2

Al despuntar el alba, Vida se encontraba inmersa en una terrible pesadilla. No podía despertar. Mientras Tom Keatley se dirigía tranquilamente desde el patio trasero de Karen hacia la cocina, la respiración de Vida se aceleró de forma alarmante. Cada vez que aspiraba, su cuerpo parecía saltar de la cama. Estaba tumbada sobre las sábanas, con los ojos cerrados, el rostro contraído, el cuerpo completamente inmóvil menos el pecho, que se henchía cuando inspiraba aquel aire contaminado.

Por la ventana abierta se filtró una suave brisa. Las cortinas, ennegrecidas por la suciedad y deshilachadas por el paso del tiempo, se elevaron casi hasta el techo de la habitación para volver a caer segundos después. Al parecer, la barra no aguantó y la estructura se vino abajo, por lo que cayó al suelo con un enorme estrépito. Vida ni siquiera lo oyó.

—¡Cierra la jodida ventana! —gritó su hermano desde la habitación contigua—. ¡Estoy tratando de dormir, zorra estúpida! —farfulló.

Pero Vida no oía nada. Gotas de sudor empezaron a correrle por la frente y el pecho; tenía el camisón adherido a la piel. Inspiró y llenó los pulmones de aire. Su cuerpo se estremeció y cobró fuerza, pero no sintió alivio. Sus pulmones le pedían más aire.

Aún dormida, abrió la boca, inhalando desesperadamente bocanadas de aire mientras un calor sofocante la abrasaba por dentro. Estaba bañada en sudor. Las gotas caían hasta empapar las sábanas sobre las que dormía. Tenía el pelo revuelto. El miedo la invadía por completo. Sentía como si le atravesaran la carne con cuchillos y flechas, como si la descarnaran, y su piel parecía ondular y tensarse involuntariamente. El sudor del cuerpo se tornó frío. Le costaba respirar, como si alguien le oprimiera el pecho para intentar introducirse en su interior. Horrorizada, pugnaba por coger aire.

—¡Cierra la maldita ventana! —exclamó su hermano.

Alguien rió.

Por fin abrió de par en par los ojos. Aquello estaba en todas partes, dentro de ella, a su alrededor. Lo inhaló, lo exhaló. Dolía. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

—Ah, ah… —El aire salió de sus pulmones en una exhalación larga y cálida. Tenía los ojos vidriosos, la mirada perdida y le temblaban los párpados. Intentó luchar. La habitación fue oscureciéndose a medida que a Vida le faltaba el oxígeno. Sus ojos quedaron en blanco. Estaba rígida, inmóvil.

Cuando Karen encontró al invocador de lluvia en la cocina de su casa, Vida ya había despertado. Se sentía extraña, como si no fuera del todo ella misma. En realidad no estaba sola. Dentro de su cuerpo había alguien más.

—¡Fuera de aquí! —exclamó Karen.

Tom bebió de su tazón y murmuró:

—Tómese una taza de café. Se sentirá mejor.

—¡Fuera de mi casa! —No se había movido de la sala de estar, no quería entrar en la cocina. Se sujetó con fuerza la parte superior del pijama, y se cerró bien el cuello. Pero Tom no parecía tener intención de marcharse. Estaba de pie, tranquilamente apoyado en el mármol de la cocina. Toda la casa olía a café y aire viciado, ya que había permanecido cerrada durante toda la noche.

—¿Cómo demonios ha entrado? —preguntó ella.

Al cabo de unos segundos, él cogió la cafetera y abrió con toda naturalidad un armario para sacar otro tazón. Vertió un poco de café humeante en él y, acercándose a Karen, se lo ofreció.

—Tome un poco de café —insistió con firmeza—. Está bueno —añadió al advertir de que no aceptaba su invitación. Finalmente dejó el tazón sobre una mesita de madera pulida, volvió a la cocina y tomó un sorbo del suyo.

A Karen le latía el corazón con fuerza y todos los músculos de su cuerpo estaban en tensión. Tenía el teléfono a unos metros a su izquierda, por lo que tendría que correr para cogerlo. Se tambaleó ligeramente.

—¿Por qué no hablamos de negocios? —propuso él.

—¡Qué cara más dura!

El hombre rió entre dientes y suspiró.

—Debería relajarse, señorita Grange. Discúlpeme por haber entrado en su casa sin ser invitado. —Bebió otro sorbo de café, emitiendo un chasquido de placer para demostrar lo bueno que estaba—. Pero como suele decirse, hagamos un trato. Verá, podemos hacer que llueva y salvar su adorado pueblo. Es lo que quiere, ¿no? Por todos los santos, usted me mandó venir. Ya estoy aquí. Ya oigo el repiquetear de la lluvia. Vamos allá.

