabía de dónde procedía. El sonido se abrió paso desde su interior, haciendo que retorciera la cabeza como un lobo aullando. Luego se llevó las manos a la cara y se arañó la piel de las mejillas. Sin dejar de aullar, la joven pareció encogerse.
Horrorizada, Karen dio un paso hacia ella instintivamente. La muchacha reaccionó empujándola brutalmente.
—¡No! —exclamó la joven, y Karen retrocedió al oír una voz totalmente distinta a la de antes, una voz que parecía surgir de sus entrañas como una ráfaga de viento incontenible, y que carecía de resonancias humanas.
La muchacha volvió a empujar a Karen y se dirigió tambaleándose a la puerta trasera.
—¡No! ¡Ya llega! —volvió a gritar, y súbitamente cambió de voz gimiendo como un niño con un lamento inarticulado: «Ay, ay, ay».
De pronto, arremetió brutalmente contra la puerta, de forma que la bisagra cedió y el batiente quedó medio colgando. La chica atravesó la estrecha abertura y salió al porche.
—¡Ya llega! ¡Me utiliza!
Karen se apoyó contra el marco de la puerta, incapaz de moverse. Meneó la cabeza para intentar despejarla y hallar un sentido a aquella locura.
«¿Ya llega?».
La muchacha había pasado junto a ella con tal ímpetu que la había arrinconado, y Karen se encontró agarrada con ambas manos al marco de la puerta.
«No me ha tocado, pero me ha arrinconado contra la pared». Karen no encontraba una explicación a aquella locura. Estaba rodeada por los restos de los objetos de su amado salón.
«¿Ya llega?». Oyó que los gritos de la muchacha procedían del patio y de inmediato se acordó de Tom. Le asaltó la idea de que quizá la chica se dirigiera al claro.
«Ya llega».
—Oh, Dios mío… —Karen se irguió y de pronto sintió la persistente vibración que parecía surgir del interior de las paredes de la casa. Se dio cuenta de que el momento que se aproximaba no podía ser otra cosa que…
Lluvia.
Tom se encontraba en el claro con los pies bien asentados en el suelo. Su cuerpo se erguía hacia arriba como si suplicara al vasto y nítido cielo azul que se extendía sobre su cabeza.
Apretaba los puños y tenía los nudillos blancos en contraste con la piel curtida de las manos. No los cerraba por miedo o temor, sino como si quisiera retener algo. Sostenía la lluvia en las manos.
Estaba sudoroso debido al azote del sol, y los árboles no aliviaban esa sensación. El sol brillaba sobre su cabeza y aún estaba en el este. Ya era más de media mañana pero Tom había perdido la noción del tiempo, al igual que ignoraba el drama humano que se desarrollaba a escasos metros de allí. Lo único que advertía era la tracción del cielo y el tirón de la tierra bajo sus pies, luchando cada uno de ellos por dominar la situación.
Había permanecido en esta postura durante una hora; el débil zumbido subterráneo que reconoció desde un primer momento aumentó hasta convertirse en sus oídos en un agudo chirrido que, procedente del suelo, le recorría los pies como una corriente eléctrica. A pesar de todo, no se dio por vencido.
Había pasado la mañana reagrupando las nubes distantes, desde las de la frontera con Minnesota hasta las más cercanas en Telander.
Poco a poco, las arrastró tirando de ellas hasta que las tuvo todas consigo. Inició la lenta tarea de agruparlas, al tiempo que el ronroneo subterráneo se convertía en rugido. Para cuando Vida y el ente que la poseía salieron de casa de Karen, lo único que pudo hacer era seguir con su tarea con manos diestras y sudorosas.
Continuó trabajando hasta que se produjo un cambio en la tierra.
Vida estaba totalmente dominada por el ente cuando el primer trueno resonó en el cielo. La entidad que la poseía gemía y andaba pesadamente en círculos por el patio trasero, asombrada y confusa debido a las extrañas vibraciones del aire.
