Quedó acordado que Guillermo daría una fiesta.
Ni Guillermo ni sus padres tenían especial empeño en dar una fiesta; pero lo exigían las reglas sociales.
Ciertos niños habían invitado a Guillermo a sus fiestas y Guillermo, respondiendo, de mala gana, a la presión aplicada por sus padres, había asistido a dichas fiestas. Por lo tanto, quisiera Guillermo o no, era preciso que diera una fiesta para invitar a los niños a cuyas fiestas había asistido. En realidad, se hallaba más dispuesto a cumplir con su deber de sociedad aquel año de lo que generalmente le ocurría.
Roberto y Ethel, hermanos mayores de Guillermo, habían dado una fiesta. Conque Guillermo quería demostrar que él valía tanto como ellos y dar una fiesta también. La fiesta de Roberto y Ethel no había tenido un éxito muy rotundo, debido a que Guillermo había tomado a uno de sus invitados por un ladrón y le había tenido preso en el invernadero durante parte de la noche; pero Guillermo consideraba que su equivocación estaba justificada y que era tonto dejar que una pequeñez así echara a perder una fiesta.
Guillermo dejó todos los preparativos de la fiesta en manos de su madre: salvo las Invitaciones, que no dejaba de vigilar. Sospechaba que su madre sería capaz de sacrificar su dignidad a las exigencias sociales, Invitando a alguno de sus mortales enemigos nada más que porque sus madres la hubieran Invitado a ella a comer y porque Ethel conociera a sus hermanas o cualquier otro motivo no menos fútil.
Las madres nunca parecen darse cuenta de lo seria y mortal que podría ser una rivalidad de colegio. Dicen cosas como: «Sí, querido; tal vez no te sea simpático; pero yo creo que debías de procurar querer a todo el mundo» o «Yo creo que “debemos” invitarle, querido, porque su mamá mandó aquellas flores tan bonitas, de su jardín, la semana pasada».
El origen de la enemistad existente entre Guillermo y sus secuaces y Huberto Lane y los que le seguían se perdía, como dicen en los libros de historia, en la más remota antigüedad. Nadie sabía exactamente cuándo ni cómo había nacido. Parecía haber existido desde tiempo Inmemorial: Institución enviada por el cielo para disipar la monotonía de la vida de colegio mediante peleas, emboscadas y lucha de guerrillas. La vida del colegio hubiera resultado aburrida de verdad de no haber sido por aquellas distracciones ocasionales.
Guillermo no perdía de vista la lista de Invitados a su fiesta porque temía que algún Huberto Lanita se deslizara en ella Inadvertido —algún Huberto Lanita cuyos padres, con equivocado celo, le obligarían, con toda seguridad, a asistir a la fiesta— y entonces habría jaleo.
Pero la enemistad aquella tenía demasiados años de existencia, y la señora Brown, que había sufrido más de una vez las consecuencias de quererse meter a mediadora con las mejores intenciones del mundo, estaba dispuesta a seguirle la corriente a Guillermo en aquel punto, y no fue invitado ningún Huberto Lanita a pesar de que, con gran horror del niño, la señora Lane envió un pote de conservas caseras una semana antes de la fecha fijada para el acto.
Durante unas cuantas horas en las cuales la suerte del mundo parecía temblar en la balanza, la señora Brown vaciló; pero, al advertir Guillermo que si Huberto Lane asistía a la fiesta, él no asistiría so pretexto alguno ni en capacidad alguna, su madre decidió invitar a la señora Lane a tomar el té con ella un día y explicarle, en el curso del mismo, que todos esperaban ver al encantador Huberto en la fiesta que diera Guillermo el año siguiente.
Cuando llegó la semana anterior a la fiesta, Guillermo se tranquilizó. Todas las invitaciones habían sido mandadas y se había recibido contestación a todas ellas. Y la lista seguía pura e inmaculada, sin ningún Huberto Lanita que la manchara.
