Habían llegado las vacaciones de Navidad, y Guillermo y los Proscritos salieron del colegio dando gritos, a la hora corriente —es decir, a las once de la mañana— con gran sentimiento de sus respectivas familias. Habían escuchado un emocionante discurso de un maestro (que sentía tan poco despedirse de los Proscritos como los Proscritos de él), pero habían estado más atentos a la distribución y masticación de una bolsa de nueces que habían comprado camino de la escuela, que a los elevados ideales que el maestro les estaba intentando inculcar, de forma que perdieron muchas palabras de inspiración y muchos consejos que hubieran podido (o no) hacer que cambiara por completo su vida.
Sea como fuere, habiendo consumido las nueces (y depositado las cáscaras en la cartera de su enemigo Huberto Lane), los Proscritos salieron, saltando, del colegio y se dirigieron a casa dando gritos y parándose a luchar de vez en cuando.
—¡Hemos empezado las vacaciones! —aulló Guillermo, entrando en el vestíbulo y tirando la cartera de libros al suelo, con gran estrépito.
La señora Brown salió de la salita, algo pálida por aquella interrupción de la calma matutina.
—Me… me había olvidado de que empezabas las vacaciones hoy, Guillermo —dijo.
El tono de su voz no parecía expresar alegría alguna al darse cuenta de aquel hecho.
Guillermo dio una voltereta y entró en violento contacto con una mesita sobre la que había un florero.
—Perdona —dijo, alegremente aún, remediando el percance en la medida de sus fuerzas (es decir, alzó la mesa, volvió a colocar el florero sobre ella, recogió las flores, las metió en el florero —casi todas al revés— y frotó con el pie el agua que había caído sobre la alfombra).
—¡No hagas eso, Guillermo! —gimió la madre—. Llamaré a Emilia… ¡tienes las botas tan sucias!
—Perdona —contestó el niño algo dolorido—: sólo intentaba ayudar.
—¿No… no has venido a casa un poco temprano?
—No —contestó el niño, de todo corazón—: siempre salimos a esta hora el último día de curso. ¡Hemos empezado las vacaciones!
Contó esto último en una voz tan aguda, que la señora Brown frunció el entrecejo y tuvo que taparse los oídos.
—Guillermo, «querido» —dijo, quejumbrosa. Luego—: ¿Qué vas a hacer, querido…? hasta la hora de comer quiero decir…
Su voz expresaba impotencia y resignación. La señora Brown carecía por completo de ambiciones políticas; pero si la hubieran puesto al frente del Ministerio de Instrucción Pública durante un mes hubiera introducido varios cambios drásticos sin vacilar. Hubiese decretado que en ningún caso podían durar las vacaciones más de una semana y que si duraban más, habría de suministrarse gratis a las madres el tratamiento de colapsos nerviosos. También hubiera decretado que el último día de curso duraran las clases hasta el anochecer. La señora Brown consideraba que el mandar a los niños a casa a las once de la mañana el último día de curso era agregar el insulto a la injuria.
—Ah…, ¿qué vas a hacer hasta la hora de comer, querido? —preguntó otra vez.
Guillermo reflexionó sobre las posibilidades del Universo.
Podría salir al jardín y tirar con el arco, y las flechas —contestó.
—¡Oh, «no», querido! —dijo la madre, cerrando los ojos—. ¡No hagas eso, por favor! ¡Se enfada tanto tu padre cuando se rompe una ventana…!
—«¡Oh!» —exclamó el niño, indignado—. No hago más que explicarte cómo fue eso. No estaba apuntando a la ventana. Fue que me resbaló la mano cuando disparé.
—Sí, querido; pero pudiera volverte a resbalar la mano.
—No lo creo. Probaré tener cuidado… y no siempre se rompe una ventana, ¿sabes?, aunque resbale.
—No; el arco y las flechas «no», Guillermo —dijo la señora Brown. Y agregó, con supremo tacto—: No te conviene correr el riesgo de romper una ventana cuando falta tan poco para Nochebuena, Guillermo.
No dejaba de tener razón en aquello. Fue una razón que convenció al niño.
—Bueno —dijo, pensativo—: hay el rifle… Es completamente distinto al arco y las flechas —se apresuró a agregar—. Creo que quizá fuera mejor que siguiera haciendo prácticas con el rifle de aire comprimido, por si hay otra guerra.
