Vida permaneció alerta en su escondrijo de la vieja floristería abandonada, hasta que se quedó dormida. Su cuerpo, por mucho que actuara como caja de resonancia de aquella voz, seguía siendo un cuerpo. Después de un día de trepar por verjas, graneros, patios y de recorrer largas distancias a pie por todo el pueblo, estaba cansada y magullada y se había parado como un reloj al que no habían dado cuerda. Sin comida ni bebida su cuerpo había decidido abandonar.
Cuando Vida había llegado al pequeño edificio desde el que se divisaba la casa de Karen Grange, se apostó junto a la ventana a esperar al hombre. Con el paso de las horas, acabó agachándose y apoyando el mentón en el alféizar del que había retirado los restos de cristales rotos. Al hacerlo, se había cortado la mano, pero se limitó a limpiarse la sangre con el vestido sucio que llevaba sin darle mayor importancia. El corte no era muy profundo pero le dolía. Al poco rato, el mentón le resbaló del alféizar y acabó en cuclillas sobre sus doloridos pies, bajo la ventana. Se adormiló, a pesar de la incómoda postura. Cuando su cuerpo se desplomó hacia atrás y fue a chocar con la dura pared, no despertó. Para cuando Karen Grange y el invocador de lluvia discutían sobre penitencias, Vida estaba profundamente dormida.
Al cabo de varias horas, el suelo que estaba pisando empezó a vibrar de forma persistente hasta que la vibración llenó todo su ser. La voz de su interior la sobresaltó, fue un sonido penetrante y agudo que sólo ella percibía. Se llevó las manos a los oídos en un acto de desesperación, pero fue en vano. Desorientada, perdió el control de sus extremidades y los pies parecieron moverse solos, pisó cristales rotos y fue a dar con el trasero en el suelo. Tenía los tobillos tremendamente doloridos, se le habían dormido los pies y, al moverse y recuperar la circulación sanguínea, le pareció que le habían clavado cientos de agujas. Profirió un grito de dolor.
«Calla, calla», se dijo.
Se levantó rígida y dócilmente, pero no dio un paso. Hacía tiempo que la aventura y la diversión habían acabado. La voz era persistente, ya no era una compañera de fatigas sino algo más, un carcelero, un amo. A veces Vida tenía miedo. Notaba que perdía el control de sí misma, que su cuerpo no acababa de pertenecerle, que era como un recipiente, una caja de resonancia.
Oculta en la penumbra del edificio, miró al exterior sin ser vista. Dejó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, ya que la única luz existente era la claridad que proyectaba la farola de la calle.
La luna estaba alta y casi llena. Dado el talante de la misión que tenía encomendada, iluminaba lo suficiente.
Una vez del todo despierta, tensó los músculos del cuerpo. Tenía el estómago vacío y contraído por la expectación. El vello de los brazos se le había erizado. Él se aproximaba. Aún no lo veía, pero en la distancia oía el eco de sus pasos lentos y regulares por la carretera, ancha y desierta. Notaba su presencia; era como si la energía que lo caracterizaba formara parte del aire que ella respiraba, tanto como el olor a decadencia y descomposición del exterior del edificio. Respiró por la boca y esperó.
«¿Qué debo hacer?», se preguntó. Sorprendentemente su interior estaba en silencio.
—¿Qué voy a hacerle? —inquirió en voz alta.
«Haz que se vaya», respondió su voz interior. Vida frunció el entrecejo. El pensamiento no surgió en forma de palabras, sino que sólo percibió su significado. ¿Que se vaya, cómo? Dirigió la mirada al camino. El hombre aún no había entrado en su campo de visión, pero oía sus botas en el silencio circundante.
—¿Cómo? —susurró. Se produjo otro insólito silencio.
Notó que sus labios se veían forzados a esbozar una sonrisa. No quería sonreír y tuvo una sensación extraña y horrible en la boca al oír en su interior:
«Mátalo».
Vida negó con la cabeza. Su boca seguía dibujando una sonrisa que pertenecía a la voz y que le impedía hablar. «No», pensó una y otra vez mientras la voz la mantenía en silencio.
«No puedo», pensó con insistencia, intentando alejar a la voz. Procuró decirlo en voz alta, negar de nuevo con la cabeza, pero se dio cuenta de que tenía el cuello rígido y agarrotado. Se asustó. Luchó contra su propio cuerpo. Intentó apartar las manos del alféizar de la ventana, pero sintió que las tenía clavadas. Era incapaz de separar los labios. Parecía que sus pies hubieran echado raíces. Forcejeó en vano, hasta que en lo más profundo de su pecho se sintió atravesada por un dolor agudo y abrasador, como si de un cuchillo se tratara. Gritó internamente. En el exterior seguía reinando un silencio absoluto, a excepción del sonido de su respiración, cálida y jadeante.
La voz permaneció en silencio hasta que Vida dejó de gritar para sus adentros. Su interior se desmoronó mientras el cuerpo se mantenía erguido y alerta. Tenía la mirada encendida, con una energía un tanto irreal.
El hombre se internó en el círculo de luz que proyectaba la farola.
El invocador de lluvia caminó bajo la luz. Levantaba nubecillas de polvo al andar y sus pasos seguían un ritmo mesurado. Aunque Vida lo observaba, era la mujer de su interior quien lo veía, el origen de la Voz que Vida oía. Tenía los ojos entornados.
Dudó entre actuar o permanecer oculta mientras el sonido de los pasos del hombre se desvanecía por una bifurcación de la carretera donde Vida se encontraba. Sacó la cabeza fuera de la ventana para ver mejor justo cuando él desaparecía en el patio trasero que quedaba oculto por la casa.
La indecisión hizo que permaneciera asomada a la ventana. De pronto, oyó otros pasos más fuertes y menos mesurados avanzando por la carretera. Volvió la cabeza en esa dirección y, cuando reconoció al entrometido, se ocultó de nuevo entre las sombras.
Henry había esperado a que el tipo del bar llegara a la puerta para despedirse.
—Me largo —dijo a los Teds. El Cincinnati tenía el partido prácticamente resuelto. En el bar se respiraba una alegría que contrastaba con el estado de ánimo de Henry: los clientes se invitaban a cervezas, reían y recogían sus apuestas, dado que no había ningún canadiense en el local o, al menos, nadie que reconociera serlo.
—¡Menudo partido! —exclamó Boychuk—. Te invito a una cerveza, Henry.
Henry negó con la cabeza.
—No, he de volver a casa. He bebido tanta cerveza que tendré que parar cada dos pasos a orinar. —La vejiga de Henry era famosa. Boychuk y Lawrence se echaron a reír.
—Bueno, para en mi finca y mea en mis tierras, ¿vale? —bromeó Lawrence, que alzando un brazo gritó a Dave Watson—: ¡Otra ronda, menos para Henry! —Las últimas palabras sonaron confusas debido a las muchas cervezas que ya había tomado esa noche y probablemente el joven Watson no las entendió. Henry supuso que alguno de ellos se tomaría su cerveza.
—Que sea la última, Boychuk —dijo Henry con tono severo. No era raro que la gente condujera un tanto bebida. Hacía dos años, un tipo se estrelló contra un árbol en las afueras del pueblo, aunque no se registraban muchos accidentes. Tal vez Lawrence no estuviera en condiciones de conducir, pero supuso que Boychuk iba lo bastante sobrio.
