EL MISTERIOSO FORASTERO

El responsable de todo fue el tío Federico de Guillermo.

Le regaló al niño un libro titulado: «Perseguido por los Rojos». También tuvo la culpa, en parte, una racha de días malos.

Los Proscritos se reunieron en el cobertizo mientras la lluvia caía a torrentes sobre y a través del tejado y, no teniendo otra cosa que hacer, leyeron el libro en alta voz y por turnos. Aun cuando interrumpía con frecuencia la lectura la crítica que hacían los que escuchaban, de la forma de leer del lector de turno (crítica que acababa, casi siempre, a golpes), y las largas y acerbas discusiones respecto a la pronunciación de las palabras tales como «catástrofe», el interés del relato salía triunfante de toda interrupción, es decir, que ninguna interrupción podía hacerla disminuir. Embebía. Hacía algo más que embeber. Emocionaba.

Al principio, los Proscritos habían dado por sentado que, al decir «rojo», se quería decir «pieles rojas». Pero no era así. Se refería a los Rojos de Rusia, a Rojos modernos, a los temibles Bolcheviques.

El malvado de la obra era un tal Dmitrich (que los Proscritos pronunciaban: «Dimitrich»), jefe de los Rojos. Asesinaba a cuantos encontraba, por principio. Tiraba bombas por todas partes con la misma despreocupación que otros tiran cerillas gastadas. Por fin, capturaba a una princesa de los Blancos y la guardaba prisionera en su castillo, intentando hacerla declarar, por medio de crueles amenazas, los secretos de los Blancos. En el último capítulo la salvaba su fiel amante, Paulovitch, de las garras del malvado.

La descripción que se hacía de Dmitrich era verdaderamente suculenta. Era bizco y tenía la nariz ganchuda. Como malvado, resultaba extremadamente satisfactorio por todos los conceptos. La mayoría de sus comentarios iba precedida de blasfemia, representadas en la página impresa por blancos y guiones. Esto le molestaba una barbaridad a Pelirrojo.

—¿Por qué no podrán exactamente lo que dice? —preguntó indignado—. Resultaría mucho más interesante.

—No se atreven —contestó Douglas—: no se atreven a imprimir las palabras exactas. Son demasiado malas para ponerlas en letras de molde.

—Pero…, ¿qué palabras son? —insistió Pelirrojo—. Eso es lo único que quiero saber. No hay derecho a dejar blancos. Apuesto a que no lo saben ellos tampoco.

—Sí que lo saben —aseguró Guillermo, con aire de oráculo—. Claro que lo saben. Son palabras malas… palabras como «rediez» y «recristo» y… y… y «recristo» y «rediez». Palabras malas así… «recristo» y «rediez».

—Bueno, pero esas no son más que dos —dijo Pelirrojo, no satisfecho aún—. Hay uno… dos… tres… cuatro blancos en lo que dice aquí. Dice… un, dos, tres, cuatro blancos y luego. «¡Ah! ¡Conque sí, ¿eh? maldito seas, por idiota!» y luego dos blancos más. Bueno, pues eso tiene que ser más que sólo «recristo» y «rediez». Hay seis blancos en lo que dice.

—Bueno, pues esas son las dos únicas palabras malas que hay. Lo sé. Las repetía continuamente, claro está, de la siguiente forma: «¡Ah! ¡Conque sí, ¿eh? maldito seas, por idiota! “Recristo rediez”. Así, repitiéndolo continuamente: “Rediez recristo. Recristo rediez”».

Guillermo parecía sacar cierto placer de la repetición.

—Me parece a mí que no debías de repetirlas tanto, Guillermo —advirtió Douglas, fríamente.

—¡Hombre! ¡Eso sí que me gusta! —exclamó el niño, indignado—. Yo no quiero decirlas; pero no tengo más remedio, para explicaros bien lo que pasa. Pelirrojo decía que tenía que haber más de dos palabras malas y sólo estaba explicándole que no hay más que dos palabras malas; pero que se usan muchas veces.

—Yo creo que hay más de dos palabras malas —dijo Enrique, lenta y pensativamente—. ¿Y «¡Por Júpiter!»?

—Eso no es malo.

—Bueno, pues mi madre no me lo deja decir.

—¿Y «caray»? —preguntó Pelirrojo.

Guillermo pareció examinar la exclamación «Caray» críticamente.

—Sí; esa es mala —dijo, por fin, como si «Caray» acabase de ser sometida a una prueba severa—. Caray es bastante mala. Bueno, pues metería esa palabra también alguna vez.

—Sea como fuere, debe de haber sido un hombre horrible —dijo Pelirrojo— aunque dijera dos palabras malas, o tres, o sólo blancos. Debe de haber sido un hombre terrible. ¡Hay que ver! ¡Bizco y con la nariz ganchuda! Y fijaos en la de cosas malas que hacía… asesinar a la gente y tirar bombas… y decir esas palabras malas a todo pasto, y llevarse a la princesa. Yo sé lo que le hubiera hecho si me hubiese encontrado con él.

—¿Qué? —preguntó Guillermo.

—Le hubiese matado —aseguró, atrevidamente, el otro—. Me hubiera acercado a él y le hubiese clavado un cuchillo.

