Guillermo, Pelirrojo, Douglas y Enrique regresaban a casa del colegio. Debido a la ausencia de uno de los maestros, les habían dado una hora más para que pudiesen hacer sus deberes. Guillermo no la había aprovechado. Se había pasado la primera parte de ella haciendo ratas de papel secante empapado en tinta, hasta que se le obligó a salir a la parte delantera de la clase, donde podía vigilársele mejor.
Allí, a la viva fuerza, abrió el libro de Shakespeare y se aprendió de memoria las líneas escogidas por su maestro:
«Amigos, romanos, compatriotas, prestadme oído,
vine a enterrar al César, no a alabarle.
El mal que hacen los hombres sobrevive,
el bien se entierra con frecuencia con sus huesos».
murmuró, monótonamente, para sí, frotándose los ojos con los dedos manchados de tinta hasta que esta le cubrió, poco a poco, la cara. Eso era cosa corriente. Como decía, quejumbrosa, su madre, Guillermo no podía tocar tinta sin mancharse de pies a cabeza. Hubiera estado casi inquieta si Guillermo hubiera vuelto a casa algún día del colegio sin su acostumbrada capa de tinta o barro.
El niño caminó hacia su casa con Pelirrojo, Douglas y Enrique, declamando, alegremente: «Amigos, romanos, compatriotas, prestadme oído».
—A propósito, ¿quién era ese Shakespeare? —preguntó, de pronto.
—Un poeta —contestó Douglas—. Y… bueno… vivió y murió.
—¿No «hizo» nada?
—Escribió poesía.
—Eso no es «hacer» —dijo Guillermo, con desdén—. Yo sé hacer poesía… Quiero decir que si no «peleó» o algo así.
—Al principio del libro dice que hizo de «actor» —contestó Enrique, con vaguedad.
—¡Huh! Eso no es nada. De actor sé hacer «yo». No me parece «gran» cosa.
—Tiene estatuas en algunos sitios —advirtió Enrique, dándose aires aún de estar muy enterado de todo.
—Bueno, pues si «eso» es lo único que hizo —dijo Guillermo, asqueado—, igual sería que me hicieran estatuas a «mí». Yo sé escribir poesía y hacer de actor si «eso» es lo único que hacía él.
Los héroes de Guillermo eran hombres de acción. No patrocinaba las artes.
Pasaban, en aquel momento, por delante de la casa de la señora Maloney. Esta señora vivía sola con un perro, un gato y un canario. Era muy vieja y muy especial.
Odiaba a todo el mundo; pero el odio que le inspiraban los niños era la pasión absorbente de su vida. Y, de todos los niños del mundo, a los que más odiaba era a los Proscritos. Probablemente era aquello lo único que la conservaba viva. Su salud empeoraba, visiblemente, los días en que no tenía encuentro alguno con los Proscritos. Los días que había tenido alguna pelea con ellos parecía menos enferma. En los días en que lograba ponerles en vergonzosa fuga, parecía casi completamente sana y robusta.
Los Proscritos le tenían miedo a la señora Maloney, a su perro y a su gato. Estaban convencidos de que era una bruja. Era dicho temor el que había hecho que fuera en ellos cuestión de honor no pasar la casa sin algún acto agresivo y atrevido. Para los Proscritos, el encontrarse en el peligro era la esencia de la vida.
Había un agujero en el lado del seto de su jardín que lindaba con el prado vecino a la carretera y, camino de su casa, los Proscritos lo tomaban por turnos el entrar en el prado, deslizarse por el agujero y cruzar andando (o, generalmente, corriendo) el jardín y salir por la puerta a la carretera. No le hacían daño alguno al jardín. Pero el ver a los odiosos niños en su jardín ponía frenética a la anciana. Para una mujer de su edad y su salud, se movía con una rapidez extraordinaria y, más de una vez, uno u otro de los Proscritos caía en sus garras.
Era aquella una emoción llena de éxtasis y de terror para los Proscritos: una cosa en que soñar y de la que hablar conteniendo el aliento, y… a la que arriesgarse otra vez. El gato y el perro eran sus leales lugartenientes que compartían su odio a todos los niños del mundo. El perro le había mordido a Enrique y el gato había arañado a Pelirrojo, la semana anterior.
