Los Proscritos estaban excitadísimos porque se acercaba el día de la fiesta de Huberto Lane.
Esto podría parecer como si los Proscritos fueran a ser invitados a la fiesta y tomar parte en el baile, la comida, los juegos y demás amenidades laboriosamente preparadas por los padres de Huberto Lane.
Pero no era así. Porque entre los Proscritos y los huberto lanitas existía una enemistad mortal y la tradición exigía que cada bando tratara las fiestas del otro con indiferencia y desdén. Eran los huberto lanitas los que habían quebrantado la tradición. Habían hecho fracasar, deliberadamente, la fiesta dada por Guillermo la semana anterior a Nochebuena. Se habían reunido en torno a las ventanas, para burlarse de los Proscritos que se divertían en el interior, dispersándose milagrosamente en la oscuridad cada vez que se hacía una salida de la casa para atacarles. Por añadidura, habían colocada un gato muerto (que Huberto había encontrado en una cuneta) en lugar del conejo que el prestidigitador había llevado consigo, y que había de aparecer, misteriosamente, en su sombrero.
Hasta las personas mayores de las familias de los Proscritos estaban resentidas de aquel ultraje. Pero les dijeron a los Proscritos que los caballeros considerarían una cosa así como despreciable. Los Proscritos, sin embargo, no consideraban la cosa despreciable. No era su intención demostrar ser unos caballeros. Querían vengarse.
Estaban decididos a hacer fracasar la fiesta de Huberto Lane, como Huberto Lane había hecho fracasar la suya. No obstante, tuvieron la prudencia de ocultar su resolución a sus mayores. Sus mayores se hacían la ilusión de que los Proscritos habían aceptado el insulto como pequeños caballeros.
Pero los Proscritos, con silenciosa determinación, no hacían más que aguardar. Aguardaban el día de la fiesta de Huberto Lane.
La noticia de que el señor y la señora Lane estarían ausentes el día de la fiesta y de que una tía de Huberto —tía Emilia— la presidiría animó, considerablemente, a los Proscritos. La señora y el señor Lane habían acudido presurosamente al lado de una tía del señor Lane, que estaba enferma. Tenían esperanza de heredarla y, ante esta posibilidad, la fiesta de Huberto carecía, para ellos, de importancia. Los Proscritos se dijeron que la Providencia estaba de su parte. Se acentuó su convencimiento cuando supieron más tarde que, al ver a su sobrino, la tía enferma se había puesto buena y ni siquiera había ofrecido pagarles el viaje.
Claro era que, estando tía Emilia encargada de todo, se simplificaban las cosas para los Proscritos. Los Proscritos conocían a tía Emilia. Mal podría uno imaginarse persona más bondadosa, más corta de vista ni de mejores intenciones que tía Emilia. Tía Emilia no debía de resultar difícil de manejar en un momento crítico.
Los Proscritos no tenían formado ningún plan determinado. Habían decidido, simplemente, que, de una forma u otra, era preciso que entraran en casa de Huberto Lane la noche de la fiesta. Luego podrían dejar que los acontecimientos siguieran su curso. Guillermo, jefe de los Proscritos, al igual que todos los mejores generales, prefería no preparar su plan de acción hasta haberse asegurado de cuál era el plan del enemigo.
La fiesta había de empezar a las siete. A las seis y media hubiera podido verse a diez niños que se deslizaban, en fila india, por un agujero de la valla que rodeaba el jardín de los Lane. A la cabeza iba Guillermo, su rostro contraído en una expresión que daba a conocer su intención de vencer o morir. Tras él iba Pelirrojo, luego Enrique, Douglas y seis anti-lanitas y partidarios de los Proscritos.
Un peral crecía, convenientemente, junto a la casa Lane y hacía posible, con cierto peligro (que los Proscritos despreciaban olímpicamente), gatear hasta la ventana de una buhardilla.
Guillermo subió el primero. Los demás le siguieron, con una serie de resoplidos, jadeos, chasquidos de ramas y exclamaciones que, en una noche más normal, hubieran llamado la atención de toda la casa. Pero aquella noche no era normal.