Sus palabras parecían razonables. Sin embargo, Karen seguía sin acercarse a él.

—No quiero que entre en mi casa si no le doy permiso —replicó por fin.

—Tomaré el café fuera, ¿de acuerdo? Usted se viste y después sale. Entonces hablaremos del dinero. —Esbozó una amplia sonrisa y echó un vistazo a su alrededor, como un muchacho atractivo y benevolente. Tan sólo como un muchacho.

Karen asintió y dijo, aún nerviosa:

—Está bien.

—Vale. —Hizo un gesto con la cabeza y se dirigió a la puerta. Empujó la mosquitera y salió al patio trasero, no sin antes señalar la mesita—: Su café se está enfriando. —La puerta mosquitera se cerró tras él.

Karen titubeó indecisa durante unos instantes. Luego, lentamente, de forma natural, se aproximó al teléfono y marcó el número del sheriff de Weston, que se encontraba a unos quince minutos de allí en coche.

Mientras escuchaba los timbres del teléfono, cogió el tazón de la mesa y secó la base del recipiente con la manga del pijama.

Tom saboreó su café y la contempló desde el porche. Sabía que telefonearía a alguien. No sabía si a su novio o a la policía, pero estaba seguro de que haría esa llamada. Aunque ella estaba de perfil, él advirtió que Karen lo observaba. Rió entre dientes. Tarde o temprano, ella tendría que tomar una decisión.

Alguien descolgó el auricular después de un par de timbrazos. La voz de Henry Barker sonó al otro lado del hilo telefónico.

—Al habla el sheriff.

Karen abrió la boca, pero no respondió.

—Aquí el despacho del sheriff —repitió Henry Barker.

«Podemos hacer que llueva y salvar su adorado pueblo… Soy un invocador de lluvia… Ya oigo el repiquetear de la lluvia…».

Henry Barker preguntó un par de veces más antes de colgar. Karen sujetó el auricular unos segundos y después, lentamente, cortó la comunicación.

En el exterior, Tom rió para sus adentros. Contempló el cielo. A pesar de la sequía, hacía un día precioso.

Karen se desvistió cuidadosamente. Aquel día tenía que reunirse con dos representantes de la oficina central y, por si eso no fuera suficiente, al parecer tendría que asistir a otra cita. Debía vestirse para la ocasión. Escogió un elegante conjunto de chaqueta y falda amarillo limón que le había costado setecientos dólares. Eso había sido muchos años atrás, durante la época que ella denominaba «oscura», pero aún resultaba actual. Además, le favorecía y estaba como nuevo. La falda le llegaba justo por encima de la rodilla y llevaba medias, como siempre incluso en los días más calurosos, ya que era banquera y su puesto así lo requería. Aunque la política y la normativa de CA no mencionaban la necesidad de la falda en ninguna de sus cláusulas, había ciertas normas de obligado cumplimiento.

La primera y principal norma era ejercer la autoridad. El banquero era el que tenía las cartas en la mano. Se limitaría a mostrarle a Tom Keatley quién llevaba las riendas del asunto.

En realidad, tampoco se diferenciaba tanto del resto de los clientes que venían a verla al banco. Había ciertos temas fundamentales de los que tenía que estar segura antes de dar el siguiente paso.

«¿Cuál es su activo?».

El señor Keatley podía hacer que lloviera.

«¿De alquiler o de compra?».

Que ella supiera, el señor Keatley carecía de domicilio fijo.

«Jefes, experiencia profesional, referencias».

Siempre le quedaba la posibilidad de comprobar sus datos con los habitantes de Winslow, Kansas. Quedaban otras preguntas por responder, como por ejemplo: «¿Qué deudas tiene?». Por su aspecto, no parecía haber pedido ningún crédito. «¿Cuál es su banco?». Dedujo que, en este caso, el señor Keatley tendría tratos con el banco donde ella trabajaba. Y por último: «¿Cuándo exactamente podrá hacer que llueva?». Se preguntó por qué motivo al señor Keatley no le gustaban las preguntas.

Una vez vestida, se encogió de hombros. En su rostro se dibujó la típica sonrisa de banquera: sobria, omnisciente, segura.

Ése era el aspecto que presentaba cuando salió al porche. Su miedo hacia el invocador de lluvia se había desvanecido para dar paso a un trato más familiar y amistoso.

—Realmente puede hacer que llueva —afirmó como si no lo dudara.

—Sí —declaró él al tiempo que se volvía hacia ella. La apariencia de ambos contrastaba. Ella vestida con su traje elegante y él con unos vaqueros, una camiseta vieja y unas botas.

