5

Bajo el abrasador sol matutino, Henry Barker estaba de vuelta en Goodlands, en el extremo norte del pueblo, en el rancho de Dave Revesette. Encontró a Dave en el exterior, junto a la cuadra, entrando a un caballo grande y negro. Henry se detuvo en la puerta de la cuadra y esperó a una distancia prudencial. Nunca le habían gustado los caballos. Según las teorías de Henry, eran los animales más impredecibles del mundo.

La cuadra, que por la mañana solía estar llena de caballos, estaba vacía, a excepción de una yegua enfermiza que había sido la mascota de los niños desde su infancia y que como mínimo tenía quince años. No estaba atada ni encabestrada. Se encontraba junto al abrevadero, donde metía la cabeza de vez en cuando para beber un poco de agua. Aquel tipo de caballo agradaba más a Henry.

Avanzaba con cautela hacia el patio cuando Dave salió de la cuadra secándose la frente con un pañuelo.

—Menuda cabronada —farfulló, mientras guardaba de nuevo el pañuelo en el bolsillo y se ajustaba la gorra de béisbol—. Es la yegua preferida de la pequeña Anna Best y está muy mimada. Los niños vienen a darle azúcar hasta que está a punto de desbocarse y entonces se la mete en la cuadra durante un mes. Nadie la monta a excepción de nosotros y no sé cómo le sentaría esto a la pequeña Anna, pero este caballo necesita un poco más de disciplina. De hecho, para serte sincero, creo que las dos la necesitan. —Tendió la mano para estrechar la de Henry—. ¿Cómo va eso, Henry?

—Mejor que a ti, por lo que me han dicho. ¿Has perdido unos cuantos caballos?

—Mierda, he venido aquí esta mañana, a eso de las seis y media, y sólo he encontrado a Daisy. Los animales no salen en esta época del año, por la noche refresca, pero he mirado por toda la cuadra y no había duda de que estaba vacía. He montando en Daisy y he dado una vuelta por los alrededores. Entonces he encontrado la verja destrozada. Vamos, ven conmigo —dijo y volvió la espalda a Henry para que le siguiera.

Dave señaló hacia un punto del horizonte demasiado alejado para que Henry lo distinguiera, pero sabía que marcaba el fin del extremo norte de la finca y el inicio de la carretera que pasaba por allí.

—¿Has perdido alguno en la carretera? —preguntó Henry.

—No es que los hayamos visto, pero aún nos faltan cuatro. Hemos divisado un par de ruanos por Nipple Creek, y Mike y Bobby Laylaw están por ahí. Todavía nos faltan cuatro por encontrar —apostilló—. Se ve desde aquí —comentó señalando con el dedo hacia un poste que se alzaba a lo lejos.

Donde se suponía que debía estar el siguiente poste no había nada.

—Han debido de cortar casi treinta metros de cerca —dijo Dave levantando la voz—. Éste es el único sitio en el que la finca llega a la carretera. Quienquiera que lo hizo quería que los caballos salieran a la carretera.

Henry vio a Mike, el hijo menor de Dave, que avanzaba por la carretera, montado a pelo en un alazán y guiando a un caballo más oscuro que venía tras él. Doscientos metros más atrás, iba otro muchacho con otros dos caballos más.

—¿A cuántos caballos alojas ahora, Dave?

—Aún tengo doce, pero cuatro de ellos están en venta. Me encargo personalmente de las ventas, si sabes de alguien que esté interesado… Tengo la impresión de que Lester Pragg va a llevarse sus dos caballos a casa. Ya no puede permitirse tenerlos aquí. Las cosas están… bueno, ya sabes cómo están las cosas por aquí, Henry.

Henry retrocedió para que los muchachos pasaran con los caballos. Uno de éstos emitió un bufido al ver que perdía su breve libertad y Henry dio un salto.

—¡Vaya!

—No muerde —bromeó Dave. Los dos muchachos saludaron a Barker—. Llévalos adentro, Mike. ¿Has visto a Brian?

—No —repuso Mike.

