—¿Le dejaste claro a Akkarat que se trataba de una oferta con fecha de caducidad? —pregunta Anderson.
—¿De qué te quejas? —Carlyle brinda con Anderson con un vaso de cerveza de arroz tibia—. No ha ordenado que te descuarticen con megodontes.
—Puedo proporcionarle recursos. Y no pedimos mucho a cambio. No según los estándares históricos, al menos.
—Las cosas le están saliendo bien. A lo mejor cree que no te necesita. No con los camisas blancas humillados y sumisos. No tenía tanta influencia desde antes de la debacle del doce de diciembre.
Anderson compone un gesto de irritación. Coge su bebida y vuelve a posarla. No le apetece beber más alcohol caliente. Entre el bochorno y el sato, siente la cabeza aturdida y embotada. Empieza a sospechar que sir Francis intenta ahuyentar a los farang, ir eliminándolos poco a poco con promesas vacías y whisky del tiempo: «Hoy no hay hielo, lo siento mucho». Alrededor de la barra, los demás clientes parecen tan aletargados por el calor como él.
—Deberías haberte enrolado la primera vez que te lo ofrecí —observa Carlyle—. Ahora no estarías sudando la gota gorda.
—La primera vez que me lo ofreciste, eras un fanfarrón que acababa de perder un dirigible entero.
Carlyle se ríe.
—No supiste ver más allá de tus narices, ¿verdad?
Anderson deja pasar la pulla. Que Akkarat rechace la oferta de ayuda con tanta indolencia resulta molesto, pero lo cierto es que a Anderson le cuesta concentrarse en el trabajo. Emiko ocupa todos sus pensamientos, y su tiempo. Todas las noches la busca en Ploenchit, la monopoliza, la cubre de baht. Aun con lo codicioso que es Raleigh, la compañía del neoser sale barata. El sol se pondrá dentro de unas pocas horas, y Emiko volverá a subir al escenario con paso rígido. La primera vez que asistió a una de sus actuaciones, la chica mecánica reparó en su presencia y clavó en él la mirada, suplicándole que la rescatara de lo que estaba a punto de suceder.
—Mi cuerpo no me pertenece —respondió lacónicamente cuando Anderson le preguntó por el espectáculo—. Los hombres que me diseñaron me obligan a hacer cosas que no puedo controlar. Como si sus manos estuvieran dentro de mí. Como si fuera una marioneta, ¿sí? —Apretó los puños, abriéndolos y cerrándolos sin darse cuenta, pero siguió hablando en voz baja—. Me hicieron obediente, en todos los sentidos.
De pronto había sonreído y se había arrojado a sus brazos, como si no acabara de expresar la menor queja.
Es un animal. Tan servil como un perro. Y sin embargo, si Anderson procura no exigirle nada, si deja una distancia de seguridad entre ellos, emerge otra versión de la chica mecánica. Tan valiosa y exótica como un árbol bo vivo. Su alma, liberándose de la red sofocante de su ADN modificado.
Anderson se pregunta si se sentiría más conmovido por los abusos que sufre la muchacha si ésta fuera una persona real. Resulta extraño, estar con una criatura manufacturada, construida y adiestrada para servir. Ella misma reconoce que su alma alberga sentimientos encontrados. Que no es capaz de distinguir exactamente qué partes de su ser le pertenecen solo a ella y cuáles son fruto del condicionamiento genético. ¿Proviene su afán de servir de alguna porción de ADN canino que le hace asumir siempre que las personas naturales la superan en rango e inspira en ella una especie de lealtad de manada? ¿O se debe sencillamente al adiestramiento del que tanto le ha hablado?
El sonido de botas desfilando interrumpe las cavilaciones de Anderson. Carlyle, encorvado hasta ese momento, endereza la espalda y estira el cuello para ver a qué se debe el escándalo. Anderson se da la vuelta, y a punto está de tirar la cerveza.
La calle está infestada de uniformes blancos. Los peatones, las bicicletas y los carros buscan precipitadamente las aceras, amontonándose sin orden ni concierto contra los montones de escombros y las fábricas, abriendo paso a las tropas del Ministerio de Medio Ambiente. Anderson estira el cuello. Hasta donde alcanza la vista solo hay fusiles de resortes, porras negras y resplandecientes camisas blancas. Un sinuoso dragón que marcha cargado de determinación. El rostro resuelto de una nación que jamás ha sido conquistada.