—¿Cómo?

—Puedo hacer que llueva a cambio de cinco mil dólares —respondió, sonriendo.

—No tengo cinco mil dólares —adujo Karen fríamente.

—Pues consígalos.

Ante el absurdo comentario, ella resopló, dejando a un lado parte de su refinamiento, y repuso:

—Si alguien, usted por ejemplo, pudiera conseguir cinco mil dólares por las buenas, no creo que ahora estuviéramos manteniendo esta conversación.

—Yo no tengo problemas de sequía.

Fue lo último que dijo. Se volvió para contemplar el jardín. Quedaba aproximadamente media hectárea de lo que en otro tiempo había sido una preciosa extensión de hierba verde, con un rincón que Karen había decorado con piedras. Ahora el césped era de color marrón y estaba lleno de hierbajos. En él crecían arbustos de lilas que no habían florecido. A lo lejos se distinguía un pequeño manzanal, de los que Karen no esperaba que dieran ni un solo fruto. Por todas partes, incluso en su propio jardín, se apreciaban las consecuencias de cuatro años de sequía. En medio de todo aquello se alzaba su hermosa glorieta blanca pintada desde hacía seis años, que daba al jardín cierto estilo decimonónico bajo la implacable luz del día. En cualquier momento parecía que iba a llegar Heathcliff el de Cumbres Borrascosas, o tal vez Scarlett jurando que nunca más volvería a pasar hambre.

—Tengo que pensarlo —declaró Karen, frunciendo el entrecejo.

—De acuerdo.

Karen se volvió bruscamente girando sobre sus talones. Tenía que marcharse.

—Estaré todo el día en el banco. Supongo que no puedo impedirle que entre en mi casa.

—Bueno, estoy un poco hambriento.

—Hay comida en la nevera —señaló ella y añadió en voz baja—: No robe nada. —Salió de la casa en dirección al coche. No se molestó en cerrar la puerta principal con el pestillo. Al menos, esta vez sabría dónde encontrarlo.

Subió al coche y lo puso en marcha, maniobró marcha atrás y luego se introdujo en la carretera con un giro fluido. Deseaba no tener todas aquellas ideas en la cabeza. Aquél iba a ser un día muy importante en el banco. Chase y Juba, de la oficina central, iban de visita y querrían revisar algunos libros de contabilidad con ella. Karen sospechaba que quizá cerrarían la sucursal, aunque hasta el momento aún no hubieran dicho nada. Los activos, las cuentas con liquidez estaban cayendo en picado y de no ser por la gran lechería de Hilton-Shane, pronto obtendrían un resultado cero. Les faltaba muy poco.

La sucursal de Goodlands de Crédito Agrícola había empezado a tener problemas antes del cuarto año de sequía. Durante el tercer año no se registraron beneficios. Deberían haber cerrado entonces. Karen, como directora de la sucursal, era la responsable del plan comercial anual que informa a la oficina central de las expectativas de beneficios para el año siguiente. El plan comercial de Karen había predicho un año de recuperación, con beneficios anticipados. Nada espectacular, pero lo bastante importante para que la sucursal siguiera abierta otro año más. Sin embargo, a pesar de lo que dijera la publicidad, a Crédito Agrícola, como a todos los bancos de América, le preocupaban mucho más los beneficios que las familias y sus granjas. Ella había amañado el plan comercial, aunque podía asegurar que, como todos los demás, había confiado en que pasara la sequía. Al fin y al cabo, The Farmer’s Almanac había predicho que llovería, como ocurrió en todos los pueblos de alrededor. Parecía como si un enorme paraguas invisible cubriera Goodlands, y no había explicación científica para ello. Se esperaba que cayeran unos trescientos sesenta centímetros cúbicos. No obstante, hasta el momento no habían tenido ni una sola gota de lluvia. Sin lluvia, no había cultivo. Sin cultivos, no había cosechas. La falta de cosechas conllevaba préstamos, arrendamientos, hipotecas impagadas, retirada de ahorros y que los beneficios se fueran por la borda.

Si la trasladaban, no sería en calidad de directora. La enviarían a la sucursal de un pequeño pueblo con unos beneficios moderados pero fijos. Seguramente la destinarían al departamento de préstamos o a otra sección similar, donde se encargaría de reclamar algún préstamo o impagado a las ancianas a punto de ingresar en el asilo. «¿Cuáles son sus activos?» se convertiría en una especie de letanía. Además, ella deseaba quedarse en Goodlands.

En el momento en que Juba y Chase entraron en la oficina a las nueve y media en punto, tenía todos los documentos y papeles preparados. Estaba lista, iba arreglada, con medias y sin perfume. Los banqueros suelen interpretar cualquier olor como una amenaza.