—¿Es oficial, Henry? —Era la segunda vez a lo largo de la noche que a Henry le hablaban como agente de la ley. Estaba harto de aquel dichoso día.
—Es oficial —suspiró. Recogió del suelo la gorra de béisbol que llevaba cuando no estaba de servicio y que se le había caído. Se la encasquetó de forma que le diera aspecto amenazador. Tenía la cabeza grande e, incluso abrochada en la última ranura, la gorra le quedaba bien ceñida. Como era habitual en él, se la echó hacia atrás y acabó con el supuesto aspecto amenazador, que en realidad no estaba seguro de haber conseguido. Con la gorra hacia atrás presentaba un aspecto inofensivo, el de un joven granjero de cara y ojos redondos, un tanto rechoncho, que se hubiera dado un par de golpes en la cabeza. No le importaba, la gente que lo conocía ya sabía cómo era. Los demás no solían imaginar que detrás de aquella «cara de chico bueno», como decía su mujer, se ocultaba un agente de la ley.
Henry se marchó.
Echó un vistazo a la carretera en busca del desconocido, con la esperanza de que no se hubiera marchado en una camioneta. Sin embargo, tenía el presentimiento de que el hombre viajaba a pie. Si era quien Henry creía, sin duda se dirigía hacia el noroeste por Parson’s, hacia la casa Mann, habitada ahora por Karen. Henry se encaminó en esa dirección con la seguridad de un hombre guiado por una corazonada.
No hacía mucho tiempo que Henry era el sheriff local pero, desde que se convirtió en agente de la ley para los buenos habitantes de Capawatsa, se había dado cuenta de que tenía instinto para esa clase de cosas, igual que los policías de las series de televisión. Leía novelas policíacas como si fueran manuales, las analizaba a fondo, sobre todo los detalles más escabrosos. Lo que le atraía era el descubrimiento de las circunstancias, el proceso metódico y sistemático que se seguía para descubrir la verdad, del presente al pasado. En las novelas policíacas siempre apresaban al asesino. Aunque era consciente de que en la vida real no siempre era posible, sabía que si se examinaban los hechos, las cosas sólo sucedían de una forma determinada. Había que empezar con lo que se tenía, desde el principio y, al final, se llegaba a la respuesta. Henry era capaz de hacerlo. Podía deducir cosas: desde el destino de los ciento cincuenta dólares anónimos de un «reintegro» en una cuenta bancaria con varios titulares a unas huellas en el barro, pasando por la colilla de un cigarrillo liado a mano encontrado en el camino de una banquera no fumadora. En estos momentos contaba con la descripción que un testigo ocular había hecho de un tipo caminando junto a un incendio, con una serie de acontecimientos extraños ocurridos desde que fue visto por primera vez y con una pista real en forma de colilla. El tipo del bar cumplía todos los requisitos y si Henry se equivocaba, sería mejor que se retirara. Pero por ahora no parecía andar muy desencaminado.
No tardó en ver al hombre a lo lejos, en Parson’s. Henry lo siguió a una distancia prudente y sin perderlo de vista, una de las muchas ventajas que ofrecían los tramos de carretera rectos flanqueados por prados.
Siguieron caminando durante cinco minutos y el hombre no se volvió ni una sola vez. Henry confiaba en no ser descubierto. La zona de aparcamiento iluminada de Clancy’s quedó rápidamente detrás de ellos. También dejaron atrás la luz que emitía la farola situada en el exterior del establecimiento. Luego se internaron en la oscuridad de la noche, rota únicamente por la luz de la luna. La carretera brillaba. No había líneas pintadas en el asfalto, sólo el tenue perfil del arcén que desembocaba en una zanja oscura. Henry empezó a pensar que el hombre que tenía delante sabía perfectamente quién le seguía y por qué y que, en cualquier momento, iba a volverse y quizás… hacer algo.
Por muy extraña y descabellada que resultase aquella idea, Henry sintió la necesidad de detenerse. Aquel pensamiento surgió con tanta fuerza que deseó agazaparse y hacerse invisible, esconderse en la zanja y observarlo desde allí, asomando sólo la cabeza. No sabía con certeza qué iba a hacer el desconocido, únicamente sentía un nudo en el estómago que le indicaba que, fuera lo que fuera, éste era capaz de llevarlo a cabo. Pensó en distintas posibilidades y acabó sintiéndose ridículo. Cuando el hombre se alejó unos treinta metros más, convirtiéndose en una silueta casi invisible, Henry empezó a seguirlo de nuevo.
El hombre no volvió la mirada atrás ni una sola vez.
De pronto, la luz de una farola iluminó al vagabundo y Henry se detuvo. Se encontraban muy cerca de la casa Mann, el desconocido estaba tan sólo a diez o quince metros del camino de entrada. Henry lo observó desde aquella distancia prudencial que lo tranquilizaba.
En aquel momento, bajo la turbia luz de la farola, algo revoloteó alrededor del hombre. Fue como si una hoja cayera de un árbol en otoño. A pesar de la quietud del cálido aire nocturno de junio, algo se separó del hombre y cayó lentamente sobre el asfalto. Desde su posición, a Henry le pareció un trozo de papel.
El corazón le palpitaba con fuerza. Se quedó inmóvil, expectante.
El hombre se acercó al sendero que conducía a la casa de Karen Grange y, tal como Henry había supuesto, subió por el camino de piedras sin alterar la cadencia de sus pasos ni detenerse para mirar atrás.
Una vez que hubo desaparecido detrás de la casa, Henry esperó unos minutos para ver si salía. Al ver que eso no ocurría, Henry se dirigió con paso inseguro debido a la emoción y la inquietud al círculo de luz. Fijó la mirada en el objeto, intentando discernir si se trataba de un truco, de una trampa, de alguna broma, como el billete en el extremo de un hilo que no puede alcanzarse y que hace que uno quede como un perfecto idiota.
No obstante, dudaba de que se tratara de un dólar atado a un hilo de modo que si intentaba cogerlo, alguien tiraría de él. Tenía la impresión de que si intentaba cogerlo ocurriría otra cosa. No sabía qué, pero pensó que sería terrible.
Se trataba de un pequeño rectángulo de papel fino. Desde su posición, parecía una tarjeta de visita. Con gesto nervioso, consciente del peligro al que se exponía y de lo vulnerable que iba a ser si entraba en la zona iluminada, miró varias veces hacia la casa de Grange, detrás de la cual había desaparecido el vagabundo. El lugar estaba desierto, en silencio y en penumbra.
Henry entró en el redondel de luz y recogió el trozo de papel. Estaba en lo cierto, se trataba de una vieja tarjeta de visita con los extremos desgastados, como si hubiera pasado mucho tiempo en la cartera de alguien. Rezaba así:
THOMPSON J. KEATLEY
Invocador de lluvia
Bajo las letras negras y gruesas, en tipografía más pequeña había un eslogan:
Lluvia sin penuria
Henry frunció el entrecejo y giró la tarjeta. En el dorso no ponía nada. No había nada escrito a mano, nada que le diera un toque personal, aparte de una mancha en la esquina inferior derecha.
No había nada destacable, de no ser porque la tarjeta estaba caliente y húmeda. Se llevó la tarjeta a la nariz, cerró los ojos y la olió. Al hacerlo, volvió a aparecérsele la imagen de los cálidos sábados por la mañana. Esta vez reconoció el olor.
