Fue el pastor protestante, joven de muy buenas intenciones, pero mal aconsejado, quien, intentando animar un poco la escuela dominical, improvisó una moraleja sobre la historia de las Cruzadas. El pastor era muy joven y sólo descubrió, después de haberse metido de lleno en el asunto, que su conocimiento de él era mucho menor de lo que él se había imaginado. De manera que su relato del movimiento tal vez resultara un poco desconcertante para los no iniciados.
Pero, lo que le faltaba en conocimientos, le sobraba en entusiasmo. Hasta Guillermo, Douglas y Pelirrojo (que, junto con Enrique, eran conocidos bajo el nombre de los Proscritos y quienes asistían a la escuela dominical a viva fuerza para que las calmas de las tardes dominicales de sus padres fuesen poco turbadas y las del pastor protestante y su ayudante lo más turbadas posible), se contagiaron de su entusiasmo. Se contagiaron un poco tarde, verdad es. Sólo salieron de su enfrascamiento en la carrera que se celebraba entre el galápago de Pelirrojo y el de Douglas cuando el pastor se hallaba bien adentrado en el tópico y, parte por eso y parte porque los convencimientos del pastor contenían asombrosas lagunas, la impresión que obtuvieron los Proscritos fue más inspiradora que exacta.
Desde luego hallaban el hecho principal bastante inspirador en sí. Parecía derramar una luz nueva sobre la religión. La humildad y lo de volver la otra mejilla, como generalmente les aconsejaban sus maestros, nunca habían sido cosas verdaderamente aceptables para los Proscritos. Pero aquello de propagar la religión con estandartes desplegados, espadas, lanzas y cotas de malla, aquello de marchar contra los infieles con toda clase de arreos bélicos, era una cosa completamente distinta.
Enrique (que no había asistido a la escuela dominical) se encontró con ellos después, y sus compañeros le contaron, lo mejor que supieron, cuanto habían oído.
—Se reunieron todos y «pelearon» contra ellos y les obligaron a entrar en la religión —dijo Guillermo.
—Fueron luchando contra todo el mundo que adoraba a ídolos —agregó Douglas.
—Y la gente los «dejaba» hacerlo porque lo hacían por la religión —contribuyó Pelirrojo, no sin cierta envidia.
—«Luchaban» contra todo el mundo que no pertenecía a la religión —intercaló Guillermo, para que la cosa resultara aún más clara.
Cualquier excitación de pequeña importancia hubiera distraído a los Proscritos de su interés en el asunto de las Cruzadas; pero nada ocurrió. La vida del colegio resultaba más aburrida que de costumbre. La vida de casa resultaba más aburrida que de costumbre. No pasaba nada. La vida se deslizaba con una monotonía serena y casi insoportable. Hasta las rivalidades del colegio parecían haberse dormido, temporalmente. No había enemigos con quienes luchar, ningún golpe que preparar, ningún insulto que vengar. Las lecciones eran más aburridas que de costumbre. Y, lo que aún era peor, sus juegos normales de pieles rojas, ladrones y piratas parecían haber perdido su interés. Los Proscritos estaban aburridos. Y, entretanto, como el pedazo de levadura de la parábola, la idea de las Cruzadas trabajaba, silenciosamente, en su cerebro.
Fue Guillermo quien abordó el asunto cuando se hallaban sentados, bastante melancólicos, en el cobertizo donde celebraban todas sus reuniones. Habían hecho grandes esfuerzos por jugar a pieles rojas, ladrones y piratas, y los habían abandonado porque, evidentemente, no estaban de humor para aquellos juegos.
De pronto dijo Guillermo, como tanteando el terreno:
—Supongo que hoy en día no quedará gente que adore a los ídolos, ¿verdad?
Todos los rostros reflejaron repentino interés.
—Seguramente la habría si uno lo «supiera» —aseguró Pelirrojo, con misterio—. Lo harán en secreto, naturalmente, porque saben que los ahorcarían como se enterara el pastor.
Los Proscritos se animaron visiblemente.
—Bueno, andemos con ojo avizor —propuso Enrique—: miremos a nuestro alrededor el domingo, en la iglesia, y veamos quiénes faltan. Luego podemos ir a ver qué hacen.
