LA AVENTURA DE MEDIANOCHE DE LA
SEÑORITA MONTAGU

Guillermo experimentó un gran alivio al saber que su familia no iba a marcharse fuera para agosto. A Guillermo le disgustaba el veraneo pasado fuera de casa. No era una de aquellas personas cuyos nervios requieren un cambio frecuente de escena. Guillermo no se cansaba de sus amigos los Proscritos, de su perro ni de todo un largo día de verano en que hacer lo que se le antojase.

El veranear fuera de casa implicaba ir bien vestido, llevar la cara y el cabello incómoda y permanentemente lavados y peinados, excursiones monótonas con la familia (cuya idea de lo que constituían las diversiones era manantial inagotable de asombro y de horror para Guillermo), cortesía para con gente a la que no quería volver a ver en su vida y advertencias incesantes por parte de todos los miembros de su familia, para que no les «deshonrase». Y parecía como si cualquier tendencia suya a seguir, en cualquier dirección, sus inclinaciones naturales, les «deshonraba».

Pero, en casa, aparte de las delicias corrientes de un veraneo sin preocupaciones, ocurrían, con frecuencia, cosas extrañas en agosto. El pastor protestante (cuya justificada antipatía hacia Guillermo iba a la recíproca con creces) estaba fuera, en general, reinando en su lugar un sustituto. Siempre existía la probabilidad de que el sustituto tuviera mejor genio que el pastor, y el jardín presbiterio encerraba un sinfín de posibilidades de diversión, como selva, pradera o cuenca minera, así como la emoción de un enemigo vivo bajo la forma del jardinero, que compartía los justificados sentimientos del pastor.

Aquel agosto, sin embargo, el sustituto le causó una decepción. Resultó ser un caballero de edad, de humor climatérico, que se estremecía con sólo oír la voz de un niño. (Para hacer justicia, fuerza es confesar que hombres de menos edad y menos climatéricos que él se habían estremecido al oír la voz de Guillermo). Una simple mirada bastó para que el niño supiera todo lo que le interesaba saber de él y para que abandonara toda esperanza de poder cazar o «buscar oro», con autorización, en el jardín del presbiterio, si es que alguna ilusión se había hecho sobre el particular. Después de todo, la caza no autorizada resultaba mucho más emocionante: el deslizarse por un hueco del seto, arrastrarse por entre los arbustos con precauciones de piel roja y, ocasionalmente, el huir como segundo Adán del Paraíso Terrenal ante el reumático Ángel Vengador que era el jardinero del presbiterio.

En conjunto, aun cuando la amistad del presbiterio tenía sus ventajas, Guillermo consideraba que la enemistad era una cosa mucho más emocionante y mejor. No en balde Guillermo y sus amigos se llamaban los Proscritos.

Pero poco después de haber descubierto el niño que el sustituto no tenía ninguno de los atributos que le hubieran hecho simpático a los Proscritos, hizo otro descubrimiento. Descubrió que la señora Frame, que vivía en la casa de al lado, se iba a marchar fuera y alquilar su casa durante el mes de agosto. Lo único que pudo averiguar el niño fue que el nuevo inquilino era del sexo femenino. Eso le decía muy poco. La experiencia le había demostrado que, aunque las mujeres pueden ser mucho más agradables que los hombres, pueden también ser mucho más desagradables. En conjunto, hubiera preferido un hombre. Siempre sabe uno mejor a qué atenerse con un hombre…

Enrique y Douglas habían sido arrastrados, de mala gana, a la playa por sus familias, que querían distraerse. Sólo Pelirrojo se había quedado. Y Pelirrojo, tan desarreglado, tan desgreñado y tan sucio como el propio Guillermo, era, a los ojos de este, el compañero ideal.

Habían corrido, paseado, luchado, gateado árboles y errado por terreno vedado hasta saciarse. El mecanismo interno, aun cuando fortalecido durante la mañana por una fuerte ración de manzanas silvestres verdes, nueces verdes, moras verdes y hierba (que mascaban, pensativos, en los intervalos de descanso entre sus más violentas distracciones), les dijo que la hora de comer se aproximaba. Mascando aún alegremente y tarareando y desafinando como demonios, se acercaron a casa de Guillermo. Se deslizaron, furtivamente, hacia la parte de atrás, por detrás de los macizos de arbustos.