—¿Es el hijo de Bobby Laylaw? —inquirió Henry cuando los chicos se hubieron alejado y los dos hombres reemprendieron la marcha.

David asintió.

—Sí. Se llama Joe, pero ahora le gusta que le llamen Chance —explicó—. Quiere ser vaquero.

Henry sonrió.

—¿Hay alguien que te guarde rencor, Dave?

—No se me ocurre nadie. Llevo toda la mañana dando vueltas al asunto. —Meneó la cabeza.

—¿Y algún muchacho?

—Esto es algo más que una travesura, Henry.

El sheriff asintió. Hasta que no estuvieron a unos cuatro metros de la cerca, Henry no se percató de lo que realmente había ocurrido. La verja estaba cortada por ambos lados: un trozo de alambrada de unos treinta metros con postes de madera yacía en el suelo, doblada y retorcida a causa de la estampida de veinte o más caballos desbocados.

Henry se inclinó y contempló la parte de la verja que estaba destrozada. Los extremos no eran planos, sino redondeados.

—Menuda cabronada. Diría que no fueron cortados. Tengo la impresión de que la han abierto y ya está.

Pasó el dedo pulgar por el borde del alambre. Estaba liso. Cogió el alambre entre el pulgar y dos dedos y presionó un poco. Se doblaba, pero no con facilidad. Exhaló un suspiro.

—¿Qué opinas? —inquirió Dave.

—Pues —respondió Henry sin saber qué decir, aparte de «siento lo de la alambrada y lo de los caballos»—, ¿sabes de alguna herramienta que pudiera romper la verja de esta forma? ¿Algo que la derribara en vez de cortarla?

Dave meneó la cabeza y frunció el entrecejo.

—No, no se me ocurre nada y llevo treinta años haciendo alambradas. ¿Crees que encontrarás huellas dactilares?

Henry le miró fijamente y respondió:

—Tendría que tener unos dedos muy pequeños para dejar huella, ¿no crees, Dave?

Dave se incorporó, se quitó la gorra y la golpeó contra la alambrada. Se levantó polvo. Luego volvió a atizarla.

—¡Maldita sea! ¡Esto ha sido obra de alguien y alguien tendrá que pagar por ello! ¡Todavía me faltan cuatro caballos! —Se volvió y blandió un dedo frente al rostro de Henry—. Sé a ciencia cierta que no soy el único que ha perdido animales de este modo, Barker. No es la primera vez que pasa. Alguien lo hace a propósito, ¿y podrías decirme qué demonios hace el sheriff del condado? ¿Esperas encontrar a alguien con las manos en la masa? ¡Vamos, hombre! Estoy seguro de que alguien se metió en el gallinero de Boychuk y lo abrió para dejar entrar a los zorros. Dijo que al día siguiente aquello parecía un campo de batalla de la guerra de Vietnam. —Golpeó de nuevo con la gorra la alambrada y ésta vibró—. Así que resulta que esta vez los caballos salieron solos. ¿A qué esperas? ¿A que la próxima vez los atropellen? ¿O tal vez confías en que los caballos entren en el jardín de otro y lo destrocen todo para detenerme a mí? —Casi sin aliento, golpeó la gorra una última vez contra su muslo.

Henry se quitó el sombrero, se secó la frente con la mano, se echó el pelo hacia atrás y volvió a encasquetarse el sombrero. Pasó los pulgares por las presillas de la cinturilla del pantalón, bajo su imponente barriga.

—Supongo que iré a echar un vistazo, Dave. Ya me marcho. Tal vez hayan sido unos chicos. Ahora es época de vacaciones y todos sabemos que no hay mucho que hacer por aquí, aunque lo normal sea salir a emborracharse. A veces atropellan a un par de vacas, pero a los jóvenes les gustan los caballos.

—Son animales valiosos, Henry —aseveró Dave—. Gracias por venir y siento haber perdido los estribos. Te agradezco tus esfuerzos. —Le tendió la mano y estrechó la del sheriff.

Henry pasó por encima de la alambrada y empezó a rondar por ahí para ver si descubría algo. Fue en vano.