Llenos de nuevo ardor, los Proscritos se dirigieron a casa y se pasaron mucho tiempo recogiendo armas. Pelirrojo intentó hacerse una cota de malla con un guardafuegos; pero, después de romperse la chaqueta por dos sitios distintos, se dio por vencido. Guillermo limpió su pistola de chelín y medio y le prestó su rifle de aire comprimido a Enrique, cuya única arma era un atizafuegos, que, aunque con toda seguridad resultaba un arma ofensiva más eficaz que la pistola o el rifle, no dejaba de tener un aspecto poco profesional.
La congregación de la iglesia quedó desconcertada al domingo siguiente por cuatro niños, sentado cada uno de ellos, con su familia, en la parte delantera de la iglesia, que se pasaron todo el servicio (cuando algún miembro de sus respectivas familias no les obligaba a estarse quietos) volviendo la cabeza y clavando una mirada, que parecía malévola, en cada miembro de la congregación. En realidad, sólo se trataba de una mirada de concentración, mediante la cual los Proscritos procuraban aprenderse de memoria quiénes eran los habitantes del pueblo que asistían a la iglesia y que se hallaban, por lo tanto, fuera de la esfera de sus actividades. Los recipientes de las miradas (sobre todo aquellos que conocían a los Proscritos) experimentaron cierta aprensión. Si hubieran sabido la verdad, hubiesen experimentado alivio.
—Guillermo —dijo la señora Brown, camino de casa—: me he sentido «avergonzada» de ti. Te has pasado todo el tiempo volviendo la cabeza y mirando a la gente. Yo no sé lo que «pensaría» el pastor.
—Bueno, pues si él supiera «por qué» lo hice —contestó Guillermo, enigmático— se «alegraría».
—Y no sé lo que hubiera dicho tu padre si se hubiese hallado presente —prosiguió la señora Brown, con severidad.
¡Su padre! Aquello era una idea. Su padre rara vez iba a la iglesia. Tal vez fuera un buen plan empezar por su padre. Pero, pensándolo mejor, se dijo que quizá fuera todo lo contrario. Podría molestarle y a Guillermo le inspiraba su padre un profundo respeto —no porque tuviese sus dudas acerca de lo que su padre pudiera hacer si se molestaba, sino por la dolorosa experiencia de lo que su padre era capaz de hacer y había hecho cuando estaba enfadado—. Decidió que, después de todo, quizá sería más prudente empezar a trabajar fuera del círculo de la familia.
La Cruzada, sin embargo, no se movió muy aprisa al principio. El primer paso había sido recoger armas y eso no había dejado de ser divertido a su modo. El segundo paso había sido el tomar nota de las personas que no iban a la iglesia y ello había tenido cierto interés, aun cuando la lista había resultado ser inesperadamente larga.
—No podemos pelearnos con todos esos —había dicho Guillermo, algo abatido—. Nos derrotarían en la primera batalla.
—Sí —asintió Pelirrojo—; pero los atacaríamos uno a uno, ¿sabes?, antes de que tuvieran tiempo de avisarse unos a otros.
El optimismo de Pelirrojo, sin embargo, no logró comunicarse a los otros, aun cuando Enrique intentó disipar la melancolía de los demás, diciendo:
—Bueno, pues tenemos una cantidad de armas estupendas.
—Sí; pero no lo bastante para conquistar medio pueblo —dijo Guillermo, irritado—. A mí me parece bochornoso que haya tantos descreídos.
—Él los llamaba infieles, Guillermo —advirtió Enrique, con un aire molesto de sabihondez.
—Bueno, pues «yo» los llamo «descreídos» —fue la aplastante contestación del otro. Luego, cambiando, momentáneamente, de asunto—: Vamos a coger castañas locas.
Pero al día siguiente las cosas se animaron. Fue Enrique quien trajo la noticia.
—Oíd —dijo, sin aliento, al reunirse con ellos—: el general Moult tiene un ídolo. He oído a alguien hablar de él. Es un ídolo indio y lo tiene en su sala.
Los cruzados se animaron.
—«¡Estupendo!» —exclamó Guillermo—. Eso nos servirá para empezar.