Vida se puso su vestido más bonito, uno de algodón vaporoso, tan gastado que casi no se distinguía el estampado de flores, pero limpio. Le dio el toque final con un par de deportivas raídas que habían sido blancas. No se puso calcetines. Se sentó en el borde de la cama sintiéndose satisfecha consigo misma.

Tenía la sensación de tener los pelos de punta y decidió recogérselos, para evitar la electricidad estática que parecía escapar entre sus dedos cada vez que los tocaba. Se hizo una gruesa coleta que le caía por la espalda casi hasta la cintura. Siempre había tenido un cabello precioso, pero hoy relucía especialmente. Todo en ella era más hermoso, más lleno de vida que normalmente. Le gustaba el modo en que su vestido le acariciaba las piernas. Disfrutaba pensando en cómo la miraría la gente con aquel vestido, los hombres seguramente con lascivia.

El resto de las personas que se encontraban en la casa aún dormían. En el sofá del salón yacía un hombre que roncaba sonoramente. La mesita, que llevaba rota casi dos años, estaba repleta de platos con colillas, botellas de cerveza —algunas con la etiqueta y otras sin ella— y botellas vacías del aguardiente que su padre destilaba y vendía. Butch, la mascota de la familia, un rottweiler imponente, que había sobrevivido a tantas peleas que su padre lo guardaba como un trofeo, yacía en el suelo roncando y apestando como una cervecería. A su viejo y a sus hermanos les parecía gracioso emborracharlo y luego reírse del animal cuando se pasaba el día vomitando. Vida no sabía quién era el hombre del sofá y tampoco le importaba. Prácticamente ni lo miró.

Atravesó la cocina y salió por la puerta principal de la casa. Debía marcharse, tenía planes para la jornada.

Evitó con destreza un charco de vómitos cercano a la escalera. Brillaba el sol y en la distancia oyó el zumbido de una máquina. No había muchos pájaros desde que la sequía se había agudizado, pero eso le traía sin cuidado. Había pensado muchas veces que la sequía era buena y hoy estaba aún más convencida de ello.

La sequía estaba matando a Goodlands, secándolo, marchitándolo. ¡Qué bien!

Vida salió a Plum View Road, que pasaba delante de su casa. Miró a ambos lados de la calle, como si fuera la primera vez que la veía. Hoy todo le parecía distinto, desde los álamos crecidos y secos a la hierba pardusca y sucia. Todo presentaba un brillo especial.

Al andar, levantaba el polvo del camino y se ensuciaba el dobladillo del vestido. Caminaría hasta el pueblo. Tenía que ir allí, porque estaba loca. Tenía una misión que cumplir. Andaba a paso ligero.

En el colmado ya no fiaban a su familia y eso estaba muy pero que muy mal.

El sol le daba en los ojos y Vida esperó que aquella fuera la razón por la que se sentía un tanto aturdida esa mañana. No es que se sintiera mal sino que se notaba distinta al día anterior. Por la mente le pasaban ideas extrañas, aunque no les prestaba atención y seguía su andadura hacia el pueblo con la esperanza de que una fechoría de las suyas la devolviera a la normalidad. Solía ocurrirle. Aún no había decidido qué hacer, tal vez robar algunos dulces, o abrir la puerta trasera y hacer entrar a unos cuantos perros, o desenchufar el congelador como hizo en Rosie’s. Algo fácil y, a ser posible, que les costara caro. Las personas como los Waggles vivían por el dinero. Así tendrían su merecido.

Cuando llegó al pueblo, las calles rebosaban de gente. No había pensado en esa posibilidad. Cruzó la calle y se quedó junto al olmo grande y viejo situado frente a la oficina de correos, pensando que había desperdiciado su oportunidad y que quizá debería volver por la noche.

El grueso olmo sombreaba la aturdida cabeza de Vida, y refrescaba la fina película de sudor que se había formado en todos los rincones de su cuerpo debido a la caminata. Era agradable que el sol no le diera en la cara. Se trataba de un árbol enorme, de al menos cien años de edad. Lo sabía porque hacía siete u ocho años se había hablado de cortarlo y todo el mundo armó un gran alboroto diciendo que formaba parte del patrimonio y de la historia de la comunidad. Así pues, lo dejaron en su sitio para que acabara agostándose a lo largo de los cuatro años de sequía. Después de eso se habló de colocar una placa o un pequeño letrero, pero nadie hizo nada. Era un árbol robusto y macizo. Se alzaba directamente frente al colmado, como si apuntara justo a su ventana.

