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La conversación, ruidosa y desvirtuada por el whisky, ascendía por la rejilla del dormitorio de Vida. Abajo se celebraba una fiesta. Vida calculó que serían entre la una de la madrugada, cuando Clancy’s cerraba, y las cinco de la madrugada cuando el whisky casero y la cerveza acababan por acallarlos a todos. Aparte de eso, las horas transcurrían con lentitud.

Vida había pasado la mayor parte de la noche intentando descifrar algo entre la bruma que la había acompañado durante el día. La bruma era parte del problema sobre el que había reflexionado, estaba en su interior, cubriendo algunos de sus pensamientos y entrelazando a ellos los suyos.

La bruma era una mujer que había invadido el cuerpo de Vida.

Sin embargo, Vida seguía presentando el mismo aspecto, aunque su cabello espeso y oscuro tal vez parecía distinto y sus ojos pardos algo turbios.

Seguramente nadie hubiera podido reparar en esos cambios, pero para ella resultaban obvios. Al mirarse, estaba absolutamente convencida de que veía los rasgos de otra persona superpuestos a los suyos. Quizá se tratara del cristal del espejo, irregular y manchado de azogue. Pero ella no le echaba la culpa al espejo, pensaba que se debía a la invasora.

La mujer tenía nombre, un nombre que siempre Vida creía tener en la punta de la lengua, pero que se esfumaba en cuanto trataba de pronunciarlo. Nunca acababa de salir, al igual que los susurros y murmullos que creía oír en su cabeza pero que no le resultaban inteligibles. Sin embargo, era obvio que las imágenes y los pensamientos de la mujer se le aparecían de ese modo.

Se trataba de pensamientos sencillos, como «Encuentra al hombre». Esta orden, que solía asaltarla a intervalos regulares, era especialmente rotunda y clara. Estaba envuelta en una niebla oscura, como una sustancia grasienta que se precipitara dentro de un agujero con un estrépito de chaparrón oleoso, de tormenta maldita. A veces ese pensamiento iba acompañado de un olor, lo bastante intenso para que Vida arrugara la nariz.

Era un hedor a sudor, sangre y excrementos. La sensación duraba poco, era más visual que visceral, aunque, resultaba tan poderosa que provocaba una reacción física. Ése era el pensamiento escueto: «Encuentra al hombre».

Detrás de éste se ocultaba una noción más oscura, cuyo significado se le escapaba. Sólo tenía la idea general de que cuando encontrara al hombre debería hacer algo.

Era incapaz de descifrar el nombre de la mujer y, mientras la fiesta se desarrollaba frenéticamente bajo sus pies —a veces el suelo temblaba debido al lanzamiento de algún objeto—, intentó prestar atención a su voz interior.

¿Maggie? ¿Sally? Nombres pasados de moda.

No pensó demasiado en el nombre de la mujer.

Era una amiga, eso era lo que importaba, y si Vida obedecía sus órdenes —«Encuentra al hombre»—, las dos conseguirían lo que deseaban.

¿Qué deseaba Vida? Paseó mentalmente por el pueblo de Goodlands, que se negaba a acogerla en su seno, a dejarla salir del arroyo al que había sido arrastrada por su familia. Sola en el centro del lastimoso dormitorio, con tan sólo una bombilla colgando sobre su cabeza, Vida cerró los ojos y notó la presencia de la mujer.

Extendió los brazos, echó la cabeza hacia atrás con el rostro alzado hacia la luz. Se concentró en la sensación electrizante que le recorría el cuerpo y que, avanzando como una corriente desde la parte superior de la cabeza, bajaba por el cuello y el torso, creaba un extraño pozo en su vientre, y de ahí descendía por las piernas, los pies y hasta los tablones del suelo.

Advirtió que la corriente alcanzaba el exterior de la casa y se extendía hasta el pueblo; casi le resultaba visible el curso que seguía por los campos desecados, por el cortavientos chamuscado de la finca de Kramer, por la ligera elevación de la carretera 55, por la calle principal, por la tienda de comestibles y por los restos del árbol caído, por los canales vacíos, por los tractores, coches y camiones. La corriente lo recorría todo.

