LA VERBENA DE LA ESCUELA DOMINICAL

Guillermo Iba a asistir a la verbena que daba la escuela dominical. Había asistido a la escuela dominical del pueblo, a viva fuerza, durante todo el año y su obligada asistencia le daba derecho a una invitación para ir a la verbena que se celebraba todos los años.

El año anterior, Guillermo había asistido a una escuela dominical superior para niños de la aristocracia, dirigida por una tal señorita Lomas. Sin embargo, desde que dicha señorita sufriera un colapso nervioso (cosa que ocurrió poco después de formar el niño parte de su clase), había ido a engrosar el número de asistentes a la escuela dominical del pueblo, junto con la mayoría de sus discípulos. La sonrisa con que el pastor protestante había recibido la noticia de que Guillermo regresaba al redil había tenido muy poco de agradable.

Le había encantado que se llevasen a Guillermo a la escuela dominical de la señorita Lomas. Al propio Guillermo, aunque se lo tomaba filosóficamente, tampoco le hacía mucha gracia. Soportaba la escuela dominical de igual manera que soportaba los cuellos limpios y el cepillarse el cabello. Sabía que asistía a la clase porque su padre decía que ya podía marcharse directamente a un asilo si no le era posible tener un poco de tranquilidad los domingos por la tarde.

Guillermo aguardaba la fiesta con una mezcla de sentimientos. Por un lado, sus amigos (llamados los Proscritos) asistirían. Ello suponía que no faltaría alegría ni libertad. Por otra parte, su hermana mayor Ethel asistiría también y ello no representaba ni alegría ni libertad. Ethel consideraba deber suyo no perder de vista a su hermanito.

La joven había de ayudar con el té, no porque tuviese relación oficial alguna con la escuela dominical, sino porque se hallaba en el estado transitorio de tener que recurrir a uno de los pastores protestantes. En los intervalos comprendidos entre sus flirteos más emocionantes, Ethel siempre recurría al pastor. Era un joven pálido y soñador, de largo cuello, que le pedía a Ethel que se casara con él, varias veces, durante los intervalos en cuestión, aunque sin gran esperanza. En realidad, tenía graves y justificadas dudas acerca de si era o no la muchacha más indicada para ser esposa de un pastor protestante. En primer lugar, resultaba demasiado bonita. Ello no obstante, le pedía que se casara con él, con regularidad y experimentaba cierta melancolía agradable cada vez que ella le daba calabazas.

Guillermo se dejó lavar, cepillar y poner su traje de día de fiesta, pensando en la verbena. Había oído decir que habría carreras, pim-pam-pums y caballitos del Tío vivo. Y no era en estos placeres permitidos que pensaba tanto, en realidad, sino en los placeres prohibidos que era probable que se le brindaran en compañía de sus queridos Proscritos.

Estaba Ethel, claro está… Y consideraba su presencia en la verbena poco menos que un ultraje. Pero tenía la esperanza de que el pastor protestante ocuparía la mayor parte de su tiempo. Guillermo siempre vigilaba de cerca los asuntos amorosos de su hermana. Más de una vez había hallado útil el saber algo de ellos.

No fue con Ethel al prado en que se celebraba la verbena. Siempre procuraba evitar el tener que andar con Ethel. Su hermana se oponía a toda forma interesante de avanzar, tal como saltar con un palo, meterse por un hueco del seto o arrastrar los pies por entre las hojas secas.

Conque Guillermo, de punta en blanco y más limpio que una paterna, salió de casa algún tiempo después que Ethel. Caminó por encima de la valla que había al lado de la cuneta. Era un trabajo difícil de equilibrio y más de una vez resultó superior a sus fuerzas. Sin embargo, cada vez que se caía, volvía a salir del cenagal de la cuneta y escalar la valla de nuevo:

Cuando se acabó la valla, caminó por la cuneta. Tampoco era aquella una tarea fácil, ya que el fondo de la cuneta estaba lleno de agua y tenía que andar con un pie puesto a cada lado de las riberas. De vez en cuando resbalaba. Y acortó considerablemente el camino metiéndose por un agujero del seto y cruzando un campo arado.