Guillermo no sabía qué aspecto tenía; pero daba por descontado que su aspecto sería tal que provocaría exclamaciones de horror y de disgusto de toda su familia. Tenía razón. Su pelo estaba de punta, como de costumbre, formando una espesa selva, en cuyo centro, ladeada, descansaba su gorra. Habían pasado parte de la mañana poniendo un dique, hecho de barro, a un riachuelo que pasaba por el prado (barro que también habían usado como munición durante la lucha que se suscitó con motivo de una divergencia de opinión), y el rostro y el cuello de Guillermo tenían abundantes huellas de él. Se había frotado un ojo con la mano llena de barro y aquel ojo estaba más lleno de barro que todo el resto de su persona, lo que ya es decir. Llevaba el cuello y la corbata al ángulo que generalmente alcanzaban después de una mañana de las actividades normales de Guillermo.

Guillermo estaba a punto de entrar en el cobertizo, donde él y Pelirrojo tenían guardada una lata de escarabajos, cuando este último, que estaba atisbando por un agujero de la valla, dijo, en un susurro:

—¡O… oye! ¡Oye…! ¡«Ella» ha llegado!

Guillermo se reunió con él y aplicó un ojo al agujero.

Y vio, en el jardín de la señora Frame, a una mujer alta que no era la señora Frame. Estaba sentada en una silla, leyendo. Guillermo no podía ver bien su rostro, porque lo ocultaba el libro; con que se encaramó a la valla y se la quedó mirando. Ella alzó la cabeza. El niño vio un rostro que no le tranquilizó —el rostro de una mujer de cierta edad y de expresión bastante feroz—. Ella vio… lo que ya hemos descrito. En justicia hemos de decir-que lo que ella vio tampoco le resultó tranquilizador. Pero Guillermo, preciso es reconocerlo, siempre intentaba establecer relaciones amistosas.

—¡Hola! —dijo—. Vivo aquí. En la casa de al lado.

Ella le miró como si no pudiera dar crédito a sus ojos, como si formara parte de una pesadilla que se desvanecería si lo miraba durante suficiente tiempo Pero no; no se desvaneció. Era de verdad. Aquella horrible aparición era real y decía vivir en la casa de al lado. Una expresión de horror y de asco apareció en su semblante.

—¡Eres un impertinente, niño! —dijo—. ¡Vete! ¡Bájate de ahí!

Guillermo consideró la orden, en silencio, durante un minuto. Era un amante de la justicia.

—No estoy en «su» jardín —dijo—; y supongo que nos «une» esta valla. La mitad es de usted y la otra mitad nuestra. Bueno, pues yo estoy sentado en la mitad «nuestra». A mí no me importaría que se sentara usted en su mitad y no veo por qué…

—¡BAJA DE AHÍ!

Guillermo bajó.

—¿Oíste eso? —le dijo a Pelirrojo—. ¿Oíste cómo habló? Ni siquiera quiere dejarme que me siente en «nuestra» mitad de la valla. Se cree que es toda suya. Si conociese a un guardia iría a «preguntárselo». Apuesto a que uno podía ir a la cárcel por hacer una cosa así, por no dejar a la gente sentarse en su trozo de valla. Fíjate en los gatos… los gatos se sientan en las vallas. ¿Va a intentar ella impedir que todos los gatos del mundo se sienten en vallas? Cualquiera diría, oyéndola a ella, que a nadie se le «permite» sentarse en una valla. Bueno, pues yo quisiera saber para «qué» son las vallas si nadie puede sentarse en ellas…

En aquel momento la madre de Guillermo le vio desde la ventana de la sala.

—«¡Guillermo!» —gritó, horrorizada—. ¡Entra «inmediatamente» y lávate las manos y la cara y cepíllate el pelo!

Guillermo exhaló un suspiro que expresaba resignación filosófica; le gritó «Adiós» a Pelirrojo, quien, al oír el grito materno, había iniciado ya la retirada, y entró en la casa.

—Veo que la inquilina de la señora Frame está ya aquí —dijo la señora Brown, a la hora de comer—. Es una tal señorita Montagu. He de hacerle una visita.

—Yo, en tu lugar, no se la haría —intervino Guillermo.

—¿Por qué no?

—Pues, porque si te trata a ti como me ha tratado a mí…

Acabó con una expresión sombría y atacó enérgicamente su arroz con leche.