El olmo estaba seco y sufría como el resto de habitantes de Goodlands. De pronto, Vida pensó que ardería fácilmente, como una bengala, pero quemarlo era imposible. Después del incendio de la noche anterior, y de los otros incendios que se habían declarado, los habitantes habían empezado a rumorear. Además, para eso tendría que volver por la noche y ahora ya estaba allí.

Lástima que el árbol no se desplomara allí mismo. Tendría que pensar en algo que no llamara demasiado la atención. Vida volvió a pensar en dirigirse a hurtadillas a la trastienda del colmado y abrirles la puerta a los perros. No obstante, la trastienda daba a una hilera de casas y probablemente los patios estarían llenos de niños y madres. A lo lejos oía chillidos infantiles.

Lástima. «Estúpido árbol», pensó. Tendió el brazo y le dio un empujón para calmar su mal humor.

John y Charlene Waggles habían comprado la tienda de comestibles de Goodlands tres años atrás. Eran de Minneapolis, por lo que no podía censurarse su falta de previsión. Quizá deberían haberse preguntado por qué los Hasten estaban tan ansiosos por deshacerse de la tienda, pero el caso es que no lo hicieron. Su falta de previsión era tan acusada que Charlene —Chimmy para los amigos— ya no pasaba noches enteras llorando, sino que presentaba el aspecto de una persona abocada al abismo. Siempre tenía ojeras. La última vez que había llorado fue cuando ella y John despidieron a Tammy Kowzowski, después de haberle prometido que contarían con ella para atender el negocio. Después de eso, Chimmy no había derramado más lágrimas, ya no suspiraba cuando un vecino le dejaba a deber compras por valor de cien dólares, pero lo anotaba en su cuenta a conciencia. En los últimos dos años había dejado de preocuparse por las facturas atrasadas, por los bancos y por el hecho de que las grandes empresas de suministros le exigieran los pagos. Ella los consideraba sus enemigos. Les habían cortado el teléfono cuatro veces. Su reacción furiosa al ver cómo los grandes engullían a los pequeños le había granjeado la simpatía de los habitantes de Goodlands, que la habían aceptado plenamente en la comunidad. Cuando el dinero entraba en las casas después de la cosecha, los clientes pagaban (en la medida de lo posible) las facturas que tenían pendientes en la tienda. En sus conversaciones con los vecinos Chimmy siempre hacía referencia a «ellos contra nosotros» aunque, técnicamente, el colmado de Goodlands formara parte de los primeros.

John, por el contrario, no acababa de acostumbrarse al hecho de estar continuamente endeudado y amenazado por los proveedores. Los tres años que llevaba así estaban afectando negativamente a su carácter. Nunca había sido un hombre resuelto (dejaba que Chimmy tomara las decisiones) y últimamente le había dado por gimotear y quejarse y, en ciertas noches especialmente sombrías, por llorar cuando se sentía desbordado. Chimmy no lo criticaba. Su abuela solía decir que todas las personas albergaban los mismos sentimientos, buenos y malos, pero que los expresaban de formas distintas. Chimmy procedía de una familia en las que los problemas se solucionaban a gritos. Lo importante era no guardarlos para sí.

Sobre las ocho de la mañana Chimmy bajó por la escalera, terriblemente cansada para ir a abrir la tienda. En los últimos dos años había engordado muchísimo y notaba que las piernas se le resentían. John no mencionaba sus problemas de peso, era como un pequeño acuerdo mutuo: él bebía y ella comía, aunque siempre que podía Chimmy hacía referencia a su gordura, para que los demás no pensaran que no era consciente de ella. Bajaba la escalera con cuidado y, cuando John no rondaba por ahí, se quejaba de sus pobres piernas gruesas y del dolor que le provocaban en todo el cuerpo; le subía por los muslos, pero se concentraba especialmente en las rodillas. Tenía varices por culpa de los años que había trabajado de pie en una biblioteca, y en el colmado la situación no había mejorado. A veces, por la mañana, el dolor era tan intenso que tenía que sostenerse la pierna al poner el pie en el escalón y luego descansar a cada paso. En uno de sus días malos podía tardar hasta diez minutos en bajar la escalera.

Estaban a mediados de mes. Era un gran día. El banco la llamaría por el descubierto, exigiendo su dinero. Esa listilla de Karen Grange haría la llamada, siempre tan señorita y educada. Pero Chimmy no les daría ni un solo centavo hasta que ella telefoneara. Cada mes, a esta hora, recibía la misma llamada y respondía con tono malhumorado. Luego, unos diez minutos antes de que cerrara el banco, se presentaba con el dinero. Nunca había dejado de pagar, pero siempre esperaba la llamada. Ella y John tenían muy poco dinero en la libreta, para que el banco no pudiera descontarlo directamente, y guardaban el resto en la tienda, en una caja fuerte. En cuanto a la propia Chimmy, el banco podía esperar sentado. Le desagradaba pensar en el paso del tiempo, pues muy pronto se verían obligados a hacer algo. El dinero que Chimmy y John habían traído consigo a Goodlands estaba prácticamente acabado. Los ahorros, la jubilación…, lo habían gastado casi todo.

