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Le dijeron que le concedían un año de plazo, «si llovía». En realidad lo que hacían era aplazar el cierre de la sucursal hasta después de junio. Si llovía en junio, dijo Chase, esperarían a que acabara la época de la cosecha. Si la situación no mejoraba, cerrarían la oficina. No mencionaron su futuro dentro de CA, no era necesario. Se suponía que ella ya sabía cómo funcionaba la organización. Lo único que había conseguido era ganar un poco de tiempo. Ya estaban en junio, por lo que le quedaban poco más de dos semanas, quince días durante los cuales debería esperar, rezar, rogar o quizá pagar para que lloviera. Apenas dos semanas.

Y la cuestión del dinero estaba pendiente de resolver.

En el exterior del banco, el accidente de la tienda hacía que se oyese el chirrido constante de las sierras metálicas. Lo oía por encima del ruido del aparato de aire acondicionado y, por primera vez en semanas, la gente iba entrando y saliendo. Karen sospechaba que se debía al aire fresco del interior del banco. Fuera hacía mucho calor. Nadie se tomó la molestia de entrar en su despacho a saludarla. Tenía que hacer unas llamadas desagradables a tres familias que debían varias mensualidades de la hipoteca. Primero habló con la señora Paxton y obtuvo una respuesta poco agradable. La señora Paxton le dijo que su marido estaba en el campo y que volvería a última hora de la tarde.

—Por favor, ¿puede decirle que llame a Karen Grange de CA cuando llegue? —rogó Karen.

—No sé si tendrá tiempo, ¿sabe? —respondió la señora Paxton. Karen sabía que en realidad lo que quería decirle era «váyase a la mierda». Recientemente, la familia Paxton había clavado una cruz de tres metros y medio en el jardín y Jennifer Bilken le había contado que cada noche, después de cenar, rezaban junto a la cruz para que lloviese.

En la oficina reinaba un auténtico desorden. Las carpetas y las hojas de cálculo que Chase y Juba habían revisado hacía unas horas estaban apiladas encima de dos pequeños escritorios y ocupaban parte del mostrador. Jennifer, sin saber qué hacer hasta que Karen le diera alguna orden, se había desentendido de ellas hasta las cuatro y media. Entonces preguntó:

—Karen, ¿quieres que empiece a ordenar esto antes de marcharme?

—Archiva las cuentas si tienes tiempo, Jen —repuso sin darle importancia—. Aún tengo un par de asuntos que consultar en las hojas de cálculo. —No levantó la mirada de las cuentas negativas que tenía sobre la mesa. Oyó que Jennifer abría el gran archivador de la oficina e iniciaba la pesada tarea de clasificar los documentos.

A las cinco menos veinte de la tarde Karen puso un poco de orden en los papeles de su mesa. El banco cerraba a las cinco.

Diez minutos antes de la hora, Karen salió de su despacho y sonrió a Jennifer, que estaba acabando de ordenar.

—Gracias, Jen —dijo.

Jennifer miró el reloj con optimismo y comentó:

—Si quieres, puedo quedarme y ayudarte a acabar.

Jennifer vivía en las afueras del pueblo, en la granja de su padre, con sus dos hijos y su madre. Su esposo trabajaba en Alaska y les mandaba dinero, pero Karen intuía que ocurría algo raro. Que ella supiera, el marido de Jennifer no les había hecho una visita desde Navidades.

—¿Y los niños?

—Hoy mi madre tiene fiesta —le dijo Jennifer. Echó otra mirada al reloj—. Puedo quedarme hasta la hora que quieras…

Karen negó con la cabeza.

—No te preocupes. Como mínimo, estaré una hora más acabando las hojas de cálculo. Si quieres, puedes marcharte.

—¿Estás segura?

Karen sonrió intentando excusarse.

—Si pudiera, te pagaría horas extras, Jennifer, pero ya sabes cómo están las cosas —dijo con el tono de preocupación correcto. O al menos, eso es lo que esperaba.

—De acuerdo —dijo Jennifer, decepcionada. Luego añadió—: ¿Ha comentado algo el señor Chase acerca de despidos o cosas así?

Karen se dio cuenta de la situación en que Jennifer se encontraba. Si CA cerraba la sucursal de Goodlands, Jennifer perdería el trabajo. Se vería obligada a buscar un empleo en Weston o en cualquier otro lugar, tendría que coger el coche, preocuparse de quién se ocuparía de los niños, levantarse al amanecer y no llegar a casa hasta la noche. Era una situación a la que casi todas las familias de Goodlands se enfrentaba.

