El club Clancy’s estaba muy animado debido a la retransmisión de un partido de béisbol vía satélite. Cincinnati marcó otro punto a Montreal y los clientes enloquecieron. En cierto modo, Ed Clancy se sintió aliviado al suponer que no había ningún canadiense entre los presentes.
Cuando llegó la tercera entrada, la cerveza corría a raudales. En ese momento Ed Clancy se alegró de haber gastado el dinero en una antena parabólica, aunque eso le hubiera impedido comprar una segadora. No obstante, se arrepintió de no haber esperado y haber adquirido uno de aquellos pequeños aparatos de medio metro de diámetro, tan habituales en la actualidad, ya que la gigantesca antena sufría los ataques de los muchachos, que le tiraban piedras. Además, un gilipollas se había subido al tejado y había pintado con un aerosol «Di quizás a las drogas» en la antena, con alguna que otra falta de ortografía, lo que dio a Clancy que pensar. Cada vez codificaban más programas y a veces resultaba imposible sintonizar algo que atrajera a la clientela, aparte de los culebrones, sin pagar por ello.
En la mayoría de las ocasiones la oferta era mucho mejor que la de la televisión por cable pero, de vez en cuando, programaban algo interesante, como partidos y algunos combates. A tenor de las cuentas que dejaba para el contable, la antena se había amortizado gracias a las cervezas y las apuestas. Además, aunque no lo confesara abiertamente, Clancy era un fiel seguidor de The Young and the Restless.
La máquina de discos estaba parada debido a la emisión del partido. El equipo de Canadá siempre daba espectáculo. Estas retransmisiones le resultaban tan rentables que Clancy solía colocar un pequeño cartel en la pared de la barra anunciando los partidos con varios días de antelación. Contaba con dos televisores en color de veintisiete pulgadas que le habían costado un riñón en su tiempo, pero que seguían funcionando bien. Uno estaba situado en una esquina de la barra, así él lo veía mientras servía las cervezas, y el otro al fondo del establecimiento, junto al billar. Los partidos de béisbol atraían a gran cantidad de personas que, además, consumían.
Clancy’s estaba situado al final de Parson’s Road, en Goodlands, en el extremo noroccidental del término municipal pero lo bastante cerca de Telander, donde no había bar, y de los pueblos de Avis, Mountmore y Washington, situados al sur, cuyos bares carecían de antena parabólica. En Mountmore había una casa de juego, lo cual probablemente restaba un puñado de dólares a la caja de Clancy’s durante el fin de semana, pero cuando se retransmitían combates o partidos de béisbol, sobre todo si jugaba Canadá, venía gente de todas partes.
El establecimiento tenía capacidad para unas cien personas. El edificio era un antiguo almacén de hielo construido en los años cincuenta que estuvo vacío durante veinte años, hasta que él lo compró e hizo los arreglos pertinentes. El suelo y las columnas eran de cemento y, por desgracia, en invierno era muy difícil de calentar, aunque en verano el ambiente era fresco sin necesidad de aire acondicionado, lo cual le otorgaba un valor añadido. Clancy había vaciado el edificio y lo había decorado a su gusto. El resultado final era más parecido a un salón recreativo que a un bar de moda, pero eso gustaba a la clientela. En cierto modo era como estar en casa, aunque su aspecto exterior siguiera recordando al de un almacén. De vez en cuando algún turista hacía un comentario sobre las posibilidades del local. Pero nadie le había hecho ninguna oferta. De lo contrario, Clancy se habría aferrado a ella y se habría dirigido con su viejo Ford a Florida sin pensarlo un solo minuto.
Todos los negocios atravesaban por un momento de crisis, pero a Clancy no le iban mal las cosas. Es lo que ocurre con los bares. El invierno pasado había sido duro pero, aun así, había obtenido beneficios. El verano sería mejor, los estudiantes volvían al pueblo y había turistas. Lo que le preocupaba era depender de los vecinos de Goodlands.
Esta noche había lo que él consideraba «una buena entrada», compuesta en gran medida por la gente del lugar, que había venido a tomar unas cuantas cervezas y a ver el partido. Los sábados por la noche la clientela era de lo peorcito: los jóvenes que trabajaban fuera del pueblo y pasaban el fin de semana en casa. Como no sabían cómo matar el tiempo, acudían a Clancy’s y se emborrachaban. También venían los habitantes de la zona de Badlands. Él guardaba una vara de ganado tras el mostrador y la gente lo sabía. Nunca la había sacado pero no dejaba de repetirse que lo haría, aunque tal vez fuera ilegal y a él le gustaba tenerlo todo en regla.
Una noche Kreb Whalley se emborrachó; la verdad es que se emborrachaba cada noche, pero a veces le daba por comportarse de forma más estúpida de lo normal y, en esa ocasión, Clancy pensó en echarlo. Whalley intentó venderle alcohol del que él mismo destilaba. Clancy le dijo que mantuviera la boca cerrada o que lo entregaría a la policía de inmediato. Después de eso, supuso que ocurriría algo en el local, pero no fue así. Por otro lado, el caso de la pintada de la antena seguía abierto, aunque no creía que uno de los Whalley fuera capaz de escribir tres palabras seguidas. Clancy había ido a la escuela con Kreb Whalley y ya entonces éste era follonero y se intuía que no iba a hacer nada en la vida. Ahora era un perdedor follonero y Clancy suponía que así Kreb se sentía realizado.
Kreb se encontraba en la barra. Todos los Whalley habían hecho acto de presencia, a excepción de la muchacha, quien nunca iba a Clancy’s. Ben Larabee estaba sentado con ellos. No era una mala persona, pero últimamente le había dado por las malas compañías. La sequía se había cebado en el negocio de la recolección de gusanos y su esposa se había ido a vivir con su hermana. Imaginaba que Ben intentaba salir adelante por sí solo y suponía que no conservaría esas amistades durante mucho tiempo.