Hierba recién cortada… heno recogido… el embriagador aroma de la tierra fértil y húmeda.
Henry se quedó quieto bajo la luz, perplejo y confuso por aquella tarjeta. Se sentía ridículo.
Aunque Carl Simpson no estaba al corriente de que había otra persona acechando en la noche, ambos, Vida y él, tenían algo en común. Tenía la vista cansada y necesitaba dormir.
Llevaba todo el día fuera de casa y parte de la noche. Ignoraba si su mujer sabía algo de su paradero. No es que eso le tuviera sin cuidado. A pesar de la bruma que se había apoderado de su mente durante los últimos meses, Carl se preocupaba mucho de su familia. En cierto modo, todo lo que hacía era por ella. Y lo que estaba haciendo era espiar.
Carl había pasado el día y la noche conduciendo en vano por las zonas más apartadas de Goodlands para espiar. Pese a no tener más que una vaga idea de lo que buscaba, estaba seguro de lo que espiaba. Espiaba los silos, pues consideraba que éstos eran la respuesta.
El paisaje de Goodlands estaba dominado por los silos, al igual que gran parte de Dakota del Norte. Como pueblo, Goodlands no contaba con más silos que el resto de municipios de la región de las Grandes Llanuras y por eso todo aquello resultaba tan siniestro. Carl suponía que habían elegido Goodlands. Sacaron un nombre de un sombrero, lanzaron dardos a un mapa colgado en la pared con pequeños puntos rojos que, en otro tiempo, marcaban esos mismos silos que ahora utilizaban para los experimentos. Carl supuso que habían escogido Goodlands al azar y la mezquindad de la situación le abrumaba.
No sabía cómo lo hacían, pero pensó que, cuatro o cinco años atrás, tal vez alguien había llegado una noche a Goodlands y había abierto un pequeño frasco que habían llenado con algún producto químico no en Utah, hogar de la sal de la tierra, sino más al este, o en Tejas o California, o en otro de los grandes estados de los que Carl, y cientos de personas como él, recelaban. Y el contenido de ese frasco había sido vertido en el aire y había traído la sequía a Goodlands. Carl sospechaba que en alguno de esos silos habría un agente gubernamental pulsando botones de ordenadores y midiendo cosas, como cuánto tardaba el cielo en secarse, cómo se secaba la tierra, qué cantidad de lluvia que seguía cayendo con regularidad en los pueblos de los alrededores se filtraba en Goodlands. Se preguntó si medían el resto de consecuencias producidas por una sequía: el tiempo que tardaba en secarse y desaparecer una granja que había funcionado toda la vida, cuánto tardaba un hombre en dejar de dormir con su mujer debido a los problemas que le acuciaban, cuánto tardaban las familias, las tiendas, las escuelas, los negocios en cerrar y quebrar. Se preguntó si sus ordenadores también medían esos fenómenos.
Aunque se ocultaban, en algún momento tendrían que salir a la superficie. Cuando lo hicieran, Carl los vería. Entonces sí tendrían algo real que introducir en los ordenadores. El mundo iba a saber de sus experimentos.
Por primera vez en varias semanas se había sentido útil haciendo lo que debía hacer: conducir por Goodlands en vez de sentarse a esperar y ser una víctima de los acontecimientos, al igual que su familia y sus amigos. Pero no era sólo eso. El hecho de conducir por Goodlands le había traído recuerdos que casi había olvidado.
Como cuando él y un par de compañeros del instituto llevaron a sus novias a la cantera situada en el exterior de la finca de Ed Kramer, donde se había declarado el incendio la semana anterior, e intentaron el truco más viejo del mundo. «Bebidas se darán por vencidas», habían bromeado aquella noche cuando se dirigían a recoger a las chicas, riendo gracias a una maravillosa combinación de expectación y terror. Debieron de repetir su lema un millón de veces, dispuestos a emborracharlas hasta que cedieran. Pero no lo consiguieron. La novia de Carl, Sharon Gilespie de Telander, no tomó ni una sola copa. Probó el alcohol y rápidamente lo escupió exclamando: «¡Qué asco!». Así pues, pasó la noche bebiendo un refresco de cola y sólo dejó que Carl le acariciara los pechos por encima de la blusa. A la novia de Draker no le pareció tan asqueroso, pero después de tomar cuatro copas, se pasó el resto de la noche vomitando. Tuvieron que acompañarla a casa y entrarla en su habitación por la ventana con ayuda de su hermana, que estuvo chantajeándola durante un mes.
Carl sonrió al recordar todo aquello.
No consiguió saber qué era una mujer hasta conocer a su futura esposa, Janet. Fue antes de que se casaran, por supuesto, porque estaban en los años sesenta y entonces todo el mundo lo hacía, incluso las chicas buenas de Goodlands.
Carl y Janet se conocían desde pequeños, habían ido juntos a la escuela primaria, la conocía como se conocen todos los niños pero nunca se había fijado en ella. Eso era habitual en un pueblo pequeño, donde ves tanto a una determinada persona que acaba siendo más invisible que la familia; está ahí, como si formara parte del paisaje, como los elevadores de cereales, las vías de tren… y los silos. Él y sus amigos ansiaban ir al instituto de Telander para ver «chicas de verdad». Durante el primer año salieron con todas las chicas, que les parecían tan nuevas como la ropa que compraron en Weston para el inicio de curso. Es curioso que al final la mayoría de ellos acabaran con las jovencitas del pueblo. Carl con Janet, Draker con Peggy, Andy con Marg Bell, hermana de un médico.
Él y Janet lo hicieron dos veces, pero no la misma noche. La segunda vez fue al cabo de unos días. Aunque Janet dijo que había estado «bien», no quiso volver a hacerlo hasta tres semanas antes de la boda y él se puso realmente pesado. Decía que no quería que él se acostumbrara. En aquel momento Carl pensó que estaba muy equivocada, ¿cómo iba alguien a acostumbrarse a una experiencia tan gloriosa, divina e inspiradora? ¿Cómo iba a querer parar? Ella insistía en que, si esperaban, la noche de bodas resultaría mucho más emocionante para los dos, y no se equivocó. Para cuando hubo acabado la ceremonia, él ya estaba dispuesto a cogerla en brazos y llevarla al pequeño hotel de Weston en el que iban a pasar la noche, antes de dirigirse a Bemidji, Minnesota, para la luna de miel. Pero antes había que soportar el aperitivo, el banquete, los discursos y el baile.
Aguantó bastante bien y ni siquiera bebió demasiado. Por el contrario, Janet tomó tres cócteles de champán e iba un poco bebida, lo cual, añadido a la emoción del momento, hizo que se desinhibiera y dio a la situación un toque más ilícito que el que había tenido en la parte posterior de la camioneta abierta, con el vasto cielo por techo.
Él no se «acostumbró». Pasaron el primer año de matrimonio prácticamente en la cama. En cierta ocasión en que los padres de ella se presentaron en casa sin avisar, tuvieron que vestirse a toda prisa y salir corriendo de la habitación. Sus suegros estaban allí y pasaron unos momentos de apuro. Fue la última vez que los visitaron sin previo aviso. Después él y Janet se habían desternillado de risa al recordar la situación y reanudaron la actividad que les tenía ocupados antes de la interrupción.
