Guillermo bajó, ruidosamente, la escalera, cantando a voz en grito:
Quiero… «ser»… feliz,
pero… no puedo «ser»… feliz…
—Tampoco pueden serlo los demás mientras estés haciendo tú ese ruido —interrumpió su hermano mayor Roberto, saliendo de la sala y cerrando la puerta tras sí, de golpe.
—¿Tú te has creído —inquirió el niño, con severidad— que nadie puede cantar en casa más que tú? ¿Tú te has creído…?
—¡Cállate! —exclamó Roberto, furioso, entrando en el comedor y cerrando la puerta de golpe tras sí.
Guillermo salió al jardín, continuando su interrumpida canción:
… hasta que te haya hecho feliz a ti… taaambién.
Su «taaambién» recorrió toda la escala musical.
Se abrió la ventana del comedor y un libro le pasó rozando la oreja.
La voz enfurecida de Roberto siguió al libro.
—¿Querrás callarte? —decía—. ¡Me estás volviendo loco!
—No te estoy volviendo loco, Roberto —contestó Guillermo, con humildad—. Lo estás ya.
Roberto saltó por la ventana y salió en persecución del niño.
Guillermo, que lo esperaba, cruzó el jardín como una centella. Roberto volvió al comedor. Al llegar a la puerta, el niño vaciló; luego alzó su desafinada voz, en desafío:
Quiero… «ser»… feliz.
Miró, con expectación, hacia la casa; pero Roberto había cerrado puerta y ventana y recogió el libro. Guillermo, algo decepcionado, tiró calle abajo, sin dejar de cantar.
En la calle se encontró con los Proscritos. Se reunieron con él y corearon su cantar. Cada uno tenía su idea particular acerca del tono y de la tonadilla. Nadie, por muy familiarizado que estuviera con la inmortal canción, la hubiese reconocido oyéndoles cantarla a los Proscritos.
Se dirigieron al cobertizo desocupado donde celebraban siempre sus reuniones. Su exuberancia se amortiguó un poco cuando entraron en el cobertizo y encontraron que Violeta Isabel les estaba aguardando. Violeta Isabel era la hija del señor Bott (fabricante de la Salsa Digestiva Bott), que vivía en la Mansión Bott.
Violeta Bott tenía seis años de edad. Poseía una cabellera ensortijada, ojos azules, un ceceo imponente y un carácter imperioso. Y sin que nadie la invitara —ni la animara siquiera— se había pegado a los Proscritos. Los Proscritos habían intentado quitársela de encima por todos los medios a su disposición; pero ella poseía armas (que eran, principalmente, las lágrimas y la pertinacia) contra las cuales los niños eran impotentes. Violeta Isabel, siguiéndoles a todas partes, llorando de rabia y aullando de rabia también cuando intentaban echarla, les había quebrantado el espíritu por completo. Ahora aceptaban su presencia como un mal inevitable. Le dejaban conocer todos sus planes y la admitían a todos sus consejos simplemente porque habían probado todos los medios (salvo la violencia física), para no hacerlo: y habían fracasado. Ella aceptaba su falta de cordialidad como parte de su encanto y estaba orgullosísima de su posición. Les saludó alegremente desde su asiento en el suelo.
—¡Hola!
Hicieron como si no existiera y se reunieron en corro, al que Violeta Isabel se agregó inmediatamente. Estaba tan tranquila como si tal cosa.
—Tienez la cara zuda —le dijo, desdeñosamente, a Pelirrojo. Luego, volviéndose a Guillermo—. ¿Tú llamaz «cantar» a ece ruido que eztabaz haciendo?
Guillermo comprendió que era preciso que defendiera la dignidad de su rango de jefe. La miró con severidad.
—Si no dejas de hablar hasta que se te hable —dijo— te… te echaremos inmediatamente de aquí a puntapiés.
—Ci lo hacéiz —contestó Violeta Isabel, con serenidad— gritaré, gritaré y gritaré hazta que me ponga mala. —Y agregó, con orgullo—: Cé hacerlo.
—Bueno —dijo Guillermo, volviéndose, apresuradamente, hacia los otros—, ¿qué vamos a hacer?
Caía una lluvia muy fina y el campo resultaba muy poco atractivo.
—Sigamos leyendo el libro —propuso Douglas.
Se descubrió que, anticipándose a esta petición, Pelirrojo se había presentado con el libro y Guillermo con una botella de agua de regaliz. Para los Proscritos, el acto de leer era inseparable del acto de ingerir líquidos refrescantes. Leían en alta voz por turnos, y los que escuchaban pasaban de mano en mano la botella de agua de regaliz. Era un rito indispensable.
—¿Quién leerá primero? —inquirió Pelirrojo, sacándose el libro del bolsillo.
—Yo —anunció Violeta Isabel, con avidez.