Weston es la capital del condado, el pueblo más grande de los siete que forman el condado de Capawatsa. Esa jurisdicción tenía el tamaño perfecto y desde hacía tres años Henry Barker era el sheriff del lugar. Ocupó el puesto tras el inicio de la sequía en Goodlands. En aquel momento se consideró una mala racha, una de aquellas situaciones a las que los granjeros ya están acostumbrados, como la caída del precio del trigo.

Se presentó a la elección cuando el viejo Ed Greer se jubiló a los sesenta y siete años y reconoció que era demasiado mayor para perseguir perros y disolver peleas. El día que Henry pasó a ocupar su cargo le confesó que la verdadera razón por la que daba por terminado su mandato era que cada vez estaba más tentado de sacar el arma y disparar a los impresentables —fueran perros o borrachos— que de arrestarlos. Henry, que contaba cincuenta y dos años de edad, no estaba ni mucho menos tan en forma como Ed a sus sesenta y siete, pero tenía más paciencia y, en los tres años que llevaba ejerciendo de sheriff, sólo había desenfundado el arma en una ocasión para rematar a un ciervo que había sido atropellado por un camión, algo que, de todos modos, también habría hecho como civil.

Perseguía perros, disolvía peleas y ayudaba a los camilleros a sacar a los chicos de la carretera, sobre todo de Arbor Road, que supuestamente estaba encantada. En opinión de Henry, el único problema de Arbor Road era esa dichosa colina en la que los jóvenes iban a ser aerotransportados. Él los multaba por exceso de velocidad y los increpaba si llevaban las luces posteriores rotas. Multaba a las personas que dejaban sueltos a los perros y se preocupaba de mantener el orden público cuando un vecino llamaba a la policía.

Solía dividir todas las comunidades en dos: la parte buena y la mala, y ambas nunca debían mezclarse. Siempre había que contar con un par de excepciones en ambos bandos: algún tipo listo de la parte buena que maltrataba a su esposa y, en Avis, una mujer que apaleaba a su esposo con bastante frecuencia. Así pues, en general, estaban los buenos y los malos. Los barrios buenos eran víctimas de robos y los ladrones vivían en los barrios malos. Un par de veces al año, normalmente en verano, una pareja de muchachos privilegiados y aburridos de clase media entraban a robar en casa de un amigo (a menudo acompañados de éste) y eran descubiertos con bastante facilidad, después de esconder el botín en su dormitorio hasta que su madre lo encontraba el día en que hacía la colada.

De hecho, por lo que Henry veía, el tipo de delito no había cambiado demasiado en Capawatsa desde su infancia. En la actualidad, lo que los muchachos robaban era de mayor valor, pero estaba al alcance de más bolsillos. Se registraban más actos vandálicos porque había menos trabajo para los jóvenes. En su mayor parte, los delitos se limitaban a las fechorías juveniles del final del verano.

Henry pasaba los días intercediendo en las disensiones familiares, redactando informes sobre alambradas rotas y visitando talleres mecánicos después de algún accidente. Cada año disparaban a alguien por una cuestión de faldas, perros o alcohol, pero hacía diez años que no se había producido ningún asesinato. Con alguna que otra excepción, los delitos eran de poca gravedad, siendo los más frecuentes los delitos contra la propiedad, por lo que Henry no dudaba en afirmar que el condado de Capawatsa era el mejor lugar del mundo para vivir. Lo cual era cierto, siempre y cuando no se viviera en Goodlands.

Aunque se decía que era una de las tierras más ricas de la región, de ahí su nombre, en estos momentos era el peor lugar para un granjero. Lo que estaba ocurriendo carecía de explicación y los problemas en los que Henry debía interceder se habían agravado con la sequía. Los vecinos estaban cada vez más nerviosos y cuando la gente se pone nerviosa, empiezan los líos.