Al llegar al campo de la verbena, a la primera persona que vio fue a Ethel, que estaba hablando con el pastor a la puerta. Al caer su mirada sobre él, sus ojos se dilataron de horror. Había dejado en casa a un niño limpio, arreglado y con traje de fiesta. Se encontraba con un ser cuya gorra, ladeada, bailaba en medio de una mata de cabellos de punta, un ser cuyo rostro sonrosado estaba rayado de barro, que tenía el cuello torcido y lleno de manchas de fango, que llevaba las piernas cubiertas de barro hasta las rodillas, que daba latigazos, a diestra y siniestra, con un palo sucio sacado de la cuneta.

—¿Qué has estado haciendo? —inquirió, con severidad.

Guillermo abrió los ojos, simulando aturdida ingenuidad.

—¿Quién? ¿Yo? —dijo, sorprendido e indignado—. ¿Te refieres a «mí»? Nada. Viniendo aquí nada más. Lo mismo que todos los demás. He venido aquí directamente. No he hecho nada.

Ethel giró, furiosa, sobre los talones y se marchó, seguida del enamorado pastor.

Guillermo siguió su camino silbando y dando con el palo. Todo niño sabe que hay muy pocas sensaciones más deliciosas que el dar con un palo a un lado y otro. Pero, ocasionalmente, uno de los golpes va más lejos de lo que uno quería que fuese. Un caballero obeso, que había acudido a ayudar con las carreras, dio un grito y asió a Guillermo de los hombros.

—Escucha, hombrecito —dijo, intentando parecer de mejor humor del que se sentía—. Escucha, muchacho, no vayas dando a la gente en los tobillos así. Dame tu palo, hombrecito. Es peligroso, ¿sabes?, entre la muchedumbre.

Guillermo, comprendiendo que sería inútil toda resistencia, entregó el palo y siguió su camino, con las manos en los bolsillos, silbando.

La señorita Lomas, que se había levantado de la cama por primera vez desde su colapso nervioso para ver «cómo se divierten los niños», oyó el silbido de Guillermo y se retiró, apresuradamente, de nuevo. No es posible hacer justicia, con palabras, al silbido de Guillermo. Sugería el violento chirrido de un pizarrín al ser arrastrado con fuerza de un extremo a otro de una pizarra.

Cruzó el campo, abriéndole su silbido paso entre la muchedumbre como por arte de magia. Al otro extremo del campo, se encontró con Enrique, Douglas y Pelirrojo y lanzó un alarido de alegría. Todos habían salido de su casa limpios como patenas y, en pocos momentos, habían logrado todos volver a su estado normal y desgreñado.

Una lucha (que era, simplemente, una forma de expresar su alegría al verse reunidos) estaba completando la transformación, cuando el ruido de una campana les atrajo al centro del campo. Allí estaba el caballero obeso rodeado de un grupo de niños. Vio a Guillermo y le dirigió una sonrisa apagada y aprensiva. No le gustaba ni pizca la cara de Guillermo. La expresión del niño tenía una falta de humildad y de conformidad que nada bueno auguraba.

Además, recordaba lo del palo. Ya estaba medio arrepentido de haber ofrecido su ayuda.

—Poneos en línea para la primera carrera, niños —dijo—. Correrán diez primero.

Puso a Guillermo entre los primeros diez. Se dijo que era mucho mejor quitarse a Guillermo del paso de una vez. Era la clase de hombre que va al dentista inmediatamente cuando siente el menor dolor de muelas. Colocó a los diez en una hilera. Guillermo se colocó en la postura de reglamento, con las manos en el suelo, y miró a su alrededor.

—¡A la una! —gritó el caballero obeso.

Guillermo se fijó, de pronto, en el niño que tenía al lado. Era Huberto Lane —compañero de colegio y enemigo mortal. Entre Guillermo y sus amigos y Huberto Lane y «sus» amigos existía una vieja enemistad mortal.

—¡A las dos! —dijo el caballero obeso.