El propio Guillermo obraba con cierta circunspección. Cuando se encontraba con un Huberto Lanita se conformaba en un «match» de boxeo o, simplemente, con lanzar los insultos primitivos tan queridos de la infancia (Como: «Conque eres tú, ¿eh? Perdona: ¡creí al principio que eras un mono!»). Fueron los invitados de Guillermo los que cometieron el error. No podían resistir la tentación de hacer rabiar a los hubertolanitas recordándoles que no habían sido invitados a la fiesta de Guillermo. Tanto les dieron la lata con la fiesta de Guillermo, que para los huberto lanitas, dicha fiesta empezó a asumir las proporciones de acontecimiento sensacional.
Guillermo empezó a experimentar la inquieta sospecha de que los huberto lanitas preparaban algún golpe. Hablaban juntos en grupos pequeños. Reían: con risas desagradables y secretas, como si anticiparan algún triunfo. Guillermo esperó la llegada del día de su fiesta con cierta aprensión de inferioridad para habérselas con sus enemigos.
—Dios quiera que todo vaya bien —murmuró la noche anterior.
—Hay más probabilidades de que vaya bien tu fiesta que la de los demás —contestó Roberto, con amargura—. Supongo» que no harás fracasar tu propia fiesta como haces fracasar todo lo demás.
—No; pero pudiera hacerlo otra persona —dijo Guillermo.
Pelirrojo fue el primero en llegar y fue él quien anunció que los huberto lanitas estaban escondidos entre los matorrales del jardín, ocupados en burlarse desde la oscuridad de cada invitado, exquisitamente vestido, en cuanto se paraba en el pórtico, a la luz, esperando que le abrieran la puerta.
Decían: «¡Ay que ver!», «¡Qué barbaridad! Miradle a “ese”. Alguien le ha lavado la cara». «¡Oh! ¡Fijaos qué pelo! ¡Se lo ha untado de mantequilla!» «¡Oh! Pero… ¡qué guapísimo está!» «¡Fijaos en este! ¿Verdad que está “encantador”? Lleva zapatos nuevos, cori lazos». «Ahí va Douglas… ¿Verdad que tiene cara de hambre? Se está preguntando qué habrá de cena. No gran cosa, pobre Douglas… No tienen gran cosa. Ya lo hemos visto por la ventana».
Los invitados fueron entrando uno a uno, embarazados y llenos de indignación. Sólo les contenía e impedía que se abalanzaran hacia los matorrales a luchar, el recuerdo de la recomendación materna, repetida hasta la saciedad, respecto a la ropa y a los modales de un niño que va a una fiesta. Guillermo se quejó amargamente a su familia e insistió sobre la necesidad de conducir a sus invitados a que lucharan con el enemigo; pero la señora Brown se mostró implacable.
—No, Guillermo; no «debes» hacer eso —dijo—. No puedo consentirlo. ¡Qué ocurrencias tienes! ¡Mira que salir a pelear al jardín cuando se da una fiesta! Lo siento; pero yo no puedo remediarlo. Son unos niños muy mal educados, eso es lo único que puedo decir; pero no debéis hacerles caso. Obrad exactamente como si no existieran. Es la única cosa digna que podéis hacer.
—Pero… ¡si yo no «quiero» hacer ninguna cosa digna! —insistió Guillermo—. ¡Si quiero «pelear» con ellos!
—Eso de «ninguna» manera —dijo la señora Brown—. Si tu padre estuviese ahora aquí, naturalmente…
Su tono daba a entender que el señor Brown hubiera acabado pronto con los huberto lanitas. Pero el señor Brown era un hombre prudente y cuando alguno de sus hijos daba una fiesta, solía pasar la noche con un amigo.
Guillermo recurrió a Roberto; pero Roberto no parecía sentir grandes simpatías por él.
—Es una lástima —dijo— que estropee alguien tu fiesta; pero, después de todo, tú estropeaste también la nuestra.
—Sí; pero yo «creí» que era un ladrón —contestó Guillermo, con voz exasperada.
Cuando Roberto, sin embargo, se asomó a la puerta principal durante un momento, fue saludado con sonoros murmullos de fingida admiración y de burla procedentes de la oscuridad. El traje de etiqueta de Roberto no tenía mucho tiempo de vida y el joven aún se sentía un poco cohibido cuando lo llevaba puesto. Se abalanzó, furioso, en dirección al murmullo, tropezó con algo y cayó cuan largo era sobre un laurel. El murmullo se trocó en canto de triunfo.