—Sí, ¿eh? —murmuró Guillermo, burlón—. Apuesto a que sería demasiado listo para dejarse. Te vería llegar y te tiraría una bomba o algo así. Te diría: «Caray rediez recristo» y…

—Guillermo —protestó Douglas—: tienes que «dejar» de decir esas palabras.

—Bueno; pero el las decía, ¿no? —respondió Guillermo, agresivo—. Si yo digo lo que él hubiera dicho, tengo que usar las mismas palabras que usaría él.

—No necesitas decirlas. Puedes decir «Blanco», ¿no?

—Bueno —asintió Guillermo, conciliador—: no me importa hacer eso. Bueno, pues, se limitaría a mirar con sus ojos bizcos y te diría: «Blanco, blanco, blanco, blanco. Maldito seas por idiota. Blanco, blanco» y te metería un tiro, o te tiraría una bomba, o te cortaría la cabeza antes de que tuvieras tiempo de moverte. ¡Mira que hablar tú de matarle… a un hombre listo como él…! «¡Tú!»

Pelirrojo se enfadó.

—Hablas —dijo, indignado— como si yo hubiera dicho que me acercaría a él con un cuchillo en la mano para que supiera lo que iba a hacer. ¡Como si yo fuera tan tonto!

—¿Dónde te lo meterías entonces?

—En el bolsillo.

—¡Huh! No te cabe «dentro» del bolsillo un cuchillo lo bastante grande para matarle.

—Quizá no le matara con un cuchillo siquiera —dijo Pelirrojo, cambiando de posición—. Seguramente no lo haría así, después de todo. Fingiría llevármele a dar un paseo y, cuando le tuviera en el centro de un puente, le tiraría al agua de un empujón.

—Y saldría a nado —dijo Guillermo, con desdén.

—Bueno —contestó Pelirrojo, enfurruñado—; pues mátale tú.

—Yo le envenenaría —dijo Guillermo—. Conseguiría un veneno mortal y se lo echaría en el té.

—¿Cómo sabes que bebe té? A mí me parece la clase de hombre que prefiere la cerveza al té.

—¿Querréis callaros de una vez? —interrumpió Enrique—. Ya estoy hasta la coronilla de ese hombre. Oíd, ha dejado de llover ya, y es hora de comer. Vayámonos a casa.

Fue camino de casa que se lo encontraron: inconfundible con su nariz ganchuda y sus ojos bizcos.

Detuviéronse asombrados y le miraron.

—¡Dimitrich! —exclamaron todos, a coro.

Él les dirigió una mirada furtiva al pasar.

—¡Es él…! ¡Es él… seguro! —exclamó Pelirrojo—. ¡Como salido del libro!

—¡Del libro! —repitió Guillermo, con desdén—. ¡Huh! Ese libro no es un libro. Quiero decir que es verdad. Tiene que serlo. Apuesto a que alguien lo escribió para poner a la gente en guardia contra él, porque…

—Porque no se atrevían a hacerlo más que en un libro, porque le tienen miedo a él y a sus bombas —completó Pelirrojo, excitado.

—Iba a decir yo eso —dijo Guillermo, con frialdad—. No haces más que interrumpirme.

—Me parece que veo una bomba en su bolsillo —anunció Enrique—. ¡Mirad! Fijaos cómo abulta… por ese lado. A mí me parece exactamente igual que una bomba.

—¿Has visto tú una bomba alguna vez?

—Tal vez sí. Es muy posible que sí. Sea como fuere, a mí me ha parecido una bomba. Eso es lo único que digo. Sólo puedo decir lo que me parece a mí. Yo no sé lo que les parece una bomba a los demás.

La figura empezaba a desaparecer ya por el recodo del camino. Los Proscritos se apresuraron a seguirle.

—Dios quiera que no le estalle la bomba de repente —dijo Enrique, que se mantenía en retaguardia—. A mí me parece como si fuera a ocurrir eso.

—Bueno, pues le mataría a él primero, ¿no? —dijo Guillermo.

—No lo sé. Podía volverse y tirárnosla de pronto.

—No sabe que estamos aquí.

—Conque no, ¿eh? Lo sabe todo. ¿No te acuerdas de cuando hizo andar a aquel otro hombre…, ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! ¡Paulovitch…! creyendo que le seguía y que Dimitrich no sabía que le seguía, y que, de repente, se volvió Dimitrich y le dio una puñalada y le dejó por muerto? ¿No os acordáis?

Los Proscritos acortaron el paso.

—Ahora entra en el jardín del señor Jones.

—A lo mejor va a matar al señor Jones.

—No seas tonto. El señor Jones está fuera.

—Debe de ser el hombre que ha alquilado la casa del señor Jones durante su ausencia.

—¿A qué habrá venido a vivir aquí?

—Alguna conspiración, de eso puedes estar seguro. Habrá alguien a quien quiere tirar una bomba, o asesinar, o vengarse de alguna manera.

—Yo creo que tiene una princesa encerrada allí, en casa del señor Jones —dijo Douglas—, y creo que debiéramos robarla.

—¿Cómo? —inquirió Guillermo.

—Bueno, para eso tendremos que pensar algún plan —contestó Douglas.

Se reanudó la discusión camino del colegio a la tarde siguiente.

—Lo que tenemos que hacer —dijo Guillermo— es averiguar lo que hace aquí.

—Ni siquiera sabemos cómo dice llamarse —dijo Enrique—. Es seguro que usará un nombre distinto al de Dimitrich ahora.