El único problema de sus primeros años de casados había sido la dificultad de Janet para quedar embarazada. Pasado el primer año, cuando todo el mundo les preguntaba cuándo iban a tener descendencia, Janet empezó a preocuparse. Carl la tranquilizaba diciendo que a veces esas cosas llevan tiempo. Ella lo miraba entornando sus ojos pardos, como si no le creyera, pero él acababa convenciéndola. Le recordaba que eran muy jóvenes y que tal vez Dios esperaba que fueran un poco mayores antes de enviarles un hijo. Mientras tanto, aguardaban.
Les llevó diez años y tres abortos engendrar a Butch. En aquel momento pensaron que los cielos se habían abierto y que el mismo Dios les había enviado al pequeño. Para entonces la granja marchaba bien y habían sobrevivido a las pequeñas tragedias que entraña un matrimonio, como salir con los muchachos con demasiada frecuencia, gastar demasiado en decorar la casa, la obsesión de Janet en adoptar a un niño y la insistencia de Carl en que esperaran un poco y, por supuesto, la dolorosa experiencia de que Janet sufriera un aborto espontáneo. Se habían aburrido el uno del otro, especialmente Janet, harta de ser la esposa de un granjero y de cumplir con las obligaciones que esto supone: las tareas duras y pesadas, los animales, los huertos, la preparación de conservas, el trabajo en el campo. Cuando se casó con él, sabía ya lo que le esperaba y no tenía ninguna duda de que le gustaba tanto como a él. Sin embargo, había pasado sus crisis y él con ella. Un año Janet se fue a vivir con su hermana a Minneapolis y trabajó en un colmado. Al cabo de cuatro meses se dio cuenta de que no era lo que quería. Volvió a casa con una nueva actitud, con una alegre satisfacción que iba a durar para siempre. Había elegido la vida que quería llevar.
Habían tenido los conflictos típicos de las parejas y habían salido airosos. Habían pasado una prueba de fuego (o al menos eso era lo que creían) y la habían superado. Pero cuando llegó la sequía, Carl y Janet volvieron a pasar momentos de tensión. Él sabía que se trataba de algo más, pero intentaba no pensar en la situación. A veces, como él le decía, un hombre debe hacer lo que se espera de los hombres.
Debería haber vendido parte de sus tierras el primer año de sequía, pero no lo hizo. Pensó, al igual que todo el mundo, que había sido un año insólito y que la situación no tardaría en mejorar. No tenían deudas gracias a los cerdos. También habían tenido vacas lecheras, pero las grandes empresas los habían echado del negocio, aunque conservaban un par de vacas para su consumo de leche y carne.
Ella no le creyó cuando su marido le explicó lo que ocurría, ni siquiera cuando le dijo que precisamente eso era lo que esperaba el gobierno, que la gente no lo creyera, que la gente mordiera el polvo hasta que el mundo llegara a su fin porque no había nada que llevarse a la boca. Pronunció la última frase a voz en grito y Janet se quedó perpleja. Aquella noche, antes de quedarse dormidos, estuvieron escuchando sus respectivas respiraciones, dándose la espalda, cada uno en un extremo de la cama.
Janet no tenía ningún argumento que oponerle salvo que estaba preocupada por él, y le sugirió que hablara con alguien. Por eso había acudido a Henry Barker, que le había prestado bastante atención. Pero Carl no era estúpido, por algo había ido al instituto, y sabía que el sheriff lo trataba con condescendencia. En su opinión, Henry Barker podía irse al diablo y acabar mordiendo el polvo, pues él tampoco lo comprendía.
El pueblo se estaba desmoronando mientras ellos se sentaban a aguardar una lluvia que nunca llegaría. Era demasiado tarde para vender las tierras y partir y, a no ser que tuvieras un sitio adonde ir, te quedabas atascado en tu propiedad. Y Carl lo perdería todo muy pronto, tal vez no este mes pero esperaba la llamada de Karen Grange desde el banco el mes siguiente o, con un poco de suerte, quizá dentro de dos meses. Para entonces Carl quería haber descubierto qué estaba ocurriendo. Quería demostrar que los culpables de su infortunio eran personas de carne y hueso; no Dios, sino su propia gente, los candidatos elegidos por ellos. Éstos se lo estaban arrebatando todo. Lo demostraría. Presentaría papeles, o fotografías o lo que hiciera falta, en la oficina bancaria y esperaría a ver cómo reaccionaban.
Un hombre no podía sentarse y permitir que su familia comiera alimentos comprados en otro pueblo con vales de comida subrepticios. Un hombre como Dios manda no podía permitirlo, debía actuar.
Janet no entendía que aquello no tenía nada que ver con Minneapolis ni con los vales de comida ni con haber tardado diez años en tener un hijo. Se trataba únicamente de comportarse como un hombre, de cuidar de su familia. Y eso es precisamente lo que estaba haciendo.
Carl detuvo el vehículo en un campo seco y apagó el motor. Cogió los prismáticos que tenía a su lado. Había llegado el momento de echar otro vistazo.
Había aparcado en el extremo más alejado del pueblo, en una finca que en otro tiempo había pertenecido a los Johannason. El hijo se había casado con una muchacha de Telander y se había marchado a esa localidad vecina para trabajar de granjero.
Más tarde, entró en política y llegó a ser senador del estado. Tras su muerte, cambiaron el nombre del instituto en su honor y éste pasó a llamarse Telander-Johannason. Mucho antes habían vendido sus tierras y la familia se había trasladado a otro lugar. En la actualidad esos terrenos estaban divididos entre varios propietarios. Algunos de ellos se marcharon cuando la situación empezó a ponerse fea y otros seguían allí.
Se sentó en la parte posterior de la camioneta, junto a la puerta, y se puso a observar los silos que se alzaban a ambos lados de la carretera. Iba volviendo la cabeza a derecha e izquierda. Se preguntó si en ellos había cuartos de baño y llegó a la conclusión de que sí porque, de lo contrario, habría visto a alguien saliendo a hacer sus necesidades.
Desde su discreta posición detrás de la verja norte situada al final de la antigua casa Mann, Carl Simpson se removía en el asiento. De vez en cuando se frotaba los ojos y parpadeaba para humedecerlos, sintiendo que los tenía enrojecidos e irritados de tanto fijar la vista y a causa del polvo que entraba por la ventanilla de la camioneta.
De pronto, divisó algo.
A través de los prismáticos vio a un tipo desconocido —un hombre de pelo largo y aspecto sospechoso, sin duda un comunista y tal vez con malas intenciones— que subía por Parson’s Road. Vio que se le caía algo. En realidad, distinguió el contraste entre la luz y la sombra mientras el objeto caía y súbitamente decidió que debía averiguar qué era aquello salido del bolsillo del melenudo sospechoso. Cuando el hombre desapareció de su ángulo de visión, más allá de la casa Mann, Carl supuso que seguía calle arriba. Tenía intención de seguirlo. Esperaría un par de minutos y luego se dirigiría en la camioneta hacia allí. Como el hombre iba a pie, suponía que lo alcanzaría en el cruce de Parson’s Road con la calle 5. Esta última era una carretera poco conocida de la que Carl se consideraba el descubridor, aunque en realidad se trataba de un viejo camino agrícola que había caído en desuso, dado que las dos fincas que separaba estaban abandonadas, lo cual no era de extrañar ya que muy pocas seguían funcionando.
