Arbor Road está hechizada. Sin embargo, era imposible que el hombre que caminaba por allí lo supiera, puesto que se trataba de una leyenda local. Era imposible que supiera que Arbor Road recibía el sobrenombre de «Carretera del Matadero», lo cual formaba parte de la misma leyenda. Serpenteaba entre matorrales y bosques y la mayoría de las curvas y pendientes que dibujaba eran cerradas y aparecían por sorpresa. El peor tramo, llamado «travesía de la muerte», se extendía a lo largo de más de ocho kilómetros, desde el comienzo de Arbor en la ciudad de Telander, Minnesota, cerca de la frontera con Dakota del Norte. Desde que asfaltaron la carretera en 1959, la travesía de la muerte se había cobrado la vida de siete adultos, incluidas dos madres jóvenes, y como mínimo nueve adolescentes.
El hombre que avanzaba por la carretera dobló una curva poco pronunciada que desembocaba en un tramo más ancho, donde la carretera se extendía en línea recta a lo largo de un kilómetro. Andaba despacio, con soltura. Era una forma de andar aprendida, propia de alguien que piensa hacerlo durante mucho tiempo.
No sabía que se acercaba a la travesía de la muerte. Aquel día no había cruces ni señales en el camino. Las flores depositadas en recuerdo del último accidente hacía tiempo que se habían marchitado y habían desaparecido. Caminaba con las manos hundidas en los bolsillos delanteros de los vaqueros, no porque tuviera frío, ya que era verano, sino para no perder el equilibrio.
Iba demasiado abrigado para la ocasión pero, como cambiaba de atuendo en contadas ocasiones, se sentía cómodo con aquella ropa: una cazadora impermeable con el cuello de cuero y puños oscurecidos por el roce y por el polvo de tantos caminos; debajo llevaba una camisa de cuadros vieja que había comprado en una tienda de ropa usada hacía dos años. También vestía una camiseta blanca Fruit Of The Loom, la única prenda de vestir que había comprado nueva ya que le encantaba el aspecto y el tacto del algodón blanco recién estrenado. No obstante, estaba rozada y tenía un color grisáceo. Llevaba calcetines de lana gruesos y botas de montaña mugrientas con la suela gastada, aunque todavía podían aguantar una buena temporada. Como decía su madre: «Cada uno tiene lo que merece, Tom».
Cargaba una mochila de lona a la espalda (una de esas de explorador), que ya no recordaba de dónde había salido. Uno de los bolsillos laterales contenía una bolsa de tabaco Drum y papel de fumar, pero se le habían acabado las cerillas y hacía tiempo que había perdido el encendedor en algún bar. En el otro bolsillo llevaba una gramática del instituto con el nombre de su madre escrito en la cara interior de la tapa —el nombre de casada y el de soltera—, cubriendo casi por completo el sello del instituto. El libro estaba repleto de papeles que no necesitaba, recibos, cartas, bolsas de Drum vacías con anotaciones y direcciones garabateadas de las que podría prescindir. A excepción de una. Un pedazo de papel, el remite arrancado de una carta, indicaba su destino. En el interior de la contraportada guardaba celosamente un mapa, de tacto blando y gastado, así como una página rasgada de un viejo atlas de carreteras. A lo largo del libro, en los espacios vacíos dejados por el cajista, había escrito palabras, sobre todo cuando estaba borracho. Eran frases ruines, tristes, que prefería no haber escrito y que casi nunca releía.
En la mochila llevaba un paquete con dos camisetas, del que había sacado la que vestía. También había otra camisa, más fina, con un nombre bordado en el bolsillo de la izquierda: «Don», aunque él se llamaba Thompson Keatley, Tom para los amigos.
Tenía otro par de calcetines y un periódico de hacía dos meses que utilizaba para encender una hoguera cuando tenía frío, estaba cansado y decidía detenerse entre los matorrales durante un par de horas para echar una cabezadita. También llevaba un cartón de leche vacío que guardaba hasta encontrar un cubo de basura y, por el fondo, cinco dólares desperdigados y algunas monedas, así como una pequeña linterna sin pilas. No le importaba, le gustaba la oscuridad.
Atada a la parte inferior de la mochila con dos cordones negros y gruesos, transportaba una manta del ejército gris y andrajosa, tosca y áspera, pero era mejor que el duro suelo. Viajaba ligero de equipaje.
Su forma de andar y vestir era lo único que recordaba a todos los vagabundos de Estados Unidos, pues en el resto no se parecía a ellos.
Tenía una barba incipiente, de un solo día. Prefería ir perfectamente afeitado y hacía grandes esfuerzos para conseguirlo. Necesitaba ineludiblemente sentir que la lluvia resbalaba por sus mejillas con suavidad, o la caricia de la brisa en la piel. Solía afeitarse en seco, arrodillándose junto a un lago, un río o incluso un charco para verse reflejado en el agua. Se le daba muy bien y raramente se cortaba.