El hombre estaría en algún lugar muy alejado de donde ella se encontraba. Pero estaba allí, en el pueblo. Vida sólo debía dar con él.

La luz que pendía sobre su cabeza se apagó como si se tratara de la llama de una vela. La habitación quedó a oscuras. Vida permaneció así durante mucho tiempo, hasta mucho después de que la juerga llegara a su fin.

Cuando la luz del día siguiente empezó a iluminar la pared de su habitación, la encontró en la misma postura. Una sonrisa tímida pero resuelta se dibujaba en su rostro.

Tom seguía cogiéndola de la mano.

Karen estaba fascinada por el pequeño charco de agua que se había formado en su palma. Levantó la cabeza y lo miró. A Tom le brillaba la cara debido al sudor, pero sonreía.

—¿Me cree ahora?

—Sí.

A pesar de su respuesta, ella meneó la cabeza en señal de sorpresa. Pero estaba ahí, acariciándole la piel. El agua que tenía en la mano se había escurrido entre sus dedos, pero le había dejado una sensación cálida.

En el prado reinaba un silencio absoluto. El cielo estaba despejado, No se veían nubes que amenazaran lluvia. Miró a Tom.

—¿Cómo…?

En la oscuridad su rostro resultaba confuso. El se encogió de hombros sin devolverle la mirada. Levantó la otra mano y mojó un dedo en lo que quedaba de lluvia en la palma de la mano de Karen, y lo hizo con delicadeza.

Estaban muy cerca el uno del otro. Karen volvió a advertir su calor, procedente de aquella mano y del cuerpo que tan cerca estaba del suyo. Tragó saliva y se apartó dando un paso atrás, pero él no le soltó la mano.

A Karen le incomodaba el hecho de que él la tocara, aunque de pronto se percató de que ya no oponía resistencia. La expresión del rostro de Tom denotaba una inmensa satisfacción, como si fuera a echarse a reír en cualquier momento. Ella sintió un nudo en el estómago; tenía la mano caliente, y le parecía que era como un pequeño animal que no sería capaz de controlar. Se había ruborizado, notaba el ardor de sus mejillas. Tenía la boca seca y estaba sedienta.

Tom alzó la vista. Se miraron mutuamente durante unos instantes y, para Karen, el silencio reinante en el prado aumentó hasta que le resultó imposible oír nada, ni siquiera su respiración. Él inclinó la cabeza, acercándola a la de ella.

Permanecieron así largo tiempo. Luego Tom levantó el dedo de la palma de ella y entrelazó la mano con la suya durante un breve instante. Antes de soltársela le dio un ligero apretón. El momento pasó.

—Esto ha sido… —dijo Tom respirando hondo y mirando al cielo.

—¿No va a decírmelo? —Él no respondió—. Pero ¿no es un truco? —insistió.

—No.

Él sonrió con timidez y pasó junto a ella en dirección a los árboles. Karen se quedó sola durante unos segundos, antes de volverse y seguirlo. La irritación que ese hombre le había causado poco antes volvió a apoderarse de ella.

—Así pues —dijo con una voz que sonó extrañamente fuerte en aquel silencio—, ¿cuándo hará que llueva de verdad?

Tom no se volvió ni respondió.

Ella lo siguió por entre los árboles hasta que llegaron al patio trasero. Ahora veía las cosas de otro modo, como si lo ocurrido en el claro fuera irreal.

—¡Espere!

Él se detuvo y se volvió para mirarla.

—¿Me ha oído? —preguntó Karen.

—Sí.

—¿Y bien?

—No lo sé —repuso, y reinició la marcha. Entró en la glorieta, cogió el saco de dormir y lo extendió en la hierba.

—¿Qué quiere decir con eso de que no lo sabe?

Tom se sentó sobre el saco y se puso cómodo, dobló las piernas y se las abrazó.

