6

Karen Grange había dejado una nota para Tom pegada en la puerta trasera. Fue lo primero que él vio cuando abrió los ojos. La nota se reducía a un escueto «Hoy» subrayado con trazo grueso. Supuso que había empezado a impacientarse. Eso lo enfurecía, y más teniendo en cuenta que era temprano, así que la arrancó de la puerta y la arrugó antes de guardarla en el bolsillo. La puerta estaba cerrada pero entró de todos modos. Necesitaba una inyección de cafeína y quizás un buen pedazo de ese queso amarillo que ella guardaba en la nevera. No había dormido bien.

Una copa tampoco le iría mal. Un poco de whisky le habría sentado bien, ahogando el mal humor. Se pondría un chorrito en el café, y después tomaría un traguito, continuando tal vez con el resto de la botella, sólo para aliviar la increíble sequedad que sentía en aquel lugar, una sequedad que se había apoderado de él.

Había tenido varias pesadillas.

Había soñado de nuevo con conjurar lluvia, algo que soñaba a menudo, pero esta vez se había estropeado justo en el momento en que solía salir bien. En el sueño él estaba de pie en el patio trasero de Karen, donde se alzaba la estúpida glorieta, sólo que en el sueño no aparecía. En realidad, no había nada, era campo abierto. Se encontraba con los brazos alzados, reclamando lluvia. Y entonces empezó a llover, primero suavemente y luego con más fuerza. El cielo estaba oscuro, como por la noche, y la lluvia empezó a refrescarlo. Acto seguido se tornó helada y penetró en su cuerpo como millones de cuchillas hasta helarlo por dentro de un modo insoportable. Pero era incapaz de detenerla. Intentó buscar cobijo y encontró un agujero profundo en la tierra, como una trinchera.

Cuando se introdujo en él, la lluvia glacial llenó el agujero hasta la altura de sus rodillas y le impidió moverse. Entonces se dio cuenta de que se trataba de una tumba y despertó con un grito ahogado.

Enseguida se percató de que estaba empapado en sudor. Abrió los ojos y vio la dichosa glorieta. Su presencia lo incomodaba. Trató de apartar un poco el saco de dormir. Le costó mucho tiempo volver a conciliar el sueño, pero no soñó nada más. Nada que recordara. Esta noche, pensó, cambiaría el saco de sitio.

Había llegado el momento de que Tom caminara un poco. Andar le obligaba a pensar. El ritmo de sus pasos y la quietud del camino alejaban de su mente los pensamientos extraños y le ayudaban a concentrarse. Además, se le había ocurrido una idea.

Limpió los restos de café en la mesa y dejó la taza sin lavar en la pila de la cocina, para que Karen viera que había entrado. Al pensar en el momento en que ella se diera cuenta, la primera sonrisa del día afloró en los labios de Tom. Ninguna nota, sólo la taza y el trozo de queso que faltaba. Soltó una risa ahogada y se sintió un poco mejor.

Seguiría la carretera que pasaba por delante de casa de Karen hasta llegar a los límites de Goodlands y al inicio de algún otro lugar. Tenía la impresión de que la diferencia entre ambos territorios sería notable.

La primera vez que entró en el pueblo había notado el cambio, la sustancial diferencia. Al igual que Alicia al atravesar el espejo, había puesto el pie en otro mundo. La distancia que separaba el lugar lluvioso del árido era cuestión de unos pocos centímetros. Iría allí. Tenía el presentimiento de que los límites del pueblo y el lugar donde la lluvia se detenía coincidían.

A tenor de la experiencia de Tom, la lluvia era caprichosa, acaso impredecible, pero no quisquillosa. No tenía preferencias entre sitios distintos por motivos personales o políticos; era misteriosa pero no mágica. Que él supiera, no había razón alguna para que lloviera en todas partes menos en Goodlands y él había sido testigo de más de una sequía. Las épocas de sequía no funcionaban así.

Pero este caso era distinto. Notaba algo extraño.

Pasó junto a un bar, Clancy’s, y continuó por la misma carretera. Se encontraba en una llanura. Kilómetros y kilómetros de tierra llana.

En aquel lugar se apreciaba cómo el cielo tocaba la tierra sin nada que impidiera su visión. El paisaje era el más duro e intimidante de los que había visto en su vida. La naturaleza se intuía más próxima. Todo era más intenso: el sol calentaba con una fuerza inusitada, el viento soplaba con más fuerza, el color era más vívido. No había escapatoria posible del cielo. Era como si impusiera su presencia, como si exigiera ser visto.

El otro lugar que había visitado comparable con la llanura era el desierto, duro e implacable. Si bien era parecido a la llanura en belleza y amplitud, no tenía nada de acogedor. La llanura invitaba, te abría sus brazos; el desierto te despreciaba. Su belleza no era patrimonio de la humanidad y rechazaba su presencia. Era una belleza inalcanzable, que no deseaba ser compartida. Atravesar Nevada había sido un simulacro de muerte: las vastas extensiones vacías, el calor sofocante y espantoso, la sepulcral frialdad de la noche, la soledad más absoluta, la sensación de ser el único superviviente de la tierra y de que ésta está seca y muerta. Cuando Tom salió del desierto por primera vez y llegó al primer pueblo de la zona colindante, anhelaba el contacto humano. Se alojó en un pequeño hotel, que pagó con los últimos cien dólares que le quedaban, para sentir que volvía a formar parte del mundo. Tardó largo tiempo en recuperarse de esa sensación.

Su estancia allí la pasó en compañía de una mujer llamada Wanda. Pasaron una semana juntos, todo un récord para Thompson Keatley, porque después del tiempo que había permanecido solo necesitaba contacto carnal, la cercanía de la sangre, de los huesos y de un aliento húmedo después del duro suelo y el aire caliente del desierto. Apenas se levantaron de la estrecha cama del hotel, donde estuvieron copulando, comiendo, emborrachándose. Por la noche ella le contó sus secretos, le contó su vida, que había transcurrido en aquel pueblo en su mayor parte. Había estado tan absorto en su deseo que le sorprendió comprobar que ella se había formado una opinión muy distinta de él. Se había marchado de la habitación mientras ella dormía, sin dejarle siquiera una nota. Luego se arrepintió. Ahora ni recordaba qué aspecto tenía, aunque se acordaba con claridad de la sensación de calidez y humedad que le transmitía. Cuando hacían el amor, se fundían en un mar de sudor y luego Tom sospechó que todo había sido obra de él. Había conseguido sacar el agua de su interior. Necesitaba aquella humedad, aquel agua, aquel néctar de la carne. Ella fue su retorno al mundo de los vivos.