La gente no paraba de entrar y salir del local y aquello se había convertido en una verdadera fiesta. Había una buena entrada. «Los chicos» ocupaban la mitad de la barra: Teddy Lawrence, Larry Watson, Leonard Franklin, Teddy Boychuk, Bart Eastly, Ed Kushner, Henry Barker, Jeb Trainor y el resto habían acudido al local para ver el partido y charlar un rato. Con el paso de las horas, el tono de la conversación iba subiendo y habían dedicado algún que otro comentario picante a la camarera que los atendía, pero hasta el momento, a excepción de Watson, no habían bebido demasiado. Aunque Watson se emborrachara, su hijo trabajaba en el local y podía llevarlo a casa en coche. Eran la clase de clientes que a Clancy le gustaba, aunque no consumieran mucho. Además, para beber ya estaba el resto de la clientela. El repiqueteo constante de la caja registradora compensaba el hecho de que Ed tuviera que echar una mano en el servicio de mesas, dado que Dave y Debbie no daban abasto cada vez que Cincinnati se apuntaba una carrera.
—¡Eh, Clancy! ¡Otra ronda! —gritó Bart Eastly en dirección a la barra. Luego prosiguió su relato—. ¡Menuda pasada! La dichosa carretera estaba aquí abajo —hizo un gesto con una mano en la mesa y levantó la otra—, y el jodido camino aquí arriba, por lo menos había medio metro de diferencia. Las ruedas quedaron colgando como las piernas de un niño sentado en el borde de una piscina, como si nada. No me extraña que Greeson esté mosqueado, el eje de transmisión ha quedado hecho papilla. Le va a salir caro y creo que no le sobra el dinero. —Bart acabó la poca cerveza que quedaba en la botella en el momento en que el hijo de Larry, Dave Watson, traía más bebidas.
—¿Quién paga esta ronda? —preguntó Dave, mirando a su padre, que se había tomado dos cervezas entre rondas.
—Yo —respondió Bart, al tiempo que sacaba un fajo de billetes. Era el turno de Leonard Franklin, pero nadie iba a dejar que pagara. Dave se marchó después de lanzar otra mirada de desaprobación al rostro cada vez más colorado y sonriente de su padre. Watson no solía beber tanto, pero había tenido un mal día.
Henry Barker estaba tomando su segunda cerveza para intentar liberarse de la tensión que se le acumulaba en los hombros. Aunque oficialmente no estaba de servicio, en realidad siempre lo estaba y se conformaba con cuatro cervezas. Era un hombre alto y corpulento, por lo que como mucho las cuatro cervezas le harían orinar cada media hora. Digería rápidamente la cerveza, que hacía de él un hombre más sociable y tranquilo. Aunque se suponía que todos estaban pendientes de la paliza que recibían los canadienses, en realidad nadie prestaba demasiada atención al partido, a excepción de Teddy Lawrence y Teddy Boychuk. El resto de los presentes hacían poco más que comprobar el resultado de vez en cuando y seguir charlando. La conversación no tenía nada de animada, pues lo que había ocurrido ese día era capaz de desalentar a cualquiera.
—¿Y cómo explicas lo ocurrido? —inquirió Jeb.
—¿Cómo lo explicarías tú? —preguntó Bart a su vez.
—Bueno, supongo que la carretera se agrietó. A veces ocurre… Hacía poco tiempo que Grease la había asfaltado. Tal vez eso tiene algo que ver —comentó Jeb.
—Os aseguro que yo entiendo de carreteras… —alardeó Bart. Contar con un público dispuesto a escuchar otra de sus historias sobre coches era lo mejor que podía pasarle y estaba encantado de poder complacerlos.
—No sé, Bart. Yo entiendo de piernas… —bromeó Kush.
Bart hizo caso omiso de aquel comentario y agregó:
—Si estuviéramos a mediados de enero, quizá diría que la carretera se agrietó por el frío, pero estando en junio, en el verano más caluroso que se recuerda, no creo que se trate de eso.
—Así pues, ¿qué ocurrió, entendido en carreteras? —inquirió Henry.
—No lo sé —repuso Bart, frunciendo el entrecejo—. Supongo que fue un accidente raro.
—Si queréis que os diga la verdad, este maldito pueblo se ha convertido en sí mismo en un accidente raro —farfulló Larry. Todos callaron y volvieron la mirada hacia el partido. Watson estaba ebrio, pero en opinión de Henry, no iba desencaminado.
Antes de ir a Clancy’s, Henry había visto la previsión del tiempo una vez más. De hecho, Lilly le había animado a que saliera a tomar algo para que se olvidara del dichoso Canal de Meteorología. Era lo de siempre… Anunciaban lluvias para mañana y pasado mañana, justo en Goodlands, pero Henry hubiera apostado todo lo que poseía a que no iba a caer ni una sola gota de agua.
Los Blue Jays marcaron un tanto a los de Cincinnati y el público expresó su rabia.
Lo cierto era que la mayoría de las cosas que habían ocurrido ese día tenían una explicación… aparente. Podría decirse que el camino de entrada que iba de la casa a la calle había sufrido las consecuencias de algún tipo de corrimiento geológico o algo así debido a la retención térmica; que alguien había quitado los tapones de los depósitos de agua de Watson y los había vaciado por la razón que fuera, igual que podría decirse que algún imbécil había abierto la verja para que los caballos de Revesette salieran a la carretera. Podría decirse que alguien había ido a casa de los Paxton, buena gente a pesar de sus rarezas, y en un acto de crueldad sin precedentes, había arrancado la cruz y la había hecho pedazos. Todo aquello era posible… en apariencia, aunque no se sabía quién era el autor o la autora de aquellos hechos.
Sin embargo, el asunto de los Paxton resultaba muy extraño. Henry había ido a echar un vistazo. La cruz tenía unos tres metros y medio de altura, el travesaño estaba cortado y atornillado al pie, y todo ello enterrado en el suelo a una profundidad de más de un metro y luego cubierto de cemento. Por lo menos habían sido precisos un par de hombres provistos de una cuerda para remolcar y algún mecanismo para cavar. Para destrozar la cruz habrían necesitado una hora. Además, para arrancar el travesaño habrían tenido que utilizar un taladro. No obstante, la cruz no estaba rota, sólo habían separado las dos partes, y nadie había visto ni oído nada.