—Jesús y Noé —musita Carlyle.
Anderson observa fascinado.
—Eso es un montón de camisas blancas.
Ante una señal invisible, dos de los camisas blancas se separan del grueso del grupo y entran en el local de sir Francis. Contemplan a los farang atontados por el calor con repugnancia mal disimulada.
Sir Francis, por lo general ausente y distraído, se apresura a salir de detrás del mostrador y dedica un hondo wai a los hombres.
Anderson indica la puerta con un cabeceo.
—¿Crees que es hora de irse?
Carlyle asiente con gesto serio.
—Pero intentemos que no se note mucho.
—Ya es un poco tarde para eso. ¿Crees que te buscan?
La expresión de Carlyle es tensa.
—Lo cierto es que esperaba que fuesen detrás de ti.
Sir Francis termina de hablar con los camisas blancas. Se da la vuelta y se dirige a sus clientes:
—Lo siento mucho. Estamos cerrados. Todo está cerrado. Debéis salir de inmediato.
Anderson y Carlyle se ponen en pie, tambaleándose.
—No tendría que haber bebido tanto —masculla Carlyle.
Salen a la calle en tropel, con los demás clientes del bar. Todos se quedan plantados al sol abrasador, parpadeando como pasmarotes mientras la marea de camisas blancas fluye ante sus ojos. El martilleo de los pasos inunda el aire. Retumba en las paredes. Sus ecos auguran violencia.
—Supongo que no se tratará de otra de las artimañas de Akkarat —susurra Anderson al oído de Carlyle—. Como tu dirigible capturado o algo por el estilo.
Carlyle no responde, pero la seriedad que se refleja en sus rasgos le dice a Anderson todo cuanto necesita saber. Cientos de camisas blancas inundan la calle, y no dejan de llegar más. El río de uniformes no tiene fin.
—Deben de haber sacado soldados del campo. Es imposible que haya tantos camisas blancas empleados en la ciudad.
—Son la primera línea del ministerio, para los incendios —dice Carlyle—. Para cuando la cibiscosis o la gripe aviar se salen de madre. —Empieza a señalar con el dedo pero enseguida baja la mano, reticente a llamar la atención sobre ellos. En vez de eso asiente con la cabeza—. ¿Has visto la insignia? ¿El tigre y la antorcha? Se trata prácticamente de una brigada suicida. Ahí es donde empezó el Tigre de Bangkok.
Anderson asiente con expresión fúnebre. Una cosa es quejarse de los camisas blancas, reírse de su estupidez y de su afán de sobornos, y otra muy distinta es verlos desfilar en relucientes columnas. Las pisadas estremecen el suelo y levantan nubes de polvo. La calle reverbera con los recién llegados. Anderson siente el impulso casi incontenible de huir. Son depredadores. Él es la presa. Se pregunta si Peters y Lei recibieron una advertencia parecida antes de que Finlandia se fuera al garete.
—¿Tienes una pistola?
Carlyle niega con la cabeza.
—Traen demasiados problemas.
Anderson inspecciona la calle en busca de Lao Gu.
—El conductor de mi rickshaw se ha largado.
—Malditos tarjetas amarillas. —Carlyle se ríe por lo bajo—. Siempre saben de dónde va a soplar el viento. Apuesto a que no hay ni un solo tarjeta amarilla en la ciudad que no se haya puesto ya a salvo.
Anderson agarra a Carlyle por el codo.
—Ven. Procura no llamar la atención.
—¿Adónde vamos?
—A averiguar de dónde sopla el viento. A ver qué sucede.
Anderson lo conduce por un callejón en dirección al khlong de transporte principal, el canal que desemboca en el mar. Casi de inmediato se tropiezan con una barrera de camisas blancas. Los guardias levantan los fusiles de resortes e indican a Anderson y Carlyle que se alejen.
—Me parece que van a acordonar todo el distrito —dice Anderson—. Las esclusas. Las fábricas.
—¿Cuarentena?
—Llevarían máscaras si fueran a quemar algo.