Sabía perfectamente por qué había recordado aquel viaje a Nevada mientras avanzaba por la carretera en dirección al límite del pueblo. Se sentía igual que entonces. Sentía un vacío absoluto. Notaba la carencia del lugar y, además, la suya propia. Percibía una sequedad interior.

Más allá, algo había en lo alto y, mientras se dirigía hacia allí, fue notando el cambio que sufría la atmósfera.

En el cielo, al final de la línea, flotaba una nube diminuta y alargada que contenía lluvia. Era pequeña y formaba una especie de bruma en el horizonte, por lo que resultaba invisible para todos menos para él. Aligeró el paso y se encaminó hacia la nube como una polilla a la luz.

Como si atravesara el espejo, pasó de un mundo al otro, salió del vacío. Dejó la mochila en el suelo. Se situó justo debajo de la nube, alzó los brazos y alcanzó el cielo. Tocó la lluvia. Se sumergió en ella al tiempo que percibía cómo su humedad colmaba sus fosas nasales, sus poros. Cerró los ojos y tiró suavemente de ella. Una ligera llovizna cayó sobre el lugar, sobre Tom, empapando su rostro. Las gotas diminutas le recorrieron los párpados, la cara, se introdujeron en su boca y le supieron dulces, y después se le deslizaron por el cuello hasta la camisa.

Así que en algún lugar había lluvia. Gracias a Dios su pozo no se había secado. Era el sitio adecuado. Tom permaneció allí largo tiempo después de que la nube vaciara su contenido, respirando la humedad que lo envolvía. Respiró hondo con el único deseo de quedarse allí para siempre, formando parte de ese cielo, no del cielo malévolo y árido que se cernía sobre Goodlands. Se quedó sintiendo la lluvia alrededor hasta que se consideró renovado.

Luego, como era su obligación, volvió al vacío y reanudó su camino.

Butch Simpson permanecía inmóvil bajo el arco que separaba la sala de estar del comedor. Se había calzado el guante de béisbol y sostenía la gorra en la otra mano. A su madre no le gustaba que él o su padre llevaran la gorra puesta en casa.

Observaba a su padre que veía la televisión, contemplaba con mayor atención las cintas, los programas que grababa de noche. Todos eran muy raros. Su padre había intentado que Butch los viera con él, pero su madre intervino y declaró firmemente (con una firmeza mayor que la que solía emplear para dirigirse a su padre) que no creía que esos programas resultaran apropiados para los niños de la edad de Butch. Aquello lo dejó intrigado y en cuanto sus padres fueron al pueblo y lo dejaron solo puso una de las cintas de vídeo de su padre esperando ver horribles imágenes de cadáveres o de personas ardiendo vivas, o quizás, escenas pornográficas. Lo único que encontró fue historias sobre el fin del mundo y platillos volantes, así como a un tipo llamado Ed Cayce o algo así hablando en trance. Bobadas. Ni siquiera vio un programa entero.

Estaba esperando que su padre se volviera para convencerlo de que saliera al jardín a lanzarle pelotas. Butch pensó que si su padre lo veía allí, de pie, se sentiría obligado a salir, querría salir. Se concentró.

Oyó unos débiles pasos detrás de él y se volvió. Era su madre.

—Oye, hijo. ¿Quieres salir a jugar a la pelota? —Butch la miró, sorprendido.

—¿Contigo?

—Sí, ¿por qué no? —Le tocó la coronilla y pensó en cómo estaba creciendo su hijo. Él apartó la cabeza.

—Pero si no sabes jugar —dijo. Su padre, pese a que lo más probable era que los hubiera oído, no se movió.

—Vamos, te enseñaré lo que sé —propuso ella.

—Quiero que venga papá.

—Papá está pensando, cariño —explicó—. Déjalo tranquilo —añadió con voz queda, al tiempo que conducía a Butch al exterior.

Lanzaron la pelota una y otra vez. El guante de su padre quedaba muy grande y torpe en la pequeña mano de su madre, pero ella lo sorprendió con su buena técnica lanzando y recogiendo la bola. Para ser mujer no lo hacía mal. En pleno lanzamiento, Butch le preguntó de repente:

—¿Y qué le ocurre a papá? ¿Por qué se pasa el día mirando esos programas?

Janet Simpson percibió gran parte de su propia preocupación en la voz de su hijo. Recogió la pelota con el enorme guante y la devolvió. Intentó escoger sus palabras con sumo cuidado.

—¿Recuerdas que hablamos sobre la sequía?

—Sí.

—¿Recuerdas que te expliqué cómo funcionan esas cosas, el banco, las hipotecas y…?

—Sí.

—Pues ahora que la granja no va bien, papá… —El semblante de Janet se endureció al tratar de escoger las palabras adecuadas, pues sabía que la dura realidad resultaba poco apropiada para un niño—. Verás, papá está pasando una mala temporada porque tiene que acostumbrarse a cómo están las cosas. Y está muy preocupado.

—¿Y por qué ve esos programas estúpidos sobre fantasmas y alienígenas y todo eso?

Janet recibió la pelota y volvió a lanzarla. Siguieron jugando mientras pensaba una respuesta.

—Es su manera de enfrentarse a la situación, Butch. Las personas reaccionan de forma distinta. Cuando estoy preocupada, a veces me pongo a hacer limpieza. Eso me ayuda a olvidar los problemas. Papá se pone a mirar la tele.

Se sintió satisfecha de la explicación aunque, a juzgar por la expresión de Butch, dedujo que no la creía. En realidad, no le había mentido pero Janet sabía que a Carl le interesaban esos temas por razones mucho más profundas. Su marido intentaba aprender algo esotérico y secreto sobre la agricultura en época de sequía. Esos horribles programas de televisión, con sus historias oscuras sobre lo sobrenatural, habían despertado en él una afición entre espiritual y conspiradora. Por las noches había empezado a asustarla con sus explicaciones de lo que había visto durante el día. Intentaba convencerla para que ella también viera los programas. Estaba obsesionado con el gobierno y con la información que ocultaba al país. Además, últimamente las historias eran cada vez más raras. Era capaz de citar a lo que él llamaba «profetas de la era moderna», todos ellos dedicados a predecir el día del juicio final. Iba en coche hasta la librería de Bismarck y compraba libros ridículos titulados Sobrevivir al milenio y El calendario del juicio final, gastándose el dinero inútilmente cuando a duras penas llegaban a final de mes. Su dormitorio había empezado a parecerse al interior de una biblioteca tenebrosa. Ella se estremeció a pesar del calor de la mañana.

Butch cogió la pelota y no la lanzó. Sin dejar de mirar el guante preguntó:

—¿Va a llegar el fin del mundo?