—No lo sé —repuso Karen sinceramente, y pensó en añadir, como si fuera un secreto, que tal vez llovería, pero se contuvo. Lo cierto es que no lo sabía. Sabía tan poco de invocar lluvia como de construir un transbordador espacial. Lo que estaba claro era que tampoco sabía nada de su huésped, a excepción del nombre y de que había salido en la televisión. También ignoraba qué ocurriría con el banco, con Jennifer o con ella misma, y no podía darle más vueltas. Lo único que sabía era que el corazón le palpitaba en el pecho y que Jennifer tenía que marcharse para que ella pudiera hacer lo que tenía que hacer.

—Intenta no preocuparte demasiado —le aconsejó con poca convicción. «Y vete a casa de una vez», pensó.

Jennifer desvió la mirada.

—Es que, ya sabes, mi padre y todo eso… —Parpadeó. Su padre se aferraba a sus tierras con todas sus fuerzas, pero no le iba mejor que a los demás. Aunque lloviera, tal vez no conseguiría recuperarse. Lo que los mantenía a flote era el sueldo de Jennifer. Su madre trabajaba en la tienda de Avis y con eso pagaban el préstamo.

—Intenta no preocuparte —repitió Karen con más firmeza. Recordó la mirada de Jennifer cuando Loreena Campbell había dicho que Karen era una arpía despiadada. Probablemente la muchacha compartía su opinión y seguiría creyéndolo aunque lloviera.

Jennifer le dedicó una mirada fulminante y cogió el bolso de debajo del mostrador de la caja. Eran las cinco menos cinco de la tarde.

—Bueno, hasta mañana —se despidió. Karen se sentó ante el pequeño escritorio situado entre la caja fuerte y el mostrador, y despidió a la muchacha con un gesto. «Arpía despiadada», quizás estaría pensando ésta.

Karen esperó otros veinte minutos, durante los cuales no dejó de consultar el reloj, fingiendo tomar notas, doblar papeles y ordenar documentos para parecer muy atareada, hasta que estuvo segura de que todos los establecimientos del pueblo estaban cerrando. Intentó no pensar dos veces en lo que estaba haciendo. Le temblaban las manos.

A las cinco y veinte se levantó y apartó rápidamente los papeles que tenía sobre la mesa, los que la habían mantenido ocupada esos veinte minutos. No tenía que tomar nota de nada, aunque sí mentalmente.

El corazón le latía con fuerza cuando se acercó a la caja y cogió un impreso de préstamo. Se lo quedó mirando un buen rato.

Luego cumplimentó la casilla correspondiente al nombre con el de otra persona.

«Larry Watson, RR#2, Goodlands, Dakota del Norte», escribió. Lo rellenó con el número de la seguridad social de Larry, sus datos personales y otros datos que sólo ella y el agente fiscal conocían: el saldo, el activo y el pasivo de su cuenta y el valor de la hipoteca actual. Era propietario de su finca; su coche tenía diez años de antigüedad y había comprado la camioneta antes de la sequía, cinco años atrás. Estaba soportando las adversidades bastante bien.

Especificó sus ingresos del año anterior, amañándolos un poco, pero no más de lo que Larry hubiera hecho si realmente solicitara un crédito en CA.

Cuando terminó de escribir la información, amortizó el préstamo que Larry Watson, uno de los pocos granjeros con liquidez de Goodlands, iba a obtener. Pedía cinco mil dólares y nunca llegaría a enterarse, a no ser que no lloviera. En ese caso todo el mundo se enteraría.

El primer pago vencía dentro de treinta y un días. Karen no podría pagarlo. No le sobraba demasiado dinero a final de mes. ¿Qué significaba eso? ¿Por qué tenía tan poco dinero cuando quedaba casi todo el mes por delante? Si la descubrían, y para eso bastaba con que la oficina central enviara una carta a Larry Watson, lo confesaría todo. La declararían culpable y deudora morosa. No la cambiarían de oficina, no la ascenderían ni la degradarían, simplemente la echarían de la empresa y ni siquiera le pagarían doscientos dólares. La juzgarían por fraude. Pero ella se limitaría a explicar lo que había hecho y a esperar lo mejor. De pie, inmóvil, se dio cuenta de que si lo explicaba ahora nadie la creería y si lo hacía más tarde, la acusarían de mentir para exculparse. Estaba entre la espada y la pared.