En cuanto a lo ocurrido en la finca de Watson, los tapones simplemente habían desaparecido. Alguien los había sacado de los depósitos y no habían logrado encontrarlos. Watson dijo que había pasado casi todo el día buscándolos, incluso había ido hasta la carretera para ver si alguien se los había llevado y los había dejado allí. No encontró nada, salvo la pequeña huella de unas zapatillas de deporte, que debían de ser de una niña. La huella era demasiado grande para ser de sus hijas pequeñas y demasiado pequeña para ser de su esposa. Por supuesto, no es que sospechara de ellas, pero, así a primera vista…, al menos hubiera explicado lo de la huella. A no ser que, quienquiera que fuese el autor de la fechoría, estuviera con su novia, como Bonnie y Clyde.
Podría hallarse una explicación para lo sucedido en casa de Greeson, Revesette, Watson y tal vez de los Paxton, si los hechos se analizaban superficialmente. Pero los chicos todavía no estaban al corriente de lo que había sucedido en la finca de Bell. No había forma de explicar que un coche estuviera panza arriba, como una tortuga, en medio del patio cercado de una familia, a doce metros del cobertizo en el que lo habían dejado la noche anterior. No había explicación posible, ni siquiera a primera vista. Habrían encontrado marcas de los neumáticos en la hierba, posiblemente la única hierba verde que quedaba en Goodlands, porque los Bell compraban agua para mantenerla verde, pero aquello era otra historia. Habrían hallado marcas del Mazda, de la grúa o del vehículo que lo había sacado del cobertizo para dejarlo en el patio. Pero lo sorprendente del asunto era que no había espacio para hacerlo. La grúa habría tenido que ser de la marca Tonka y, aun así, Henry dudaba que Tonka fabricara una lo bastante resistente. Aunque hubieran dejado el coche en punto muerto para empujarlo hasta el patio, como mínimo habrían hecho falta cuatro hombres para darle la vuelta. Lo cierto es que Henry había asistido a más de una fiesta en la que habían hecho algo así, pero siempre con al menos cuatro hombres, y nunca en silencio o sin estar ebrios. Además, aunque eso fuera lo que había sucedido, seguía habiendo una pregunta por responder: ¿por qué?
Leonard Franklin se levantó y metió la mano en el bolsillo. Dejó un billete de cinco sobre la mesa.
—Gracias por las cervezas, chicos. Tengo que ir a casa. Jessie no se encuentra muy bien —dijo.
—¿Tienes sitio en la camioneta para mí, Len? —Ed Kushner se levantó. Era una pregunta retórica.
—Sí —respondió Len.
—No me digas que has venido andando hasta aquí —intervino Boychuk.
—He tenido que dejarle el coche a Gracie. Aun gracias que he podido venir. Como mínimo tengo que ayudarla a cerrar.
—¿Le dejas el coche a una mujer que trabaja toda la noche? Estás acabado, Kush.
—Soy un buenazo —dijo. Siguió a Leonard después de despedirse agitando la mano.
Cuando estuvieron fuera del alcance de sus oídos, Jeb habló.
—La subasta de Franklin es el próximo fin de semana. Ojalá tuviera algo de dinero. Hace tiempo que le tengo echado el ojo a su John Deere.
—Se lo quedará alguien de Oxburg —comentó Boychuk sin darle mayor importancia antes de volverse hacia el televisor.
—Franklin y los Campbell se marchan —afirmó Larry rompiendo el silencio—. ¿Cuánto vamos a tardar nosotros, Dave, los Turner, en marcharnos? Sin duda no demasiado. —Le costaba vocalizar y Henry vio que Jeb lo miraba.
—¡A la mierda con Oxburg! —prosiguió Larry, subiendo la voz—. En Oxburg no tienen ni idea de lo que es la agricultura. Miró a Henry y le señaló el pecho. —¡Nadie sabe nada de agricultura hasta que sobrevive a cuatro dichosos años de sequía! ¿Verdad? ¿Verdad? ¡Sabes que tengo razón!
—Baja un poco la voz, Larry. Bert Maulé está ahí —instó Henry. Bert Maulé y dos de sus amigos eran de Oxburg. Maulé vendía propiedades en el condado. Era un imbécil en sus buenos momentos y no hacía falta provocarlo demasiado para que se enzarzase en una pelea. Se rumoreaba que su esposa tenía un lío con otro.
—¡A la mierda! —insistió Larry, bajando un poco la voz.
Bart apartó la mirada del partido e inquirió:
—Oye, Henry, ¿quién crees que ha hecho todo esto?
—¿Cómo demonios quieres que lo sepa? ¿Qué crees que soy, un médium?
Trainor se echó a reír.
—Es una buena manera de inspirar fe en el sistema, Henry.
—Menuda fe —respondió él—. En estos momentos sé lo mismo que los demás o incluso menos. No es que me enorgullezca de ello. —Jeb se echó a reír y se levantó para dirigirse al servicio.
Larry se había perdido el comentario, pero alzó la mirada y observó a Jeb mientras se alejaba. Boychuk y Lawrence estaban atentos al partido. Larry extendió la mano y agarró a Henry por el brazo, al tiempo que lo miraba con ojos borrosos y enrojecidos.
—Estoy hundido —susurró—. El pozo está seco. Lo he gastado todo. Me he gastado el dinero de los estudios de Dave, los ahorros, todo. No me queda nada. Ahora necesito depósitos nuevos o los animales morirán. ¿Qué demonios voy a hacer? ¿Qué vamos a hacer? —Hablaba con tono de súplica, sintiéndose indefenso; había hundido los dedos en el brazo de Henry. Éste pensó en la imagen del Canal de Meteorología, en las nubes henchidas flotando, moviéndose, balanceándose sobre el territorio del estado, sobre Goodlands, justo encima. También imaginó a Carl Simpson conduciendo su camioneta en busca de agentes gubernamentales tocados con un sombrero negro que entraron a hurtadillas en los silos y realizaron experimentos climáticos.
—No lo sé, Larry. ¿Qué me dices del seguro?
—¿El seguro? —Se echó a reír con escepticismo y manchó de saliva la camisa de Henry—. Dejé de pagarlo el pasado otoño. Ya nadie paga el seguro. —Volvió a resoplar, soltó el brazo de Henry y se inclinó sobre la mesa con los ojos cerrados. El sheriff se preguntó si iba a desmayarse o a vomitar.
Bart se levantó.