—«¡Quiá!» —exclamó Guillermo, con severidad— ¡tú no sabes leer bien! No sabes pronunciar las palabras. ¿Cuántos años tienes?
—Ceiz —contestó la niña, con orgullo.
—¡Ceiz! —le imitó Guillermo, burlón—. ¡Ceiz!
Violeta Isabel se limitó a mirarle, con orgullo.
—Tú… tú no puedes… leer bien —acabó diciendo Guillermo, desconcertado por su serenidad.
—Cí que puedo —afirmó ella—. Eztoy en el Cegundo Libro de lectura, ¿zabez? He acabado el Primer Libro. Tengo que leer bien, a la fuerza, para eztar en el Cegundo Libro.
—Bueno y, de todas formas, ¿quién te ha mandado que vengas aquí? —inquirió Guillermo.
Le parecía que la pregunta aquella sería difícil de contestar; pero Violeta Isabel la contestó.
—Me lo mandé yo zola —dijo, con dignidad.
—Bueno, vamos —murmuró Douglas, impaciente—: pongámonos a leer de una vez. Empieza tú, Pelirrojo.
—Sí —contestó el aludido, con amargura—; me haréis leer y luego os beberéis vosotros toda el agua de regaliz.
—No, Pelirrojo —le aseguró Guillermo—. Tengo otra en el bolsillo.
La sacó y la enseñó.
—Prométeme que no empezaréis esa hasta que haya acabado de leer —dijo Pelirrojo.
—Prometo.
—Di «por eztaz que zon crucez» —apuntó Violeta Isabel.
—Tú cállate —ordenó Guillermo, groseramente.
—Cállate tú —contestó la niña, con energía.
El libro era la historia de Robín Hood [2] y tenía un atractivo especial para los Proscritos.
—Eran Proscritos, lo mismo que nosotros —dijo Guillermo, con satisfacción.
—A mí me parece una idea magnífica —dijo Douglas, echando un trago bastante largo y limpiándose los labios con el dorso de la mano, imitando a su jardinero, del que era gran admirador—. Era una idea estupenda el quitarle dinero a los ricos y dárselo a los pobres. A mí me parece una idea «estupenda» —acabó diciendo, entregándole la botella a Enrique, que estaba sentado a su lado.
Enrique la miró al trasluz.
—Has echado un trago la mar de «largo» —dijo—. Te has bebido más de la «mitad» de un trago.
—Bueno, pues apuesto a que tú no serías capaz de hacerlo —dijo Douglas—. Apuesto a que «tú» no podrías beber así de un tirón, sin pararte a respirar.
—No hay nada de que estar «orgulloso» —contestó Enrique indignado— en tener boca de rinoceronte.
Douglas se abalanzó sobre él para vengar el insulto; pero Guillermo los separó.
—Aquí no hay sitio —dijo—: aguardad a que haya acabado de llover y entonces podéis hacer una pelea como es debido ahí fuera. Y, además, verterás toda el agua de regaliz. Dámela, Enrique.
La cogió y la apuró hasta la última gota.
—«¡Hombre!» —exclamó Pelirrojo, en el tono de voz de quien está asombrado de lo depravado de la Humanidad—. «¡Hombre!» ¡Se lo ha bebido todo antes de que me tocara a mí!
—Hay otra botella —advirtió Guillermo.
—Sí; pero no creí que fuerais a beberos la primera así, de golpe y porrazo.
—Había que bebería tarde o temprano, ¿no?
—«¡Hombre!» —repitió Pelirrojo—. ¡Mira que decir eso! ¡Mira que bebérselo todo y decir luego eso… decir que había de beberse tarde o temprano… antes de que me llegara el turno…!
—Es culpa de Douglas —dijo Enrique, quejumbroso aún—. Eso de que Douglas se bebiera todo eso de un golpe, como un rinoceronte…
—Tú estás pensando en un camello —le interrumpió Guillermo—; son los camellos los que beben mucho. Tienen la mar de estómagos y pueden llenarlos todos de agua de una vez y les ayuda a cruzar el desierto, y cuando tienen sed se beben uno de los estómagos. Estás pensando en camellos.
—«Perdona» —dijo Enrique, con dignidad—. Yo creo que «debo» saber en qué estoy pensando… y «no» estoy pensando en camellos. Yo…
Fue Violeta Isabel quien puso fin a la incipiente discusión.
—Yo creo que eztaría la mar de bien —dijo con su vocecita aguda— ci hiciéramos nozotroz ezo… quitar cozaz a la gente rica para dárcelaz a loz pobrez como hacían elloz.
