Hacía cuatro años que Karen era miembro del Consejo Comercial de Goodlands, desde su fundación en el invierno de lo que sería el primer año de sequía. Fue un invierno seco pero, dentro del ciclo climático de las estaciones y los años, no era motivo de preocupación. Por aquel entonces, en Goodlands reinaba la prosperidad. Siempre había conservado cierto nivel de bienestar no demasiado afectado por la política, los desastres sociales o los auges y reveses repentinos que afectaban a otros pueblos. Era constante y firme, sujeto tan sólo al comportamiento caprichoso del clima, que generalmente no les causaba serios problemas.
De hecho, el consejo se había formado como consecuencia de la naturaleza invariable de la economía a largo plazo de la localidad. Se reunían para tratar temas turísticos, que al principio no se tomaban muy en serio, y planes comerciales, como intentar convencer al pueblo de que añadiera un par de festivales a su reducida lista de entretenimientos: el Festival del Hielo a mediados de enero, el picnic del Cuatro de Julio, y el Día del Rodeo en agosto. En el primer año de reunión del consejo, éste consiguió organizar y financiar una Feria de Artes y Oficios y una Venta de Pasteles a finales de noviembre, las cuales cosecharon un gran éxito, y prolongaron el rodeo un día más. Había planes para celebrar una barbacoa de «Fin de Verano» en septiembre pero, cuando se reunieron para tratar el tema, la sequía ya había empezado a causar estragos y decidieron esperar al año siguiente. Pero para entonces habían empezado ya los malos tiempos.
El consejo se reunía un miércoles cada seis semanas, repasaba un orden del día inocuo, acababa la velada con cotilleos disfrazados de debate y tomaba el café amablemente servido por Rosie (por una cuota de socio de diez dólares anuales). A veces, Betty Washington asistía en representación del condado y traía un pastel casero. La reunión era presidida por turnos.
Durante esos años Karen había disfrutado de las reuniones puesto que se celebraban lo bastante espaciadas en el tiempo como para no suponer una carga. Le brindaban la posibilidad de relacionarse con personas a quienes normalmente sólo trataba como banquera. Además, dado el talante del consejo, las reuniones solían ser divertidas. Ed Clancy, por ejemplo, siempre tenía un chiste nuevo que contar, dado que en su posición escuchaba muchos. Karen sospechaba que los «suavizaba» antes de contarlos en la reunión, pero les hacían reír.
Sin embargo, durante el último año, los componentes del consejo habían empezado a tener la sensación de que se reunían en vano. Los negocios no eran boyantes y la idea de presentar algo para lo que se necesitara recaudar fondos resultaba absurda. Algunos de los miembros eran partidarios de disolver el consejo hasta que acabara la sequía y Karen presentía que, si la situación no mejoraba durante el verano, en otoño suspenderían las reuniones.
La reunión de aquel miércoles le resultaba sumamente inoportuna. Deseaba volver a casa y descubrir si había ocurrido algo.
Durante el primer año, esas sesiones se habían convertido oficialmente en cenas, por lo que cada seis miércoles se juntaban en la cafetería, donde Grace preparaba un menú especial, invariablemente servido con patatas fritas. En realidad, era más una comilona que una reunión. Esta costumbre dejó de ponerse en práctica después del primer año de sequía, cuando los miembros decidieron que no era oportuno comer mientras se hablaba del ocaso de las fortunas del pueblo. No obstante, a nadie se le ocurrió cambiar la hora inicial de la reunión para que la gente pudiera pasar por casa y comer algo antes. Por dicho motivo las sesiones eran rápidas y a veces bulliciosas.
La reunión de junio fue la última del año antes de la pausa estival, cuando quienes pudieran permitírselo harían las maletas y se marcharían de vacaciones dos semanas como mínimo. Los que se quedaban en el pueblo seguirían los rituales del verano: un par de barbacoas al aire libre y una excursión al lago artificial de Weston durante el fin de semana. Este año pocas familias llenarían sus piscinas o instalarían un aspersor de agua para los más pequeños.
Lo peor de todo era que, según el orden del día que había recibido por correo, le tocaba presidir la reunión a Leonard Franklin.
Ojalá ella pudiera desaparecer o pensar en una excusa para no asistir, aunque esto último todavía sería peor. Karen tomó asiento en un extremo de la larga mesa de madera deseando no estar presente. Por muchas razones.
La gente fue entrando durante las formalidades de la orden del día: la lectura de la lista y las declaraciones. Se oía el murmullo de las conversaciones y, a veces, dos personas apoyaban una moción sin que nadie la hubiera presentado. La reunión propiamente dicha empezó con la llegada del último miembro, Larry Watson, y Karen se percató de que se sentía incómoda y no sabía dónde mirar.
—Bueno, damas y caballeros, el primer asunto del orden del día es el picnic del Cuatro de Julio —dijo Leonard. A pesar del fingido entusiasmo con el que hizo su anuncio, nadie reaccionó—. Que yo sepa todo sigue adelante —lanzó una mirada inquisidora a Ed Shoop, que asintió levemente—, así que vamos a pasar esta hoja para que se apunten los voluntarios para atender la caseta del consejo. Que cada uno se apunte a una hora, ¿entendido? Este año estamos al lado de las mesas de pasteles, así que no nos faltará la comida. Ya tenéis un incentivo —concluyó. Pasó un papel a Larry Watson, éste lo firmó y también lo pasó.
—El siguiente punto es…
—Un momento —interrumpió Chimmy—. ¿No vamos a debatir este asunto?
—¿Lo de la caseta? Hablamos de la caseta hace dos reuniones, Chim.
—No creo que este año debamos celebrar el picnic —repuso ella—. ¿Qué demonios celebramos? Vamos a meternos de lleno en el que quizá sea nuestro peor año, nadie tiene dinero y, personalmente, no creo que a nadie le apetezca celebrar nada. —Se recostó en la silla con los brazos cruzados.
Karen cerró los ojos. Chimmy, de quien no era muy amiga a pesar de sus muchos intentos y del dineral que se dejaba en su tienda, iba a entorpecer la reunión con una airada queja sobre un asunto que ya se había tratado. Karen deseó levantarse y largarse. En cierto modo, deseaba que todavía fueran las dos de la tarde, momento en que se había permitido un pequeño respiro en su trabajo y, al mirar por la ventana del despacho, le había parecido divisar una nube. Por un instante, se sobresaltó al pensar que iba a empezar a llover, que en cualquier momento los cielos iban a enviar su maná más preciado. Pero no se trataba de una nube, sino de un efecto engañoso de la luz al reflejarse el sol en el cristal de una ventana. Comprendió que ese día tampoco llovería. Se quedó mirando por la ventana unos minutos más, anhelando en vano que la nube volviera a aparecer.