Roberto entró en casa y cerró la puerta de golpe y luego subió a su cuarto a cambiarse la camisa. En aquellos momentos odiaba a los amigos de su hermano más de lo que les había odiado en su vida hasta entonces.
Abajo, Guillermo y sus amigos estaban haciendo un sincero esfuerzo para olvidar la presencia de sus enemigos en el exterior. Pero daba la casualidad que habían sido quitadas las cortinas del saloncillo porque el prestidigitador, que había de dar una función luego, en la sala, las necesitaba y Guillermo y sus invitados se sintieron expuestos a las miradas burlonas de los innumerables huberto lanitas emboscados entre los matorrales.
Envolvía el acto cierto aire de embarazo. En todos los pechos ardía sólo un deseo sanguinario de salir a vengarse. No pudiendo hacer aquello, no sentían el menor deseo de hacer ninguna otra cosa. Desde luego, no tenían la menor intención de jugar ni de bailar, ni de hacer cosa alguna que pudiera proporcionar a sus enemigos materia para nuevas burlas.
Se daban perfecta cuenta de que ojos invisibles observaban todos sus movimientos para reproducirlos burlonamente más adelante si era posible. Lo mejor era darles chasco no moviéndose y hablando lo menos posible. Se negaron a jugar a cosa alguna y a bailar.
—¡No puedo conseguir que se «anime»! —casi sollozó la señora Brown, hablando con Ethel.
—Bueno, digámosle al prestidigitador que empiece —propuso la muchacha—. A ver si así se rompe el hielo.
Por consiguiente, el prestidigitador fue arrastrado, muy contra su voluntad, del comedor, donde estaba consumiendo, cómodamente, una comida muy satisfactoria, a la sala, donde tenía sus cosas, y fueron llamados los invitados a dicha habitación. Acudieron con alegría y alivio, encantados de poder ir a un sitio donde todos sus movimientos no estuvieran vigilados por miradas hostiles.
—Me gustaría que empezaran a hacer el bruto —susurró la señora Brown, cuando, entraron los niños.
—Decías que esperabas que no lo hicieran —contestó Ethel.
—Sí; pero no sabía que iban a estar así.
Los invitados habían dirigido miradas de ansiedad a las cortinas al entrar. Con parcial alivio comprobaron que estaban corridas en parte. Las pesadas cortinas no se juntaban del todo y la ventana estaba abierta, de forma que quedaba una pequeña rendija por la cual podrían contemplar la escena sus enemigos. Los invitados clavaron la mirada en dicha rendija con mezcla de aprensión y de ferocidad. Luego, gradualmente, fueron olvidándola.
Era un prestidigitador muy bueno. Sacó varios metros de papel de color de un vaso vacío. Convirtió un penique en una moneda de dos chelines y medio, y (transformación menos interesante) una moneda de dos chelines y medio en un penique. Hizo cosas maravillosas con una baraja. Le dio una carta a Pelirrojo y luego la encontró dentro de su propio reloj, y se había reducido en tamaño a un octavo del que originalmente tenía. Luego cogió una caja y metió dentro una servilleta. La colocó sobre la mesa mágica bajo un paño mágico. Luego quitó el paño y volvió a coger la caja.
—Me parece que se ha convertido en un conejo —dijo el prestidigitador con una sonrisa.
Pero se equivocaba.
Se había convertido en un gato muerto.
Se oyó una risa ahogada, procedente de la ventana.
Poco a poco Guillermo y sus invitados comprendieron la verdad. Los huberto lanitas habían llevado su atrevimiento hasta el punto de andar con las cosas del prestidigitador.
Nada hubiera podido contenerles ya.
Se levantaron en masa y salieron.
