Los habitantes de Goodlands, Dakota del Norte, afirmaban que estaban a menos de una hora de distancia de todas partes, lo cual era cierto siempre y cuando uno deseara ir a Bismarck o a la interestatal 94. No obstante, si el destino era Canadá, o Dakota del Sur, Minnesota o Montana, era mejor llevar algo de comer. Situado en el centro del estado, Goodlands era un pueblo aislado. Había sido fundado cien años atrás y sus habitantes hacía tiempo que habían pasado a ser tan autosuficientes como reservados. Tenían lo que necesitaban. La tierra era rica y fértil, el cielo abierto y distante. La gasolina era barata, los impuestos bajos, los incentivos numerosos y la vida giraba en torno a la familia, a diferencia de los demás lugares a los que conducía la interestatal. Si alguien se tomara la molestia de preguntar a los habitantes, éstos responderían que era el lugar perfecto para labrar la tierra y formar una familia. Como rezaba el rótulo situado en el cruce de Oxburg a Goodlands, se trataba de «Un pueblecito encantador».
Hasta que llegó la sequía.
Empezó en un mal momento, como todas las sequías. Cuatro años antes, The Farmer’s Almanac había predicho una primavera húmeda y fresca para la región, seguida de unos meses de junio y julio más bien secos y un agosto pasado por agua, lo habitual en las Grandes Llanuras del Norte, con ligeras variaciones. Goodlands, al igual que el resto de la zona de las Grandes Llanuras del Norte, podía esperar una media anual de precipitaciones de unos trescientos sesenta centímetros cúbicos. El primer año de sequía prácticamente no se registraron precipitaciones, alcanzándose apenas los ciento cuarenta y siete centímetros cúbicos. Ese mismo año los municipios circundantes de Avis, Mountmore, Oxburg, Adele, Larson y Weston contabilizaron una cantidad de lluvia inferior a la media. El segundo año sólo cayeron noventa y ocho centímetros cúbicos. El tercer año la lluvia brilló por su ausencia. Fue el peor año desde 1934. En los pueblos situados alrededor de Goodlands siguió lloviendo, tal como se esperaba. No se produjo ningún desastre, pero la sequía se apoderó de Goodlands.
Una mala temporada no resulta excesivamente dañina para una comunidad de granjeros. Dos malas temporadas pueden provocar la bancarrota de algunos. Tres malas temporadas llegan a originar embargos, rupturas familiares, alcoholismo, violencia y la muerte de algo más, algo que no se puede nombrar. En estos momentos los habitantes de Goodlands se enfrentaban al cuarto año de sequía. Si no llovía antes de julio, se encontrarían cara a cara con ese algo, aunque muchos de los residentes ya lo habían visto muy de cerca.
La sequía no era la única racha de mala suerte que afectaba a Goodlands. Últimamente parecía que el pueblo era víctima de una maldición. Se habían declarado una serie de incendios en la zona de Badlands[1] (el nombre extraoficial que recibía la única parte del pueblo que podría considerarse realmente desfavorecida), poblada de remolques y caravanas cuyos habitantes subsistían con los desperdicios que desechaban los habitantes de Goodlands más acomodados. Badlands era un escenario desafortunado para un incendio, ya que el servicio de bomberos del pueblo estaba situado en el extremo opuesto de la localidad, junto a la iglesia católica. Una vez avisados y reunidos todos los efectivos para dirigirse a aquel lugar apartado ya poco podían hacer, salvo extinguir lo que quedaba de las ascuas.
En cierta ocasión dos de los remolques habitados explotaron al mismo tiempo. Se incendiaron los sistemas eléctricos, reventaron las tuberías e hicieron que los vecinos se precipitaran a los caminos cubiertos de basura llamando a gritos a la policía. Las llamas se apoderaron de los dos remolques. Uno de ellos pertenecía a una de las pocas buenas familias de aquella zona, los Castle, que tenían cuatro hijos de edades comprendidas entre los dos y los catorce años. El otro no supuso una gran pérdida. Teddy Boychuk era un borracho y un sinvergüenza que apaleaba a su mujer y, según se sospechaba, había violado a su propia hija antes de que ésta se marchara sin rumbo fijo.
Se habían producido otros fenómenos extraños, no tan graves como los incendios pero igual de preocupantes para los más viejos del lugar y los agentes de policía. La cantidad de pequeños accidentes automovilísticos había aumentado durante los últimos dos años, algunos de ellos con consecuencias nefastas, ya que los conductores habían acabado a puñetazos. Los refrigeradores de la cafetería del pueblo, llamada Rosie’s, se habían averiado sin razón aparente, echándose a perder la carne, los helados y la comida congelada de dos semanas en un momento en el que no abundaba el dinero. Cuando Larry Watson acudió al establecimiento al día siguiente para ver qué había ocurrido, descubrió que los refrigeradores estaban desenchufados. Así de sencillo. Larry Watson se echó a reír, pero les cobró el desplazamiento de todos modos. Aunque lo intentaron, ni siquiera pudieron cobrar una indemnización de la compañía aseguradora.
Goodlands estaba pasando por una racha de mala suerte. Algunos de sus habitantes habían empezado a comentar, medio en broma, que el lugar estaba maldito, sobre todo quienes vivían en Badlands. Tras el último incendio, varias familias habían abandonado el lugar, con lo que habían descendido los subsidios de ayuda social. Como decía el alcalde Shoop, «A mal tiempo buena cara» (olvidaba convenientemente que, a raíz de la sequía, muchas de las mejores familias de Goodlands aceptaban limosnas). Aun así la gente estaba intranquila. El fervor religioso había resurgido con fuerza por primera vez en muchos años. Cada domingo, e incluso durante la semana, en las parroquias católicas los bancos se llenaban, y la mayoría de los allí congregados eran desconocidos. La gente estaba nerviosa, intuía que iba a ocurrir algo, aunque desconocía de qué se trataba.
Karen Grange desplazó la caja de Kleenex hacia el borde del escritorio, pero Loreena Campbell no quería pañuelos. «Quiere que la vea llorar», pensó. Las lágrimas que corrían por las mejillas de Loreena caían —de forma muy oportuna, se dijo Karen— en los papeles esparcidos por la mesa de despacho. A Karen también le habían entrado ganas de llorar, pero no se había dejado vencer por la emoción, ni lo haría.
Bruce Campbell estaba sentado junto a su esposa, en silencio, con las manos encima de los muslos, como si estuviera a punto de levantarse. Su rostro no denotaba ninguna emoción y estaba muy pálido. Tenía la mirada perdida en el espacio. Hacía rato que no pronunciaba ni una sola palabra.
Karen no podía decir ni hacer nada más, pues estaba todo dicho. Quedaban un par de documentos por firmar, pero dado que el más importante de ellos, el del embargo hipotecario, se encontraba hecho una bola de papel arrugado en un rincón del despacho, pensó que esperaría hasta que acumulara un poco más de polvo antes de mencionarlo. Tal vez aguardaría unos días y llevaría el resto de papeles a la granja.
—¿No puedes hablar con ellos? —preguntó Bruce de nuevo.
—Me temo que no serviría de nada. —Podía repetir los motivos una vez más, pero le parecía que carecían de sentido.
Intentó no mirar a Loreena. La mujer había empezado a moquear y Karen se preguntaba morbosamente si se sonaría con la manga de la camisa. Bruce permanecía sentado con aspecto de sentirse impotente.
—Tenéis familia en Arizona, ¿verdad, Bruce? —inquirió Karen. Él levantó la mirada.
—¿Arizona? —dijo con expresión atontada. No había sido una pregunta acertada. Arizona no era una tierra agrícola.
Finalmente Karen se puso de pie y notó que le flaqueaban las piernas.
—Podéis salir por la puerta trasera si no os veis capaces de afrontar… —se interrumpió. Era media tarde, la hora del café en un pueblo como aquél. Todos los conocidos de los Campbell estarían dando un paseo o sentados en alguna cafetería tomando algo. Loreena tenía la nariz roja y los ojos vidriosos. El maquillaje se le había corrido y no paraba de moquear. Karen esperaba que aceptaran su propuesta, al menos que lo hicieran por ella.
Loreena se levantó y dijo:
—No, quiero que me vean. Quiero que sepan lo que ha ocurrido. Quiero que sepan lo que has hecho. —Un hilillo de mocos le llegó al labio. Horrorizada, Karen la contemplaba en silencio—. ¡Podrías hacer algo, pero no quieres! —agregó Loreena casi gritando, incapaz de controlarse, al igual que Bruce cuando había golpeado la mesa con el puño.
Karen permanecía inmóvil. Bruce dirigió hacia su esposa la misma mirada vidriosa que había mostrado al oír la palabra por primera vez. «En el principio fue la palabra, y la palabra era embargo hipotecario. Y los cielos se abrieron…».
—Granjas, familias y Crédito Agrícola —espetó Loreena. Era el eslogan de CA. Para horror de Karen, Loreena empezó a cantar la sintonía que sonaba cada hora en el canal siete y el nueve, las dos emisoras locales del condado de Capawatsa: «Crédito Agrícola sabe lo que necesita su familia. Crédito Agrícola forma parte de su árbol genealógico. ¡Conózcanos! Granjas, familias y Crédito Agrícola forman equipo. Crédito…».
—Loreena, por favor —le rogó Karen.
—¡No! ¡No te atrevas a dirigirme la palabra! Eres una arpía despiadada y sin corazón. —Se dirigió a la puerta del despacho de Karen y la abrió.
Jennifer, que estaba en el mostrador de recepción, levantó la mirada. Lo había oído todo. Por suerte el banco estaba vacío, como de costumbre.
Llorando, Loreena atravesó el umbral de la puerta. En realidad sollozaba, porque ya no le quedaban lágrimas que derramar.
Bruce se levantó para seguir a su esposa. Karen le dedicó una mirada comprensiva y le tendió la mano.
—Bruce, si hay algo que pueda hacer a título personal…
Bruce escupió en la alfombra y replicó:
—No, no creo que puedas hacer nada, Karen.
Siguió a su mujer y se las ingenió para cerrar la puerta delantera de un portazo. Tuvo que emplear todas sus fuerzas para hacerlo pero lo consiguió.
El banco quedó en silencio. Karen continuaba de pie delante de su escritorio cuando miró a Jennifer, pero ésta apartó la vista. Era una simple cajera y el dinero de su familia estaba depositado en el banco, a la espera del aviso de rescisión, a la espera de que la finca de su familia, Bilken, se viera abocada al cierre. Sin embargo, ella siempre había pertenecido a la comunidad, había nacido y crecido en Goodlands, Dakota del Norte. Formaba parte de los «nosotros». Karen Grange, en cierto modo, había pasado irremediablemente a formar parte de los «ellos» durante los últimos cuatro años. Se inclinó y cerró lentamente la puerta para evitar la mirada acusadora de Jennifer.
Instintivamente se dirigió a un rincón del despacho y recogió la notificación del embargo hipotecario. La extendió sobre la mesa e intentó en vano alisar el papel con las manos, a pesar de que sabía que al final les entregaría otro impreso. Luego se acercó a la mancha oscura de la alfombra, al disparo de despedida de Bruce. Sacó un par de pañuelos de papel de la caja que tenía encima de la mesa y se agachó para limpiar la alfombra.
Estuvo frotando con los pañuelos, asqueada y profundamente herida. En su primera semana de trabajo en el banco, Bruce Campbell había ido a pedir un préstamo para una cosechadora. En aquella época, Karen era incapaz de distinguir una cosechadora de una excavadora y así se lo dijo.