—¿Dónde has oído eso?

Al ver la expresión de sorpresa de su madre, respondió excusándose.

—De eso tratan los programas de papá. —Bajó la mirada—. Vi un vídeo el día que me quedé solo. No quería hacerlo…

—Esos programas no son para niños —repuso ella.

—Pero ¿va a acabarse?

Su madre negó con la cabeza, convencida.

—No, nunca. Dentro de poco lloverá y todo irá bien —afirmó.

Butch lanzó la pelota. Ella la recogió y se la devolvió. Siguieron jugando un par de minutos más, pero ya no resultaba divertido.

Tácitamente llegaron a un acuerdo mutuo y evitaron entrar en la casa. Janet se sentó en la tierra seca y dura, mientras Butch jugaba con el neumático que servía de columpio y que Carl le había hecho antes de que aprendiera a andar. Cambiaron el tema de conversación.

Alrededor del mediodía oyeron el motor de la camioneta al otro lado de la casa. Entonces recogieron la pelota y los guantes y entraron en casa para comer. Lo primero que hizo Janet fue apagar el televisor.

Tom se detuvo hacia el mediodía y se internó en el campo situado al lado de la carretera, donde alguien había tenido la buena idea de plantar una hilera de árboles. Supuso que su misión era bloquear el viento, pero a él le serviría para protegerlo del sol. Dejó la mochila en el suelo y se sentó al lado de ésta apoyándose contra un tronco.

Dedujo que allí no había irrigación, porque los árboles estaban secos y parecían muertos. Apoyado en uno de ellos, notaba la horrible sensación de sequedad que le transmitía el pueblo. Esa sensación duraba hasta que él entraba en lo que consideraba el anillo de lluvia y entonces, de repente, todo recobraba la normalidad.

Introdujo la mano en la mochila para buscar el trozo de queso que había cogido del frigorífico de Grange. Lo lavó con agua de la cantimplora. Su sabor un tanto rancio y caliente no redujo el placer que sintió al comérselo. Cerró los ojos y masticó.

Llevaba más de dos horas recorriendo Goodlands y la mayoría de los campos por los que había pasado estaban yermos. Quizá la mayor parte estuvieron cultivados, pero aún no había visto que creciera nada. Tras cuatro años de sequía, dudaba que los agricultores todavía abrigaran la esperanza necesaria para trabajar la tierra.

No había pensado demasiado en el papel que desempeñaba Karen Grange en todo aquel asunto. Había pasado frente a varias casas vacías, con grandes ojos perezosos por ventanas, con los cristales rolos y la pintura desprendida; vio más de un rótulo de «Se vende» medio suelto y numerosas fincas abandonadas. Todo eso le dio que pensar. Dado que Karen Grange era la banquera del lugar, se pregunto sobre el hecho de que fuera ella quien echaba a la gente de sus casas. «Embargo hipotecario», ella lo llamaría así, con un tono distante y nítido. Embargo hipotecario era la expresión que se empleaba cuando alguien permitía que el corazón de un pueblo dejara de latir.

Karen Grange era quien cortaba la arteria y el pueblo, claro está, era el muerto.

Tom bebió otro sorbo de agua y tapó la cantimplora. Sacó el tabaco y lió un pitillo.

Así pues, había resuelto aquel pequeño misterio. Grange había escrito la carta porque era la mala de la película. Esbozó una tímida sonrisa al imaginarla redactando aquella carta. Al principio había pensado que la autora era la esposa de alguien, tal vez de algún granjero. Las esposas o las hijas hacen estas cosas, los hombres muy raras veces. El corazón de las mujeres tiene algo que le permite ensancharse más allá de sus propios límites, algo que los hombres son incapaces de hacer, quizá porque se desesperan antes. Por otro lado, otras veces había sido abordado por funcionarios municipales, normalmente a escondidas, pero casi siempre se trataba de políticos, y esos sí que se desesperaban rápido. Nunca le había llamado un banquero.

Lo cierto es que en circunstancias normales Tom era quien los encontraba. Tal vez estaba en una carretera que conducía a algún sitio y, al llegar, descubría que en ese lugar necesitaban sus servicios. Lo más probable es que no cobrara, aunque supieran lo que había conseguido. A la gente no le gustaba reconocer que la lluvia podía provocarse. Y en caso de que se «provocara», creían que había sido obra de una máquina, una pastilla o de un pulverizador que conseguía que lloviera. El método de Tom resultaba demasiado duro de aceptar.

Winslow, Kansas, había supuesto una excepción. El tipo que lo llamó, un secretario del ayuntamiento que respondía al nombre de David Darling (él apostaba a que el niño que ese hombre llevaba en su interior se había convertido en un tipo duro y pendenciero), había oído que Tom había ganado cien dólares una noche con una apuesta en un bar de Topeka. La apuesta consistía en hacer llover. Había cuatro tipos sentados, charlando, y Tom oyó que hablaban de la lluvia. Estaba de paso, se paró a tomar unas cervezas y descansar un rato y les explicó lo que sabía hacer. Hacía un mes que no llovía y estaban en pleno verano. No había nada de qué preocuparse, Tom entró en la localidad sabiendo que la lluvia sólo tardaría un par de días en llegar. Pero cogió su dinero y les hizo una demostración. Todos los presentes le invitaron a una ronda aquella noche. Dejaron la puerta abierta mientras diluviaba para que todo el mundo pudiera verlo. «¿No es fantástico?». Durante toda la noche soportó las palmaditas en la espalda y se sintió como un maldito héroe, sobre todo después de la sexta o séptima ronda. Tom cogió una de las borracheras más grandes de su vida y pasó la noche en la parte posterior de la camioneta de alguien, donde se quedó dormido oyendo el eco de la lluvia. Despertó por la tarde con una terrible jaqueca y un sabor de boca espantoso. Cenó con el dueño de la camioneta, que al parecer tenía un amigo en Winslow que lo estaba pasando mal. Lo había telefoneado y le había contado lo de la apuesta y la lluvia.

«Se llama David —le dijo aquel tipo—, fui al colegio con él. Trabaja en el ayuntamiento de Winslow y nos mantenemos en contacto —añadió con cierta timidez—. Le he explicado lo que hiciste y te estaría muy agradecido si fueras allí para tratar de ayudarlos».

Tom se dirigió a Winslow pensando que no lo haría por menos de cien dólares.

Darling estaba muy preocupado por mantener el asunto en secreto. No quería que su jefe, un tipo vanidoso y reprimido, supiera que se había puesto en contacto con un invocador de lluvia.