Aquel día le tocaba a Guillermo meterse por el agujero del seto. La señora Maloney estaba de pie junto a la puerta. Generalmente se hallaba allí, preparada para la lid, cuando los Proscritos volvían a casa, del colegio. Aquel día la suerte no les favorecía. Pelirrojo, Enrique y Douglas se hallaban junto a la puerta, preparados para abrirla en cuanto vieran acercarse a su jefe corriente; pero en aquella ocasión su jefe no corría: se había atascado en el agujero.
Cuando salió fue para encontrarse cara a cara con la enfurecida señora Maloney, que le asió las orejas con manos como garras, y, acercando su cara de bruja a la del niño, le sacudió la cabeza hasta que le pareció al muchacho que se le habían aflojado todos los dientes. Se desasió por fin y corrió hacia la puerta que sus amigos habían abierto. Pero eso no fue todo. A Guillermo se le había caído la gorra y, con gran horror, vieron que la señora Maloney la recogía del suelo y la tiraba, con furia y con desprecio, sobre el banco que había, próximo a la puerta de su casa.
Los Proscritos celebraron una reunión, apresuradamente. No había ni que pensar en irse a casa, derrotados, dejando la gorra de su jefe en manos del enemigo. No volverían a poder mirar a nadie cara a cara. Discutieron planes, reunidos en medio de la carretera, vigilados, desconfiadamente, por el enemigo desde la puerta, donde aún montaba guardia sobre su trofeo.
—Tenemos que cogerla otra vez —dijo Pelirrojo, con severidad—. La gorra es de Guillermo; conque propongo que entre Guillermo a buscarla.
—Sí, «tú» también tendrías ganas de volver —dijo Guillermo, con amargura—, si te hubiera sacudido hasta aflojarte todo dentro de la cabeza «tuya». Todos los huesos y músculos y sesos y cosas que debían de estar pegadas juntas, están sueltas por todas partes. «Tú» no sabes cómo es eso. No es a «ti» a quien le duele.
Puesto que las sacudidas le habían inutilizado, incapacitándole para discutir todo lo que no fuera el hipotético estado interior de su cabeza, Guillermo quedó desalojado, momentáneamente, de su pedestal de caudillo. Pelirrojo urdió un plan magistral.
Encontró un palo largo y, mientras Guillermo, Douglas y Enrique atraían al enemigo a la puerta mediante cortas y atrevidas incursiones por el jardín como si intentaran llegar hasta la casa, Pelirrojo se inclinó sobre el seto por el lado de la casa y pescó la gorra de Guillermo con el palo. Los Proscritos se marcharon luego aullando triunfales, llevando, orgullosamente, la garra de Guillermo en la punta del palo mientras la anciana les miraba desde el jardín con inexpresable rabia.
A la tarde era fiesta y cuando, a instancias de su madre, se hubo quitado toda la tinta de la cara y de las manos, mediante el apresurado procedimiento que Guillermo llamaba «lavarse», se sentó a comer con la conciencia tranquila.
—La tarde libre —murmuró— y he hecho mis deberes… por lo menos parte de ellos… «Lo bueno con frecuencia ha entrado en huesos».
—¿De «qué» estás hablando, Guillermo? —preguntó su madre—. Y todavía no tienes la cara limpia.
—Pues ya he hecho todo lo que podía con ella. La he «lavado». —Echó una mirada a su imagen reflejada en el espejo—. Debieras de notarlo, por el pelo, que me la he «lavado».
Tenía el pelo de punta, todo alrededor de la cabeza, en pinchos húmedos y verticales.
—Ve a cepillártelo, Guillermo —ordenó la señora Brown, con hastío.
—Si quieres que te diga la verdad —contestó Guillermo, como quien emite un juicio definitivo, tras madura reflexión—, a veces me ha parecido mejor dejar que le crezca a uno el pelo de la forma que le crece a uno «naturalmente». El pelo de algunos crece plano. Entonces debiera de cepillarse plano. Pero el mío no. Crece naturalmente así y me ha parecido muchas veces que debiera de dejarle que siga su camino. Es más «natural». Si…
—Ve a «cepillártelo», Guillermo —dijo la señora Brown.