—No, Guillermo; el rifle de aire comprimido, «no». —Luego, tanteando el terreno, aun cuando sin mucha esperanza—: ¿No… no te gustaría estudiar un rato, Guillermo, para estar preparado para el curso que viene?
—No, gracias —contestó el niño, con firmeza.
—Yo creo que sería una buena idea.
Guillermo consideró, durante unos instantes y en sombrío silencio, el aburrimiento infinito que semejante proceder significaría. Luego se animó.
—Yo no lo creo así, mamá —dijo, por fin—. No me parece justo para los otros niños que yo me pusiese a trabajar durante las vacaciones.
Mientras la señora Brown se rehacía de la sorpresa que le producía el que Guillermo tan concienzudamente se abstuviera de trabajar durante las vacaciones para no perjudicar a sus compañeros de clase, Guillermo tuvo otra idea.
—¿Y si me pusiera a arreglar el reloj que se ha estropeado… el del comedor? —inquirió, animadamente.
La señora Brown volvió a gemir; Guillermo esperaba que se habría olvidado de la última ocasión en que él había intentado arreglar un reloj; pero no era así.
Guillermo había logrado, indudablemente, reducirlo a sus partes componentes; pero, habiéndolo hecho, no había podido resistir la tentación de intentar hacer con las piezas una canoa automóvil y cuando, por fin, fueron llevadas al relojero, se descubrió que faltaban tres o cuatro piezas importantes.
Guillermo desconfiaba de un pato que había estado en el estanque en el momento de botar el niño la canoa y verla hundirse en las profundidades. Guillermo insistía en que había salvado todas aquellas piezas que el fangoso fondo del estanque había contenido, ya que, si faltaba alguna, tenía que habérsela tragado el pato.
Observó al pato con morboso interés durante algunos días y se imaginó, varias veces, que parecía pálido y enfermo. Sea como fuere, el resultado de todo fue que el padre de Guillermo tuvo que comprar un reloj nuevo y que Guillermo tuvo que pasarse varios meses sin recibir un solo céntimo. Pero todo aquello había sido hacía más de un año. Guillermo hubiera deseado que la memoria de las personas mayores no fuera tan extraordinariamente buena. Le hubiera gustado probar suerte con un reloj otra vez.
—No, Guillermo —dijo la señora Brown—: desde luego que no.
—Bueno, pues, ¿qué hago? —inquirió el niño, malhumorado.
La señora Brown tuvo una idea.
—Mira, Guillermo, faltando tan poco para Nochebuena, ¿no te gustaría ponerte a pensar en los regalos que vas a hacer a la gente?
—Apenas tengo dinero —dijo el niño. Y agregó, enigmáticamente—: Entre ventanas y todo eso…
—No es el dinero que se gasta lo que la gente aprecia —murmuró la señora Brown, animándole—. Lo que interesa es la intención. Estoy segura que, pensándolo un poco, podrías hacerles unos regalos muy bonitos a tu familia y a tus amigos.
Guillermo reflexionó unos instantes. Luego se animó. Pareció gustarle.
—Bueno —asintió—. Subiré a mi cuarto a pensar. ¿No?
La señora Brown exhaló un suspiro de alivio.
—Sí, Guillermo; me parece eso muy bien.
El plan pareció tener un éxito mucho mayor de lo que hubiera podido imaginarse la señora Brown. No vio ni oyó a Guillermo durante el resto de la mañana. Casi era como si aún estuviera en el colegio. Se presentó a la hora de comer; pero silencioso y pensativo. La señora Brown se sintió invadida de una sensación de paz.
Después de comer, Ethel y Roberto entraron a reunirse con ella en la salita.
—Oye —dijo Roberto, con extrañeza—: creí que Guillermo empezaba las vacaciones hoy.
—Sí —contestó la señora Brown—: ya ha empezado las vacaciones. Vino a casa a eso de las once.
—Está muy callado —dijo Ethel, lúgubremente.
La señora Brown sonrió con cariñosa sonrisa maternal.
—¡Pobre hijo! —murmuró—. Está en su cuarto pensando qué regalos hacer para Nochebuena.
—Bueno, pues aprovechemos la ocasión —dijo Roberto— para hablar de la fiesta.