El ambiente estaba enrarecido. Carl Simpson, un tipo normal en opinión de Henry, propietario de más de cien cabezas de ganado, estaba, al igual que todo el mundo, padeciendo las consecuencias de una mala temporada. Tenía mujer y un hijo, un buen muchacho llamado Harold que se hacía llamar Butch, y que estaba a punto de cruzar el umbral de la adolescencia. Carl Simpson había acudido a visitar a Henry hacía unas semanas y quiso entrar en la diminuta oficina para hablar en susurros.

—Henry, lo que tengo que decirte va a parecerte extraño, pero tienes que escucharme… con actitud abierta.

Cuando alguien decía a Henry que tenía que escuchar con actitud abierta, tendía a suspirar para sus adentros y esperar algún relato exagerado sobre infortunios vecinales. Esta vez, se sentó tras el escritorio y sacó una libreta y un lápiz. Acababa de lamer la punta del lápiz cuando Carl le dijo que lo dejara, y, mirando de reojo hacia la mesa vacía de la secretaria, comentó:

—No creo que debas anotar nada de esto. Podría ser peor.

Henry guardó el lápiz en el bolsillo y cerró la libreta, al tiempo que se daba el gusto de exhalar uno de sus suspiros internos. Se acomodó en la silla, dispuesto a soportar la historia y, mientras tanto, tal vez planificar las vacaciones. No obstante, miraba fijamente a Carl para no parecer maleducado.

—¿Qué te preocupa, Carl?

—Verás, últimamente he estado pensando en la sequía. Sólo se ceba en Goodlands, e incluso en Oxburg, que está a tiro de piedra de Goodlands, cae la cantidad normal de lluvia, pero aquí no.

Henry asintió. Los granjeros de Goodlands tenían poco más en que pensar.

—El otro día estaba viendo ese programa de la televisión por cable —prosiguió Carl—, y hablaban de ese sitio de Arizona llamado Groom Lake. Ya no es un lago, no es más que un lecho seco en medio del desierto. Tampoco es un pueblo, pero el rótulo sigue estando en la carretera. En realidad, es una base militar de alto secreto. —Miró a Henry en espera de su reacción pero éste, dada su responsabilidad como agente del orden público, arqueó las cejas—. Y es tan secreta que no aparece en los mapas militares. Lo he comprobado. Don Orchard está conectado a Internet, y la buscamos por todas partes. De todos modos, la gente de por ahí lo sabe y siempre hay habladurías y especulación. La gente asegura que allí guardan platillos volantes que se han estrellado. Ovnis, ¿sabes?

—¿Ovnis?

—Ya sé qué estás pensando. La verdad es que yo tampoco creo mucho en los marcianos, pero lo que quiero decir es que ese lugar se mantiene muy en secreto. Hay rótulos a lo largo de la carretera que advierten que, pasado ese punto, entras en una zona de acceso restringido, que si pasas el siguiente, te vigilan y al final se llega a un cartel que reza: «Si pasa este punto, puede ser disparado de acuerdo con la jurisdicción del Departamento de Defensa de Estados Unidos».

Henry asintió. Se cuestionó la gravedad de la situación en casa de los Simpson; tal vez Carl le daba a la bebida, o algo peor. No parecía estar drogado ni bebido, pero tenía una expresión extraña en los ojos. Parecía asustado.

—¿Eso te preocupa, Carl? —preguntó Henry amablemente. A veces las personas se ponían nerviosas por lo que ocurría en el mundo y Henry, como cualquier otro que llevara uniforme, servía de oyente, consejero o cabeza de turco.

—No es eso exactamente, Henry, pero me hizo pensar en Goodlands, en la sequía y en lo que ocurre en esos silos —precisó. Los silos de misiles eran motivo de preocupación para todos los residentes en Dakota del Norte, aunque la mayoría de las personas ya se habían acostumbrado a ellos después de los más de treinta años que llevaban en la zona.

—La mayoría de los silos están cerrados, Carl. Ya lo sabes. Los misiles no apuntan a ningún sitio, y están codificados para que cueste horrores lanzarlos. No suponen peligro alguno —le tranquilizó Henry, quien creía lo que afirmaba.