Llegó como pudo a la puerta y corrió el pestillo. Giró el letrero que indicaba que la tienda estaba abierta. Ya en el mes de junio el aire resultaba extremadamente cálido y el calor iría a más. Así pues, dejó la puerta abierta con el pequeño ladrillo que siempre acababa fuera de sitio por culpa de las botas que calzaban los hombres. Al igual que los anteriores inquilinos, Chimmy y John no podían permitirse el lujo de instalar un aparato de aire acondicionado. Era demasiado caro. Hacía tanto calor en la tienda que a veces las chocolatinas se derretían dentro del envoltorio y los chicles se pegaban. Hacia el mediodía, hasta las moscas parecían ralentizar el vuelo. La fruta, sobre todo los plátanos, sólo se mantenía un par de días y acababa en el cubo destinado a los pasteles de crema de plátanos o a los batidos. También solía dejar abierta la puerta trasera para que hubiera un poco de corriente, pero a veces entraban los perros. Por consiguiente, la puerta trasera se quedaba cerrada, a no ser que el calor resultara insoportable y los termómetros marcarán más de treinta grados centígrados, lo cual no ocurriría hasta julio.

A las ocho y media, la fruta estaba fuera de la cámara, en las cajas dispuestas para ello, el dinero suelto contado y dentro de la caja registradora, y la puerta delantera abierta. Se estaba relativamente fresco. Chimmy se sentó tras el mostrador a hojear los periódicos del día anterior, frotándose las rodillas distraídamente.

Estaba enfrascada en el crucigrama cuando oyó el primer crujido, lo bastante fuerte para hacerle levantar la mirada. A través de la ventana, vio que la copa de un árbol enorme se abalanzaba sobre ella. Cayó emitiendo un estruendo considerable y las ramas atravesaron la ventana, por lo que cientos de cristales, macetas, cacharros de plástico y juguetes amarillentos por el tiempo salieron despedidos en su dirección. Chimmy sólo pudo decir «Pero ¡qué demonios!…» antes de proferir un grito, caer del taburete y golpearse la cabeza contra el suelo.

Ed Kushner y Gabe Tannac se encontraban en el banco situado frente a la cafetería cuando se desplomó el árbol. Ellos tampoco fueron capaces de articular más de tres palabras antes de ponerse en pie rápidamente. Desde el interior de la cafetería, Grace, la esposa de Ed, levantó la mirada justo a tiempo para ver que la ventana del colmado quedaba hecha añicos.

—¡Llama a Franklin! —le dijo a Larry Watson, el único cliente a esas horas de la mañana, al tiempo que salía corriendo por la puerta y chocaba con su marido. Leonard Franklin era el jefe de los bomberos voluntarios. Grace tenía un certificado de primeros auxilios y se disponía a cruzar la calle para ver si Chimmy estaba viva o muerta.

La gente acudió rápidamente a la tienda de comestibles desde ambos lados de la calle. Larry intentó entrar por la puerta posterior cerrada y, cuando se disponía a ir a buscar un hacha, Chimmy la abrió desde el interior. Iba llena de arañazos y sangre, pero estaba más aturdida que herida y no había perdido la sonrisa.

—¡He pagado el seguro! ¡Todo está pagado! —exclamó justo antes de perder el sentido y caer junto al pie de la escalera. Grace la tendió en el suelo lo mejor que pudo y le abanicó la cara con el delantal.

—Ve a buscar al médico, y será mejor que avises a Gordon —exhortó a Kush con un bufido, recordando que la compañía aseguradora no le había pagado nada por la avería de su congelador—. Dile a Ben Gordon que venga, no a esa sanguijuela que trabaja para él —añadió—. Tal vez hoy alguien gane algo de dinero.

En el exterior un gentío se agolpaba alrededor del árbol, especulando sobre la causa de lo ocurrido. La tensión flotaba en el ambiente ante la evidencia de otra desgracia.

—¿Es que no vamos a levantar cabeza? —se lamentó Garry Chase.

El escritorio de Karen estaba repleto de papeles. Docenas de carpetas abiertas estaban apiladas unas sobre otras y encima de todas ellas había una larga hoja de cálculo cubierta de cientos de cifras.