Roberto y Ethel iban a dar una fiesta a sus amigos y a Guillermo le estaban dejando enterarse de lo menos posible. Mezclado con el sentimiento instintivo de que la admisión de un niño a sus planes quitaría importancia al acto, había un temor, no menos instintivo, de lo que Guillermo pudiera hacer. Las cosas en que Guillermo tomaba parte tenían la singular virtud de convertirse en algo completamente distinto de lo que se había esperado. Guillermo podía demostrar, generalmente, que eso no tenía nada que ver con él; no obstante lo cual, el resultado era el mismo.
Conque la fiesta de Roberto y de Ethel era un «secreto» que sólo podía discutirse cuando Guillermo se hallaba fuera del paso. Guillermo, naturalmente, estaba enterado de que se iba a celebrar y fingía una indiferencia completa mientras que, a escondidas, perdía la mar de tiempo y hacía derroche de ingenio intentando sonsacar detalles. Hasta entonces habían logrado ocultarle que, después de la cena, iba a representarse una obra en un acto.
Ethel y Roberto habían entrado a formar parte, recientemente, de una Sociedad Dramática y, desde entonces, no había fiesta alguna que estuviese completa para ellos si faltaba una obra de un acto. Los principales miembros de la Sociedad (Ethel y Roberto entre ellos) iban a tomar parte en la representación. Tenían especial cuidado en ocultarle aquella parte a Guillermo, porque el niño se las daba de actor y prestidigitador y se decían que si Guillermo se enteraba de que se iba a representar una obra en su propia casa, resultaría casi imposible proteger la obra contra el efecto devastador del interés de Guillermo.
Discutieron el baile (que había de tener lugar antes de la cena), la cena, la obra (que había de representarse después de la cena), la lista de invitados, la ayudante que necesitarían para la noche y si no sería mejor que el traje de etiqueta de Roberto fuera enviado al sastre para que lo planchara.
Por fin, la señora Brown empezó a experimentar cierta ansiedad y le dijo a Ethel:
—Ethel, querida, te agradecería que subieras y te asomaras al cuarto de Guillermo. Está demasiado callado. Espero que no se encontrará enfermo o algo así.
Los rostros de Ethel y de Roberto se ensombrecieron al oír el nombre de su hermano.
—¡Enfermo! —repitió Roberto.
—Sí, mamá —dijo Ethel—: ya sabes tú que, como estuviera enfermo, armaría escándalo, como de costumbre. Pero…
Salió, obedientemente, del cuarto, y la señora Brown y Roberto siguieron la discusión. Cuando estaban diciendo ya que sería mejor que mandaran planchar el traje de Roberto, les interrumpió el grito de «¡Mamá!» que lanzó Ethel desde arriba.
—¡Oh! ¡Es Guillermo! —gimió la señora Brown, poniéndose en pie de un brinco—. ¡Está enfermo!
—Es más probable que haya pegado fuego a la casa —contestó Roberto, sombrío.
Subieron, a toda prisa, la escalera. Guillermo estaba sentado en la alfombra, con la cara, las manos, y el pelo y la ropa adornados de pintura verde. La alfombra también había recibido su correspondiente cantidad de materia colorante. En el suelo, a su lado, había un sombrero de paja de Ethel, que había sido blanco, y en el que Guillermo había derrochado mucho tiempo y mucha pintura verde. Por añadidura lo había llenado de tierra y plantado en él una mata de flores, arrancada del invernadero.
—¡Mira! —exclamó Ethel casi (pero no del todo) muda de rabia—. ¡Mi… mi… mejor sombrero!
—Pero ¡si es un sombrero la mar de viejo, Ethel! —respondió el niño—. Te lo he visto llevar muchas veces. Creí que ya habías acabado con él.
—Pe… pero, Guillermo —tartamudeó la señora Brown—. ¿Qué has estado haciendo?
—Me dijiste que «pensara» regalos para Navidad y que los «hiciera» y que no me gastara dinero en ellos; con que se me ocurrió empezar por el de Ethel y me costó la mar de tiempo pensar en algo que pudiera yo hacer y que no costara dinero y luego pensé que podía pintar uno de los sombreros de Ethel y hacerlo parecer una especie de tiesto de fantasía con pintura del cobertizo y ponerle una planta del invernadero. A mí me pareció una idea bastante buena —acabó diciendo, con modestia.
—¡Mira! ¡Mi… mi mejor sombrero! —exclamó Ethel.
—Pero… ¡mi «sombrero»! —casi sollozó Ethel, de rabia.
—Es un sombrero de paja —dijo el niño—. No necesitas un sombrero de «paja» en invierno.