Introdujo la información referente al crédito en el ordenador. Todo bajo control… Acto seguido, abrió una cuenta distinta a nombre de Larry para lo cual tuvo que falsificar su sencilla firma. Con cierto temblor en las manos, añadió su propia firma en el impreso de préstamo, pero le salió mejor en los papeles de la cuenta, para los cuales sólo tenía que escribir sus iniciales. Por un momento pensó en utilizar las iniciales de Jennifer en los documentos relativos a la cuenta, ya que se percató de que ésta casi nunca se encargaba de esas operaciones porque lo hacía ella misma, pero decidió no involucrarla. Ya tenía bastantes problemas. Falsificar era otro delito.

Cuando se encontró frente al cajón abierto de la caja fuerte y contó dos mil quinientos dólares, notó una sensación que le resultaba dolorosamente familiar en la boca del estómago. Era el tacto de los billetes nuevos en la mano, la emoción de coger el dinero, de poseerlo. Era como ir de compras. Fue como un retorno al pasado, una reminiscencia de su época anterior. A pesar del aire acondicionado del banco, estaba empapada en sudor. Olía su propio cuerpo al moverse. Percibía el olor a miedo que había conseguido contener por la mañana en presencia de Chase y Juba. Pero esta vez nadie iba a saberlo… si llovía.

Sencillamente tenía que llover. Karen apartó el resto de los papeles y archivó el préstamo fantasma de Larry Watson en un rincón oculto de su escritorio. Para cuando salió del banco, las calles del centro de Goodlands estaban prácticamente desiertas.

Cuando Karen vio la camioneta de Henry Barker delante de su casa, lo primero que pensó es que lo sabía, que Jennifer lo había llamado para informarle. «Señor Barker, acabo de dejar a Karen Grange en el banco y creo que trama algo. Será mejor que vaya a ver». Sin embargo, se dijo que eso era imposible. Intentó disimular el temblor de sus piernas al bajar del coche. Él la saludó desde el porche delantero. Karen no vio a Tom Keatley por ningún sitio. Confiaba en que no se hubieran encontrado. Esperaba que Tom no le hubiera ofrecido una taza de café, que no se hubiera entablado conversación con él. Cogió el bolso con normalidad, procurando disimular los dos mil quinientos dólares entre los tampones sueltos, el pintalabios, el peine, el monedero y las grageas mentoladas.

—Hola, Henry —saludó mientras se acercaba al porche.

—Hola, Karen. Hace calor, ¿eh?

—No está mal —respondió. Él se apartó en el porche para que pudiera abrir la puerta. Pero Karen no se dirigió a la puerta, puesto que ignoraba si Tom se encontraba o no en el interior.

Dejó el bolso con cuidado en el suelo del porche. Le dio la impresión de que parecía abultado. Durante un horrible segundo se preguntó si el cierre cedería y la mercancía saldría disparada en todas direcciones, ante la mirada atónita de Henry.

—Últimamente no te vemos mucho, Henry. ¿Qué te trae por aquí? —«Compórtate con normalidad». Bajó la mirada en dirección al bolso. El cierre, por supuesto, seguía intacto.

Henry sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa en un esfuerzo por comportarse también con normalidad. Era un gesto que había visto en Matlock.

—Pues… —empezó a decir. Le ofreció un pitillo a Karen—. ¿Te importa si fumo? —preguntó. Ella negó con la cabeza—. Bien. Hoy en día nunca se sabe lo que va a responder la gente. —Encendió una cerilla y ahuecó la mano alrededor de ésta. No corría aire, por lo que parecía otro gesto de los que hacen los policías en las películas. Quizá lo había visto en En el calor de la noche—. ¿Quieres uno?

—No, gracias —repuso. Seguía notando el olor del miedo que despedía su cuerpo. Se preguntó si él también lo percibía. ¿Los policías percibían el miedo igual que los animales y los banqueros? ¿O eso también era algo que sólo pasaba en las películas? Tuvo que esforzarse para respirar con normalidad.

Henry dio una calada al cigarrillo y dijo:

—Espero que no te importe que me presente aquí y te haga una pregunta de carácter privado, pero ya sabes cómo está la situación últimamente, las cosas raras que ocurren. Tengo que cubrir todos los flancos, ¿entiendes? Bueno, ayer por la noche, como supongo que ya sabes, se armó un gran jaleo en la finca de Kramer. Hubo un incendio en el extremo este. El cortavientos ardió como una cerilla. Está todo tan seco… Jacob Tindal y Geena, su mujer, no sé si los conoces, se dirigieron a la finca de Kramer. En fin, es que todo el pueblo acudió en su ayuda, bueno, al menos eso dicen, porque al final estorbaron más que ayudaron, ya sabes a qué me refiero. John Livingstone se hizo un corte en la mano con un jodido poste de la alambrada (disculpa mis palabras) al intentar pasar a campo traviesa para ver el incendio. Como sabes, en estos casos la gente no se queda en casa por nada del mundo. Bueno, los Tindal viven a unos ocho kilómetros al norte de tu casa, pasaron por aquí y aseguran que les pareció ver a alguien caminando por la carretera justo después del incendio. Un tipo, dicen. ¿Por casualidad viste a alguien anoche a eso de las once?