Y ahora Chimmy Waggles, con la cara vendada, se disponía a convertir la reunión en una disquisición filosófica sobre si debían celebrar el nacimiento de su país durante una época de sequía. Karen dudaba entre exhalar un suspiro de fastidio o intentar resultar lo más discreta posible. Una mirada a Leonard bastó para que permaneciera en silencio.
Leonard se pasó una mano por el pelo y añadió:
—Bueno, iba a dejarlo para el final de la reunión pero ya que sale el tema, lo diré ahora. No estaremos aquí para el picnic de julio. Pero quiero aprovechar esta oportunidad para invitaros a todos a nuestra subasta, que se celebrará dentro de dos semanas en la finca.
—¿Qué? —preguntó Dave Revesette, sorprendido. Un par de personas miraron a Karen, que se sonrojó.
¿Sólo dos semanas? ¿No podía haber esperado un poco? Disponían de un período de gracia hasta agosto. Si llovía antes de su marcha —lo cual era prácticamente seguro—, podrían haber firmado un contrato de arrendamiento y tal vez algo mejor. Dave la miró de reojo con acritud.
—En fin, a pesar de todo nos ha salido una oportunidad —prosiguió Leonard—. Unos amigos de Minnesota se marchan a Europa durante un año —intentó sonreír—, y nos han dicho que sería buena idea que nos instaláramos en su casa durante su ausencia. Es un lugar bonito, hay un hospital cerca y a Jesse eso la tranquiliza, por lo del embarazo. Además, tengo perspectivas de trabajo, así que todo marchará sobre ruedas. Tenemos que hacerlo ahora porque se van dentro de un mes y debemos estar preparados para cuando se marchen.
Se produjo un silencio extraño. Karen estaba acalorada y no podía disimular su rubor. Lo que más deseaba en esos momentos era ponerse de pie y gritar: «¡Pero si va a llover! Tal vez mañana mismo y, de todos modos, ¡no es culpa mía!». Sin embargo, permaneció rígida en la silla a la espera de que otra persona tomara la palabra para poder mirar a otra parte.
—No sabes cuánto lamento que os marchéis, Leonard. Eres un ciudadano y un granjero modélico —dijo Dave Revesette.
—Es un mal presagio —intervino Ed Shoop, moviendo la cabeza—. Nuestra mejor gente se va. ¿Estás seguro de que no hay solución? —Miró directamente a Karen. Otras miradas también confluyeron en ella. Sin duda todos esperaban que respondiera a la pregunta. Era el reconocimiento de su posición en el pueblo, como si ella tuviera algún poder real sobre las decisiones que se tomaban en una oficina central anónima. Pero era imposible que lo entendieran. Armándose de valor, Karen dijo:
—Mm… hay otras alternativas. Leonard, ojalá hubieras hablado conmigo antes de tomar esta decisión. ¿Puedes pasar por la oficina antes de decidirte definitivamente?
Leonard entornó los ojos y repuso:
—No quiero ser arrendatario en mis tierras.
Karen sintió que una punzada de desesperación y culpabilidad la atravesaba de parte a parte, experimentó una tristeza sobrecogedora. Ella, autora de un viaje rápido al infierno del crédito, sabía que el siguiente eslabón en la cadena de desastres sería una medida desesperada. En su caso el traslado a Goodlands había resultado ser su salvación, pero sospechaba que en el caso de Leonard su marcha no iba a ser tan beneficiosa para él. Se sonrojó todavía más y se avergonzó de haber hablado. Nadie comprendería su postura por mucho que se esforzara.
—Lo siento mucho, Leonard —dijo con voz queda. Por un momento pensó que se echaría a llorar.
De nuevo se produjo un silencio incómodo y, durante unos segundos, nadie levantó la mirada de los papeles que tenía delante. Dave Revesette, a su lado, parecía tomar nota de algo. Finalmente, Ed Shoop tomó la palabra.
—Éste no es el momento ni el sitio adecuado para tratar asuntos personales —dijo con la autoridad que le confería su cargo de alcalde—. Así pues, ¿vamos a presentar una moción sobre el picnic? Porque si es así, propongo que el picnic se celebre.
—¡Muy bien! —exclamó Larry—. La gente tiene que salir, Chimmy.
Leonard se aclaró la garganta y prosiguió como si nada hubiera pasado.
—Punto dos: ¿alguien quiere hablar de la piscina antes de que sigamos?
Karen no prestó demasiada atención a la consiguiente discusión. Nadie quería pagar la piscina, en realidad, nadie tenía dinero, ni siquiera el ayuntamiento de Goodlands. Además, tampoco había agua para llenarla.
Karen entornó los ojos. Pensó en el invocador de lluvia, en el dinero, en el pueblo. Si pudiera contarles todo aquello… Supuso que los vecinos la culpaban de todos los males, siempre se buscaba una cabeza de turco. ¿Aún podía considerarlos sus amigos? Debían de suponer que el embargo era obra suya, pese a la naturaleza de su cargo. Desconocían que no era más que un peón en manos de una organización mucho mayor que no tenía nada que ver con Goodlands. A los ojos del banco, aquel pueblo no era más que un pozo sin fondo y la única imagen que tenían de él era la que se divisaba desde la ventana de la sucursal bancaria. Aunque lloviera, sus convecinos nunca sabrían lo que ella había hecho por ellos. Echó una ojeada a los presentes y a Larry Watson. La situación era la que era y en realidad no le importaba lo más mínimo. Después de que lloviera, su reputación se recuperaría a la vez que la economía del pueblo.
La reunión se fue alargando y Karen fue enfrentándose a una legión de emociones encontradas. Al final, apenas consiguió despedirse de los demás.
Karen no llegó a casa hasta casi las ocho, lo cual suponía un nuevo récord para el consejo comercial. Notaba que tenía los ojos y la nariz rojos, el rostro hinchado. Por fin había llorado en el coche, de camino a casa. Se sentía incapaz de contener las lágrimas y decidió achacarlo al período, aunque todavía le faltaban dos semanas. Para cuando entró en el sendero de su casa casi había dejado de llorar y, una vez hubo estacionado el vehículo, se sonó la nariz y dio por terminados los lloros. Estaban ocurriendo demasiadas cosas y no podía escapar de ninguna de ellas, ni del trabajo, ni de su casa, dadas las características de su huésped, en realidad, huésped de jardín. Había demasiadas emociones en el ambiente y ninguna válvula de escape. Se miró en el retrovisor antes de salir y confirmó que presentaba un aspecto lamentable. Necesitaba lavarse la cara con agua fría.