Hacía dieciocho meses que no llovía en Winslow. Tom hizo que lloviera la tarde siguiente a su llegada. Los habitantes enseguida se enteraron de lo ocurrido. Darling había sido incapaz de guardar el secreto. Alguien llamó a la televisión e hicieron un reportaje, entrevistaron a Tom y todo eso. Ése fue el programa que Karen había visto.

Los vecinos de Winslow se alegraron de que lloviera, pero se mostraron un tanto escépticos sobre su origen en el momento de pasar el sombrero. A excepción de Darling, que entregó cien dólares a Tom, los demás parecían dar propina a un camarero lento. Consiguió menos de quinientos dólares, una cantidad que podía haber ganado apostando en un bar.

Tom inhaló el humo de su cigarrillo y pensó en Goodlands. Goodlands había sido distinto desde el principio.

Para empezar, recibió el aviso de forma sorprendente. La carta pareció encontrarlo a él, incluso estando en paradero desconocido, como si lo persiguiera.

Pasó de mano en mano, por medio de personas que en su mayoría, no lo conocían. Al final se la entregó un tipo que tenía un amigo que creía haber oído algo sobre el hombre que había hecho llover mediante una apuesta. El tipo que se la dio la había llevado consigo durante seis meses, por lo que estaba arrugada y manchada, y uno de los extremos estaba roto, aunque resultaba legible.

—Ni siquiera sé por qué la he guardado. El camarero me la dio porque yo viajo. También bebo y al parecer tú has pasado por unos cuantos bares —dijo sonriendo aquel tipo—. Oye, ¿de verdad puedes hacer que llueva?

—Sí —respondió Tom. El tipo lo miró de arriba abajo. Tom se preguntaba cuánto dinero llevaría encima—. ¿Quieres verlo? Por cincuenta pavos haré que llueva.

—¿No vas a abrirla?

—Quizá más tarde —dijo Tom. El tipo pareció decepcionado con la respuesta, como si considerara que le debía algo por haber guardado la carta durante tanto tiempo. En realidad, Tom consideraba que le debía algo más, pero aun así no abrió la carta. Notaba el papel frío y liso en la mano, pero le transmitió una ligera vibración. Eso no significaba nada extraño, había muchas cosas que le transmitían vibraciones. La caligrafía de la carta era claramente femenina, lo que para Tom implicaba malas noticias: alguien con lágrimas en los ojos o presa de la desesperación lo había escrito. La leería más tarde, cuando estuviera un poco más bebido, y se echaría a reír en lugar de sentir una punzada de mala conciencia.

—Así pues —prosiguió el tipo—, ¿cómo haces que llueva?

Tom sonrió al pensar en las botas de goma gastadas del hombre y en el forro brillante de su traje barato.

—Hago que llueva por cincuenta pavos. —Y así fue.

Aquello había ocurrido hacía casi un año. Había leído la carta más tarde, por la noche, cuando estuvo bien entonado con la cerveza de su compañero en el monte bajo situado entre el bar y una vivienda. Había extendido el saco y encendido una pequeña hoguera porque era septiembre y refrescaba por la noche. Leyó la carta a la luz de la lumbre. Todavía la conservaba, cuidadosamente guardada entre las páginas del libro de gramática de su madre.

Estaba redactada con un estilo formal y esmerado, como una carta comercial. No le sorprendía que su autora lo hubiera mirado con cara de sorpresa y luego de desconfianza cuando se presentó en su casa. Ella quizás esperaba a un tipo trajeado, al volante de una camioneta con el letrero «Invocador de lluvia» estampado a un lado y un eslogan pegadizo como «Lluvia sin penuria» debajo. Ella esperaba que antes hubiera llamado para concertar una cita en territorio neutral, quizás en la cafetería del pueblo. Él se habría presentado con uno de sus trajes chaqueta y un maletín, y se habría comportado con mucha formalidad y educación, al estilo de la carta. Hubieran tratado los detalles, firmado algunos documentos y él habría conseguido que una lluvia torrencial salvara el pueblo. Frunció el entrecejo. Una lluvia torrencial…

Recordó el rostro de Karen, no la cara de la mañana anterior, con la expresión que le otorgaba el traje de banquera, sino la de la noche pasada, con sus ojos grandes abiertos como los de un niño, reflejando la sorpresa y el deleite.

Había tardado casi un año en llegar hasta ella, pero pasó la mayor parte del invierno en el sur, donde un hombre podía dormir a la intemperie y no despertar muerto. En cuanto leyó la carta, con su lenguaje remilgado y la esmerada firma al final, supo que se trataba de un trabajo distinto. La forma en que recibió la carta significaba que ese lugar tenía algo… diferente. Era como si estuviera predestinado a leer la carta, predestinado a acudir a Goodlands, predestinado a provocar la lluvia.

Pero ¿por qué no podía? Cuando el dinero, la mujer que quería que lo hiciera, las condiciones, todo estaba dispuesto para la lluvia, ¿por qué se veía incapaz de abrir esa puerta y dejar que el agua descendiera de los cielos, como había hecho casi cada noche por cuatro chavos en decenas de bares de carretera del Medio Oeste? ¿Por qué no conseguía provocar la lluvia en Goodlands?

La cantidad de dinero que iba a recibir era elevada, la suficiente para permitirle marcharse durante un tiempo, a algún lugar cálido, húmedo y alegre, un lugar tan lleno de humedad que le permitiera levantarse por la mañana y beber del rocío de las hojas. Con sólo tocar la hoja, las gotas rodarían hasta su boca, su cuerpo absorbería todo ese líquido sin mover un solo músculo. Con cinco mil dólares podría hacer eso durante mucho tiempo. Cerró los ojos e imaginó el sitio con un suspiro en sus labios secos. Era capaz de sentir su sabor: dulce, húmedo, fresco.

La otra opción que le quedaba era olvidarlo todo y partir, dirigirse al destino siguiente y marcarse un buen tanto. Goodlands podía convertirse en un lugar en el que simplemente había estado de paso.

La mente de Tom se nubló al pensar en las opciones de las que disponía. El calor apretaba demasiado para permanecer allí sentado; estaba convencido de que si lo hacía iba a quedarse dormido. También le embargaba un temor infantil, como si algo le acechara debajo de la cama, sabiendo que si se dormía, se secaría y moriría, integrándose en el árido paisaje.

Sentía dejar la sombra que le proporcionaba el árbol y todavía más tener que soportar los rayos del sol sobre su cabeza, lo cual hacía que sudara bajo la gorra. Sin embargo, era mejor que la sensación que lo había embargado al quedarse quieto. Necesitaba un poco de carne roja para que le circulara la sangre. Decidió comprar un par de filetes jugosos y gruesos y —¡qué demonios!— invitaría a Karen Grange a comer.