—Me largo. Por la mañana tengo que ir a casa de Greeson. Voy a dejarle un coche y le ayudaré a levantar la parte final del camino. Qué bueno soy. —Dejó un dólar sobre la mesa—. Es la propina, no os la quedéis.
—¿Por qué no acompañas a Larry a casa, Bart? —sugirió Henry. Bart lo miró con cara de pocos amigos.
—Vamos, Watson. Nada de vómitos en el coche, mi madre acaba de limpiarlo.
Larry no se dignó contestar. Se puso en pie y rebuscó en el bolsillo. Dejó algunas monedas sobre la mesa.
—Bueno —farfulló, levantando la voz para imitar la de Bart—, es la propina, no os la quedéis.
Larry se apoyó en Henry y le dijo con voz de borracho:
—Este pueblo se ha convertido en un accidente raro, Henry. Deberías alejarte de él antes de que acabe engulléndote. —El sheriff lo miró y Larry le guiñó un ojo con rostro sombrío. Luego le tendió la mano y Henry se la estrechó. Volvió a guiñar el ojo y se dirigió a la puerta con paso tambaleante.
Henry debería haberlo llevado a casa, porque Eastly se limitaría a dejarlo al final del camino de entrada. Por lo menos Henry habría entrado en su casa un momento para intentar suavizar la reacción de su esposa. Pero lo cierto es que no tenía ganas de marcharse. Presentía que aquella noche iba a ocurrir algo. Lo notaba en el ambiente, como si en cualquier momento fuera a iniciarse una pelea. Si era así, su presencia allí era obligada.
Jeb se acercó a la mesa con cara de preocupación.
—Larry no piensa conducir para volver a casa, ¿verdad?
Henry negó con la cabeza.
—Eastly lo va a acompañar.
—Menuda putada lo de los depósitos de agua. Eso es capaz de arruinar a cualquiera.
—Sí.
Jeb acercó la silla un poco más. Lanzó una mirada a los dos Teddys, que hablaban sobre el partido como si nada hubiera pasado. Quizás a ellos no les afectaba la situación. Henry sabía que Boychuk sobrevivía gracias a la asistencia social, aunque lo mantenía en secreto. También estaba al corriente de que solía visitar otras ciudades y que, en cuanto encontrara trabajo, toda la familia se marcharía de allí. Habían perdido su finca hacía aproximadamente un año y vivían con la madre de su mujer. Quizá, puesto que los Boychuk ya habían pasado por todo aquello, se limitaban a dar tiempo al tiempo.
—Hay que hacer algo, Henry —manifestó Jeb.
—¿Con qué?
—Con todo. El pueblo. Este lugar se está muriendo y lo único que hacemos es quedarnos sentados a esperar que llueva —declaró—. Hay alguien tan desesperado como para ir por ahí destrozándolo todo, haciendo daño a la gente sin motivo aparente. Me he enterado de lo de los Paxton y la cruz. Son más raros que un perro a cuadros, de eso no hay duda, pero nadie se merece una cosa así. Alguien va por ahí cargado de mala leche y, dadas las circunstancias, no me extraña.
—Te entiendo perfectamente, Jeb, pero no puedo hacer nada. —Jeb Trainor era lo que en la familia de Henry consideraban «buena gente»: leal, formal, respetable, quizás un poco fanfarrón, pero siempre estaba dispuesto a echar una mano desinteresadamente. Henry lo conocía desde su niñez.
—He pasado por casa de Revesette antes de venir aquí. Esto me da mala espina, Henry —dijo meneando la cabeza—. Me atrevería a sugerirte que pasaras por allí, si no temiera por tu integridad física.
Henry se irguió y preguntó:
—¿A qué te refieres? He visto a Dave esta mañana.
—Lo sé. Ha repartido a los muchachos por todo el rancho. Van armados y montan guardia. Está decidido a actuar. Le he dicho que lo único que haría es meterse en líos. Quise gastarle una broma y le dije: «¿Quieres que me identifique?», y ni siquiera sonrió. Asegura que no se fía ni de su sombra. Y también que no confía en que tú le resuelvas ningún problema, pero eso es otro asunto.
—¡Caray!
—El ambiente se está calentando. A Carl Simpson le ha dado por conducir muy despacio por las carreteras, mirando por la ventanilla de forma extraña. La otra noche pasó junto a mi casa y enfocó el patio con una linterna. Yo estaba fuera fumando un cigarrillo, porque Lizzie cree que lo he dejado, le saludé con la mano y no me hizo caso. Se limitó a mirarme. Además, mi mujer vio a Janet en la oficina de correos y me dijo que últimamente parecía que no había dormido bien —explicó Jeb antes de añadir—: Pero claro, ¿quién duerme bien en este pueblo?
—Vi a Carl hace dos semanas. Ya hace días que tengo pensado pasar por su casa —comentó Henry con poca convicción.
—No sé si te has dado cuenta, pero últimamente los Gordon evitan venir al pueblo, como si hubiera una epidemia. Quizá me equivoque, pero creo que van a reducir sus pérdidas. Vi al viejo Ed Gordon en la carretera y se limitó a mirar hacia delante. Todo el mundo lo hace. La gente empieza a comportarse de forma extraña, como si viera fantasmas. —Jeb meneó la cabeza. Los Gordon eran los agentes de la compañía de seguros del pueblo y a Henry no le sorprendería que a ellos también les fueran mal las cosas. Pero cuando los agentes de seguros empiezan a evitar a otras personas, entonces es que la situación está realmente mal—. Hace cuatro meses que pusimos la finca en venta, no se lo digas a nadie, Henry, no quiero que la gente piense que abandono el barco, pero he estado sopesando mis opciones. Ya no soy joven, aunque empiezo a pensar que comenzar de nuevo no será peor que seguir aquí. Y creo que no soy el único que lo piensa. En Weston vi unas cuantas caras conocidas, todas ellas cerca o por los alrededores de la oficina inmobiliaria. Tal vez se tratara de una coincidencia pero, dado el motivo de mi visita, no estaría tan seguro.