—Pero… ¡si estaba casi nuevo! Lo necesito para el verano que viene.
—¡Ah!, ¡el verano que viene! —murmuró el niño, con paciencia—. No creo que dure esta planta tanto tiempo. Podrás usarlo otra vez cuando llegue el verano.
—Y ¿has cogido alguna de mis cosas? —preguntó Roberto, con severidad.
—No, Roberto —contestó, humildemente, Guillermo—. De veras que no. Estaba «pensando» que podría hacer un almohadón muy bonito para mamá con dos de tus pañuelos de color, rellenos de algo mío; pero no los había cogido… aún no.
Por eso fue que, cuando Guillermo se enteró de lo de la obra, se le dijo que no la vería ni durante los ensayos ni la noche de la fiesta.
—Bueno —dijo Guillermo—: si me hubieras usado tú una de mis gorras, ¿crees tú que hubiera armado yo tanto jaleo? Y no es que me «importe» no ver la obra. Es más —se alejó del alcance de Roberto—: es un alivio para mí. Lo siento por la pobre gente que tenga que ver a los pobres Ethel y Roberto intentando parecer actores.
Luego saltó por la ventana al jardín antes de que Roberto pudiera alcanzarle.
Llegó el día de la fiesta. Guillermo, limpio a más no poder, con el cabello cepillado y engrasado hasta resplandecer, enfundado en su traje Eton, con expresión de ceñuda intensidad en su semblante, se hallaba un poco apartado de su familia al empezar a llegar los invitados. Algunos le saludaron con un «¡Hola, Guillermo!» y otros hicieron como si no le vieran.
Guillermo procuró parecer aburrido e indiferente y como si no le pareciera gran cosa la fiesta. Pero, en realidad, estaba esperando con afán el baile y la cena, y tenía intenciones de ver la obra desde el jardín, por la ventana, aun cuando no se le permitiera figurar, oficialmente, entre el público. Era absurdo dejarse escapar así un arma contra Roberto y Ethel que, con toda seguridad, podría servirle durante meses.
Los invitados habían llegado todos. Había empezado la música del baile. Guillermo se plantó en la sala, que había sido convertida en salón de baile, y miró a su alrededor con ojo crítico.
Eliminó lentamente de su lista de posibles parejas a una muchacha pelirroja, a otra que tenía el cuello muy largo, a otra cuya nariz no le gustaba y otra más porque tenía una leve mancha en un ojo.
Despacio, mediante un proceso de eliminación, se decidió por la muchacha más bonita del cuarto, y se dirigió a ella exhibiendo los dientes en un rictus que él creía una sonrisa. Cuando se hallaba a pocos metros de ella, Roberto se acercó a sacarla a bailar y ambos se fueron sin mirarle siquiera. La sonrisa de Guillermo desapareció. Miró, nuevamente, a su alrededor.
—Bueno… aquella muchacha no estaba mal —la del pelo rizado y vestido amarillo. Guillermo volvió a lucir su sonrisa y se dirigió a ella. Cuando ya se hallaba cerca, un amigo de Roberto se presentó, le rodeó el talle con un brazo y se fueron juntos. El niño volvió a dejar de sonreír. Su semblante reflejaba sardónica amargura. Todas las muchachas parecían estar bailando ya. No; quedaba la de la nariz deformada, sentada aún junto a la ventana. Guillermo la miró, críticamente, desde el otro lado del cuarto. No estaba tan mal en realidad… si uno no la miraba de perfil. Volvió a asumir su dolorosa sonrisa y se acercó a ella.
Bueno… aquella muchacha no estaba mal…
Guillermo volvió a lucir su sonrisa y se dirigió a ella.
—¿Tendría la amabilidad…? —empezó, con exagerada cortesía.
Un hombre alto se plantó delante de él, asió a la muchacha de la mano y la sacó a la pista.
Guillermo no cabía en sí de rabia. ¡Valiente gente habían invitado Roberto y Ethel! No parecían tener «modales». Sólo quedaba la muchacha con el defecto en la vista. Guillermo la miró durante largo tiempo con atenta mirada. No estaba tan mal después de todo, sobre todo cuando miraba al suelo. Guillermo descubrió los dientes otra vez (le dolían las mandíbulas ya) y se acercó a ella.
—Perdone… —empezó.
Se acercó un hombre por el otro lado.
—¿Vamos? —le dijo a la muchacha.
Y se fueron.