—¿Cómo vamos a averiguarlo? —inquirió Pelirrojo.

—Una vez —dijo Enrique, pensativo— oí hablar de un hombre que quería averiguar el nombre de uno que vivía en una casa y se acercó a la puerta y preguntó si vivía allí el señor Brown y le dijeron que no; que quien vivía allí era Fulano de Tal.

—Son las dos y media en punto —dijo Guillermo, con severidad— y vamos a llegar la mar de tarde al colegio si no corremos aprisa.

Conque los Proscritos corrieron aprisa.

Dio la casualidad que todos salieron de la escuela a distinta hora.

A la sección de química de Enrique la dejaron salir temprano, porque le había pasado algo a la tubería de gas de los sopletes y estos hacían unas explosiones pequeñas, la mar de divertidas, en lugar de encenderse como era debido. La clase hubiera preferido quedarse para escuchar las explosiones; pero el profesor de química les mandó para casa.

—Claro que hacía él una cosa así —se quejó Enrique, con amargura— habiendo algo interesante que hacer. Pero los demás días, cuando encienden bien, tenemos que quedarnos hasta el final. «Así» son todos.

Al decir «todos», se refería a la misteriosa y exasperante raza de personas mayores que siempre parecían dispuestas a quitarle a la vida todo lo atractivo. ¡Mira que poder hacer explotar así un soplete continuamente y no querer hacerlo…! Y, lo que aún era peor, no querer dejar que los demás lo hicieran.

Pero el abatimiento de Enrique pronto desapareció al echar a andar. En lugar de seguir calle abajo, se metió en el jardín del señor Jones y, latiéndole con fuerza el corazón, se acercó a la puerta principal y llamó. No obtuvo contestación. Volvió a llamar. Siguió sin obtener respuesta. Alzó el aldabón y descargó una serie de golpes fuertes.

—Si no ocurre nada ahora, me voy —se dijo, casi deseando que nada ocurriese.

Pero ocurrió algo. La rendija se abrió levemente y apareció, en la rendija, el rostro de una anciana. Enrique se emocionó. Era una mujer muy vieja, encorvada y siniestra, con el rostro surcado de profundas arrugas: la clase de mujer, precisamente, que era de esperar guardara la casa de Dmitrich.

—¿Vive aquí el señor Brown? —preguntó, con osadía.

La vieja le miró, con desconfianza.

—¿Eh? —inquirió.

—¿Vive aquí el señor Brown?

—¿Eh?

Enrique perdió algo de su aplomo.

—¿Vive aquí el señor Brown? —volvió a preguntar, algo nervioso.

La anciana se retiró sin decir una palabra. Pero dejó la puerta abierta. No tardó en regresar con una trompetilla. Se la aplicó a la oreja y, fijando la mirada iracunda de sus ojos inyectados de sangre en el niño, dijo otra vez:

—¿Eh?

Enrique quedó un poco parado; pero no se alteró. Sabía cómo habérselas con una trompetilla. Tenía una tía abuela que era sorda.

—¿Vive aquí el señor Brown? —aulló, trompetilla abajo.

—No, señor —respondió la mujer.

Y le cerró la puerta en las narices.

Enrique se quedó mirando la puerta cerrada. Había estado a punto de preguntar quién vivía allí, cuando se la habían cerrado en las narices. Alzó la mano y volvió a llamar, con fuerza.

De pronto, entrándole un pánico loco por su atrevimiento, dio media vuelta y cruzó, corriendo, el jardín. No había tenido éxito; pero, después de todo, lo había intentado. Tendría mucho que contarles a los otros. Se había acercado a la puerta siniestra y visto a la siniestra anciana, atisbando el siniestro interior oscuro, en cuya siniestra oscuridad se observaba, a duras penas, una siniestra mesa en el siniestro vestíbulo. Podría convertirlo todo en un relato bastante bueno.

Pelirrojo se dirigió a su casa a la hora de costumbre: a la hora de acabarse la clase. Marchó a casa solo, porque a Guillermo y a Douglas les había hecho quedarse el profesor de francés, y Enrique, como ya hemos dicho, había salido más temprano. No hizo el menor esfuerzo por dirigirse inmediatamente a su casa. Con expresión severa y determinada, fue a casa del señor Jones. Se le había ocurrido la idea mientras se ponía la gorra.

Se acercó, osadamente, a la puerta principal y llamó. Había llamado fuerte e imperiosamente y la anciana le abrió la puerta después de una breve espera. Abrió la puerta unas pulgadas nada más y se asomó. Era muy corta de vista y los Proscritos eran todos, aproximadamente, de la misma estatura. No distinguía diferencia alguna entre ellos. Para ella, aquel niño era el mismo que había estado minutos antes.

—¿Qué quieres «ahora»? —preguntó, con brusquedad.

—¿Vive aquí el señor Brown? —inquirió Pelirrojo, agradablemente.

—¿Eh?

—¿Vive aquí el señor Brown? —repitió el niño, con sonrisa que quería ser simpática.

—¿Eh? —exclamó, nuevamente, la vieja.

La voz de Pelirrojo iba perdiendo volumen a medida que el muchacho se iba poniendo nervioso.

—¿Vive…? —empezó, roncamente.

La vieja se marchó y volvió con la trompetilla.

—¿Vive aquí el señor Brown? —preguntó el niño, en un susurro.