«Supongo que debería saber para qué autorizo un préstamo», comentó en aquella ocasión a modo de disculpa. En lugar de aprovecharse de su ignorancia, él sonrió amablemente y respondió: «Es la máquina que tiene esa cosa enorme que sobresale y las paletas en la parte delantera que cortan el grano». Giró la mano moviendo los dedos al mismo tiempo.
Ella se había echado a reír y le había preguntado en broma qué era una excavadora. Después de aquel primer encuentro, siempre que veía a Bruce por el pueblo le preguntaba cómo iba la cosechadora.
«Mejor que una excavadora», le respondía él cada vez. Dos inviernos atrás, cuando Karen había estado de baja una semana aquejada de gripe, Loreena la había visitado para ver si necesitaba algo: «Sé que no tienes familia en el pueblo», le comentó amablemente.
Pero ahora Karen iba a dejarles sin la granja.
Apretó el pañuelo y frotó con fuerza la alfombra. Le picaban los ojos pero no los tenía humedecidos por las lágrimas. Lo peor de todo es que estaba habituándose a la situación.
Dejó la caja de Kleenex en su lugar y empezó a recoger los papeles. Pensó que lo hacía no sólo porque era su obligación sino porque tenía que hacer algo, y rápido, para evitar que las emociones que flotaban en el ambiente se apoderaran de ella. Le temblaban las manos. Las unió con fuerza para eludir el tembleque. No podía permitirse el lujo de que aquello le afectara demasiado. No podía implicarse emocionalmente. Era la política de la empresa.
Hasta el último año, Karen se había comportado como una perfecta profesional guardando la distancia precisa en su cargo de directora del único banco de Goodlands, al tiempo que mantenía cierta relación personal con el pueblo. Era toda una personalidad. Era miembro de los comités, participaba en las recaudaciones de fondos, asistía al baile de Navidad, a las fiestas de la primavera y a la barbacoa de los bomberos. Este año se habían suspendido las fiestas de la primavera y era poco probable que la barbacoa recaudara el dinero necesario para el televisor que los bomberos deseaban comprar para el voluntario de guardia. Nadie tenía dinero.
A pesar del cambio que había sufrido la situación, Karen intentaba guardar las apariencias. Seguía representando su papel, siempre vestida adecuadamente, gracias a un ropero muy bien surtido.
Ella era el banco, dentro y fuera de casa, y si el banco estaba pasando por su peor momento, ¿quién iba a saberlo?
Pero en esa profesionalidad rígida habían empezado a surgir fisuras, al igual que en la filosofía de su sucursal bancaria. A pesar de los quince años de experiencia, de las jornadas de reciclaje anuales y de la copia de la Normativa de Crédito Agrícola que guardaba en el primer cajón del escritorio, aquélla era la gente que conocía, la gente con quien vivía en el pueblo, la misma que había hecho que su vida fuera mucho mejor. Ellos la habían acogido, integrándola en la comunidad, y habían conseguido borrar de su mente unos recuerdos valorados en treinta mil dólares. Hasta el primer gran embargo hipotecario, hacía dos años, los habitantes la saludaban amablemente por la calle, se interesaban por su salud, le pedían consejo, la invitaban a cenar y a las fiestas. Ella creía que les había caído bien. Pero se tratara o no de la política de la empresa, quien hipotecaba sus granjas era Karen y no CA.
Bruce y Loreena Campbell no lo hubieran creído, pero Karen había intercedido por ellos. La respuesta a sus buenas intenciones había sido una reprimenda por escrito y la advertencia de que no debía obrar de ese modo. También se añadía que precisamente ella, dada su propia experiencia, debería estar más preparada que los demás para ayudar a la gente en sus «transacciones financieras». «Deberías aconsejar a las personas a partir de tu experiencia personal, sin implicarte emocionalmente —rezaba el texto—, ya que tu compromiso con Crédito Agrícola es continuo». En realidad, Karen trabajaba en CA por lo que su padre hubiera llamado «una burrada de dinero». De hecho, ésa era la razón de su presencia en Goodlands.
No obstante, había intentado ayudar a los Campbell, cuya granja era propiedad de la familia desde 1890. Corrían rumores de que el antepasado más lejano, John Mason Campbell, había pagado a los indios con armas y pieles para que se marcharan y no se detuvo hasta poseer poco más de treinta hectáreas. La finca había aumentado de extensión con el paso de los años y, cuando subió el precio de las tierras, Bruce Campbell vendió parte del terreno, al igual que muchos otros granjeros de la zona. Era una granja familiar.
Karen había ido a visitarles hacía dos semanas y pasó una hora y media en la cocina con Bruce, su hermano Jimmy y Loreena, un rato durante el que intentó aconsejarles, explicarles la situación con palabras sencillas, prepararles para lo que iba a venir sin quebrantar las reglas. Ellos se tomaron la visita como una señal esperanzadora, una muestra de que la situación no era tan nefasta como parecía. Loreena hizo un comentario elogioso sobre el atuendo de Karen. Tomaron café y Loreena le enseñó fotografías de su nuevo sobrino, de la familia que tenían en Arizona.
Karen colocó los papeles, ya ordenados, en el primer cajón del escritorio. Consultó la hora. Eran las dos de la tarde. Los Franklin llegarían al cabo de unos cuarenta minutos. En circunstancias normales habría salido a comer algo y tomar un café, y habría charlado con quien estuviera en la cafetería, pero para entonces los Campbell ya habrían recorrido todo el pueblo.
Tenía la sensación de que hoy no recibiría muchas muestras de afecto. Probablemente todos sabían que los Franklin eran los próximos; en un pueblo pequeño no hay secretos. No le apetecía ser el blanco de las miradas, que se apartarían rápidamente cuando ella intentara mirarles a los ojos. No deseaba ver rostros asustados, sentirse como una paria. Debería haberlo imaginado y haber traído la comida.
Los Franklin iban a ser la quinta familia en sufrir un embargo hipotecario desde el inicio del año fiscal. Podría considerarse un año excepcional, pues no sólo se habían ejecutado los embargos hipotecarios corrientes en un año normal; no sólo se habían visto afectadas las granjas de dudosos recursos, ni las pequeñas ni las mal gestionadas —éstas ya habían sucumbido al principio de la sequía—, sino que empezaban a sucumbir las verdaderas granjas, las fincas familiares, los negocios boyantes que en ciertos casos llevaban décadas funcionando.
Sólo quedaban en pie algunos granjeros listos, que habían conservado los terrenos durante un siglo no por una cuestión de suerte, sino porque habían planificado todos los movimientos, porque tenían planes comerciales, empleaban recursos y estudiaban la situación para llevar la delantera a los demás. Ellos poseían las granjas con recursos y apoyos. Si existían fincas capaces de soportar varios años malos, sin duda eran éstas. Aguantaban hasta el final. La de los Campbell y la de los Franklin eran granjas de esta clase: una especie de testamento de lo que estaba ocurriendo en Goodlands.
En cierto sentido aquélla era su gente. Estaban allí cuando ella llegó por primera vez hacía ocho años. Se habían tomado la molestia de procurar que se sintiera a gusto, la habían acogido para que formara parte de la comunidad. En realidad, era la primera vez que había sentido que pertenecía a algún lugar.
El año pasado se habían producido seis embargos hipotecarios o quiebras, todos ellos de fincas de tamaño mediano excepto una grande, y todas de propiedad familiar. El año anterior se habían contabilizado cuatro. Todas eran víctimas de la sequía, la mala planificación y la falta de un buen seguro. Si Karen no estaba equivocada, antes de final de año era muy probable que cayeran otras tres, lo cual resultaba alarmante para un pueblo del tamaño de Goodlands. Los beneficios eran desalentadores y, si la situación no mejoraba, ella y Goodlands pronto quedarían sin banco. Su trabajo consistía en obtener beneficios y este año iban a brillar por su ausencia. La dirección tal vez le concediera un plazo de un año para recuperarse, quizás algo más si llovía en Goodlands este verano y se iniciaba un período de recuperación. Por supuesto, no perdería el trabajo, pero la trasladarían, obligándola a marcharse de Goodlands. Y aunque era poco probable que el pueblo la echara de menos, ella sí que añoraría Goodlands.
Oyó que alguien llamaba a la puerta. Consultó la hora, eran las tres menos cuarto.
—¿Sí? —preguntó con voz queda, y su corazón empezó a latir con fuerza.
—Han llegado los Franklin —anunció Jennifer, que abrió la puerta.
Karen se levantó y salió a recibirlos. Jessie Franklin esbozó una sonrisa esperanzadora. Leonard iba tras ella, oculto en cierto modo por su voluminosa esposa, pues estaba embarazada.
—Oh, por favor, siéntate Jessie —dijo Karen. Leonard dio un paso hacia delante y Karen vio que llevaba en brazos a su hija de tres años. Así que habían traído a Elizabeth. Los tres iban muy arreglados para ver a Karen, «la banquera». Se le partió el corazón. Hubiera querido que se la tragara la tierra, cerrar la puerta y esconderse detrás de la mesa de despacho. Quería irse a casa.
—Leonard, ¿qué tal? —saludó y mantuvo la puerta abierta para que entraran. Al pasar, él le puso la mano en el hombro con delicadeza para que ella entrara primero. Karen se sintió desfallecer. Había sido un gesto sencillo, amable. Rodeó la mesa rápidamente y se sentó en la silla. Le picaban los ojos de nuevo y parpadeó para ahuyentar las lágrimas, pero volvió la cabeza para que no lo vieran. Leonard dejó a Elizabeth junto a la silla de su madre y le acarició la cabeza con cariño. La niña se quedó entre los dos, con una sonrisa tímida en el rostro y el dedo pulgar en la boca.
Karen tiró a propósito de los puños de su traje color crema. Estaba bastante usado, pero era un diseño de Liz Clairborne. Era su preferido. Recompuso el semblante y superó aquel momento de debilidad.
Sonriendo, les dio las gracias por haber venido. Dijo «hola» a Elizabeth y le comentó a Jessie que tenía muy buen aspecto, después de lo cual le preguntó para cuándo esperaba el bebé. Dentro de dos meses.
¡Oh, cielos!
Percibió la mirada de Leonard cuando el silencio se apoderó del despacho, entre el intercambio de frases corteses y la verdadera razón de su presencia en el banco, que estaba en sus ojos. Él lo sabía. Parecía tenso, afligido. Jessie jugueteaba con Elizabeth, evitando mirar a Karen. Ambos lo sabían. No iba a resultar más duro de lo necesario. Ellos le facilitarían las cosas.
Karen se levantó, cerró la puerta del despacho y volvió a su sitio.
—Leonard, Jessie, cuando fui a visitaros el otro día, tenía información… —empezó a decir.
En el exterior el sol brilló altanero durante el resto del día. Para cuando Karen volvía a casa en coche al final de la jornada, la temperatura era de unos veintiséis grados centígrados. El sol no iba a ocultarse hasta casi las diez de la noche. Estaban a mediados de junio. Los días más largos del año habían empezado.
Karen Grange había llegado a Goodlands procedente de Minneapolis, por cortesía de Crédito Agrícola. Aunque en aquellos momentos era imposible que lo supieran y tampoco les importaba, con el traslado le habían salvado la vida.