Entonces ocurrió algo interesante.
Estaba a punto de dejar los prismáticos cuando vio que el sheriff Henry Barker recogía del suelo lo que el hombre había dejado caer y lo observaba detenidamente, como si leyera algo.
Henry Barker, el brazo de la ley.
Henry Barker, el hombre que estaba en posición de saber todo lo que sucedía en una determinada comunidad. Un hombre con contactos en el gobierno, por pocos que fueran. El mismo que fingió no saber nada cuando Carl le explicó lo de los silos.
Carl esperó a que Henry se volviera y se alejara en otra dirección para guardar los prismáticos en la funda. Acto seguido, puso la camioneta en marcha rezando para que nadie lo oyera, aunque sabía que eso era imposible y que, en cualquier caso, si alguien advertía el runrún no le daría mayor importancia. Así actuaban las personas como Henry Barker. Nadie daba mayor importancia a lo que ocurría, excepto Carl. Él sabía lo que sucedía y a él le importaba. Y mucho.
Condujo a menos de quince kilómetros por hora con los faros apagados por la calle 5 hasta llegar a Parson’s Road. Quería dar tiempo a Henry de volver a su vehículo. No quería que éste viese la camioneta y se alarmara.
Primero debía encontrar al otro hombre. Luego comprobaría qué decía a eso Henry. Tal vez sería esa misma noche, quizá mañana. Pero antes tenía que enterarse.
Carl se dirigió a Parson’s Road.
Aunque se comportara con normalidad mientras se dirigía por la carretera a casa de Karen, Tom sabía que estaba siendo observado. Notaba las intensas miradas clavadas en su cuerpo. Como mínimo, dos personas seguían sus movimientos, y creyó que podía haber una tercera, una que se ocultaba en la penumbra, tanto literal como figurativamente. La imagen le resultaba inasible, paranormal y fuera del alcance de su percepción. El hombre que lo seguía era el policía del bar, lo veía con la misma claridad con que lo hubiera visto a plena luz del día y mirándolo a la cara. Ese hombre padecía una especie de cómico nerviosismo y Tom no había podido evitar jugar con él un poco.
La otra persona, que también era un hombre, estaba profundamente turbada. Lo percibía envuelto en una nube negra de angustia, inmerso en una penosa sensación de confusión y temor, buscando algo que no existía. Había reparado en Tom, lo cual era inevitable. No podía controlar el universo, ni siquiera el terreno que pisaba. No consideraba que aquellos dos hombres fueran a causarle dificultades, al menos no más de las que era capaz de solucionar. Además, muy pronto acabaría todo.
Sin embargo, Tom notaba una tercera presencia que no acababa de distinguir, envuelta en la penumbra. Se encontraba en los rincones más oscuros de su mente y no quería ser vista. Tanto si se trataba de una cosa o una persona, Tom no lograba acceder a ella.
Se detuvo a medio camino del claro. Se encontraba en la semipenumbra del patio trasero de Karen.
Notó que se cerraba una especie de círculo. Estaba bajo de ánimos. Había albergado la esperanza de que un par de cervezas lo animarían, que la cena en el claro ayudaría, pero en ambos casos no le habían servido más que para matar el tiempo. Algo siniestro lo había acechado durante todo el día, tal vez desde su llegada a Goodlands, y era como si por fin se hubiera apoderado de él. Se sentía embargado por una sensación de desastre inminente. El círculo se cerraba por momentos.
Además, contaba con la presencia de los tres mirones. Probablemente el hecho en sí no fuera demasiado importante. Tal vez no fueran más que tres vecinos curiosos, que no tenían mucho que hacer y demasiado tiempo libre dadas las circunstancias de su vida. El hombre atormentado debía de estar dando un paseo, pensando en sus problemas, y había visto a Tom por casualidad. Nada importante. El otro tipo, el policía, cumplía con su obligación.
En un pueblo pequeño, cualquier forastero es sospechoso, aunque viva en la localidad. Goodlands ya tenía muchos problemas y el policía no hacía más que asegurarse de que Tom no los incrementara. En cuanto al tercer observador, un tanto fantasmagórico, Tom no sabía a qué atenerse.
Ellos no eran la razón por la que presentía que algo nefasto iba a suceder y se sentía impotente ante la situación. Debería sentirse bien, animado, como solía ocurrirle antes de hacer que lloviera. Debería sentirse aupado por la lluvia y la conexión magnética que lo convertía en quien era. La expectación de abrir los cielos y liberar el torrente de agua, de liberar al animal que llevaba preso en los cielos tanto tiempo, debería regocijarlo. Debería sentirse eufórico, consciente de que al día siguiente Goodlands volvería a estar bajo el cielo abierto, una vez destruida la barrera y eliminado el cerrojo.
Pero no era así.
En Winslow, Kansas, había caído un buen aguacero. El pequeño pueblo había esperado, dispuesto a ser bañado por la lluvia. Tom era incapaz de explicar los fenómenos de la naturaleza, pero con frecuencia él simplemente actuaba como catalizador, como cerrajero, como un navegante que localizaba un problema y lo señalaba, dándole un nuevo enfoque. Allí llovió con abundancia. Sin embargo, no siempre ocurría lo mismo.
Había contado a Karen la historia de los Schwitzer. Eran un caso especial, pero no el único.
Diez años atrás había llegado a un pequeño pueblo, cuyo nombre no recordaba, al sur del estado de Dakota, en el Medio Oeste. Mientras caminaba por la carretera, o cuando hacía autostop, había reparado en la creciente sequedad del cielo. A veces se encontraba en algún lugar, quizá comiendo algo y se sentía embargado por un torrente de malos presagios.
En aquel momento no había encontrado explicación para ello y empezó a sospechar que tenía algún defecto su materia gris, puesto que los sentimientos que lo embargaban eran sumamente contradictorios: caliente y seco, frío y húmedo. Esa sensación no le abandonaba al andar, y era consecuencia de la dirección a la que se dirigía, hacia el este. En cuanto llegó al pueblo, se dio cuenta de que había encontrado el lugar que presentía.
Era un pueblo pequeño, mayor que Goodlands pero más aislado, a más de una hora en coche de la población más cercana. Caminó por una carretera desierta durante largo tiempo antes de llegar al pueblo pero, en cuanto cruzó la línea imaginaria, advirtió que había entrado en otro lugar.
Llegó cobijado por la noche, miró carretera adelante y se dirigió hacia un conjunto de luces que resultó ser un restaurante abierto las veinticuatro horas. Pensó que se hallaba junto a una ciudad, dado el horario del restaurante, y entró a tomar una taza de café, contento al haber encontrado un lugar libre de insectos y un plato caliente que llevarse al estómago. Además, le interesaba saber por qué aquel lugar le provocaba aquella dualidad de sensaciones: caliente-seco, frío-húmedo.
Estaba bastante seco y se había percatado de ello enseguida. Pero un pueblo situado en el Medio Oeste puede dar sensación de sequía sin que ello resulte preocupante.