Lenta y deliberadamente, Huberto Lane le sacó la lengua a Guillermo.

—¡A las tres! —dijo el caballero obeso.

Con gran sorpresa suya, la línea no avanzó como había esperado. En lugar de eso, un niño —aquel niño que tan antipático le era, el niño que parecía tan desarreglado, que silbaba de una forma horrible y que le había dado en el tobillo— se abalanzó, de repente, sobre su vecino y se inició una lucha general. Todos los demás concurrentes tomaron parte en la lucha. Al parecer, la mitad estaban de parte de uno y la otra mitad de parte del otro.

Fueron acudiendo más niños de entre los espectadores, hasta que todos los niños de la verbena estuvieron luchando en uno u otro bando. El campo destinado a la carrera se convirtió en campo de Agramante. Los niños luchaban y gritaban apelotonados. El caballero obeso hizo sonar, frenéticamente, la campanilla y, por fin, corrió, casi llorando, en busca de alguna persona de autoridad para que acabara con el tumulto. El pastor protestante joven fue la primera persona de autoridad que encontró.

Este se hallaba, con Ethel, cerca de la puerta de entrada. Se decía en aquellos momentos que nunca había hecho tantos progresos como entonces con la muchacha, cuando llegó el hombre obeso.

—Haga el favor de venir en seguida —jadeó el hombre—. Los niños están todos peleando y no puedo hacer nada con ellos.

El pastor le miró, fríamente, durante unos instantes; luego dijo:

—Voy en seguida.

Luego se dirigió, nuevamente, a Ethel.

—Usted perdone —dijo—. ¿Qué estaba usted diciendo hace un momento, cuando nos interrumpieron?

El hombre obeso se retorció las manos y corrió a buscar a alguna otra persona.

La lucha acabó con la victoria del bando de Guillermo y la huida de los partidarios de Huberto Lane. El bando de Guillermo persiguió al otro fuera del campo y un buen trecho de carretera abajo. Luego regresaron con los ojos hinchados, desgreñados, cogidos del brazo, entonando cantos de victoria.

Algunos de los niños pidieron carreras; pero el hombre obeso se había marchado a su casa y, después de tocar la campanilla por turno durante un rato, se diseminaron por el campo, combinándose nuevamente, de golpe, y corriendo a bloquear la puerta cada vez que el bando derrotado hacía el menor intento por volver al campo de festejos.

El pastor protestante viejo, que odiaba a los niños, se había refugiado en la tienda de campaña donde se servía el té y fingía no ver ni oír nada de lo que ocurría a su alrededor.

Los Proscritos se dirigieron a un pim-pam-pum donde se trataba de tirar un coco de un pelotazo. La suerte estaba favoreciendo a Guillermo aquel día. No sólo había derrotado al enemigo, sino que, gracias a un pelotazo afortunado, había ganado un coco. Se alejó, contoneándose y silbando en nota muy aguda, con el coco debajo del brazo y rodeado de sus admiradores los Proscritos.

Se sentaron en un rincón apartado y, después de unos instantes, se levantaron y se alejaron, dejando solamente la cáscara vacía tras sí. Cerca del puesto de caramelos y dulces, se encontraron con Ethel y el pastor joven.

Ethel estaba sonriéndole con dulzura al pastor, y este, delirante de felicidad y viendo a su hermanito a través de una nube sonrosada de romanticismo, le metió un chelín en la mano a Guillermo al verle pasar.

Se arrepintió instantáneamente, porque Guillermo le era antipático, porque sabía que el ser generoso con Guillermo no le granjeaba las simpatías de Ethel y porque un chelín es un chelín, ¡qué diablos! Pero Guillermo no estaba dispuesto a correr riesgos y convirtió inmediatamente el chelín en un trozo grande y pegajoso de una mezcla de caramelo lleno de trozos de coco desecado antes de que el pastor tuviera tiempo de explicarle que le había dado un chelín por equivocación, creyendo que se trataba de una moneda de tres peniques y ¿haría el favor de devolvérsela?