En realidad se trataba de una especie de castigo, un destierro a una zona rural por haber cometido un error imperdonable. Karen Grange, directora de sucursal, gestora del dinero de otras personas, concesionaria de créditos, se había visto envuelta en lo que en la oficina consideraban «un problema muy grave», es decir, un problema de dinero.
Antes de llegar a Goodlands, Karen había dirigido una pequeña sucursal de la ciudad. No le gustaba hablar de la época anterior ni pensar en ella, pero sabía que estaba implicada en el problema. Antes de Goodlands, antes de los ocho años de preciosos paisajes rurales, de granjas de trigo y cebada, de cielos abiertos y atardeceres que se prolongaban durante horas, antes de que alquilara una casita en las afueras del pueblo conocida por los vecinos como «casa Mann», antes de aprender sobre las distintas temporadas, cosechas y plantaciones y de conocer a los vecinos e interesarse por el jardín, los niños, el marido y la salud (en este orden), antes de aprender a esperar pacientemente en la cola del colmado mientras Peggy acababa de explicar a Chimmy que había tejido una colcha de punto para el bebé de los Houston (y a continuación preguntar amablemente por el bebé), Karen había vivido en el centro de la ciudad, en un bloque de apartamentos que estaba por encima de sus posibilidades. Poco a poco, con calma y eficacia se había ahogado bajo un grueso manto de deudas.
Poco después de que ascendiera de categoría, de cajera a responsable de créditos, la habían animado a que utilizara los servicios del banco. Solicitó un pequeño crédito para comprar un coche. Las cuotas eran bajas, ganaba un buen sueldo y tenía perspectivas de ganar más cada año. Aquello le sirvió de justificación para mudarse a un apartamento mejor. Luego descubrió las ventajas del crédito abierto. Muebles, toallas, ropa de cama, lencería, utensilios de cocina, electrodomésticos, todos ellos aceptaban el pago aplazado imposible de realizar en los artículos de baja calidad. Solicitó tarjetas de crédito. Al principio limitó su empleo a lo que realmente necesitaba. Cuando alcanzó el límite de la primera tarjeta, se tomó un respiro y se asustó al ver lo que contenía el armario de su habitación. La línea entre la necesidad y el capricho era borrosa. En el fondo del armario tenía un jarrón de cristal tallado que ni siquiera había sacado de la caja. Tenía un paquete sin abrir de siete sujetadores y medias, uno para cada día de la semana, que compró para regalar a una amiga y que luego decidió que resultaba inapropiado, tanto para la amiga como para ella. Había juegos de cama y toallas: exquisitas, suaves, y tan absorbentes que para secarse bastaba con envolverse con una de ellas. Había un abrigo largo de cuero que pesaba demasiado para la percha por lo que se había caído y se había quedado en el suelo del armario. No abrigaba lo suficiente para el crudo invierno de Dakota del Norte, abrigaba demasiado para el verano y era muy delicado para la inestable primavera. Así pues sólo podría llevarlo un par de meses al año.
Aquel día, al abrir la puerta del armario y ver los productos de su crédito tirados por el suelo, experimentó el primero de los muchos sobresaltos que la sobrecogerían. Algo estaba fallando y tenía que arreglarlo. Y así lo hizo, la primera vez.
Tardó un año en pagar las deudas. Fue un año de privaciones, de pagar en efectivo, de comprar en las rebajas. Pero consiguió pagar los muebles, las toallas, las sábanas, el juego de ropa interior y los innumerables artículos que atestaban el apartamento. Cuando los hubo pagado, tenía que celebrarlo, así que decidió comprar una chuchería. Al volver la vista atrás, le pareció que había resultado fácil liquidar sus deudas. En realidad no le había costado nada, y seguía teniéndolo todo.
El año de sacrificio le había pasado factura y Karen celebraba con frecuencia el fin de su celibato financiero. Le costó la mitad de ese tiempo agotar de nuevo el límite de su tarjeta.
No necesitaba que ningún psiquiatra le dijera por qué compraba. No habría gastado dinero en recurrir a los servicios de ninguno, ni siquiera en el caso de que tuviera esa cantidad. Cualquier revista femenina le habría dado la respuesta por cuatro dólares, sobre todo en las ediciones correspondientes a la temporada de compras de otoño y primavera.
Toda una vida de sacrificios, de crecer con unos padres incapaces de hacerse cargo de sus cuestiones monetarias, tan pobres que lo más nuevo que llegaba a su casa era el último aviso de los acreedores.
Lo que le atraía eran los artículos nuevos; el aspecto, tacto y olor de las cosas nuevas, en las que todavía se percibían las emanaciones de la fábrica y se apreciaban las huellas dactilares de los trabajadores mal pagados que las habían fabricado; en las que, si lo deseaba, podía conservar esa sensación de novedad dejándolas en las cajas, sacándolas para admirarlas y acariciarlas, para luego dejarlas de lado, sin estrenar, con la etiqueta del precio, sin rebaja. Le gustaba pagar el precio más alto posible. Le atraía la sensación de estar en una tienda, ver algo y desearlo con todas sus fuerzas, y tener el poder de comprarlo y llevarlo a casa. Era el escalofrío que le recorría la espalda al pasar las manos por materiales tan finos y delicados que parecían estar a punto de desintegrarse. Le gustaba hojear los catálogos de venta por correo de las boutiques de ciudades lejanas; la emoción de cumplimentar el pedido, de dar su número por teléfono, de pedir algo «urgente» para tenerlo al día siguiente al volver del trabajo.
El aspecto que le daba la ropa que adquiría la convertía en una Karen totalmente nueva. «Alta, esbelta y morena» eran sus puntos fuertes. La ropa, las prendas de calidad, le quedaban tan bien como a las modelos de las revistas. Aunque la belleza de Karen era más serena que la de las modelos, aquella ropa la situaba a la misma altura. Su pelo oscuro resaltaba la palidez de su piel, que brillaba con tonos cremosos y blanquecinos, y los colores terrosos y fuertes eran sus preferidos. Sus grandes ojos pardos quedaban equilibrados por una nariz pequeña y recta. Su atractivo era de los que podían pasar inadvertidos durante años para, de repente, ser apreciado en todo su esplendor. Los hombres no volvían la cabeza a su paso pero un día, durante la cena, se encontraban mirándola fijamente. «Eres muy hermosa», le decían.
«Es la chaqueta», respondería ella, convencida. Según Karen, la ropa era lo que otorgaba identidad a una mujer. Por eso la compraba.
Tardó tres años en meterse en problemas serios. Fue después de un año de solicitar tarjetas nuevas para utilizar una u otra en la batalla ya tan familiar para los compradores como el pitido de la caja registradora. Entonces extendía cheques y «olvidaba» escribir la fecha, introduciendo el cheque equivocado en el sobre correcto.
Los «problemas serios» fueron un litigio y la amenaza de un embargo de sueldo. Para entonces, gracias a las tarjetas, los cheques, los alquileres con opción a compra y los pagos a plazos, había contraído una deuda de más de treinta mil dólares.
De ahí que recibiera la carta de la sede central de CA, notificándole que la «ascendían» a la sucursal de Goodlands a modo de castigo. Y en Goodlands, Dakota del Norte, donde casualmente no había nada que comprar, encontró su hogar. No tuvo que dejar muchas cosas en el camino. Al fin y al cabo, se llevó todo lo que había comprado.
La casa de Goodlands era bastante más grande que el apartamento de Minneapolis. Se trataba de una granja, nueva según los criterios de Goodlands, pero había sido reconstruida varias veces a partir de la choza de una sola estancia que debió de ser en un principio. Desde entonces el terreno se había ido parcelando y vendiendo hasta que sólo quedó una pequeña finca de poco más de una hectárea, en la que se conservó un manzanal un tanto alejado de la parte posterior de la casa y el patio. Los últimos inquilinos habían adornado el patio con un lustroso césped y un jardín decorado con piedras del que Karen no se ocupaba demasiado. Aparte de una preciosa bomba de mano pintada de rojo, cortesía también de los anteriores inquilinos, el patio posterior de la casa estaba vacío. Era una amplia extensión abierta que Karen también descuidaba.
Sin embargo, a la casa le faltaba algo, algún detalle que la convirtiera en su hogar.
Cuando Karen estudiaba en el instituto, su familia se mudó a una zona de la ciudad que era incluso peor que la que dejaban atrás.
Anteriormente vivían en una casa de un barrio obrero. Sobrevivían con el sueldo día a día, al igual que la mayoría de los vecinos. En aquella época, su padre trabajaba en una fábrica que se dedicaba a la manufactura de armazones de plástico para ordenadores. Cuando perdió el empleo, tuvieron que abandonar la casa. Era de alquiler, pero había sido el hogar de Karen durante doce años.
Cambió de instituto y la familia se mudó a un piso situado en el centro de la ciudad. Estaba en un quinto y carecía de ascensor. La ventana del dormitorio de Karen daba a un callejón. Si miraba justo delante, veía el dormitorio de dos niños que vivían en el piso contiguo. Conservaba las cortinas de la anterior casa y siempre las tenía corridas.
Por aquel entonces empezó a pensar en una vida mejor. Acompañada por el ruido de los vecinos, los coches y los perros que oía por la ventana incluso estando cerrada, soñaba con un jardín grande y tranquilo y con la familia que formaría algún día, sentada en el césped sobre una manta blanca e impoluta, compartiendo la comida de una cesta de picnic bien surtida.
Siempre aparecían un hombre y dos niños. Los imaginaba vagamente y en distintas situaciones, pero el jardín era siempre el mismo: amplio, extenso, verde y florido, y contaba con una glorieta. A veces, en sus sueños, Karen bailaba con su hombre en la glorieta, acompañados tan sólo por el sonido de sus tacones en el suelo mientras se balanceaba entre sus brazos. A pesar de que, con el paso de los años, era cada vez más consciente de que se trataba de una imagen romántica e ingenua, la sensación de limpieza, calidez y novedad que le transmitía nunca la abandonaría.
Durante el primer verano que pasó en Goodlands encargó una glorieta.
«¿Una qué?», fue la reacción de George Kleinsel, el carpintero que contrató siguiendo los consejos de una mujer del pueblo para que construyera el pequeño edificio que daría el toque final al jardín. Karen se lo dibujó con todos los detalles, como la arcada con decoración recargada y los pilares blancos, y la barandilla baja que le gustaba rodear. Por supuesto, el eco de los zapatos de tacón bajo el techo entablillado inspiró el suelo de cemento.
Como había prometido, George se presentó en su casa con Bob Garfield a las ocho en punto de la mañana del sábado siguiente para levantar la glorieta durante el fin de semana. George dijo que no tardarían más de un par de días. «La pintura va aparte», le informó con el omnipresente cigarrillo entre los labios.
La glorieta no se levantó en el tiempo previsto, pero no fue por culpa de George.
Karen recordaba el día como una sucesión de escenas, vívidas pero incompletas. Recordaba estar apoyada en la barandilla del porche con una taza de café, dispuesta a pasar el día observando a los hombres trabajar en la imagen que la había acompañado tantos años. Recordaba haber bromeado con George sobre el legendario estado ruinoso en que se encontraba la casa de éste.
—George, dicen que tu mujer aún no tiene puerta en el cuarto de baño —le comentó. George, esbozando una sonrisa, asintió y se sonrojó.
—Oh, sí, la haré un día de éstos —le respondió él.
—Llevas diez años diciendo lo mismo —repuso Garfield.
—¿Para qué narices necesita una puerta? ¿Es que va a hacer algo secreto ahí dentro?