Karen había escuchado la explicación con la mirada perdida, echando un vistazo de vez en cuando al bolso apoyado contra la puerta. No estaba preparada para responder aquella pregunta.

—¿Que si vi a alguien? —masculló, y creyó que le empezaban a temblar las piernas de nuevo. Deseó poder sentarse.

—Me refiero a un desconocido. ¿Estabas levantada a esa hora? —Dio otra calada al cigarrillo y exhaló el humo teniendo cuidado de no echarlo a la cara de Karen pero sin dejar de mirarla.

—No —repuso ésta demasiado rápido.

—¿No viste el fuego desde aquí? —preguntó, sorprendido.

—Sí. Claro que lo vi. Telefoneé a los bomberos, pero no vi a nadie. —Tragó saliva.

Él asintió. Había acabado de fumar el cigarrillo pero lo sostenía en la mano, entre el dedo índice y el pulgar, dejando que acabara de consumirse. El olor del filtro quemándose enrareció el aire que los envolvía.

—¿Te importa que te haga una pregunta personal? —Sonrió abiertamente, un tanto avergonzado.

—No, adelante.

—Quería saber si tienes algún invitado. A Geena le pareció ver por el retrovisor que alguien entraba en tu casa. Un hombre… —añadió.

Vaya con los pueblos.

—No —mintió—. Debe de haberse confundido. —Se preguntó por qué mentía. Hubiera resultado más sencillo decir que Tom era un primo, un hermano al que hacía años que no veía, un novio, un viejo amigo de la ciudad. O tal vez debería ser sincera y explicar que era invocador de lluvia. Entonces todos los habitantes del pueblo podrían hablar de que la banquera Karen Grange había perdido la chaveta y que probablemente llamaba a un vidente por las noches. Pero mintió.

No había vuelta atrás. A su historial de delitos podía añadir obstaculización de la justicia o como se llamara, y ser cómplice de un criminal, encubrir a un testigo. ¿Eso era un delito? En tal caso, había que añadirlo a la lista. Por supuesto, el fraude y la falsificación serían delitos federales mientras que esto se resolvería a nivel estatal. «Ve preparándote, Henry Barker», pensó.

—Lo siento —añadió ella.

Henry asintió.

—Pues nada. En fin, creí que debía venir y cubrir todos los flancos, ya sabes. —Dejó caer la colilla en el porche y la pisó con la punta del pie, luego se inclinó y la recogió. Dejó una marca negruzca en la pintura. La restregó con el zapato, pero no la eliminó. Lanzó la colilla al jardín cubierto de hierba de la parte delantera de la casa—. Está apagado —declaró—. No te entretengo más. Seguro que tienes ganas de cenar. Ya son casi las seis y media. ¿Siempre llegas a casa tan tarde?

Karen no miró el bolso.

—Hoy tenía un poco de trabajo extra en el banco —respondió, al tiempo que rogaba con todas sus fuerzas para que Tom Keatley permaneciera donde quiera que estuviese hasta que Henry Barker se alejara de allí. Esbozó una amplia sonrisa—. Adiós, Henry, me he alegrado de verte.

—Sí, ahora estoy mucho más por el pueblo que antes. Supongo que es el signo del tiempo en que vivimos. —Henry bajó la escalera del porche. Caminó lentamente hacia la camioneta mientras Karen contaba los segundos, como si quisiera ahuyentar a Tom mentalmente.

Cuando llegó a la camioneta, Henry le dijo:

—Si ves a algún sospechoso me avisas, ¿de acuerdo? —Justo antes de abrir la portezuela, bajó la mirada y se inclinó para recoger algo. Lo observó y se lo introdujo en el bolsillo. La tacañería de Henry era legendaria. Debía de haber encontrado una moneda de diez centavos. Karen contuvo la risa y se preguntó qué opinaría él si viera lo que llevaba en el bolso, si la entregaría a la justicia o se repartiría el dinero con ella.

Henry se despidió agitando la mano y subió a la camioneta. Luego se alejó. «Algún sospechoso…». En un pequeño pueblo podía tratarse de cualquiera, incluso de ella misma.

Esperó hasta perder de vista la camioneta para recoger el bolso y entrar en la casa. Entonces, por primera vez en muchas horas, respiró con normalidad. Jamás olvidaría aquel día.