Esta idea fue recibida en silencio. Los Proscritos miraron a su capitán Guillermo. Guillermo contrajo el rostro en ceñuda expresión y se pasó los dedos por el cabello. Los mejores amigos de Guillermo no le hubieran podido llamar guapo. Ni lo hacían. La idea de Violeta Isabel le resultaba atractiva. Pero tenía un serio inconveniente: había sido propuesta por Violeta Isabel, a quien Guillermo siempre había profesado un profundo desdén. Su desdén por la sugeridora (que casi era cuestión de honor en él) luchaba rudamente con lo que, interiormente, le encantaba la idea.
—Estaba ya a punto de decir eso mismo —aseguró por fin—. Había de ser una niña quien dijera lo que yo estaba «a punto» de decir… Todas las niñas son así… No le dan tiempo a uno de decir nada… están hablando como siempre. Bueno —agregó—: ¿qué hacemos y cómo lo hacemos?
—Consigamos armas y matemos a toda la gente rica —dijo Pelirrojo, con ferocidad.
—Sí —murmuró Guillermo, con desdén—; y luego que nos metan en la cárcel. No; o tenemos que encontrar algún… algún bosque… im… «impenetrable» donde podamos atacar a los viajeros y nadie pueda encontrarnos… o, si no, hacerlo todo en secreto.
—Bueno, pues no hay ningún bosque im… im… como tú dices, por aquí —dijo Douglas, el práctico.
—Bueno, pero…, ¿cómo podemos hacerlo en secreto? —dijo Enrique, con desdén.
—Como hacen los ladrones, naturalmente —dijo Guillermo—. ¿Crees tú que los ladrones se acercan a la gente con armas y la matan de golpe y porrazo? Porque si lo creéis, «permitidme» que os diga que «no» hacen tal cosa. Eso no tendría sentido «común, ¿verdad, Pelirrojo?
—No lo sé —contestó el interpelado, sombrío—. Lo único que digo es que podía haber dejado una «gota» en el fondo en lugar de bebérselo «todo» así.
—Bueno, pues yo creo —prosiguió Guillermo— que debíamos de hacerlo por turnos… cada uno de nosotros quitarle algo a una persona rica y dárselo a los pobres. No todos al mismo tiempo, porque la gente empezaría a sospechar.
—¿Qué ez zozpechar? —inquirió Violeta Isabel.
Guillermo hizo como si no la hubiera oído.
—Bueno, ¿quién lo hará primero? —preguntó.
—Yo —exclamó Violeta Isabel.
—Eso «ni» pensarlo. Tú vas a ser la última.
—No, ceñor…, voy a cer la primera.
—Bueno, pues permíteme que te diga que «estás» equivocada —dijo Guillermo.
Los ojos de Violeta Isabel se llenaron de lágrimas. Su labio tembló.
—No, ceñor —aseguró—. Mi padre ez rico. Yo debiera cer primera porque mi padre ez rico.
Aquello era una verdad irrefutable. El señor Bott, fabricante de la Salsa Digestiva Bott, era muy rico en verdad. Vivía, respiraba y tenía existencia en una atmósfera de plutocracia.
—Es dinero nuestro —dijo Enrique, lúgubremente—. Comemos su salsa nosotros.
—«Nosotros» no —dijo Guillermo, con severidad—; está hecha de cucarachas. Una vez conocí a alguien que vivía cerca de la fábrica y me dijo que se veían entrar carros y carros de cucarachas todas las mañanas y luego salir por la noche carros y carros de salsa. Está toda hecha de cucarachas.
—Me tiene cin cuidado aunque ací cea —aseguró Violeta Isabel—. Nozotroz no la uzamoz nunca.
—Nosotros compramos una botella una vez —dijo Douglas— y se descompuso.
—Me tiene cin cuidado —dijo Violeta Isabel— y, ci no me dejan que cea la primera, gritaré, y gritaré, y gritaré hazta que me ponga mala… ¡Puedo hacerlo!
Los Proscritos la miraron con aprensión. Guillermo llamó en su ayuda toda su dignidad de jefe de los Proscritos. Conocía, por amarga experiencia, los gritos de Violeta Isabel.
—Bueno —dijo, por fin—: te daremos una hora para que consigas algo y, si no lo haces, pondremos a otro primero. Nos quedaremos aquí y te esperaremos, y si no vuelves con algo antes de una hora, le dejaremos probar a otro.
—¡Eztá bien! —cantó Violeta Isabel, saltando alegremente—. ¡Yo zoy primera! ¡Yo zoy primera! ¡Yo voy a robar! ¡Y me tiene cin cuidado aunque ezté hecha de cucarachaz!
Aún llovía. Terminaron el libro de Robín Hood mientras se hallaba ella ausente. Guillermo sacó la segunda botella de agua de regaliz y Pelirrojo se arrimó. Bebió él primero (sólo se permitía un trago) y afirmó que su trago había superado en mucho al de Douglas. Douglas impugnó semejante aseveración y, habiendo dejado ya de llover, todos salieron al campo a presenciar la lucha que había de decidir la capacidad de sus respectivos tragos. La cuestión nunca se llegó a decidir, porque Violeta Isabel regresó en el momento en que rodaban, abrazados, por el suelo.