—Entonces, ¿un golpe de Estado? ¿Otro doce de diciembre?
Anderson mira a Carlyle de reojo.
—Un poco precipitado, ¿no crees?
Carlyle contempla a los camisas blancas.
—Puede que el general Pracha se nos haya adelantado.
Anderson tira de él en dirección opuesta.
—Acompáñame. Vayamos a mi fábrica. A lo mejor Hock Seng sabe algo.
A lo largo de toda la calle, los camisas blancas se afanan en sacar a la gente de las tiendas, ordenando que se cierren las puertas. Los últimos comerciantes se apresuran a proteger los escaparates con paneles de madera. Otro destacamento de camisas blancas desfila en formación.
Anderson y Carlyle llegan a la fábrica de SpringLife a tiempo de ver a los megodontes saliendo en fila por la puerta principal. Anderson agarra a uno de los mahouts, que detiene a su bestia con un golpe de fusta y se queda mirando a Anderson mientras el megodonte resopla y arrastra los pies, impaciente. El torrente de empleados de la cadena se divide para sortear el obstáculo.
—¿Dónde está Hock Seng? —pregunta Anderson—. El jefe tarjeta amarilla. ¿Dónde?
El hombre menea la cabeza. A su alrededor, los trabajadores continúan saliendo en desbandada.
—¿Han estado aquí los camisas blancas?
El hombre farfulla algo que a Anderson no le da tiempo a entender.
—Dice que los camisas blancas buscan venganza —traduce Carlyle—. Quieren recuperar la honra.
El hombre empieza a hacer aspavientos, y Anderson se aparta de su camino.
Al otro lado de la calle, la fábrica chaozhou también está evacuando a sus empleados. Ya no queda ningún escaparate desprotegido. Todos los puestos de comida que no se han alejado empujados por sus despavoridos propietarios han sido arrastrados al interior de algún edificio. Todas las puertas están firmemente cerradas. Unos pocos thais espían desde las ventanas más altas, pero la calle en sí únicamente es escenario de la estampida de trabajadores y del desfile de camisas blancas. Los últimos empleados de SpringLife pasan corriendo junto a Carlyle y Lake, sin dirigirles siquiera la mirada.
—Esto se pone peor por momentos —musita Carlyle, cuyo bronceado tropical no logra imponerse a su palidez.
Una nueva oleada de camisas blancas dobla la esquina, en fila de a seis, una serpiente que se extiende a lo largo de toda la calle.
A Anderson se le pone el vello de punta al ver los escaparates reforzados. Es como si todo el mundo estuviera preparándose para resistir un tifón.
—Hagamos como los nativos y refugiémonos dentro. —Agarra una de las pesadas rejas de hierro y empuja con todas sus fuerzas—. Ayúdame.
Hace falta el esfuerzo combinado de ambos para cerrar las puertas y colocar las barras. Anderson echa los candados y se apoya en el hierro caliente, jadeando. Carlyle inspecciona los barrotes.
—¿Significa esto que estamos a salvo? ¿O atrapados?
—Todavía no nos han metido en la cárcel de Khlong Prem, así que asumamos que estamos ganando.
Pero interiormente, Anderson alberga sus dudas. Hay demasiadas variables en juego, y eso le pone nervioso. Recuerda una vez, en Missouri, cuando los grahamitas se sublevaron. Había habido tensiones, algún que otro discurso, y de pronto empezaron los incendios de los cultivos. Nadie había visto venir la violencia. Ni uno solo de sus espías había anticipado la tormenta que bullía bajo una superficie aparentemente tranquila.
Anderson terminó encaramado a lo alto de un silo, asfixiándose con el humo de los campos de HiGro envueltos en columnas de fuego, disparando sin descanso contra los alborotadores con un fusil de resortes que había rescatado del cadáver de un guardia de seguridad demasiado lento, sin dejar de preguntarse cómo era posible que nadie hubiese sabido ver las señales. Perdieron aquellas instalaciones por culpa de su ceguera. Y ahora es exactamente igual. Una erupción repentina, y la sorpresa de darse cuenta de que el mundo que comprende no es el mismo que el que habita.