—Sí, eso es lo que nos dicen, pero después de ver Groom Lake por la tele, empecé a pensar en todo aquello que el gobierno no considera necesario compartir con el pueblo americano, y tal vez los silos estén siendo utilizados para algún fin extramilitar.

—¿Como qué, Carl? —inquirió, exhalando un leve suspiro.

—Como experimentos climáticos. —Se reclinó en la silla con una sensación de alivio después de haber exteriorizado sus preocupaciones. Al final relajó las manos, abrió los puños, y las posó sobre las piernas.

Carl siguió explicándole su teoría sobre los experimentos del gobierno con el clima, que constituían una defensa mejor contra los rusos, los iraquíes, los cubanos y los canadienses que cualquier misil.

—Tal vez consigan que el invierno se prolongue diez años seguidos, o les manden tormentas de granizo del tamaño de pelotas de béisbol durante un par de semanas, o —añadió, con tono siniestro— provoquen una sequía de cuatro años de duración.

Henry escuchó con atención y sintió cierta compasión. Por fin Carl abandonó el despacho después de haber prometido que no escribiría al gobierno ni —lo más importante— inspeccionaría los silos hasta que Henry pudiera dedicarse al asunto. Llegaron a ese acuerdo y Henry lo acompañó hasta la calle y se despidió de él, sin dejar de preguntarse qué pensaría de todo aquello Janet, la esposa de Carl, una mujer trabajadora y sensata.

Esa historia se remontaba a cuatro años atrás. La noche siguiente a la conversación mantenida con Carl, Henry hizo algo inusual en él: sintonizar el Canal de Meteorología, con lo que se perdía sus programas favoritos. Pasó varias horas viendo el programa.

Escuchó con atención las máximas y las mínimas de casi todos los Estados de la Unión, hasta que llegaron a las dos Dakotas. Entonces apareció el mapa meteorológico, como por arte de magia y gracias al satélite, una hermosa imagen de finas nubes blancas recorriendo el territorio como el humo de tabaco en un bar. De acuerdo con la imagen, la lluvia caía alrededor y sobre Goodlands. Se predijo y se registró lluvia y el hecho de que no cayera nunca llegó a mencionarse, por ignorancia o negligencia. Goodlands era un punto diminuto que ni siquiera aparecía en el mapa de temperaturas, aunque Weston también estaba representado por un punto y acertaron con la predicción del tiempo para aquella noche. No dijeron nada de Goodlands. Los ciudadanos perfectamente respetables no hablaban de ovnis ni de conspiraciones del gobierno a menos que la situación fuera realmente preocupante. Tal era el caso de Goodlands. En ocasiones, Henry incluso se planteaba si necesitaban más a un exorcista que a un policía. Goodlands estaba padeciendo demasiadas desgracias, incluido el extraño accidente acaecido en la tienda de comestibles y, últimamente, los incendios, junto con el aumento de delitos menores que caracteriza a las malas épocas. Las personas necesitan cosas y las roban cuando no tienen dinero para comprarlas. De hecho, el lugar que Henry tenía ante sus ojos en esta época presentaba un aspecto totalmente distinto al habitual, hasta el punto de hacerle examinar todo lo que ocurría en él.

Mientras conducía de vuelta a la oficina, Henry se palpó distraídamente el bolsillo de la pechera para cerciorarse de que la pequeña bolsa para el bocadillo seguía allí. En ella había una colilla, la que había encontrado en el camino de entrada a la casa de Karen Grange la noche anterior. Ella le dijo que no había visto a nadie sospechoso la noche que se incendió la propiedad de Kramer. Pero justo en el camino de entrada encontró el extremo de un cigarrillo liado a mano. Tabaco… Estaba casi seguro de que Karen no fumaba. Nunca la había visto fumar. No obstante, aquella colilla yacía en mitad del sendero, y lo cierto es que estaba demasiado lejos para que alguien la hubiera lanzado desde la calle, pues en esta época de sequía la gente se cuidaba mucho de lanzar las colillas a la ligera. Además, estaba pisoteada de tal manera que parecía que alguien se hubiera agachado y la hubiera restregado contra el suelo. Sin duda la había tirado alguien que se encontraba en el camino de entrada. ¿Era posible que ella no hubiera visto a alguien tan cerca de su casa? Tal vez.