Violeta Isabel se acercó a ellos alegremente. Llevaba en la mano un collar de perlas que valía varios miles de libras.
—Laz encontré dentro de un eztuche en el cajón de mamá —explicó, excitada—. Ce dejó la llave en la cerradura; conque le di la vuelta y me laz llevé. ¿Verdad que zoy muy lizta?
Guillermo cogió el collar y lo miró con desdén.
—¡Cuentas! —dijo, con desprecio.
—Zon cuentaz muy monaz, Guillermo —dijo Violeta Isabel, con voz suplicante—. Zon cuentaz de «perlaz».
—Pero las «cuentas» no sirven de nada —observó el niño, con paciencia—. No vamos a darles cuentas a los pobres que se mueren de hambre y de sed.
—Vendámoslas —dijo Pelirrojo.
La proposición fue considerada buena y los cinco bajaron al pueblo.
A un extremo había una tienda de ocasiones, pequeña y sucia, en cuyo escaparate reposaba una colección de hierro viejo, marcos de retrato, piezas de bisutería y muebles usados. Rara vez se movía aquella colección.
Guillermo, como representante de todos, entró en la tienda con el collar de perlas. Los demás Proscritos le siguieron.
El señor Marsh, propietario del establecimiento, se hallaba ausente, y su madre, sorda, casi ciega y muy vieja, estaba sentada detrás del mostrador.
—¿Qué clase de cuentas? —preguntó la anciana.
—Queremos vender esto —dijo Guillermo, con el ceño fruncido.
—¿Eh? —dijo la vieja, llevándose una mano al oído.
Cuando hubo repetido cuatro veces Guillermo lo que quería, la vieja pareció comprender y tendió una mano descarnada para coger las perlas.
—¿De qué se trata, querido? —preguntó.
—Cuentas —contestó Guillermo.
—¿Eh?
Cuando lo hubo repetido cuatro veces, dijo la anciana:
—¿Qué clase de cuentas, querido?
—¡Cuentas de perla! —aulló Guillermo.
—Cuentas de perla —dijo ella, como hablando sola.
Sí; ya recordaba. Habían comprado unas cuantas así la semana anterior y su hijo había dado por ellas seis peniques. Luego las había marcado a dos chelines y, antes de haber transcurrido una semana, las había vendido.
Entregó a Guillermo seis peniques y los Proscritos salieron de la tienda.
—¡Seis peniques! —exclamó Guillermo—. No es gran cosa seis peniques.
—Servirá para empezar —murmuró Pelirrojo, sintiéndose optimista.
—Tendrá que servir —asintió Guillermo.
—Cea como fuere, laz robé yo —dijo Violeta Isabel con orgullo—. Laz robé para loz pobrez.
—Ahora tenemos que encontrar a los pobres —dijo Enrique.
Miraron calle arriba y calle abajo. Una figura solitaria bajaba por ella: Jaime Finch, la bala perdida del pueblo. Era alegre, sin principios de ninguna clase, completamente amoral, inútil y vago.
—«Ese» parece pobre —dijo Pelirrojo, con lástima—. Miradle, pobre viejo. Parece la mar de pobre.
—Tiene agujeroz en laz botaz —chirrió Violeta Isabel— y agujeroz en la ropa, pobre viejo.
—Dale el dinero, Guillermo —dijo Enrique—. ¡Pobre viejo!
Guillermo se adelantó con sus seis peniques y abordó al hombre.
—¿Tiene usted hambre y sed? —le preguntó.
—Tengo sed —afirmó el viejo, guiñando un ojo.
—Pues tome —dijo Guillermo.
—Gracias.
El hombre tomó los seis peniques y se metió en una taberna cercana.
Los Proscritos le miraron, emocionados.
—Pobre hombre —dijo Violeta Isabel—. Debe de tener mucha ced. Ha entrado a beberce una gaceoza.
—Se estaba muriendo de sed —afirmó Pelirrojo.
—¿Verdad que es agradable pensar que le hemos proporcionado placer a ese pobre viejo? —exclamó Enrique.
—Y todo con unas cuentas nada más —agregó Douglas.
—¿A quién le toca robar ahora? —inquirió Pelirrojo.
—A mí —dijo Guillermo.
* * *
La anciana lady Markham, que vivía en un palacio en el pueblo vecino, se hallaba camino de visitar a la señora Bott. A su lado, en el coche, iba sentada Ángela, su nieta de seis años de edad, que había estado parando con ella y cuya casa se hallaba a unas cuantas millas de la residencia de la señora Bott. El coche había de dejar a lady Markham a la puerta de los Bott y luego seguir hasta casa de Ángela, dejar a la niña y volver a casa de los Bott a recoger a lady Markham.