Luego los tres siguieron comentando lo del techo, la uralita caída en el patio, y al camión desarmado que George guardaba detrás del garaje.
Aquella mañana hacía calor, el verano estaba muy próximo. A las diez los hombres ya estaban sofocados. Vestían monos, iban en mangas de camisa y trabajaban a pleno sol sin cubrirse la cabeza.
Pasaron gran parte de la mañana haciendo lo que George llamó «cosillas»: medir, marcar, añadir números y líneas al dibujo de la glorieta que Karen les había proporcionado. Eran casi las once cuando pusieron en marcha la excavadora y empezaron a horadar la tierra.
Siempre que recordaba aquel día, lo cual hacía con frecuencia, Karen tenía la sensación de que a partir de ese momento todo había transcurrido mucho más despacio de como fue en realidad. Ella estaba en el porche ataviada con una camiseta y unos pantalones vaqueros, mientras George maniobraba la excavadora provisto de unos auriculares para protegerse los oídos, y Garfield estaba detrás de él gesticulando para darle instrucciones o fumando de pie, apoyado en una pala, la pose clásica de un hombre trabajando. La máquina zumbaba frenéticamente. Se oyó el chirrido del metal en la tierra, de metal sobre metal, y finalmente el sonido claramente audible del metal en contacto con algo distinto.
Garfield movió los brazos como un guardagujas en una estación de tren. George, que no le entendía, tan sólo negaba con la cabeza, el rostro rojo de impotencia, señalando los auriculares. Garfield apuntó desesperadamente a algo en el suelo, intentando hacerse oír por encima del ruido del motor. Karen estaba bastante alejada de la máquina pero oyó parte de lo que decía.
—¡He dado con algo! —exclamó—. Hay un animal…
Karen dejó la taza en la barandilla del porche y bajó las escaleras con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, dirigiéndose hacia los hombres mientras George apagaba el motor de la máquina.
Al cabo de unos segundos, se produjo un repentino silencio.
Garfield, que había palidecido bajo el brillante sol de la mañana, señaló la enorme hendidura del suelo, inclinándose, dando la impresión de no querer dar los dos pasos necesarios para acercarse más.
De pronto dijo:
—¡Hay una maldita calavera! ¡Una maldita calavera humana!
George abrió los ojos desorbitadamente e inclinó la cabeza para mirar.
Karen se detuvo en seco. Desde donde se encontraba sólo distinguía algo blanco, quizá gris, que desaparecía en la tierra oscura, rodeada de hierba verde. En realidad, no veía nada.
—¡Cielo santo! —exclamó George, que se agachó con cuidado sin acercarse más al lugar que señalaba Garfield. Volvió la cabeza y miró a Karen—. Será mejor llamar a Henry —dijo. Henry Barker era el sheriff. Karen no se movió—. Vamos, señorita Grange. Es lo que ha dicho que es.
No fueron tanto las palabras que George pronunció cuanto la forma de decirlas lo que hizo que Karen regresara a casa aturdida, marcara el número y explicara lo ocurrido para después, todavía perpleja, salir de nuevo al jardín sin acercarse un solo centímetro más que antes al lugar de los hechos.
El fin de semana supuestamente dedicado a la construcción de la glorieta se convirtió en más de dos semanas de trajín de máquinas despedazando su jardín en busca de más cadáveres. Al parecer, se trataba de una mujer, que llevaba muerta muchos años. Un forense de la ciudad afirmó que llevaba muerta quizá más de cien, con lo que todo el mundo se hizo a la idea de que había un cementerio bajo el jardín de Karen. Durante esas dos semanas rastrearon el terreno concienzudamente, pero no encontraron más cadáveres. Abrieron todo el jardín y la propiedad adyacente, que ya no pertenecía a los ex propietarios de la casa. La zona adoptó el aspecto de una obra de viviendas en construcción antes de que concluyeran que la mujer había sido enterrada sola, por razones desconocidas.
El forense estimó que la mujer tenía entre diecinueve y treinta años de edad. Nunca había dado a luz y era pelirroja o castaña. Esta última información procedía de varios cabellos que macabramente seguían colgando de la calavera. El pelo era lo que más irritaba a Karen, porque hacía que imaginara más claramente el horrible hallazgo.
La identidad de la mujer nunca llegó a confirmarse. En la tierra encontraron restos de tejido supuestamente pertenecientes a su ropa, pero ningún documento ni joyas. La calavera conservaba algunos dientes pero, dado que a finales del siglo pasado no existían los informes dentales, sólo sirvieron para hacer una estimación de la edad. Tampoco disponían de pistas reales sobre la causa de su muerte. No había marcas en los huesos.
Los vecinos no dudaron en acudir para preguntar qué había sucedido. George, Garfield y Karen se convirtieron en las celebridades de la localidad durante un tiempo. Los dos hombres disfrutaban explicando una y otra vez cómo se había producido el descubrimiento. Garfield había sido el primero en verlo, pero fue George quien se dio cuenta de la importancia del hallazgo y había instado a Karen a llamar a la policía.
—Le dije: «Será mejor llamar a Henry», y ella se quedó ahí, muy asustada, ya puedes imaginar. Por eso insistí: «Vamos, señorita Grange», y entonces reaccionó.
Se especuló sobre la posibilidad de que la mujer hubiera muerto repentinamente, dado que no se encontró ningún ataúd ni restos de él. No había forma de demostrar que la hubieran asesinado, pero eso era lo que se rumoreaba en el pueblo, incluso después de que el jardín recuperara su estado original, incluso después de que se construyera la glorieta.
Las habladurías fueron cesando lentamente, aunque de vez en cuando aún se comentaba el tema. Solían preguntar a Karen si su casa estaba encantada. Ella siempre sonreía con educación y respondía que oía ruidos extraños por la noche, pero que estaba convencida de que eran las cañerías.
La verdad es que todo aquello había incomodado a Karen. Hasta entonces, se encontraba muy a gusto en la casa, como si abandonar la ciudad hubiera cambiado algo en su interior, como si sintiera que Goodlands siempre había sido su hogar, el hogar al que había regresado, y la ciudad tan sólo constituyera un pequeño recuerdo desagradable. Pero tras aquel terrible incidente esa sensación había desaparecido.
Intentó analizar la situación con perspectiva. Cuando la glorieta llevaba construida un mes, durante el que sólo se atrevió a rodearla por fuera, decidió sentarse en su interior.
Se sirvió un vaso de vino y se lo llevó a la glorieta. Las zapatillas de deporte que calzaba apenas resonaban en el suelo de cemento, que George había colocado con cuidado pero de un modo apresurado. No se oía el taconeo, el hombre de sus sueños no la balanceaba al bailar.
Ocurrió sobre las nueve de la noche. El sol se ponía en el oeste y ella se apoyó en la barandilla para contemplar el atardecer. El cielo estaba limpio y hermoso. El sol parecía una bola de fuego que otorgaba un brillo anaranjado a la noche. Pequeñas nubes esponjosas recorrían el horizonte fugazmente.
Reinaba un silencio absoluto. A esas horas de la tarde había pocos coches: los que pasaban iban de camino a Clancy’s, el club situado a las afueras del pueblo. El sonido de los grillos sólo se oía cuando lo traía la brisa.
Karen permaneció en la glorieta de espaldas a la casa. Bebió un sorbo de vino y se relajó ante el panorama, al tiempo que los sonidos propios del exterior se fundían para acabar integrándose en el silencio.
Pasó así varios minutos, dejando que su mente divagara, sintiéndose satisfecha con aquella pequeña construcción.
Pero esa agradable sensación sólo duró unos minutos.
La luz aún no había dado paso a la oscuridad, pero de repente le pareció que no veía nada. Entrecerró los ojos para distinguir algo en la brusca negrura y frunció el entrecejo. A medida que la oscuridad se apoderaba del entorno, los sonidos nocturnos se acercaban a ella. De no ser porque estaba apoyada en la barandilla, le habría parecido que se encontraba en medio del campo.
Intentó apartar aquellos pensamientos bebiendo un poco más de vino pero, al hacerlo, tuvo la sensación de que no estaba sola.
Se sintió ridícula y dirigió la mirada hacia la casa, pero estaba demasiado oscuro para distinguirla. Parecía haber desaparecido, como si se la hubiera tragado la tierra.
Sintió frío.
Karen vestía ropa ligera, puesto que era julio. Sin embargo, se había levantado una brisa y notó que ésta le acariciaba las piernas, cubiertas en parte por los pantalones cortos, y le atravesaba la tela de la blusa. La brisa le rozaba la cara y se sintió inquietantemente desnuda.
Empezó a pensar en la mujer, en cómo había muerto. En ese momento Karen tuvo la certeza de que su muerte se había producido en circunstancias dolorosas. Era consciente de que estaba asustada, pero no podía alejar esa idea de la cabeza. Imaginó el rostro de la mujer, retorcido por el terror mientras algo invisible se abatía sobre ella; su cabellera castaña era arrastrada desde atrás, haciéndola caer al suelo mientras sus pies se deslizaban por el campo, húmedo y fangoso. Incluso creyó oír sus alaridos.
De repente, aquella imagen la asaltó con tal viveza que se vio obligada a dejar de pensar en ello. No obstante, la paz y el goce de lo que había disfrutado habían desaparecido. Se estremeció y volvió la mirada atrás. Por supuesto, no había nada pero para entonces ya le resultaba imposible controlar el miedo que sentía.
Karen bajó de la glorieta y se dirigió rápidamente a la casa. Mientras se acercaba a ésta, se sintió aliviada al ver que no había desaparecido, que ella no se encontraba en medio de un campo desierto, aunque aquel pensamiento resultaba ridículo.
Cerró la puerta tras de sí y dejó el vaso sin terminarse el vino.
Mucho más tarde volvió a mirar por la ventana de la parte posterior. Estaba oscuro. Había pasado una hora desde su salida al exterior. En la casa hacía calor, no frío. Al fin y al cabo era verano.
Desde entonces raramente entraba en la glorieta, y menos si era de noche.
Pero la imagen de aquella mujer y las circunstancias de su muerte no dejaban de acosarla. Nunca llegó a descubrirse su identidad y sus restos fueron enterrados en el cementerio católico con una lápida numerada.
Karen no dejó de pensar en ella hasta que la lluvia de rumores cesó y la sequía se apoderó del lugar.
Vida Whalley salió de la casa a hurtadillas, internándose en el camino oscuro y sucio que pasaba por delante. No estaba iluminado. De hecho, sólo había tres farolas en la zona de Badlands: una al comienzo del camino que conducía al resto del pueblo, otra en el extremo de la zona que llevaba a la interestatal y otra delante del parque de remolques. Esta última era fácil de evitar si se deseaba, bastaba con pasar por la parte trasera. Había que recorrer una zona de arbustos, sumamente enfangada, durante la estación lluviosa. Estaba situada entre la casa de Vida y el aparcamiento de caravanas. Por suerte para Vida, hacía mucho tiempo que Goodlands no había tenido estación lluviosa.
Esta noche, no se dirigía al parque de remolques. Cruzó el camino y se internó en el peligroso terreno de los Larabee. Luego tomaría un atajo por el patio del Francés. Los Larabee tenían dos perros feos, que no eran peleones como los de su propio y viejo padre, sino obesos y perezosos, pero que podrían ladrar y delatarla. Al igual que todos los perros de Badlands y de Goodlands, estaban sueltos. Pero ella les llevaba un suculento regalo: un par de conejos que, suponía, habían sido una monada. Sin embargo ahora ya estaban muertos, el viejo los había matado para la cena de mañana, o tal vez para tomar un tentempié cuando llegara a casa esa noche, borracho, malhumorado y hambriento. Probablemente le ordenaría a gritos que se levantara de la cama y los cocinara esa misma noche. Lástima que ya no estarían. «¿Qué conejos, papá?». Lástima.