La vieja enseñó las encías, con un rugido de rabia.

—¿Cuántas veces quieres que te lo diga, niño impertinente? —exclamó—. «No» vive aquí y «ya» te lo he dicho una vez so…

Pero Pelirrojo, aterrado por el sonido de aquella voz aguda y furiosa y por el aspecto de su boca desdentada, salió huyendo, presa de un pánico loco, a la carretera. No dejó de correr hasta llegar a la bocacalle en que se encontraba su casa. Allí se detuvo, miró hacia atrás, aterrorizado, y emitió una sola palabra.

—¡Troncho! —dijo.

El profesor de francés obligó a Douglas a quedarse media hora después de clase y, a Guillermo, una hora. A Guillermo le obligó a quedarse media hora más que a Douglas, porque su desconocimiento de los verbos franceses era media hora más profundo que el de Douglas. Douglas hacía alguno que otro esfuerzo espasmódico por aprender los verbos franceses; Guillermo no hacía ninguno.

Entre Guillermo y los profesores de francés existía un estado de guerra perpetuo. Guillermo explicaba con frecuencia a los dos profesores de francés que no veía de qué le servía a él el francés, puesto que había decidido no ir nunca a Francia y, si algún francés quería hablar con él en Inglaterra, podía muy bien aprender el inglés. No veía él por qué había de aprenderse el idioma de gente con la que no tenía la menor intención de hablar jamás. Cuando le hablaba así al profesor segundo, el profesor segundo razonaba con él. Cuando le hablaba así al profesor primero, el profesor primero le daba un capón. De los dos métodos, Guillermo comprendía mejor y prefería el segundo. Era más rápido y uno sabía a qué atenerse. Tenía padre y un hermano mayor y estaba acostumbrado a que le dieran capones. Era un argumento que le resultaba simpático.

Sea como fuere, el caso es que esto explica por qué salió Douglas sólo media hora después de clase, dejando a Guillermo con la vista clavada aún en la gramática francesa y haciendo, distraídamente, flechas de papel secante.

No fue capricho repentino de Douglas el ir a la casa del señor Jones. Las palabras de Enrique le habían sugerido la idea no bien fueron pronunciadas y había decidido entonces pasarse por casa del señor Jones, camino de la suya. Se acercó tranquilamente a la puerta y llamó. Nadie salió. Llamó tres veces. Por fin alguien que respiraba con dificultad abrió la puerta y apareció un rostro arrugado. La respiración fatigada se convirtió en resoplido cuando la vieja vio a Douglas. ¡Aquel niño otra vez! ¡Maldita sea su estampa! ¡Aquel niño otra vez!

—¿Vive aquí el señor Brown? —inquirió Douglas.

La anciana no le oyó. Vaciló unos instantes; luego se fue a buscar la trompetilla. Podría tratarse de un mensaje importante, tal vez.

—¿Vive aquí el señor Brown? —dijo Douglas, con un alarido, acercando la boca al instrumento.

Lo que ocurrió entonces le dejó sorprendido. La vieja pareció abalanzarse sobre él exhalando un rugido de rabia. Douglas, en quien el instinto de la conservación era fuerte, huía como un demonio antes de que la anciana pudiera recobrar el aliento tras un rugido. Esta aulló tras él, en voz que temblaba de ira:

—¡Vuelve a preguntarme eso otra vez, maldita sea tu estampa, y te asesino!

Douglas no paró de correr hasta llegar a la puerta de su casa. Allí se enjugó el sudor de la frente, se dijo «¡troncho!» y se puso a pensar en una excusa que sonase plausible para explicar el que llegase tan tarde a tomar el té.

Guillermo fue puesto en libertad por fin, no tanto porque hubiese dominado las complicaciones de los verbos franceses, como porque el maestro de francés quería irse a tomar el té. Guillermo no había tenido la menor intención de acercarse a casa del señor Jones. La idea no se le ocurrió hasta después de haber dejado atrás la casa del señor Jones y de casi haber llegado a su propia casa.

Al andar por la carretera con su desgarbo característico, estaba pensando en el misterioso forastero bizco, de la nariz ganchuda. Y, de pronto, recordó las palabras de Enrique. Dio media vuelta y se puso a recorrer, con hastío, la distancia que mediaba entre su casa y la del señor Jones.

El pensar en el té que estaba sacrificando deliberadamente le hizo experimentar sentimientos bastante amargos contra el profesor de francés. Se consoló diciéndose que ojalá hiciese la familia del profesor de francés lo que su propia familia: no permitir que la mesa siguiera puesta para el té después de las cinco. Entró en el jardín del señor Jones con paso firme y llamó, con fuerza, a la puerta principal. Nadie contestó.

Guillermo tenía calor y estaba irritado. Alzó el aldabón y lo descargó con todas sus fuerzas siete u ochos veces. No estaba de humor para andar con tonterías. Por fin salió a la puerta una mujer muy vieja. El niño la dirigió una mirada malévola.

—¿Vive aquí el señor Brown? —preguntó fría y claramente.

Guillermo tuvo una impresión muy confusa de lo que ocurrió después. Cuando reflexionó, más tarde, le pareció recordar que la vieja se le había echado encima sin previo aviso y le había tirado al suelo.