¿Se trata de Pracha, que por fin ha decidido hacerse con todo el poder? ¿O de Akkarat, empeñado en sembrar más confusión? ¿O será acaso obra de una nueva plaga? Podría ser cualquier cosa. Mientras Anderson ve fluir la riada de camisas blancas, le parece oler de nuevo el humo de los silos incendiados de HiGro.
Por señas, le indica a Carlyle que entre en la fábrica.
—Busquemos a Hock Seng. Si alguien sabe algo, será él.
En la planta de arriba, las oficinas de administración están desiertas. El incienso de Hock Seng arde sin interrupción, proyectando sedosos hilos de humo gris. Encima de la mesa yacen papeles abandonados, mecidos por la suave brisa de los ventiladores de manivela.
Carlyle suelta una risita cargada de cinismo.
—¿Has perdido un ayudante?
—Eso parece.
La caja fuerte accesoria está abierta. Anderson echa un vistazo a los estantes. Faltan al menos treinta mil baht.
—Maldita sea. El muy cabrón me ha desplumado.
Carlyle abre uno de los postigos, revelando los tejados que se extienden a lo largo de toda la fábrica.
—Echa un vistazo a esto.
Anderson frunce el ceño.
—Siempre estaba toqueteando los pestillos. Pensé que quería impedir que entrara nadie.
—Pues me parece que se ha dado el piro. —Carlyle se carcajea—. Deberías haberle despedido cuando aún podías.
Los ecos del martilleo de más botas sobre los adoquines ascienden hasta ellos. Es lo único que se oye en la calle.
—En fin, hay que reconocer que fue previsor.
—Ya sabes lo que dicen los thais: «Si ves correr a un tarjeta amarilla, ten cuidado con el megodonte que viene detrás».
Anderson pasea la mirada por el despacho una última vez antes de asomar medio cuerpo por la ventana.
—Ven. Veamos adónde ha ido mi ayudante.
—¿Hablas en serio?
—Si él no quería tropezarse con los camisas blancas, nosotros tampoco. Y salta a la vista que tenía un plan. —Anderson se da impulso y sale al sol. Las tejas le queman las manos. Las sacude mientras se yergue. Es como estar en una sartén. Estudia el tejado, respirando entrecortadamente a causa del calor abrasador, y ve la fábrica chaozhou al otro lado. Anderson da unos pasos, y entonces se vuelve y dice—: Sí. Creo que se fue por aquí.
Carlyle consigue encaramarse por fin al tejado. El sudor le perla el rostro y le empapa la camisa. Caminan sobre las tejas rojizas mientras el aire hierve a su alrededor. En la otra punta del tejado, su ruta termina en un callejón, resguardado de Thanon Phosri por un recodo de la avenida. Al otro lado del abismo, una escalerilla se descuelga hasta el suelo.
—Que me aspen.
Los dos se quedan mirando fijamente el callejón, tres pisos más abajo.
—¿Y el viejo chino ha saltado hasta ahí? —pregunta Carlyle.
—Eso parece. Y después bajó por la escalera. —Anderson se asoma al borde—. Menuda caída. —No puede por menos de sonreír ante la capacidad de inventiva de Hock Seng—. Puto zorro.
—La distancia es enorme.
—No tanto. Y si Hock Seng…
Anderson no tiene ocasión de terminar la frase. Carlyle pasa por su lado como una exhalación y cubre el abismo de un salto. Aterriza sin gracia y rueda por el tejado. Un segundo después, se levanta, sonriendo y haciendo señas a Anderson para que le siga.
Anderson frunce el ceño y coge carrerilla. El aterrizaje le estremece toda la dentadura. Cuando se pone en pie, Carlyle ya está desapareciendo por el borde, bajando por la escalerilla. Anderson sigue sus pasos, renqueando a causa de una rodilla magullada. Carlyle está inspeccionando el callejón cuando Anderson se sitúa a su lado de un salto.
—Ese camino conduce a Thanon Phosri y a nuestros amigos —informa Carlyle—. Eso no nos conviene.
—Hock Seng es un paranoico —dice Anderson—. Habrá calculado una ruta. Y seguro que no pasa por las calles principales.
Encamina sus pasos en la dirección opuesta. Casi inmediatamente aparece un hueco entre las paredes de dos fábricas.