Pero había algo extraño en todo aquello. La forma en que se había quedado en el porche con él, sin invitarle a tomar un refresco en un día en que la temperatura no había bajado de los treinta grados, y teniendo en cuenta que les unía cierta amistad. Quizás estuviera cansada, no había caído en ello o tuviera el frigorífico vacío, pero lo dudaba. No era la forma de ser de Karen, una mujer agradable que se había esforzado por integrarse en la comunidad.

Tenía la impresión de que ella quería ocultar algo.

En cualquier caso, aunque hubiera alguien en su casa no tenía por qué ser el vagabundo que habían visto los Tindal y Bart Eastly y Gooner. Tal vez había invitado a un amigo a pasar unos días en su casa y no quería que en el pueblo lo supieran. O quizá fumara a escondidas o no barriera demasiado bien. O tal vez le había mentido. Cuando alguien como Karen Grange mentía a un policía, debía de tener una buena razón para hacerlo. No creía que fuera porque Karen no había pagado sus impuestos.

Goodlands estaba convirtiéndose en un quebradero de cabeza para Henry.

Aquella mañana Dave Revesette no fue la única víctima de actos vandálicos. Antes de que Henry saliera del término municipal de Goodlands, ya había recibido cuatro mensajes en la oficina para que regresara.

Larry Watson salió temprano a verificar si cierto cochinillo estaba aún con vida. De hecho, esperaba encontrarlo muerto porque era un animal débil que no mamaba, por el que su mujer y sus hijos sentían un apego especial que les hacía alimentarlo con biberón. Larry se lo había permitido el máximo tiempo posible pero, si el animal iba a morir, él era un firme creyente en la voluntad de la naturaleza.

Salió a ver al cochinillo, con la amarga esperanza de que hubiera fallecido para por fin conseguir sacar a su familia del establo y dejarlos que lloriquearan durante todo el día y poder dedicarse a sus labores como se suponía que debía hacer. Así pues, salió temprano, antes de que se levantaran.

Ya había amanecido y se oía el canto de los pájaros, aunque no muchos se acercaban por allí. La temperatura resultaba agradable a aquellas horas de la mañana. Era un buen momento del día.

Al llegar junto al establo advirtió algo muy extraño y por un instante su corazón dejó de latir al ocurrírsele un pensamiento del todo improbable.

En el suelo se había formado un gran charco.

Tal vez había llovido por la noche, milagrosamente, sin que nadie se enterara, y sólo junto al establo. Pero eso no tenía ningún sentido. Se preguntó qué habría ocurrido y se dispuso a averiguarlo.

—¡Mierda! —exclamó—. ¡Mierda, mierda, mierda!

El agua procedía del depósito de agua. Al parecer, se había vaciado el depósito y el agua se filtraba rápidamente en la tierra.

El depósito tenía una antigüedad de unos seis años, y ahora empezaba a evidenciar el paso del tiempo. Dave lo había revisado regularmente, pero nunca había descubierto ningún defecto. Se trataba de un depósito de calidad. Tenía cuatro como ése ubicados en distintos lugares de su finca, todos colocados sobre un remolque para que fuera más fácil engancharlos al camión y llenarlos. Era necesario que fueran depósitos de calidad.

Al igual que el resto de los habitantes de Goodlands, los Watson racionaban lo que quedaba de su casi exangüe pozo y recogían agua en los pueblos de la vecindad como Avis, Oxburg o Adele, el que tocara en la rotación de comunidades que les prestaban ayuda. Darse un baño estaba prohibido. Todo el mundo se duchaba, incluso Jennifer con sólo tres años. Todo el mundo hacía la limpieza con la misma palangana en el fregadero y luego lavaba los platos con ese agua. Utilizaban agua para cocinar pero bebían leche. Tal vez exageraban un poco, pero Larry era ahorrador y, hasta el momento, las cosas no le habían ido mal. Así que por mucho que la familia refunfuñara, se tomaba el racionamiento en serio. Los resultados eran evidentes, el pozo no se había secado.