Garry Chase se había apropiado del escritorio de Karen y estaba sentado en la silla de ella. Richard Juba se encontraba detrás de él, enumerando cuentas mientras Chase las localizaba en la hoja y las marcaba. Karen había quedado relegada a un papel secundario y estaba sentada cerca del escritorio por si la necesitaban. Pero no era así. Prácticamente ni le dirigían la palabra. El hecho de que casi no hablaran significaba que no la habían repudiado. Karen sentía calambres en el estómago y deseó haber empezado la jornada con algo más que un café.

—A excepción de la cuenta de Hilton-Shane, la situación no es tan preocupante —dijo—. Sin embargo, yo sería prudente con las cuentas personales ya que, aun en caso de recuperación, la gente funcionará a base de créditos. No esperaría el pago completo de nada hasta después de la cosecha del año próximo. —Deseó poder decirles que sí a todo y que se marcharan de la oficina. Se sobresaltaba cada vez que respiraban, pues unas veces pensaba que la creerían y otras que no. Pero se preguntaba si, cualquiera que fuera el caso, eso tendría importancia.

Habían dejado abierta la puerta del despacho y de vez en cuando Karen notaba la mirada de Jennifer en su espalda. Lo habían hecho a propósito, para que la empleada viera a su jefa en situación comprometida. Tácticas de la empresa. No obstante, por esa razón oyeron un estrépito en la distancia, justo antes de que Jennifer exclamara:

—¡Oh, Dios mío! —Los dos hombres alzaron la mirada pero sólo se movió Karen. Jennifer corrió a la ventana y agregó—. ¡El colmado!

Karen miró al exterior y vio que el árbol situado delante de la oficina de correos se había venido abajo, abatiéndose sobre la ventana de la tienda.

—Ha ocurrido un accidente —les informó Karen a Chase y Juba, antes de que Jennifer y ella salieran al exterior.

Vida esbozó una sonrisa ante tanto alboroto. Su sonrisa era como la de los gatos, difícil de apreciar. Entornó los ojos hasta casi cerrarlos e imaginó el cielo, brillante, nítido y seco. Notó la caricia del sol en la cara y la levantó ligeramente, disfrutando del calor. Cerró los ojos por completo y se volvió un poco más hacia el sol, hacia el este. No podía evitarlo: se llevó la mano a la boca con recato para ahogar su risa. Todavía sentía un hormigueo en la mano debido al empujón que había dado al árbol. Lo único que había hecho era darle un pequeño empujón. Pero el árbol se había caído justo encima de la gorda de Charlene Waggles.

El sol era abrasador y debía permanecer así. Vida no dejó de sonreír durante todo el día, abrazando el sentimiento que albergaba su interior como la carta de un amante. Podía hacer lo que le viniera en gana, aunque pasó la mayor parte del día observando.

Henry Barker, el sheriff, entró en la cafetería para redactar el informe destinado a la aseguradora.

—Menudo día —declaró—. Ponme un café, Grace.

Grace le acercó la cafetera y también llenó las tazas de los tres tipos que se sentaban con él a la mesa. Había empezado a perder la cuenta de quién había pagado qué y últimamente Ed insistía en que debían cobrar cada vez que alguien pedía que volvieran a llenarle la taza, ya que pasaban una mala época. Sin embargo, ella y los clientes de siempre solían olvidarlo, por lo que a nadie se le cobraban los quince centavos de más. No obstante, cuando su esposo rondaba por ahí, tenía que ir con cuidado.

—Bueno —empezó a decir Henry. El bullicio que reinaba en la cafetería se acalló ligeramente—. He estado en la finca de Kramer y creo que Leonard Franklin tiene toda la razón del mundo. Fue provocado. Hay una pila de cenizas y escombros y Leonard dice que ha encontrado una cerilla. Está completamente quemada, pero se distingue. He hecho fotografías —prosiguió. Bebió un buen trago de café.

—Oye, vi a un tipo andando por la calle principal cuando Gooner y yo fuimos a echar una mano —intervino Bart Eastly—. Era un hombre alto y me pareció bastante sospechoso. Venía de la carretera. Tenía un aspecto raro. Llevaba el pelo largo.

—He oído hablar de él —manifestó Henry con su habitual discreción.

—¿Quién es? —preguntó Gabe.

—No lo sé, pero Jacob también lo vio. Él y Geena se dirigían en el coche a la finca de Kramer. Pasaron por su lado en Parson’s. Geena miró por el retrovisor y le pareció ver que se encaminaba a casa de Karen Grange. —Se interrumpió. La directora del banco vivía sola y no quería dar pie a habladurías.

—¿Karen? ¿Es un amigo de ella? —preguntó alguien.