Carlyle sacude la cabeza, admirado.
—No está mal.
Se introducen en el estrecho pasadizo, avanzando con esfuerzo durante más de cien metros antes de llegar a una plancha de latón oxidado. Mientras retiran el burdo portal, una anciana les observa tras un montón de colada. Se encuentran en una especie de patio. Hay ropa tendida por todas partes, y el sol dibuja arcoíris en la tela mojada. La anciana les indica que pasen por su lado.
Un momento después salen a un soi diminuto, que a su vez desemboca en una serie de callejuelas laberínticas que discurren por una improvisada barriada donde viven los culis que trabajan en las compuertas de los diques, transportando mercancías desde las fábricas hasta los muelles. Más callejones en miniatura, obreros encorvados sobre fideos y pescado frito. Sacos de WeatherAll. Sudor y la penumbra de los tejados colgantes. Humo de pimientos asados que les hace toser y taparse la boca mientras se abren paso penosamente en medio del bochorno.
—¿Dónde diablos estamos? —murmura Carlyle—. Estoy completamente desorientado.
—¿Y eso qué más da?
Dejan atrás perros adormilados por el calor y cheshires tumbados encima de montañas de desperdicios. El sudor cae a chorros por el rostro de Anderson. La euforia del alcohol consumido a media tarde hace ya tiempo que se esfumó. Más callejones en sombra, más recovecos sinuosos, vueltas y recodos, encogiendo el estómago para pasar entre bicicletas, montones de chatarra y plásticos derivados de la resina de coco.
Aparece una abertura. Emergen a un resplandor diamantino. Anderson aspira el aire, relativamente fresco, alegrándose de haber dejado atrás la claustrofobia de los callejones. La carretera no es grande, pero aun así, hay tráfico.
—Creo que esto me suena —dice Carlyle—. Por aquí cerca hay un tipo que vende el café que le gusta a uno de mis empleados.
—Por lo menos no se ve ningún camisa blanca.
—Debo encontrar la manera de volver al Victoria. Tengo dinero depositado en la caja fuerte.
—¿Cuánto vale tu cabeza?
Carlyle hace una mueca.
—Eh. A lo mejor tienes razón. Tendré que ponerme en contacto con Akkarat, al menos. Averiguar qué sucede. Decidir cuál es nuestro próximo paso.
—Hock Seng y Lao Gu se han esfumado —dice Anderson—. Por ahora, hagamos como los tarjetas amarillas y pasemos desapercibidos. Podemos coger un rickshaw hasta el khlong de Sukhumvit, y después ir en barca hasta cerca de mi casa. Así nos mantendremos lejos de las zonas industriales y comerciales. Y de todos esos puñeteros camisas blancas.
Hace señas al conductor de un rickshaw y ni siquiera se molesta en regatear mientras Carlyle y él suben al asiento.
Lejos de los camisas blancas, Anderson empieza a tranquilizarse. Se siente ridículo al recordar el pavor que le atenazaba hacía unos instantes. Que él sepa, podrían haber ido tranquilamente por la calle, sin que nadie les molestara. No hacía falta ir saltando por los tejados. Quizá… Sacude la cabeza, frustrado. Le falta demasiada información.
Hock Seng no se quedó a ver qué pasaba, sino que cogió el dinero y salió corriendo. Anderson piensa de nuevo en la ruta de escape, minuciosamente planeada. El salto… Se le escapa una carcajada.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Nada, Hock Seng. Lo tenía todo previsto. Hasta el último detalle. En cuanto surgió la menor complicación… ¡Zas! Salió disparado por la ventana.
Carlyle sonríe.
—No sabía que tuvieras ninjas de geriátrico en nómina.
—Creía… —Anderson deja la frase flotando en el aire. El rickshaw está aminorando la marcha. Frente a ellos, atisba algo blanco y se pone de pie para ver mejor—. Diablos. —El blanco almidonado del Ministerio de Medio Ambiente ha llegado a la carretera y está cortando el tráfico.
Carlyle se levanta como un resorte a su lado.
—¿Controles?
—Por lo visto no se trata únicamente de las fábricas. —Anderson mira atrás de reojo, buscando una salida, pero los peatones y las bicicletas empiezan a amontonarse, bloqueando el camino.