Aquel atardecer llegó una carta de la nueva inquilina quejándose de que el ruido que habían hecho Guillermo y Pelirrojo en el jardín le había estropeado por completo (subrayado) el descanso que era muy (subrayado) importante para su salud. A la mañana siguiente llegó una carta diciendo que el canto de Guillermo en la alcoba a primera hora (subrayado) de la mañana, no solamente llegaba a sus oídos, sino que le había dado un dolor de cabeza (subrayado), del que, con toda seguridad, tardaría muchos días en curarse. Por la tarde llegó otra nota exigiendo que no se le permitiera a Guillermo asomarse a la valla y mirarla, porque la repentina aparición de la cabeza del muchacho tenía un resultado desastroso (subrayado) sobre sus nervios. Agregaba que si aquellas persecuciones (subrayado) persistían, se vería obligada a consultar a su abogado.

Guillermo se pasó el día siguiente con Pelirrojo errando por los campos en busca de aventuras. Pero llegó una nota por la noche diciendo que el silbido del muchacho al pasar por su casa era tan penetrante (subrayado), que se había visto obligada a cerrar todas (subrayado) las ventanas de la parte delantera de la casa y que su salud había sufrido considerablemente (subrayado), puesto que le era esencial (subrayado) el aire fresco.

El papá de Guillermo repartió su ira, imparcialmente, entre la ausente señorita Montagu y el presente Guillermo. El presente Guillermo fue el que salió peor librado.

La subasta fue idea de Guillermo. Había asistido a una subasta en compañía de su tío la semana anterior y su tío había comprado un lote en el que figuraban dos cuadros tan horribles, que se los había regalado, generosamente, a Guillermo. El niño, a quien la subasta había emocionado y sorprendido, decidió deshacerse de sus dos cuadros subastándolos e invitó a un grupo escogido de posibles clientes a su jardín.

—No haremos «ruido» —le dijo Guillermo a su madre cuando esta protestó—. No la «turbaremos». Lo haremos todo en susurros.

La señora Brown se metió en casa, confiando en el Destino. La señora Brown se pasaba la mayor parte de su vida confiando en el Destino. De ella había heredado Guillermo parte de su glorioso optimismo.

Los posibles clientes llegaron. No eran representantes de los amigos de Guillermo. La mayoría de los amigos del niño estaban veraneando. Los que llegaron era una colección heterogénea compuesta de todos los compañeros de colegio que le había sido posible encontrar. La mayoría de ellos, en el tiempo normal, no hubieran merecido su atención, debido a su extrema juventud.

Se sentaron sobre la hierba en el jardín, detrás de la casa de Guillermo y miraron a su alrededor con aire crítico y de desconfianza. Guillermo estaba de pie detrás de la carretilla volcada, sobre la que se veían los dos cuadros. Llevaba en la mano una horquilla de jardinero en representación del martillo. Pelirrojo estaba a su lado. Guillermo alzó uno de los cuadros. Mediría unas diez pulgadas de lado y representaba a una mujer de cabello increíblemente largo y vestido increíblemente largo también, encadenada a un poste sobre una playa desierta. Se titulaba: «La mártir».

—Señoras y caballeros —empezó Guillermo—: primeramente vamos a vender este cuadro.

—¿Para qué? —inquirió una niña muy menuda que estaba sentada en primera fila.

Guillermo le dirigió una mirada que debía de haberla aniquilado por completo.

—¿Qué quieres decir… para qué? —dijo, desdeñoso—. ¿Por qué no hemos de vender un cuadro?

—Y… ¿por qué habéis de venderlo? —contestó la niña, que no se dejaba aniquilar tan fácilmente.

Guillermo se sintió desconcertado. En la subasta a que había asistido en compañía de su tío, nadie se había portado así. No sabía, exactamente, cómo hacer frente a semejante situación. Decidió hablar autoritariamente.

—Venderemos —dijo, con suficiencia— exactamente lo que nos dé la gana. Venderemos… camellos si queremos.

Camellos fue una inspiración. Se dijo que «camellos» estaba bastante bien. Se dispuso a continuar con la subasta.

—Señoras y caballeros —empezó otra vez.

Pero la niña, que sólo se había callado para reflexionar, profundamente, sobre su último comentario, volvió a hablar.

—¡Camellos! —exclamó—. ¿Para qué queréis vender camellos?

—En primer lugar —siguió Guillermo— vamos a vender este cuadro. Primero, señoras y caballeros, miren bien este cuadro.

—¿A quién le interesa «comprar» camellos? —inquirió la niña, apasionadamente—. ¿De qué sirve «venderlos»?

—Tengan la bondad de mirar este cuadro —prosiguió Guillermo—. Probablemente es un cuadro que nunca volveréis a ver… Nunca volveréis a tener ocasión de comprar un hermoso cuadro como este, barato.