Ella advirtió que tenía la camiseta mojada y pegada al cuerpo. El pelo se le había adherido al cuello y a la frente. La piel le brillaba bajo el reflejo de la lámpara del porche.

—¿Qué cree que significa «no lo sé»? —repuso él, exhalando un suspiro.

Karen se le acercó.

—¿Es por el dinero? Lo he conseguido.

Sin mirarla a la cara, Tom se tumbó en el saco. Colocó los brazos bajo la cabeza para apoyarse. Entonces la miró, o mejor dicho, la atravesó con la mirada. Karen se cruzó de brazos y se ciñó la bata. De repente se sintió vulnerable y ridícula al pensar que estaba ahí fuera en camisón.

—¿No va a responder?

Él cerró los ojos y dijo:

—Ya tiene una prueba. Ahora tendrá que esperar.

—¿Esperar a qué? —inquirió ella.

Tom permaneció en silencio. Se oyó el vuelo de un pájaro entre los árboles. Pasó un minuto.

—Primero dígame qué ocurre —exigió Karen con voz quejumbrosa.

Él se incorporó. Tenía el rostro ensombrecido. La miró, allí de pie, inclinada hacia él con expresión airada y exigente.

—No lo sé —repitió—. No ha sido más que una demostración, como una gran prueba…

Pensó en los cielos que cubrían Goodlands, en lo cerrados que estaban. Sin duda era la mejor forma de describir la situación, no podía decírselo, no podía permitirse que ella pensara que no ocurriría, porque iba a ocurrir. Se encogió de hombros.

—Usted lo ha visto, pero estas cosas llevan su tiempo —añadió, sabiendo que mentía, ya que en otras ocasiones no había tardado nada. Volvió a recostarse en el saco y colocó los brazos en la posición anterior. Cerró los ojos nuevamente.

Karen permaneció allí de pie durante unos instantes, poco dispuesta a darse por vencida.

Cuando comprendió que él no tenía nada más que decir, se volvió y se dirigió a la casa.

Estaba demasiado nerviosa para conciliar el sueño. El reloj marcaba las tres y media de la madrugada y debía dormir, debía acudir al trabajo con el mismo aspecto de siempre, sin dar muestras de preocupación o nerviosismo. Tenía que comportarse con normalidad.

Pero en cuanto cerraba los ojos, se le aparecía la imagen del hombre durmiendo en el patio trasero y se veía obligada a abrirlos.

¿Qué le estaba haciendo ese tipo? ¿Se trataba de un juego? ¿Por qué no le decía lo que ocurría?

Pero el milagro se había producido. No era capaz de explicarlo, ni siquiera para sí misma, pero sabía de forma instintiva que había ocurrido. El agua clara y fresca de su palma había sido lluvia. El agua de lluvia proporcionaba una sensación distinta al agua fría y dura de Goodlands.

Cuando era pequeña, sus padres colocaban junto a la casa un barreño para el agua de lluvia. Era un agua especial que utilizaban para regar el jardín, para cuando escaseaba el agua potable y para lavar las «prendas delicadas», como su madre llamaba a su ropa interior enorme de mujer vieja. Guardaban un cazo al lado del barreño y, en las tardes calurosas, cuando Karen jugaba al aire libre y estaba sudorosa y acalorada, bebía un poco de aquel agua. A su madre no le gustaba que bebiera del barreño, pero su padre dejaba el cazo ahí para eso. Cuando llegaba del campo se acercaba al barreño, llenaba el cazo hasta los bordes y bebía hasta la última gota. En su más tierna infancia, él le daba de beber porque Karen no llegaba al cazo.

Su madre los reñía cuando los veía. «¡Hank! ¡Estás malcriando a la niña!». Luego, en privado, regañaba a Karen: «Los pájaros hacen sus cosas en ese agua, nena. Tu padre no ha conocido otra cosa. Los Grange no tenían agua corriente en su casa y por eso tu padre bebe del barreño. Pero nosotros tenemos agua potable y no tienes más que coger un vaso de la cocina y llenarlo con agua del grifo».