Organizaron un desfile. Guillermo les enseñó la instrucción un rato. El acto no fue muy lucido, debido a la disparidad de criterios respecto a la posición relativa de la izquierda y de la derecha y cada orden requería varios minutos de discusión. Pero su equipo era algo de que estar verdaderamente orgullosos. Pelirrojo había reanudado sus esfuerzos por hacerse una cota de malla y, aquella vez, había tenido éxito en parte. Había encontrado una alacena vieja de alambre y descubierto que le era posible enfundar la parte superior de su cuerpo en ella. Le dificultaba considerablemente los movimientos; pero aseguraba que, con toda seguridad, le salvaría la vida, evitando que las balas y las lanzas le alcanzaran las partes más vitales. Guillermo tenía su pistola; Enrique, el rifle de Guillermo; Pelirrojo, su cota de mallas, y Douglas, una horquilla de jardinería de terrible aspecto.
—¿Y el pendón? —preguntó Enrique, de pronto.
Todos quedaron de acuerdo en que era de absoluta necesidad tener un pendón y se acordó una nueva reunión para idear y hacer el mismo. Después de alguna discusión, decidieron que el lema debiera de ser: «Abajo los ídolos» y que Guillermo aportaría el material necesario. Llegó el niño llevando, con orgullo, el palo de una escoba, un trozo de cartón, cuadrado, y un lápiz azul.
La primera dificultad fue saber cómo escribir la palabra «ídolos». Luego de mucho discutir, Guillermo escribió sobre el cartón: «AVAJO LOS IDOLOS», lo clavó al palo de la escoba y decidió que había llegado el momento de obrar.
Los Proscritos, a pesar de su mucho valor, no estaban exentos de la virtud de la prudencia. El general Moult era largo de talle y corto de genio; y Guillermo, que preparó el plan de acción, decidió que habría de quitarse el ídolo durante la ausencia de su propietario y que, en dicha ocasión, era conveniente evitar librar una batalla si ello era posible.
Aquella tarde, a las dos, hubiera podido verse al general Moult salir en dirección al campo de golf. A las dos y cuarto, hubiera podido verse a los cruzados salir en dirección a la casa del general Moult. Llevaban las armas lo más disimuladamente posible. Guillermo llevaba el pendón boca abajo para que los transeúntes no pudieran leer el lema. Los demás llevaban las armas furtivamente. No querían ser dominados por un posible enemigo antes de haber conseguido su objetivo.
Pero, una vez en el jardín del general Moult, formaron en línea de batalla. Guillermo, con su pendón, en vanguardia. Tras él Pelirrojo, con su improvisada cota de mal las, y los otros dos. Llegaron a la puerta principal sin más percance que la caída de Pelirrojo al tropezar con una piedra. Tuvo que levantarle su jefe, porque la cota de mallas le sujetaba los brazos.
La puerta estaba abierta. Entraron. No hallando oposición alguna, penetraron en la sala. Allí se encontraba el ídolo, sobre un pedestal, junto a la pared. Guillermo lo cogió con gesto dramático y se lo metió debajo del brazo. Luego volvieron a formar para salir. Pero aquella vez un enemigo les cerraba el paso —una mujer enorme con vestido de percal y mandil de cocina. Llevaba un rodillo de amasar en la mano. Era la cocinera del general Moult.
—¡Sinvergüenzas! —gritó, con fuerte acento irlandés—. ¡Ya os enseñaré yo a venir a hacer travesuras a casa de gente honrada!
Pero aquella vez un enemigo les cerraba el paso…
Guillermo y los demás Proscritos formaron para salir…
Procedió a repartir la prometida enseñanza. Guillermo y Douglas recibieron sendos bofetones que les hicieron salir, tambaleándose, al vestíbulo y Enrique recibió el impacto del rodillo de amasar en los riñones. La cota de mallas de Pelirrojo justificó las esperanzas del que la llevaba, recibiendo todo el peso de la mano de la cocinera; pero le dio la sorpresa de alzarse a dicho impacto y propinarle un fuerte golpe por su cuenta en la cabeza.
Dice mucho de la presencia de ánimo de los cruzados el que se retiraran con cierto orden. Es decir: Guillermo seguía llevando su pendón, Pelirrojo su cota de mallas, Enrique su rifle y Douglas la horquilla. El ídolo yacía (afortunadamente intacto) sobre la alfombra, como para señalar el lugar de la breve y poco gloriosa lucha. La cocinera lo recogió y lo volvió a colocar, iracunda, sobre su pedestal.