Notaba el estómago vacío porque era muy tarde, le dolían los pies, ya que hacía doce horas que no se había quitado unos preciosos pero incómodos escarpines y sentía un leve dolor de cabeza. Lo primero que hizo al entrar en casa fue quitarse los zapatos y dejarlos a un lado. Al poner los pies doloridos en el suelo, le pareció agradablemente llano y fresco. Emitió un débil gemido de placer.
Mientras tanto se preguntó si se encontraría al huésped en el interior. En la casa reinaba un silencio absoluto. Las cortinas atenuaban la mayor parte de la luz para mantener la casa fresca y, a esas horas del día, el sol se filtraba oblicuamente por las ventanas de la cocina, en el otro extremo de la casa. El salón estaba tal como lo había dejado por la mañana, los cojines del sofá en la misma posición, el mando de la televisión sobre la mesa auxiliar, las flores de seda —en sustitución de las naturales, que ya no se encontraban— centradas perfectamente en la mesa, las revistas, atrasadas y sin leer, colocadas en abanico junto a las flores. Todo estaba en su sitio, sin tocar.
Así que él no estaba dentro.
A esas horas, la cocina adoptaba un tono rosado debido al ocaso del sol por el horizonte. La luz se filtraba por los paneles cuadrados de cristal, reflejándose en la mesa y la pared del fondo. Dentro de un par de horas todo estaría oscuro.
Inclinó la cabeza y echó un vistazo a la cocina antes de entrar en ella, insegura de su reacción si se lo encontraba allí curioseando los armarios o lo que fuera durante su ausencia. La cocina estaba vacía y ordenada, como el resto de la casa.
Encontró una nota sobre la mesa.
«Señorita Grange, estoy en el claro con un par de filetes. Uno es para usted». No estaba firmada. Miró por la ventana de la cocina y entrecerró los ojos para ver a la luz menguante. Vio que en el claro se alzaba una pequeña columna de humo.
—Está loco —murmuró. Se animó ante la perspectiva de comer, de que alguien cocinara para ella. Y él le explicaría qué ocurría. Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo. El agua tenía un tono pardusco. El pozo debía de estar bajo, tendría que llamar a Grease, que era quien se lo llenaba. Se lavó la cara de todos modos y notó la arenisca en la piel.
En el dormitorio, después de asegurarse de que las cortinas estaban corridas, se puso una camiseta blanca y suave y unos pantalones cortos finos y con cinturón. Se dio cuenta de que había escogido «algo más cómodo». La frase se repetía en su cabeza mientras se cambiaba y la hizo ruborizarse a pesar de que se encontraba sola.
Nada más salir por la puerta trasera se percató de que ya no había humo. Consultó rápidamente el reloj. Las ocho y media. Se preguntó si Tom había decidido que ella no iba a venir y había apagado el fuego.
Caminó haciendo el menor ruido posible, contenta de haberse calzado unas zapatillas en vez de unos zapatos. El sonido de las suelas de goma resultaba prácticamente imperceptible.
Karen pasó junto al primero de los árboles larguiruchos que separaban el claro de la casa. Las pocas hojas caídas en el suelo bajo los árboles casi desnudos crujieron a su paso y ella avanzó lentamente. Se detuvo antes de abandonar la arboleda y salir al claro. Desde allí, por entre las ramas, veía perfectamente al invocador de lluvia.
Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, observando la pequeña hoguera. El hilo de humo que despedía se dispersaba antes de llegar a la copa de los árboles, lo cual explicaba por qué ella no lo había visto desde la casa. La hoguera estaba rodeada por dos hileras de piedras grandes que sostenían algo parecido a una parrilla.
«Seguro que es mi parrilla», se dijo. Desde su posición, olía a carne asada. Sintió una punzada de hambre, sus instintos carnívoros despertaron a pesar de las actuales campañas agresivas contra el consumo de carne. Él no la miró ni cambió de postura. Permanecía sentado, inmóvil, contemplando la hoguera.
Karen confió en que le explicaría por qué no había llovido, cuando ella había pasado todo el día esperando el acontecimiento. Recordó el momento en que había creído ver una nube desde la ventana y lo contenta que se había puesto, hasta que había desaparecido. Él le expondría sus razones. Quizá se debía a las condiciones climáticas.
—Ja, ja —musitó. Debería estar enojada. Y lo estaba, aunque en cierto modo carecía de la energía suficiente para dar rienda suelta a su ira y, por otro lado, le gustaba la idea de no pasar la velada sola. Lo observó desde su posición ventajosa entre los árboles. Estaba allí sentado, mirando el fuego con expresión inescrutable.
Era apuesto, a su manera, pero Karen era incapaz de explicar lo que le otorgaba esa cualidad. No era infantil ni iba de intelectual, con unas gafas y un maletín, igual que los hombres del banco que le habían parecido atractivos a lo largo de los años. No tenía ninguna de esas dos cualidades. Llevaba el pelo largo y despeinado, por mucho que se lo recogiera en una coleta. Su cuerpo, estilizado, era atlético —gracias a tantos viajes y caminatas, supuso ella— y tenía los hombros y los antebrazos anchos y musculosos. Tenía el rostro cuadrado y atezado, con la mandíbula bien marcada. Presentaba un aspecto muy viril, significara eso lo que significara. Sería su forma de observar lo que le rodeaba, aquella expresión que indicaba que todo le pertenecía pero que podía pasarse sin nada. No obstante, su atractivo tampoco radicaba ahí.
Observó cómo se inclinaba hacia delante para buscar algo en la mochila. Cuando volvió a adoptar la postura anterior, sostenía en la mano algo amarillo del que cortó un pedazo para comer. ¡Queso! Un queso que le resultaba muy familiar.
Karen intentó disimular su sonrisa. Era un usurpador. No obstante, se trataba de algo más que el queso, por supuesto, más que su manera de entrar en casa sin llamar o de llamar con una decisión que no admitía discusiones. El lugar que ocupaba en su imaginación era parecido al que ocupaban otros hombres, cuyo comportamiento y cuyos modales diferían mucho de los de ella, y cuyo sentido de la responsabilidad no tenía nada que ver con el suyo. Creía saber cómo eran… los de su calaña. Por eso le parecía atractivo, y sabía con toda certeza que la atracción acabaría pasando.
Recordó la noche anterior en el claro, cuando él había hecho que lloviera en su mano. Evocaba la mirada de sus ojos, la espontánea alegría, la dentadura perfecta y blanca en contraste con la tez bronceada, la forma tan directa de hablar y la dulzura con que su sonrisa teñía las palabras. El clásico estafador, apuesto, sonriente y mentiroso. Y emanaba un intenso olor a lluvia.
—¿Viene o no? —El tono apremiante de su voz la sorprendió.