Su mentón anguloso dotaba a su rostro de un aspecto equilibrado y uniforme. Tenía la piel bronceada, fruto del tiempo que pasaba al aire libre. Era bastante alto, medía poco más de metro ochenta. Llevaba el pelo largo, lo cual parecía estilizar su figura.
Las mujeres que lo conocían, sobre todo en los bares, lo encontraban atractivo pero, a menos que estuviera muy borracho, no solían hablar con él durante más de dos minutos, al parecer, a causa de sus ojos, aseguraban. Cuando no le gustaba la compañía, algo muy habitual, no tenía más que entornar los ojos para que su acompañante pusiera fin a la conversación con un «Bueno, hasta la vista». Sin embargo, poseía otra cualidad, menos evidente, que atraía a las personas, pero que sólo él estaba en posición de utilizar.
Tom se acercaba al tramo más venerado de la infame carretera del matadero: la travesía de la muerte.
La leyenda y el peligro que entrañaba resultaban atractivos para los más jóvenes, que conducían, a veces por vez primera, con unos carnés tan nuevos que las fotografías ni se habían secado. Aceleraban hasta cien antes de llegar a la travesía de la muerte para «ser aerotransportados». Si lo conseguían, vivían una experiencia inolvidable; si no, lo más probable era que sus amigos guardaran un buen recuerdo de ellos y que sus padres lloraran su muerte.
El problema era que Arbor Road cubría la distancia existente entre Telander y Oxburg y ninguno de los dos municipios estaba dispuesto a correr con los gastos de reparación de la calzada —obra sumamente costosa por mucho que los dos pueblos agrícolas aunaran esfuerzos—, o reducir el límite de velocidad que nadie respetaba, ni los mayores ni los jóvenes, ni siquiera durante las tormentas de nieve. En la actualidad marcaba sesenta kilómetros por hora.
En general los jóvenes eran los que más se arriesgaban. Cada vez que alguien moría, los estudiantes y amigos clavaban una cruz blanca que relucía misteriosamente en la oscuridad y servía de recordatorio para el siguiente grupo de idiotas que decían ser aerotransportados. Se desconoce qué ocurría con las cruces al cabo de unas dos semanas.
Sin embargo, la carretera había adoptado una nueva personalidad en los últimos quince años, desde que Richard Wexler y su amigo Wesley Stribe habían sido aerotransportados sin éxito justo al finalizar los estudios secundarios y cuando estaban a punto de iniciar una vida de una mediocridad exasperante.
«Dicky» iba al volante de su «amor», un enorme Mercury Montcalm al que había aumentado la potencia del motor para que alcanzara velocidades inusitadas. Las revistas que llevaba en el asiento trasero y un spoiler de fabricación casera le conferían un aspecto amenazador. Las madres no permitían que sus hijas subieran a ese coche, y no había forma de hacerlas cambiar de opinión.
Wesley no ocultaba su pasión por los automóviles. Él y Dicky se habían especializado en faltar a clase, hurtar botellas de licor y alardear a gritos de sus proezas sexuales por Arbor Road. Si Wesley estaba harto de Dicky y sus chistes groseros, lo disimulaba muy bien. Los dos muchachos, de dieciocho años recién cumplidos, eran los únicos que iban en el Mercury. En compañía de Wesley, Dicky podía fanfarronear de lo duro que era, de cómo iba a vérselas con alguien, de la pelea en que se había enzarzado. Además, propinaba unos puñetazos tan fuertes a Wes en el brazo que le dolían hasta los ojos. Wesley hablaba de las aventuras del fin de semana, de lo grande que tenía la polla y de cómo les gustaba a las chicas, tanto que incluso pagarían por acostarse con él, y Dicky casi nunca se burlaba. Juntos habían hecho novillos y suspendido las matemáticas desde la escuela primaria.
Corría el año 1980 y era un sábado por la noche sin chicas en perspectiva. Ese mismo año Ronald Reagan hizo campaña para las elecciones presidenciales de Estados Unidos y los largos y aburridos años setenta habían tocado a su fin. La cocaína aún no era la droga preferida del Telander-Johannason High y los yuppies y el sida todavía no habían hecho su aparición. Wesley y Dicky estaban en el Montcalm, avanzando por Arbor Road y cantando a voz en grito Thunderstruck de AC/DC.
—¡Chúpame la polla! —exclamó Dicky sin que viniera a cuento, y aceleró a ochenta después de tomar la primera de las curvas peligrosas. Llevaban las ventanillas bajadas y habían sacado el brazo para notar la brisa cálida y seca de pleno verano.
—Las jodidas clases empiezan dentro de menos de cuatro jodidas semanas y ¡no estaremos allí! —exclamó Wesley.