Empezó a llamar en voz baja a los perros de los Larabee.
—Venga, Cashus. Venid, perritos. Digby, Cashus —susurró. Oyó que empezaban a gruñir, hasta que percibieron el olor de los conejos que llevaba en una bolsa de plástico del colmado. El fondo de la bolsa tenía un agujero. Sostuvo la bolsa delante de ella.
En el interior de la casa de los Larabee había una luz encendida, pero provenía del otro extremo, del dormitorio. Los perros se acercaron todavía gruñendo, pero sentían curiosidad por aquel olor familiar y tentador. Se aproximaron más sin ladrar.
Reconocieron a Vida y Cashus empezó a menear la cola. Era un poco más cariñoso que Digby, aunque no eran más que un par de animales estúpidos.
Lanzó la bolsa y los perros se dirigieron hacia ella, husmeándola con la cabeza gacha. Se abalanzaron sobre la bolsa y empezaron a desgarrar el plástico. Vida pasó junto a ellos.
—Perros estúpidos —murmuró con la misma voz cariñosa y queda. Cruzó el patio y entró en los terrenos del Francés para luego internarse en los arbustos, mientras oía a los perros gruñendo en su disputa por hacerse con la cena de su padre. Sonrió al pensar que era como en su casa.
A pesar del intenso calor, Vida llevaba la cabeza cubierta. Lucía una gorra de béisbol en la que se recogía el cabello largo y oscuro con ayuda de gomas elásticas y horquillas. Iba enfundada en una amplia camiseta negra de su hermano mayor. Había tenido que cogerla del montón de ropa sucia tirado en el suelo de su habitación y apestaba. Los vaqueros que llevaba puestos también estaban sucios, pero por lo menos eran suyos. En uno de los bolsillos delanteros sobresalía la caja de cerillas Redbird que había cogido de la cocina y que dejaría en su sitio más tarde. Tenía muchas horas por delante antes de que sus hermanos, su padre y la zorra con que éste salía regresaran de Clancy’s. Nunca llegaban a casa antes de que los echaran o dejaran de servir copas. Como acababan de volver a permitirles la entrada desde la última vez que habían causado disturbios, seguro que se comportarían. Tenía mucho tiempo. No eran más que las diez y media. Había esperado a que oscureciera por completo. Era importante que no la vieran o, al menos, que no la reconocieran. Por eso llevaba la gorra y la camiseta de su hermano. Además, al ser de baja estatura —medía poco más de metro cincuenta— confiaba en que si era necesario podía acurrucarse en un rincón y ocultarse en la oscuridad. Nadie la vería. Nadie la había visto jamás durante sus excursiones nocturnas.
Las ramas y las hojas secas crujían a su paso, se le adherían a las perneras y a los calcetines y le arañaban los brazos, puesto que era la única parte del cuerpo que llevaba descubierta. Profería maldiciones cuando sentía dolor. De vez en cuando se detenía para recoger alguna rama y trozos de madera. Le quedaba mucho camino por recorrer entre los arbustos hasta llegar a su destino. La camiseta apestaba. Intentó respirar mirando hacia arriba.
Alrededor de Goodlands no se extendían demasiados terrenos con matorrales, dado que en su mayor parte se trataba de llanuras para labranza. No obstante, la zona de arbustos parecía estar estratégicamente situada, ya que separaba Badlands del resto del pueblo. Al cabo de diez minutos de arañazos y zarpazos, Vida salió de la maleza y se internó en el amplio cebadal de Ed Kramer, aunque, por supuesto, no había cebada. Ed Kramer había perdido la finca el año anterior y llevaba ocho meses abandonada. Era propiedad del banco. Desde que se inició la sequía, el banco poseía gran cantidad de tierras en Goodlands y a Vida eso no le importaba. No sentía ningún apego hacia Goodlands.
Por otro lado, Goodlands tampoco sentía apego alguno hacia los Whalley. A Vida la consideraban la mejor de la familia, pero en ocasiones la gente añadía que era la mejor «por ahora». Con eso insinuaban que hasta el momento no se había metido en tantos líos como los demás, pero… sólo era cuestión de tiempo. Por eso afirmaban que era la única Whalley buena, aparte de un Whalley muerto, ja, ja, ja. Los Whalley eran como una plaga para el pueblo: bebían, reñían, robaban y causaban problemas año tras año. Vida era el miembro más joven de la familia residente en el pueblo. Tenía muchos hermanos mayores en quienes inspirarse, aparte de su padre, el patriarca de los Whalley, residentes en Slum View Road[2] que en los archivos municipales constaba como Plum View Road[3]. Las «vistas» en cuestión eran al vertedero de basuras y a varios kilómetros de tierra rocosa y baldía. Cuando la gente del pueblo se veía obligada a dirigirle la palabra por cortesía, lo cual a menudo implicaba quitarle dinero, más de una persona le había preguntado con sorna cómo se veía el panorama desde su calle. Acto seguido, acompañaban su ocurrencia con una risa ahogada y quizá guiñaban el ojo a algún compinche. Más de uno de los viejos del pueblo hacía tales comentarios sin apartar la vista de su cuerpo menudo pero bien formado. Entonces ella sonreía como si tuviera clavos en la lengua y decía amablemente: «Bien, gracias». Luego, esa misma noche, si le apetecía, quizás abriría la puerta del gallinero del hombre para permitir la entrada de los zorros hambrientos. Así pues, no podía decirse que los Whalley y el pueblo de Goodlands se apreciaran mutuamente.
En el extremo opuesto del campo había un cortavientos, de unos ochenta años de antigüedad, formado por unos treinta álamos enormes, casi todos muertos y más secos que un palo.
—Bien —murmuró Vida. Caminó tranquilamente, despreocupada ante la posibilidad de ser descubierta, a campo traviesa en dirección a esa zona.
La finca de Ed Kramer se encontraba a algo más de diez minutos del pueblo. El vecino más cercano también se llamaba Ed, el viejo Ed Gordon, que vivía en un pequeño terreno fronterizo de apenas una hectárea y media. Ed Gordon tenía al menos noventa años de edad, por lo que Vida suponía que no la perseguiría. Como de costumbre, había escogido bien.
Para cuando llegó a la arboleda, Vida llevaba una brazada de pequeños troncos y ramas. Canturreó una melodía mientras amontonaba las ramas muertas bajo el árbol central del largo cortavientos. Arrastró un tronco hasta uno de los árboles situados en el extremo y lo colocó encima de unos arbustos. Actuaba con eficacia, tomándose el tiempo necesario. Tenía varias horas por delante. La hierba que había crecido al pie de los árboles estaba muy seca. Tendría que ir con cuidado.
—Calla, niña, no digas nada… Mamá te comprará un ruiseñor…
Extrajo la caja de cerillas del bolsillo y la abrió. Las cerillas Redbird se «encendían en cualquier lugar», pero ella utilizó la banda rugosa del lateral de la caja. La cerilla chisporroteó y se encendió.
Se inclinó y colocó la cerilla en posición vertical, entre la leña. La llama ardió con más fuerza al consumir por completo la varilla. Encendió otra y la situó en el otro extremo de la pila. Luego otra más bajo la rama más alejada.
Después de esto, los acontecimientos se sucedieron con rapidez.
La hierba prendió primero y las llamas se propagaron, formando un arco alrededor de la base del árbol. La hierba encendió la leña. El tronco tardó más en prender, pero para entonces la hierba ya estaba ardiendo. Cuando Vida se volvió, el árbol ya flameaba. Grandes brazos de fuego ascendían por el tronco como si intentaran escapar.
A Vida le encantaba el crepitar del fuego, sobre todo el chisporroteo que producía la madera. Admiró su obra. Los incendios forestales eran impredecibles. Siempre le había sorprendido el pensar que alguien podía provocar un incendio en su casa con sólo dejar un cigarrillo en un cenicero, cuando a veces resultaba tan difícil hacer una hoguera en un horno con leña, madera seca y una caja entera de cerillas. Los incendios forestales resultaban impredecibles, pero eran los mejores. También eran los que mejor olían. Ya casi no percibía el nauseabundo olor de la camiseta de su hermano. El humo se apoderaba de todo por momentos. Deseó que soplara algo de viento, aunque afortunadamente corría una ligera brisa. Últimamente todo había estado muy tranquilo.
El sonido de los remolques al arder no había sido tan bueno, pues había consistido en su mayor parte en silbidos y pequeñas detonaciones. Además, ardían lentamente y el olor que despedían era parecido al de las sustancias químicas. Sin duda la madera era lo mejor, con su olor característico y el crepitar de los troncos.
Cuando vio que la espiral de humo se elevaba como la torre de una catedral, comprendió que debía marcharse. La verían desde el pueblo. Quizás alguien ya había avisado a los bomberos y éstos se disponían a cargar el camión. Si permanecía allí no tardaría en oír las sirenas. Pero podía oírlas desde casa.
El aire se hizo más denso y el calor se intensificó. Sin embargo, era reacia a marcharse.
Se volvió y echó a correr alegremente. Deseó llevar el pelo suelto para sentir cómo se balanceaba y le acariciaba la espalda.
—¡Si ese ruiseñor no canta, mamá prenderá fuego a tu payasito!
Tomó el camino más largo evitando pasar por la finca de los Larabee porque esta vez no tenía nada para los perros.
Nadie la vio. Cuando oyó la sirena del único coche de bomberos del pueblo, ya estaba en su dormitorio mirando por la ventana cómo el humo formaba remolinos en el cielo por encima de los terrenos de Kramer.
Karen dejó el paño de cocina en el colgador. No le había costado mucho limpiar la cocina, ya que en realidad no estaba demasiado sucia. La sala de estar estaba ordenada. No tenía nada para leer y no había nada interesante en la televisión. Encendió la radio, bajó el volumen y una melodía de Harry Connick Jr. llenó la cocina. Karen se sentía intranquila.
Se dirigió a la sala de estar, recogió un vaso en el que no había reparado antes y volvió a la cocina. Dejó el vaso en el mármol. Abrió el frigorífico. No vio nada apetitoso. Los comités de los que era miembro y las organizaciones municipales a las que pertenecía se disolvían durante los meses de estío y dejaban un vacío en su vida social. No fumaba. Guardaba una botella de vino en la alacena, pero tampoco le apetecía beber. Últimamente por las noches se ponía nerviosa. Lo achacaba al calor, a las numerosas tazas de café que ingería durante el día, al banco. Las cifras se alineaban con nitidez, alcanzaban cantidades que era incapaz de ver, tocar, sentir y, en muchas ocasiones, como en el caso de los Campbell y los Franklin, las contemplaba con impotencia. Así pues, por las noches vagaba por su casa buscando algo en que ocupar el tiempo.
Cuando llegó a casa aquella tarde, se enfundó sus Levi’s más viejos como si necesitara su suavidad cotidiana para borrar la dureza de la jornada laboral. Un mal día. No se quitó la blusa, pero la dejó suelta alrededor de la cintura. La única concesión que hizo al intenso calor fue arremangarse las mangas hasta el codo. Mientras deambulaba por la casa notaba el contacto de la ropa en su piel, el algodón de los vaqueros y el suave roce de la blusa blanca que se mecía junto a su cintura al compás de sus movimientos. ¡Qué calor!