Henry asintió. Jeb estaba en lo cierto. En Goodlands se respiraba un ambiente desconocido hasta entonces. El optimismo brillaba por su ausencia, lo cual no era de extrañar, pero había algo más. Al igual que en muchas comunidades agrícolas, los habitantes de Goodlands eran bastante independientes, autosuficientes, pero últimamente parecían no sólo preocuparse de uno mismo, sino protegerse de los demás. Aunque Henry no lo había presenciado, le habían hablado de una escaramuza en el surtidor de agua de Telander ocurrida la semana anterior. No fue nada grave, todo se limitó a unos cuantos empujones para decidir quién había llegado antes. El asunto acabó en unos minutos y no quedó más que cierta dosis de confusión y sentimientos heridos, pero no era normal que la gente de Goodlands se comportara de esa manera. En Goodlands había un fuerte sentido de pertenencia a una comunidad, de cariño por los vecinos, pero eso estaba cambiando.
—Te entiendo perfectamente, Jeb.
—¿Sabes que Greg Washington disparó a sus dos perros hace un par de días? Ya no hay trabajo para ellos en la granja porque Greg ha vendido los animales que tenía. Tuvo que matar a los perros. El grande y negro debía de tener por lo menos quince años, era la mascota del hijo. Cuando un hombre mata al perro de su hijo, es que la situación es realmente grave.
Los dos hombres se quedaron en silencio entre el bullicio del bar y, como autómatas, dirigieron la mirada al televisor situado en un rincón. El partido había llegado prácticamente a su fin y Cincinnati iba a ganar. Dave Watson se acercó y ofreció otra ronda a todos los presentes.
—No, gracias. Me marcho —repuso Jeb, poniéndose de pie.
—¿Mi padre se ha ido a casa bien? —preguntó Dave.
—Se lo ha llevado Bart. Supongo que esta noche podrás volver en el coche. —Sacó unos cuantos billetes y se los dio a Dave—. Toma, esta ronda la pago yo y aquí tienes un poco de propina, Dave. Eres una camarera realmente atractiva, aunque tienes las piernas un poco delgadas. —Jeb se despidió y se marchó, por lo que Henry se quedó solo en la mesa con los dos Teddys. Éstos se volvieron hacia él por cortesía, pero siguieron atentos al partido como si fuera muy interesante y no trataron de iniciar una conversación. Henry se dio cuenta de que Boychuk tenía las mejillas sonrojadas y se preguntó si había bebido mucho. Los dos tenían un brillo anormal en los ojos y unas ojeras pronunciadas. Todo el mundo padecía problemas de insomnio.
Dave trajo las cervezas y, cuando Henry empezaba a plantearse volver a casa, la puerta se abrió y entró un desconocido. Henry se sobresaltó al ver al tipo acercarse a la barra y situarse entre dos hombres de Avis.
«Podría tratarse de cualquiera», pensó. No obstante, tenía la sensación de que era el tipo raro del que había hablado Gooner, el que habían visto los Tindal, el de la colilla…
Henry tomó otro trago de cerveza. Se lo tragó de golpe. Tenía la frente cubierta de gotas de sudor, aunque en el bar se estaba relativamente fresco.
Observó al tipo mientras éste pedía una cerveza a Clancy, miraba con indiferencia el televisor situado encima de la barra para luego bajar la vista de nuevo. Clancy le sirvió la cerveza y él la pagó. Henry siguió observándolo.
Coincidía perfectamente con la descripción, incluidas las botas.
«Podría tratarse de cualquiera». Ni siquiera Henry conocía a todos los habitantes del condado de Capawatsa. Se percató de que otros dos clientes miraban a aquel tipo como si fuera un extraño. Así pues, Henry no era el único que había reparado en él.
Con gesto distraído, se llevó la mano al muslo y palpó el bolsillo delantero de los pantalones en cuyo interior guardaba la bolsa con la colilla hallada frente a la casa de Karen, que debería encontrarse en el archivo de pruebas de la oficina, pero que seguía en su bolsillo.
El desconocido introdujo la mano en el bolsillo trasero de los vaqueros y a Henry, oculto tras algunas cabezas y un par de cuerpos, le pareció que sacaba un pequeño estuche. Henry pudo verlo mejor cuando Cincinnati marcó otro tanto y todo el mundo se inclinó hacia adelante. El tipo empezó a liar un cigarrillo con los codos apoyados en la barra.
Los dos Teddys apenas apartaron la vista del partido cuando Henry se puso en pie.
—Voy a estirar las piernas —dijo y se alejó de la mesa.
Tom bebió un sorbo de Budweiser y echó una mirada alrededor del bar para inspeccionar a la clientela, movido más por la fuerza de la costumbre que por un interés real. Liaba el cigarrillo con el mismo estilo que tenía al andar, despacio y con movimientos regulares, disfrutando de la acción tanto como del placer que obtendría al fumarlo.
Aún recordaba el puñado de tierra que había sostenido en la palma de la mano en el patio de Karen. Todavía le parecía notar su calor.
Se llevó el cigarrillo a la boca y lo encendió con una cerilla. Dio una calada, abrió la mano y la observó con interés. Tenía la palma callosa y restos de tierra en las líneas de la mano. Sin mirar, se la frotó contra los pantalones.
El sabor de la cerveza después del vino dulzón le resultaba agradable. Prefería la cerveza, ya que encontraba los licores demasiado fuertes para él. Se los reservaba para cuando una sensación desagradable le recorría la columna y era incapaz de apartar los pensamientos sombríos de su mente. A veces, cuando iba andando y le embargaba esa amarga sensación, compraba una botella pequeña y la llevaba en la mochila para echar un trago de vez en cuando. Había estado a punto de pedir algo más contundente, pero se contuvo.
Como solía hacer, escudriñó la clientela del local. Si hubiera estado de paso, tal vez habría podido ganar unos cuantos pavos en el bar, a pesar de que había demasiadas personas cuya mirada delataba que se encontraban al borde del abismo. Casi podía distinguir a la gente que era de Goodlands de la procedente de otros pueblos. Lo veía en la postura de los hombres al sentarse, en las botellas vacías sobre la mesa, en los rostros. Supuso que los que más bebían eran los del pueblo. Sin duda era una de las particularidades de las malas épocas.
Fuera lo que fuera lo que impedía que lloviera en Goodlands, tenía la sensación de que eso estaba enraizado en la tierra. Por ello percibía aquella tenue vibración bajo el terreno, demasiado amortiguada y distante para que los demás la notaran.