—¡Maldita sea su estampa! —exclamó, con ferocidad.
Los Proscritos corrieron demasiado aprisa para poder hablar antes de haber llegado a la carretera.
Entonces Pelirrojo resumió la situación con tres palabras:
—¡Mala suerte «ahí»!
Y Douglas dijo, jadeante:
—¡Troncho! ¡Qué «furiosa» estaba!
Guillermo, que se sentía algo mareado, agregó:
—Bueno, pues vayámonos a casa, ahora. Ya debe de ser la hora del té.
Si no hubiera sido por el pendón y por la cota de mallas, es muy posible que el asunto se hubiera acabado ahí. Pero Guillermo estaba orgulloso de su pendón y Pelirrojo de su cota de mallas y les había encantado emprender la campaña vestidos así, aun cuando tenían que confesar que la batalla en sí había resultado una decepción. Conque fue Pelirrojo quien halló nueva leña para la hoguera de su celo y Guillermo (valga la mezcla de metáforas) quien aprovechó la ocasión.
Pelirrojo llegó al punto de cita el día siguiente rebosante de excitación.
—Esa señorita Frampton que vive al otro extremo del pueblo —dijo— es una… una «espiritualista».
—¿Qué es una espiri… lo que dijiste? —inquirió Guillermo, con severidad.
—A… adora a cosas llamadas médiums —dijo Douglas, algo dubitativo.
—¿Qué es un médium? —exigió Guillermo.
—Una especie de fantasma.
—¡Atiza! —exclamó Enrique—. ¡Mira que adorar fantasmas!
—Bueno, pues vamos allí —dijo Pelirrojo, empezando a ponerse su fiambrera.
—Bueno —asintió Guillermo, cogiendo el pendón.
Los otros dos no parecían tener tantas ganas.
—Aún siento el golpe de rodillo de amasar en los riñones —dijo Enrique.
—Bueno, pero esta vez no vamos a casa de «ella» —le dijo Guillermo, para animarle—. Vamos a ver a una persona completamente distinta.
—Sí; pero ¿quién asegura que será mejor?
El argumento no admitía réplica; conque Guillermo tuvo la prudencia de no intentar contestar. Pero, en realidad, no les faltaban ganas de seguir a Guillermo. Cogieron sus armas y, pocos momentos después, se dirigieron a la casa de la señorita Frampton. Una vez dentro del jardín, exhibieron, orgullosamente, sus arreos bélicos, formaron y avanzaron hacia la puerta principal. Guillermo iba delante, con el pendón; le seguía Pelirrojo con la fiambrera y cerraban la comitiva los otros dos.
La puerta principal estaba abierta; pero los cruzados estaban ya escarmentados de franquear puertas abiertas sin ser invitados. Se detuvieron.
—¡Tal vez sea mejor llamar! —susurró, roncamente, Douglas.
—Sí —dijo Guillermo—; es muy bonito eso de decirlo estando detrás de todos, como tú. Puedes largarte a todo correr si sale algo mal.
—Hay alguien en el jardín —murmuró Pelirrojo—. Demos la vuelta.
Conque dieron la vuelta.
Había un joven en el jardín. Salió a su encuentro.
—¡Hola! —exclamó, asombrado.
—Hemos venido a ver a la señorita Frampton —anunció Guillermo frunciendo el entrecejo.
El joven leyó el lema del pendón y rompió a reír.
—No —dijo—; no estoy de acuerdo con vosotros. Ni mucho menos. Hay una personita a quien yo idolatro y que, por consiguiente, se ha convertido, para mí, en una especie de ídolo… Conque no puedo estar de acuerdo con vosotros… A propósito, ¿me es lícito presentarme? Soy el sobrino de la señorita Frampton.
Una muchacha muy bonita salió al jardín.
—¿Qué ocurre, Roberto? —preguntó, riendo—. ¿Quiénes son?
El joven señaló, acusador, el pendón que llevaba Guillermo.
—Son puritanos. Son aguafiestas. ¡Míralos! ¡Abajo los ídolos siendo tú ídolo mío! No les hagas caso, Paula. No les escuches…
—¡Le «obligaremos»! —dijo Guillermo, combativo—. ¡«Pelearemos» con usted!