Huberto se hallaba en su cuarto, al otro lado de la casa, poniéndose un elegantísimo traje Eton. Las doncellas estaban en la cocina dando los toques finales a montañas de emparedados, cremas, pasteles, gelatinas y flores. El señor y la señora Lane, cuya alcoba daba al peral precisamente, se hallaban junto al lecho de la tía que les estaba dando el disgusto de ponerse buena. Y tía Emilia se encontraba en la cocina con las doncellas, exasperándolas con sus bien intencionados esfuerzos por ayudar en las diversas faenas.
Había echado ya sal sobre un dulce, bajo la impresión de que se trataba de azúcar, y hecho un jarrón de «café» con polvos de limpiar los cuchillos, porque era demasiado corta de vista para leer las etiquetas de las latas.
Conque nadie había para oponerse o fijarse en los Proscritos cuando gatearon el peral y entraron por la ventana de la buhardilla. Hubo unas cuantas bajas en la operación, naturalmente. Pelirrojo, cuyo pie se había quedado cogido en la bifurcación de una de las ramas, tuvo la presencia de ánimo de desabrocharse el zapato y completar el trayecto con un pie descalzo. Un niño pequeño, bautizado «Marmaduke» por sus padres y rebautizado «Mermelada» por sus contemporáneos y que se había empeñado en agregarse a la expedición, resbaló y perdió el valor en el preciso momento en que iba a dejar el árbol y meterse por la ventana. Lanzó un alarido que hubiera podido oírse a una milla de distancia; pero Guillermo le cogió por una oreja, Pelirrojo por el pelo y, juntos, le subieron sin novedad.
Luego se sentaron en el suelo y se miraron unos a otros, con cuellos y corbatas torcidos, chaquetas rotas, rodillas arañadas y sucias, pantalones adornados de un material blanco que, evidentemente, había sido empleado para embellecer los marcos de las ventanas de la casa Lane. Luego Guillermo respiró profundamente y dijo:
—¡Troncho! «Eso» sí que ha sido gatear.
—Sí —jadeó Douglas—. Fui a ver una película del monte Everest y no era, ni «mucho» menos, tan pendiente como este peral.
«Mermelada» estaba mirando ahora a sus salvadores con ira.
—No hacía falta que me arrancarais el pelo y la oreja por las raíces —murmuró, malévolo, acariciándose las partes doloridas con ambas manos.
Pero nadie escuchó su lamento. El ejército de valientes estaba muy ocupado ya inspeccionando su refugio. Las buhardillas de los Lane resultaron consistir en tres cuartos de tamaño regular, llenas de cajones de desechos de toda clase, cisternas de agua, telarañas y tuberías misteriosas. En el minúsculo descansillo de fuera había una ventanita que daba directamente al tejado. Era el paraíso de la infancia.
Los ojos de los Proscritos brillaron al explorarlo. Decía mucho de la futilidad general de Huberto Lane y de sus satélites el que nunca hubieran utilizado aquel campo de recreo que parecía enviado por el cielo y lo hubiesen considerado siempre como un cuarto ordinario de una casa corriente.
—¡Oíd! ¡Juguemos a ladrones! —dijo Pelirrojo, en ronco susurro.
—No; seamos náufragos en una isla desierta —dijo Enrique, buscando ya las características más salientes de la escena: el mar, la playa, la roca, el pulpo gigantesco, la cabaña de rollizos, la laguna, la…
Pero Guillermo llamó la atención de sus compañeros hacia el objetivo inmediato de la expedición.
—¡No hemos venido aquí a jugar! —exclamó, en sibilante susurro.
Enrique había abierto la ventanita y se había aventurado a salir al tejado. Otros dos osados exploradores se subieron a la cisterna del agua. Otros estaban haciendo equilibrios sobre tuberías, o subiéndose a cajas y cajones, o rebuscando entre los detritos que las llenaban.
—Conseguiréis que suban «todos» —dijo Guillermo, furioso— y, ¿qué haréis «entonces»?