Las tormentas se forman por la noche e inundan el lugar después de días e incluso semanas sin lluvia. Por esta razón el radar personal de Tom cometía errores en el campo y, a veces, no podía hacer caso de sus presentimientos. Debía confiar en lo que le contaba la gente. Si deseaban sus servicios, serían capaces de avistarlo entre la multitud, sin ser conscientes de que lo hacían.
En la zona de aparcamiento no había más de tres coches. A tenor del tiempo que había pasado andando desde la última vez que consultó la hora, Tom supuso que debía de ser más de medianoche. «La hora mágica», como solía decir su madre.
A pesar de ello, el establecimiento estaba inundado de luz, todas las lámparas estaban encendidas como en un carnaval, aunque, por lo que vio a través de las ventanas, no celebraban ninguna fiesta. Una mujer limpiaba la barra mientras un tipo gordo vestido de cocinero charlaba con un hombre viejo.
Tom se sentó en la barra y, cuando se le acercó la mujer, pidió una taza de café.
—No le he visto aparcar —se disculpó ella al tiempo que depositaba una taza de café, con la cucharilla dentro, delante de él.
—He venido andando —le dijo.
—¿Desde dónde?
—Llevo bastante tiempo andando —respondió. La mujer asintió cortésmente y no preguntó nada más. Siguió con su tarea de espaldas a él. De hecho, nada cambió debido a su presencia. No notó que fuera el blanco de todas las miradas, como le ocurría en todas partes por ser forastero.
El tipo que iba vestido de cocinero seguía hablando con el viejo. Había hecho poco más que dedicarle una breve mirada a Tom cuando éste entró por la puerta, y el viejo ni siquiera se había molestado en mirarle.
Otro cliente, sentado al fondo, tenía la vista clavada en la mesa y Tom no llegó a ver que la levantara.
Mientras tomaba el café volvió a experimentar aquella extraña mezcla de sensaciones contradictorias. Se dijo que emanaba de la gente, de la tierra y, si no estaba equivocado, incluso de aquel establecimiento.
Cuando la camarera se acercó y le preguntó si quería más café, Tom le preguntó:
—¿Hay sequía por aquí?
—Un poco —respondió—. Hace más de un mes que no llueve. Pero tampoco es de extrañar, supongo. ¿Eres granjero?
—No.
Mientras volvía a llenarle la taza, Tom la observó. Tenía un rostro inexpresivo. Su mirada no reflejaba emoción alguna y sonrió de forma mecánica, como si unos hilos imaginarios le tiraran de la comisura de los labios.
Tom sólo tomó media taza y pagó la cuenta sentado en el taburete. Estaba ansioso por salir de allí. Aun estando de paso, Tom había traído algo de lluvia al lugar. Le había resultado sencillo, tanto como si la lluvia ya hubiera estado en camino, aunque él no lo creía así.
Cuando llevaba veinte minutos andando después de salir del restaurante, un conductor lo recogió. Era un vendedor que se dirigía a otra ciudad y Tom viajó con él toda la noche. Luego se apeó en un lugar llamado Bellston y se despidió.
Recordaba Bellston porque a esas horas sintió hambre y se detuvo en el primer sitio que encontró.
Era un restaurante muy distinto al de la noche anterior, pues en éste se sintió halagado por las miradas discretas de los clientes y las preguntas interesadas de la camarera, una mujer mayor que debía de haber sido una belleza y que no aceptaba con resignación el paso de los años: llevaba el pelo teñido de un rubio amarillento que delataba sus numerosas canas.
La radio estaba conectada y se oía vagamente por encima de las conversaciones y el tintineo de los platos. Era la hora del desayuno y el restaurante estaba abarrotado. De repente, otra camarera pidió silencio y subió el volumen de la radio.
Era la hora de las noticias y el locutor informó de la llegada de un tornado, que previamente había pasado por ¿Wellesby?, ¿Wellbee?, y había matado a doce personas.
«Para hoy se esperan lluvias torrenciales y viento huracanado. Todos los pueblos de esta zona se encuentran en peligro de tornado para el resto del día de hoy y mañana. El Instituto de Meteorología predice…». Tom no oyó el final porque los clientes empezaron a levantarse. El caos se apoderó del lugar.
Aun sin cerciorarse de ello, sabía que el extraño restaurante en el que había estado la noche anterior se había visto afectado por el tornado, y habría apostado lo que fuera a que quienes estaban en su interior se encontraban entre la docena de víctimas. Eso era lo que ocurría, los rostros inexpresivos, la falta de emoción… Ellos ni siquiera se habían dado cuenta, pero ya estaban muertos.
Tom abandonó el pueblo sano y salvo y, por lo que él sabía, a Bellston no llegó ningún tornado. Llovió con furia, pero nada más. Nada mortífero.
Pero lo cierto era que se trataba de su lluvia. Ignoraba cómo lo sabía, no había ninguna diferencia entre las gotas de lluvia, el agua no llevaba su firma, pero sencillamente lo sabía. También estaba convencido de que lo ocurrido en el pueblo cercano a Bellston no tenía nada que ver con él. Aquello era un ajuste de cuentas entre ellos y el pueblo. Tom había sido un mero catalizador.
Sin embargo, a veces la lluvia tenía un precio y Tom se había limitado a intuir que las personas del restaurante estaban muertas la noche de su llegada.
La naturaleza elige por sí sola. Por un lado, Tom había sentido algo extraño ya antes de llegar a aquel pueblo, pero él no era médium ni nada parecido. Aunque un lugar determinado le hiciera sentir algo especial, eso no tenía nada que ver con el futuro, ya que no era capaz de predecir lo que iba a ocurrir. Él se limitaba a percibir lo que ya estaba allí y ni siquiera podía confiar ciegamente en ello.
Así pues, sus percepciones emanaban del lugar, ya existían, y la naturaleza elegía por sí sola. La decisión de él consistía en asumir la responsabilidad de la lluvia, de la que era el catalizador. No era la primera vez ni sería la última.
El final de los Schwitzer ya estaba escrito. La lluvia había sido la catalizadora. Su precio no tenía nada que ver con el hecho de que Tom la hubiera provocado. Ya estaba escrito.
Él no tenía medios de saber si Goodlands estaba cumpliendo su penitencia. Como tampoco podía saber si su lluvia iba a ser la causa de otra catástrofe, como en el caso del pueblo anónimo, de los Schwitzer y de los demás. Tal vez no ocurriera nada. Quizá llovería y los habitantes se alegrarían, recuperarían sus tierras y Karen conservaría su puesto de trabajo, recobrando lo que echaba en falta desde que Goodlands le había vuelto la espalda. Tom proseguiría su camino y dejaría atrás la huella que el pueblo estaba dejando bajo su piel, el continuo zumbido subterráneo y la sensación de fatalidad.
Así habían estado las cosas un par de días antes de que su padre volviera a casa después de una de sus juergas. Él y su madre siempre notaban, unos días antes del regreso del padre, que algo siniestro se cernía sobre la casa. Los dos se alteraban sin saber por qué; la comida, en caso de que tuvieran algo que llevarse a la boca, les sentaba mal.
A la menor provocación, ambos dirigían su mirada a la puerta, aunque en realidad no hubieran oído nada. Durante un día o dos, esta sensación de fatalidad se respiraba en el ambiente. Luego, invariablemente, el viejo entraba por la puerta y ellos casi se sentían tentados de exhalar un suspiro de alivio. Por lo menos sabían lo que les había tenido en vilo. Era él.