Era una mujer rara. En cierto modo no estaba mal, pero sólo lo había advertido la pasada noche, cuando esa mirada rígida e inflexible había desaparecido de su rostro. Al contemplar las gotas de agua en su mano, se le había iluminado la cara como bajo una tormenta eléctrica, la sonrisa de sus labios se había reflejado en sus ojos. En aquel momento le había parecido muy abierta, casi vulnerable, lo cual no solía atraer a Tom, aunque entonces le había gustado. Karen le había resultado lo bastante atractiva para que deslizara su mirada hasta su boca y se preguntara por un instante qué sabor tenía. Afortunadamente para los dos, el instante pasó. Luego recordó la nota concisa de la puerta por la mañana, la mano que él le había tendido suavemente y el movimiento rápido con que ella se la había apartado. Era bastante agraciada, con un atractivo discreto, de modo que si se hubiera tropezado con ella en alguno de los bares por los que había pasado, nunca se habría fijado en esa mujer.

Ya había pensado en la posibilidad de que la hubiera conocido antes. Le pasaba por la cabeza cada vez que se encontraba lo suficientemente cerca para percibir su olor. Debajo de esa ropa de banquera se ocultaba alguien y, fuera quien fuera, olía bien, como las flores poco después de ser cortadas. No obstante, estaba decidido a no descubrir su identidad. Eso sólo les causaría problemas.

Una mujer nueva avanzaba por Goodlands.

Vida caminaba por la carretera que en un extremo se llamaba Plum View Road y se convertía en Highway Drive al final de Badlands. Se la conocía por carretera 55. Tanto Larry Watson como Dave Revesette tenían sus fincas junto a ella. Desde allí había un buen trecho hasta llegar a una bifurcación. Podía seguir por el asfalto de la carretera estatal o desviarse por el camino de tierra que conducía hasta el extremo este de Goodlands. Dicho camino, que estaba menos transitado, pasaba junto a la finca de los Paxton.

Era casi mediodía y Vida llevaba andando desde el amanecer. No necesitaba detenerse porque, desde hacía días su cuerpo no era la única fuente de energía que la alimentaba; su nueva energía tenía un origen muy distinto, un origen interior.

Como suele ocurrir en las pequeñas comunidades agrícolas, sobre todo a primeras horas de la mañana cuando hay muchas obligaciones que atender, el camino estaba desierto. Vida no se había cruzado con nadie. Nadie la había visto, aunque en caso contrario, no estaba segura de que se hubiera dado cuenta.

Su forma de andar siempre había tenido un componente atlético y agresivo, un garbo y movimiento fruto de la necesidad, un paso que advertía de su cercanía. Ahora su paso se había suavizado, era más parecido a un balanceo, tenía un ritmo más femenino y coqueto de lo que le hubiera gustado. Parecía que bailaba al andar, movía las caderas de lado a lado, se cogía la falda con la mano (era el mismo vestido que llevaba el día anterior, aunque estaba más ajado). No sabía si alguien más había reparado en los pequeños cambios que había sufrido, pero ella era consciente de ellos. Estaba centrada y caminaba con una resolución desconocida para ella. Tenía trabajo que hacer.

No obstante, la voz de su interior era algo distinto. Deseaba poder acallarla. Era insistente, constante, le provocaba un ligero dolor de cabeza al tratar de obligarle a prestar atención, aunque siempre lo conseguía (a veces se detenía en el camino para escucharla). La voz quería que siguiera la cuerda, que encontrara al otro. Tenía que encontrar al otro.

A ratos Vida necesitaba toda su fuerza de voluntad para apartarse del sonido de la voz y empezar a caminar de nuevo. En ocasiones se detenía durante largo tiempo, con la mirada perdida —muchos lo achacarían a su pertenencia al clan de los Whalley—, mientras aguzaba el oído. Pero siempre conseguía seguir a la parte que la voz había descubierto en ella, su lado oscuro, el lado de Vida que deseaba herir a quienes la habían herido. En ese sentido, Vida y la voz iban perfectamente sincronizadas.

Con esa sincronización, las dos compartiendo un mismo cuerpo, siguieron la cuerda.

Los Waggles volvieron a contratar a Tammy Kowzowski temporalmente, ya que el doctor Bell consideró que Chimmy debía descansar unos días para recuperarse de las heridas, por leves que fueran. Padecía una ligera conmoción cerebral debido al golpe que se propinó en la cabeza durante el incidente del árbol. También estaba llena de hematomas. Además, se hizo un corte bastante profundo en la nariz con un trozo de cristal, y un par de cortes en las manos con los restos de la ventana rota. Asimismo, el médico aprovechó la ocasión para decirle claramente que debía adelgazar. «Los animales del ártico y las mujeres embarazadas necesitan una capa de grasa —dijo con voz firme—, y tú no perteneces a ninguno de esos dos grupos». Le indicó el régimen que debía seguir, en el que no se incluían helados ni otras chucherías del congelador durante las horas más calurosas del día, y le recomendó que hiciera ejercicio. Chimmy empezó de inmediato, justo después de la marcha del doctor Bell, bajando las escaleras cuando llegó Tammy Kowzowski.

A Tammy no le importaba reincorporarse al trabajo. Chimmy era simpática y habladora y, junto a ella, las horas transcurrían rápido. Pero estaba un tanto preocupada porque Chimmy tenía una conmoción cerebral y eso le parecía grave.

La luz se había ido otra vez, así que Chimmy estaba sentada en el taburete haciendo las cuentas a mano. Con conmoción o sin ella, deseaba estar en la tienda, donde había movimiento. Los clientes iban a charlar un rato y a admirar los toldos nuevos y el escaparate más grande que habían instalado.

Aquella mañana había muchas noticias.

Jack Greeson entró a comprar un paquete de cigarrillos y contó a Chimmy que su camino de entrada se había partido por la mitad. Había hecho asfaltar el sendero el pasado verano y se planteaba seriamente denunciar a la compañía encargada de la obra, una empresa de Weston. El eje trasero del coche había quedado inservible y uno de los neumáticos estaba completamente rajado.

Tammy sugirió que tal vez alguna falla del terreno atravesaba Goodlands. Había visto un programa en la televisión en el que dijeron que había fallas geológicas por todas partes, incluso en Canadá.

—Bueno, no es que quiera contradecirte, Tammy —puntualizó Jack—, pero lo que se hundió no fue la tierra, sino el asfalto. Esa grieta estaba en pleno camino, donde acaba el asfalto y empieza la calle. Cuando esos muchachos lo asfaltaron, debieron de hacer algo mal. Y alguien tendrá que responsabilizarse de esto, claro está, y tendrá que arreglarlo.