—Y además —agregó la niña, mirando a su alrededor, como quien presenta un argumento aplastante— ¿dónde «están» tus camellos? ¿Por qué no sacas tus camellos y empiezas a «venderlos» en lugar de «hablar» de ellos?

—Haz el favor de dejar de interrumpir —dijo Guillermo, mirándola con severidad—; no hemos venido aquí para escucharte a «ti». Hemos venido aquí para vender estas cosas… Señoras y caballeros, este cuadro es uno de los cuadros más hermosos del mundo. Tengan la bondad de mirarlo unos momentos.

Un niño muy pequeño, sentado en primera fila, rompió a llorar, de repente.

—¡Booo! —sollozó—. ¡Quiero comprar un camello!

La nena le rodeó con brazos maternales y le dirigió una mirada de indignación a Guillermo.

—«Ahora», mira lo que has hecho. ¡Eres un niño malo y cruel! —dijo—. Le has hecho llorar. Bueno, ¿dónde «están» los camellos de que no haces más que hablar?

El exasperado Guillermo se volvió hacia ella.

—No es verdad que no haga más que hablar de ellos —contestó—. Yo no he dicho que tuviese camellos.

La niña abrió unos ojos como platos y se quedó boquiabierta de horror.

—¡Oh! —exclamó por fin—. ¡«Sí» que lo dijiste! ¡Oh!, ¡qué «mentiroso»!

Los lastimeros quejidos del niño aumentaron en volumen.

—¡Quiero un camello! —aulló, resbalándole unos lagrimones por las mejillas.

—No sabéis cómo «portaros» en una subasta —repuso Guillermo, indignado—. Estoy intentando vender cuadros y vosotros no hacéis más que hablar de camellos.

En aquel momento fueron interrumpidos por la llegada de la señora Brown.

Estaba pálida y aturdida y llevaba una nota en la mano.

—¡Oh, Guillermo! —exclamó—. ¿«Cómo» puedes ser así? Ha vuelto a escribir. Dice que el ruido rasga sus oídos y que no pueden soportarlo sus nervios. Dice —dio la vuelta a la nota—, dice la mar de cosas, todas ellas subrayadas, y ¡oh, Guillermo!, prometiste no armar ruido.

—«Estaba» no haciendo ruido —dijo Guillermo—; luego se pusieron a hablar todos de camellos y no puedo pararles de que hagan ruido.

Guillermo y Pelirrojo se sentaron, desconsoladamente, sobre la carretilla volcada. Los espectadores de la subasta se habían marchado indignados, el niño pequeño seguía llorando lastimeramente aún; y Guillermo y Pelirrojo se pusieron a hablar en susurros.

—Tendremos que celebrar otra otro día —murmuró Guillermo—. Esta no fue bien, no sé por qué. Tendremos que hacer otra y no «dejarles» empezar a hablar de camellos y cosas.

—¿Qué hacemos «ahora»? —preguntó Pelirrojo, mirando, con desagrado, los dos cuadros que compartían con ellos la carretilla.

—Algo que no haga «ruido» —gimió Guillermo—. Juguemos a la pelota.

Fue en busca de una pelota y se la tiró a su compañero. Este la cogió y se la tiró a Guillermo.

El niño no la cogió y la pelota fue a parar al jardín de la señorita Montagu.

Buscó otra pelota y se la tiró a Pelirrojo.

Pelirrojo no la cogió a tiempo y fue a parar al jardín de la señorita Montagu.

Pelirrojo se fue a su casa a buscar otra pelota. Se la echó a Guillermo. Se la echaron uno a otro y la cogieron diez u once veces.

Luego pasó por encima de la valla y fue a parar al jardín de la señorita Montagu.

Guillermo sacó su arco y sus flechas. La valla que los separaba del jardín de la señorita Montagu era el único sitio adecuado para colocar el blanco. Los demás lados del jardín tenían cuadros de flores.

Dispararon contra el blanco durante unos diez minutos.

Transcurridos los diez minutos, todas las flechas estaban en el jardín de la señorita Montagu.

—Bueno —murmuró Pelirrojo, sombrío—: ¿qué hacemos «ahora»?

Guillermo, a pesar de sus muchas faltas, no tenía nada de cobarde.

Se subió, cautelosamente, a la valla para explorar el territorio enemigo. Quedó bastante desconcertado al encontrarse con su enemigo que le miraba de hito en hito. Pero, aun así, no se declaró vencido. Sostuvo su mirada sin pestañear.

—Unas cuantas pelotas y cosas nuestras —dijo— han caído en su jardín. ¿Hace el favor de dejarme entrar a recogerlas?