—Sí, ya voy —respondió, molesta. Dejó los dos árboles atrás y entró en el claro—. Tenemos una ordenanza que prohíbe hacer hogueras al aire libre, ¿sabe? —declaró, preguntándose cuánto tiempo hacía que había advertido su presencia.
—No hay peligro —repuso él.
—Si quería hacer una barbacoa, podía haber utilizado el aparato.
—Esto es una barbacoa, Grange.
Karen se quedó de pie junto a la hoguera, con los brazos cruzados. El olor de la carne asada la envolvió. Su estómago vacío emitió un gorgoteo que la avergonzó.
—Está hambrienta —dijo él.
—La reunión ha acabado tarde. No he cenado.
—Estarán listos enseguida. ¿Le gusta la carne poco hecha? —Karen buscó un sitio donde sentarse. Él estaba sentado en el suelo. Al final levantó la mirada hacia ella y se puso en pie—. Oh, permítame —se ofreció caballerosamente. Cogió el saco del otro lado de la hoguera y lo abrió haciendo una reverencia. Lo colocó en el suelo con ojos risueños. Lo alisó y tendió la mano—. Aquí tiene, tapicería de primera.
Ella no respondió pero se sentó con indiferencia. Tom la observó con la misma sonrisa burlona en los labios.
—¿Mejor? —preguntó.
—Está bien —contestó Karen mientras intentaba acomodarse sin cruzar las piernas. Decidió mantener las rodillas juntas y apoyarlas a un lado. Él se sentó en el saco junto a ella. Karen lo miró, molesta, y él respondió con otra sonrisa, pero esta vez sin enseñar los dientes.
Hizo una mueca cuando Tom cogió un palo para centrar uno de los filetes en la parrilla.
Aunque no advirtió su mueca, él pareció imaginarla.
—He cogido unos platos y cubiertos de la cocina. Supuse que no era de las que comen con las manos.
—Qué detalle —ironizó Karen.
—Relájese. Hemos salido a cenar. Como una cita —bromeó.
Ella soltó una risa tensa y puntualizó:
—Esto no es una cita.
—Quizá no para usted —repuso muy serio. Karen le lanzó una mirada severa y él sonrió. Era una broma, pero ella no conseguía relajarse.
Tom desplazó el otro filete hacia el centro con ayuda del palo. Como estaba sentada tan cerca del fuego, Karen notó que la camiseta se le pegaba al cuerpo debido al sudor.
—Cuando era pequeño —dijo Tom—, teníamos lo que se llamaba una cocina de verano. Ya sabe, en el exterior para que no hiciera tanto calor. Pero a mí siempre me gustaba cocinar fuera. Es como comer un perrito caliente, sabe mejor si hay una feria delante.
Sus palabras la sorprendieron. Era la primera vez que hablaba de sí mismo. Supuso que intentaba resultar amable, pero decidió que no conseguiría enternecerla y sonrió para sí.
—Creo que tenemos que hablar —declaró.
—Sí, ya sé… Hoy no ha llovido —se adelantó Tom.
—No, no ha llovido. —Ella bajó el tono de voz—. ¿Va a llover… algún día?
Notó que estaba tenso a su lado. Se encontraba tan sólo a unos incómodos quince centímetros de distancia, lo bastante cerca para sentir su calor y percibir su particular olor, incluso por encima de la carne asada y los efluvios que ella también despedía: una mezcla de transpiración nerviosa y del olor del detergente con el que había lavado la camiseta.
—Ahora es el momento de decirme que se larga, a no ser que antes quiera comer —comentó él medio en broma.
—Quiero que haga lo que dijo que haría —respondió ella con firmeza. Temía volver la cabeza y enfrentarse a su mirada. Pero todo lo que había aprendido sobre el control personal apuntaba a que debía hacerlo. Si se trataba de un trato comercial y el cliente no cumplía, ella debía controlar la situación (Normas y Política de CA, Capítulo Tres: Trato con el público). Tenía que demostrarle que ella llevaba las riendas del asunto. Finalmente lo miró de reojo un instante y desvió la mirada. No se atrevía a nada más mientras estuviera tan cerca de ella.
Él no respondió, sino que extrajo una botella de la mochila y, con ayuda de un cuchillo, cortó el precinto y sacó el corcho. A Karen le ardía la cara mientras estaban sentados en silencio. Él no parecía hacerle caso.
Sin embargo no le había pedido el dinero. Parecía contentarse con que le hubiera dicho que lo tenía, aunque pudiera haberle mentido. Tom no había querido verlo, a diferencia de cómo se cerraban estos tratos en los libros, de cómo se hacían en el banco: el dinero por delante, las garantías sobre la mesa, las cartas boca arriba. No le había pedido nada de eso. El dinero seguía en el bolso, guardado en el armario.
A no ser que él lo hubiera cogido, pensó de repente. Por la mañana estaba allí, lo había comprobado cada diez minutos, ansiosa por recuperarlo, y su indecisión crecía a medida que se arreglaba para la jornada, pues se imaginaba devolviéndolo, dejándolo, devolviéndolo… Al final, lo dejó donde estaba. Había decidido confiar en un vagabundo sucio, polvoriento y desaliñado cuya procedencia ignoraba. De pronto, deseó huir del claro, correr hacia la casa y asegurarse de que el dinero seguía allí. Sin embargo, sospechaba que así era por una razón muy simple: de haberlo cogido, el vagabundo se habría marchado.
—Si cena conmigo, luego se lo cuento —declaró él interrumpiendo sus pensamientos.
—¿Por qué tanto misterio?
Él arqueó las cejas y bebió un sorbo de vino directamente de la botella.
—Es un asunto misterioso —respondió. Ella lo miró fijamente. Él le ofreció la botella y dijo—: No hay vasos.
—¿Y qué le ha impedido cogerlos de mi casa? —inquirió Karen con cierta acritud.
—Demasiado peso —contestó tendiéndole la botella—. Le prometo que no hay microbios. No está mal. Es de California, creo. No es añejo, es un vino nuevo. Hace una noche agradable —bromeó.
Finalmente ella agarró la botella, sin mucha intención de beber. Lo observó antes de decidirse. Si bebía, era como aceptar sus condiciones, su cena. Se llevó la botella a los labios y tomó un sorbo corto y delicado. Luego se la devolvió.
—Muy nuevo —convino. El momento había pasado. Aceptaba su oferta, debería esperar. Él asintió y sonrió.
—Bien —dijo. Aquella palabra podía aplicarse a muchas circunstancias—. Los bistés ya han dejado de chisporrotear, así que deben de estar listos. —Sostuvo un plato junto a la parrilla con destreza, pinchó un filete con un tenedor que había salido de no se sabe dónde y lo colocó en el plato. Se lo pasó junto con el tenedor y el cuchillo con el que había abierto la botella—. Bon appétit —dijo—. Es la versión francesa de «empiece a comer».