—¡Mierda! —Se inclinó frente al depósito.

La tapa había desaparecido. Su rostro evidenció la confusión que sentía. Buscó a tientas bajo el depósito, sumergió la mano en el charco y se dio cuenta de que el agua le llegaba a los tobillos y se filtraba rápidamente por la tierra reseca. Trató de encontrar desesperadamente la tapa del depósito, pero fue inútil.

No tenía tiempo de buscarla ni de plantearse dónde demonios podía estar o cómo había caído. Permaneció inmóvil con la mirada perdida en la distancia, al otro extremo de la finca, hacia el otro depósito. Desde donde estaba no distinguía gran cosa, pero temía lo peor.

Se dirigió hecho una furia a la parte posterior de la casa para coger el camión. Tenía que revisar el resto de depósitos.

Jack Greeson, que formaba parte del Cuerpo Voluntario de Bomberos de Goodlands dirigido por Leonard Franklin, salía marcha atrás del sendero de su casa pensando en si tomaría un trozo de tarta o alguno de los bollos caseros de Grace Kushner, fritos con manteca de cerdo y con un peso de unos doscientos gramos cada uno. Al final del sendero el coche colisionó con algo, por lo que se abalanzó hacia el volante y se golpeó la nariz con tanta fuerza que le empezó a sangrar. No se había ceñido el cinturón de seguridad.

Renegando, apagó el motor del coche con la idea de que había chocado contra algo grande, como un ciervo. Se tapó la nariz para cortar la hemorragia al tiempo que buscaba un pañuelo en la guantera. Se lo llevó a la nariz y comprobó cuánto sangraba. No era gran cosa, pero le dolía horrores. Giró el retrovisor para mirarse la nariz y entonces reparó en algo muy extraño.

La calle estaba muy cerca de la parte posterior del coche.

Al saltar del vehículo sus pies chocaron con el suelo y el golpe le repercutió dolorosamente en las rodillas.

—Pero ¿qué demonios…? —Bajó la mirada y vio que el suelo estaba casi a la altura del capó. Fuera lo que fuera, se dio cuenta de que no había colisionado con un ciervo.

En la confluencia del camino con la calle se había abierto un socavón. El coche había caído en una profunda grieta, por lo que las ruedas traseras estaban enterradas hasta el eje.

Jack se acercó a la parte posterior del coche y miró dentro del agujero. Vio la tierra oscura y seca, llena de raíces y piedras. De alguna manera el asfalto del camino de entrada se había separado de la carretera.

Permaneció allí, de pie, contemplando el panorama. Su mujer abrió la puerta principal y le preguntó si le ocurría algo.

—Llama a Grease —repuso él. Grease, su hermano, trabajaba en el garaje con Bart Eastly—. Voy a necesitar una grúa —dijo sin apartar la mirada del coche.

Terry Paxton, a quien sólo su esposo llamaba Teresa, estaba pasando la aspiradora por la sala de estar cuando echó una mirada por la ventana. A veces le reconfortaba ver la gran cruz que su marido había clavado en el césped, aunque los signos de su desesperación eran visibles por todas partes: en la hierba seca y marrón y en el vasto campo vacío en el que no se plantaría nada ese año. Si miraba atentamente, concentrándose, sólo veía la cruz, erigiéndose entre la desdicha, lo cual le procuraba cierto alivio. Era robusta, de madera natural tallada burdamente, llena de señales y sin pintar, y constituía una fuente de unción suprema y era lo único que podía desterrar los pensamientos malvados que a menudo la asaltaban cuando pensaba en la terrible situación en que se encontraban.

Alzó los ojos para recibir la bendición, pero ésta no llegó porque la cruz no estaba en su sitio.

Cuando salió al jardín, vio que yacía hecha pedazos a más de seis metros de su sitio original.