—Hola —dijo una voz detrás de él. Se sorprendió, pero disimuló su reacción. Tom volvió la cabeza y vio un par de ojos inyectados en sangre.
Tom saludó con la cabeza y se dio la vuelta porque pensaba que el tipo sólo quería hacerse un sitio en la barra. El hombre no se movió. Llevaba una cerveza en la mano.
—Henry Barker —se presentó, sonriendo y tendiéndole la mano.
Tom se la estrechó.
—Hola.
—¿Te gusta el béisbol? —preguntó Henry, al tiempo que sin soltar la cerveza hacía un gesto hacia el televisor situado sobre la barra.
—No mucho. —Se volvió hacia la barra, dejó caer la ceniza del cigarrillo en el cenicero que tenía delante y dio la espalda a Henry, que observó que el pitillo era fino, como un porro.
—Yo soy fan de los Orioles. No sé por qué. Supongo que de pequeño uno se aficiona a un equipo y ya no cambia. Hay gente que tiene una fe ciega en los Yankees y no hay forma de hacerles cambiar de opinión. —Soltó una risita ahogada. Tom no respondió—. No he entendido tu nombre —añadió Henry.
—No lo he dicho.
—En fin, creo que es una cuestión de edu…
Tom lo interrumpió.
—Supongo que éste es un pueblo acogedor, pero no he venido a buscar conversación, señor Barker.
Henry entornó los ojos.
—Bueno, he visto que fumabas un cigarrillo y diría que no eres de aquí —declaró—. Tenemos un tiempo muy seco y hay que tener cuidado con los pitillos.
—Si quiere que le sea sincero, no tienen un tiempo de ningún tipo pero agradezco su consejo. Disculpe —repuso, dando por terminada la conversación.
—Sí que es un pueblo acogedor. Y, según dicen, éste es el mejor bar en treinta kilómetros a la redonda. —Henry se echó a reír de nuevo—. ¿Estás de paso?
Se produjo un largo silencio. Lentamente Tom volvió la cabeza hacia el hombre. Al hacerlo, Henry notó que algo cambiaba en el aire que los rodeaba, como si una brisa fresca se hubiera levantado a sus pies. Se apreciaba un olor familiar en el ambiente, algo agradable, a pesar de la mirada del hombre. Tom esbozó una sonrisa forzada.
—Sólo estoy tomando una cerveza, eso es todo —repuso—. ¿Tiene algún problema conmigo? —Habló con parsimonia, midiendo sus palabras. Miró fijamente a Henry—. De lo contrario, me gustaría tomarme la cerveza tranquilamente. Ya le he dicho que no busco conversación.
La brisa fresca desapareció y Henry se sintió acalorado. Tenía la frente cubierta de sudor. Llevaba una gorra y le picaba el cuero cabelludo.
—Soy el sheriff del condado —declaró no sin cierta dificultad.
—¿Está en misión oficial?
—Tal vez —dijo Henry con voz queda. Sentía necesidad de toser, notaba la garganta seca en contraposición al repentino calor que embargaba su cuerpo—. Me gusta saber quién ronda por aquí.
—Pues en ese caso estoy de paso —dijo Tom sonriendo, sin apartar la mirada del hombre. Luego se volvió con un pequeño gesto de la cabeza y le dio la espalda.
Henry permaneció detrás de él con cierta sensación de incomodidad, sin apenas darse cuenta de que el hombre se había dado la vuelta. Parecía que la conversación había llegado a su fin. Henry notaba la garganta totalmente seca. Bebió un sorbo de cerveza para aliviar esa sensación, pero sólo lo consiguió en parte. Volvió a percibir el agradable aroma de antes. Era incapaz de identificarlo, pero le resultaba sumamente familiar. Le hacía evocar la imagen de las calurosas mañanas de sábado de su infancia, mientras cortaba el césped. Recordó la voz de la dicharachera joven del Canal de Meteorología. Tenía la palabra en la punta de la lengua, pero de pronto ésta se esfumó. Henry volvió a beber de la botella.
—Bueno, te dejo beber tranquilo. Ha sido un placer conocerte —dijo cuando logró articular palabra. Se sentía extraño, un tanto aturdido. Con paso mecánico regresó a la mesa a la que seguían sentados los dos Teddys. Como no conseguía apartar esa sensación de sequedad que lo embargaba aquella noche, acabó tomando cinco cervezas en vez de las cuatro de rigor.
Observó al hombre desde la mesa, a la espera de su siguiente movimiento.
Karen yacía despierta en la cama. No lograba conciliar el sueño. Sentía la placentera calidez del vino, aunque ya empezaba a disiparse, justo antes de que acabara convirtiéndose en una jaqueca. Deseaba dormir profundamente, sin sueños complicados, a pesar de que se sentía dominada por un desasosiego que la impulsaba a levantarse, tomar una ducha, ver la televisión o pasar la aspiradora. «O quizá correr por Parson’s Road enfundada en el camisón hasta que consuma parte de la energía que siento en mi interior. Quizá correr hasta que el sudor emane de mi cuerpo y lo arrastre todo con él, como un buen aguacero».
No hizo nada de eso. Permaneció despierta y dejó que la conversación con el invocador de lluvia se repitiera una y otra vez en su mente, como un fragmento de vídeo que no cesara de rebobinar.
Karen parecía incapaz de controlar sus emociones. Se sentía como en esas atracciones de feria en las que te introducen en uno de los compartimientos ubicado en un artefacto circular y la máquina empieza a girar y girar hasta que el fondo desaparece y te quedas sin base, mientras el mundo baila a tus pies. Uno no tiene la sensación de caer, ya que la fuerza centrífuga te mantiene pegado a un lado, aunque de todos modos te agarres con todas tus fuerzas, probablemente porque es lo único que puedes hacer para protegerte. En realidad, Karen nunca había subido en esa atracción ni en ninguna otra, y no entendía que alguien que levantara más de un metro del suelo y, en consecuencia, fuera consciente de lo que le esperaba, subiera a las atracciones. Aun así, lo hacían. La gente hacía largas colas para subir y luego salía con la cara sonrojada, rebosante de emoción, riendo alborozada, a veces incluso volvía a ponerse a la cola.