Ella rió.
Karen cenó con el invocador de lluvia.
Henry Barker se sentó frente al televisor y lo conectó. Pasó de un canal a otro hasta encontrar el Canal de Meteorología. Entonces se arrellanó en el sofá y se desabotonó la cinturilla de los pantalones para hacer mejor la digestión.
Lilly apareció en la sala de estar.
—No me digas que pretendes que vuelva a ver la previsión del tiempo —dijo con tono mordaz.
—Sólo un momento —respondió él distraídamente.
Lilly permaneció de pie junto al sofá y observó a su esposo; era un buen hombre. Lo del trabajo de sheriff había sido idea de ella, pero luego había tenido tiempo de arrepentirse más de una docena de veces, sobre todo este último año. Se fijó en su rostro: frente arrugada, ojos cansados, con ojeras e hinchados debido a las pocas horas de sueño.
—¿Quieres un poco de tarta? Donna ya tenía ruibarbo.
Henry emitió un quejido con el vientre lleno.
—Claro —respondió. Ella se volvió para dirigirse a la cocina y él le gritó—: ¡Tráeme también un poco de bicarbonato, Lil!
La imagen del satélite mostraba los estados centrales del norte. Henry situó Goodlands enseguida, aunque su posición no estaba marcada en el mapa. Las nubes recorrían la zona animadamente.
La alegre muchacha del tiempo, Debbie algo, predijo lluvia. Los pequeños soles sonrientes, igual de alegres, estaban medio cubiertos con nubes grises y esponjosas. Nuboso en todo el condado con lluvias por la noche. Henry apostaría algo a que cuando fuera a Goodlands más tarde, el cielo estaría azul como el mar.
Como hacía cada noche, meneó la cabeza y se le ensombreció el semblante. Cambió de postura y se bajó la cremallera a fin de estar más cómodo en una situación tan incómoda.
La mayoría de los vecinos había dejado de ver el Canal de Meteorología mucho antes del cuarto año de sequía, a excepción de Ed Shoop, el alcalde de Goodlands. Aunque hacía tiempo que no telefoneaba a la oficina meteorológica ni al departamento estatal, no podía evitar ver la previsión del tiempo. Cada noche anhelaba que Goodlands fuera noticia.
Permaneció en el umbral de la puerta que separaba la cocina de la sala de estar y contempló la actualización de las temperaturas de la nación, luego una noticia sobre flores silvestres y esperó a la previsión de las nueve de la noche estado por estado.
En una ocasión, dos años atrás, había decidido llamar a la cadena de televisión de Bismarck y explicarles lo de la sequía. Acudieron al pueblo y grabaron un reportaje breve, pero acabaron convirtiéndolo en una broma. Lo emitieron al final de un programa y, en su mayor parte, quedó reducido a referencias absurdas sobre que algo extraño estaba ocurriendo en Goodlands. Nunca regresaron, a pesar de que un par de personas informaron a Ed de que también ellos los habían llamado. Menudos imbéciles eran los del programa de noticias…
Al oír que entraba su mujer, cambió de canal rápidamente y puso el programa que a ella le gustaba ver después de limpiar la cocina, por lo que se perdió la imagen vía satélite de Dakota del Norte. ¡Paciencia! Ella se enfadaba con él porque veía la previsión del tiempo. Se enojaba tanto que, a veces, se encerraba en el dormitorio y lloraba hasta que le dolían los ojos.
Al final de Parson’s Road, en diagonal con la casa Mann, donde vivía Karen Grange, y a cierta distancia de Clancy’s, se alzaba un edificio vacío que en sus orígenes había sido una granja. A mediados de los años ochenta se acondicionó como floristería y luego, durante un corto período de tiempo, como tienda donde vendían miel. No obstante, el edificio estaba desocupado desde antes del inicio de la sequía. Su abandono empezaba a resultar evidente. Durante una temporada se había incluido en las listas de ventas de una de las inmobiliarias importantes, pero ya no había ningún cartel en la fachada. Las ventanas delanteras y traseras estaban rotas, algunas debido al azote del viento, que transportaba escombros, y el resto quizás a consecuencia del aburrimiento y los cambios hormonales de la juventud, muy dada a lanzar escombros. La puerta estaba cerrada, pero no con llave. La cerradura hacía tiempo que había desaparecido y nadie se había molestado en instalar una nueva.
A Vida no le había costado entrar sin ser vista.
Estaba oscureciendo. La farola que se encontraba un poco más abajo, entre la casa Mann y el antiguo comercio abandonado, se encendería automáticamente en cuanto oscureciera por completo. Hasta entonces, Vida tenía que conformarse con la tenue luz que se filtraba por las ventanas rotas, que proyectaba sombras en la pared opuesta. No le importaba. No pretendía ver nada en el interior, sólo tenía que sortear los cristales rotos que cubrían el suelo del edificio, y los había apartado con la zapatilla cuando se apostó junto a la ventana frontal. Se quedó en la sombra que le proporcionaba la esquina de la casa, al lado de la ventana. Miró hacia el exterior, en dirección a la casa Mann.
No ocurría nada extraordinario, pero sabía que él estaba allí. Notaba su presencia. No como la había notado cuando pasó por su lado en el pueblo, pues entonces había sentido algo parecido a una corriente eléctrica, como la que se produce al tocar el pomo de una puerta después de caminar sobre una alfombra con zapatillas de andar por casa, pero en todo el cuerpo. Esta sensación era más parecida a introducir la mano en una colmena.
Vida estaba convencida de que eso sería lo que sentiría si se acercaba más a él. Desde fuera, las abejas no se ven, pero se oyen. Si se extiende el brazo y se introduce la mano en la colmena, se notan en el interior, el zumbido que rodea la mano hace que la colmena parezca cobrar vida. Al cabo de un rato, la ligera envoltura que ofrece la colmena se convertirá en una defensa insuficiente para sus habitantes. Si las abejas salen, como sin duda harán, uno empezará a rezar porque no hay escapatoria posible.
Por el momento, la casa servía de separación entre ella y él. Se quedaría a esperar a ver qué ocurría. Era lo mejor que podía hacer, teniendo en cuenta que hasta el momento era como si sólo hubiera extendido la mano en dirección a la colmena, sin llegar a tocarla. Tenía miedo. Al final, el ser de su interior le indicaría qué debía hacer.
Después de que la esposa de Henry se acostara y él volviera a sintonizar el Canal de Meteorología, y de que Carl Simpson tomara una serie de notas sobre lo que él creía que ocurría realmente en Goodlands, se encendió la farola situada entre la casa de Karen Grange y el edificio vacío.
Entretanto, Vida esperaba y observaba.