Procedían de ella…
Aquél era el lugar. El hombre se hallaba muy cerca. No lograba encontrarlo, no lo veía ni oía, sólo notaba la succión mientras le parecía que él tiraba de ella, arrebatándole las fuerzas, elevándolas. No sabía si él estaba allí o no. La entidad gimoteaba y se quejaba, al tiempo que arrastraba los pies enfundados en zapatillas por la hierba seca y marchita, acorralando a Vida en el interior de su cuerpo, manteniéndola arrinconada incluso cuando también a ella le fallaban las fuerzas. ¿Por qué no lograba encontrar al hombre? ¿Qué la apartaba de él?
Se detuvo y profirió un grito de frustración, mientras hacía que el cuerpo de Vida se estremeciera. De la boca de Vida surgían voces diversas.
—¡Suéltame! —exigió Vida. Las vibraciones que sentía en su interior le provocaban dolor y la confundían, hasta que todos los nervios de su cuerpo le exhortaron a apartarse del origen de éstas.
—¡Él me utiliza! —profirió la voz.
Aterrorizada, Karen observaba la escena desde el umbral de la puerta. Se puso en cuclillas de forma que la puerta interior impidiera que la muchacha la viera. Tenía el cuerpo rígido por el terror mientras escuchaba los gritos ininteligibles, consciente de que la muchacha sólo podía referirse a Tom. Karen se quedó agachada sin moverse, debatiéndose entre el miedo que sentía ante el ente que bramaba en la tierra seca y la necesidad de llegar hasta Tom. Si la muchacha se dirigía hacia el claro, ella la seguiría.
Inmóvil y sin dejar de observar, trató de analizar la situación. La muchacha le resultaba un tanto familiar, como si fuera alguien a quien debería conocer pero que no recordaba… En cualquier caso, su aspecto resultaba… extraño, había en ella algo inconexo, como si los ojos, tan desorbitados, no tuvieran relación alguna con su mente. Su rostro, brutal y temeroso, era el campo de batalla de un conflicto de intereses. En la fracción de segundo antes de que saliera corriendo al exterior, Karen había advertido en su cara un estremecimiento de temor, seguido de un rictus que le hizo pensar en cosas terribles, en horror y violencia.
Aquella muchacha aparentemente tan frágil había levantado la enorme y maciza mesita de roble de Karen, la misma que dos hombres habían metido en la casa con no poco esfuerzo cuando la compró. Asimismo, casi había roto la pata de una butaca que como mínimo pesaba veinte kilos.
Karen, que seguía agazapada, se echó lentamente hacia atrás, palpando el suelo sin apartar la vista de la endemoniada mujer, hasta que tocó lo único que podía coger sin apenas moverse. Notó en la palma de la mano la madera tosca del mango de la azada, que había dejado caer junto a la puerta al entrar y ver a la muchacha. La asió con fuerza. Si la muchacha hacía ademán de dirigirse al claro, Karen la utilizaría.
Se la acercó sin hacer ruido, y avanzó la mano para agarrar el mango por el centro. Se sintió embargada por una enorme decisión, una fuerza que sustituía a la tensión y el miedo. Apretó los labios y empezó a incorporarse.
Tras ponerse de pie, se deslizó por la puerta descuajaringada y salió sigilosamente al porche.
Por un instante se sintió desprotegida. Pero Vida no reparó en ella, ya que se encontraba sumida en un estado próximo a la locura. Karen abandonó el porche, teniendo cuidado de saltar el último escalón, porque crujía, y aterrizó con un ruido sordo en el suelo. Se mantuvo agachada, aterrorizada pero firme. Sin atreverse a avanzar, sostenía la modesta arma con ambas manos mientras observaba a la muchacha. En cuanto estuviera preparada, ella también actuaría.
La joven le resultaba dolorosamente familiar; no se trataba tanto de su aspecto físico cuanto de que había generado cierta conexión en la memoria de Karen. Era como un antiguo conocido, alguien a quien debería conocer pero a quien no recordaba.