—¡Chúpame la polla!
Ambos levantaron el puño para celebrar su libertad dejando oír su voz en el aire de la noche. Por fin habían acabado sus estudios en el instituto después de que sus respectivos padres, cansados y hartos, hicieran campaña a su favor.
El velocímetro subió a cien. La travesía de la muerte se aproximaba entre la oscuridad, dibujando una curva hacia la izquierda.
—¡Aerotransporte! —fue lo último que dijo Dicky y la última palabra que Wesley oyó.
El coche se separó del asfalto a cien kilómetros por hora y chocó de lado contra el grueso tronco de un roble. Wesley murió en el acto —perdió un brazo y las dos piernas cuando la puerta se hundió hacia dentro empujándolo hacia arriba—. Dicky murió a consecuencia de las lesiones cerebrales, y fue aerotransportado por última vez cuando salió disparado por el parabrisas. Se le aplastó la médula espinal, perdió los dos brazos y el cráneo quedó hecho añicos, lesión que acabaría causándole la muerte.
Después de aquel accidente, Arbor Road pasó a llamarse «carretera del matadero» y ahora estaba hechizada.
El número de personas que había visto el fantasma era tan elevado que el fenómeno había aparecido en varios programas de televisión dedicados a historias inexplicables. Se sabía que muchos conductores habían pisado el freno a fondo ante la repentina aparición de un joven frente a sus coches, que desaparecía inmediatamente después. Se habían producido tres accidentes. Los conductores habían pasado sin dificultad el control de alcoholemia y decían haber estado a punto de atropellar a un peatón al que todos describían igual.
Ese muchacho misterioso suponía una amenaza.
Los adolescentes practicaban espiritismo en la carretera del matadero para invocar el espíritu del fallecido Dicky, a quien todos consideraban el peligroso fantasma. A menudo las sesiones de espiritismo hacían que las chicas acabaran llorando y que a los chicos les costara mucho que los testículos recuperaran su posición original, incluso después de varias horas y cuando ya se encontraban en la seguridad del hogar.
La televisión carecía de pruebas para justificar la existencia de un fantasma pero, si Dicky lo hubiera sabido, habría hecho una aparición estelar, haciendo sonar las cadenas y abalanzándose sobre los coches que portaban las cámaras, para que hicieran toma tras toma. Si en vida era vulgar y fastidioso, muerto se había vuelto más cruel. Le habría gustado matar a la gente a la que se conformaba sólo con asustar. Habría disfrutado obligando a los coches a salirse de la carretera, observando cómo los conductores salían despedidos por el parabrisas, comprobando que se unían a él entre los matorrales, que se convertían en su oscura compañía para la posteridad.
En esa noche clara la luna iluminaba la travesía de la muerte. Entre los matorrales que flanqueaban la carretera había un fantasma, el espíritu intranquilo de Dicky Wexler. No había adoptado la forma que los que conocían a Wexler habrían imaginado. En ese momento, Dicky yacía a la expectativa sobre un montón de matojos, convertido en una mezcla de bruma y energía, una neblina invisible que se adhería a las rocas, los tallos y las hojas.
Más que verlo u oírlo, intuyó la presencia del hombre que se acercaba, mientras se recomponía y se transformaba en una forma singular. Empezó a acercarse lentamente hacia la carretera, al tiempo que el hombre avanzaba sin vacilar. Sus pasos sonaban con regularidad y mesura en el asfalto de la travesía de la muerte.
Los dos espíritus intranquilos se cruzaron sin que el hombre llegara a percatarse de ello. Mientras se acercaba al malvado y peligroso espíritu de Dicky Wexler, la fanfarronería y el cretinismo de éste se desvanecieron. Cuando pasó el hombre, Dicky tuvo que luchar contra la fuerza que emergía de algún lugar más profundo. Literalmente huyó asustado.
Thompson Keatley pasó junto a él sin advertir la presencia de Dicky Wexler.
Arbor Road desembocaba en una arteria de la ciudad de Oxburg, que quedaba a un día de camino a pie del lugar en que Keatley se encontraba. Thompson Keatley, de domicilio desconocido, continuó por la avenida, en cuyo nombre no se fijó al pasar ante un grupo de señales de tráfico. Poco importaba que las hubiera visto o no, que las hubiera leído, porque caminaba siguiendo el mapa que había memorizado después de arrancarlo meses atrás de un atlas de carreteras de una pequeña biblioteca en algún lugar de Virginia Occidental. Sabía que iba por el buen camino. Estaba dotado de un sentido de la orientación fabuloso y de la paciencia necesaria para seguirlo.