Guillermo, con las manos metidas en los bolsillos, se apoyó contra la pared. La expresión de su rostro era feroz. Todo el mundo bailaba ya, salvo unas cuantas parejas que estaban sentadas charlando y riendo. ¡Valientes «modales» tenían todos ellos!, pensó Guillermo, con amargura. No había ni una sola persona que se preocupara de él.
Y no era que a él le «importase», naturalmente; pero uno hubiera «creído» que «alguien» hubiera querido bailar con él. Era bonito eso de que, después de perder todos los miércoles la tarde tomando lección de baile, fuera uno a un baile y nadie quisiera bailar con él. Estaba bonito eso de que se tomara uno tanta molestia lavándose y cepillándose el pelo y poniéndose el mejor traje, nada más que para ver bailar a la gente. ¡Huh!
Guillermo dio media vuelta y salió, con desdén, del cuarto. La única cosa que, a su modo de ver, estropeó el efecto de su salida, fue la bien fundada sospecha de que nadie se había dado cuenta de ella.
Se acercó a la puerta lateral y se asomó al jardín. Pelirrojo, Douglas y Enrique subían, cautelosamente, por el camino. A pesar de que no se les animaba en absoluto, los Proscritos se tomaban gran interés en las actividades sociales que practicaban sus respectivas familias.
Cuando alguna de ellas daba una fiesta, acudían los Proscritos —sin ser invitados— quedándose, generalmente, en el jardín para observar la marcha por las ventanas. Guillermo se alegró de que sus amigos acabaran de llegar y no hubiesen sido testigos de su ignominioso fracaso en el baile. Ante sus amigos, Guillermo exageraba su importancia en las festividades de su familia.
—¡Hola! —susurraron los otros Proscritos—. ¿Cómo te va?
—Muy bien —contestó Guillermo, con exagerado entusiasmo.
—Creíamos que, a lo mejor, estarías bailando —dijo Pelirrojo.
—Oh, me cansé un poco de bailar y salí a tomar el fresco. Venid a verlos.
Encantado de hallarse con sus amigos de nuevo, condujo a los Proscritos a una parte del jardín desde donde pudieran ver la sala y, escondidos entre los matorrales, contemplaron el baile.
—Hay la mar de gente —murmuró Pelirrojo, impresionado.
—Sí —dijo Guillermo— y hay mucha más de la que parece, en realidad.
—¿Ha estrenado Ethel vestido hoy? —preguntó Douglas.
—Sí, todo el mundo ha estrenado ropa para la fiesta —dijo Guillermo—. Tendré que entrar pronto otra vez. No quieren que esté fuera mucho rato.
—¿Con cuáles estabas bailando? —inquirió Enrique.
Guillermo soltó una risita.
—¡Hombre! ¡Ya no me acuerdo de todas las que han bailado conmigo!
—¿Hay buena cena? —preguntó Pelirrojo.
—¡Que si la hay! Venid a verla.
Entraron, sigilosamente, por la puerta lateral y se fueron al comedor. Allí, Guillermo señaló, con orgullo, la mesa, resplandeciente de helados, cremas, frutas, y dulces de todas clases. Los Proscritos se relamieron.
—«¡Troncho!» —exclamó Pelirrojo—. ¡Lo vacío que se siente uno al ver esto!
—Podéis aprovecharlo cuando acaben ellos —prometió Guillermo, con generosidad—. Os avisaré cuando hayan salido todos del comedor. Van a representar una obra después.
—«¡Troncho!» —repitió Pelirrojo—. Y… ¿es buena?
—¡«Vaya» si lo es! —exclamó Guillermo, con entusiasmo.
—¿Podemos verla por la ventana? —inquirió Enrique.
—Claro que sí; y yo saldré a verla con vosotros. No creo que se den cuenta de que yo no estoy en el cuarto con los demás.
—Tal vez sea mejor que nos marchemos ya —dijo Enrique— por si vienen. Ha parado la música y oigo movimiento.
Pero era demasiado tarde. Se oyó abrirse la puerta de la sala y salir los invitados al vestíbulo.
—¡Meteos debajo de la mesa! ¡Aprisa! —ordenó Guillermo.
Los Proscritos se metieron debajo de la mesa, aprisa.
Entraron los invitados. Encontraron a Guillermo solo al parecer, con una expresión mezcla de inocencia, aburrimiento y paciencia. Estaba ocupado en arreglar las sillas.