Chimmy le hizo la cuenta y se la entregó junto con los cigarrillos. Cogió el cambio de una caja de metal que utilizaban hasta que se restableciera el suministro eléctrico.

Jack señaló hacia la caja registradora.

—¿Lo veis? Esto es lo que pasa con el progreso. Sin electricidad ni siquiera puedes utilizar la caja. La gente se precipita al querer cambiar el modo de hacer las cosas. No tiene nada de malo que te hagan la cuenta a mano mientras esperas, pero prefieren que una máquina les haga el trabajo. Y aquí estamos charlando tan ricamente porque se tarda más en preparar la cuenta, pero si esa máquina funcionara, ya me habría marchado y estaría en la calle. Sólo habríamos tenido tiempo de decirnos «hola».

«Mensaje recibido», pensó Chimmy, aunque Jack Greeson no era de los que se contentaban con un simple saludo. Sin duda hubiera soltado su discursito de todas formas, y habría encendido un pitillo para pasar el rato.

—Ocurre lo mismo con lo del asfalto. Esos muchachos trajeron una máquina e hicieron el trabajo en poco más de un par de horas. En los viejos tiempos había que hacerlo a mano y, cielo santo, apuesto lo que quieras a que entonces no se rajaba de esta manera. A la gente ya no le importa. Sólo quieren hacer las cosas cada vez más rápido —concluyó.

—Tal vez estés en lo cierto, Jack —intervino Chimmy, volviéndose en el taburete—, pero tengo la impresión de que la caja registradora hace las cuentas con mucha más fiabilidad que yo.

Rió entre dientes cuando Jack repasó la cuenta disimuladamente al salir de la tienda. Luego comentó a Tammy que si hubiera estado descansando arriba se habría perdido la escena.

La otra noticia de la que se enteraron por la tarde fue la de los depósitos de agua de Larry Watson.

El asunto era un poco más grave que el hecho de que una falla recorriera el camino de entrada de Jack Greeson. Se enteraron por Gooner cuando éste entró a comprar una bolsa de palomitas antes de ir a soldar los depósitos.

—Es increíble, he ido a echar un vistazo. No sé qué demonios puede haber ocurrido para que saltaran de esa forma. Es como si fuera algo del interior. Le he preguntado si había mezclado algún tipo de gas con el agua o algo así, ya sabes, para aumentar la presión, pero dice que los animales han bebido de ella toda la semana. Es increíble.

Por una vez Gooner no contó uno de sus chistes malos. Entró y salió en cuestión de minutos.

Tammy estaba limpiando la parte inferior del mostrador cuando Gooner se marchó. Meneó la cabeza.

—Parece que todo el mundo se ha vuelto loco, ¿no, Chimmy?

—Bueno, mi abuela solía decir que las desgracias nunca vienen solas. Primero fue lo de la tienda, luego el camino de Jack y ahora los depósitos de agua. Lo bueno es que también decía que después de la tempestad viene la calma —agregó Chimmy.

—¿Y el incendio?

—La inflación —respondió Chimmy—. En vez de tres desgracias, cuatro.

Sobre las tres de la tarde, Tammy estaba sentada en el taburete detrás del mostrador y Chimmy de pie para estirar las piernas cuando las dos repararon, casi al unísono, en un desconocido —un apuesto desconocido, pensaron ambas—, que se dirigía a la tienda.

—¿Quién es ése? —preguntó Tammy.

Chimmy estiró el cuello para ver mejor, ya que el andamio de George le bloqueaba la visión. Movió la cabeza.

—Supongo que pronto lo sabremos.

Tom era consciente de las miradas de curiosidad que se posaban en él mientras andaba por la calle principal de Goodlands. No obstante, los vecinos se mostraban corteses y amables, pues lo saludaban con un movimiento de cabeza e intentaban mirarlo con disimulo. Estaba acostumbrado a esa situación. Había pasado parte de su vida siendo el forastero del pueblo.

La calle principal le recordaba un decorado de las viejas películas del Oeste, parecía haber sido erigida en un descampado. El pueblo se había construido en forma de cuadrícula y las casas y los edificios estaban dispuestos en filas rectas como flechas, las calles se cruzaban en ángulos de noventa grados, no había montículos ni colinas que las hicieran desviar su trayectoria, ni inclinaciones ni curvas, sólo las elevaciones graduales y los ligeros declives propios del terreno.

El lugar presentaba una belleza extraña, organizada y fútil, una combinación del impresionante poder del cielo omnipresente y de la insistencia del hombre en poner su impronta en la tierra. Si Tom se hubiera sentido mejor en ese lugar, tal vez hubiera sido capaz de responder a su belleza, permitiendo que se apoderara de él en lugar de sentir que debía competir con ella. Lo único que necesitaba para ponerse en marcha era un trago de whisky o de tequila, con una pizca de sal y el sabor penetrante de la lima, o quizás un combinado con vodka, rematado con un par de cervezas frías. Sin embargo, tendría que conformarse con un filete sabroso y un poco de vino para olvidar el polvo del camino.

Encontró una tienda de comestibles. El comercio estaba en plena destrucción o construcción, era difícil saberlo, pero el rótulo apoyado en el edificio rezaba: «GOODLANDS, MERCERÍA Y ARTÍCULOS VARIOS», y debajo se especificaba: «ALQUILER DE VÍDEOS. CERVEZAS Y LICORES. ULTRAMARINOS». Es decir, cubría todas las necesidades del hombre moderno.

La puerta se mantenía abierta por medio de un ladrillo, Tom entró bajo la mirada curiosa del hombre que estaba encaramado a la escalera.

Detrás del mostrador había dos mujeres. Tom las saludó con un gesto y ellas sonrieron y le devolvieron el saludo al unísono. La más corpulenta llevaba la cara vendada, por encima de la nariz. Le preguntó qué deseaba.

—¿Tiene un par de buenos filetes?

—Últimamente tenemos ciertos problemas, ya lo ve, estamos de obras —dijo—. Guardamos los productos perecederos al otro lado de la calle, en Rosie’s, la cafetería. Vaya y dígales que le manda Chimmy. —Señaló al otro lado de la ventana—. Dígales que quiere la carne fresca que llegó ayer. Ellos se lo arreglarán. Hable con Grace.

—De acuerdo.

Tom echó un vistazo por el mostrador, donde brillaban los «licores» mencionados en el rótulo bajo una luz polvorienta. Estaban todos allí, el whisky, el bourbon, el vodka. Todos menos el tequila. Se moría de ganas de llevarse una de las botellas grandes de bourbon barato a un lugar discreto donde beberlo.