—¿Dónde vas, abuela? —preguntó Ángela.
—A visitar a una tal señora Bott, querida.
Suspiró al contestar. Los Bott eran la aversión principal de lady Markham. Hacía tiempo que estaba enterada de las intentonas que hacía la señora Bott por «conocerla» y se había complacido en darle chasco tras chasco. Había logrado, durante mucho tiempo, evitar que la señora Bott le fuera presentada; pero la semana anterior la habían pillado desprevenida y se la habían presentado en casa del pastor protestante. No obstante, se las había arreglado para introducir en su saludo todo un refrigerador de hielo.
Pero, de pronto, se había encontrado con que necesitaba a la señora Bott. Iba a celebrar una verbena en los jardines de su casa, a favor de una obra de beneficencia y se vio cohibida por todas partes por la falta de fondos.
—Pídale a la señora Bott que forme parte del comité organizador —le dijeron las vecinas—. Ella surtirá de géneros a todos los puestos de la verbena. Está cargada de dinero y le encanta tirarlo a manos llenas… mientras se vea.
Al principio, lady Markham se había limitado a reír con desdén. Por último había capitulado. En aquel momento se dirigía a casa de la señora Bott para pedirle a esta que formara parte del comité.
—Lo he pasado la mar de bien contigo, abuela querida —suspiró Ángela.
—Me alegro mucho, nena —contestó la señora, distraída.
—Tenía intenciones de comprarte un regalo de despedida, abuelita; pero no tuve tiempo antes de que saliéramos; conque, ¿podemos pararnos ante la primera tienda que pasemos para que te compre algo?
—¡Oh, no, querida! —dijo lady Markham—. No debes comprarme nada.
—¡Oh, «sí»! ¡Por favor! —suplicó la niña.
—Bueno —concedió la abuela, con una sonrisa.
—Entonces, nos pararemos al llegar a la primera tienda —dijo Ángela, contenta.
La primera tienda fue la del señor Marsh.
Ángela se apeó del coche y entró en la tienda con aire de importancia, llevando media corona en la mano.
—Buenas tardes —dijo—. ¿Tiene usted algo por dos chelines y medio?
La vieja cogió el collar de perlas, que aún estaba encima del mostrador.
—Puede usted comprar este collar por media corona —dijo.
—¡Oh, gracias! ¡Qué bonitas son!
La niña volvió, saltando, al coche.
—Tengo unas cuentas para ti, abuela —dijo—. Las usarás, ¿verdad?
—¡Querida! —exclamó lady Markham, en son de protesta.
El rostro de Ángela reflejó su desconsuelo.
—¡Oh, «abuela»! —dijo, reprochándola—. Son unas cuentas «muy» buenas. Me han costado media corona.
—Bueno, querida —murmuró la anciana, con un suspiro de resignación—. Pónmelas.
Lady Markham era muy corta de vista. Sólo se dio cuenta de que su nieta le había puesto un collar de cuentas blanquecinas. Las tapó con la pañoleta que llevaba al cuello, y lo olvidó por completo.
El coche se detuvo ante la casa de los Bott. Lady Markham se despidió de su nieta, le metió un billete de diez chelines en la mano y bajó del carruaje.
El coche siguió hacia la casa de Ángela y lady Markham entró en la de los Bott.
La señora Bott se emocionó tanto al saber que lady Markham había venido a verla, que temió tener un ataque de histeria y no poder recibirla. Pero dominó su emoción y entró en el saloncillo, donde lady Markham la aguardaba.
La señora Bott temblaba de aprensión por temor a no lograr mostrarse a la altura del gran honor que se le hacía. Hacía mucho tiempo que todas sus energías se concentraban en entrar en sociedad: en la sociedad que lady Markham representaba. Comprendió que por fin iban a verse realizados sus sueños. Teniendo la tarjeta de visita de lady Markham en la bandeja de su vestíbulo, ya podía morir tranquila.
Pedía al cielo que se quedara Botty en el «estudio» (donde se hallaba en aquel momento leyendo una novela y fumando un puro) y no fuera a reunirse con ella en el saloncillo. Botty era muy trabajador y un marido excelente; pero no podía negarse que su vocabulario y su gramática dejaban mucho que desear. Y lo peor del caso era que él mismo se daba cuenta de sus errores después de haberlos cometido, y los corregía, haciendo que así se fijaran hasta aquellos que no se hubieran dado cuenta de nada.
La señora Bott, pequeña y rolliza, enfundada en un vestido costoso, estaba sentada en un sillón de gran precio, esperando que lady Markham adivinaría cuánto habían pagado por dicho mueble en casa del anticuario. Movía las manos con frecuencia, para lucir sus anillos y charlaba sin cesar, encantada y orgulloso.