Se puso en pie nuevamente y, sin pararse a investigar, salió de estampía, como alma que lleva el diablo. Unos gritos agudos, procedentes de la anciana, le informaron que ya le enseñaría ella a ir molestando a la gente toda la tarde con sus impertinencias, ¡maldita fuera su estampa! Guillermo quedó emocionado al comprobar, de aquella manera tan inequívoca, que la residencia, tan pacífica hasta entonces, del señor Jones, era ya un nido de criminales que atacaban a la gente honrada en cuanto la veían e intentaban descrismarla.

Su madre estaba ausente cuando llegó a casa y no se veía ni rastro del té por parte alguna. Entró en la sala donde su hermana mayor Ethel estaba escribiendo una carta.

—¿Dónde está el té? —preguntó, sombrío.

—Se acabó —contestó Ethel, sin levantar la mirada del papel—. No debieras de venir tan tarde.

—¿Qué culpa tenga yo de eso? —exclamó Guillermo, indignado—. Uno de los maestros quiso que me quedara después de la dase para hacer algo para él y no me pareció cortés decirle que no.

—Pues lo siento; pero tendrás que esperar hasta la hora de cenar ya.

—Es extraordinario —murmuró Guillermo— que haya gente que pueda ver cómo se muere de hambre otra gente y… y… que se la maltrate…

Un movimiento brusco hizo que su magullado costado entrara en contacto con la mesa. Sus sentimientos exigían un desahogo.

—¡Blanco! —dijo, tras un momento de profunda reflexión—. ¡Blanco, blanco, «blanco»!

* * *

—He averiguado «algo» de la casa —dijo Guillermo, con misterio, a la mañana siguiente, tan pronto como se reunió con los otros Proscritos. Estos, que también habían llegado orgullosos y con aire de misterio, parecieron desconcertados.

—Y yo —dijeron Pelirrojo, Douglas y Enrique, hablando simultáneamente.

Luego se miraron todos unos a otros con asombro y en silencio. Enrique fue el primero en hablar.

—Me acerqué camino de casa —dijo— para preguntar si vivía allí el señor Brown y…

—Y yo también —le interrumpió Douglas.

—Y yo —aseguró Pelirrojo.

Guillermo les miró con amargura.

—Sí; y yo fui el último —dijo— y por poco me mataron gracias a vuestras tonterías. Si la hubierais dejado de mi cuenta…

Pero su amargura pronto se convirtió en interés. Discutieron sus impresiones, excitados. Estaban de acuerdo en que, con toda seguridad, sería la madre de Dmitrich y —si ello era posible— más malvada aún que su hijo. Reconocieron que, probablemente, la pareja tendría encerrada a una princesa blanca y que estarían preparándose a bombardear el pueblo por cuenta del comunismo.

En el preciso momento en que llegaron a estas conclusiones, se vio al malvado en persona bajar por la carretera.

Sabiendo que, con toda seguridad, tendría la costumbre de matar a sus víctimas en cuanto las veía, se ocultaron detrás del seto; pero cediendo a la curiosidad, olvidaron toda cautela y se asomaron cuando pasó el hombre. El objeto de su escrutinio quedó algo desconcertado al pasar por un camino aparentemente abierto y ver surgir, bruscamente, cuatro cabezas por encima del seto, mirarle con mezcla de avidez y de hostilidad y volverse lentamente para verle mejor a medida que proseguía su camino. En cuanto hubo pasado, salieron de su imperfecto escondite.

—Sigámosle otra vez —propuso Guillermo.

Douglas, siempre cauteloso, sugirió que a lo mejor resultaría peligroso; pero los demás hicieron caso omiso de su opinión. Tras un breve retraso, causado por la lucha entre Douglas y Guillermo (que había pronunciado la terrible palabra de «cobarde»), los Proscritos se pusieron, con exagerado sigilo, a seguir a su presa. Se deslizaron en fila india por el lado del camino, pegados al seto y encorvados.

Su forma de andar hubiera llamado la atención en cualquier parte y a cualquier distancia; pero los Proscritos se creían que, andando así, se hacían poco menos que invisibles.

Dmitrich, afortunadamente, no se volvió. Caminaba bastante aprisa y pronto dejó atrás el pueblo y salió al campo, seguido siempre por las cuatro figuras encorvadas. Cuando se internó en el bosque, los cuatro muchachos celebraron una conferencia.

—¿Qué vamos a hacer? —inquirió Pelirrojo, en penetrante susurro.

—Dijiste que le matarías con un cuchillo, ¿no? —preguntó Guillermo, con sarcasmo—. Bueno, pues, ¿por qué no vas a hacerlo? Anda y mátale con un cuchillo. Dijiste que podías.

—No tengo cuchillo —dijo Pelirrojo, fríamente—; si lo tuviese lo haría.

—Bueno, pues dijiste que, si no, le llevarías al centro de un puente y le tirarías al agua. Hay un puente a la salida del bosque. ¿Por qué no lo haces ahora? Nosotros te miraremos. Tú ve y llévale al centro del puente y tírale dentro del cauce como decías que harías.

—Bueno, ¿y tú qué? —exclamó Pelirrojo—. ¿NO dijiste que le envenenarías… que le echarías veneno en el té? Pues anda; ve y hazlo.

—¿Cómo quieres que le eche veneno en el té «ahora»? —murmuró Guillermo, irritado—. ¿«Ahora» que está andando? ¿Por qué no dices algo que tenga sentido «común»?