En el instante siguiente ocurrieron dos cosas prácticamente al unísono. La mujer se detuvo y se volvió hacia Karen. Se miraron fijamente. El rostro de la joven seguía contraído en una mueca de rabia horrible, pero cuando sus ojos se cruzaron con los de Karen y ésta levantó ligeramente la azada como si se dispusiera a atacar, le cambió la expresión. Entornó los ojos y sonrió. Dio un paso vacilante hacia Karen con la boca abierta, como si fuera a hablar.
Las dos oyeron un retumbo distante, pero claro y familiar, procedente del cielo. Vida levantó la cabeza bruscamente.
El sonido que tanto le hería los oídos quedó apagado por el grito que emitió echando la cabeza hacia atrás y abriendo la boca. Un quejido salido de su garganta llenó el aire, ahogando el retumbo del cielo. Vida dejó de preocuparse por Karen y su cuerpo reaccionó a la misma orden emitida desde dos puntos distintos.
«No puedo encontrarlo». Vida dirigió la mirada hacia el pueblo. Había otra solución.
Durante un horrible momento, Karen pensó que la muchacha iba a por ella y levantó la azada por encima de su cabeza, dispuesta a atacar. Pero Vida se volvió y se dirigió a trompicones hacia la carretera, luego echó a correr y desapareció al doblar la esquina de la casa. Cuando Karen oyó sus pasos alejarse en el camino de grava, dejó caer a los lados los brazos, que le temblaban debido a la tensión y al peso de la azada, pero no soltó la herramienta. Ésta le golpeó el muslo y rebotó. Expulsó el aire que había estado conteniendo e inspiró hondo. Acto seguido su respiración se convirtió en un jadeo y se sintió mareada. Cerró los ojos con fuerza y luego los abrió, con la esperanza de que la muchacha realmente se hubiera marchado. Así era.
Con el corazón palpitante y notando su olor a sudor, soltó la azada, que cayó en el suelo delante de ella sin proyectar ninguna sombra.
Ese extraño pensamiento reverberó en su cabeza. «No proyecta ninguna sombra». Levantó la mirada. El cielo estaba despejado, nítido, pero el sol había desaparecido. Le empezaron a temblar las piernas, dio un paso vacilante y tan desgarbado como el de la muchacha y avanzó hacia el claro. ¿Dónde estaba el sol? Los pensamientos se agolpaban en su mente. ¿Dónde estaba el sol? Debía encontrar a Tom.
De pronto vio algo por el rabillo del ojo.
En el extremo más alejado de Goodlands, por donde estaba el club Clancy’s y empezaba la carretera a Weston, vio algo que le resultaba muy conocido: una nube, esponjosa y gris, espesa y henchida que cubría el sol. Mientras la observaba, vio otra.
Thompson Keatley era completamente ajeno a la consternación de Karen, pues no había oído lo ocurrido en la casa ni la marcha repentina de Vida. Se encontraba muy lejos de todo aquello.
Tenía el cuerpo empapado de sudor. Estaba desnudo de cintura para arriba y la piel le brillaba debido a la transpiración. Las gotas de sudor le corrían por la frente, por los párpados, por la boca, y le bajaban desde el cuello hasta el torso.
Estaba en tensión. El pecho se le hinchaba y contraía debido a la agitada respiración. Cerraba los ojos con tanta fuerza que se le marcaban arruguitas en las sienes, y sus labios tensos dibujaban una mueca. Podría haber sido una estatua, una estatua viva, que respiraba y sudaba, de no ser por el movimiento de sus manos.
Tenía los brazos extendidos a los lados, a la altura de los hombros. Abría y cerraba los dedos lentamente, doblando los codos con cada movimiento. Estaba persuadiendo a los cielos, liberando, sujetando. Con cada movimiento tiraba de las gotas de lluvia ubicadas fuera de los límites de Goodlands. Tiraba, persuadía, imploraba, agarrándose con fuerza a la lluvia que conseguía atraer, reuniéndola alrededor del círculo formado por el pueblo.
Tom Keatley se encontraba a muchos kilómetros de distancia del claro situado en la parte trasera de la casa de Karen en Goodlands. De hecho ni siquiera estaba en Goodlands. Por consiguiente, no había forma de que supiera que se había declarado la guerra.