Caminaba por el arcén, llevaba días haciéndolo, a excepción de un largo tramo al inicio de su viaje cuando, vencido por el agotamiento, había tomado un autobús de Columbus a Sioux City. Fue un viaje rutinario, de los que le desagradaban, ya que había durado demasiado. Finalmente descartó la idea de seguir en el vehículo y de detenerse de nuevo en una estación de autobuses. Si iba a viajar como un hombre de la tierra, tendría que ser a pie.
De vez en cuando enviaba sondas mentales y, como de costumbre, notaba la presencia de la lluvia detrás de él. Era una sensación agradable. La ropa se le secaba de nuevo pero, si no, tampoco le hubiera importado, ya que estaba acostumbrado al frío y a la humedad. La lluvia quedaba ahora a sus espaldas, en dirección este.
Anduvo durante media hora. Una extensión de tierra se abrió ante sus ojos y distinguió algunas luces en la distancia. Aquellas luces le resultaban familiares. Sabía qué representaban, aunque de hecho era la primera vez que se encontraba tan al norte, pues Nueva York no contaba, y no tenía la más remota idea de lo que encontraría en Oxburg. Las luces de neón centelleantes eran parte integrante de The Bar. Aquel local era como el cordón umbilical de todos los pueblos y las ciudades del extenso Estados Unidos, bendecido por la mano de Dios.
Con cinco dólares y algunas monedas ni siquiera tenía para una copa, y se había prometido esperar hasta que llegara el próximo empleo. Nunca conseguía mantener una promesa como aquélla pero no dejaba de hacérsela. Sin embargo, el hecho de incumplirla no le causaba remordimiento alguno. Cuando estás cansado, duermes; cuando tienes hambre, comes; cuando en el cerebro suena el tañido de la muerte, te acercas a la barra y te lo bebes todo. Así de simple. Era una forma de vivir, la que él practicaba.
Todos los bares del país parecían darte la bienvenida en cuanto cruzabas el umbral de la puerta. Quizá fuera cierta promesa de dominio, la seguridad de poder dejar de fingir ser otra persona para ser uno mismo. Al entrar te recibía una especie de suspiro de alivio, el tuyo y el de los demás, los que ya estaban dentro, felices al ver a otro de los suyos, otro de los que simplemente iban tirando. Eran tipos hartos de sobrevivir de cualquier manera, con el único deseo de acurrucarse con una copa helada y tragar historias ajenas como si fueran vitaminas, atiborrándose de la depresión de otra persona. Al cabo de dos horas, uno ya está en vena para inventar historias sobre quién va a ser en cuanto llegue el próximo trabajo, en cuanto reciba la llamada. Tom entró en un bar llamado CHARLIE CHU K S THIRSTY B Y, tal como rezaba el letrero de neón de luz mortecina, para iniciar su incursión habitual. Percibía claramente el olor de la lluvia detrás de él.
La máquina de discos que sonaba con fuerza daba paso a un recinto casi vacío en el que había cuatro tipos sentados a la barra y tres mesas ocupadas. Al fondo había una vieja borracha que intentaba leer una novela, pero se tambaleaba cada vez que pasaba una hoja. Tom se acercó a la barra y se sentó a un par de taburetes de distancia del grupo que hablaba a voz en grito en el otro extremo.
El camarero asintió con la cabeza al verle y Tom pidió una Budweiser en voz alta para que se le oyera por encima de la música. Estaba empezando a animarse, el polvo del camino iba acumulándose bajo el taburete.
Metió la mano en la mochila para coger el dinero y la dejó en el suelo, a su lado. Pagó la cerveza con las monedas que tenía e incluso dejó de propina una de cinco centavos, que el camarero ni siquiera se dignó coger. Tom la empujó hacia el mostrador empapado de cerveza en dirección al camarero. Tal vez le dejaría otra antes de que anocheciera. Tan sólo se mostraba generoso cuando estaba borracho, pero con cinco dólares sería difícil achisparse. Si quería comer mañana, necesitaba dinero.
Cuando acabó la canción que sonaba en la máquina, el repentino silencio se llenó de voces, ya que nadie bajó el volumen de la conversación.
Los cuatro tipos que tenía a su derecha trataban de silenciarse mutuamente a gritos mientras discutían sobre lo que alguien había hecho o dejado de hacer al coche de Gage.
—¡No pasaba nada con el dichoso contacto, me lo devuelve y resulta que el contacto no va! ¡Uno, dos y tres, así! —gritó Gage con lengua de trapo, al tiempo que señalaba con el dedo el rostro de uno de sus amigos. Subía y bajaba el dedo al contar, y acabó llevándoselo al lóbulo de la oreja, donde tenía un arañazo. En la gorra de béisbol que llevaba se leía «Lansdown Motors» y tenía la visera cubierta de grasa.
Gage era el que estaba más borracho pero, a juzgar por la cantidad de botellas que se alineaban en la barra, no les llevaba demasiada ventaja.