—Ah, sí, lady Markham; formaré parte del comité con muchísimo gusto. Desde luego me encargaré de un puesto. ¿Qué puesto? Oh, cualquier puesto, lady Markham… El de provisiones si usted quiere. Podría llenarlo con productos de nuestro jardín, ¿sabe? Los jardineros podrían encargarse de cortar las cosas y uno de los chofers puede llevarlas en uno de los coches.
Era bonito decir «uno de los chofers» y «uno de los coches». La única desventaja de dichas frases era que no daban idea de la cantidad de coches que tenía. Sin embargo, el decir «uno de los tres chofers» y «uno de los siete coches» resultaba un poco engorroso para uso en conversación corriente.
—O al puesto de fantasía —prosiguió, animadamente, la señora Bott—. Podría equiparla del todo, adquiriendo lo necesario en la ciudad… joyas, artículos de piel y todo eso… El coste es lo de menos, ¿sabe?… O lo mismo me daría encargarme de uno o dos puestos. Equipándolos. Sin preocuparme el gasto, ¿sabe? Es un placer tan grande trabajar para beneficencia… Siempre he pensado igual. Le digo a Botty…
—¿Botty? —repitió lady Markham, medio desmayada.
—Sí, Botty. Mi media naranja. Le digo: «¿Para qué nos han sido dadas tan cuantiosas riquezas, le digo, si no para que ayudemos a los demás?» Créame, lady Markham: cuando tuve yo un puesto en el festival que dimos aquí… estuvo concurridísimo… Claro está que en nuestro jardín caben «centenares»… Me gasté seiscientas libras en cosas para el puesto. De veras. Y no saqué ni un penique de los beneficios para gastos, por añadidura. Créame.
Lady Markham seguía sentada, muy erguida, en su sillón pseudojacobino, mirando de frente. La señora Bott se sentía algo decepcionada. La visitante no daba la menor señal de amistad ni parecía tener ganas de hablar… No parecían interesarle ni pizca las cosas.
—Claro está que la casa es una responsabilidad. Créalo. Veinte criados de interior y diez de exterior. Una responsabilidad. No desde el punto de vista de dinero, naturalmente… eso no. No tenemos que pensar en eso. Botty puede hacer las cosas sin preocuparse de lo que cuesten; pero es la «sensación» de responsabilidad. Sin ir más lejos, la semana pasada estuve algunos días bastante chafada y lo achaqué a eso.
—¿Chafada?
—Sí; el hígado.
—¡Ah…! ¡Chafada…! Quiere usted decir indispuesta.
—Justo —dijo la señora Bott.
No; no era fácil hablar con ella, pensó la señora Bott, suspirando, para sus adentros. Era raro lo «estirada» que era alguna de aquella gente de sociedad. Eran verdaderamente difíciles de distraer. No tenían nada que decir.
—Naturalmente —continuó la señora Bott—: fue un verdadero alivio el quitarnos de encima el peso de amueblar esta casa. Apenas me creería usted sí le dijera lo que tuvo que «sacudirse» Botty para amueblarla.
Hizo una pausa; pero lady Markham no hizo pregunta alguna. Aquella gente parecían momias. No sentían interés por nada.
—Adivine cuánto pagué por esa silla en que está usted sentada.
—No tengo la menor idea —contestó lady Markham, sin mirar la silla siquiera.
—Cien libras esterlinas, una encima de la otra y al contado.
—¿De veras? —murmuró lady Markham, sin la menor muestra de interés.
Quizá, pensó la señora Bott, no sentiría el menor interés porque no creería que se trataba de un mueble antiguo de verdad. Tal vez no creería que sus diamantes eran buenos. Semejante pensamiento resultaba horrible, cuando tanto había pagado Botty por ellos. Entonces, por primera vez, empezó a fijarse en las joyas de su visita. La pañoleta se había abierto y dejado al descubierto un collar de perlas.
Perlas muy buenas, pensó la señora Bott.
Muy parecidas a las que ella tenía en su cuarto. Parecidísimas a las que ella tenía en su cuarto.
En su collar había una perla cerca del centro de un color mucho más oscuro que las otras. Aquel tenía una perla igual. En el collar de perlas que tenía ella en su cuarto (eran de tamaño graduado) había una que a la señora Bott se le antojaba que no era del tamaño que correspondía. Había una perla exactamente igual en aquel otro. En el cierre del collar que tenía en su cuarto faltaba un diamante pequeñito.
—Permítame que corra esa cortina —dijo la señora Bott—. Le está dando el sol sobre la espalda.