Guillermo subió, lentamente, la escalera. Bajó con el cabello aplastado y muy mojado, murmurando: «Amigos, Roma y paisanos, prestadme unas orejas. Vengo a… bueno, sea como fuere, el mal y el bien que los hombres hocen vive dentro de ellos».
—Guillermo, haz el favor de no decir más tonterías y come —dijo la señora Brown, pacientemente.
—Eso no me parece a mí —contestó el niño—. Y, sin embargo, le han hecho estatuas y qué sé yo cuántas cosas.
Después de una buena comida, Guillermo salió alegremente a reunirse con sus compañeros. No habían hecho plan alguno para aquella tarde. Tenían la costumbre de dejar las cosas a la suerte y esta rara vez dejaba de proporcionarles un programa emocionante.
Habían quedado en reunirse en la esquina de la calle que conducía a la casa de Pelirrojo. Guillermo llegó temprano al punto de cita. No se veía nada en la esquina más que un coche y, en él, había una joven que lloraba y un anciano que dormía. Guillermo se quedó mirando boquiabierto. La joven que lloraba era sorprendentemente hermosa y el niño, a pesar del desdén que fingía por el sexo femenino, era muy susceptible a la belleza.
Parpadeó y tosió.
La joven volvió hacia él unos ojos azul zafiro inundados en lágrimas.
—Escucha, pibe —dijo, con un acento americano y una entonación que acabó de cautivar a Guillermo—; escucha, pibe, ¿cómo se llama esta población?
Guillermo estaba demasiado confuso para responder, de momento. Durante dicho intervalo, empezaron a brotar nuevas lágrimas de los ojos azules.
—No tengo ganas de «nada» —sollozó la dama—. He perdido el camino, he perdido el mapa, no sé dónde estoy, papá se ha dormido y… no… no sé hasta dónde he llegado.
—¿Dónde quería usted llegar? —inquirió Guillermo.
—A Stratford… Stratford-on-Avon, el sitio ese de Shakespeare. Si no lo hacemos hoy, no lo haremos nunca. No nos queda ningún otro día y me «moriré» si no puedo hacerlo. Todas las personas y que yo conozco han estado allí y el volver a casa y decir que no he estado en Stratford… bueno, no podría levantar la cabeza nunca más… «nunca»… y me he perdido, y he perdido el mapa, y papá se ha quedado dormido, y…
Acabó en un sollozo que dejó el corazón, medio derretido ya, de Guillermo, en estado líquido por completo.
—No se preocupe —dijo, apaciguador.
No quería decir nada en particular con esto. No era más que una vaga expresión de simpatía para animarla. Pero la dama le miró, animándosele de pronto la cara.
—¿Quieres decir —exclamó—, quieres decir que «esto» es Stratford? ¡Qué «bien»! ¿Hablas en serio?
Personas más viejas y fuertes que Guillermo hubieran decidido que querían decir eso ante la mirada esperanzada y suplicante de aquellos ojos azules.
—Sí —contestó el niño, tras unos momentos de silencio que representaba la corta y victoriosa lucha entablada con una conciencia que nunca había sido recalcitrante—; esto «es» Stratford.
La dama dio un brinco en su asiento. Desapareció su semblante todo rastro de lágrimas.
—¡Pibe! ¡Te «adoro»! Tengo que verlo «todo» ahora lo más a prisa posible. No te preocupes de papá. Puede seguir durmiendo. De todas formas, le molesta ver cosas. Se duerme a propósito.
Abrió la portezuela y se apeó.
—Ahora lo primero que quiero ver es la casita de Anna Hathaway. ¿Puedes tú enseñarme dónde está? O… oye… ¿tienes que hacer algo especial esta tarde?
—No —contestó el poco escrupuloso Guillermo, decidiendo que Pelirrojo, Enrique y Douglas podían arreglarse muy bien sin él.
—Bueno, pues, ¿querrías ser un verdadero angelito y hacer de guía tú, personalmente?
—Sí que querría —contestó el niño, con avidez.