Pero el padre de Karen no bebía agua del grifo a no ser que estuviera muy cansado o sediento. La llamaba «agua de cocina», y fruncía el entrecejo cuando miraba a su mujer. «Sirve para lavar platos y sonarse la nariz».

Karen bebía agua del barreño. Y cuando el calor apretaba y la casa se calentaba aún más después de cocinar, a veces su madre la ayudaba a lavarse el pelo fuera. Entonces el agua fresca y suave del barreño le caía por la espalda, empapándole la ropa a través de la toalla que se colocaba sobre los hombros. El agua del barreño era suave como el terciopelo y despedía un olor tan fragante y fresco como el jardín tras un día de lluvia. No había nada en el mundo que oliera igual. Era imposible.

Por eso sabía que no había sido un truco, a menos que Tom Keatley fuera capaz de hacer que la lluvia oliera y tuviera el mismo tacto que la caracterizaba, y de hacer que el prado presentara el mismo aspecto que después de un aguacero. Si tenía la capacidad de hacer todo eso, le pagaría de todos modos.

Karen se estaba adormeciendo mientras recordaba. Se trasladó mentalmente al prado. De forma inconsciente, arqueó los dedos de la mano derecha hasta que le rozaron la palma. En realidad él no la había tocado, sólo le había hecho mantener la mano abierta para que recogiera el hilo de agua al caer. El hecho de que pensara que él la había cogido de la mano durante más tiempo del necesario era fruto de su imaginación, como también lo era su impresión de que habían estado lo bastante cerca para besarse.

Ella no deseaba besarle. Nunca habría recorrido el espacio que los separaba inclinándose hacia delante, acercando la cara para rozar sus labios.

El sueño venció a Karen. Relajó los dedos de la mano y la abrió. Exhaló un suspiro.

En el instante en que el sueño se apoderaba de ella, imaginó su rostro aún más cerca del suyo, esbozando una tenue sonrisa entre los labios, que parecían suaves y frescos, igual que la lluvia.

Tom respiraba suavemente mientras estaba tumbado en el saco. A pesar de estar exhausto, no dormía. Contemplaba el cielo oscuro y nítido mientras un millón de estrellas, claramente visibles, le devolvían la mirada.

Había dejado de temblar y estaba empezando a relajarse. No tenía la menor idea de lo que había ocurrido allí fuera, pero sabía que era la primera vez.

Aquel lugar tenía algo extraño. Lo había notado en cuanto llegó. El zumbido que recorría el subsuelo, la sequedad increíble y persistente del lugar, la forma en que el cielo le negaba la entrada, la sensación de que algo le bloqueaba la visión del cielo, manteniéndolo apartado…

Había tenido que hacer acopio de todas sus fuerzas para mostrar la lluvia a Karen. Todos los músculos de su cuerpo se habían puesto en tensión para atraer la poca agua que había caído a través de él. Nunca le había costado tanto conseguir tan poco. Tres noches atrás había provocado un aguacero sin apenas esfuerzo.

La posibilidad de que estuviera seco le rondaba la cabeza pero descartó la idea, apartándola de su mente. Nunca se había planteado tal cosa. Nunca había estado seco. Nunca, desde la primera vez que había invocado a los cielos y había diluviado.

Entonces debía de rondar los diez u once años de edad. Vivía con sus padres en una casa de dos habitaciones en los límites del pueblo. A un lado estaban los vecinos, una gasolinera y la calle que conducía al centro. Al otro se encontraban las vías férreas y una zona boscosa interminable, profunda y espesa, llena de lugares secretos que Tom conocía a la perfección.