—¡Maldito hijo de perra! —balbució el amigo.
Gage se echó a reír y un tipo que lucía una barba pelirroja dijo que él había llevado el Cruiser al concesionario. Luego concluyó:
—Un concesionario seguro que lo arregla.
Los demás resoplaron e iniciaron una discusión sobre los precios que no les llevó a ninguna parte. La mujer de la mesa del fondo se tambaleó hacia la máquina de discos y empezó a leer las listas con un ojo cerrado.
Sentados a la mesa que había junto a la máquina de discos, tres hombres miraban a Tom y éste les saludó inclinando la cabeza. Le devolvieron el saludo lentamente mientras bebían la cerveza a sorbos. Sin duda, la conversación que mantenían era más seria, estaban sentados muy cerca unos de otros y tenían una expresión serena. Tom oyó una sola palabra: «llover».
La mujer se alejó de la máquina a pasitos cortos, como si bailara. KT Oslin empezó a cantar sobre las ciudades pequeñas. El rumor de las voces de los hombres quedó apagado por la música. Tom se acabó la cerveza y pidió otra. Se acercó con ella a la máquina y dejó que el camarero le preparara la cuenta para ver si tenía suerte. Sólo le quedaba un dólar.
Fingió recorrer con la mirada la lista de canciones y aguzó el oído para escuchar la conversación de los hombres. Sólo fue capaz de distinguir frases sueltas entre los sonidos de la canción.
—… ayer… Cy puso gran cantidad para… no desde que el banco… no hay forma de que…
Finalmente, entre canción y canción, Tom captó el tema de conversación.
—Tank dice que si este año la cosa no mejora, tendrá que trasladarse con su familia a Florida, a casa de su hermana.
—¿En serio?
—Sí. Éste será el cuarto año. Cuatro años sin lluvia. Un tipo que vive cerca de la carretera 70 tiene una cruz de madera enorme en el jardín, y él y su familia se arrodillan y rezan frente a ella cada noche. ¿No te parece lo bastante serio?
—Cielos, en un sitio como éste es para pensárselo.
—Cualquiera diría que nos han echado una maldición.
Justo antes de que empezara a sonar la voz cansina de Conway Twitty, Tom escuchó un último comentario.
—Empiezo a pensar que podría ser así.
Tom cerró los ojos y la máquina de discos, el bar, los hombres y sus palabras empezaron a desvanecerse. Sentía la lluvia, viniendo del este. Aquí, en este pueblo todo estaba seco. No había llovido desde hacía… unos cinco días. Tal vez era suficiente para que los habitantes se preocuparan.
Abrió los ojos lentamente y volvió a repasar la lista de canciones, mientras el tono de voz de los hombres subía y bajaba según la intensidad de la música.
Tom esperó que finalizara la tanda de canciones y, con el dólar en el bolsillo, se acercó a la mesa.
Saludó a los tres hombres, que vestían ropa de trabajo, lo cual delataba su condición de granjeros. El olor del ganado y del aire fresco se había adherido a ellos y quizá nunca desaparecería. Se trataba de un olor que Tom conocía bien, igual que el de la tierra mojada después de la lluvia.
El hombre que conocía a Tank era muy corpulento y tenía una barba incipiente y un diente mellado. Cuando Tom se acercó a ellos, el hombre se recostó en la silla y lo miró con indiferencia, aunque dedicó una mirada de desaprobación al cabello largo y rizado que Tom llevaba recogido en una coleta. Los otros dos no cambiaron de postura: los codos apoyados en la mesa pegajosa, frente a las cervezas a medio beber.
—¿Sí? —inquirió el que llevaba una gorra de Feedmaster.
Tom permaneció de pie, pero desvió la mirada hacia la silla vacía situada entre dos de los hombres. No le habían invitado a sentarse. Tendría que esperar.
—He oído que hablabais de lluvia —dijo.
—¿Y qué? —preguntó Feedmaster. El tipo que estaba sentado a su lado vestía un mono y llevaba restos de mierda adherida a las botas. Tom podía verla y olerla. Se preguntó qué le diría su esposa si entraba así en su casa. Quizá por eso estaba en el bar.
—Yo puedo hacer que llueva —afirmó. Tres pares de ojos se fijaron en su rostro—. Por… —calculó lo que los hombres podían llevar encima— cincuenta pavos.
Se produjo un largo silencio, hasta que el hombre con el diente mellado enderezó la silla y apartó la mirada de Tom, después de echar un último vistazo de desaprobación a su peinado.
—Lárgate —se limitó a decir. Los otros dos adoptaron el mismo talante desdeñoso y volvieron a centrarse en sus cervezas. El tipo delgado que se sentaba junto a Feedmaster bebió un sorbo. Fue un sorbo educado, para romper el silencio.