La salida, naturalmente, fue un fracaso. Los huberto lanitas habían tenido la prudencia de no esperar, batiéndose, estratégicamente, en retirada, en cuanto vieron el éxito de su golpe de audacia. El conejo fue descubierto unos momentos después por el frenético prestidigitador debajo de la mesa de escritorio, donde Huberto Lane había colocado un montón de verdura que el conejo estaba comiendo con deleite.
La familia de Guillermo decidió que, en conjunto, la fiesta no había sido un éxito. Esta creencia fue compartida por las madres de los invitados. Las madres de los invitados basaban su creencia principalmente en el estado de la ropa de los niños cuando volvieron estos al seno de su familia.
—¡Los pantalones de baile todos cubiertos de «barro»! —gimió una madre.
—¡Su traje todo manchado, como si hubiera caído por entre matorrales! —exclamó otra.
Los Proscritos anduvieron los días siguientes con gesto de sombría determinación. Era extraordinario cuán esquivos se habían hecho los huberto lanitas de golpe y porrazo. Aun cuando los Proscritos registraron el pueblo de extremo a extremo con ganas de asesinar a alguien, no encontraron ni a uno solo de ellos.
Los huberto lanitas iban al pueblo (si es que iban) en grupos y huían en cuanto veían a los Proscritos. Habían luchado en otras ocasiones con los Proscritos y, sin falsa modestia, confesaban que no hay nada como la prudencia.
Fue Guillermo quien primero oyó el rumor de que Huberto Lane iba a dar una fiesta. Los Proscritos abandonaron la idea de vengarse en lucha abierta. Seguían queriendo ojo por ojo y diente por diente; pero decidieron que era mejor que el castigo fuese apropiado al crimen.
La primera cosa que hacer, naturalmente, era descubrir la fecha de la fiesta. Pero esto resultaba mucho más difícil de lo que al principio parecía. Porque Huberto Lane no había invitado ni a uno solo de los secuaces de Guillermo y, por añadidura, había hecho jurar a todos sus invitados que guardarían el secreto.
Los Proscritos ejercitaron todo su ingenio haciendo varios intentos por averiguar la fecha. Era, naturalmente, poco menos que imposible preparar golpe alguno sin saber cuándo había de celebrarse la fiesta y qué era lo que iba a ocurrir en ella.
Celebraron varias reuniones en las que el principal punto parecía ser recriminarse mutuamente por no haber descubierto el día exacto de la fiesta de Huberto.
Pelirrojo era el que más cerca de Huberto Lane vivía, de forma que fue el que mayor número de insultos tuvo que soportar.
—No «comprendo» por qué no averiguas cuándo va a celebrarse la fiesta —dijo Guillermo.
—Y yo no comprendo por qué no lo averiguas «tú» —respondió Pelirrojo.
—Pero…, ¿no estoy haciendo ya todo lo posible? —exclamó Guillermo, indignado.
—¿Qué es lo que estás haciendo?
—Pues voy… ah… voy preguntándoselo a todo el mundo.
—Y yo —contestó Pelirrojo.
Pero llegó un día en que Pelirrojo entró en el punto de reunión con el rostro sonriente.
—Lo he averiguado —dijo, simplemente.
—¡Cuenta…! ¿Cómo…? ¿Cuándo? —preguntaron los Proscritos, excitados.
—Estaba en la dulcería —explicó Pelirrojo, sin aliento— comprando unos caramelos… de esos grandes… de la clase que hacen allí… Ya sabéis los que quiero decir…
—¿Te queda alguno? —preguntó Douglas.
—¡Déjate de caramelos ahora! —dijo Guillermo—. ¡Sigue!
—Me los comí todos —se excusó Pelirrojo—. Esa clase de caramelo no dura mucho, y sólo compré dos peniques.
—¡SIGUE! —repitió Guillermo, en actitud sumamente feroz.
Pelirrojo siguió.