Los Proscritos se retiraron al seto con su botín y, a los pocos momentos, volvieron a marcharse, adornando el rostro pródigamente de coco y de caramelo, dejando tras sí una bolsa de papel grande, vacía.

El tiovivo estaba al lado del puesto de caramelos, y los Proscritos, chupando aún, se subieron a los gigantescos gallos y se agarraron a las barras. El encargado les miró con desconfianza al poner en marcha el tiovivo.

Su desconfianza estaba justificada. No bien lo hubo puesto en marcha cuando, desafiados por Guillermo, los Proscritos empezaron a subirse por los barrotes con ánimos de llegar al tejado. El encargado, sin embargo, se mostró a la altura de la situación. Tenía hijos. Paró el tiovivo, les ordenó que bajaran, les abofeteó y les despidió. Erraron por el campo sin dejar de chupar. Las personas mayores que habían de ayudar con el té empezaron a llegar ya al campo.

De pronto, tres de ellas cayeron sobre los Proscritos dando gritos de horror. Eran la madre de Pelirrojo, la madre de Enrique, y la madre de Douglas. Pelirrojo, Enrique y Douglas se volvieron para huir; pero era demasiado tarde ya. Cada madre tenía cogido a su hijo del brazo y estaba mirando con horror su rostro, en el que la lucha y el caramelo habían dejado copiosas huellas.

—Vete a casa inmediatamente, a lavarte —dijo cada una de ellas.

Guillermo sé marchó, apresuradamente, en dirección contraria, encantado de que a su madre, debido a un compromiso anterior, le había sido imposible acudir a ayudar con el té.

Una vez fuera de peligro (porque había temido que la madre de alguno de sus tres compañeros, con el don corriente en las personas mayores de meterse donde no las llaman, le mandase marcharse a su casa a lavarse a él también), y viendo que Ethel estaba aún al otro extremo del campo preocupada tan sólo del pastor, se metió las manos en los bolsillos, emitió su penetrante silbido y paseó por el recinto de la verbena. No se encontró con amigo ni enemigo alguno y nada ocurrió.

Guillermo empezó a aburrirse. Sentía, por añadidura, bastante sueño, efecto, probablemente, de la lucha, el tiovivo, el calor y la cantidad de caramelo ingerido.

En el seto, a un extremo del campo, vio un agujero invitador. Guillermo, que nunca podía resistir la atracción de una abertura, se descolgó por él, saliendo al prado vecino, que cruzó, yendo a parar al camino que corría a lo largo del río. Allí se echó en la hierba, junto al camino y, cediendo a la sensación de somnolencia, se quedó dormido.

Se despertó al oír voces cerca de sí. Miró a su alrededor cautelosamente. Había dos hombres sentados en un banco, junto al río.

—He decidido matar a Ethel —estaba diciendo uno de ellos.

Guillermo se incorporó con un sobresalto de horror y de indignación. Con frecuencia se había imaginado a sí mismo vengándose terrible y dramáticamente de su hermana después de alguna intervención más injustificada de lo corriente por parte suya; pero jamás había llegado al punto de matarla, ni en su imaginación siquiera.

Además, una cosa sería que pensara él en matarla y otra que pensara hacerlo un extraño. La indignación de Guillermo aumentó. Era una impertinencia que a un completo extraño se le ocurriera querer matar a su hermana. Cautelosamente se asomó por encima de la hierba que, evidentemente, ocultaba su cuerpo yacente a la mirada de los que hablaban.

El que acababa de hablar era un joven bien parecido, de cabello castaño ensortijado. Su compañero era calvo y de edad madura.

—¿Cómo piensas hacerlo? —preguntó el calvo.

—Me parece que tirándola al río de un empujón —contestó el joven.

Guillermo se marchó cautelosamente y volvió al recinto de la verbena. Era preciso avisar a Ethel inmediatamente de lo que se tramaba contra ella. Se acercó a ella apresuradamente, rebosante aún de excitación y horror. La muchacha hablaba con el pastor; pero parecía algo irritada. El pastor siempre la aburría después de media hora, y empezaba ya a arrepentirse de haber acudido a la verbena.