No se arrepentía de haber dicho lo que había dicho. Casi se lo creía él ya. Si aquella encantadora joven quería que el pueblo fuera Stratford… «era» Stratford.
Echaron a andar, calle abajo, juntos.
—¿Está lejos? —preguntó la norteamericana.
Guillermo lo pensó. Se daba cuenta de que se había metido en una aventura que requería mucho tacto; pero Guillermo no era niño que se retirara de ninguna aventura hasta que se viera obligado a ello.
Miró arriba y abajo de la carretera.
—¿Qué casita dijo usted? —inquirió, por fin.
—La de Anna Hathaway.
—Ah, no; no está lejos ya.
La dama se tornó confidencial. Le dijo que se llamaba Sadie Burford, que «adoraba» aquel país; pero que Stratford era el lugar que «ansiaba» muy «apasionadamente» ver. Que aquel era el día más feliz de toda su vida y, ¿verdad que aquel pueblo era una monada?, y le estaría agradecida toda la vida, seguro que sí.
Guillermo se estaba divirtiendo de lo lindo. Le encantaba andar con ella, le encantaba contemplar su sorprendente belleza, le encantaba su acento. Estaba ensayándolo ya, mentalmente.
Doblaron un recodo y allá, delante de ellos, vieron la casa de la señora Maloney.
La señorita Burford exhaló un grito de éxtasis.
—¡Con tejado de «paja»! —exclamó—. Esa debe de ser la casa de Anna Hathaway.
—Sí; esa es —asintió Guillermo, aliviado, por un lado, por haber descubierto una cabaña de Anna Hathaway, y consternado, por otro, ante la perspectiva de encontrarse por segunda vez, aquel día, con la señora Maloney. Vio que la señora Maloney atisbaba por una ventana. Guillermo, como artista, a veces llegaba demasiado lejos. Cometió el error de no conformarse con poco. Y, deseando dar un toque más de verosimilitud a la situación, dijo, tranquilamente:
—Y ahí tiene a Anna Hathaway asomada a la ventana.
—Pero… ¿aún vive aquí una Anna Hathaway? —exclamó la señorita Burford, excitada.
—Yo creí que era eso lo que usted quería —contestó el niño, desconcertado.
—Yo me refería a la que vivió haca unos cientos de años.
Guillermo se desconcertó aún más.
—Habrá muerto ya —dijo, tras una leve pausa.
Pero quería que la radiante joven encontrase todo lo que se le antojara. Si se le antojaba una Anna cómo-se-llama, la tendría.
—¡Qué «bien»! Una descendiente de ella, ¿no?
—Claro. Sí; eso es lo que es.
—Bueno… tengo que darme prisa. ¿Llamas tú, o quieres que llame yo? ¿Tal vez la conoces?
—Sí… sí que la conozco —tartamudeó Guillermo, apartándose un poco con la mirada fija en la puerta—. No… No querrá usted entrar «dentro», ¿verdad?
—Claro que sí —afirmó la señorita.
—Yo… yo en… en su lugar no lo haría. Yo no entraría. Tiene un genio «terrible» la señora Maloney… es decir, Anna lo-que-usted-dijo.
—Pero… es preciso que entre. Yo «sé» que la gente entra.
—Más vale que no lo haga —dijo Guillermo, desesperado—; es… es sorda además.
—Pero puedo gritar.
—Es inútil. No oye los gritos. Y está loca además se le ha olvidado su propio nombre… cree… cree que es otra persona distinta… Conque es inútil entrar, puesto que es sorda y loca. En realidad es peligrosa. Y es mejor desde fuera. No es tan bonito por dentro como por fuera, ni mucho menos.
—Pero… ¡si yo he conocido a gente que ha entrado! —protestó la señorita Burford—. La he conocido personalmente. Debe de ser posible. No puede ser muy peligroso.
Avanzó, atrevidamente, y llamó a la puerta. Guillermo se quedó en segundo término, pálido, y dispuesto a huir, de ser necesario. La puerta se abrió unas pulgadas y asomó el arrugado rostro de la señora Maloney. Al ver a Guillermo se desencajó de ira.
—¡Aaah! —gruñó—. ¡Esa peste…!