Se sentaron. Guillermo ocupó una silla en una esquina, junto a un hombre alto y pálido a quien se creía románticamente enamorado de Ethel. La comida estaba en el centro de la mesa, de manera que el joven alto y pálido tenía que irle dando las fuentes a Guillermo. Intentó, al principio, hablar con el niño; pero lo encontró difícil.
—Supongo que ya habrás empezado las vacaciones —dijo.
—Sí —contestó Guillermo, con voz y rostro sin expresión.
—¿Te gustan las vacaciones?
—Sí.
—¿Te gustan las lecciones?
—No.
—Supongo que estarás esperando la llegada de Nochebuena con ansiedad, ¿no?
Guillermo, considerando la pregunta demasiado estúpida para merecer contestación alguna, no respondió. El hombre alto y delgado, aplastado, transfirió su atención a la dama que estaba sentada a su otro lado.
Guillermo no olvidaba la presencia de Pelirrojo, Enrique y Douglas debajo de la mesa. Comprendía, también, que tenía contraídos, para con ellos, deberes de anfitrión. No podía comer cómodamente mientras Pelirrojo, Douglas y Enrique estuvieran, encogidos, incómodos y hambrientos en su inmediata vecindad. Pegó dos bocados al emparedado de salchicha que le suministró el hombre alto y delgado y luego, mirando, pensativo, a la pared de enfrente, metió la mano debajo de la mesa.
Allí, otra mano, agradecida e invisible, se encargó de aliviarle del peso del resto del emparedado. Su plato estaba vacío. El hombre alto y delgado lo miró. Luego miró a Guillermo. El niño sostuvo, agresivamente, su mirada.
El hombre alto y delgado miró otra vez el plato. No comprendía cómo Guillermo podía comer tan rápidamente, un enorme emparedado de salchicha en menos de un minuto. Le pasó el plato de emparedados otra vez.
Guillermo volvió a coger uno.
De nuevo le dio dos mordiscos pequeños y entregó el resto a sus invisibles amigos.
De nuevo volvió su agresiva mirada hacia el hombre delgado y alto.
De nuevo volvió a mirar el Joven delgado y alto, con creciente horror, al niño y al plato vacío, y al plato vacío y al niño.
Luego cogió la fuente entera, la colocó delante de Guillermo y se volvió para continuar la conversación con su vecina. Guillermo se animó. Era aquello, precisamente, lo que él deseaba. Se puso un emparedado en el plato y miró a su alrededor. Nadie le observaba. Con un movimiento rápido, transfirió el emparedado a sus rodillas. El invisible recipiente lo cogió en seguida. Guillermo repitió la suerte con un segundo, un tercero y un cuarto emparedado. Se tornó temerario. Cogió un quinto, un sexto y un séptimo emparedado. Así tendrían dos para cada uno. Les estaba tratando bastante bien. Había tres más en la fuente. Se los daría también y luego empezaría a comer él algo. Uno… dos… tres…
Los echó todos rápidamente de la fuente al plato y, del plato, a la invisible mano. No había más a su alcance. Dirigió su mirada agresiva al joven alto y pálido. Como hipnotizado por la mirada, el joven se volvió, lentamente, hacia Guillermo. Miró la fuente vacía y el plato vacío del niño y se quedó boquiabierto de estupor.
Se llevó la mano a la cabeza y se dio un pellizco para asegurarse de que estaba despierto. No podía dar crédito a sus ojos. Era como una horrible pesadilla. En pocos segundos aquella criatura se había comido una fuente enorme de enormes emparedados de salchicha —debía padecer de una enfermedad horrible—. Guillermo no articuló palabra: se limitó a mirarle con mirada fija y hambrienta. El hombre alto y delgado intentó decir: «Y ¿qué quieres que te pase ahora?», pero no pudo. No le salían las palabras. El ver aquella enorme fuente vacía le había desquiciado.
En aquel preciso momento ocurrió una distracción. Una amiga de Ethel, sentada casi enfrente, se había quitado un zapato por debajo de la mesa y, unos momentos después, alargó la pierna en arco para buscarlo y alcanzó con el pie descalzo a Pelirrojo en el cuello, donde más cosquillas tenía el muchacho. Pelirrojo soltó el emparedado de salchicha que estaba comiendo, y lanzó un alarido. Se hizo un brusco silencio en el comedor. De haberse dejado caer el proverbial alfiler, se hubiera oído en varias millas a la redonda. Luego la muchacha que había hecho cosquillas a Pelirrojo soltó una risita de embarazo.