—No podrías hacerlo, de todas formas —dijo Pelirrojo, con severidad—. Tú no sabes lo que «es» veneno, ni de dónde lo «sacarías», ni dónde está su té, ni nada. No podrías envenenarle el té aunque probaras.

—Podría envenenarle tan bien como tú tirarle del puente —contestó el niño, con calor.

—¿Qué sabes tú? Aún no he probado tirarle del puente.

—Y yo no he probado envenenarle —respondió Guillermo.

Enrique se interpuso antes de que la situación llegara más allá.

—Bueno, le estamos dejando escapar —dijo—; debiéramos darnos prisa y alcanzarle antes de que se nos escape. Y debiéramos de averiguar lo que ha salido a hacer.

—Apuesto a que ha venido a… a fabricar bombas o algo —dijo Douglas—; pero yo creo que es «peligroso».

—¿Querrás callarte ya con lo peligroso? —exclamó Guillermo, irritado—. Yo creo que ha salido a encontrarse con otra gente complicada en la conspiración. Ya sabéis qué clase de gente… co… comunales y gente así.

—Bueno; pero echemos a andar o le perderemos —dijo Enrique.

Pero, afortunadamente, Dmitrich se había detenido a descansar sentado en un rollizo, y acaba de ponerse a andar otra vez cuando los muchachos entraron en el bosque. Le siguieron en silencio, interrumpido tan sólo por el susurro de Enrique que dijo:

—Me parece que le estoy viendo una bomba en el bolsillo.

Y el sibilante susurro con que Guillermo impuso silencio.

El muchacho empezaba a decirse que aquella mañana no estaba justificado su título de jefe de los Proscritos. Ideó, apresuradamente, un plan.

—¿Sabéis lo que debíamos de hacer? —dijo—. Acercarnos a él por detrás y tirarnos a él y sujetarle de pronto y… y… y sonsacarle todos sus secretos.

—¿Cómo? —inquirió Douglas, siempre práctico.

—Con amenazas. Con amenazas y… y… amenazas. Cuando estemos cerca, yo diré: «¡Saltad!» y entonces saltáis todos encima de él.

Se acercaron al hombre, encorvados aún. Este oyó un leve ruido y se volvió de pronto. Vio la espalda de cuatro niños que huían, a toda prisa, en dirección contraria.


El paseante se volvió de pronto…
El ver los ojos bizcos y la nariz ganchuda fue demasiado para los Proscritos.

El ver, de pronto, los ojos bizcos y la nariz ganchuda había resultado demasiado para los Proscritos. El hombre, levemente sorprendido, siguió su paseo. A la orilla del bosque los Proscritos se detuvieron y se reunieron jadeantes. Se sentían avergonzados. Cada uno de ellos esperaba que algún otro explicara sus actos primero. Guillermo, como jefe, se encargó de la noble tarea de tranquilizar su conciencia.

—Bueno —jadeó—: suerte hemos tenido de salir con vida. Yo creo que iba a matarnos.

—Vi que se llevaba la mano al bolsillo en que guarda las bombas —dijo Enrique, sin aliento.

—Bueno —murmuró Guillermo—: tendremos que pensar otro plan. Nos reuniremos esta noche y discutiremos planes.

Pelirrojo se fue, con Guillermo, a casa de este, en busca de un arco y unas flechas que habían adquirido a medias.

Se deslizaron, lo más silenciosamente posible, por el vestíbulo. Cada proscrito aceptaba, como cosa natural, la antipatía de la familia de sus compañeros. Hubieran mirado, con desconfianza, cualquier prueba de sentimientos más cordiales. Les hubiera causado un embarazo enorme.

A Pelirrojo le resultaba tan natural que le tuvieran antipatía las personas mayores de la familia de Guillermo, de Douglas y de Enrique, como que las flores se abrieron en primavera. Por consiguiente, al dirigirse a la alcoba de Guillermo (donde estaban guardados el arco y las flechas), procuró, instintivamente, atraer lo menos posible la atención de la familia de su compañero. Al pie de la escalera se detuvieron. La puerta de la salita estaba abierta. La señora Brown tenía visita, evidentemente.

—¿Ha oído usted decir algo del hombre que le ha alquilado «Los tilos» del señor Jones? —preguntaba la visita.

—No —contestó la señora Brown; y añadió, interesada—: ¿Quién es?

—Un tal señor Finchley… muy feo, pero muy distinguido, según creo. Es escritor o algo así.

—¿Se ha quedado con las criadas del señor Jones?

—¡No! Se han ido todas de vacaciones. Dicen que su antigua aya le cuida y le arregla las cosas. Es sorda y muy vieja; pero muy buena trabajadora. Ha venido aquí para estar tranquilo. Está escribiendo no sé qué. Bueno, ya es hora de que me vaya, querida…

Evidentemente se acercaban a la puerta. Guillermo y Pelirrojo huyeron, aunque no sin ruido, en dirección a la alcoba de Guillermo. Al apagarse el eco de sus pisadas, oyeron la voz quejumbrosa —pero resignada— de la señora Brown, que decía estas dos palabras:

—¡Estos muchachos…!

Arriba, en la alcoba, Guillermo se volvió a Pelirrojo con expresiva mirada.

—¡Escribiendo algo! —repitió—. ¡Su antigua aya! ¡Qué sabrán «ellos»! ¡Huh!