El joven se puso en guardia inmediatamente y adoptó actitud de boxeador.
—Bueno —dijo—: vamos. Estoy dispuesto a pelear en masa. El joven pareció hacer un leve movimiento con los puños y, un segundo después, Guillermo y Pelirrojo se levantaron de encima de un macizo de flores y Douglas y Enrique del pie de un pequeño terraplén, donde habían rodado.
—¿Qué ocurre, Roberto? —preguntó la joven riendo—. ¿Quiénes son?
—¡Vamos! —dijo el joven otra vez—. ¡Aquí os espero!
Volvieron a atacarle y volvió a suceder lo mismo exactamente.
—No les hagas daño, Roberto —dijo la muchacha, sin dejar de reír.
—No les estoy haciendo daño —contestó el joven—: sólo les estoy despertando un poco. ¡Vamos! ¡Atacad un poco más fuerte esta vez!
Atacaron. Lo hicieron con más fuerza, y con más fuerza fueron recibidos.
Guillermo, al salir a rastras del acebo donde el impacto de su fuerza con la fuerza del joven le había precipitado, decidió, en su capacidad de jefe, que la exhibición era demasiado ignominiosa para que se la permitiera continuar. Fue por su pendón y lo recogió, con aire de invitado que se dispone a marcharse.
—Vinimos a ver a la señorita Frampton y no a usted —le dijo, con frialdad, al joven.
—Bueno, pues, ¿por qué no esperáis? No tardará en venir ya.
—No, gracias —dijo Guillermo—. Ya volveremos.
Y agregó mentalmente: «Quizá», porque en general, no le gustaba mentir y no tenía la intención Je volver. No tenía la menor intención de acercarse nunca donde hubiera una posibilidad de encontrarse con aquel joven otra vez.
Los demás cruzados recogieron sus armas y le acompañaron.
—Peleasteis la mar de bien —les gritó la muchacha—. Roberto es campeón de boxeo de peso ligero.
Los cruzados, algo magullados, emprendieron el camino de casa.
—Bueno, no hubiera estado bien hacerle daño delante de ella —dijo Pelirrojo, cuyo don de ponerle al mal tiempo buena cara casi rayaba en el genio.
—A él no pareció importarle hacernos daño —se quejó Douglas, con amargura.
—No tenía intenciones de hacernos daño —aseguró Enrique—. Es que es muy fuerte.
Entraron en el cobertizo y se sentaron un tanto entristecidos.
—Bueno —dijo Enrique, sombrío—. No parecemos estar haciendo muchos «progresos», ¿verdad? Aún me duele donde me pegaron ayer con el rodillo de amasar y, ahora tengo, además, un cardenal en la pierna, de cuando me caí. No me extraña que los llamaran cruzados si les cruzaban la cara y el cuerpo tanto como nos los han cruzado a nosotros. Me voy a quedar cruzado de arriba abajo como esto dure mucho más.
Guillermo no había estado escuchando. Había estado sentado en el suelo, junto a su querido pendón, con la mirada fija en el espacio y el entrecejo fruncido. Y, de pronto, desapareció la ceñuda expresión de su semblante, y pareció irradiar luz. Era la luz de la inspiración. Sus compañeros la conocían bien. Se animaron al verla.
—Ya sé lo que haremos —dijo Guillermo—. Los 225 que van a «Capilla[3]» son descreídos, ¿eh? Bueno, pues el domingo…
Los cruzados se reunieron en torno suyo y escucharon, conteniendo el aliento.
Fue un domingo bastante afortunado para Guillermo, porque su padre se había marchado a pasar los últimos días de la semana fuera y no iba a regresar hasta el lunes por la mañana.
Guillermo dio muestras de un celo y una puntualidad para marcharse a la escuela dominical completamente desacostumbrados en él. Si alguno hubiera querido vigilar su marcha (cosa que nadie quiso hacer), hubiese observado que salía, algo furtivamente, por la puerta lateral y que llevaba consigo un trozo de cartón clavado a un palo de escoba.
La escuela dominical de la Iglesia empieza a las tres; pero la de la Capilla empezaba a las tres menos cuarto. Se suponía, generalmente, que esta combinación era un intento, por parte de la capilla, para atraer a su redil a las madres que consideraban de más importancia un cuarto de hora más de tranquilidad los domingos por la tarde, que muchas doctrinas.