Guillermo estaba a punto de dar media vuelta y echar a correr.
Guillermo, cuyo valor tenía una buena mezcla de discreción, estaba a punto de dar media vuelta y echar a correr, dejando que tan singular situación se desenredara por sí sola, cuando vio que la señorita Burford le metía algo en la mano a la señora Maloney que hizo que la ira de esta se apagara, trocándose en desconfianza.
—¿Me permitirá —inquirió la señorita Burford, con dulzura— que vea su histórica casa, señorita Hathaway?
—La histórica será usted —contestó la mujer, con brusquedad—; y yo me llamo señora Maloney, para que lo sepa.
La señorita Burford se volvió a Guillermo con una sonrisa de pena.
—¡Pobre mujer! —susurró.
Luego entró en la cocina. La señora Maloney, agarrando su billete de media libra esterlina con las dos manos, miraba a la visita con desconfianza. El único pensamiento de Guillermo era permanecer tan cerca de la puerta como le fuera posible, con vistas a lo que pudiera suceder. La señorita Burford miró a su alrededor y contempló la cómoda antigua y el enlosado suelo con un suspiro de encanto.
—¡Cuán hermoso! —suspiró—. ¡Cuán perfecto!
La desconfianza de la señora Maloney se acentuó.
La señorita Burford parecía algo intrigada.
—He visto fotografías de la casa. Tengo una memoria muy mala, desde luego; pero tenía la idea de que había más cosas en ella. No tengo más que una vaga idea; pero hubiera jurado que había más cosas en la casa.
En su capacidad de director artístico, Guillermo alzó la voz, con desesperado atrevimiento.
—Las había —dijo—; había muchas otras cosas; pero tuvieron que llevárselas cuando… cuando se puso ella así.
—¿Eh? —exclamó la señora Maloney, con brusquedad—. ¿Qué está diciendo?
—Nada, nada —dijo la señorita Burford, pacífica.
Pero la rabia y la desconfianza que se reflejaban en el rostro de la anciana no dejaron de surtir su efecto. La propia señorita Burford empezó a acercarse, apresuradamente, a la puerta. La señora Maloney, con el rostro congestionado, emitió un sonido amenazador, y la señorita Burford, olvidando la dignidad, siguió a Guillermo, que había salido corriendo ya.
—¡Es terrible! —jadeó, cuando se hallaron en la carretera—. ¡Pobre mujer! No cabe la menor duda de que está loca de atar. Pero —suspiró con satisfacción— la he visto. Eso era lo único que quería hacer. Ahora puedo decir que la he visto.
Se sacó del bolsillo un librito de notas, lo abrió y puso una señal junto al nombre de «Stratford» y «Casa de Anna Hathaway».
—¡Vaya! —exclamó—. Ahora ya no me importa que a papá se le meta en la cabeza llevarme a casa pronto. No he traído mi guía —prosiguió, dirigiéndose a Guillermo—; pero me parece que hay otras cosas que debiera ver en Stratford.
Miró hacia el otro lado de un prado y su mirada tropezó con el riachuelo lento que cruzaba el pueblo natal de Guillermo.
—El Avon —murmuró, con un suspiro de éxtasis—. ¡Qué «bien»! ¿Verdad? Pero, escucha, ¿no hay alguna otra cosa que debiera ver, relacionada con Shakespeare? Supongo… supongo que no habrá otros de su familia… descendientes, ¿sabes?, por la población…
La aventura parecía a punto de terminar y Guillermo no quería que se terminase. Los hermosos ojos zafiro, que le miraban con tanta nostalgia, surtían un extraño efecto en él. Antes de darse cuenta de lo que hacía, había dicho, con modestia:
—Yo. Yo soy de la familia.
Interiormente se asombró cuando se oyó decir a sí mismo aquello. Pero se limitó a seguir mirándola con su expresión de mayor ingenuidad.
—¡Caramba! —exclamó ella, llena de alegría—. Pero… ¡qué «suerte»! ¿Tú eres uno de sus descendientes? Pero… ¿no en línea directa, seguramente?
Si Guillermo iba a ser descendiente, iba a hacer la cosa bien.
—¡Oh, sí! —dijo—. Soy descendiente directo.