Los Proscritos se reunieron en el cobertizo. Discutieron el asunto en todos sus detalles. Pasaron nuevamente revista a toda la historia de Dmitrich según la relataba el libro «Perseguido por los Rojos»; se preguntaron dónde se hallaría el noble Paulovitch en aquellos momentos y qué habría sido de la hermosa princesa.

—Apuesto a que no anda muy lejos de aquí —murmuró Pelirrojo—. Apuesto a que no es capaz de dejar que Dimitrich haga los actos malvados sin intentar impedirlo. Apuesto a que escribió ese libro para que la gente supiera… gente como nosotros, que tuviera sentido común para ver que tenía que ser verdad… y apuesto a que anda por aquí vigilando a Dimitrich e intentando cogerle, y…

—Señores —dijo una voz, desde la puerta del cobertizo—: tienen ustedes razón en todo. Yo soy Paulovitch, y estoy aquí intentando hacer fracasar nuevamente al villano.

Los Proscritos se quedaron boquiabiertos. Un joven, alto, se hallaba, en el umbral, mirándolos con una sonrisa. En verdad que Paulovitch bien podía ser así. Pero la sorpresa había privado a los Proscritos de la palabra, que, normalmente, tenían tan fácil. El joven entró en el cobertizo y se les quedó mirando.

—Estaba descansando ahí fuera, junto al seto —dijo, simplemente— y oí todo lo que dijisteis. Todo es verdad. Comprendí que había encontrado amigos de confianza por fin.

—¡Usted! ¡Usted Paulovitch! —logró exclamar Guillermo.

El joven hizo una reverencia.

—Ese es mi nombre —dijo.

—¿Usted… usted escribió el libro?

—Yo escribí el libro.

—Y… ¿encerró a la princesa como dijo usted?

—Sí —contestó el joven.

—Y… ¿y usted la salvó? —exclamó Douglas.

—¡Ay de mí, no! —murmuró el joven—. Mi intento fracasó. Para que el libro no tuviera un final desagradable, fingí que la había rescatado. En realidad, sigue siendo su cautiva.

—¿No… no en «Los tilos»? —tartamudeó Enrique.

—Sí —contestó el joven—: en «Los tilos». Voy a intentar salvarla esta noche.

Los Proscritos se emocionaron.

—¿Po… podemos ayudarle nosotros? —chirrió Enrique, casi histérico de emoción.

—Sí; creo que podéis ayudarme mucho.

El señor Finchley estaba sentado solo en su despacho. Aquel día hacía fiesta su aya y el señor Finchley estaba al cuidado de la casa. Nunca dejaba la casa sola. La estaba cuidando cómodamente, con una pipa, un whisky, y una pila de papel tamaño folio.

Dé pronto se oyó un golpe violento en la puerta.

El señor Finchley soltó un gemido y masculló una maldición. Luego fue a la puerta.

Había cuatro niños en el escalón. ¡Qué raro! El otro día habían aparecido, bruscamente, cuatro muchachos, mirándole, primero, por encima de un seto y, más tarde, huyendo de él. Cuatro niños que parecían estar persiguiéndole. Era curioso.

—¿Podemos hablar con usted un momento? —preguntó uno de ellos con voz profunda.

—Ah… sí; supongo que sí —dijo el señor Finchley, sin gran demostración de entusiasmo—. ¡Entrad, entrad!

Entraron en el vestíbulo. De pronto, el señor Finchley se sintió emocionado. Había descubierto que, generalmente, su nariz ganchuda y su mirada bizca alejaban a los niños de él. Hablando en general, no sentía mucho que fuera así; pero le emocionaba que aquellos niños hubieran ido a buscarle por su propio impulso.

—Queremos enseñarle algo en el jardín de atrás del señor Jones, si no tiene inconveniente —dijo Guillermo, con expresión severa e imponente.

¡Qué niños «más» singulares! Sin embargo…

—Bueno —dijo—. Bueno… vamos.

Cerró la puerta cuidadosamente y cruzó con ellos el vestíbulo, saliendo por la puerta de atrás a aquella parte del jardín.

En cuanto hubieron bajado por el sendero de la derecha del jardín, Enrique murmuró que había dejado caer el pañuelo en el vestíbulo y regresó, corriendo. Una vez en el vestíbulo, abrió, cautelosamente, la puerta principal y luego volvió, apresuradamente, a reunirse con sus compañeros. Había visto a Paulovitch acurrucado a la sombra de los laureles, aguardando a que le abrieran la puerta. No tardaría ya en reunirse con su princesa otra vez. El señor Finchley empezaba a sentirse irritado. Se le había ocurrido una idea magnífica para el próximo capítulo de su obra, y aquello le haría olvidarla por completo. Empezó a sentirse verdaderamente enfadado.

—¡Vaya, vaya, vaya! —dijo—. ¿Qué es? ¿De qué se trata?

—Sólo queremos enseñarle una cosa en el fondo del jardín —dijo Guillermo.