Se acercó a la puerta y apagó la luz de la cocina. Así se estaba más fresco. Notaba las gotas de sudor que se le formaban en la espalda, a veces la blusa se le adhería unos instantes antes de moverse a su ritmo. Se detuvo junto a la ventana abierta y contempló la oscuridad que inundaba el patio trasero.
No había mucho que ver, aunque la luna, que alcanzaría su plenitud dentro de unos días, iluminaba los árboles y el césped. Las columnas blancas de su inútil glorieta relucían con claridad. En esa época Goodlands tenía mejor aspecto de noche y de vez en cuando, el chirrido de los grillos se sobreponía a la música.
Se apoyó en el alféizar y una brisa, repentina e inesperada, la envolvió por detrás. Ascendió por debajo de la blusa, por la espalda, y le enfrió el sudor que se le había formado en esa zona, provocándole un escalofrío agradable. Los pelos de la nuca se le erizaron. Le pareció que la piel, últimamente tan sensible, se le hinchaba para alcanzar a la brisa y respiró hondo. Suspiró de placer y cerró los ojos. Deseó sentirse siempre tan a gusto, entre brisas refrescantes y en cocinas oscuras.
Karen abrió los ojos. De repente notó un intenso olor en el ambiente. Humo, fuego… Desde la ventana de la cocina no distinguía nada. Estiró el cuello y miró a ambos lados. Seguía percibiendo el olor que la repentina brisa había traído consigo.
Un incendio en época de sequía resultaría devastador. Recientemente se habían declarado muchos incendios. Aquel pobre hombre, Sticky, de Badlands, había perecido no hacía mucho. ¡Todo estaba tan seco!
Karen entró en la sala de estar e, incluso antes de abrir la puerta principal olió el humo que penetraba en la casa por la ventana. Encendió la luz del exterior y vio a través de la puerta mosquitera el humo que se arremolinaba en el cielo como nubes de tormenta. El fuego estaba lejos, la brisa había transportado el humo hasta allí.
Se acercó rápidamente al teléfono y marcó el número de los bomberos.
—Soy Karen Grange, de Parson’s Road. Huelo y veo humo. Podría estar en el otro extremo del pueblo. ¿Les ha avisado alguien?
—Ya nos han informado. —Era Jack Greeson, el hermano de Teddy Greeson, que tenía un préstamo pendiente—. Creo que sólo son unos matorrales. No he acudido al lugar del incendio. Es en la finca de Kramer. Bueno, supongo que ya ha dejado de ser la finca de Kramer, ¿no? Lástima que no pasara lo mismo hace un año en esta misma época. Ed podría haber recurrido al seguro. —Soltó una risa aguda.
Karen carraspeó para aclararse la garganta.
—Me alegro de que ya les hayan avisado.
—Sí, unas veinte personas. Ya está controlado. No se te ocurra jugar con una caja de cerillas, ¿eh? —Colgó el auricular.
Karen salió y permaneció en el porche contemplando el humo que formaba remolinos en el cielo. Parecían nubes de tormenta, aunque Karen suponía que no iba a llover.
Media hora más tarde, Karen seguía en el porche cuando de pronto vio a un hombre andando por Parson’s Road en dirección a su casa. Él no la miró. Vio la estela roja de un cigarrillo cuando el hombre se llevó la mano a la cara. Luego éste se detuvo, se inclinó y apagó la colilla contra el talón de la bota. Para más seguridad, lo apretó entre el dedo pulgar y el índice antes de tirarla al suelo.
Hasta el instante en que empezó a ascender por el camino de entrada a su casa Karen pensó que se dirigía a Clancy’s, que estaba a poco más de kilómetro y medio de distancia en la misma calle.
Cuando el tipo estaba en medio del camino, le preguntó:
—¿Puedo ayudarle en algo?
El hombre se detuvo y levantó la mirada hacia ella por primera vez.
—Tal vez —respondió, y echó a andar de nuevo.
—¿Adónde va?
El desconocido volvió a detenerse.
—Busco a Karen Grange. —Llevaba una pesada mochila a la espalda, una sorprendente cazadora impermeable y una gorra de béisbol, que le cubría el pelo largo y suelto.
—¿Por qué? —inquirió, sorprendida. Eran las once de la noche. Intentó identificarlo desesperadamente, pero no lo consiguió. Su voz tampoco le resultaba familiar. No dejaba de preguntarse quién era aquel tipo.
El hombre sonrió y su blanca dentadura brilló en la oscuridad. Se tocó la visera y saludó. Luego preguntó:
—¿Es usted Karen Grange?
Como no se le ocurría qué decir, ella asintió con tal timidez que él apenas lo oyó.
—Soy el invocador de lluvia —dijo sin más, y siguió andando hacia ella. Karen retrocedió instintivamente cuando él empezó a subir las escaleras—. Estoy agotado —añadió volviendo a saludarla con la cabeza, y tras dejar la mochila en el porche exhaló un suspiro—. Pesa mucho, ¿sabe?
—¿Cómo dice?
Él le tendió la mano.
—Tom Keatley. Soy el invocador de lluvia —repitió. Ella no estrechó su mano y él la retiró—. El camino está lleno de polvo y voy un poco sucio.
—¿El invocador de lluvia?
—Sí, señora. —Volvió a hacer un gesto de asentimiento con la cabeza.
—No sé a qué se refiere —repuso ella con cierta acritud. Una ligera y fresca brisa la acarició cargada del penetrante olor a humo y de otra fragancia, algo que olía bien, inusitadamente a fresco.
—Usted me escribió… —afirmó él.
Karen estaba apoyada en la puerta mosquitera con una mano en la espalda, con la que agarraba el pomo con fuerza. El hombre se encontraba a poco más de medio metro de distancia. Ella extendió el otro brazo delante de él para mantenerlo alejado.
El invocador de lluvia… Parecía haber andado incontables kilómetros. Tenía manchas negras bajo los ojos, una más grande que la otra. Ella advirtió que se trataba de un morado. Tenía un ojo a la funerala. Iba sucio y estaba lleno de polvo. Supuso que, con aquella ropa y el calor que hacía, si se acercaba a ella olería mal.
—¿Que yo le escribí…? —empezó a decir, pero se interrumpió para observarlo. Luego se llevó la mano a la boca y se sonrojó, aunque era imposible que él lo apreciara.
—¿Lo recuerda? —preguntó él.
Karen le había escrito justo después de que el horrible señor Blane, de CA, se presentara para «discutir» el plan comercial de la sucursal. Sí, el terrible señor Blane, tan oficial, tan pagado de sí mismo… Fue un día horrible.
—Eso fue hace un año —farfulló—. Nunca esperé… Ni siquiera imaginé que usted recibiría la carta. Y por supuesto no esperaba que se presentara aquí. Suponía que se pondría en contacto conmigo…
Él levantó la mirada hacia el cielo y volvió a posarla sobre ella.
—¿Aún hay sequía? —preguntó con tono sarcástico.
—Oiga, no sabía lo que hacía. Aquella noche, estaba… bajo los efectos de una droga blanda —repuso con acritud—. Ni siquiera sé por qué escribí esa carta. Lo siento.
—¿Qué droga era?
—Café —reconoció y sonrió a su pesar. Era tarde y aún estaba levantada, preocupada por los asuntos del banco, por los diez embargos hipotecarios que la miraban a los ojos, por el plan comercial que no tenía sentido, por fallar, porque la mandaran a otro destino, tal vez a una sucursal en la ciudad. Después de todo lo que había hecho, y ahora que le gustaba el sitio donde estaba… Había tomado demasiado café, eran las tres de la madrugada y no podía conciliar el sueño. No emitían nada interesante en la televisión, salvo un programa por cable dedicado al tiempo. Y ahí estaba él.
—Supongo que tendrá que controlar el consumo de café —comentó él.
Por un instante, guardaron silencio en la oscuridad. Karen estaba en el porche de su casa con un desconocido. Nadie sabía que ese hombre se encontraba allí.
—Tendrá que marcharse —anunció con firmeza.
Él arqueó una ceja.
—Pues aquí estoy —respondió con cierta irritación en la voz, como si ya no hubiera tiempo para charlas inútiles—. Mire, he andado durante casi doce horas. Estoy sucio y agotado. Creo que eso ya lo he dicho. Necesito un lugar para lavarme y descansar, en ese orden. No me hace falta una habitación de invitados, con un sofá o con el suelo me conformo…
—No puede quedarse aquí —repuso ella, alarmada.
—Usted me invitó —le recordó, alzando un poco la voz.
—Suponía que escribiría, o llamaría o algo así. ¡No imaginaba que vendría andando desde Winslow, Kansas, sin ni siquiera avisar!
—Bien, recuerde los detalles. Por si acaso llevo la carta —afirmó el hombre inclinándose hacia ella.
Ambos respiraron hondo al mismo tiempo. Ese tipo estaba demasiado cerca. Karen retrocedió, pegándose contra la puerta mosquitera. Pensó en sus posibilidades si abría la puerta de repente y corría al interior. ¿Conseguiría llegar al teléfono antes de que… la atrapara? Imaginó los titulares:
«Mujer asesinada en Dakota del Norte… Directora de banco despedazada y enterrada en un jardín… Directora de banco insensible no soporta el sentimiento de culpa». Y los detalles: «El alcalde Ed Booker afirmó: “El caso de suicidio más terrible que he visto… no sé cómo pudo cortarse de esa forma”». O tal vez un buen caso para un programa de sucesos: «La banquera rural Karen Grange no sabía lo que le esperaba cuando fue abordada por un apuesto desconocido durante la noche del gran incendio. Fue el caso del vagabundo… y la maniquí. (Primer plano de una rubia inexpresiva). Bienvenidos a la Treinta. Les habla Angela Coltrain».
La expresión del hombre se suavizó y exhaló un suspiro. Luego dijo:
—Verá, señora, estoy cansado. No quiero hacerle daño, ni siquiera tengo fuerza suficiente para herir sus sentimientos. Sólo necesito echar una cabezadita. Acamparé en la parte de atrás. —Recogió la mochila y se la colgó del hombro con gesto cansino.
Entonces llegó el momento. Los dos desviaron la mirada. Él miró por encima del hombro hacia la humareda.
—¿Qué se ha incendiado?
—La finca de Kramer —respondió ella—. Los bomberos ya están intentado extinguir el incendio. Usted debe de haber pasado por ahí cerca.
Él asintió.
—No he visto gran cosa —aseveró con un tono más relajado—. Estaba apartado del camino. He visto a muchas personas dirigiéndose hacia allí. A la gente le gusta contemplar los incendios. —Los dos observaron en silencio cómo el humo se arremolinaba en el horizonte—. Los incendios no son buenos con este tiempo —añadió—. Menos mal que no sopla demasiado viento, de lo contrario podría propagarse.
Ella asintió e inquirió:
—¿Y dice ser invocador de lluvia?
Él sonrió dejando a la vista unos dientes pequeños y blancos.
—Hay sequía —comentó, y Karen también sonrió—. Y efectivamente soy invocador de lluvia.
—¿Y cómo puedo estar segura? —preguntó Karen.
Él se ajustó la mochila en el hombro sonriendo, y luego extendió las manos con gesto deferente.