No le parecía que Karen Grange fuera la clase de mujer que bebe bourbon. «Nada de bourbon hasta que todo acabe», pensó.

—Creo que me llevaré una botella de vino —dijo a la mujer gruesa.

—¿Tinto o blanco?

Le pareció que Karen preferiría el blanco, pero Tom no estaba dispuesto a hacer más concesiones.

—Tinto.

Chimmy frunció el entrecejo al repasar las botellas que tenía.

—Tenemos uno de California. Gallo. ¿Le va bien?

—Si no tienen otro… —repuso Tom.

Chimmy se acercó con dificultad al extremo del mostrador hasta la estantería en la que se alineaban las botellas.

—No tenemos mucho vino. A la gente de aquí le gustan los licores y la cerveza. Para Navidad traemos más variedad. En Año Nuevo vendemos algo de champán. Yo no puedo beber champán, me sienta mal. Pero una cerveza de vez en cuando sí que me la tomo —explicó. Arrastró una escalerilla a la estantería y se subió a ella. Su cuerpo se ladeaba peligrosamente mientras alargaba la mano y se esforzaba por coger la botella de la parte superior.

La otra mujer hizo una mueca.

—Chimmy, tal vez deberías dejarme a mí…

—No pasa nada, no pasa nada —la tranquilizó Chimmy, al tiempo que emitía un gruñido y se estiraba. Finalmente cogió la botella y bajó de la escalerilla—. Ya está —dijo, respirando con dificultad—. Aquí tiene.

Se la entregó a Tom, sonriendo, esperando.

—¿Está de paso o va a quedarse una temporada? —preguntó.

Tom esbozó una amplia sonrisa.

—Las dos cosas, supongo —contestó.

Chimmy asintió y cogió el talonario de recibos.

—Estamos sin electricidad hasta que acaben la fachada. Ayer sufrimos un extraño accidente. El árbol de enfrente se estrelló contra la parte delantera de la tienda. Imagínese. Menos mal que el seguro lo ha pagado —explicó mientras apuntaba el importe del vino y los filetes en la cuenta—. ¿Algo más, señor?

Tom negó con la cabeza. Chimmy empezó a sumar las cantidades, marcando tranquilamente las cifras en la calculadora que tenía junto a la caja registradora.

—¿Ha venido a pasar el día? ¿Va a cenar a casa de alguien? —inquirió.

Tom hizo caso omiso de la pregunta.

—¿Tiene algún plano del pueblo?

—¿Un plano? Claro, sí que tenemos planos. ¿Le interesa un mapa del estado?

—No, sólo del pueblo.

—Pues me parece que no, ¿verdad, Tammy?

La mujer más joven no había abierto la boca desde que había ofrecido su ayuda, pero había permanecido junto al mostrador mientras Chimmy atendía al cliente. Se sonrojó cuando Chimmy se dirigió a ella.

—Pues… no, creo que no. Pero ¿y los que encargó el señor Shoop hace un par de años?

—Claro, claro. Esos mapas ridículos, supuestamente graciosos, ya sabe, con los dibujitos de la gente y los comercios. Hicimos una especie de fiesta de la caza y la pesca hace unos dos años para intentar atraer al turismo. Pero no tuvo demasiado éxito. A decir verdad, la gente que lleva años viniendo a cazar y a pescar nunca falla, pero no acude nadie más. Sin embargo, esos mapas existen. Tendrá que ir al ayuntamiento —le indicó inclinándose hacia delante para señalar por un ángulo de la ventana—. Allí debería de haber alguien. El mapa le costará un dólar. No sé si es muy preciso con respecto a las calles y todo eso, pero el resto está bastante bien. Nuestra tienda también sale, nos costó veinticinco dólares ponerla.

—¿Aparecen los límites del pueblo? —inquirió Tom.

Chimmy lo miró con curiosidad.

—Sí, por lo menos eso sí que sale. —Lo miró un momento antes de bajar la cabeza y repasar la cuenta—. Son once con sesenta por los filetes y el vino.

Tom extrajo uno de los billetes de veinte dólares que aún llevaba arrugados en el bolsillo delantero. El dinero de Blake… Ahora ya estaba seco pero, al palparlo, notó que una esquina estaba quemada. Lo alisó antes de entregarlo a Chimmy.

—Así que quiere un mapa, ¿no? ¿Busca algo en concreto? Tal vez puedo ayudarle —comentó Chimmy, incapaz de disimular su curiosidad.

—Hago fotografías —mintió Tom—. Es sólo para saber de dónde son. Como recuerdo.

—Oh, me encanta hacer fotos —intervino Tammy. Los dos la miraron y volvió a sonrojarse—. Sí, en serio.

Chimmy, que no estaba al corriente de esa afición de la joven, le preguntó al hombre:

—¿Fotos de qué?

—Oh, graneros, campos, esas cosas —respondió Tom, desplegando una sonrisa aún más amplia. Notó que empezaba a dolerle la cara de tanto sonreír y quería marcharse sin parecer grosero.

—¡Oh! ¿Como el tipo que sale en Los puentes de Madison? ¡Esa novela me encantó! —exclamó Tammy, ruborizándose de nuevo. Chimmy desvió la mirada y Tom se dio cuenta.

—Enséñenos la cámara —pidió Chimmy con suspicacia—. Tammy, ¿verdad que te gustaría ver la cámara?

Tammy intentó contenerse, pero soltó una risita estúpida.

—Claro, ¡me encantan las cámaras! —Más tarde, avergonzada de sí misma, repetiría la frase a su amiga en tono burlesco: «¡Oh, me encantan las cámaras!».

La mochila estaba sobre el mostrador y Tom introdujo la botella de vino en ella. Entornó los ojos hasta casi cerrarlos. Colocó cuidadosamente la botella entre un par de camisetas para protegerla y rebuscó en el interior de la mochila. Al cabo de un momento, sacó la mano de la mochila.

—Aquí está —dijo con voz queda. Era una cámara pequeña. Al principio la marca no se veía bien a causa del reflejo de la luz, pero luego se apreció claramente: Nikon.

—¡Oh, qué pequeña! —exclamó Tammy. Cabía de sobras en la palma de la mano de Tom.

—Hace fotografías muy buenas —repuso él.

De repente, lanzó el aparato al aire y lo recogió fácilmente con la misma mano. Les dedicó una sonrisa de felicidad y rió entre dientes. Con la misma rapidez, introdujo la mano en la mochila y la cámara desapareció.

Chimmy bajó la mirada hacia donde había estado la cámara. Cuando levantó la cabeza, tenía los ojos vidriosos. Se los frotó y miró a Tom con cara inexpresiva.