«Cada uno tiene lo que merece», solía decir su madre, a veces a modo de advertencia y en otras ocasiones con un suspiro. De niño, Tom había pensado que era una de aquellas frases ambiguas que los adultos decían a los pequeños y que algún día llegaría a entender. A los doce años, creyó saber a qué se refería.
Ella tenía lo que merecía.
Cuando la madre de Tom llegó al instituto, ya tenía fama de alocada. A raíz de ciertas conversaciones en voz baja que oyó después del «accidente» de su padre, Tom se enteró de la historia. Una de las cosas que oyó susurrar a una mujer del pueblo fue que su madre se había pasado la vida tentando a la suerte para que ocurriera lo que acababa de ocurrir y que, de joven, había «ido con chicos». Entonces la frase le había parecido insondable, aunque no su significado. Fuera lo que fuera, a los doce años de edad era consciente de que debía de ser algo malo, algo corrupto. En esa misma conversación, la mujer había afirmado que Tom se metería en líos, fuera donde fuera o se hiciera lo que se hiciera con él, pues además su madre había acabado de arreglar la situación escogiendo a «ése», refiriéndose a su padre. En una ocasión su madre le había explicado que su padre había sido su última posibilidad. Lo había dicho con una sonrisa en los labios pero él sabía, incluso entonces, que no tenía ninguna gracia.
«Cada uno tiene lo que merece» podía aplicarse a muchas cosas, la sequía entre ellas.
Si Goodlands estaba cumpliendo su penitencia, Tom no podía impedirlo, como tampoco podía impedir que lloviera.
Goodlands le importaba muy poco, no era su pueblo. Lo que le preocupaba era Karen.
Ella era la causa de que se sintiera abatido. Si iba a ocurrir algo, no quería que le afectase a ella. Era una buena persona. A pesar de lo que él había dicho anteriormente, no creía que los motivos que la habían llevado a pedir su ayuda fueran oscuros o egoístas. Karen estaba en un período de búsqueda, intentando cerrar círculos, como él. Se parecía más a él de lo que ella nunca sería capaz de imaginar.
Karen le gustaba lo suficiente para desear que no le sucediera nada malo, tanto para que aún contemplara la posibilidad de marcharse antes del amanecer. Tal vez no intervenir era lo mejor que podía hacer por ella y por el pueblo en el que Karen estaba cerrando el círculo. Que la naturaleza ajustara sus cuentas sin él.
En ese momento, cuando se encontraba inmerso en la oscuridad entre la casa y el claro, deseó verla. Deseó ver qué traslucía su rostro, si tenía una expresión inescrutable, como la que había visto en las personas del malogrado restaurante. Sólo quería verla…
Se volvió en dirección a la casa con la única intención de verla. En el porche trasero Tom dio un suave golpe en la puerta mosquitera. Reparó en que la puerta interior estaba abierta. Después de llamar por segunda vez, Karen respondió.
—Un momento —dijo con voz adormecida. La había despertado.
Cuando la vio salir del dormitorio, con el pelo revuelto y la bata abrochada de cualquier manera, se arrepintió de haberla despertado y no se sintió muy seguro de lo que deseaba ver.
—¿Qué ocurre? —susurró.
Estaban separados por la puerta mosquitera.
—Sólo quería darle las buenas noches —respondió.
Ella asintió y lo miró a los ojos. Levantó una mano y dio un ligero empujón a la puerta. La abrió y Karen salió al porche. La puerta se cerró detrás de ella.
Permanecieron callados en el porche, contemplando la noche.
Mirando a lo lejos, en una dirección determinada, se vislumbraban kilómetros de una extensión de terreno llana y deshabitada. El cielo desplegaba toda su omnipotencia encima de ellos, despejado hasta donde alcanzaba la vista. En la distancia, a una hora de trayecto en coche, se distinguía una nube. Mañana llovería en algún lugar. El resto del cielo era de un color añil brillante, encendido y electrificado por la luna blanca y llena.
—Qué claro está el cielo —susurró Karen con incredulidad. Tom asintió. La miró de reojo y vio su perfil iluminado por la luna. Estaba muy bella con esa luz que bañaba uno de los lados de su cara, con el pelo enmarañado y los ojos somnolientos.
Ella se volvió y lo sorprendió mirándola. Abrió más los ojos.
—Mañana habrá nubes —aseguró él.
—Sí.
Tom sentía la imperiosa necesidad de tocarle la cara. Karen apartó la mirada de él, pero no volvió la cabeza. Miró hacia abajo como si sintiera vergüenza.
—No voy a ir a trabajar —manifestó—. Llamaré y diré que no me siento bien. ¿Le importa?
Tom negó con la cabeza. Ella asintió mirándolo a los ojos. Entonces asió el pomo de la puerta mosquitera y la abrió. Iba a entrar.
Tom se inclinó y la besó en los labios muy suavemente. Durante el segundo en que su boca estuvo en contacto con la de ella, oyó los latidos del corazón de Karen, que palpitaba con más fuerza de la normal. Cuando Tom se apartó vio que ella estaba sorprendida, tenía los ojos muy abiertos.
—Para que tenga suerte —afirmó él. Karen se quedó quieta antes de asentir.
—Muy bien —dijo. Entró en la casa y desapareció en la oscuridad de la cocina sin volver la vista atrás. Tom oyó que cerraba la puerta del dormitorio. Entonces él bajó la escalera y se dirigió al claro. Necesitaba dormir.
Mañana llovería y podría dejar atrás el extraño karma de aquel lugar y proseguir su andadura, podría olvidarse de Goodlands y de la mujer, coger el dinero y esconderse en algún lugar predominantemente húmedo, donde el aire fuera respirable debido al agua que contenía. Algún lugar en el que no sintiera la implacable presencia del cielo. Aquí el cielo era demasiado vasto. Deseaba encontrarse en un lugar en el que pudiera tocar suavemente las hojas de los árboles frondosos y beber del rocío cuando cayera de los zarcillos.
En el dormitorio Karen estaba un tanto aturdida. Había empujado la puerta con suavidad sin molestarse a esperar que se cerrara; le era indiferente. Se llevó los dedos a la cara y se tocó la boca. Él la había besado.
Aquella sensación se había apoderado de todo su cuerpo y aún la sentía. Estaba excitada. Tenía la piel receptiva, el corazón le palpitaba con fuerza.
Mañana no acudiría al trabajo y se dedicaría a desmontar el jardín de rocalla lo cual le daría la excusa que necesitaba. En realidad esperaría la lluvia, y a él. Nunca le habían gustado los jardines, incluyendo los de rocalla. Le parecía que combinar de aquel modo las piedras y la tierra era como torturarlas, acicalarlas demasiado. Pero el jardín estaba cubierto de hierba seca y pardusca, por lo que lo único que se veía eran las rocas, dispuestas de forma artificial, contraria a los designios de la naturaleza. Podía distribuirlas al azar por el jardín y dejar que la naturaleza siguiera su curso, que la hierba las cubriera después de la lluvia y que la tierra absorbiera el agua. Entonces las plantas que habían aguardado ese momento en el subsuelo podrían brotar alrededor de las rocas y acabar apoderándose de ellas.
El beso había sido muy suave. «Para que tenga suerte», le había dicho él. Pero Karen sentía que el suelo giraba bajo sus pies mientras la atracción le hacía perder el control.