Se fue detrás de la visita y corrió la cortina, con la mirada fija en el cuello de la otra. Sí; faltaba el mismo diamante. Trabajo le costó a la señora Bott no exhalar un grito. Tenía que ser… Era preciso que, a toda costa, subiera a su cuarto y viera si su collar estaba allí. Hizo un esfuerzo por dominarse.
—Ah… estoy segura que le gustaría a usted conocer a mi niña, lady Markham —dijo—. Ah… iré a ver si puedo encontrarla.
Subió corriendo la escalera, jadeando, con el rostro congestionado. ¡Cielo santo! No era posible… No era posible… Abrió su cajón y… vio el estuche en que conservaba el collar… abierto y… vacío. Era… no podía ser. Pero lo «era»… Con mano dura reprimió un nuevo ataque incipiente de histeria y bajo al «estudio» donde estaba su marido.
—¡B-B-B-Botty! —tartamudeó—. ¡Me han robado las perlas!
El señor Bott la miró, asombrado. Él también era bajo, grueso y, por regla general, de rostro amable.
—¿Qui… quién, querida? —preguntó.
—Esa lady Markham —sollozó su esposa—. Vino a verme y yo estaba en el jardín y de… de… debe de haber subido a mi cuarto pa… pa… para co… cogerlas. ¡Han desa… desa… desaparecido!
—¿Cómo sabes que es «ella» quien te las ha quitado, querida?
—Las lie… lie… «lleva» puestas, Botty —sollozó la señora Bott—. Las lie… lie… lleva «puestas». Las he vi… vi… «visto». ¡Falta el diamante del ci… ci… cierre y «todo»!
—Vamos, no vaya a darte ahora un ataque de astéricos… de histeria, querida —dijo el señor Bott, apaciguándola.
—Pero… pero no «puede» ser verdad, Botty, ¿no te parece? —suplicó, enjugándose las lágrimas. El ver la orla de encaje auténtico en su pañuelo y pensar en lo que le había costado, la consoló algo—. No pu… pu… «puede» haberlas robado ella.
El señor Bott sacudió la cabeza, con aire sabihondo.
—Me temo que es verdad, querida —dijo, con tristeza—. Leí un artículo en el periódico del domingo de la semana pasada y decía en él que casi todos los aristócratas están podridas. La mayoría de ellos son ladrones. Algunos son figuras brillantes en sociedad y, en secreto, los jefes de cuadrillas de ladrones. Ella debe de ser una de esas.
—¡Oh, Botty!; pero… ¿por qué se las había de po… po… «poner»?
—Cara dura. Creyó que no te darías cuenta. Frescura. Mira, nena; tú entra y háblale como si tal cosa, ¿sabes? Finge estar la mar de contenta y distraerla mientras yo hago llamar a un guardia.
—¡Oh, «Botty»! .—gritó la señora Bott—. ¡No debes hacer eso!
—Sí que debo —contestó Bott, con firmeza—. Si hubieses leído ese artículo, sentirías lo mismo que yo. Hay que arrancarles la máscara. Eso es lo que yo opino. Los ciudadanos honrados como yo, debieran arrancarles la máscara. Tú vuelve a su lado, querida, y deja todo lo demás de mi cuenta.
La señora Bott volvió.
Lady Markham intentó ahogar un bostezo. La verdad era que aquella gente resultaba asombrosa. La mujer salía del gabinete de una manera singular y abrupta, permanecía ausente cerca de veinte minutos y volvía en un estado que lady Markham sólo podía diagnosticar como de parcial embriaguez, con el rostro congestionado y hablando de una forma extraña y sin ilación. Lady Markham empezaba a arrepentirse de haber ido. Después de todo, podían haberse arreglado sin el dinero de la señora Bott. Nunca habría creído que aquella gente fuese tan rara.
De pronto se abrió la puerta y apareció el, policía del pueblo.
Este era un joven que había vivido en las propiedades de lady Markham toda su vida y que la consideraba inferior en rango (pero «muy» poco inferior) sólo a la reina de Inglaterra. Era lady Markham quien había evitado que su abuela fuese a vivir en un asilo, quien había procurado a su madre enfermeras y alimentos durante su reciente enfermedad, y quien había logrado obtenerle su nombramiento de policía.
Miró a su alrededor, sorprendido. Le habían hecho entrar para que detuviese a una mujer que se hallaba en el saloncito y que le había robado el collar de perlas a la señora Bott. Miró por todo el cuarto, boquiabierto. Daba la casualidad que lady Markham le había mandado llamar aquella mañana; pero el mensajero no había logrado dar con él.
—Ah, Higgs —dijo, bondadosamente, la dama—: no debiste venir aquí a buscarme. No era nada importante… Sólo que han vuelto a robar en el huerto. Si te pasas por casa a las seis y media, te daré los detalles. —Se volvió hacia la señora Bott—. Perdone que haya venido aquí a buscarme. Le mandé llamar por un asunto sin importancia esta mañana y con toda seguridad él se creería que era urgente.