Era, sin embargo, costumbre de los miembros de la escuela dominical de la Iglesia reunirse a la puerta del colegio a eso de las tres menos cuarto con el aparente fin de elevar su espíritu gradualmente hasta el grado de exuberancia necesario para gozar bien de la escuela dominical. El pastor protestante nunca se presentaba a abrir la puerta hasta la última campanada de las tres. No le gustaba la escuela dominical y contaba con que sus discípulos emplearían un cuarto de hora en ocupar sus sitios antes de que le fuera necesario dar principio a la clase.
Pero aquel domingo reinaba la excitación a la puerta del colegio. Guillermo y sus secuaces estaban soltando discursos: discursos fogosos, discursos inflamatorios, sobre el borde de un barril lleno de agua de lluvia y Pelirrojo estaba subido a una ventana. Guillermo alzaba su pendón y Pelirrojo alzaba su fiambrera.
Los asistentes a la escuela dominical comprendieron poco de la confusa retórica de Guillermo y de Pelirrojo. Pero comprendían una cosa muy bien. Comprendían que en lugar de la repetición acostumbrada y aburrida de himnos y todo eso, Guillermo proponía una pelea bajo su jefatura y todos acogieron con alegría la proposición. Cuando Guillermo acabó su discurso con la pregunta: «¿Vendréis todos con nosotros ahora, a pelear contra ellos?», contestaron «Sí» como un solo niño y dieron volteretas e hicieron piruetas para demostrar que estaban completamente de acuerdo con sus sentimientos, fueran estos cuales fueran.
Y salieron a la carretera. Guillermo iba delante con su glorioso pendón y, a su lado, caminaba Pelirrojo con su no menos gloriosa fiambrera. Los demás iban detrás, formando una, muchedumbre turbulenta de niños que ardían en deseos de empezar la pelea que Guillermo les había prometido. Un niño había corrido a su casa en busca de una corneta, que tocó sonora e incesantemente todo el camino. La gente contemplaba el paso de la singular procesión desde las ventanas, boquiabierta de asombro.
Se suponía, generalmente, que la escuela dominical de Capilla estaba mejor organizada, mejor que la escuela dominical de Iglesia. Desde luego, los alumnos estaban sentados, silenciosos, en corro, mientras un hombre corpulento y barbudo sacaba, de la historia de Caín y Abel, la moraleja de que está muy mal hecho —pero que muy mal hecho— eso de asesinar al hermano único. De pronto, un sonido lejano y débil llegó hasta la apacible reunión y los alumnos enderezaron las orejas. Era un sonido raro; cantos, gritos, una corneta y el ruido de muchas pisadas la componían. Se acercó. Despertó cierta excitación marcial en el pecho de los capillistas aburridos. Se aproximó aún más. El hombre corpulento se interrumpió en su descripción de la marca de Caín. Y, de repente, ocurrió…
La puerta se abrió violentamente y, durante un segundo justo, se vio, claramente, a un muchacho con el rostro cubierto de pecas, que llevaba un pendón con el lema: «AVAJO LOS IDOLOS», otro niño con una fiambrera, y un grupo numeroso de niños detrás. Luego, todo fue confusión. Irrumpieron en el cuarto con intenciones ávidamente hostiles y los capillistas se levantaron sin vacilar y, con alegre abandono, cerraron contra ellos. La sala se convirtió, de pronto, en un infierno de niños que gritaban y peleaban. El hombre de la barba hizo lo que pudo. Su lección sobre Caín y Abel parecía haber dado fruto negativo. Alguien mandó llamar a los dos pastores y ambos acudieron e hicieron cuanto les fue posible también.
El pastor joven se metió de lleno en la pelea y se divirtió de lo lindo. Resultó algo mucho más agradable, hasta para él, que la lección que había preparado para la escuela dominical. Como ya he dicho, era un hombre muy joven. El pastor viejo recibió una cabezada en la boca del estómago y se retiró al cuartito que había en el fondo del local, para esperar hasta que acabase la pelea. Pensó, y con muchísima razón, que aquello lo sabría manejar mejor el otro pastor. El hombre barbudo intentó calmar el tumulto tocando himnos de paz en el armonio; pero ello sólo pareció inflamar más a los combatientes.