Karen se quedó sentada en la sala de estar hasta que empezó a oscurecer. Entonces llegó a la conclusión de que Tom se había marchado, de que era un estafador.

Él nunca había tenido intención de hacer llover. Nunca había conseguido que lloviera en los otros lugares, pues de hecho eso habría ocurrido por pura chiripa. Así pues, Tom no era un invocador de lluvia, sino un oportunista. Supuso que él había sopesado las probabilidades que tenía de sacarle dinero y que había llegado a la conclusión de que ella no nadaba en la abundancia. Sabía que debería revisar la casa y comprobar si faltaba algo, pues tenía algunos artículos de valor gracias a su época oscura, pero no lo hizo. Quizás un vagabundo sucio y desaliñado como él no era capaz de distinguir una buena figura de porcelana aunque le cayera encima. Tenía varias de ellas.

De hecho, veía su Capodimonte desde donde estaba sentada, una pieza artística de la época oscura que había estado recordando, esos lejanos días que había revivido esa misma tarde. Todo para nada. Karen estaba a punto de echarse a llorar, aunque supuso que el hecho de que la figurilla siguiera en su sitio era buena señal.

Todo para nada… Tal vez él había prendido fuego a la finca de Kramer. Tal vez Henry supiera más de lo que parecía.

Karen casi había suplicado a Chase y a Juba que le concedieran otro año de plazo, había puesto su ya de por sí frágil posición en el banco en un terreno aún más pantanoso, había actuado como una imbécil… otra vez. Quizá la próxima vez ni siquiera la destinaran a un departamento de préstamos, quizá la colocaran detrás de una ventanilla, diciendo «el siguiente» mientras los clientes se quejaban de lo lenta que avanzaba la cola. Ése era el futuro que le esperaba. Y, con un sueldo de cajera, como mucho podía aspirar a comprar en un almacén barato.

El dinero seguía dentro de un sobre blanco cerrado, embutido en el bolso que había dejado abierto para no estropear un complemento que tan caro le había costado hacía unos años. El bolso estaba en el suelo del armario de su dormitorio, detrás de doce cajas de zapatos bien apiladas. Se quedaría allí hasta el día siguiente, cuando lo llevaría de nuevo al banco, destruiría la información referente al préstamo antes de que llegara a la oficina central y volvería a depositar el dinero en la caja fuerte. Entonces se sentiría aliviada y proseguiría su camino. Pero ¿adónde la conducía?, se preguntó.

Recordó el programa de televisión en el que había visto al invocador de lluvia, el aspecto que presentaba, de pie bajo el aguacero, sonriendo con una mezcla de satisfacción y placer absolutos. Había alzado los brazos para apartarse el pelo mojado de la cara y de los ojos mientras hablaba, con la camiseta tan adherida al cuerpo que la piel se transparentaba. Detrás de él había gente que caminaba bajo la lluvia, levantaba la mirada al cielo, bebía la tan esperada agua, reía, disfrutaba. Casi toda esa gente llevaba impermeables o paraguas. Él era el único que no se protegía de la lluvia. La última vez que se había sentido tan decepcionada como ahora era cuando, pasadas tres semanas, todavía no había recibido una respuesta del hombre que había conseguido que lloviera en Winslow, Kansas, y llegó a la conclusión de que nunca vendría.

Entró en la cocina y se preparó un té.

Justo después de que oscureciera por completo, le oyó subir la escalera del porche trasero. Sin llamar, abrió la puerta mosquitera y asomó la cabeza.

La casa estaba a oscuras. Karen no habló.

—¿Le importa si entro? —preguntó él.

Ella bebió un sorbo de té.

—Pase.

—¿Cierro la puerta?

—Si no, entrarán mosquitos —le respondió ella. Tom cerró la puerta lentamente. La vieja silla de madera del porche que Karen había encontrado al alquilar la casa crujió cuando él se sentó en ella.

Tom lió un cigarrillo y lo encendió. Se recostó en la silla y apoyó los pies en la barandilla. El humo le escocía en la garganta. La tenía reseca. Igual que el monte bajo en el que había pasado la mayor parte del día, yendo de un lugar a otro alrededor de la propiedad de Karen y, finalmente, caminando alrededor de Goodlands por las carreteras secundarias donde se estaba más tranquilo. Por allí había olido, sentido, tirado de los cielos, en busca de la bolsa de agua que le permitiera adentrarse en ellos. Tenía polvo y suciedad hasta en las líneas de la cara. La camiseta, que se había puesto limpia por la mañana, estaba manchada de sudor y tierra. Incluso una hora después del atardecer, el aire seguía resultando cálido y bochornoso. Él se sentía seco, más seco que nunca.