—Me parece que le he dado un puntapié al perro… o al gato… o a algo —dijo.
Alzó el mantel y palideció.
—¡Son niños! —murmuró en un susurro—. ¡La mar de niños!
Media hora después, Pelirrojo, Douglas y Enrique habían sido expulsados ignominiosamente. A Guillermo le habían mandado a pasar el resto de la noche en su cuarto. El comedor estaba desierto. Sólo quedaban tres emparedados a medio comer, debajo de la mesa, como recuerdo de lo ocurrido.
Guillermo se asomó a la ventana de su alcoba. Se veían las confusas figuras de los Proscritos escondidas entre los matorrales del jardín.
—¿Qué están haciendo ahora? —susurró Guillermo.
—Representando la obra —contestó Douglas—. Y todo el mundo está viéndola… las doncellas y todo.
—Bueno, pues id a verla y ya me contaréis mañana cómo es. Contadme lo de Roberto y Ethel… sobre todo si hacen algo tonto… Y… escuchad…
—¿Qué? —inquirieron los fieles Proscritos, desde los matorrales.
—Tengo un hambre atroz. Sólo comí un par de mordiscos de emparedado… id a ver si hay alguien en el comedor y si aún hay comida allí.
—No habrá nadie en el comedor —susurró Enrique— porque todo el mundo está viendo la obra.
—Bueno, pues id a buscar de comer —ordenó Guillermo en sibilante susurro de mando—: Quedaos vosotros con parte y meted parte en una cesta y yo os echaré una cuerda y la subiré.
Aquel método de obtener comida le atraía al romántico Guillermo.
Los Proscritos se fueron y volvieron a los pocos momentos… muy aprisa.
—¡Guillermo! —dijo Pelirrojo, excitado—. ¡Hay un ladrón en el comedor!
—¿Cómo?
—Un ladrón con su bolsa de herramientas y su bolsa de botín y todo eso. Está bebiendo vino o algo, junto al aparador.
En menos de un minuto, Guillermo se había reunido con los Proscritos en el jardín y, juntos, se acercaron a la ventana del comedor. Sí; ahí estaba… un ladrón de verdad, con traje viejo, corbata deshilachada, gorra calada hasta los ojos y la bolsa de herramientas y la de llevar el botín, a su lado. Estaba junto al aparador, bebiéndose un «whisky».
Los Proscritos se retiraron a los matorrales para discutir su táctica.
—Será mejor que vayamos a decírselo a tu padre —dijo Douglas.
—No haremos «tal» cosa —dijo Guillermo—: le cogeremos nosotros mismos. ¿Dónde está la gracia de encontrar a un ladrón y dejar que lo coja otro?
Enrique y Pelirrojo asintieron con él. Guillermo asumía la posición de jefe. Había una cortina enorme en una caja, arriba. La habían usado para teatro en cierta ocasión. Roberto y Ethel habían comprado una nueva para aquel año; pero la vieja serviría, divinamente, para coger al ladrón. No tenía muchos agujeros.
—¿Qué haremos con él después? —preguntó Pelirrojo.
—Le… le encerraremos en alguna parte —contestó Guillermo, yéndose en busca de la cortina.
Menos de un minuto después regresó con ella. Era, indudablemente, lo bastante voluminosa. Los Proscritos prepararon sus planes. Entraron, cautelosamente, en el comedor y, acercándose al hombre por detrás, le envolvieron con la cortina en el preciso momento en que iba a servirse más licor. Le pillaron completamente desprevenido. Perdió el equilibrio y cayó de bruces envuelto en la cortina verde. No era corpulento ni fuerte. Intentó recobrar el equilibrio y fracasó. Envuelto en el cortinaje, le estaban arrastrando. Gritó.
Daba la casualidad que en el saloncito (donde estaba dándose la función), Ethel, en su papel de protagonista, acababa de terminar de cantar y sus invitados la estaban tributando una ovación delirante. Los aplausos ahogaron los gritos del ladrón. Douglas abrió los ventanales del comedor y, tirando y sudando, los Proscritos arrastraron a su víctima por el jardín. Douglas abrió la puerta del invernadero. Metieron la enorme cortina verde que aún contenía al intruso dentro del invernadero, cerraron la puerta y echaron la llave. Luego, jadeando aún y con el rostro congestionado, los Proscritos volvieron a la casa.