—Bueno, pues cuando estaba acabando de pesarlos… Y yo estaba vigilándola bien, ¿sabes? porque son la mar de roñosos en esa tienda. No dejan que caiga el platillo de la balanza hasta abajo. Dejan que se mueva un poco y luego los quitan y los meten en la bolsa y la mayoría de las veces si lo dejaran, el peso «no» caería hasta «abajo». Yo creo que debieran de dejarlo caer hasta «abajo» de golpe y, si no baja en seguida, debían de poner más caramelos. Una vez, cuando me estaban pesando algo, no hizo más que moverse una «miaja» y empezaron a quitarlos para meterlos en la bolsa de papel, y yo dije…
—¿Qué eran? ¿Caramelos de esos grandes? —preguntó Douglas, con interés.
—¿Qué les dijiste, Pelirrojo? —preguntó Enrique.
—HABLA de la fiesta de Huberto Lane —dijo Guillermo, que se dejaba obsesionar siempre por una idea.
—No; eran caramelos ácidos —contestó Pelirrojo—. Y yo dije… «¡aaay…!» —Guillermo le había tirado al suelo, sentándose encima de él—. No hago más que intentar decíroslo y no hacéis más que interrumpirme todos. Bueno, pues entró la señora Lane y pidió treinta sillas para el veintiocho de diciembre por la tarde y la mar de pasteles y cosas; conque ese debe de ser el día de la fiesta.
Guillermo se levantó de encima de Pelirrojo y lanzó un alarido de triunfo.
La tarde del 28 de diciembre, cuatro niños atravesaron, sigilosamente, el jardín de los Lane, en la oscuridad, a las seis y media. Era casi seguro que la fiesta empezaría a las siete. Las fiestas de aquella clase empezaban a eso de las siete. Los Proscritos querían estar atrincherados en sus posiciones para dicha hora.
Guillermo, como de costumbre, había preparado el plan de operaciones. Un árbol crecía junto a la casa y podía lograrse fácilmente acceso, desde sus ramas a una de las ventanas. Guillermo sabía que aquella ventana era la del cuarto de los trastos viejos. Allí, en el propio castillo del enemigo, los Proscritos habían decidido atrincherarse hasta que empezara la fiesta. Su plan de operaciones incluía, entre otras cosas, el que se apagaran todas las luces de la casa en un momento dado.
Guillermo estaba menos seguro de lo que fingía estarlo acerca de cómo se lograría semejante resultado; pero se había leído todo el capítulo de «Electricidad» en el Manual de los Niños y tenía confianza en su suerte.
Con éxito —y con mucho menos ruido del que los que les conocían hubiese esperado— los Proscritos gatearon el árbol en la oscuridad y ocuparon el cuarto de los trastos. Estaba lleno de polvo y no era muy cómodo. Guillermo insistió en que se escondieran por si alguno entraba en el cuarto y provocó cierto descontento ante sus compañeros al reclamar, como cosa que le correspondía, el único escondite cómodo: un armario bastante espacioso empotrado en la pared. Sólo la gravedad de la situación y la certidumbre de que el menor ruido atraería, posiblemente, a todos los huberto lanitas, impidió que sometieran el asunto a la única prueba reconocida por los Proscritos: la de la fuerza física. Douglas causó una distracción al decir, con un grito de alegría (al que los demás Proscritos impusieron silencio con un ruido sibilante mucho más ruidoso que el grito en sí), que veía una rata. Al hacer una investigación, sin embargo, se descubrió que se trataba de una zapatilla vieja del señor Lane y, al oír abrirse una puerta en el descansillo, los Proscritos se retiraron, apresuradamente, a sus escondites: Guillermo a su cómodo armario; Pelirrojo, Douglas y Enrique a su incómoda posición tras cajas y maletas que eran todas demasiado pequeñas para ocultarles.
Alguien bajó la escalera y luego se oyó el inconfundible ruido de la llegada de invitados: automóviles, saludos, el sonido continuo del timbre… Los Proscritos aguzaron el oído para reconocer a los que iban llegando; pero sólo lograron oír confusos murmullos a la llegada de cada invitado. Gradualmente se fue haciendo el silencio.
—Están haciendo algo —dijo Pelirrojo.
—Bailando —sugirió Enrique.
—No se oye música, bobo —dijo Guillermo—. Apuesto a que están jugando a algo.
—Se oiría más ruido si estuvieran jugando —dijo Douglas—. Apuesto a que es el prestidigitador.