—¿Cuánto tiempo hace que no llueve por aquí? ¿Cinco días? —se aventuró a decir Tom. No solía equivocarse, aunque podía haber llovido ayer y el terreno quizá ya estuviera seco. Había descubierto que en el norte el viento actuaba de forma curiosa.
Los tres hombres levantaron la mirada hacia él. Tal vez había acertado. Antes de que volvieran a hablar, se explicó rápidamente, con soltura, como si tuviera el discurso preparado.
—Puedo hacer que llueva, no miento, por cincuenta pavos. Os llevaré afuera y lloverá.
—El del tiempo ha dicho que no lloverá durante los dos próximos días, a no ser que tú tengas otra información —repuso Feedmaster—. ¿Por qué no haces lo que te ha dicho Blake y te largas de aquí…, melenudo?
Pronunció la palabra como quien llama «maricón» a un invitado en una fiesta del Partido Republicano. Tom permaneció inmóvil, calculando sus posibilidades. El dólar que llevaba en el bolsillo seguía en su sitio, mientras transcurrían los segundos. Su respiración se aceleró mientras sentía la presencia del viento, que presagiaba lluvia en el exterior del bar. Miró a los tres hombres y advirtió una expresión extraña en el rostro de Blake. Los demás también miraban a Blake.
Blake rompió el silencio.
—¿Y cómo vas a conseguir que llueva, muchacho?
Tom sonrió.
—Por cincuenta pavos.
El exterior estaba sumido en la oscuridad a excepción de las luces de neón y de la pálida luz de la luna. Su corazón palpitaba con fuerza y sentía que el mundo le daba vueltas. Había tomado unas cuantas cervezas con el estómago vacío y estaba dispuesto a dejarse llevar.
Los hombres lo siguieron de cerca.
Blake se detuvo junto a un camión y abrió la puerta del asiento del pasajero para buscar algo en el interior. Sacó una botella de Wild Turkey.
—Bueno, niñato de mierda, haz que llueva —espetó, al tiempo que abría la botella. Bebió un largo trago y se la pasó a Feedmaster, que hizo otro tanto antes de pasársela al hombre delgado y tímido. Sin duda el orden de bebida estaba estrechamente ligado a la fortaleza física.
Ninguno de ellos ofreció un trago a Tom.
—Necesito un espacio abierto —comentó.
Blake sonrió e hizo un guiño a los otros dos. Entornó los ojos con una sonrisa cruel.
—No hay problema —respondió. Nervioso, el delgado se echó a reír.
Los tres hombres fueron pasándose la botella mientras Blake los conducía hacia un claro situado detrás de unos matorrales, lejos de la carretera y de las luces del bar. Fueron dejando atrás la música hasta que acabó convirtiéndose en una vaga vibración.
Se detuvieron en un amplio claro, lleno de los restos que suelen dejar los seres humanos: neumáticos, latas de refresco, botellas de cerveza, colillas y cajas vacías. Algunas bolsas de papel habían volado hacia los troncos de los árboles y se habían quedado adheridas a ellos.
—Ya hemos llegado —anunció Blake, de pie con las manos extendidas—. Un claro. ¿Necesitas algo más? ¿Algún talismán? ¿Un ojo de sapo? ¿Una línea directa con Dios? —Sus amigos se echaron a reír. El hombre delgado sostenía la botella y echó otro trago de bourbon. Tom ya no oía el zumbido de la música del bar pero notaba algo en el aire, otra vibración… una vibración negativa.
Hizo caso omiso de los hombres, de sus chistes de homosexuales y de las indirectas dirigidas a él. Lentamente iban sumergiéndose en un estado de embriaguez. Cerró los ojos y, antes de apartarse de ellos, se arrepintió de no haberles dicho que le enseñaran los cincuenta pavos. Siempre lo olvidaba.
De pie en una elevación del terreno, cerró su mente.
Tom se dejó llevar hacia el cielo, hacia lo alto, hacia un espacio de vértigo en el que sólo había aire, aire cálido y seco. Permitió que el cielo penetrara en su ser, lo tocó y lo acarició, acercándolo, alejándolo, mientras buscaba la lluvia. Al este, a unos sesenta y cinco kilómetros de donde se encontraba, advertía los primeros signos de humedad. Primero lo notó en la boca y luego por todo el cuerpo: bajo los brazos, por la espalda, en la nuca. Se le erizó el cabello cuando su energía se unió a las gruesas y cargadas gotas de agua. Sintió la lluvia y tiró de ella.
Blake bebió de la botella y observó al melenudo que estaba inmóvil como una estatua, sudando por el esfuerzo o quizá debido al efecto de las drogas. La aventura ya no tenía gracia. El Wild Turkey abría otras posibilidades.
Los otros dos miraban a Blake, a la espera de que les indicara el próximo movimiento para obedecer. Eran unos pelotas.