Su padre trabajaba en la fábrica del pueblo y ganaba un sueldo razonable, en comparación con el resto de obreros de la fábrica. El padre de Tom jugaba y a veces ganaba. Entonces compraba regalos para Tom y su madre y los llevaba a cenar fuera o encargaba pollo frito. Cuando perdía, el viejo no aparecía durante días, entraba en casa a hurtadillas y cogía los regalos: el reloj de Tom, las joyas de su madre, las ollas, las sartenes, cualquier cosa que tuviera a mano sin que le sorprendieran, y desaparecía. Tom sabía que lo empeñaba y volvía a jugar para intentar recuperarlo. Los malos tiempos, que podían durar semanas, eran los días y las noches en que su padre no aparecía. Cuando ganaba no paraba de jurar, cuando perdía no podía parar. Nunca faltó a su cita diaria con el trabajo, ya que era consciente de que, de lo contrario, el dinero se acabaría, pero al final de la jornada, lo más probable era encontrarlo en la ciudad, apostando en las carreras, jugando a cartas, a los dados, o haciendo apuestas en el bar. Lo que traía a casa se guardaba indefectiblemente pero no solía utilizarse, ya que incluso los juguetes de Tom, cuando era pequeño, podían caer en manos de su padre y desaparecer.

Tom no olvidaba el modo de ser de su padre, recordaba que cuando todo le iba bien estaba contento, risueño y se mostraba generoso. Sin embargo, todo era transitorio. La situación volvería a empeorar en cuanto jugara de nuevo. Desde los seis años, Tom aprendió a desconfiar de los buenos momentos y evitaba a su padre cuando estaba en casa.

En cambio, su madre disfrutaba al máximo de los buenos momentos. Bailaba con su esposo cuando éste volvía a traer el tocadiscos, comía entusiasmada el pollo frito que compraba, se lamía los dedos y le reía los chistes malos, intentando que Tom también participara de la fiesta. Pero no lo conseguía.

Las buenas épocas iban acompañadas de un alarde de buenas intenciones. Por la noche, cuando Tom estaba en cama, oía a su padre explicarle a su madre lo que iba a hacer con el dinero que había ganado. Siempre afirmaba haber urdido un plan para hacerse rico.

Era un ciclo de pérdidas y ganancias.

Para el décimo cumpleaños de Tom, su madre tenía el rostro ajado y parecía una anciana. El trabajo y los disgustos la habían agotado.

Cuando perdía, el viejo le pegaba, y a él también, si se cruzaba en su camino o intentaba evitar que la azotara. Su madre le gritaba que corriera, que saliera de la casa, y Tom corría hacia el bosque situado tras las vías y esperaba. A veces los oía, aunque era poco habitual, pues normalmente las palizas se producían casi en silencio, su padre gruñía por el esfuerzo y su madre ahogaba sus lloros.

A los diez años Tom ya era casi tan alto como el viejo. Dejó de huir al bosque y empezó a defenderse. Pero no podía compararse con su padre, que era más fuerte y corpulento, y acababa llevando la peor parte. Sin embargo, Tom almacenaba una ira en su interior de la que su padre carecía, lo cual, en parte, equilibraba las fuerzas.

Su madre les imploraba que parasen. Apartaba a Tom arrastrándolo por la cintura.

«Pégame, Bart, deja al chico. Pégame a mí», le rogaba, horrorizada.

A mediados de agosto del año en que Tom cumplió once años, el viejo llevaba ausente una semana, pero había indicios de que había pasado por allí: había entrado por la noche mientras dormían o entrando cuando estaban en el bosque cogiendo las bayas que Tom y su madre vendían en el pueblo para ganar algún dinero. El cepillo, el peine y el espejo de plata de su madre, guardados como un tesoro durante algún tiempo, desaparecieron; el gran espejo de roble que colgaba de la pared junto a la puerta se había eclipsado; la caja de galletas en la que guardaban algo de dinero —cuatro dólares la última vez—, también se había esfumado. El siguiente objeto en desaparecer sería el rifle de caza, que había sido empeñado y recuperado tantas veces que aún colgaba una etiqueta del cañón. Luego vendría la alianza de su madre, a quien el viejo obligaría a quitársela del dedo con la misma facilidad con que se la devolvería cuando sus finanzas estuvieran boyantes. Aunque no siempre era el mismo anillo, su madre lo aceptaba con el mismo entusiasmo y satisfacción.