Fue una pelea gloriosa: una pelea que hizo época en los anales del pueblo, una pelea que los combatientes describirían a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Sólo los Proscritos sabían por qué luchaban. No era más que una pelea —una lucha primitiva— la invasión, más sorpresa, de terreno enemigo por un ejército y la defensa de su territorio por otro —la clase de pelea que data de tiempos prehoméricos— la clase de lucha que despierta las emociones primitivas y que satisface necesidades primitivas vagamente experimentadas.
Duró una hora.
El señor Brown regresó a su casa el lunes por la mañana poco después del desayuno.
Vio, inmediatamente, que había ocurrido algo.
—¿Ha ido todo bien? —le preguntó, con mucho tacto, a su esposa.
—¡Oh, «no», Juan! —contestó esta, lacrimosa—. «Todo» ha ido mal.
—¿Por ejemplo? —inquirió el señor Brown, echando una mirada disimulada al periódico.
—Bueno, pues acabo de recibir un recado de Jenks diciéndome que no puede venir a cortar esos rollizos esta mañana… y no tenemos leña para ir tirando y… ¡oh…! ¡algo «mucho» peor que eso!
—¿Sí? —instó él—. ¿Guillermo…?
—«¡Oh!» ¿Te has enterado?
—No me he enterado de nada —contestó el señor Brown, secamente—. No he hecho más que sugerir el manantial de preocupaciones más probable que se me ocurrió.
—Es «terrible», Juan —gimió la señora—. Ayer ocurrió una cosa «horrible». Temo que a Guillermo le ha entrado manía religiosa.
Le contó lo ocurrido y una sonrisa vagó por los labios del esposo. Dobló el periódico.
—Bueno —dijo—. Me parece que esa clase de manía religiosa es susceptible de ser tratada en casa. ¿Dónde está el Corazón de León[4]?
—¿El Corazón de… te refieres a Guillermo?
—Me refiero a Guillermo.
—Creo que está en su cuarto.
El señor Brown salió al vestíbulo.
—¡Guillermo! —llamó.
—Di, papá —contestó Guillermo humildemente, con el tono propiciatorio que acostumbraba emplear en tales ocasiones.
Pero la voz del señor Brown era dulce y cortés.
—¿Puedes concederme unos instantes?
Guillermo sintió que el corazón se le caía a los pies. Entre un padre dulce y cortés y un padre furioso a más no poder, prefería este último. Claro está que, de momento, dolía; pero se pasaba pronto el mal rato.
Comprendía, sin embargo, que, en cuestión de modales paternos, el que ofende no tiene derecho a escoger.
Bajó, lentamente, la escalera. Su padre le condujo a la puerta de atrás del jardín, donde yacía un montón de troncos.
—Ahí tienes unos cuantos ídolos que demoler, Guillermo —le dijo, agradablemente.
—Esos no son ídolos —contestó el niño.
—No; pero puedes imaginarte que lo son. Puedes desahogar en ellos tu celo de cruzado… pero sin la asistencia ni compañía de tus amigos. Ya sabes el tamaño que usamos, ¿eh?
Guillermo dirigió una mirada furiosa a los rollizos. De haber estado prohibido cortar los troncos, Guillermo hubiera anhelado cortarlos. De haber sido el cortarlos un acto de destrucción injustificada, hubiese ejercido un atractivo enorme sobre el espíritu bárbaro de Guillermo. Pero el cortarlos era una tarea que le imponía la autoridad paternal. Conque Guillermo lo odiaba.
—¿Quieres decir que los haga todos leña? —exclamó por fin, horrorizado.
—Veo que empiezas a comprender, Guillermo —contestó su padre, animador—. Tu cerebro funciona despacio; pero bien.
—Pero… pero… ¡si necesitaré toda la mañana para eso…!
—Precisamente. Da la casualidad que no pienso ir al despacho hoy. Conque puedo vigilarte por la ventana de la salita y ver qué tal vas.
Y necesitó, efectivamente, toda la mañana. Y el señor Brown se pasó toda la mañana sentado cómodamente en un sillón, leyendo junto a la ventana de su salita.
He ahí el porqué, cuando alguien menciona las Cruzadas o los cruzados, aparece en el rostro de Guillermo una expresión amarga de verdad.