Hablaba con cortesía excesiva y el señor Finchley se enterneció. Eran unos bichos raros los niños y, ¿quién sabe?, a lo mejor lograba sacar de ellos material para una novela. Siempre encontraba dificultades cuando tenía que introducir un niño en alguna de sus obras. Quizá valiera la pena. Era muy probable que valiera la pena. Y no era que aquellos fuesen niños normales —todo lo contrario, pensó, sombrío—. Eran niños la mar… la mar de raros. No obstante, empezaba a despertársele la curiosidad, a pesar suyo. Después de todo, podía ocurrir cualquier cosa. Pudiera ser el principio de una verdadera aventura. Jamás había tenido una aventura de verdad. La mayor aventura de su vida había sido el coleccionar cucharas inglesas antiguas. Tenía una colección valiosa y casi única. Se las había llevado a aquella casa para mayor seguridad. Las guardaba en una caja de caudales, en su despacho. Las miraba, como mira un avaro su tesoro, todas las noches. Las amaba. ¡Oh!, ¡al demonio con aquellos niños!

Quería volver al lado de sus cucharas y a su escritura. La espléndida idea que había tenido para el próximo capítulo se había evaporado ya. No le pillaba de nuevas. Había esperado que le ocurriera. ¡Demonio de niños…!

—Vamos, vamos —dijo, intentando hablar alegremente—. Soy hombre de muchas ocupaciones. No puedo desperdiciar toda la tarde.

—Ya sabemos que es usted un hombre de muchas ocupaciones —dijo Guillermo expresivamente—. ¡Ya estamos enterados de todo «eso»!

¡Qué forma más rara de decirlo!, pensó el señor Finchley.

Sintió, de pronto, cierta aprensión. «Sí» que tenían algo «raro». Esperaba… esperaba que no fueran… peligrosos ni nada.

—Es esto lo que queríamos enseñarle —dijo Guillermo.

Habían llegado a un corral vacío, hecho para cerdos, que se hallaba al otro extremo del jardín.

El señor Finchley se lo quedó mirando boquiabierto, aumentando su aprensión por momentos.

—Ah… ¿qué? —tartamudeó.

—Entre usted y encontrará algo interesante —dijo Guillermo.

El señor Finchley no tenía la menor intención de entrar. Pero le pillaron desprevenido. Uno de los terribles niños abrió, de pronto, la puerta y otro de los niños terribles le metió dentro de un empujón. Luego cerraron la puerta y echaron el cerrojo y se quedaron en hilera mirándole, con severidad, por encima de la pared.


—Usted es Dimitrich, ¿no? —inquirió Guillermo.

Ya no le cabía la menor duda al señor Finchley. Se hallaba en presencia de cuatro niños locos. Era muy posible. Debía de haber un manicomio para niños en los alrededores y aquellos debían de haberse escapado de él. Tendría que andar con cuidado. Era muy probable que estuviesen dotados de una fuerza de loco, como no cabía la menor duda de que estaban dotados de astucia de orates.

Les sonrió, con inquietud, intentando congraciarse con ellos. Naturalmente, sería fatal enfadarles. Probablemente llevarían armas ocultas.

—Usted es Dimitrich, ¿no? —inquirió Guillermo, con severidad.

Locos. Completamente locos. Locos de atar. Era preciso seguirles la corriente.

—Ah… sí —dijo, mirando a su alrededor, en busca de algún punto que no estuviese guardado.

—Y conoce usted a Paulovitch —prosiguió Guillermo.

—Sí —dijo el señor Finchley—. Muy bien. Le conozco muy bien, en verdad.

—Y usted ha hecho prisionera a la princesa, ¿verdad?

—Ah… sí —confesó el señor Finchley.

Vio un punto de la pared poco guardado y corrió hacia ella. Se subió; pero los cuatro locos combinaron sus esfuerzos para echarlo abajo y lo lograron.

—Bueno, pues ya ha libertado a la princesa —dijo Guillermo, con voz triunfal—. «La ha rescatado…» ¡para que se entere!

—¿De veras? —murmuró el señor Finchley, fingiendo que le interesaba mucho la noticia—. ¿De veras?

—Sí; le ha derrotado a usted y la ha rescatado y… y más vale que ande usted con ojo y…

—Justo —dijo el señor Finchley.

Atacó otro punto de la pared al hablar, logró escalarla, esquivó, con éxito, a los niños y corrió por el sendero del jardín con mucho más agilidad que en ninguna otra ocasión de su vida. Los cuatro niños locos le persiguieron con igual agilidad hasta la casa.

—¡Ya no está! —gritó Guillermo—. ¡Se la ha llevado!

Entraron, tras él, en el despacho. La puerta de la caja de caudales estaba abierta y la caja, vacía.

—¡Mis cucharas! —aulló el señor Finchley, con ira—. ¡Alguien me ha robado las cucharas!

Al joven lo detuvieron antes de que llegase a Londres. Llevaba las cucharas del señor Finchley en un maletín de cuero. En la vista de la causa hizo un relato bastante sabroso del golpe. Durante muchas semanas después, Guillermo y sus amigos fueron llamados Dmitrich y Paulovitch a todo pasto, con gran amargura y melancolía suya.

Guillermo dijo que aquel era el resultado de querer ayudar a la gente, y Enrique aseguraba que aquello era lo bastante para hacerle a uno «comunal».

Muy gradualmente fue desvaneciéndose el recuerdo de lo ocurrido, y los Proscritos pudieron volver a alzar la cabeza. Pero, si queréis molestar de veras a Guillermo o a cualquiera de los otros, no tenéis más que hablarles de Dmitrich, Paulovitch, o la princesa.