Por primera vez se dejó llevar.
Por una vez Carl calculó bien el tiempo. Entró en Parson’s Road y condujo despacio, con los faros apagados. Llegó a la altura de la casa Mann a tiempo para ver al melenudo atravesando el jardín trasero e internándose en la arboleda.
Había esperado encontrar al hombre caminando por la calle. Lo que le llamó la atención fue el tejadillo blanco de la glorieta situada en el jardín trasero de la casa Mann, y volvió hacia allí la mirada en un acto reflejo. Entonces vio al tipo andando hacia los árboles desde la casa. Era él, el hombre que había visto antes. Estaba totalmente seguro de ello.
Carl condujo lentamente hasta el final de Parson’s, sin encender los faros, hasta que encontró un camino desierto donde aparcar. Acto seguido, apagó el motor del vehículo. Esperó un par de minutos y, de vez en cuando, miraba hacia atrás para asegurarse de que no le seguían y de que estaba solo. Luego salió de la camioneta y se dirigió andando a la casa Mann. No había luz y le pareció que nadie lo había visto. Debía tener cuidado. Tenía que ver adónde se dirigía el hombre.
En esta parte de la propiedad no había ningún silo, de eso estaba seguro, lo cual no implicaba que no tuviera nada que ocultar. Sabía que allí vivía la banquera y los banqueros siempre resultaban problemáticos, siempre tenían las manos mancilladas.
Se internó en el jardín oscuro sin ser visto. Las luces de la casa estaban apagadas y supuso que quienquiera que estuviera dentro de la vivienda de la banquera de las manos sucias estaría durmiendo.
Carl caminó sin hacer ruido por el jardín hasta llegar a los árboles que delimitaban el manzanal. Hacía años que aquellos árboles no daban frutos, era la consecuencia de la sequía que acababa con la vida de todos los seres. Se agachó entre los árboles e intentó distinguir algo entre las ramas y los arbustos. Lo único que veía eran sombras y troncos, y le resultaba imposible distinguir a las unas de los otros. Se arrepintió de haber dejado los prismáticos en la camioneta. Desde su posición, no apreciaba movimiento alguno, lo cual significaba que el tipo se había ido a otra parte o que no se movía. En cualquier caso, tenía que cerciorarse de ello.
Se internó en la arboleda y caminó lo más sigilosamente posible con sus pesadas botas. Hizo muy poco ruido.
A medida que se aproximaba al claro, algo empezó a tomar forma. Primero distinguió una silueta alargada en el suelo. Bajo el claro de luna, vio que se trataba de un hombre.
Estaba tendido boca arriba sobre una sábana o un saco de dormir, tapándose los ojos con un brazo para que no le molestara la luz de la luna, que era considerable. Cuando Carl era pequeño y deseaba que alguien lo acompañara al retrete, que estaba en el exterior de la casa, su abuelo solía decirle: «Ahí fuera hay más luz que la que da una bombilla de sesenta vatios, muchacho». La verdad es que casi tenía razón. El hombre se había cubierto los ojos para dormir. Carl permaneció inmóvil entre los árboles, tratando de averiguar si el tipo dormía realmente o lo hacía ver en espera de que él saliera al claro para luego volarle la cabeza con un arma del gobierno que no dejaría ni rastro del granjero de Goodlands.
Cuando estuvo seguro de que dormía, avanzó lentamente y en silencio. Abandonó la arboleda y entró en el claro. Ni una sola rama crujió ni se movió bajo su pie; el hombre tampoco.
Se trataba del mismo tipo que había avistado en la carretera. Ni siquiera se había quitado las botas. Carl echó un vistazo a su alrededor.
Le pareció que el tipo había acampado. Había un hoyo con ramas ennegrecidas y pensó que era una locura encender una hoguera con esa sequía. Al acercarse más olió el humo en el aire. El hombre tenía la cabeza apoyada en una mochila que no parecía contener gran cosa.
Por la solapa de la mochila asomaba un papel.
Eso era. Carl se situó con sigilo junto a la mochila y se arrodilló, rezando para que las rodillas no le crujieran y despertaran al hombre. Levantó el extremo de la solapa y la mochila se abrió con facilidad. Tiró del papel. No tuvo que tirar mucho de él para ver de qué se trataba.
Era el mapa de Goodlands que el ayuntamiento había confeccionado hacía un par de años. Janet había tenido uno enganchado en la puerta del frigorífico con un imán, hasta que estuvo tan estropeado que no servía para nada. Al final acabaron quemándolo en el hornillo. De todas formas todo el mundo sabía que era una porquería.
Carl contuvo sus ganas de reír. Por el extremo que sostenía vio la sonriente caricatura de Bart Eastly asomando por el taller mecánico del pueblo; iba armado con una llave inglesa y la apuntaba hacia su rótulo.
Lo que le impidió reír fue la gruesa línea negra que marcaba los límites del municipio, la línea que circundaba a Goodlands. Estaba claramente marcada por el borde del inútil mapa. Era como una especie de frontera, aunque muy precisa.
Durante unos segundos, observó al hombre que dormía. Sin molestarse en dejar el mapa en la misma posición en que lo había encontrado, Carl se incorporó y se marchó por donde había venido, con el mismo sigilo, mirando por encima del hombro a cada dos pasos. El hombre ni se inmutó.
Se dirigió a la camioneta y vio que ya empezaba a despuntar el día. Se frotó los ojos antes de ponerla en marcha. Volvería a casa. Estaba cansado y, ahora, también asustado.
Debía haber registrado la mochila. Debía haber dejado inconsciente al hombre y registrarle los bolsillos, intentando descubrir por qué ese forastero melenudo y descuidado tenía un mapa que marcaba los límites de lo que básicamente era la zona atenazada por la sequía, por qué había acampado en el patio de la banquera, y por qué Henry había recogido aquel papel.
Pero Carl estaba atemorizado. Fuera lo que fuera lo que creía haber descubierto, tenía miedo. Le temblaban las manos y asió el volante con fuerza.
Mañana llamaría a Henry y llegarían al fondo del asunto. Nada más levantarse, telefonearía a ese pedazo de imbécil engreído que era Henry y descubriría la identidad de ese tipo y qué relación tenía con Henry. Ya no podría andarse por las ramas.
Mañana todo el pueblo lo sabría, porque Carl iba a contar a sus habitantes lo que se estaba tramando. Si creían que no era capaz de enterarse de lo que ocurría, estaban muy equivocados.
Se dirigió al centro del pueblo con los faros apagados, mirando a su alrededor con suspicacia. No había forma de saber quién era sospechoso. Quizá todos estaban implicados, aunque en realidad dudaba de que la gente corriente, sus amigos, los granjeros, los comerciantes, quienes tenían mucho que perder, estuvieran metidos en ello. Pero los cargos públicos seguro que sí. Los cargos públicos eran como víboras.
Condujo hasta casa sin encender los faros ni una sola vez. Avanzaba guiado por la luz de la luna, semejante a la de una bombilla de sesenta vatios, que había en el cielo. Entró sigilosamente en la casa y se acostó en la cama, junto a Janet.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó ella en cuanto él estuvo bajo las sábanas. Parecía asustada.
Carl encendió la lámpara de la mesita y se lo contó todo.