—¡Vaya lo que «pesaba»! —comentó Douglas.
—¿Vamos a decírselo ahora? —inquirió Pelirrojo.
Pero Guillermo sentía las punzadas del hambre todavía.
—Oh, está seguro, de momento —dijo—. No puede escaparse. Llevaremos un poco de comida a mi cuarto primero. Se lo podemos decir después.
Los Proscritos se mostraron conformes. Era una buena idea eso de asegurarse primero de la comida. Volvieron al comedor, llenaron varios platos de los dulces que más les gustaban y subieron, silenciosamente, al cuarto de Guillermo. Allí se sentaron en el suelo mascando con satisfacción y discutiendo su captura. Estaban diciendo ya que resultaría la mar de divertido ser policías cuando fueran mayores, cuando Pelirrojo enderezó las orejas.
—Parece que hay algo de jaleo abajo —dijo.
Muy despacio, los Proscritos abrieron la puerta del cuarto de Guillermo y salieron al descansillo. Había, indudablemente, jaleo abajo. Todo el mundo parecía estar recorriendo de un lado para otro y hablando excitadamente.
—Haced el favor de callaros un momento mientras yo telefoneo a su madre —dijo la voz lacrimosa de Ethel—. ¡Oiga…! ¡oiga…! ¿Es la señora Langley? ¿Ha vuelto Haroldo a casa «ya»…? ¿Qué no ha vuelto…? No; ha desaparecido por completo. Nadie «sabe» dónde está… Hemos llegado a la parte de la obra en que sale él a escena… después de mi canción, ¿sabe…? y aguardé y «aguardé» y no entró en escena y tuve que abandonar la escena sin haberse acabado el acto. Tengo los nervios completamente desquiciados. Aún estoy temblando de pies a cabeza… y todo el mundo ha estado «buscándole»… y hemos tenido que interrumpir la obra… No podíamos seguir sin él. Él era el ladrón, ¿sabe…? Dios quiera que no haya ocurrido nada malo… Quiero decir que espero que no se pusiera tan nervioso que perdiera la memoria o… o… o saliera y fuera víctima de algún accidente o algo así. ¡Estamos todos más angustiados…! Nos ha «estropeado» la fiesta por completo. No hemos llegado más que hasta la canción… No sé cuándo me he sentido tan abatida como ahora.
La interrumpió la voz de la señora Brown, aguda e histérica.
—¡Oh, Ethel! ¡Haz el favor de buscar a tu padre! Es demasiado oscuro para ver nada… pero hay una conmoción terrible en el jardín. Alguien está rompiendo todos los cristales del invernadero.
Todos los invitados salieron, excitados, al jardín. No estuvieron mucho tiempo allí; pero, durante su ausencia, ocurrieron dos cosas. Los Proscritos, obrando con gran presencia de ánimo, cogieron su parte de los comestibles y huyeron, como otras tantas centellas, a sus respectivas casas. Y Guillermo se metió en la cama y se durmió. Se durmió con una rapidez casi increíble. Cuando su familia entró en la alcoba, unos momentos más tarde, a exigir explicaciones, Guillermo yacía, colorado y sin aliento; pero decidido firmemente a no despertarse por nada del mundo. Las líneas de determinación que adornaban su boca y el ceñudo gesto de su semblante atestiguaban la intensidad de su sueño.
—Oh, no le despertéis —suplicó la señora Brown—. ¡Es tan malo despertar a un niño con «sobresalto» cuando está tan dormido…!
—¡Dormido! —exclamó, sarcásticamente, Roberto—. Bueno, a mí me da igual. Puede aguardar a mañana por mí. La fiesta está «estropeada» ya.
Afortunadamente, no se les ocurrió mirar debajo de la cama, o hubieran visto un enorme plato lleno, hasta rebosar, de dulces apetitosos. Se marcharon con amenazadores murmullos en los que se repetía, frecuentemente, la palabra «mañana».
Cuando se hubieron marchado, Guillermo salió cautelosamente, de la cama y se sentó, en la oscuridad, a comer pasteles. La idea aquella de fingirse dormido había sido muy buena. Claro que sabía que no podía continuar aquello indefinidamente. No podía seguir durmiendo durante un mes. Tendría que despertarse al día siguiente, pero cuando «esta noche» nos brinda todo un plato de pasteles (algunos de ellos rellenos de crema), «mañana» es una cosa que casi no vale la pena de tener en consideración.