—Una taza de ese té no me iría mal —dijo desde el porche, intentando aparentar tranquilidad.

—¿Por qué no invoca un vaso de agua? —respondió ella con acritud desde el interior. Él le dedicó una sonrisa pesarosa y siguió fumando a pesar del escozor de la garganta, dejando que su mirada se perdiera en la noche. Goodlands era un lugar pacífico, tranquilo. La mayoría de los sitios a los que iba eran así, precisamente por eso los visitaba. Pero aquí, bajo tanta paz, percibía algo más, una corriente extraña que atravesaba todo el pueblo. Cuando se paraba a escuchar, creía oír un zumbido persistente y regular. No era algo que se percibiese durante el día, mientras uno realizaba las tareas cotidianas, sino algo que se te clavaba en el interior al cabo de un rato, algo que al principio te irritaba un poco y luego te asustaba. Entonces, justo antes de vencerte, te miraba a la cara y proferías un grito. Cuando uno escuchaba, como había estado haciendo él durante todo el día, eso era lo que percibía.

—¿Es eso lo que quiere? —inquirió lentamente—. ¿Una demostración de mis poderes? ¿Una prueba? «¡Dame una señal!» —ironizó, irritado.

—Creí que se había marchado. —Él miró detrás de él, sorprendido. Karen estaba en el quicio de la doble puerta. Tenía el rostro apoyado contra la puerta mosquitera, de modo que formaba un círculo pálido en la rejilla de alambre. Desde allí ella lo veía perfectamente.

—He estado dando una vuelta, visitando su pueblecito —declaró—. Estas cosas llevan tiempo, señora.

—Creía que iba a hacer que lloviera hoy.

Él vaciló y murmuró:

—Tenemos un acuerdo.

—Yo le pago y usted hace que llueva, ¿ése es nuestro acuerdo? Pero no quiere o no puede hacer que llueva sin el dinero.

—Algo así —convino—. ¿Está de mal humor o enojada?

Karen se echó a reír. Se tapó la boca con la mano para contener unas carcajadas histéricas.

—Sí, supongo que sí —respondió al cabo de un momento—. El sheriff ha estado aquí.

—¿Es que ha robado un banco? —preguntó y se rió de su propio chiste.

De inmediato, la sonrisa se esfumó del rostro de Karen. Si entonces la hubiera mirado, habría visto cómo cerraba sus ojos pardos. Él oyó que respiraba hondo y que exhalaba el aire con parsimonia. El círculo de piel desapareció de la mosquitera.

—El sheriff cree que tal vez usted provocó el incendio de anoche. Alguien le vio por aquí —dijo ella con voz queda. Parecía cansada, apagada. Con sus últimas reservas de fuerza, agregó con firmeza—: Se me está acabando la paciencia y el tiempo. Si puede demostrarme sus poderes, adelante. No va a sacarme ni un dólar hasta que demuestre que es capaz de hacer que llueva. —Corrió el pestillo de la puerta mosquitera—. Y no entre en mi casa —añadió antes de cerrar la otra puerta.

Tom oyó cómo la cerraba con llave. Dio una última calada al cigarrillo.

—Estas cosas llevan su tiempo —insistió tranquilamente, más para sí que para quien seguía de pie detrás de la puerta cerrada, donde sabía que se encontraba Karen. Apuró el cigarrillo todavía más y lo apagó contra la suela de la bota. Luego se metió la colilla en el bolsillo de los vaqueros.

En este pueblo había algo que no funcionaba, que no le permitía introducirse en él. ¿Por qué no se marchaba?

Ocurría algo. Arrugó la frente. Había notado que su puerta al cielo se le cerraba. Era la primera vez que le sucedía una cosa semejante. Por tanto, ¿qué le impedía utilizar sus poderes? Tom se recostó en la silla y pensó en marcharse. No sería la primera vez que se iba de algún sitio sin despedirse. No tenía ningún motivo para quedarse si no conseguía que lloviese.

Permaneció sentado en la silla un largo rato antes de levantarse y dirigirse al claro situado junto al manzanal.

A altas horas de la madrugada Karen despertó al oír unos suaves golpes en la ventana. Al principio no reconoció el sonido, aunque intentó identificarlo medio dormida. ¿Se trata de un pájaro, del aire, quizá de un vampiro?

—¿Grange?

Finalmente Karen despertó.

—¿Qué?