—Creo que no le queda más remedio que fiarse de mí. —Volvió a subirse la mochila. Pesaba y aún estaba mojada—. Por la mañana —continuó—, podemos seguir hablando de la sequía. Tal vez entonces vea las cosas de otra forma.
Bajó las escaleras del porche en dirección al camino que conducía a la parte trasera.
—Es posible —respondió ella con tono suave, dejando que se marchara. Lo observaba mientras se alejaba, incapaz de detenerlo. Al parecer, el tema estaba zanjado. El aspecto del hombre denotaba cansancio. De hecho, el cansancio parecía envolver todo su ser, su modo de caminar.
Se oyó a sí misma decir:
—Ahí detrás hay una glorieta. Carece de protección, por lo que quizá le molesten los mosquitos, aunque este año no hay muchos.
—¿Una glorieta?
Karen se ruborizó. En Goodlands no abundaban las glorietas.
Según George Kleinsel, tenían su gracia. Ella afirmó con la cabeza y el hombre se volvió y continuó caminando.
—También hay una bomba de agua —agregó Karen—. De agua fría.
Esta vez él no se detuvo. Karen vio cómo desaparecía al doblar la esquina de la casa.
La mano con la que había estado sujetando el pomo de la puerta le dolía y estaba sudada. El corazón le latía con fuerza. Se preguntó qué demonios estaba haciendo hasta que se encontró en el interior de la casa. Corrió el pestillo de la puerta mosquitera y cerró con llave la puerta principal con los dos cerrojos: el tirador y el pestillo. De repente, se percató de que era la primera vez que utilizaba este último.
Acto seguido, se dirigió rápidamente a la cocina. Pasó junto al teléfono y venció la tentación de llamar a la policía.
Una vez dentro de la cocina, cerró la puerta trasera corriendo también los dos cerrojos. Hizo lo propio con las diminutas cortinas. Seguramente en casa la temperatura alcanzaría los treinta y siete grados, pero prefirió cerrar las ventanas. A través de la mosquitera se oía el estridular de los grillos. El ambiente seguía cargado de humo, aunque ahora era menos espeso y se había convertido en un aroma agradable. La radio continuaba sonando suavemente, emitiendo música de fondo, sonidos veraniegos. De vez en cuando, según la dirección que tomaba el viento, se oía la música que provenía de Clancy’s. Esa noche el viento no soplaba en la dirección propicia, y eso le gustaba.
Él había rodeado la casa. Desde lejos, bajo la luz de la luna, Karen podía verlo mucho mejor. El hombre estaba en el patio y, si se volvía hacia la casa, ni siquiera podría distinguir su figura en la oscuridad de la cocina.
Él echó un vistazo a la glorieta asomando la cabeza, pero sin llegar a entrar. Rebuscó en su mochila.
Localizó la bomba de agua, un pintoresco y original adorno, tal y como le había comentado Karen, y empujó el mango hacia abajo un par de veces con el fin de cebarla. Hacía años que no se utilizaba, por lo que emitió un crujido metálico tan intenso que Karen se apartó involuntariamente de la ventana.
Se quitó la cazadora y luego, de un solo movimiento, se desprendió de la camisa abotonada y la camiseta. Las dejó caer al suelo. Su piel desnuda bajo la luz de la luna adquirió un aspecto limpio y sano. Estaba de espaldas a Karen.
Era ancho de hombros y tenía una larga melena que le caía por los hombros en suaves ondas oscuras. Volvió a girar la palanca de la bomba de agua. Salió un chorro que de repente se cortó.
El hombre bombeó un poco más de agua y Karen contempló cómo se le marcaban los músculos de la espalda. Él se inclinó bajo el surtidor y dejó que el agua le corriera por todo el cuerpo, el cabello, la espalda, mojando la parte superior de los pantalones vaqueros.
Karen se apartó de la ventana. Las mejillas le ardían. Cerró la ventana tan sigilosamente como pudo, con la esperanza de que el chorro de agua encubriría el crujido de la madera al juntarse con el marco. Durante unos instantes, le pareció ver horrorizada cómo él se detenía y se volvía. No estaba segura. Pasó el cerrojo de la ventana.
Sin volver la vista atrás, salió de la cocina y recorrió todas las estancias de la casa, comprobando puertas y ventanas, cerciorándose de que estaban perfectamente cerradas. Por si acaso…
Corrió las cortinas de su dormitorio y también bajó la persiana.
Pensó en cerrar la puerta con pestillo, pero lo consideró un acto paranoico. La casa empezaba a parecerse a Fort Knox, que en realidad era lo que quería. Después de todo, él era un desconocido y ella estaba en una zona poco habitada, apartada del pueblo. Lo que hacía era de sentido común.
Karen se desvistió rápidamente, como si él pudiera ver a través de las paredes. Se metió en la cama y se tapó con una sábana. Se tumbó boca arriba, con el cabello sobre la almohada para evitar el calor en la nuca. Hacía calor en el dormitorio y llevaba el pijama puesto. Estaba inquieta. La temperatura exterior debía de rondar los treinta y dos grados, lo que según sus cálculos serían casi cuarenta en el interior de la habitación, sobre todo teniendo en cuenta que la casa estaba cerrada como si se tratara de un monasterio, un monasterio muy caluroso.
Apagó la lamparita que tenía junto a la cama y cerró los ojos para abrirlos un segundo después. Retiró la sábana y giró la almohada hacia el lado que estaba más frío. Se colocó de lado y, después, boca arriba. Finalmente se acercó a la ventana, corrió las cortinas y subió la persiana. Los rayos de luna se filtraron en la estancia emitiendo una hermosa luz. No había luna llena, pero el cielo se veía despejado, sin una sola nube. A través de la ventana, Karen veía perfectamente las estrellas, quizá todas y cada una de ellas.
Sin razón aparente, recordó a Loreena Campbell cantando en el despacho la sintonía de Crédito Agrícola. Lo que en principio debía ser una imagen divertida le pareció una escena deprimente y sombría. Se preguntó si los Campbell estarían durmiendo. Suponía que no.
Volvió a la cama y se tumbó sobre las sábanas. Pensó en el hombre que estaba en el patio trasero. ¿Se habría dormido ya? Se le apareció la imagen de Jessie Franklin embarazada, el rostro de Bruce Campbell después de escupir sobre la alfombra, y los tres préstamos que tendría que reclamar al día siguiente. Vio la imagen de sus padres, el aspecto que la gente presentaba en los malos momentos, las miradas perdidas y atónitas, la tranquilidad y el silencio que se hacía en la cafetería cuando ella entraba y, por encima de todo, aquel desconocido en el patio.
Un invocador de lluvia, un hombre capaz de hacer llover… Recordó el fragmento del programa sobre el tiempo. En aquel momento le había parecido una buena idea. Aquel hombre había conseguido que lloviera en un lugar en el que no había caído una sola gota durante diecinueve meses. Y Goodlands doblaba aquel récord. Según el programa de la televisión, él había sido el artífice de la lluvia.
Un invocador de lluvia. ¿Podía existir tal persona?
Cerró los ojos, pero no se durmió.
Goodlands era un pueblo que se recogía temprano, como sucede en la mayor parte de las localidades agrícolas. Al amanecer, se inicia una dura jornada de trabajo y pocas veces se dispone de más de una hora para el almuerzo, que normalmente se toma en el campo. Después disfrutan de una hora en casa para cenar, a la que siguen los quehaceres diarios antes de irse a la cama. Los habitantes de Goodlands se acostaban cuando la luz natural empezaba a menguar. A veces, incluso se quedaban dormidos antes del anochecer, en el sofá, mientras esperaban el informe agrícola en las noticias de la noche.
Sin embargo, últimamente parecía que Goodlands padeciera de insomnio y Karen Grange no era la única habitante a la que le resultaba difícil conciliar el sueño. Todo el pueblo, independientemente de que las luces estuvieran apagadas o encendidas, estaba despierto. Ed Clancy también.
Había muchos Ed en Goodlands. Todos se llamaban Edward, excepto Clancy, que era Edwin. Era el propietario de Clancy’s, lo más parecido a un club nocturno que había en el pueblo. Se trataba sencillamente de un viejo bar normal y corriente. Hacía veintidós años que Ed llevaba las riendas del negocio y confiaba en poder retirarse pronto, lo cual parecía bastante posible. Mantenía el local abierto para aquellos que entraban después del trabajo diario a tomar un par de cervezas y olvidar sus problemas durante un rato. Cuando llegaba el momento de cobrarles, no podía evitar sentirse un poco culpable por ganar dinero a costa de sus desgracias. Pero, por otro lado, tenía un negocio del que ocuparse y, como todos ellos, vivía como podía ante la maldición que les había lanzado la tierra. Había pensado en cerrar el bar el año siguiente y vender el local a uno de aquellos tontos de ciudad que siempre que pasaban por delante comentaban a sus esposas: «¿No crees que estaría bien tener un pub pequeño y acogedor como éste?». Ed siempre les daba la razón. ¿Por qué no dejar que se lo quedaran y acabaran arruinados? Además, él también quería hacer negocio. Éste era el motivo por el que estaba levantado a esas horas de la noche, haciendo cálculos sobre lo que podría obtener por Clancy’s.
Los mejores amigos de Ed eran Walter Sommerset y su esposa, Betty. Eran buena gente, de confianza. Se ocupaban de la granja a medias. Betty trabajó con él desde el principio y Walt se dedicaba a alardear de que estaba casado con una mujer con un olfato incomparable para los negocios. Ella tuvo la idea de introducir los datos en un ordenador en cuanto salieron los primeros programas de agricultura, que permitían controlar todas las cuentas, las semillas, los animales, las lluvias. Habían invertido cuatro mil dólares en aquel ordenador y lo habían acabado de pagar hacía dos años, justo cuando la sequía les había afectado de lleno y había iniciado su inexorable asfixia.
Aquella noche, ambos se encontraban sentados en el despacho del desván, repasando los libros de contabilidad por enésima vez, tratando de hallar el suficiente dinero para pagar la segunda hipoteca. Si no pagaban la matrícula de su hijo para la universidad, conseguirían llegar hasta noviembre. Pero sin duda no es fácil decir a un hijo que no puede seguir estudiando.
Bruce Campbell también pensaba en sus problemas. Su hermano Jimmy y él estaban bebiendo, sentados a la mesa de la cocina de una casa que, legalmente, ya ni siquiera les pertenecía. Habían acabado con las existencias de cerveza que Bruce reservaba para los braceros y ya habían abierto la botella de whisky que le habían regalado a Jimmy para Navidad el año anterior. La mesa estaba repleta de botellas de cerveza, papeles, periódicos y pañuelos de papel que Loreena había utilizado para enjugarse las lágrimas. Aproximadamente cada hora Loreena entraba en la cocina, decía algo entre sollozos y preguntaba a Bruce qué iba a ser de ellos. No hacía más que repetir: «No pienso ir a casa de mi suegra», con lo que recordaba a Bruce que ella y su madre no se llevaban bien. Los niños no entraban en la cocina. Nunca habían visto a su padre tan vacilante y malhablado, y su madre se comportaba como una loca. Estaba en el piso de arriba revisando los armarios y las cajas para, de vez en cuando, sacar algún objeto y preguntar: «¿Creéis realmente que necesitamos esto? ¿O tal vez deberíamos venderlo en la subasta?». Antes de que pudieran responder, ella se lo llevaba rápidamente a la cocina y preguntaba lo mismo a su padre y a tío Jimmy. De pronto se paraba para sonarse la nariz o enjugarse las lágrimas. Los niños ni siquiera habían cenado como Dios manda, limitándose a coger un par de cosas de la nevera y después meterse en la cama.