—Bueno, pues yo apuesto a que no. Apuesto a que no han traído prestidigitador —dijo Guillermo. Luego dijo—: Voy a bajar para averiguar qué es.
Tan atrevida aseveración fue recibida con una exclamación de sorpresa y protesta.
—¡Te… te «cogerán»! —dijo Pelirrojo, con aprensión.
—Bueno, púes yo apuesto a que no —dijo Guillermo—. Será como si fuera un indio. Puedo «deslizarme» con tan poco ruido como si fuera un indio. Si un indio quisiera saber lo que hacen, se «deslizaría» por la escalera y nadie le oiría. Bueno, pues eso es lo que yo voy a hacer.
Aprensivos y mirándole desde sus escondites, los Proscritos le dejaron marchar.
Guillermo salió, cautelosamente, al descansillo. Se asomó a la escalera. Estaba desierta. El vestíbulo parecía vacío. Se deslizó, con sumo cuidado, escalera abajo. Una puerta próxima a la de salida estaba abierta. De ella surgía un murmullo de conversación. Se despertó la curiosidad del niño. Evidentemente los invitados estaban allí y hacían algo. Guillermo quería enterarse de lo que era. Cruzó el vestíbulo y atisbo por la rendija de las bisagras de la entreabierta puerta. Luego se quedó inmóvil, como paralizado de asombro. ¿Dónde estaban los invitados de Huberto Lane? El cuarto estaba lleno de personas mayores.
De pronto se abrió del todo la puerta y alguien salió.
—Sí, aquí es —dijo una voz de mujer—. Entra.
Antes de que Guillermo pudiera resistirse o pensar en una excusa o una explicación, se vio conducido dentro del cuarto. Estaba lleno de sillas colocadas en hileras y las sillas estaban todas ocupadas.
—Hay sitio de sobra en primera fila —dijo alguien.
Y Guillermo se vio conducido al «sitio de sobra» que había en primera fila. Estaba demasiado asombrado para hacer otra cosa que sentarse en el asiento a que le condujeron. Miró a su alrededor, acorralado. Delante de él había una mesa con un vaso de agua, detrás de la cual se veía un hombre de aspecto de sabio, con lentes, que llevaba un manojo de papeles en la mano. Detrás de Guillermo había una hilera de personas mayores. A algunas las conocía, a otras no; pero todas parecían serias e inteligentes. Una señora muy gruesa y un señor muy grueso se sentaron a su lado, cortándole la retirada. La señora gruesa se inclinó hacia él, con una sonrisa.
—Es tan bonito eso de ver a un niño como tú interesarse en este asunto —dijo, bondadosa—. Tal vez encuentres algunas cosas un poco profundas para ti; pero estoy segura de que te gustará.
—Es tan bonito eso de ver a un niño como tú interesarse en este asunto —dijo, bondadosa—. Estoy segura de que te gustará."
Arriba, los demás Proscritos aguardaron el regreso de su jefe con ansiedad. Y su jefe no volvía.
—Le han «cogido» —dijo Douglas, sombrío—. Ya dije yo que le ocurriría eso.
—Entonces —dijo Pelirrojo— tendremos que bajar, a salvarle.
Al pensar en la pelea tanto tiempo aplazada contra los huberto lanitas, se animaron. Salieron al descansillo, el descansillo estaba desierto. Se asomaron a la barandilla; la escalera estaba desierta. Se deslizaron escalera abajo; el vestíbulo estaba desierto. De pronto salió una mujer Je un cuarto próximo a la puerta de la calle. Se volvieron para huir; pero ya era tarde.
—Aquí —dijo ella, amablemente—. ¿Venís con el otro niño? Está en primera fila.
Aprensivos, boquiabiertos, aturdidos, se dejaron llevar al cuarto y a primera fila. Se sentaron al otro lado de la señora y el señor obesos. El orador daba, en aquel momento, principio a la conferencia.
Pelirrojo se inclinó.
—¡Guillermo! —dijo.
—«¡Sh!» —dijo todo el mundo.
Se calló.
—Señoras y caballeros —empezó el conferenciante.