La familia pasó el día intentando ahuyentar con sus rezos al diablo que los había atacado. No obstante, el señor Paxton se tomó un descanso al mediodía y decidió avisar a la policía.

A Henry y a sus ayudantes los tuvieron yendo de un lado a otro sin parar. La única pista con que contaban, de entre todos los extraños sucesos que se sucedieron aquel día, era una huella pequeña de unas zapatillas de deporte hallada en el barro, junto a uno de los depósitos de Larry Watson.

Henry era incapaz de relacionar todos los sucesos.

Era mucho pedir.

Vida no dormía lo suficiente, aunque apenas lo notaba. La adrenalina bullía a toda prisa por sus venas. Estaba tan excitada como nunca lo había estado, ni siquiera después de haber provocado el primer incendio. Era una dosis excesiva.

El regocijo que la embargó gracias a los estragos que había causado entre sus vecinos de Goodlands fue efímero. La voz de su interior le recordaba que aún tenía una misión que cumplir. La voz se tornaba grave y aquello la asustaba un poco.

Por la mañana se había levantado con la sensación clara y confiada de que la noche anterior había sido poco más que un sueño. Creía que había soñado con el otro rostro en el espejo, el que aparecía por encima del suyo. Tenía el recuerdo borroso de haber estado de pie junto al extremo de su cama, dejando que esa sensación recorriera su cuerpo como un zumbido. Recordaba la extraña vibración que se produjo entre sus pies y el suelo, casi como si levitara sobre él, encima de cientos de bichos, como larvas o gusanos, que circularan bajo las suelas de sus zapatos para desperdigarse por el suelo. Luego salían por la ventana y, atravesando los campos y graneros, las carreteras y los riachuelos secos y muertos, se apoderaban de todo el pueblo.

Albergaba la esperanza de que se tratara de un sueño extraño e imposible, consecuencia de una mala digestión o de algo que su padre le hubiera echado al agua. Cualquier cosa.

Pero por la mañana tenía los brazos doloridos, los músculos agarrotados, como si los hubiera tenido levantados durante largo tiempo. Tenía las plantas de los pies manchadas de barro, pese a haber llevado zapatillas, pese a haberse dado un baño el día anterior. Aunque para tener los pies tan sucios, con el barro casi hasta la rodilla, tendría que haberse abierto paso por un lodazal.

Despertó después de una noche que le pareció interminable, aunque tenía la sensación de que acababa de meterse en la cama y que algo la había despertado bruscamente. Aunque al principio no se dio cuenta, había manchado las sábanas con los pies. Los vestigios del sueño permanecieron con ella mientras se levantaba con dificultad. Había tenido un sueño horrible. Corría, la perseguían hasta alcanzarla, envuelta en la oscuridad, tan negra como el barro de sus pies, negra y húmeda mientras se abría paso hacia sus pulmones. Y entonces llegó la mañana.

Evitó mirar su reflejo el máximo tiempo posible, hasta que no pudo evitarlo, pues se sentía estúpida. Entonces se miró. Como si se tratara de un efecto de luz o una ondulación del espejo, algo parpadeó en su rostro, unos ojos superpuestos en su cabello echado hacia atrás, una nariz pequeña y pecosa que no era la suya. Volvió a sentir el horror de la pesadilla.

La voz la había calmado un poco, susurrándole que primero le tocaba a ella y luego vendría el asunto del hombre.

En cuanto a la otra cuestión, la soga, ésta emergía de su vientre y la conducía a un lugar desconocido. Percibía su nueva fuerza interna como un carbón ardiente. Podía hacer lo que quisiera. Los depósitos de agua, la grieta en el camino de entrada de Jack Greeson, la patética cruz de los Paxton, aquélla era su misión y ya había concluido. Ahora debía seguir la soga, que se extendía más allá del pueblo, al igual que la noche anterior.

Vida echó a andar, pero no parecía tener una senda establecida. A veces caminaba por la carretera y otras veces por las zanjas. La seguía porque era lo que debía hacer y porque temía no hacerlo.