El vino y el filete, pero sobre todo el vino, hacían que Karen notara una sensación agradable en el estómago. Se relajó. Se había sentado de forma más cómoda, con las piernas cruzadas frente a la pequeña hoguera.
Ni ella ni Tom habían hablado de apagarla y, por supuesto, ninguno de ellos se había movido para verter encima el medio cubo de agua que él había colocado junto al fuego. De pronto pensó que ese medio cubo de agua podía ser la causa de que el pozo estuviera en las últimas. El agua arenosa estaba en el fondo, y ese medio cubo de agua limpia era un líquido muy valioso. De todos modos, tal vez había valido la pena. Permaneció inmóvil, ordenando sus pensamientos entre la neblina producida por el vino. El fuego añadía calor a la noche ya de por sí calurosa, pero el color y el aspecto de las llamas resultaban satisfactorios: hipnotizantes y agradables.
Después de terminar los filetes y lo que quedaba de queso, ambos guardaron un largo silencio, sumidos en el bienestar que les proporcionaba el estómago lleno, perdidos en sus propios pensamientos. Karen se sentía a gusto. No solía beber, pero ahora pensaba que el vino era lo que necesitaba. De repente, comprendió por qué en las películas la gente llegaba a casa del trabajo y se dirigía directamente al mueble bar. Las lágrimas de autocompasión que había derramado antes le parecían muy lejanas. El invocador de lluvia, apoyado en los codos, estaba tumbado junto a ella, tenía el brazo derecho muy cerca de donde reposaba la mano de Karen. Aunque la joven era consciente de su proximidad, no se apartó. Debía de ser el vino, pero el hecho de sentirlo tan cerca le resultaba… agradable. Dos amigos en una madriguera. Cerró los ojos. El vino le había sentado bien pero se notaba la cabeza ligera.
—Hace demasiado calor —susurró ella.
—¿Qué? —inquirió Tom, que se incorporó y se acercó al fuego. Estaban uno al lado del otro, su mano junto a la de ella. Karen notaba el tacto de su piel.
—El fuego es tan cálido…
—Me gusta el fuego —afirmó él. Karen le miró. Pensó en Henry Barker saliendo de casa aquel día, en el incendio. Descartó la idea. Era ridículo pensar que Tom Keatley había encendido una hoguera sin un buen motivo. Sin disponer de carne o queso, sin tener vino californiano. Consiguió disimular una sonrisa. No quería mover ni un solo músculo, ni siquiera los de la cara.
—Agua, aire, tierra y fuego —susurró de repente—. Los antiguos alquimistas creían que todos los seres estaban formados por los cuatro elementos. Algunos contenían más de uno. Igual que las personas.
—¿Y usted de qué está hecha, Grange?
Karen reflexionó al respecto con la mirada perdida en la hoguera.
—Soy tierra —respondió—. Y usted es… aire. Supongo que debería decir agua. —Lo miró con expresión crítica, como para confirmar su respuesta—. No, creo que es aire.
Tom esbozó una sonrisa.
—¿Aire? —inquirió arqueando una ceja. Ella no quería jugar. El vino se le estaba subiendo a la cabeza, pero su respuesta tenía cierta lógica. Él era como el aire. Trataba con las nubes que sobrevolaban la tierra. Y cuando acabara su trabajo en este lugar, desaparecería y se iría a otro sitio. A Karen le parecía inhalar su presencia y temía que, cuando ella exhalara el aire, Tom se esfumaría.
—¿Está borracha, Grange? —preguntó él en voz baja.
—Claro que no —repuso, molesta consigo misma y con el vuelo de su imaginación.
—Creo que sí.
—No lo estoy —insistió. Se enderezó con la intención de emitir algún comentario mordaz, pero cambió de opinión. No quería que pensara que era fácil tomarle el pelo, porque no lo era—. ¿Por qué no me dice lo que iba a contarme? —sugirió, cambiando de tema—. La cena ya ha terminado. —Encogió las rodillas junto al pecho y las rodeó con los brazos. Por alguna razón esto hizo que se acercara aún más cerca de él y sus brazos se rozaron con el cambio de postura. Ella no quiso fijarse en el calor que él despedía, más intenso que el del fuego.
Pasaron unos segundos antes de que él respondiera.
—Su pueblo me recuerda a un lugar en el que ya he estado —empezó a decir—. Fue en Iowa, en la casa de un viejo, justo en la frontera del estado, ni siquiera recuerdo el nombre del pueblo, debe de hacer diez años que lo visité. Nunca he vuelto. Hace unos dos años estuve en Iowa y evité ese pueblo. No tenía ninguna razón especial para ello, simplemente no quería volver. —Tom cogió la botella y bebió otro sorbo. Se la ofreció a Karen, pero ella negó con la cabeza. Él bebió de nuevo—. Allí estaba ese viejo, que como mínimo tenía setenta años, y su esposa, que era joven. Bueno, no tan joven, aunque demasiado para él. No tendría más de cuarenta años. Poseían treinta hectáreas completamente secas. El viejo me encontró en la propiedad y me llevó a la casa apuntándome con un rifle. Así que no pude escoger —rió entre dientes—. Ni siquiera sé por qué estaba allí, en sus posesiones. Simplemente iba andando por la carretera y me sentí… atraído hacia el lugar. Esa tierra tenía algo que tiraba de mí. Estaba seca, así de sencillo. Me quedé con el viejo y su mujer durante una semana. Dejó el rifle a un lado en cuanto le dije quién era y lo que hacía. Entonces el hombre quiso que me quedara y así fue. Hice lo que pude por ellos y proseguí mi camino.
Tom bebió otro sorbo de la botella, que ya estaba casi vacía. Esta vez no ofreció vino a Karen. Ella lo miraba de soslayo, pero escuchaba atentamente.
—¿Y bien? —preguntó.
Él inclinó la cabeza y dijo con voz queda:
—Un lugar muy extraño. La mujer se llamaba Delia, pero él la llamaba Dilly (o sea «tía buena»). No paraba de decir: «¿No te parece un encanto?», y se echaba a reír como un loco. Hacía comentarios terribles y de muy mal gusto sobre ella, a veces delante de sus narices, otras cuando sabía que los oía. Hablaba de lo que hacían en la cama. Me recordaba una y otra vez que era su esposa. Ella parecía no estar enamorada de él, sino más bien dedicada a él. Criaban cerdos, pero la mayoría de ellos habían perecido antes de mi llegada. Ese lugar olía a podrido aunque al cabo de un par de días uno se acostumbraba al olor y llegaba a pasar inadvertido. Por lo que yo vi aquel tío era un verdadero cabrón y tenía lo que merecía. Se apellidaba Schwitzer, ella dijo que se lo había cambiado, lo había anglicanizado. Cuando sabía que no la oía, lo llamaba el Teutón. —Tom pasó por alto que Delia se presentó en su cama el día de su llegada y que el viejo se había emborrachado para permitírselo, o que parecían tener una especie de acuerdo por el que Delia podía hacer lo que quisiera con Tom. Él y Delia hicieron el amor en el desván, que estaba justo encima de la habitación del viejo. Hicieron el amor en silencio, sin intercambiar una sola palabra ni emitir sonido alguno, a excepción de un suspiro de alivio cuando Delia alcanzó el orgasmo. Un simple suspiro, como una fuerte corriente de aire procedente de un globo demasiado inflado. Ella se marchó tan silenciosamente como llegó y, después de aquella vez, volvió cada noche. Durante la jornada, en presencia del viejo, se comportaban como simples conocidos.