Así se sentía: como si la tierra bailara bajo sus pies mientras ella permanecía inmóvil.
La sequía y su posible solución estaban fuera de su control. No podía impedir que alguien de CA (o aún peor, el mismo Larry) descubriera lo que había hecho, ni tampoco sería capaz de conservar su puesto de trabajo, con o sin sequía. Le resultaba imposible controlar al hombre que dormía en su propiedad, con su sonrisa fingida y un saco lleno de trucos escondido en algún lugar. Para bien o para mal, se encontraba en la atracción y debía esperar a que el invocador de lluvia accionara la palanca que le permitiera bajar. Se prometió que llegado ese momento todo volvería a la normalidad, para bien o para mal.
Él se marcharía y ella se quedaría. Llovería y Goodlands recobraría la normalidad. Karen recuperaría su posición en el seno de la comunidad, la gente la saludaría al pasar, la mirarían a la cara cuando se encontraran en el colmado. Volverían a llamarla y pedirle que participara en los comités, que horneara algo para vender, que donara algún artículo para la subasta, que echara una mano en el baile de recaudación de fondos para los bomberos. Él partiría y ella se quedaría y al cabo de un par de años algún forastero se mudaría al pueblo, tal vez un veterinario, un abogado que trabajara en Weston y residiera en Goodlands, pero no un granjero, pues le resultaría demasiado irónico y supondría un gran retroceso en una vida labrada mediante zancadas largas y calculadas. Se conocerían y entablarían una amistad que desembocaría en noviazgo.
Más tarde, se casarían y tendrían hijos y se establecerían definitivamente en Goodlands. Eso es lo que ocurriría. Y el recuerdo de aquella semana de junio, en el cuarto año de la ya legendaria sequía, empezaría a parecer algo que en realidad no había sucedido, una leyenda de la que se hablaría en las fiestas y que los viejos contarían a los jóvenes.
Aguardaría la llegada de ese momento y la espera valdría la pena porque se lo merecía. Lo cierto era que si había alguien en Goodlands que estuviera cumpliendo su penitencia se trataba de ella. Su pecado era la codicia y estaba pagando por ello.
Por supuesto, todo se había iniciado con la pobreza persistente y opresora de su niñez y juventud. No terminó cuando consiguió el primer empico, ni cuando consiguió abrir una cuenta bancaria en sus años de instituto. Tampoco cuando acabó sus estudios y se mudó a un apartamento. No terminó con la muerte de sus padres, ni cuando se dedicó a llenar su casa de artículos caros y lujosos que acabaron enviándola a Goodlands. No terminó hasta que llegó aquí.
Entonces, por fin, parte del deseo y de la desesperación incontrolables se habían esfumado lentamente, dejándola con algo parecido a la satisfacción, fruto de la paz y la tranquilidad de la pequeña casa situada a las afueras del pueblo, en cuyo porche trasero podía sentarse a contemplar el mundo y no ver algo que anhelara poseer.
De pequeña había sentido ese anhelo de posesión. Había ido a una escuela con docenas de niños como ella, cuyos padres sobrevivían a duras penas con lo que sacaban de una granja, que vestían con ropa usada demasiado raída, a quienes les cortaban el desaliñado pelo en casa, que llevaban algo de comer en bolsas de papel marrón que utilizaban una y otra vez hasta romperse. Todos procedían del mismo entorno familiar, pero lo que Karen más deseaba era parecerse a Becky. No recordaba, por mucho que lo intentara, el apellido de la niña ni nada más sobre ella, aparte del hecho de que poseía cosas que Karen anhelaba.
En el catálogo de Sears de ese año aparecía una falda escocesa a cuadros azul marino y rojo, estilo pareo con un borde vertical de flecos suaves. La parte que cruzaba se cerraba con un largo alfiler de plata, como una aguja imperdible más grande de lo normal. Becky tenía una falda escocesa como ésa. La lucía en la escuela y a todas las muchachas les gustaba, de modo que cada vez que Becky aparecía con ella se armaba un gran revuelo. Pero a ninguna le gustaba tanto como a Karen. La deseaba con todas sus fuerzas. Esa noche, suplicó a su madre que le comprara una y su madre consultó el catálogo.
«¡Esa falda vale veintisiete dólares!», había dicho, y el asunto se dio por zanjado. Así pues, cuando Becky acudió a la escuela con la falda, Karen esperó a que todas se cambiaran para la clase de gimnasia y le robó el reluciente alfiler de plata (robar la falda hubiera resultado imposible). Lo guardó durante años, hasta que entró en el instituto y nunca se lo puso ni dejó que otra persona lo viera. Lo escondió en la caja secreta que guardaba en el fondo del armario de su habitación, debajo de los zapatos buenos. Su calzado se iba renovando cada año (a veces con mayor frecuencia, como en sus años de instituto, cuando seguía creciendo y sus padres no hacían más que recordarle que la factura de su ropa y calzado iba a mandarlos al asilo de pobres, como si su situación ya no fuera de por sí precaria), pero la caja sobre la que lo colocaba nunca cambió. Años más tarde, la empleó para guardar artículos de «contrabando»: cigarrillos y una lata de cerveza que había pasado tanto tiempo en aquel caluroso rincón que acabó desbravada.
Conservó el alfiler, cuya desaparición estuvo a punto de romper el corazón de Becky, aunque al cabo de una semana ya tenía otro.
La niña pensó que lo había perdido. Por supuesto, Karen siempre guardó el secreto y, ese día, después de la clase de gimnasia, incluso había tenido el descaro de consolarla.
Nunca había utilizado el alfiler para sostenerse la solapa de una falda escocesa, ni para adornar una blusa, porque en realidad no lo quería para eso, sino para poseerlo.
A veces lo sacaba de la caja y lo sostenía entre las manos, abría y cerraba el alfiler, escuchaba su sonido característico, presionaba el extremo afilado con la yema del dedo. En ocasiones lo enganchaba en una prenda de ropa para admirar el brillo que emitía bajo la bombilla desnuda de su habitación.
Años más tarde, siendo adulta, cuando Karen pensaba en el alfiler, se sentía invadida por sentimientos encontrados de temeridad y vergüenza.