—Señoras, muchas gracias por su tiempo. Éste es un bonito pueblo, aunque está un poco seco.

Tom se colgó la mochila al hombro y se despidió saludándolas con la cabeza.

—Adiós —dijo Tammy.

—Adiós —repitió Chimmy, aunque para entonces él ya había salido. Observó que se dirigía hacia donde ella le había indicado. Siguió mirándolo hasta que desapareció de su vista—. Qué tipo tan raro —comentó.

—A mí me ha parecido encantador —respondió Tammy con voz soñadora.

—Nunca había visto una cámara como ésa —añadió Chimmy como si pensara en voz alta, porque Tammy se había puesto a quitar el polvo.

—Vaya, Chimmy, aquí debajo hay ramas. Ese árbol debió de partirse…

—Tammy, creo que subiré a descansar un rato. Estoy cansada —la interrumpió Chimmy. Volvió a frotarse los ojos.

—Claro, Chimmy. Ve arriba, yo me encargaré de todo —respondió Tammy con cierta preocupación en la voz.

En el ayuntamiento sólo había una mujer. No le hizo ninguna pregunta y le vendió el mapa por un dólar, tal como Chimmy le había predicho.

—¿Es una reproducción fiel? —preguntó Tom, y ella desplegó el mapa delante de él.

Era pequeño, de poco más de cincuenta por treinta centímetros. No obstante, el colorido compensaba el tamaño. Los campos eran de color amarillo intenso, supuestamente debido al trigo que en ellos crecía; los caminos de un pulcro gris, los rótulos azules y vistosos y, bordeando las calles pero ocupando especialmente el centro de la población, aparecían los edificios representados de forma un tanto antojadiza, con personas sonrientes y cabezudas saludando desde los comercios.

La mujer apartó el resto de mapas para que pudiera verlo mejor y, al hacerlo, rozó la mano de Tom.

—Todo es fiel excepto el tamaño de los edificios del centro del pueblo. Pero supongo que eso es obvio —dijo. Recorrió el círculo externo del mapa con el dedo—. Esto es Goodlands —declaró. Se detuvo al final de la carretera estatal donde una flecha señalaba «Oxburg» hacia el borde del mapa. Oxburg sería más pequeño y menos vistoso, supuso Tom—. Si quiere un mapa para conducir, le aconsejo un mapa estatal —sugirió ella al tiempo que cogía uno del montón para enseñarlo a Tom.

Tom observó el mapa. Lo recorrió con las manos, como si quisiera alisarlo.

—Gracias —dijo sin levantar la mirada.

—De nada —respondió ella—. ¿Está de visita?

—No. —Le entregó un billete del cambio que le habían dado en el colmado—. Gracias otra vez.

Donna Carpenter contempló al hombre mientras se marchaba. Era atractivo y en Goodlands no podía decirse que abundaran los jóvenes apuestos. Le habría gustado flirtear un poco con él, pero no se había mostrado muy dispuesto a entablar conversación. Exhaló un profundo suspiro cuando lo perdió de vista, y al espirar pensó que en la boca le había quedado el sabor de algo que le resultaba familiar.

Entonces lo percibió… Un olor limpio, fresco, agradable. Tardó un momento en identificarlo. ¡Lluvia! Olía a lluvia. Pero esa sensación se esfumó rápidamente.

«Qué extraño». Movió la cabeza con una sonrisa. Pasó la mano por encima de los mapas esparcidos sobre el mostrador. En una esquina, donde el hombre había apoyado la mano, el papel estaba ligeramente arrugado. Lo tocó con el dedo. Por un instante tuvo el convencimiento de que estaba húmedo.

Arrugó la frente y volvió a dejar los mapas bajo el mostrador.

Para cuando Tom hubo recogido los filetes y salió del pueblo por la carretera que conducía a casa de Karen Grange, se había cruzado con más de treinta personas.

Había paseado por el pueblo a plena luz del día y todo el mundo había reparado en él. Al fin y al cabo era un forastero. Unas cuantas personas se fijaron en que iba a pie, otras en la calle por la que giró. Curiosamente, Karen Grange fue la única que ese día no vio a Tom en el pueblo.

Había caminado fiel a su estilo, a paso ligero, sin que nada en él delatara lo que le rondaba por la cabeza. Tenía la extraña sensación de que no estaba recorriendo un pueblo, sino una ciudadela, y de que lo tenían vigilado. Lo vigilaba aquello que había encerrado al pueblo.

Para entonces sabía que fuera donde fuera ya no era el invocador de lluvia, sino el enemigo. Estaba retando a los cielos y a quienquiera que los retuviera en ese lugar.

La mochila pesaba más debido al vino y a la comida, por lo que iba con el hombro caído. Tenía una molesta sensación en el estómago, algo que no le resultaba familiar pero que, no obstante, sabía identificar.

Vida Whalley se encontraba en el cruce de Parson’s Road con la calle principal mientras se planteaba si pasaba por la tienda para cometer alguna fechoría —quizá contra esa creída de Charlene Waggles, que al parecer seguía rondando por ahí, para borrarle esa sonrisa de autocomplacencia de su estúpida cara— cuando vio al forastero.

Estaba enfrascada en el recuerdo del árbol cayendo sobre la tienda, del primer sonido del tronco al quebrarse, de los arañazos de sus piernas debido a las astillas, de la subida de adrenalina al ver que el enorme árbol quedaba suspendido un instante antes de venirse abajo. Su atención se centraba en ese pensamiento por lo que, antes de reparar en el desconocido, la fuerza repentina de su presencia física, como si de una ráfaga de viento se tratara, la empujó hacia atrás.

La sangre se le agolpó en la cabeza y se llevó las manos a los oídos para bloquear el terrible rugir que se había originado en su interior. Esa fuerza se acrecentó y silenció el resto de sus pensamientos.

Volvió la cabeza hacia la procedencia de la fuerza. El tiempo pareció transcurrir más despacio mientras la gente se movía lentamente y pasaba junto a ella. Parpadeó para ver mejor, pero el rugido de sus oídos se intensificó, era tan fuerte que se preguntó si los demás podían oírlo. Le palpitaba el corazón. El punto negro de su interior se endureció, como una roca. En su vientre la cuerda se tensó.

Lo vio a lo lejos, en la carretera. Mientras él iba avanzando y empequeñeciendo ante sus ojos, el martilleo que sentía en los oídos fue disminuyendo y los latidos del corazón fueron recuperando la normalidad.

La voz empezó a gemir y a gritar impidiendo que Vida oyera sus propios pensamientos.

Era él. El hombre a quien buscaba.

Observó cómo se alejaba y sintió el tirón de la soga. Decidió seguirlo.