Aquel mes de agosto, cuando el viejo llevaba una semana sin aparecer, Tom y su madre vagaban por la casa en silencio, recogían las bayas en silencio y se dirigían al pueblo con los cestos llenos en silencio. Ambos sabían que sólo era cuestión de tiempo.

En cierta ocasión Tom intentó hablar con ella.

—Vámonos de aquí antes de que vuelva —le dijo.

—Cállate —le respondió ella.

En otro momento Tom le comentó que podía encontrar trabajo y podían vivir en otro sitio.

—Quizás ha tenido una buena racha —se aventuró a decir ella. Los dos sabían que no era así, porque en ese caso habría vuelto a casa a alardear de sus ganancias, desplegaría un fajo de billetes ante sus ojos, les traería pollos tiernos o abalorios para que su madre los colgara de sus joyas, o una alianza grabada con el nombre de otra persona.

Era casi la medianoche de un sábado cuando el viejo apareció en el camino de casa. Tom lo oyó por la ventana abierta de su habitación. Andaba con paso ligero.

Su madre todavía estaba despierta a pesar de que Tom la había oído abrir la cama plegable. Ambos habían permanecido despiertos, atentos a la respiración del otro. Algo en el aire presagiaba que el viejo estaba a punto de llegar.

Cuando Tom oyó que la puerta principal se abría, la furia que crecía en el interior de su pequeño cuerpo se apoderó de él como algo tangible. Era una furia negra, roja, ardiente.

—¡Levántate! —gritó el viejo a su madre. Tom oyó el chirriar de los muelles de la cama y los pies de su madre al posarse en el suelo.

Lo siguiente que Tom escuchó antes de arrastrarse hacia la ventana de la habitación fue el grito ahogado de su madre y el sonido de su cuerpo al caer al suelo.

Tom saltó por la ventana y se dirigió al cobertizo. Cogió el rifle de caza, del que todavía colgaba la etiqueta de la casa de empeños, y comprobó la munición.

La puerta principal seguía abierta. Al acercase a ella, distinguió a su padre inclinado sobre su madre, propinándole puntapiés mientras ella se agarraba el estómago.

Levantó el rifle. Él y su madre intercambiaron una mirada. Ella abrió mucho los ojos.

—¡No! —sollozó. Su padre miró hacia la puerta y vio a Tom armado con el rifle. Tom disparó. El viejo no emitió sonido alguno, a excepción de un leve gemido cuando la bala lo alcanzó.

Su madre empezó a gritar.

—¡Lo has matado! ¡Bruto, lo has matado! —sollozaba, al tiempo que repetía el nombre de su esposo una y otra vez.

Tom corrió hacia el bosque notando cómo le palpitaba el corazón y la sangre se le agolpaba en las sienes. Corrió hasta que creyó que le estallaría el pecho. En medio del bosque, cuando se vio completamente rodeado de árboles, echó el rifle a un lado y lanzó alaridos hacia los cielos.

La lluvia prorrumpió con un rayo que pareció brotar de su pecho. Oyó el retumbar del trueno, y el rayo rasgó los cielos con una luz resplandeciente. Emergió de su cuerpo, como si fuera una cuerda invisible de la que podía tirar pero que no alcanzaba a ver. Era suya y lo supo desde el primer momento. La guardó para siempre después de aquella noche y provocaba la lluvia cuando se sentía atormentado y furioso. Posteriormente, con el paso de los años, logró controlarla, aunque nunca veía la cuerda al tirar de ella, nunca miraba la puerta que sabía que era capaz de abrir a voluntad. Nunca llegó a saber si siempre le había pertenecido o si llegó a sus manos después de la muerte de su padre, aunque relacionaba los dos acontecimientos con la noche en que provocó la lluvia por primera vez.

Hasta que llegó a Goodlands y algo le cerró la puerta.

Aquella noche, en el jardín de Karen, Tom tardó largo tiempo en conciliar el sueño.