—Pelear con ellos —repuso «Mermelada», que había recobrado ya el aplomo y su espíritu belicoso, se había encasquetado en la cabeza un cesto de mimbre y blandía una caña de bambú que había encontrado en el suelo.
—¡«Pelear» con ellos! —repitió, embriagado de valor.
Pero las palabras de Guillermo habían hecho recordar la realidad a sus secuaces. Bajaron de las tuberías, de las cajas y de las cisternas y se agruparon alrededor de él.
Guillermo bajó la voz a un susurro de conspirador.
—Tenemos que salir y ver, primeramente, qué es lo que está pasando —dijo, roncamente— y entonces… entonces pensaremos qué hacer.
Los Proscritos salieron tras él, de puntillas, y se asomaron a la escalera.
La voz de tía Emilia, clara como las notas de una flauta, llegó hasta ellos desde el vestíbulo.
—«Muy» bien, querido Huberto. Estás «muy» mono, querube; muy mono. Estás «hecho» un hombrecillo. Estoy segura que sabrás ser un buen anfitrión, ¿verdad, querido? y que sabrás cuidarte de tus invitados. Has de pensar siempre en que «ellos» se diviertan, aunque no te diviertas tú.
—Se te está cayendo, el pelo, tía —dijo Huberto.
—Los niños no deben Hacer comentarios personales, querido —dijo tía Emilia.
Los Proscritos estaban escuchando todo aquello silenciosos y encantados. Guillermo, con ceñuda concentración, iba almacenando todas las palabras de la conversación en su cerebro para uso futuro.
Se oyó rumor de ruedas sobre la grava del jardín y el sonar del timbre de la puerta principal.
—El primer invitado, querido —dijo tía Emilia—. Abriré la puerta y tú puedes ponerte aquí para recibirles… Sonríe un poco, querido, y acuérdate de decir «¿Cómo estás?», con mucha cortesía.
Luego se oyó la llegada del obeso Albertito Franks, el más odioso de los huberto lanitas después del propio Huberto Lane. Después de él empezaron a llegar los demás invitados sin interrupción. Los huberto lanitas tenían todos un curioso parecido físico con su jefe. Todos eran pálidos y todos eran gruesos. Apoyaban a Huberto principalmente porque nunca le faltaba dinero en abundancia y, al igual que Huberto, cuando alguien les molestaba, se lo decían a sus padres y los padres escribían notas acerca del particular a los padres de aquellos que les molestaban. Los invitados colgaron gorras y abrigos en el vestíbulo, se pusieron zapatos de baile y pasaron a la sala. Reinó un silencio sombrío.
—¿A qué jugaremos primero? —inquirió tía Emilia con exagerada animación—. ¿A las cuatro esquinas?
La idea fue recibida con un silencio helado.
—¿A la gallinita ciega? —prosiguió tía Emilia/ haciéndose casi histérica su animación.
Silencio de nuevo: un silencio que aquella vez parecía contener algo de ominoso.
—¿A prendas? —murmuró, trémula, la señora.
El silencio, aquella vez, parecía preñado de ira.
—¿Queréis co… co… comer? —dijo tía Emilia, intentando, en vano, hablar en voz tan animada como al principio.
No había tenido la intención de que se pasara al comedor hasta mucho después; pero no se le ocurría ninguna otra cosa.
Un murmullo de aprobación acogió sus palabras.
Uno de los invitados se impuso.
—¿Y si jugáramos primero al escondite y luego fuéramos a comer?
—Al escondite… —murmuró tía Emilia con voz trémula—. Es un juego un poco bruto, ¿no?
Le aseguraron que no y echaron a suertes a ver a quién le tocaba quedarse. Los Proscritos, asomándose bien a la escalera y aguzando el oído, coligieron que Huberto era el que se había «quedado». Los invitados, guiados por Albertito Franks, subieron la escalera en busca de escondites. Subieron al primer piso, luego al segundo y, por fin, a las buhardillas. Humildemente y desprovistos de iniciativa, se limitaron a seguir a Albertito Franks. Los Proscritos se retiraron precipitadamente a su guarida.
—Aquí hay una ventanita —chirrió uno de los huberto lanitas— que da al tejado. Salgamos a escondernos en el tejado.