No obstante, también recordaba lo bien que se había sentido por el mero hecho de poseerlo. Recordaba la agradable tirantez en el cuero cabelludo, sequedad en la boca, palpitaciones en el corazón y calidez en el estómago cuando por fin fue suyo. Era una sensación parecida a la que experimentaba durante su época oscura que, en definitiva, era como la del alfiler de Becky llevado a un extremo mucho más caro y exagerado.
Pensó que lo había superado cuando se fue de casa y se independizó. Había conseguido lo que sus padres nunca pudieron hacer: no vivir a salto de mata y disponer de ingresos regulares. Karen podía comprarse comida y ropa, por muy modesta que fuera, pero eso nunca le faltaba. Sin embargo, cometió el error de ir más allá de las necesidades básicas y pasar al terreno de los caprichos. La culminación de todos esos años de ansia desesperada de posesión fue el desastre financiero en que se convirtió su existencia, el desastre que la llevó a Goodlands.
Por fin llegó a ese lugar, a lo que en un principio pareció ser el final del camino, donde no sentía vergüenza y desesperación por lo que no poseía sino por lo que había hecho.
El invocador de lluvia se equivocaba si creía que no tenía nada que perder en aquella situación.
Lo que realmente la rehabilitó fue construir la glorieta. Cuando George encontró el cadáver de esa pobre mujer, que había pasado todos aquellos años enterrada, el edificio perdió todo su encanto. Entonces se sintió rehabilitada. Sin embargo, había vuelto a estar al borde del abismo. No había sido más que una señal o, por lo menos, así lo interpretó. Construir la glorieta, gastarse el dinero había supuesto una especie de prueba, un último capricho para ver si aquel anhelo de posesión seguía presente. Pero no fue así. Al firmar el cheque, le sudaron las manos y el corazón le palpitó de placer. Pero todo se diluyó en la nada cuando la glorieta estuvo construida. En esa ocasión, poseer le reportaba poco deleite por mucho que la glorieta supusiera un pequeño paso en el camino hacia otro tipo de fantasías: las fantasías románticas de alguien que la hiciera girar en el suelo de cemento, el sonido de sus zapatos de tacón siguiendo el ritmo de la música procedente del equipo estéreo de la casa. La glorieta no había convertido ningún sueño en realidad. No era más que una construcción vacía en su patio trasero, un tanto deteriorada, necesitada de una capa de pintura, y mancillada con la desgracia de otra mujer.
Por supuesto, no esperaba que la construcción de la glorieta le proporcionara lo que necesitaba para considerar que tenía una vida plena, como por arte de magia.
Lo único que consiguió fue acabar de una vez por todas con aquel anhelo de posesión. Sin embargo, le había reportado lo único que realmente quería: cierta satisfacción.
Se había contentado. Había encontrado la paz que todo lo que había comprado a lo largo de los años no le había aportado. Aquella sensación había empezado a apoderarse de ella, sosegándola. Goodlands le había proporcionado un lugar en la comunidad, vecinos amables, un buen trabajo, una oportunidad de olvidar su pasado y empezar de nuevo. Pero entonces llegó la sequía y el lento declive que supuso.
Estaba cumpliendo su penitencia. Volvía a sentirse intranquila. Deseaba poseer, se sentía necesitada de algo. No obstante, en esta ocasión codiciaba algo distinto.
Karen deseaba al invocador de lluvia.
Sabía perfectamente en qué parte del brazo la había tocado, como si hubiera dejado marcadas sus huellas dactilares. De haber permanecido en el claro, junto a la hoguera, junto al hombre, quizás habría perdido el control que por fin había conseguido tener de sí misma y del mundo que la rodeaba.
Una transacción como aquélla sería la más cara de su vida, y sin duda sería como uno de aquellos artículos que ella compraba y que acababan dejándola vacía e insatisfecha. Pero el precio que debería pagar por ello sería elevado.
Pero eso no iba a suceder. Su plan era esperar a que un apuesto veterinario o abogado de manos delicadas y modales distinguidos llegara a Goodlands y decidiera quedarse. Su buena amistad desembocaría lentamente en noviazgo y luego se casarían y tendrían hijos. Ése era el plan.
El plan no consistía en caer en manos de un vagabundo que había llegado al pueblo con lo puesto y que, según sospechaba ella, ocultaba algo en su interior que mostraba a través de su sonrisa de estafador: una vena mezquina.
En su camino se interponían demasiados problemas, primero la sequía y luego el hombre que había visto en la televisión, de pie bajo la lluvia, apartándose el pelo de los ojos, dejando que el agua corriera por sus brazos, sonriendo a la cámara con cara de satisfacción. No podía quedar a merced de ese hombre porque eso supondría renunciar a todo. Esperaba el momento adecuado, al hombre adecuado. Tenía mucho que ofrecer y mucho a lo que renunciar.
En sus planes no se contemplaba la existencia de un invocador de lluvia, aunque sólo se acostara con él, posibilidad que le resultaba irrisoria dada su falta de experiencia con los hombres. Nunca había sido una de esas chicas que se acostaba con un muchacho la cuarta vez que iban a cenar, o la tercera vez que iban al cine, o como fueran hoy en día esas cosas. Había elegido a conciencia y se enorgullecía de ello.
Su mente, llena de cifras y ecuaciones, de hileras de números que sumaban cantidades, se regía con sus propias normas. El primer chico fue su verdadero amor del instituto. El segundo no era tan joven y, probablemente, del único que se arrepentía. El tercero era un hombre adulto. Lo conoció en el banco, se acostó con él después de salir juntos durante dos meses (teniendo en cuenta que la relación que mantuvieron durante el último mes fue lo bastante seria para convencerla) y su noviazgo se prolongó un año, hasta que él le habló de sus deseos de vivir con ella. Era demasiado bromista, se tomaba la vida demasiado a la ligera y carecía de la profunda seriedad de Karen. Sin duda hubiera sido un error.
Sin embargo, aquella relación habría resultado más propicia que una unión con el invocador de lluvia. Por descontado, el tercer hombre nunca le había hecho sentir una felicidad de vértigo. Pero en la actualidad, a pesar de todos sus intentos, los últimos atisbos de control se le escapaban de las manos y la tierra bailaba bajo sus pies. Karen deseaba al invocador de lluvia con todas sus fuerzas. Pero era una opción costosa.