—Yo no he dicho eso —dijo Henry antes de beber un poco más de café con cierto nerviosismo—. Que nadie saque conclusiones precipitadas —advirtió. Por supuesto, sabía que eso era precisamente lo que harían y se arrepintió de haber sacado el tema—. Supongo que la pequeña de los Whalley se habrá llevado un susto de muerte esta mañana —bromeó, cambiando de tema—. Ya se intuía que iba a pasar una cosa así. Teníamos que haber cortado ese árbol hace un año. —Era una vieja discusión que volvió a retomarse.

—Menudo verano se avecina —intervino Gabe Tannac—, porque si ya empezamos así… —Nadie respondió. El tema de la sequía estaba en la mente de todos.

Mientras Chimmy explicaba a todo el mundo que había pagado la póliza y Karen discutía con los representantes de la oficina central, Tom Keatley vagaba por los terrenos de la casa alquilada de Karen Grange, finca que había sido propiedad de dos generaciones de la familia Mann, buscando un sitio donde pensar. Necesitaba pensar.

Sospechaba que en aquel lugar había algo más que sequía. Había un vacío, una falta de humedad total. El aire que respiraba era cálido y seco; la tierra estaba sedienta de lluvia. Era incapaz de percibir agua bajo la tierra. Los árboles, que suelen contener reservas de humedad, morían de sed. De todas las sequías que había vivido y que había conseguido ahuyentar, ésta era la peor. Nunca había experimentado una sensación como aquélla.

La había notado por primera vez al pasar junto a un cartel que anunciaba al viajero que se encontraba en Goodlands: «goodlands, un pueblecito encantador. 620 habitantes». Incluso entonces había presentido la sequía.

En cuanto Karen se marchó a trabajar, se desnudó y se lavó con el agua fría de la bomba manual. Aclaró la ropa y se puso la camiseta limpia. Se enfundó los vaqueros húmedos, así estaba más fresco. Se lavó el pelo con un trozo de jabón que encontró en la mochila y se lo peinó con los dedos antes de recogérselo en una coleta. Extendió la camisa en la hierba para que se secara al sol. Cualquier cosa con tal de aplazar lo inevitable.

Algo iba mal. No importaba el lugar en que se encontrara, aunque siempre tenía sus preferencias.

Evitó pisar el jardín, con la hierba bien cortada pero seca, y se dirigió nuevamente hacia los árboles. Más allá había un prado, donde era imposible eludir los rayos del sol, pues estaba a cielo abierto. Recorrió una y otra vez el pequeño manzanal. Era un lugar bonito. Los árboles, unos cuarenta, rodeaban un pequeño claro que estaba ligeramente elevado, como una colina. Lo más probable es que hubieran plantado los árboles alrededor de la colina para que el agua regara los manzanos de forma natural. Los árboles ya no estaban en flor, si es que habían florecido en primavera, y era demasiado pronto para que tuvieran manzanas. Los frutos ni siquiera habían empezado a asomar. Pero los árboles eran vistosos y sus raíces debían de ser profundas y gruesas, porque presentaban un aspecto mucho más saludable que la mayoría de los árboles que había visto en Goodlands.

El claro debería de ser el lugar perfecto, pero incluso ahí lo sentía: estaba seco.

Algo le incomodaba desde que había entrado en el pueblo. No sabía exactamente de qué se trataba, pero ocurría algo extraño. Por mucho que lo intentara, era incapaz de invocar la lluvia. La notaba en el exterior, era como si fuera ciego y no la viera, aunque supiera que estaba allí. Tenía la capacidad de hacer que lloviera, pero no conseguía ponerla en práctica.

Al entrar en Goodlands, había tenido la sensación de caer en una especie de vacío. La naturaleza y Tom abominaban el vacío. Además, en el caso de Tom estaban en juego cinco mil dólares. Valía la pena soportar tantas vibraciones negativas.

La lluvia se encontraba a unos cuatro o cinco días de distancia, por el este, igual que lo había estado aquella noche que él había pasado en las afueras de Oxburg. Pero había pequeñas bolsas de agua por todas partes; en cierto momento percibió un chaparrón a un par de horas de distancia. Debería poder atraerlo con facilidad. Lo intentó. Estaba justo en el límite del pueblo y no conseguía acercarlo más. ¿Por qué se le negaba esa posibilidad?

Al caer la tarde Tom extendió el saco en la tierra seca y se tumbó en él, contemplando el cielo, esperando. De vez en cuando, extendía los brazos, encontraba la lluvia y notaba su humedad, su abundancia. En dos ocasiones a lo largo del día había advertido cómo se abría el cielo y llovía en algún otro lugar. Luego la lluvia alteraba su curso. Daba la impresión de que llovía en todas partes menos en Goodlands.