—No —contestó Albertito—: es peligroso. No debemos meternos en ningún sitio peligroso. Pudiéramos hacernos daño.
—Y no debemos hacer nada que nos ensucie la ropa —dijo otro.
Entraron en el cuarto de enfrente al ocupado por los Proscritos.
—Podríamos escondernos todos aquí —dijo un huberto lanita—: detrás de las cajas, maletas y todo eso.
Los huberto lanitas siempre seguían, sin rechistar, al que tomaba la iniciativa.
—Hay mucho polvo —dijo uno de ellos, con disgusto.
—No importa. Es para poco rato —contestó otro.
—¡Uf! ¡Hay arañas y todo eso! —exclamó otro con asco.
Esta conversación dará a mis lectores una idea de lo único que necesitan (y espero que de lo único que quieren) saber de los huberto lanitas.
—Cerremos la puerta para que no nos vea —propuso Albertito Franks.
Alguien cerró la puerta y, en el interior, se oyó el ruido de sus escondites, moviendo cajas, subiendo por encima de obstáculos y exhalando exclamaciones de disgusto y asco al propio tiempo.
Guillermo se acercó silenciosamente y echó la llave a la cerradura. Evidentemente, no le oyó nadie.
—¡Voy! —gritó Huberto Lane desde abajo.
—No grites tanto, querido —exclamó tía Emilia—. Dilo en voz natural. Los caballeros nunca alzan la voz.
Huberto Lane subió, lentamente, la escalera. Se paró en cada piso; pero no los exploró. El instinto pareció llevarle, directamente, a las buhardillas. Se detuvo ante la ventana que daba al tejado. Comprendía que debía de haber estado cerrada. Y estaba abierta. Debían de haber salido sus amigos al tejado.
Después de vacilar unos instantes, salió por la ventana y empezó a buscar por entre las chimeneas. Guillermo, que estaba vigilando, corrió como una centella a la ventana y la cerró. Huberto se volvió, sorprendido, y Guillermo vio el rostro grueso y pálido de su enemigo que le miraba, boquiabierto, por el cristal. Entonces, con una presencia de espíritu admirable, movió dos grandes hojas de mesa que había cerca y tapó, con ellas, la ventana. Huberto quedaba eliminado. No existía peligro alguno. La ventana daba a un trozo de tejado plano, rodeado de un parapeto y no había la menor probabilidad de que el cauteloso Huberto se acercase siquiera al parapeto.
Guillermo vio el rostro grueso y pálido de su enemigo.
Los Proscritos salieron de su escondite para reunirse con su jefe. Era evidente que Guillermo tenía algún plan.
—Seguidme —dijo el niño— y haced lo que haga yo.
Le siguieron, confiados, escalera abajo, hasta el propio vestíbulo donde se hallaba tía Emilia sonriendo forzadamente y subiéndose el cabello que no hacía más que caérsele.
Muy débilmente, desde arriba, llegó a sus oídos un «¡Hi!» de protesta. Apenas si se oía; y tía Emilia, además de ser corta de vista, era lo que ella llamaba «“un poquitín” corta de oído; pero no “sorda” en realidad, ¿sabe?»
De igual manera que para la mayoría de nosotros las gallinas son simplemente gallinas —aun cuando comprendemos que deben de tener rasgos y expresiones, para nosotros invisibles, que las distingan unas de otras y que sirvan para que se conozcan entre sí— para tía Emilia los niños eran niños simplemente.
Unos diez niños habían subido la escalera y unos diez niños bajaban. No se le ocurrió que pudiera tratarse de diez niños completamente distintos. Aun cuando hubiera sido menos corta de vista, no se le hubiera ocurrido semejante posibilidad. Desde luego se fijó en que su limpieza y su elegancia anteriores habían quedado malparadas; pero sabía que no hay poder sobre la tierra capaz de conseguir que un niño permanezca limpio y bien arreglado más allá de cinco minutos. Sabía que existe una poderosa Ley de Atracción entre los Niños y la Porquería y que una no puede meterse, impunemente, contra las Leyes de la Naturaleza.