Charlene Waggles, Chimmy para los amigos, y su esposo, propietarios del colmado de Goodlands, siempre permanecían levantados hasta tarde, pero era Chimmy la que se sentaba a repasar las cuentas. Su esposo se quedaba viendo la televisión sin articular palabra, mientras ella no dejaba de hablar. Le comentaba cosas sobre quién debía cuánto y quién no iba a pagar, a quién debían dinero y qué harían exactamente los proveedores con sus deudas. Por aquel entonces sentía un goce especial marcando en rojo el libro mayor. Era plenamente consciente de que eso representaba un puñado de centavos que el banco nunca llegaría a ver.
Butch Simpson, que iba a cumplir doce años en julio y quería una bicicleta nueva, no se dormía y oyó que sus padres discutían acerca del dinero. Los escuchaba perfectamente por el conducto de ventilación de su habitación.
No era la primera vez que todo Goodlands se quedaba despierto preguntándose por el futuro inmediato. Como el resto del país, había sobrevivido a tres guerras y a la Gran Depresión. Había presenciado el descenso en el número de contribuyentes a raíz de la emigración de sus habitantes a las grandes ciudades, cuando los niños habían crecido y la vida había cambiado. Todos habían mantenido la calma durante la época de las granizadas, de la erosión del suelo, de la subida y la bajada de los precios de los productos agrícolas y ante la llegada de las enormes granjas comerciales. Habían atravesado malas épocas, tal vez porque creían que venían impuestas por Dios. En algunas familias, la fe se apuntalaba con las épocas de crisis, y se trataba de una fe cuyos cimientos no podría derribar el peor de los desastres terrenales.
En Goodlands se habían producido muchas crisis de este tipo, de las que no destruyen una cosecha o derriban un granero pero hacen temblar los cimientos morales, los vínculos que mantienen unida a toda una comunidad.
Unos catorce años atrás habían corrido rumores que apuntaban a que Paul Kelly había envenenado a su esposa Denise, diez años mayor que él, de un modo lento y perfectamente planeado. Nunca llegó a demostrarse. Pero Paul Kelly pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa y, cada vez que regresaba después de un par de semanas, la salud de su esposa se deterioraba. Cuando volvía a marcharse, ella se recuperaba ligeramente para recaer en cuanto él aparecía. Poco a poco la mujer fue consumiéndose sin motivo aparente hasta que falleció. Kelly vendió la granja y se mudó. Nadie supo adónde fue. Entonces los rumores se convirtieron en hechos establecidos, y ahora ya formaban parte de la historia del pueblo, tanto si eran verdad como si no.
Asimismo, se rumoreaba que Don Kramer, cuyo padre, Ed, había sido víctima del incendio, había abusado sexualmente de menores. Don estaba casado, pero no tenía hijos. Durante años había dirigido el Wolf Cub Pack, un club de invierno para niños, entre cuyas actividades se incluía un fin de semana de acampada en la finca de Kramer. El mismo Don preparaba la comida y dormía fuera con los muchachos, alejado de la comodidad de su cama, que se encontraba a menos de doce metros de allí. Los padres se preguntaban cuál sería el motivo de tal entrega incondicional a los niños, con edades comprendidas entre los once y los trece años.
Algunos, a raíz de los rumores, dejaron de llevar a sus hijos a los campamentos. Ninguno de los chicos del Wolf Cub Pack dijo nunca una sola palabra negativa acerca de Don Kramer, lo cual no impidió que se produjera un altercado en el bar un sábado por la noche, justo una semana antes de la acampada anual. Don fue agredido por algunos padres encolerizados de un modo tan brutal que tuvo que ser hospitalizado. Aquel año se cerró el campamento y, desde entonces, Don no volvió a hacerse cargo de los Wolf Cubs. El y su esposa se trasladaron de la granja familiar y, poco después, abandonaron Goodlands.
Larry Watson cometió adulterio con la mujer del médico. No se habló demasiado del asunto, porque un médico sigue siendo una figura de peso en un pueblo pequeño.
Aun así, se oyeron rumores persistentes acerca de los Griffen, una familia de médicos, con la que Grace Griffen Kushner guardaba un parentesco lejano. A principios de siglo, los Griffen eran algo más que una familia de granjeros acomodada. En un momento dado sus cuatro hijos ejercían la profesión médica. William Griffen fue el único que se quedó en Goodlands.
Grace estaba al corriente de lo que se decía sobre los Griffen. En cierto sentido, todos ellos estaban corrompidos. En el caso de Matthew, el mayor, eran las inyecciones de morfina; en el de William, el más joven, eran las mujeres.
Corría la voz de que William había violado a muchas de sus pacientes. También se decía que espiaba por las ventanas y que tenía las manos largas a la hora de los reconocimientos. El peor de todos los rumores de aquella época fue el de que practicaba abortos.
El doctor Griffen jamás fue acusado de espiar por las ventanas, o de practicar abortos ni, por supuesto, de violar o toquetear a sus pacientes. Todo quedó en simples rumores y especulaciones. Un marido enojado le había pegado y, en cierta ocasión, el padre de una de sus pacientes lo echó de su casa a patadas. La muchacha nunca llegó a casarse y enloqueció lentamente, pero no se encontró prueba alguna. Aquel hombre era médico. Era normal que hubiera cierto grado de intimidad durante sus consultas y, si las mujeres eran más susceptibles de lo esperado o estaban poco informadas, ése era su problema.
Los rumores sólo llegaron a descontrolarse una vez.
La muchacha se llamaba Molly O’Hare. Era una joven irlandesa que había emigrado a Norteamérica tras la muerte de su madre para vivir junto a su hermano en la granja que éste poseía en Goodlands. Ya se le había pasado la edad de ser virgen. Tendría unos veinticinco años cuando empezó a contar historias. Se la trató de histérica. El cura de su parroquia incluso había intentado encontrarle un marido apropiado.
Ella misma empezó las habladurías. Aseguraba que el doctor Griffen la espiaba por la ventana mientras ella se vestía. Explicó que él la había seguido una noche, después de misa. Sin embargo, los Griffen no eran católicos y no había motivo alguno para que él estuviera en misa. La gente empezó a decir que Molly tenía visiones e inventaba historias.
Cuando la epidemia de gripe afectó de lleno a Goodlands, los O’Hare cayeron enfermos igual que el resto de los habitantes. El doctor Griffen pasó a visitar a todas las familias afectadas, sobre todo a aquellas que residían en las zonas más alejadas. Después de recuperarse, Molly se quejó al rector de que el doctor Griffen se había propasado con ella, casi hasta extremos insospechados. El rector, que malinterpretó sus palabras, reclamó la ayuda de otra mujer de la parroquia para que le explicara a la inocente e ignorante Molly cómo se realizaba un examen médico femenino.
No todo el mundo desoyó las palabras de Molly o la trató de loca. En una ocasión un vecino acudió a la granja de los O’Hare para devolver un juego de instrumentos de moler y aseguró haber visto a un hombre espiando la ventana del último dormitorio. Era la habitación de Molly. Él le gritó y el hombre se alejó corriendo antes de que el vecino pudiera identificarlo. Pero explicó que llevaba un maletín. Y, de regreso a su casa, reconoció el caballo del doctor, atado a un árbol entre las dos granjas, ligeramente apartado del camino.
Los rumores fueron en aumento cuando muchas de las mujeres a las que el médico había visitado en su tierna juventud acudieron a las consultas de otros pueblos. Algunas de ellas incluso empezaron a compadecer a Molly.
Aproximadamente un año después de que Molly se quejara por primera vez del doctor Griffen, le salió un pretendiente. Un hombre mayor que ella, soltero y de una localidad vecina, empezó a acompañarla a su casa a la salida de la iglesia.
Cuando Molly desapareció poco después de que comenzara el cortejo, se iniciaron las habladurías. La chica se había esfumado en algún lugar entre la iglesia y su casa, en una distancia de apenas tres kilómetros. La gente empezó a especular sobre su novio. Por suerte para éste, no había estado cerca de Goodlands la noche de la desaparición. Había estado cuidando de su padre, que estaba enfermo.
Las mujeres de la familia Griffen fueron las primeras que se percataron de que había unas horas muertas en el apretado horario de William.
De nuevo surgieron rumores. William Griffen perdió más pacientes y se convirtió en un alcohólico. Falleció a los cincuenta y ocho años de edad, a consecuencia de una caída.
Jamás encontraron a Molly, ni viva ni muerta.
Goodlands estaba acostumbrado a las malas noticias, al igual que cualquier otro pueblo del condado de Capawatsa. Pero no estaban preparados para enfrentarse a un nuevo adversario: la sequía. Por primera vez en la historia de la localidad, sus habitantes no rumoreaban. No hablaban sobre la sequía, hablaban sobre facturas, sobre los hijos, sobre lo que iban a hacer si las cosas se ponían más feas. Hablaban sobre la lluvia, sobre si vendían sus tierras, si se iban a vivir a otro lugar o se quedaban. Le daban vueltas y más vueltas, pero en ningún momento abordaban el tema de la sequía directamente. En el fondo de sus corazones debían de creer que era una especie de orden divina, un castigo. Pero nadie sabía por qué estaban siendo castigados.
La claridad de la mañana apareció temprano. Los rayos se filtraron en el dormitorio de Karen entre la persiana y el marco de la ventana. Un haz de luz iluminó su rostro y abrió los ojos. Hacía mucho calor. Se había destapado durante la noche y se había quitado la parte superior del pijama. Estaba tumbada en la cama con los pantalones puestos. Instintivamente volvió la mirada hacia el reloj de la mesita de noche. Eran las cinco de la madrugada. Todavía no había sonado el despertador.
Tenía ganas de orinar. Se incorporó medio dormida sobre la cama, se puso la camisa del pijama, abrió la puerta del dormitorio y se detuvo. Algo no iba bien.
Karen despertó de golpe. Se deslizó sigilosamente al salón y se quedó a la puerta de la cocina.
En medio de la pálida claridad procedente de la ventana se vislumbraba la silueta del invocador de lluvia.
Ambos intercambiaron una mirada.
—Buenos días —la saludó él amablemente.
—¿Cómo ha entrado aquí? —inquirió ella.
Él esbozó una cálida sonrisa.
—¿Aún bebe café… después de su pequeña… extralimitación? —Levantó la cafetera—. Recién hecho. —Vertió un poco de café en un tazón.
—¿Cómo ha entrado aquí? —insistió Karen sin moverse.
—Por la puerta de atrás.
—Estaba cerrada con llave.
Él se encogió de hombros. Karen se adelantó para observar la puerta posterior. Estaba entreabierta, e intacta. No había indicio alguno de que hubiera sido forzada. Lo miró fijamente mientras él bebía un sorbo de café.
—Puedo empezar hoy mismo —comentó el hombre. Karen no desvió la mirada—. Pero quiero la mitad por adelantado, y el resto cuando llueva.
—¿La mitad? —repitió ella, vacilante. Había cerrado las puertas con el pestillo, los dos cerrojos.
—La mitad de cinco mil dólares, es decir, dos mil quinientos.
—¿Para qué?
—Para invocar la lluvia.
Los dos se contemplaron desde una distancia prudencial, mientras el sol se elevaba hacia el cielo en el inicio de lo que prometía ser un día muy seco.