—¿Y qué pasó con la sequía? —Karen interrumpió sus pensamientos.
—Era una sequía extraña —comentó—. Quizá le interese. Verá, la sequía sólo afectaba a su tierra, sólo a su propiedad. El resto del pueblo recibía la cantidad de lluvia habitual.
Karen se quedó boquiabierta.
—Entonces ha ocurrido antes. ¡Debe de haber una explicación para lo que pasa aquí! —Se inclinó hacia delante, entusiasmada, satisfecha—. ¿Qué ocurrió?
—Hice que lloviera. —Tom hablaba en voz tan baja que Karen apenas lo oía. No lo entendió.
—Así pues, podría pasar lo mismo. Podría hacer que lloviera… —sugirió.
Tom lió un cigarrillo con el papel y el tabaco que llevaba en la mochila. No respondió a Karen mientras lo hacía. Lo lió a conciencia, absorto en sus pensamientos, moviendo los dedos despacio y con delicadeza. Al acabar, se llevó el cigarrillo a los labios y lo encendió con un ascua del extremo del palo que había empleado para los filetes. Exhaló el humo.
—Al final de la semana hice que lloviera y me marché al día siguiente —añadió, sin mencionar que Delia había vuelto a su cama en el desván y que en esa ocasión le había susurrado algo al oído justo antes de que se marchara—. Como he dicho, pasé por allí hace un par de años y me detuve en el bar de un pueblo vecino. Delia y el viejo eran tema de conversación habitual. Me enteré de que habían tenido muy mala suerte. Primero la sequía, que todos recordaban. Luego habían sufrido una plaga que les destruyó la cosecha. Más tarde los animales que les quedaban, creo recordar que un viejo caballo y un par de vacas, enfermaron y murieron. Uno tras otro. Ese mismo año Delia cayó enferma y también murió. Al parecer, el forense dijo que padecía una especie de encefalitis. Pero el viejo sobrevivía y para entonces ya tenía casi ochenta años —concluyó.
—Vaya —murmuró Karen.
Tom esbozó una sonrisa.
—Sí, vaya. Pero descubrí otra cosa sobre el viejo y su Dilly.
—¿Qué?
—Que era su padre. —Tom lanzó el cigarrillo al fuego. Tenía mal sabor de boca. Cogió la botella y bebió hasta vaciarla—. Se ha acabado el vino —se lamentó.
—Oh, cielos —dijo ella, pensando en Delia y el viejo. Pensó en su padre y en lo cariñoso que era. Se estremeció—. ¿Por qué me ha contado esta historia?
—¿Conoce la expresión «Cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana»? Creo que también funciona en sentido negativo. Cuando Dios cierra una puerta de golpe, si uno intenta abrir la ventana, Él también puede cerrarla. Creo que hay ciertos lugares que hacen una especie de penitencia, por la razón que sea —apostilló.
—¿Y cree que eso es lo que ocurre en Goodlands? —preguntó, molesta—. ¿Cree que Goodlands está cumpliendo una penitencia?
Karen lo miró fijamente, frunciendo el entrecejo con enfado.
—Hoy he recorrido el pueblo. Nada más alejarse tres metros del límite, de la línea invisible que delimita el pueblo, se presiente la presencia de la lluvia.
Se desplazó sobre el saco de dormir acercándose a ella y la miró a los ojos. Percibió que estaba enfadada y en cierto modo confusa.
—¿Por qué ocurre este fenómeno? —inquirió él.
—¿Cómo iba a saberlo? ¿Por qué iba a saberlo? —farfulló Karen.
—Es su pueblo, Grange. Usted lo sabrá mejor que yo —afirmó él sin dejar de mirarla.
—No sé de qué habla. Lo único que sé es que hay sequía y que le he contratado para que solucione el problema. Si no es capaz de hacerlo y va a achacarlo a algún conjuro extraño, no hay más que hablar. —Se puso de pie, enojada. Él la imitó—. ¿A usted qué le importa? —exclamó con las mejillas ardientes y con un tono de voz más alto del necesario—. ¿A usted qué le importa que la sequía se acabe o no? No tiene más que recoger sus pocos bultos y largarse. ¡Pero yo me quedo aquí! —Se dio media vuelta para marcharse. Tom extendió el brazo hacia ella, la agarró y la acercó a él. La obligó a volverse para mirarlo de frente.
—Grange… Karen —susurró con una expresión compungida, como si siquiera disculparse.
—¿Qué ha pretendido decir con eso de que debo de saberlo mejor que usted? —prosiguió ella ya más tranquila pero aún ofendida—. ¿Cree que soy la culpable? ¿Cree que tengo algo que ver con esto?
—No. —Dejó de apretarle el brazo, pero no la soltó—. Yo no he dicho eso. Aquí pasa algo raro. Creo que algo en este sitio mantiene alejada a la lluvia. Nunca he sentido una cosa así, ni siquiera en casa del viejo. Este lugar es como un cementerio, está lleno de cosas muertas. Mire a su alrededor. No es natural. No sé… —Quería añadir que no sabía si podría arreglarlo, pero no lo hizo. En cierto modo, no era capaz de expresarlo con palabras—. Estoy buscando la razón.
—Pues no soy yo —replicó ella.
Estaban muy juntos. Tom levantó la otra mano y le acarició el brazo con suavidad. Apreció un atisbo de duda en los ojos de Karen, que parecía dudar de su propia inocencia.
Ésta, como si le hubiera leído los pensamientos, dijo:
—La sequía empezó después de mi llegada. No tengo nada que ocultar. Me gusta este lugar. Este sitio… me ayudó mucho —afirmó, casi incapaz de articular las palabras.
—De acuerdo —respondió él con voz queda.
Por la expresión de Karen comprendió que estaba apenada y deseó no haber dicho nada, no haberle contado la historia de los Schwitzer. Permanecieron en silencio mientras Tom seguía cogiéndola del brazo, sin que Karen opusiera ningún tipo de resistencia. El aliento de ella olía a vino. Él estaba tan cerca que sentía su respiración.