Echó una mirada de disgusto al cabello desgreñado de los Proscritos, a sus cuellos torcidos y trajes cubiertos de yeso y de telarañas. Cerró los ojos un momento al contemplarlos, como si sufriera un suplicio indecible. Luego dominó sus sentimientos y preguntó, débilmente:
—¿Dónde está Huberto, queridos? Debía de haber acompañado hasta aquí a sus invitados.
Guillermo, con su rostro tan desprovisto de expresión como el de una momia, habló con voz extremadamente meticulosa y cortés:
—Huberto dijo que bajaría en seguida y que empezáramos a comer sin esperarle.
Tía Emilia quedó un poco desconcertada.
Se acercó al pie de la escalera.
—¡Huberto, querido! —llamó.
Muy débil, y de muy lejos, llegó la indignada exclamación: «¡Hi!», que lanzaba Huberto desde el tejado. Los verdaderos invitados estaban acurrucados aún detrás de los cajones, en la buhardilla, esperando a que les «encontrasen».
El «¡Hi!» de Huberto era demasiado débil para que llegase a oídos de tía Emilia. Claro está que tal vez hubiera emprendido un viaje en su busca, de no haber sido porque los «invitados» se metieron en el comedor. Les siguió y les dirigió una mirada de reproche.
—Yo creo que, quizá, Huberto habrá ido a arreglarse un poco —dijo—. Y creo, también, que quizá no estuviera demás que vosotros hicierais lo propio.
Los niños hicieron caso omiso de su insinuación y, sentándose a la mesa, se pusieron a comer.
Tía Emilia siempre había tenido la vaga sospecha de que no le gustaban los niños y dicha sospecha se convirtió, en aquellos momentos, en seguridad absoluta.
Los niños parecían haber decidido consumir los comestibles más agradables en el menor espacio de tiempo posible. Rechazaron los emparedados y el pan y mantequilla. Devoraban los pasteles tan aprisa como los repartía la pobre tía Emilia. Exigían flanes, cremas, y dulces. Comían con voracidad, como si se hubiesen impuesto la obligación de comer a toda prisa. Consumieron enormes cantidades de alimentos. Comían en silencio, haciendo caso omiso de todos los comentarios corteses de la pobre señora sobre el tiempo y todas las preguntas acerca de cómo les iban las ^ clases en el colegio. Trabajaban como negros. La fuente de pasteles con azúcar estaba vacía. La fuente de los flanes estaba vacía. La fuente de la crema estaba vacía. La fuente de dulces variados estaba vacía. La fuente de pasteles de crema estaba vacía.
Sólo quedaban platos de pan y mantequilla, de bocadillos y de pasteles sin tocar.
Tía Emilia miró a su alrededor, horrorizada.
Los «¡his!» de Huberto aumentaron en volumen e indignación. Y otro sonido se había unido a aquel —el ruido de muchas manos que golpeaban una puerta. Los verdaderos invitados se habían dado cuenta por fin, evidentemente, de que ocurría algo anormal.
Tía Emilia miró a su alrededor…
Las fuentes de dulces, pasteles, flanes y otras golosinas estaban vacías.
—¿Oís una… una especie de ruido? —preguntó tía Emilia, dudando, llevándose una mano a la oreja. Guillermo alzó la cabeza e hizo como si se esforzara en oír el ruido que iba aumentando por momentos.
—¿Qué clase de ruido? —preguntó, mirando fija y severamente a tía Emilia.
—Me… me parece que iré a ver lo que hace el querido Huberto —murmuró, débilmente, la señora.
Y, cayéndosele el pelo más que nunca, huyó del horrible espectáculo que eran para ella aquellos niños tan poco caballeros que comían como… bueno, como ninguna cosa que hubiera visto tía Emilia hasta entonces.
Guillermo abrió la ventana del comedor y los Proscritos se perdieron en la noche, saciados sus cuerpos con la fiesta de los Lane y saciada su alma de venganza. Los huberto lanitas se habían burlado abiertamente de ellos y habían echado a perder la función del prestidigitador. Ellos se habían tragado la comida de los huberto lanitas. Ojo por ojo y diente por diente: una comida por un gato muerto. ¡Estaban en paz!