—¡Oye! —exclamó el niño, al acercarse.

—Haz el favor de irte a lavar la cara o a hacerte «algo» —dijo Ethel, disgustada.

Guillermo hizo caso omiso de ella y se dirigió al pastor.

—Acabo de oír a dos hombres hablar de tirar a Ethel al río.

—«¿Cómo?» —exclamó el pastor.

Las dos horas que llevaba de conversación con Ethel se le habían subido a la cabeza. Mentalmente la había estado salvando de peligros más dramáticos que aquel.

—¿Tirarla al río, dices? —repitió.

—Sí —contestó el niño, dejándose llevar de la fantasía—; estaban hablando de aguardar hasta que saliera del campo y luego abalanzarse sobre ella y tirarla al río y ahogarla.

—¡Qué «frescura»! —exclamó Ethel, indignada.

El pastor posó una mano sobre su brazo.

—Deje todo esto en mis monos —dijo, roncamente—. No pierda la serenidad.

—Estoy «completamente» serena —contestó, irritada—. Procure «usted» conservar la serenidad.

—Yo estoy completamente sereno —dijo, en son de reproche, el hombre—. Sólo estoy pensando cuál será el mayor procedimiento… Mi impulso, naturalmente, es ir a atacar a esa gente yo mismo; pero, siendo la Ley como es, creo que tal vez fuese más diplomático dirigirse a un guardia. ¿Dónde dices que están esos hombres, Guillermo?

—Sentados en un banco, junto al río. Y estaban tramando coger a Ethel sola, atarle las manos para que no pudiese nadar y tirarla al río.

—Pero…, ¿por qué? —inquirió el pastor.

—Porque les será antipática, seguramente —contestó el niño—. Yo «eso» lo comprendo; pero no veo que sea motivo para tirarla al río.

—No debías de decir eso —le reprochó el pastor—. Tú…

Pero Ethel le interrumpió, dando un taconazo en el suelo.

—¿No va a hacer nadie nada? —preguntó.

—Sí, yo —contestó el pastor, con dignidad—. Voy a consultar a la Policía.

El policía estaba junto a la puerta de entrada, apoyado en la valla, con cara de aburrimiento. Era de nueva promoción y se inclinaba a ser muy exigente en los detalles. Sacó un libro de notas flamante y un lápiz nuevo e interrogó a Guillermo con aire oficial y al estilo oficial. Guillermo, que empezaba a decirse que su relato resultaba un poco flojo y que necesitaba adornos, lo adornó sin pararse en migas.

—Estaban hablando de mi hermana Ethel y dijeron que iban a matarla. Uno de ellos quería pegarle un tiro; pero el otro dijo que no, que eso haría demasiado ruido y que lo mejor sería cogerla, amordazarla, atarla y tirarla al río. Y yo volví a decírselo a alguien, porque sé que Ethel es insoportable a veces, pero me parece que el matarla es llevar las cosas demasiado lejos y…

—«Cállate» —ordenó Ethel, volviendo a dar un taconazo.

El policía le puso al niño la mano en el cogote y le ordenó que le condujese al lugar donde había oído a los dos hombres. El policía estaba algo preocupado porque no se le ocurría el nombre exacto de la ofensa. «Asesinato» le parecía un nombre demasiado prematuro. «Asesinato frustrado» no sonaba mucho mejor y no se le ocurría ningún otro hombre.

Tras él caminaban Ethel y el pastor y, detrás de ellos, los asistentes a la verbena. Viendo al policía llevarse a Guillermo del recinto, cogido por el cogote, se imaginaron que, por fin, el niño iba a pagar todos sus crímenes y le siguieron regocijados.

—¡Ahí están! —dijo Guillermo, señalando a los dos hombres, que aún ocupaban el banco.

El policía se adelantó, con dignidad, y posó la mano sobre sus hombros.

—Quedan ustedes detenidos —dijo, con entonación dramática— acusados de… —se le ocurrió de pronto la palabra y la pronunció, con tono impresionante— conspiración.