—¡Eh, maricón! ¿Dónde está esa puta lluvia? —exclamó. El alcohol desdibujaba sus palabras, haciendo que las consonantes sonaran indistintas.
El tipo delgado, Gleason, rió socarronamente.
Tom no se movió de la elevación en que se encontraba y ni siquiera se dignó a responder.
Feedmaster, a quien los habitantes de Oxburg llamaban Ben Jagger, bebió de la botella y notó que se le aceleraban los latidos del corazón ante la perspectiva de una pelea.
Blake miró a Gleason y a Jagger.
—Creo que el melenudo este va colocado.
—Apuesto lo que quieras —intervino Gleason cuando consiguió mover la lengua. Estaba como una cuba, después de las cinco cervezas que había tomado y los tragos de Wild Turkey—. Apuesto lo que quieras, Blake. Va completamente drogado.
—Las malditas drogas son para los imbéciles —declaró Blake, al tiempo que le arrebataba la botella a Jagger. Tras apurarla de un trago, la tiró hacia los matorrales, donde cayó emitiendo un sonido sordo. Luego murmuró «drogata» y se humedeció los labios mientras observaba al desconocido melenudo. Siempre había odiado a esos tipos, eran de los que destacaban y se aprovechaban de la mujer de uno en cuanto te despistabas. Eran los típicos folladores de casadas—. Estos tipos son folladores de casadas —añadió en voz alta.
Jagger sonrió con crueldad. Ahí estaba la clave: la mujer de Blake era un asunto espinoso para el propio Blake. Tal vez ese vagabundo diera más de sí en la cama que un revolcón de cinco minutos con Blake, a quien su esposa llamaba «Arroz Instantáneo». Jagger estaba seguro. Sonrió.
Tom tiró del cielo, atrayéndolo hacia él. Ahora el agua emanaba de él, la lluvia formaba parte tanto del cielo como de su ser. No era consciente de nada más. Levantó los brazos y extendió las manos sin que interviniera su voluntad. La lluvia le recorrió las extremidades. La camisa de cuadros y la camiseta que llevaba debajo estaban completamente empapadas y empezaron a mojarle la cazadora impermeable. Notaba humedad en los pantalones, a la altura de la entrepierna y en la parte posterior de las piernas, como si se hubiera orinado encima.
Agarró el cielo. No se le escaparía. Tiró con más fuerza, y el aire húmedo y cálido fue acercándose. Sostuvo la masa de lluvia templada, que era como un cuerpo sólido hecho de gotas de lluvia. La sostuvo en lo alto, por encima de sus cabezas, y la soltó.
Al caer las primeras gotas de lluvia se produjo un momento de perplejidad. Gleason soltó una exclamación de asombro cuando Blake se acercó a Tom, que seguía inmóvil.
—¡Qué demonios…! —murmuró Jagger.
Ante la inesperada lluvia, Blake miró al cielo con cara de estúpido, y se detuvo en seco a medio dar un paso. Acto seguido, su expresión de estupor dio paso a otra de malévola determinación. Torpemente introdujo la mano en el bolsillo lateral de sus vaqueros y extrajo un objeto. Lo sostuvo en la mano hasta que el resplandor de la luna se reflejó en él e hizo que reluciera.
Dio un paso hacia Tom, que acababa de bajar los brazos y empezaba a abrir los ojos. Tom, ajeno a lo que lo rodeaba, adoptó una expresión de satisfacción. Miró a los hombres, que formaban un semicírculo alrededor de él, y no pudo evitar que las palabras salieran de su boca.
—Cincuenta pavos… —empezó a decir, pero se interrumpió al advertir que Blake había alzado el brazo y que empuñaba una navaja.
—¡Jodido melenudo! —exclamó Blake.
La navaja descendió rozando la cabeza de Tom. El brazo de Blake rebotó con fuerza en el muslo de Tom e hizo que ambos perdieran el equilibrio y cayeran al suelo.
Tom se apartó rodando, pero una bota maloliente le propinó un puntapié en el costado. Jagger sonrió cruelmente y se inclinó. Le asestó un puñetazo en la cara, justo al lado del ojo. Sorprendido, Tom profirió un alarido de dolor. Jagger se dispuso a propinarle otra patada.
La lluvia se convirtió en un aguacero y siguió cayendo a raudales mientras Jagger continuaba pateándolo.
Blake se puso en pie y se agachó para recoger la navaja. La lluvia se filtraba en la tierra seca, emitiendo un tabaleo continuo y esperanzador.
Tom vio que la navaja brillaba amenazadoramente bajo la luz de la luna. La observó, fascinado, mientras Blake se acercaba a él tambaleándose con ojos vidriosos y una mirada henchida de rabia.