—No; «no» te lo permito, niño impertinente —dijo el enemigo, furioso—. Las he recogido y me las guardaré. «Baja» de ahí.

Guillermo hizo, deliberadamente, una mueca horrible y bajó de la valla. Le había animado un poco y producido cierta satisfacción el estremecimiento de horror que su mueca le había producido al enemigo. Es casi imposible describir las caras de gárgola que sabía hacer el niño.

—Bueno y ¿qué vamos a hacer «ahora»? —inquirió Pelirrojo, en desanimado susurro.

Guillermo miró a su alrededor.

A sus pies se hallaba su querido «Jumble», perro de raza indefinida. «Jumble» había tomado parte en todas las últimas distracciones de su amo —las de hacer el dique y tirar el barro—. El estado de la piel de «Jumble» resultaba indescriptible.

—Lavemos a «Jumble» —dijo Guillermo, echando mano al desgraciado animal, antes de que la palabra «lavemos» le hiciera salir disparado como una flecha del arco.

Le quitó el collar y lo colgó, descuidadamente, sobré la valla.

Media hora más tarde, un perro bastante seco y dos niños bastante mojados salieron del lavadero y se dirigieron a la valla.

Allí se pararon y miraron a su alrededor, consternados.

—¿Dónde está? —preguntó Guillermo.

—Lo pusiste aquí mismo —contestó Pelirrojo.

Buscaron por el suelo al pie de la valla. No se le veía por parte alguna. Guillermo volvió a encaramarse a la valla y a asomarse. De nuevo se encontró con la mirada de su enemiga. Esta tenía el collar de «Jumble» en la mano.

—Lo encontré en mi jardín —contestó la mujer, con brusquedad.

—En tal caso, debe de haberse caído de la valla.

—Confiscaré «toda cosa tuya» que encuentre en mi jardín —dijo el enemigo, con severidad.

Se metió en su casa. Guillermo permaneció inmóvil sobre la valla. Por la ventana, la vio entrar en el comedor y meter el collar de «Jumble» en un aparador.

Bajó de la valla. En su rostro cubierto de pecas se reflejaba la determinación.

Era medianoche. Guillermo, con un abrigo y un antifaz negro, escaló, cautelosamente, la valla y se deslizó por el jardín de la señorita Montagu hasta llegar a la ventana del comedor. En un bolsillo del gabán llevaba una navaja; en el otro, una hermosa pistola que había costado, originalmente, chelín y medio, y que figuraba en la mayoría de las aventuras de los Proscritos.

Cuando llegó a la ventana del comedor, sacó la navaja y empezó a atacar el cierre. El antifaz negro no hacía más que resbalar y taparle los ojos; conque se lo quitó y se lo metió en el bolsillo. La ventana del comedor de la señorita Montagu era exactamente igual que la ventana del comedor de su propia casa y Guillermo, en su papel de capitán de ladrones, había descorrido el cierre de dicha ventana con la navaja más de una vez. De todas formas, se trataba de un cierre que un ladrón recién nacido hubiera abierto dormido. Guillermo abrió la ventana y entró en el comedor de la señorita Montagu. Allí se puso el antifaz negro. Guillermo, aun cuando llevando a cabo lo que él consideraba una obra justa, no por eso dejaba de estarse divirtiendo de lo lindo desempeñando aquel papel. Abrió el armario y sus ojos brillaron. Allí estaban sus dos pelotas, la pelota de Pelirrojo, el collar de «Jumble»… Con un resoplido de triunfo se lo metió todo en el bolsillo del gabán.

Entonces, un ruido junto a la puerta le hizo volverse y le dio un vuelco el corazón, le subió hasta la coronilla y luego se le fue a las plantas de los pies. La señorita Montagu se hallaba en el hueco de la puerta, envuelta en una bata color rosa. Guillermo miró, desesperadamente, a su alrededor, buscando una salida. Ninguna había. El único recurso que le quedaba era su valor personal. Recurrió a él. Sacó su pistola de a chelín y medio del bolsillo.

—¡Manos arriba! —croó, en voz profunda de bajo—. ¡Manos arriba o disparo!

Era una noche muy oscura. Lo único que podía ver la señorita Montagu era una vaga figura parapetada tras lo que, cuidadosamente, era un arma de fuego. Alzó las manos.

—Es… estoy desarmada —dijo, castañeteándole los dientes—. Soy una po… po… bre mujer indefensa. Piense en su her… her… hermana… píen… en su ma… ma… madre… Nooo… no cometa usted nin… ninguna bar… barbaridad, se lo suplico.