A fin de no olvidar la palabra, sacó su libro de notas nuevecito y escribió la palabra «conspiración», en la primera página.

—Pero… pero… —exclamó el joven, boquiabierto.

—Todo lo que diga —dijo el guardia, empleando la fórmula de ritual— podría emplearse como prueba contra usted.

—Protesto —dijo el joven.

Pero el pastor protestante, al hallarse cara a cara con el presunto asesino, no pudo contenerse.

—¡Canalla! —dijo—. Me he enterado de que hace unos momentos tramaba usted tirar a esta… a esta señorita, al río.

La mirada del joven se posó sobre Ethel. El asombro y la admiración se reflejaron en su rostro.

—De ninguna manera —dijo—. Es la primera vez que veo a esta señorita en mi vida.


—De ninguna manera —dijo—. Es la primera vez que veo a esta señorita en mi vida.

El policía sacó su libreta para anotar aquella declaración; luego pensó que mejor sería que se asegurara bien primero.

—¿Está usted completamente seguro de eso? —dijo.

En el rostro agradable del joven apareció una sonrisa.

—Hombre —dijo—: no sería fácil que olvidara una carita así, ¿no le parece?

Ethel se ruborizó y entornó los párpados.

—Sí —interrumpió Guillermo, indignado—; pero yo estaba sentado aquí y le oí a usted hablar de Ethel, y decía…

El hombre de edad madura intervino.

—Creo comprender ahora —dijo—. Mi amigo es escritor de novelas por entregas y hemos tomado una casita, cerca de aquí, para veranear. Estábamos discutiendo el argumento de una de sus novelas, en la que parecía haber un exceso de personajes y en el que otra desaparición misteriosa más o menos daría lo mismo. Estábamos decidiendo que Ethel podía desaparecer. ¿Tal vez se llamará Ethel esta señorita?

—Sí —respondió Ethel, volviendo a ruborizarse.

El policía emitió un sonido que quería expresar disgusto, sacó una goma, borró la palabra «conspiración» de su libro de notas, giró sobre sus talones, con desdén, y volvió, sombrío, a su puesto. ¡Qué estupidez! No había tenido la menor suerte desde que ingresara en el cuerpo de policía un mes antes; ¡ni un miserable robo!

Los concurrentes a la verbena, viendo que nada ocurría, volvieron, poco a poco, al recinto y alguien envió un mensaje urgente al pastor, llamándole a que repartiera los premios del concurso, porque al pastor viejo le había dado un dolor de cabeza y se había marchado a casa. El pastor soltó una risita sardónica, como tributo al dolor de cabeza del otro, y dirigió una mirada ceñuda y malévola al hombre al que aún consideraba como asesino de Ethel. Aún se sentía medio inclinado a tirarle al río; pero acabó por decirse que aquello sería contraproducente y siguió al policía.

—¿Qué ocurre ahí? —inquirió el joven del pelo ensortijado, sin apartar la mirada de Ethel.

—Una verbena dada por la escuela dominical —dijo Ethel.

—¿Qué hace usted en ella?

—Ayudar.

—¿Podría yo ir a ayudar también?

Ethel le dirigió» una sonrisa capaz de volver tarumba a cualquiera.

—No veo por qué no —contestó.

El hombre de edad madura suspiró y echó a andar solo carretera abajo.

El joven volvió con Ethel al recinto de la verbena.

Guillermo se quedó mirándoles.

—¡Huh! —dijo, con desdén, cuando, por fin, los perdió de vista.

Luego echó a andar en dirección a su propia casa. Por el camino se encontró con Pelirrojo, Douglas y Enrique, que parecían recién lavados.

—¡Hola! —le saludaron—. ¿También te han mandado a «ti» a casa a que te laves?

Guillermo hizo caso omiso de la pregunta.

—He estado salvándole la vida a Ethel ahora mismo —dijo—. Y, ¿cuánto creéis que me han dado por hacerlo?

—No sé —contestaron todos los Proscritos.

—Pues… «nada» —dijo Guillermo, con amargura—. Vamos a jugar a pieles rojas.