Gleason contemplaba la escena con la misma fascinación. Meneó la cabeza y pensó en decir a Blake que se detuviera. No obstante, el filo resplandeciente de la navaja podría volverse contra él si lo hacía, y eso sería terrible, se dijo mientras daba media vuelta y se internaba entre la maleza. Aunque no era consciente de ello, no dejaba de gritar mientras corría.
—Voy a machacarte —murmuró Blake.
Jagger lo observaba todo, muy excitado. Miró la lluvia con aprecio y, alzando los ojos al cielo, comentó para sí: «Ese cabrón ha hecho que llueva, no cabe duda», y luego volvió los ojos hacia Blake para ver qué iba a hacer.
Tom se incorporó de un salto, con los dientes apretados. Quizá Blake advirtió el cambio en su rostro, el paso de una expresión temerosa a una más sombría. Tom, dispuesto a pelear, se alejó de Blake formando círculos. Una carga de electricidad inexistente hasta entonces se apreciaba en el ambiente. La lluvia era torrencial, caía en cortinas de agua casi sólidas. Tom vio que Blake intentaba secarse el agua de los ojos.
—¡No te veo, coño! —gritó Blake, y sus palabras taparon el sonido de la lluvia.
Tom, detrás de él, oyó a Jagger.
—¡Cógelo, Blake!
Una descarga eléctrica chisporroteó en el aire. El trueno, distante en un principio, se aproximó con rapidez. El cielo se iluminó con el repentino destello del relámpago. Blake no alcanzaba a ver el rostro de Tom pero, de haberlo hecho, se habría asustado.
Tom estaba de pie bajo la lluvia, inmóvil como una columna. Los rayos caían alrededor de él mientras sonreía.
Jagger echó a correr cuando el rayo alcanzó el suelo, a poco más de un metro delante de él. Notó bajo sus pies una vibración que hizo que cayera sentado en la tierra húmeda. Le gritó a Blake que tenían que salir de allí a toda prisa.
—¡Rayos! —exclamó con una voz inaudible en medio del fragor del trueno.
Blake ni siquiera se volvió.
A través del aguacero, la silueta de Tom le parecía fluctuar, debido a los efectos combinados de media botella de Wild Turkey y la lluvia torrencial que azotaba el suelo. El joven quedaba iluminado un instante con la brillante luz de un relámpago para luego desaparecer en la oscuridad; sin embargo, no se movía.
Un rayo cayó al lado de Blake y la corriente llegó hasta sus pies a través de un charco. Se sorprendió al notarlo y avanzó hacia Tom.
A través de la lluvia vislumbró el rostro de Tom alzado hacia el cielo. Una extraña sonrisa se dibujaba en sus labios y tenía los ojos cerrados. Blake levantó la navaja.
Tom bajó la cabeza y miró fijamente los ojos entornados de Blake. En ese momento otro relámpago impactó en el filo de la navaja e hizo que Blake cayera de rodillas y profiriera un grito de dolor. Sintió que el brazo le ardía, pues el rayo había penetrado por el filo y le había salido por el codo antes de clavarse en el suelo. Fue como una ardiente cuchillada.
Mientras Blake se retorcía de dolor, Tom se acercó y lo empujó con el pie. Cayó, aguantándose todavía el brazo herido.
La respiración de Tom era entrecortada y tenía el cuerpo completamente empapado. Los relámpagos se extinguieron con la misma rapidez con que habían aparecido. La lluvia no amainaba, pero emitía un repiqueteo alegre.
Sin preocuparse de su brazo, Tom colocó a Blake de lado. Buscó a tientas la cartera del hombre en sus ajados vaqueros y la sacó. Extrajo dos billetes de veinte dólares y uno de diez de entre el revoltijo de dinero y dejó que algunos de ellos cayeran al suelo mojado.
—Cincuenta pavos, cateto de mierda —dijo. Lanzó la cartera al charco situado a los pies de Blake. La lluvia estaba amainando. Su corazón seguía latiendo con fuerza, pero la furia iba disipándose. Se guardó los billetes en el bolsillo delantero y cogió la mochila empapada del borde del claro. Pesaría, pero ya estaba acostumbrado.
Atravesó el calvero sin volver la vista atrás, con los dientes aún apretados, vencido por el agotamiento mientras con cada paso sus pies chapoteaban dentro de las botas empapadas. Desandó el camino hacia la carretera por donde había llegado, sin preocuparse de la cerveza que había dejado sin pagar ni del hombre que yacía en el claro sosteniéndose el brazo quemado.
Lo tenía merecido.
Tom se adentró en la oscuridad notando con orgullo los billetes arrugados que llevaba en el bolsillo delantero del pantalón.
Le separaba un día de camino entre aquel lugar y su destino. Estaba fastidiado; ni siquiera había recogido cerillas en el bar. Siempre le apetecía fumar un pitillo después de un buen aguacero.