—Siéntese —ordenó Guillermo, con voz ronca.

Ella se sentó.

—Te… tenga cuidado —suplicó la mujer—. Ya sabe que, a veces, un mo… un movimiento invo… involuntario hace que se… se… se disparen. No tengo nada que sea de verdadero va… valor, se lo aseguro. Yo… ¡oh…! «tenga» cuidado, por «favor» —aulló, al hacer Guillermo un movimiento con la pistola.

Guillermo estaba retrocediendo lentamente hacia la ventana. Por fin llegó a ella. A su temblorosa víctima, que seguía sentada con las manos aproximadamente igual que las patas delanteras de un perro cuando se pone de pie sobre las patas de atrás, le pareció como si se hubiese desvanecido brusca y completamente en la noche.

Se dirigió, con paso incierto, a la ventana y se asomó. No se veía ni rastro del intruso.

Había pasado el peligro. Evidentemente había llegado el momento de que se desmayase o de que le diera un ataque de histeria. Pero eso de desmayarse o de tener un ataque de histeria satisface muy poco cuando no se tiene auditorio. Hizo sonar el timbre violentamente. Aulló: «¡Fuego! ¡Asesinos!» a grito pelado. Su servidumbre, en distintos grados de desnudez, se reunió en torno suyo. Entonces, dramática y cuidadosamente, se dejó caer desmayada sobre la alfombra.

Entretanto, Guillermo, en su cuarto, con antifaz negro y pijama, bailaba una danza guerrera alrededor de tres pelotas, un montón de flechas y el collar de perro.

Guillermo bajó temprano a la mañana siguiente; pero encontró a su vecina en el comedor ya. No llevaba sombrero y parecía turbada, pero con aires de importancia.

—¿No oyeron ustedes nada? —le estaba diciendo, excitada, a la señora Brown, que sonreía agradablemente de alivio al ver que la visita no tenía el objeto acostumbrado de quejarse de Guillermo—. Mi casa ha sido saqueada… «saqueada» de arriba abajo. Y, cuando le interrumpí… bueno, me parece que eran dos o tres… sí; estoy completamente segura de que eran por lo menos dos… hombres muy «grandes», querida señora Brown, ambos con el rostro cubierto por un antifaz. Cuando los interrumpí, repito, me apuntaron con revólver.

Se tornó dramática y Guillermo la observó con interés.

Vio a la señorita Montagu apuntar a la señora Brown con un revólver imaginario. La señora Brown se metió, disimuladamente, detrás del sofá.


Guillermo vio a la señorita Montagu apuntar a la señora Brown con un revolver imaginario.

—Me amenazaron con la muerte instantánea si movía una mano o un pie —continuó la señora Montagu. Avanzó, amenazadora, hacia la señora Brown, con el revólver imaginario en la mano. La señora Brown se sentó, cerró los ojos, y exhaló un grito—. Le aseguro que pasé un rato horrible. Me he estado desmayando cada dos por tres desde entonces.

Se sentó en el sillón de la señora Brown, con la intención, evidentemente, de desmayarse unas cuantas veces más. Elena, la doncella, entraba con el café en aquel momento. La señora Brown corrió a su encuentro, llenó una taza y volvió al lado de la señorita Montagu, que se estaba preguntando si, después de todo, no resultaría un ataque de histeria de más efecto. Elena, saliendo de su calma profesional con el sobresalto, preguntó: «¿Qué ha ocurrido?» Y Guillermo contempló la escena con su más inescrutable expresión. La señora Brown, en su pánico, derramó parte del café por encima de la señorita Montagu y esta decidió no tener un ataque de histeria, después de todo por si la señora Brown, que, evidentemente, estaba perdiendo la cabeza, empleaba el resto del café hirviendo para ver si lograba volverla en sí.

—Entonces entró el padre de Guillermo. Saludó a la señorita Montagu con sequedad. El señor Brown, aunque era hombre bien intencionado, nunca estaba del mejor humor del mundo antes de haber desayunado.

—Bueno —inquirió, con un ojo clavado, severamente, en el niño y el otro, aprensivamente, en la visita—, ¿qué ha estado haciendo ahora?

—¡Oh, Juan querido! —la señora Brown exclamó—. ¡Se trata de ladrones! Han entrado ladrones en casa de la señorita Montagu durante la noche.