Deseó besarla y pensó que quizás ella se lo permitiría. Una vez más, dudó de si sería el momento adecuado.
—Me voy a casa —susurró Karen sin moverse. Continuó inmóvil unos segundos y él creyó intuir la misma duda en sus ojos, pero ella le apartó el brazo con suavidad y se volvió lentamente para marcharse.
—Mañana —dijo él.
Ella se volvió para mirarlo e inquirió:
—¿Mañana?
—Creo que tal vez se me ocurra una idea. Me gustaría poderle decir más, pero mañana sucederá —afirmó con decisión. Deseaba eliminar esa expresión de los ojos de ella—. Haré que suceda. —Ella asintió con la cabeza.
Karen se dirigió hacia los árboles. Tropezó con un matorral y extendió el brazo para agarrarse a algo. Tenía la cabeza un tanto turbia por el vino y los residuos de su enfado. Asió una rama y la notó en la piel como si fuera una sensación completamente nueva. Recordó la atmósfera de cementerio de la que habló el invocador de lluvia. Recuperó el equilibrio, pero no soltó la rama. Notó bajo su mano una vibración. Era apenas perceptible, como una pulsación. La soltó con una mueca de repugnancia, como si hubiera tocado algo horroroso, quizás un cadáver. Cuando hubo atravesado la arboleda y se encontró en la oscuridad del jardín trasero, notó que un escalofrío le recorría la espalda. Lo único que deseaba era marcharse de allí, ponerse bajo techo. Alzó la mirada. El cielo estaba como siempre, pero esta vez se preguntó qué ocultaba en sus entrañas. Se sentía observada.
El escalofrío era como el que su madre decía sentir como premonición de algo malo. Su madre tenía una expresión para describirlo.
—«Alguien ha andado sobre mi tumba» —murmuró Karen. Echó a correr hasta la casa.
Se paró un momento en espera de que aquella sensación desapareciera. Se preguntó dónde dormiría él, si en el claro del bosque o en el jardín. No cerró la puerta con llave.
Tom vertió el medio cubo de agua sobre la hoguera y apagó con cuidado las ascuas. La luz de la luna confería una tonalidad azulada al claro. Sacó de la mochila el mapa que había comprado ese mismo día. Contaba con luz suficiente para ver el contorno de Goodlands, lo cual era todo lo que necesitaba.
Cerró los ojos y recorrió los límites municipales, como había hecho de día, imaginando los lugares más lejanos, los que no había pisado. Estaba allí. La lluvia se encontraba alrededor de Goodlands, y lo único que debía hacer era atraerla hasta los límites y ver qué clase de poder podía invocar ésta para moverse por sí sola. La llamada de la tierra, la fuerza del vacío… No se le ocurría otra posibilidad.
Dobló el mapa en cuatro partes y lo introdujo de nuevo en la mochila. El calor de la hoguera y del día seguía envolviéndolo. De repente, deseó no haber extinguido el fuego. Le habría hecho compañía.
No podía dejar de pensar en Karen. Rememoraba el momento en que habían estado tan cerca, justo antes de que ella regresara a la casa. Recordó su boca en contraste con la tez pálida, por una vez Karen no había apretado los labios en una mueca de desaprobación o desasosiego, sino que transmitían duda o temor. Debía haberla besado, pero se alegraba de no haberlo hecho. Tal vez no hubiera parado hasta borrar por completo esa expresión de su rostro. La habría besado hasta que los dos se hubieran sentido mejor.
Percibió el destello de la luna en el cristal de la botella de vino. Estaba vacía. El mero hecho de verla en el suelo tirada lo desesperaba. Quería más. Necesitaba otra copa. Con una cerveza bastaría para ayudarle a dormir. Una cerveza o quizá dos. Descartó la idea antes de tomársela demasiado en serio. Lo que necesitaba era andar, pensar, estar al aire libre.
Tom atravesó silenciosamente la arboleda y llegó al espacio abierto del jardín de Karen. Las luces de la casa estaban apagadas y se preguntó si ella dormía.
Desde el límite del manzanal dominaba todo el jardín, cuyo centro estaba ocupado por la pagoda, la glorieta o como demonios se llamara. Si los edificios de los prados parecían caídos del cielo, esta construcción parecía haber brotado de la tierra como un matorral. Daba la impresión de que la tierra que rodeaba la base había sido excavada recientemente; la tierra, desigual a causa de la sequía y seca, se había despedazado y caído en el borde exterior. El viento la había levantado formando un pequeño montículo alrededor de la base.
Tom se acercó con paso lento y seguro, y se agachó al borde de la construcción. La tierra que la rodeaba parecía haber sido excavada recientemente, lo cual era imposible. Recorrió con la mirada el borde de la glorieta y vio que la tierra estaba removida. La tocó. El terreno estaba caliente. Hundió los dedos en él, con cuidado, y cogió un puñado de tierra. Se puso en pie sosteniéndola entre los dedos.
Por el este se levantó una brisa fresca y sopló en su dirección. Se arremolinó en torno a su cabeza, con la fuerza suficiente para desgreñarle el pelo y llevarse la tierra de su mano. Observó cómo la tierra se escurría entre sus dedos y caía.
Notaba un creciente calor en la mano. La tierra que aún sostenía empezó a moverse. Abrió la mano instintivamente a causa de la repulsión que sintió.
Tenía la palma llena de algo que se retorcía.
Dio un salto y agitó la mano con fuerza, hasta que aquello cayó al suelo. Estremeciéndose, se frotó la mano contra los vaqueros, pero se agachó y miró de qué se trataba. Eran óvalos diminutos, blancos e informes que se retorcían en la tierra para volver a enterrarse. Al cabo de un instante habían desaparecido. Gusanos.
Se incorporó y volvió a remover la tierra con la punta de la bota. No salió nada. Se apartó de la glorieta hasta encontrarse a medio camino entre ésta y los primeros manzanos. El viento que se había levantado ya había dejado de soplar. Justo antes de que se calmara, juraría que había oído una voz.
Se encaminó hacia la casa, que permanecía a oscuras. Miró por la ventana de la cocina, pero no vio nada. No veía el interior.
De pronto lo oyó de nuevo. Era una voz aguda y débil, una voz de mujer. La casa estaba en silencio, protegida. Volvió la mirada hacia la glorieta. Seguía allí, implacable, igual de silenciosa, aunque quizá más receptiva.
Notó bajo sus pies el hormigueo que había sentido con anterioridad.
Al cabo de un momento, se volvió y se alejó de la casa. Tom necesitaba desesperadamente una copa, tal vez más de una. Salió a la carretera y se dirigió a Clancy’s.