Se tapó con la sábana hasta el cuello, volviéndose hacia la ventana para ver si distinguía algo. Estaba demasiado oscuro. De pronto percibió el movimiento de una mano.

—Soy Tom.

—¿Qué quiere?

—Acérquese a la puerta —instó. Una sombra se apartó de la ventana y se dirigió a la parte frontal de la casa. Karen seguía echada con la sábana hasta el cuello. Movió la cabeza para despejarse y se incorporó.

Sólo vestía un camisón largo de algodón. Buscó desesperadamente una bata. Tenía seis. ¿Por qué demonios no encontraba ninguna? Se calzó las zapatillas de andar por casa. Al final encontró una bata sobre el escritorio, se la colocó sobre los hombros y la mantuvo cerrada con una mano. Con la otra mano, apartó la silla que había apoyado contra la puerta y la abrió.

Lo encontró esperándola en el porche delantero. La temperatura había bajado un poco y, aunque no corría nada de aire, fuera se estaba bien, mejor que en la calurosa habitación.

—Lo siento —se disculpó él—. ¿La he asustado?

—¿Qué quiere?

—No he entrado —puntualizó.

—¿Qué hora es? —preguntó ella. Reinaba la más absoluta oscuridad. Se sentía como si sólo hubiera dormido unos instantes a pesar de que ya llevaba varias horas haciéndolo. No obstante, no había dormido bien.

—No lo sé, tarde. Tengo algo que enseñarle —dijo él.

Extendió el brazo para cogerle la mano que tenía libre, pero ella la retiró.

—¡No me toque!

—Eh, tranquila —dijo con voz queda, al tiempo que levantaba las dos manos para demostrarle que no tenía intención de hacerle daño—. Venga conmigo.

Karen dio un paso hacia atrás para apartarse de él.

—No.

Tom bajó parte del tramo de escaleras y se volvió hacia ella haciéndole una seña de que le siguiera.

—Vamos —le instó—. Le demostraré mis poderes. —Bajó el resto de escaleras y se dirigió a la parte posterior de la casa.

Karen permaneció en el porche durante unos momentos antes de seguirle.

La conducía hacia el claro. Igual que la noche de su aparición, los posibles titulares empezaron a rondarle por la cabeza.

«Banquera de Goodlands asesinada en un manzanal. Se encuentran 2500 dólares robados en un lujoso bolso en el dormitorio. Banquera descuartizada. La lluvia llega por fin a Goodlands, aunque en forma de banquera despedazada».

La hierba seca y áspera le arañaba los tobillos. En el claro sería peor, porque crecían arbustos más grandes. Mientras caminaba, pasó los brazos por las mangas de la bata y se la dejó suelta por delante. Intentó no perder de vista a Tom, que andaba delante de ella y volvía la vista atrás de vez en cuando, sonriendo al ver que lo seguía.

Lejos ya de la protección que le ofrecía el porche, Karen fue consciente de la oscuridad, del apacible aire nocturno, del apenas perceptible ruido que él producía al abrirse paso delante de ella.

Se dirigía al manzanal. Ella guardaba con él una distancia de más de diez metros y en algunos momentos lo perdía de vista, pese a que la camiseta blanca que vestía destacaba en la oscuridad.

Después de cruzar el patio trasero dejando atrás la glorieta de líneas góticas, el jardín de rocas cubierto de hierba —que no era más que un tenue círculo brillante en la oscuridad del patio—, la arboleda y la primera hilera de manzanos, Tom se internó en el manzanal.

Karen se detuvo entre dos árboles altos que estaban plantados demasiado cerca, por lo que habían entrelazado las ramas. De pronto, volvió a verlo. La esperaba en el centro del claro. Lo observó mientras intentaba tomar una decisión: ¿debía regresar a la casa rápidamente o entrar en el calvero?

El corazón le palpitaba con fuerza. Quizá se debiera a la falta de actividad cardiovascular de su vida o a la presencia de aquel hombre.

A la luz de la luna que se filtraba entre los árboles y otorgaba un tono plateado a las copas secas y sedientas aquel hombre parecía brillar. Karen decidió que era debido a la camiseta blanca. Y los ojos… Era capaz de distinguir el iris azul circundado de blanco, lo cual exageraba su redondez. Tenía el mismo aspecto que la primera vez que lo vio en la televisión, en Winslow, Kansas. Con un solo paso estaría muy cerca de él.

¿Todavía deseaba que lloviera?

Karen pasó entre los árboles y llegó al claro.

Él le tendió una mano.

—Venga aquí, conmigo.

Karen se detuvo a un metro de él e hizo caso omiso de la mano tendida. Tragó saliva y repuso:

—Me quedaré aquí.