—«Tres ladrones» —dijo la vecina, con un sollozo. El pensamiento de todo lo que había sufrido, junto con la sacudida que le había proporcionado el café caliente que la señora Brown le había echado por encima, era casi más de lo que podía soportar…— «Tres» enormes «gigantes». «Saquearon» la casa… me han robado todas las joyas. Me… me apuntaron con revólveres y amenazaron quitarme la vida. Me…

—¿Ha avisado usted a la policía? —inquirió el señor Brown, echando una mirada de deseo a la fuente cubierta en la que reposaba su desayuno de huevos y jamón.

—Sí; van a venir a visitarme. Estoy completamente enervada por lo ocurrido. No puedo describirles el estado en que me he encontrado. Me he desmayado por lo menos una docena de veces. ¡Oh! Veo que está pasando el sustituto del pastor… tenga la bondad de hacerle entrar, señor Brown. ¡Tengo más necesidad de solaz espiritual después de todo lo ocurrido…!

El señor Brown, con gesto algo hosco, salió a interceptar al «sustituto». Este, con gesto más hosco aún, le siguió por el jardín y entró en la habitación.

—Es la señorita Montagu —explicó el señor Brown con brevedad—: la han visitado unos ladrones. Está… está algo descompuesta.

—Estoy «enervada» —dijo la señorita Montagu, retorciéndose las manos y visiblemente animada por el aumento sufrido por su auditorio—. Una cuadrilla de hombres enmascarados. Ofrecí resistencia y dispararon. No me dieron; pero fue tal la sacudida que sufrieron mis nervios, que me desmayé. Y cuando recobré el conocimiento se habían marchado; pero la casa estaba «saqueada»…

—Ahí va un guardia —dijo el señor Brown, alegremente—; acaba de entrar en casa de usted, ¿no será mejor que vaya usted inmediatamente a entrevistarse con él?

—¡Oh! ¡Haga el favor de hacerle venir aquí, señor Brown! Me siento demasiado descompuesta para «moverme».

Mascullando algo ininteligible y dirigiendo una mirada prolongada y angustiosa a la cafetera y a la fuente del desayuno, el señor Brown salió a interceptar al policía.

El guardia entró contoneándose y sacando un libro de notas del bolsillo. El «sustituto» aprovechó la ocasión para marcharse.

^-Se trata de «ladrones» —dijo en voz sibilante y con tanta violencia la señorita Montagu, que el guardia se sobresaltó y dejó caer el libro de notas—. Fue forzada la entrada a mi casa anoche y me atacó una cuadrilla de hombres… «enmascarados».

El policía chupó la punta del lápiz y miró a la que hablaba.

—¿La despertó a usted el ruido, señorita?

—Sí, bajé a enfrentarme con ellos, y me encontré con cinco o seis…

—¿Cinco «o» seis? —inquirió el guardia, con aire de magistrado.

—Seis —contestó la señorita Montagu, después de vacilar unos instantes.

—Seis —repitió el guardia, chupando otra vez el lápiz y empezando a escribir en su libro de notas—. Seis.

Lo anotó con gran deliberación y luego dijo, por tercera vez:

—Seis.

—Me enfrenté con ellos —prosiguió la señorita Montagu—; pero me amordazaron y me ataron a una silla.

El señor Brown, no pudiendo dominar por más tiempo las punzadas del hambre, se había sentado a la mesa y, sin preocuparse en absoluto de los demás, estaba comiendo una enorme ración de huevos con jamón.

—¿Una «silla» dijo usted, señorita? —dijo el policía, animándose, como si hubieran llegado a la parte más importante de la declaración.

—Sí, una silla, naturalmente —dijo la interpelada, con impaciencia—. Me amordazaron y me ataron a ella y entonces me desmayé. Cuando recobré el conocimiento estaba sola. La casa estaba «saqueada». Mis joyas habían desaparecido…

—Saqueada… —murmuró el guardia, escribiendo, y humedeciendo la punta del lápiz con la lengua cada dos segundos. Parecía uno de esos lápices que sólo escriben cuando se les usa en constante conjunción con saliva humana—. Saqueada… joyas…

Cerró el librito y asumió aire de pontífice.

—Espero —dijo— que habrá usted dejado todo tal como lo dejaron ellos.

La señorita Montagu reflexionó unos instantes. Luego habló con el tono de voz de la persona que ha estado volando por las nubes y que de pronto cae al suelo de golpe y porrazo.

—Oh, no —contestó con voz opaca—. Oh, no… arreglé un poco las cosas.

El señor Brown, que había llegado a la mermelada y empezaba a sentirse superior, dijo: «Craso error» y se vio aplastado, inmediatamente, por una mirada del representante de la ley.