Fuera, en el pasillo, Higgs se encontró con el enfurecido señor Bott.
—¿No lo ha «hecho» usted? —tronó.
—No, señor; no había nadie ahí dentro, caballero. Nadie más que la señora Bott y lady Markham.
—Pero… ¡si se trata de lady Markham! —exclamó el hombre—. ¡Le digo a usted que es lady Markham! ¿No me oyó usted decir que se trataba de la mujer que estaba con la señora Bott? ¡Tengo «pruebas»!
—Ah, no, caballero —protestó Higgs—. Eso no puedo hacerlo. De veras que no puedo hacerlo.
Por toda contestación, el señor Bott abrió la puerta del saloncillo y metió a Higgs dentro, de un empujón.
—¿Qué ocurre, Higgs? —inquirió lady Markham.
El desgraciado Higgs se metió los dedos en el cuello de la guerrera, como para aflojárselo.
—¿Dijo su señoría las seis o las seis y media? —tartamudeó.
—Las seis y media —contestó ella, con frialdad.
Higgs volvió al lado del impaciente señor Bott.
—¿Qué? —inquirió este último.
—No puedo hacerlo, señor. De veras que no puedo hacerlo.
—Puede usted hacerlo y lo hará —afirmó el señor Bott—. Entre conmigo.
Entró, agarrando a Higgs del brazo. Higgs miró, desesperado, a su alrededor, buscando por dónde escaparse. Lady Markham miró de uno a otro con sorpresa.
—Vamos, Higgs —instó el señor Bott.
Pero en aquel momento hubo una interrupción.
Entró Violeta Isabel, seguida de los cuatro Proscritos. Los Proscritos parecían un poco avergonzados. Aquella idea era de Violeta Isabel y no suya. Habían estado escondidos en el bosque durante media hora aguardando que pasara algún viajero desprevenido; pero ningún viajero, prevenido o sin prevenir, había pasado por allí. Su único «botín» había sido una caja de hojalata depositada por un naturalista en un escondite que él creyó seguro, mientras se dirigía al pueblo a echar un trago.
Violeta Isabel dirigió la palabra a su padre.
—¿Quierez una culebra para convertirla en zalza? —preguntó—. Porque te vendemoz una por trez chelinez.
—¿Cómo? —aulló el señor Bott.
—Guillermo dice —ceceó Violeta Isabel, tranquilamente— que tú hacez la zalza con cucarachaz.
El señor Bott dirigió una mirada feroz a Guillermo.
—Conque —acabó diciendo la niña— penzamoz que a lo mejor te cerviría.
—¿CÓMO? —tronó el señor Bott.
Parecía a punto de estallar de ira. La señora Bott se estaba preguntando si tener un ataque de histeria o si no sería conveniente aguardar hasta más tarde. Decidió aguardar. Lady Markham se dio un pellizco para ver si estaba despierta y descubrió, con gran asombro suyo, que realmente lo estaba.
—Penzamoz —continuó Violeta Isabel, sin inmutarse— que una culebra cerviría también. Ez una culebra muy hermoza. Eztá dormida ahora.
Violeta Isabel destapó la caja, pero la culebra ya no dormía.
El señor Bott se refugió sobre el piano de cola…
Quitó la tapa de la caja y echó una mirada al interior. Pero, al parecer, la culebra no estaba dormida ya. Desenroscándose rápidamente, cayó al suelo. Era una culebra de las llamadas de hierba, es decir, de una variedad inofensiva; pero más grande de lo corriente y de un color más claro de lo que suelen ser dichos reptiles, razones por las cuales la había cogido el naturalista.
El señor Bott se plantó, de un brinco, encima del piano de cola.
—¡Manden buscar a los guardabosques! —gritó—. ¡Díganles que traigan sus escopetas!
Higgs se acercó, cogió la culebra y la tiró por la ventana.
La señora Bott no pudo contener por más tiempo su histeria. Rompió a llorar, apoyándose en el pecho de lady Markham y echándole los brazos al cuello.
—¡Oh, mujer malvada! —sollozó—. ¿Por qué me robó usted el collar de perlas?
* * *
Claro está que hubo explicaciones. Hubo explicaciones entre la señora Bott y lady Markham; entre los Proscritos y lady Markham; entre Higgs y el señor Bott; entre Violeta Isabel y todo el mundo y (más tarde y mucho menos agradables) entre los Proscritos y sus respectivos padres. Pero las explicaciones son cosas que hastían y es mucho mejor dejarlas a la imaginación de cada cual. Como decía Guillermo: —¡Es extraordinario ver cómo a alguna gente en este mundo le gusta armar jaleo por la cosa más «insignificante»!