—¿Quieres que salgamos por patas?
Anderson pasea la mirada por la multitud. Detrás de él, el conductor de otro rickshaw se pone en pie sobre los pedales para inspeccionar el panorama, vuelve a sentarse y empieza a aporrear el timbre, irritado. Su chófer se suma al coro.
—Nadie parece preocupado.
A lo largo de la carretera, los thais pregonan las excelencias de sus montones de durios malolientes, sus cestos de limoncillo y sus chapoteantes cubos de pescado. Tampoco ellos parecen nerviosos.
—¿Quieres intentar marcarte un farol? —pregunta Carlyle.
—Diablos, qué sé yo. ¿Es que Pracha intenta darse golpes de pecho?
—Te lo he repetido mil veces, a Pracha le han quitado los dientes.
—Nadie lo diría.
Anderson estira el cuello, intentando atisbar qué sucede en la barrera. A juzgar por lo poco que puede ver, alguien está discutiendo con los camisas blancas, haciendo aspavientos. Un thai de piel oscura como la caoba y anillos de oro en los pulgares. Anderson se esfuerza por escuchar algo, pero las palabras se pierden en el estruendo mientras no dejan de sumarse ciclistas al atasco y aumenta el concierto de timbrazos.
Es como si los thais creyeran que se trata de un simple atasco. Están más impacientes que asustados. Se suman más ciclistas, y la música de los incesantes timbrazos lo envuelve.
—Ay… Mierda —murmura Carlyle.
Los camisas blancas apean de su bicicleta al tailandés indignado, que se desploma sin dejar de agitar los brazos. Los anillos de sus pulgares destellan al sol antes de desaparecer bajo un enjambre de uniformes blancos. Las porras de ébano suben y bajan, empapándose de sangre, relucientes.
Un aullido de perro apaleado inunda la calle.
Todos los conductores dejan de tocar el timbre. La calle enmudece mientras todo el mundo se vuelve y estira el cuello para ver algo. En medio del silencio, las súplicas entrecortadas del hombre se oyen perfectamente. A su alrededor, cientos de cuerpos se agitan y respiran. La gente mira a derecha e izquierda, nerviosa de repente, como un rebaño de ungulados que acabara de descubrir la presencia de un depredador en su seno.
El martilleo seco de las porras continúa.
Al cabo, los sollozos del hombre se truncan. Los camisas blancas se yerguen. Uno de ellos se da la vuelta e indica al tráfico que avance. Es un gesto impaciente, profesional, como si la gente se hubiera detenido a contemplar un puesto de flores o una atracción de feria. Titubeantes, los ciclistas empiezan a pedalear. El tráfico comienza a rodar. Anderson vuelve a sentarse.
—Dios.
El conductor de su rickshaw carga el peso sobre los pedales y se ponen en marcha. La preocupación se refleja en los rasgos de Carlyle. De reojo, mira a los lados.
—Nuestra última oportunidad de salir corriendo.
Anderson no puede apartar la mirada de los camisas blancas que se acercan.
—Llamaríamos la atención.
—Somos putos farang. Ya estamos llamando la atención.
Los peatones y los ciclistas avanzan despacio, agolpándose en el cuello de botella, esquivando el escenario de la carnicería.
Media docena de camisas blancas rodean el cadáver. La sangre que mana de la cabeza del hombre ha formado un charco. Las moscas revolotean ya en torno a los regueros carmesíes, pegajosas las alas, atiborrándose de calorías. La sombra de un cheshire se agazapa con avidez en la periferia, alejada de la sangre que se coagula por una valla de perneras blancas. Todos los agentes tienen los puños salpicados de rojo, el rocío de la energía cinética absorbida.
Anderson contempla el macabro espectáculo. Carlyle carraspea nervioso.
El ruido hace que un camisa blanca levante la cabeza y sus miradas se cruzan. Anderson no sabe durante cuánto tiempo, pero el odio que anida en los ojos del agente es inconfundible. El camisa blanca arquea una ceja, desafiante. Se da un golpecito en la pierna con la porra, dejando una mancha sanguinolenta.
Otro golpecito y el agente ladea la cabeza bruscamente, indicando que Anderson debería apartar la mirada.