—¿Qué es lo que le ha desaparecido exactamente, señorita? —inquirió pomposamente, el guardia.

La señorita Montagu contestó en el mismo tono de voz que antes:

—No estoy «del todo» segura.

El policía se metió el libro de notas en el bolsillo y cuadró los hombros, como quien se prepara para una pelea.

—Más vale que vaya con usted a visitar el lugar del crimen ahora, señorita, para recoger las pruebas que pueda —dijo.

—Yo iré con usted —dijo la señora Brown, compasiva, a la señorita Montagu—. Estoy segura de que no está usted en condiciones de ir sola.

—Muchísimas gracias —contestó la mujer—. Me siento como si fuera a desmayarme de un momento a otro.

Conducida por el guardia y sostenida por la señora Brown, se dirigió, lentamente, a sus dominios.

El padre de Guillermo dio un resoplido de desdén y se sirvió otra taza de café.

En el rostro inescrutable de Guillermo revoloteó, durante unos instantes, una sonrisa…

La señorita Montagu estaba descansando, en una mecedora, en su jardín. Había tenido un día agotador. Había tenido una racha continua de visitas que acudían, ostensiblemente, a preguntar por su salud; pero, en realidad, para escuchar todo el emocionante relató del robo. Se sentía agotada; pero le cabía la satisfacción de saber que no se hablaba en todo el pueblo de otra cosa que del robo cometido en su casa.

De pronto alzó la cabeza. Aquel niño impertinente estaba sentado —así como suena—, «sentado» en su valla, después de todo lo que le había dicho. Sujetaba entre sus brazos un perro de raza indefinida que parecía haber tenido por antepasados una oveja, un gato y un mono. Estaba a punto de ordenarle que se bajara inmediatamente y de meterse en casa luego y ponerse a escribirle otra carta a su padre, cuando algo llamó su atención.


—¿Cómo puedes ser capaz de decir semejante mentira…?

El perro llevaba puesto un collar. Y el niño la miraba de una manera muy expresiva en verdad. Luego, sin dejar de mirarla, sacó de un bolsillo un puñado de flechas y las tiró, tranquilamente, a su jardín. A continuación sacó de otro bolsillo tres pelotas y se puso a jugar con ellas. Las palabras que había tenido la mujer intención de decir no le salieron de la garganta. En su lugar, preguntó, débilmente:

—¿De… de dónde sacaste eso?

El niño se hizo más expresivo aún.

—De casa de usted —dijo, sin dejar de jugar con una pelota—: anoche. ¿No se acuerda? Yo llevaba un antifaz, y usted una bata color rosa. Y dijo usted que era una pobre mujer indefensa. Y me dijo que pensara en mi mujer y que no hiciera ninguna barbaridad. ¿No se acuerda?

Luego, perdiendo, aparentemente, todo interés en el embrollado asunto, se puso a jugar otra vez con la pelota.

Hubo un silencio largo, muy largo. El silencio más largo que recordaba haber conocido la señorita Montagu en toda su vida. Parpadeó y se tornó bastante pálida. Luego, tras lo que se le antojó ser varias horas, habló. Dijo en un hilo de voz, que parecía salir de muy lejos:

—No… no te creerían.

—¡Oh! —contestó Guillermo, sin darle importancia a la cosa—; no pienso decirlo si… quiero decir que, en realidad, no tengo motivo alguno para contarlo.

Hubo otro largo silencio, más largo, incluso, que el primero. Pero, durante el intervalo, el cerebro de la señorita Montagu trabajó a la velocidad del relámpago. Comprendía lo que el «si…» de Guillermo había querido dar a entender. Miró a aquel niño horrible, de cara cubierta de pecas, desgreñado, que silbaba tan despreocupado, sentado sobre su valla, y dijo, con severidad:

—¿Cómo puedes ser «capaz» de decir semejante mentira acerca de lo de anoche?

Guillermo dejó de silbar durante un instante, y la miró.

—Espero que no le dirás una mentira tan estúpida a «nadie» más —dijo la mujer, con severidad—. De lo contrario… es decir… —agregó, con cierto embarazo—, es decir… iba a decirte que mis nervios se han fortalecido ya, y que ningún ruido procedente de tu jardín puede molestarme ya. Además, si tus flechas y todo eso cayesen aquí, por casualidad, puedes entrar a recogerlas.

Luego, con dignidad, se levantó y fue a meterse en su casa.

Guillermo la vio desaparecer con aparente despreocupación.

—Gracias —fue lo único que dijo.