Tía Emilia encontró y puso en libertad a los enfurecidos huberto lanitas, les condujo al comedor, a que consumieran los alimentos, casi espartanos, que les habían dejado los Proscritos, y luego se fue a sufrir, tranquilamente, un colapso nervioso ella sólita. No volvería a tener tratos con niños jamás: ¡jamás, jamás, «jamás»! Tuvo un colapso nervioso lo más aprisa que pudo y luego volvió a animar a las víctimas de la terrible catástrofe. Pero la melancolía que había descendido sobre la fiesta era demasiado profunda para ser disipada por nada: ni siquiera por la animación de tía Emilia.
El señor Lane no estaba del mejor de los humores cuando regresó a su casa. Hablando en general, lo estaba viendo todo muy negro. La vengativa alegría y la persistente salud de su tía le había amargado bastante. Y el relato de la expedición de saqueo organizada por los Proscritos era lo único que le faltaba. Conque se sentó inmediatamente y escribió una carta muy fuerte a los padres de los Proscritos.
Los padres de los Proscritos estaban ya muy acostumbrados a recibir cartas fuertes del señor Lane. En cuanto un niño molestaba a Huberto, el padre de Huberto le escribía una carta fuerte al padre del niño. Y, con frecuencia, el padre en cuestión se limitaba a tirar la carta al cesto de los papeles. Pero aquella era, naturalmente, una cosa seria. Los insultos verbales o físicos infligidos a Huberto Lane podrían ser tirados, metafóricamente hablando, al cesto de los papeles; pero el consumir enormes cantidades de comida de los Lane sin haber sido invitados era, ante los ojos del mundo de las personas mayores, una cosa seria. La pesada mano paternal descendió sobre los Proscritos aquella noche.
Pero el efecto de la pesada mano paternal siempre es de corta duración.
A la mañana siguiente, los Proscritos salieron para el colegio tan tranquilos. Los huberto lanitas estaban melancólicos y furiosos y dirigieron miradas feroces a los Proscritos durante toda la clase. Después de la clase, los Proscritos en masa se acercaron a los huberto lanitas en masa.
—¡Buena zurra os dieron anoche! —exclamó Huberto, burlón.
—¡Calla, querido! —dijo Guillermo, atiplando la voz—. Los caballeros nunca alzan la voz.
—¡Se lo diré a mi padre! —dijo Huberto, furioso.
—No les hagas caso —Albertito Franks le aconsejó—. Mi mamá me dijo que no tuviera nunca tratos con ellos.
Pero los Proscritos empezaron a frotarse el estómago con las manos, a relamerse y a hacer gestos con la cara, como si comieran algo exquisito.
—¡Pasteles de crema! —murmuró Guillermo—. ¡Ah! «¡estupendos!»
—¡Flanes! —exclamó Pelirrojo, con deleite.
—¡Pasteles azucarados! —dijo Enrique—. ¡Qué ricos eran!
Aquello fue superior a las fuerzas de los huberto lanitas. A pesar de ser tan poco belicosos, pese a su costumbre de escudarse tras las cartas del señor Lane para evitar una lucha abierta, olvidaron toda cautela y se abalanzaron sobre los Proscritos.
Fue una buena pelea y reveló insospechados recursos de valor en los huberto lanitas.
Acabó con una lucha cuerpo a cuerpo, en el fondo de una cuneta llena de barro.
Allí, Proscritos y huberto lanitas se incorporaron y se miraron mutuamente.
Y, lentamente, apareció en el rostro de todos ellos una sonrisa de satisfacción.
—Ahora, vete a casa y díselo a tu padre —le dijo Guillermo a Huberto.
Y Huberto, henchido de orgullo y de alegría tras su primera pelea verdadera, contestó:
—¡Que te crees tú eso…! Y… y volveremos a pelear con vosotros…
Y agregó, apresuradamente, porque, aunque le había gustado, ya tenía bastante para un día:
—¡Mañana!
F I N