—Bueno, como quiera. —Rió entre dientes. Luego esbozó una sonrisa que Karen sospechó no iba dirigida a ella. Se pasó las manos con nerviosismo por el pelo, se lo apartó de la cara, como ella le había visto hacer en el vídeo. Sus brazos desnudos reflejaban la escasa luz que llegaba al claro. Karen se percató de lo oscuro que estaba el manzanal. En caso de que tuviera que echar a correr, ¿vería por dónde iba? ¿O estaba a su merced? Se le puso la carne de gallina, pero no sólo a causa del miedo.

—Deme la mano —dijo tendiendo la suya. Ella negó con la cabeza. Él insistió—: Por favor —rogó con voz queda y volvió a hacer ademán de cogerla—. Por favor. —Finalmente ella accedió y le cogió de la mano con rigidez, disgustada por el tacto de la palma que rodeaba la suya. Era grande y cálida, aunque sus manos apenas se rozaban.

—¿Qué es esto? —preguntó, incómoda debido al calor que él desprendía.

—Chissss —susurró él. Movió la mano de ella hasta conseguir que la cerrase y la envolvió con la suya. Karen alzó la vista hacia su compañero y vio que empezaba a cerrar los ojos lentamente. A continuación levantó los brazos de los dos, con las palmas hacia arriba hasta la altura de los ojos y las mantuvo así. Karen permaneció frente a él, rígida, inflexible, apenas consciente del cambio que se había producido en el prado, porque lo observaba a él.

El hombre cerró los ojos por completo y luego los abrió.

—Una demostración de mis poderes —dijo—, de Tom Keatley para Karen Grange. —Pestañeó y volvió a cerrar los ojos. Karen sonrió.

Él continuó inmóvil, como una estatua en el centro del claro.

Al cerrar los ojos, Tom se liberó del manzanal. Aisló su mente de Karen, de los árboles, de Goodlands, de la increíble sequedad que no era capaz de explicar. Levantó los brazos, cada vez más alto, y encontró la lluvia. Estaba allí. Como era habitual en él, sentía la humedad en el interior de su cuerpo; las nubes espesas y cargadas que la contenían parecían estar dentro de él. Pero esta vez era como si no estuviera lo bastante cerca. Lo intentó de nuevo, como había hecho en numerosas ocasiones ese mismo día, para atraerla hacia él. Cuando la alcanzaba era capaz de aguantarla. La notaba ahí, y ella dejaba que la tocara. Y podía tirar de ella, como si su puerta al cielo no estuviera del todo cerrada, pero no tenía fuerza para atraerla. Tampoco era necesario que lo hiciera. Sólo tenía que demostrar que era capaz de ello. Con eso bastaba.

Se estiró hacia el cielo con los dientes apretados y los labios tensos. Los músculos del rostro y el cuerpo se le tensaron por el esfuerzo. Encontró una pequeña bolsa de lluvia hacia el oeste. Se concentró en ella, entró en el cielo por el resquicio de su puerta.

El calor del prado resultaba asfixiante, bochornoso, sofocante. Karen observó cómo cambiaba el rostro de Tom. Estaba mirando hacia arriba, hacia el cielo. Tenía un brazo extendido, con la palma levantada. En el claro no había movimiento alguno.

La quietud se apoderó de ella y la tranquilizó. Tenía la mirada clavada en el rostro de él, que permanecía inmóvil. Era como si ella no existiera. Karen tenía los ojos bien abiertos mientras lo observaba. Él parecía despedir energía en forma de ondas que su mano transmitía hasta la de Karen. Notó que algo cambiaba en el aire que la rodeaba. El camisón se le adhirió a la piel. Tenía la frente bañada en sudor. Sintió la presencia de los árboles, el aroma que despedían. Todo lo que la rodeaba en el claro pasó a ser hiperreal, hipervivo. Estaba extasiada.

Karen seguía observando la cara de Tom. Había presenciado cómo cambiaba, cómo se serenaba y se relajaba cuando oyó el primer sonido. Era como el chorro de un arroyo. Algo que le resultaba familiar le llenó la mano, atravesó el calor de su cuerpo y le refrescó la palma. Se deslizó suavemente por su antebrazo. La luz de la luna centelleaba sobre los arroyuelos. Cuando la claridad se posó sobre ella, lo advirtió. Abrió de par en par los ojos y emitió una exclamación ahogada.

Un pequeño charco de agua fresca se le había formado en la palma de la mano. Se le escurrió entre los dedos y resbaló hasta el codo. La notaba, la veía, la olía.

Era lluvia.