Era una conferencia interesante, es decir, interesante para cierta clase de mentalidades. A los Proscritos no les interesó en absoluto. Abundaba en palabras tales como «ética», «utilitarismo», «Spinoza», «Cartesianos», «empirismo», «Nietzsche» y «evolución». Aun en las más favorables circunstancias, no les hubiera interesado a los Proscritos, y aquellas no eran las circunstancias más favorables.
A Guillermo le iba desapareciendo gradualmente la parálisis de aturdimiento y empezaba a darse cuenta de la verdad del asunto. Aquella no era la fiesta de Huberto Lane, ni mucho menos. Era una reunión dada por la señora Lane y para ella le había oído Pelirrojo pedir sillas y refrescos.
Además había sido mucho más fácil entrar de lo que sería salir. Dudaba poder pasar por delante de la obesa pareja sentada a su lado. Dudaba si osar moverse en aquel cuarto tan lleno y tan silencioso, Estaba seguro de que le obligarían a volver atrás en cuanto llegase a la puerta, si es que lograba llegar tan lejos.
Pero decidió probar suerte. Recordó una estratagema que, más de una vez, le había ayudado a batirse, temporalmente, en retirada, en algún trance apurado del colegio. Se llevó el pañuelo a la nariz como si hubiera empezado a sangrarle de repente, se puso, apresuradamente, en pie, pisó los pies de la señora gruesa, rodó por el suelo al tropezar con el paraguas del señor obeso, se apuró a levantarse y huyó de la habitación. Con gran sorpresa y alivio suyos, nadie le cerró el paso ni puso en tela de juicio la hemorragia nasal.
El conferenciante quedó un poco desconcertado por el incidente; pero se rehízo rápidamente y siguió su conferencia. Hablaba de Kant. Pelirrojo miró el asiento vacío de Guillermo. Lo que Guillermo había hecho podía hacerlo él. Cuando el orador alzaba la mano derecha para dar énfasis a su afirmación de que Kant peca, con frecuencia, contra sus propios principios, Pelirrojo se llevó el pañuelo a la nariz y siguió el ejemplo de su jefe, hasta en lo que se refiere a los pies de la dama y al paraguas del caballero. Apenas se hubo cerrado la puerta tras él, cuando Douglas, con el pañuelo en la nariz, salió apresurada y ruidosamente.
Enrique se quedó solo. No había obrado lo bastante aprisa. Estaba completamente seguro de que nadie se creería ya que le estaba sangrando la nariz si se la cogía con el pañuelo y salía en seguimiento de sus compañeros. Pero… se animó. Había otros males físicos. Inflamando un carrillo todo lo que le fue posible, se llevó la mano a él, adoptando una expresión que él creyó de suprema angustia y, poniéndose en pie de un brinco, salió corriendo de la habitación.
No paró hasta encontrarse en el jardín. Allí, entre los matorrales, se hallaban, agazapados, Guillermo, Douglas y Pelirrojo. Le recibieron con alegría.
—Mirad lo que he conseguido —murmuró Guillermo, regocijado—: lo encontré en la percha del vestíbulo.
A la luz que escapaba de la casa exhibió, con orgullo, su trofeo. Era la gorra de colegial de Huberto Lane. Todo colegial sabe que el que le quiten a uno la gorra es el insulto mayor que puede hacérsele.
—Vámonos a casa pronto —dijo Douglas.
—Un momento —le instó Guillermo.
Se veía luz en una ventana del otro lado de la casa. Guillermo se deslizó, silenciosamente, hacia ella, seguido de los otros.
Por la entreabierta ventana llegó hasta ellos la voz de un niño.
—Estoy deseando que llegue el jueves que viene para venir a tu fiesta, Huberto —decía.
Y Huberto contestó:
—Bueno, pero no le digas a nadie que va a ser el jueves que viene.
Los Proscritos emprendieron el camino de su casa. Y se pusieron a cantar, con voz sonora:
—¡Jueves! ¡Va a ser el jueves que viene! ¡Va a ser el jueves que viene!
Pero «el jueves que viene» es asunto para otro relato.