—Así, ¿eres pariente de esa anciana? —preguntó, excitada.
De nuevo se encontró Guillermo que las cosas pasaban fuera de su dominio. Replicó con una sonrisa incierta, tan sólo.
—¡Hay que ver! —dijo la señorita Burford—. ¡Hay que ver! ¿Supongo que tendrás cartas, documentos y reliquias en tu casa?
—Sí; a montones. Las hay por todas partes.
La señorita Burford se emocionó visiblemente.
—Tuve suerte en dar contigo de buenas a primeras —dijo, mirando a Guillermo, casi con reverencia—. Observo un parecido bastante pronunciado. Con toda seguridad te habrán «educado» con sus obras, ¿verdad? Supongo que conocerás sus versos de memoria.
—Claro —contestó el niño.
Y recitó, con ensoñadora mirada:
Amigos, Roma y paisanos, prestadme orejas.
Vine a enterrar al César en su tumba.
El mal que hizo está en sus huesos,
el bien ha entrado… entrado…
Tenía la vaga sospecha de que se había equivocado en alguna parte y empezó otra vez:
—Amigos, Roma y paisanos…
Pero la señorita Burford estaba encantada.
—¡Hay que ver! —dijo, por fin—. ¡Hay que ver! Yo leí una vez «La tempestad»… Él escribió esa obra, ¿no? O… ¿estaré pensando en «Los rivales»…? pero nunca he podido acordarme de una sola línea. ¿Cómo te llamas?
—Guillermo.
—Claro —suspiró ella—: En su memoria. Claro.
En aquel momento aparecieron Pelirrojo, Enrique y Douglas. Se quedaron parados en fila, mirando, con interés, a la nueva amiga de Guillermo. El niño comprendió que era preciso explicar su presencia.
—Son amigos míos —dijo, lacónicamente.
La señorita Burford se volvió hacia ellos.
—Estoy felicitando a Guillermo —dijo— por su famoso antepasado.
Guillermo nunca había sido de los que escatiman los honores a sus amigos.
—Todos ellos son descendientes famosos también —dijo—. Pelirrojo… oh… —Los conocimientos que tenía el muchacho de los poetas clásicos eran limitados; pero hizo lo que pudo— es descendiente de Scott, y Douglas… Douglas, de Wordsworth, y Enrique… ah… Enrique… —abandonó el reino de los poetas, disgustado, para pasarse a otro que fuera más familiar—… Enrique, de Nelson.
La señorita Sadie Burford había ido a Inglaterra con el firme convencimiento de que era aquel un país en el que todo era posible, y su opinión se estaba cumpliendo.
—¡Es «magnífico»! —exclamó, entusiasmada—. Estoy emocionada. Ahora vamos a ir todos a casa de Guillermo, donde va a enseñarme algunas de sus maravillosas reliquias.
Guillermo se quedó de una pieza. Cada vez dominaba menos la situación. Estaba algo pálido al caminar por la carretera a su lado. Pelirrojo, Enrique y Douglas no tenían ni la más remota idea de lo que estaba ocurriendo; pero se agregaron, de buena gana, al grupo, para participar en las emociones que pudiera proporcionarles. Las emociones nunca andaban muy lejos de Guillermo.
La señorita Burford era la única persona feliz del grupo. Charló, alegremente, del Avon, de la casa de Anna Hathaway, de «La tempestad», del sorprendente parecido que tenía Guillermo con el bardo del Avon. En un intento fútil de aplazar el momento fatal del desenlace, Guillermo condujo resueltamente al grupo más allá de la bocacalle que conducía a su casa. Pero Pelirrojo, siempre obtuso, gritó:
—¡Oiga! Si va usted a casa de Guillermo, es por aquí.
Guillermo le dirigió una mirada feroz; luego se volvió a la señorita Burford con una sonrisa forzada. Empezaba a decirse que hubiera hecho mejor con dejarla en paz. Era bonita; pero no lo bastante bonita para compensarle de todo el jaleo en que se estaba metiendo.
—Se… se me ocurrió ir a casa dando un rodeo —dijo— para… para… —Tuvo una inspiración— para que pudiera ver mejor el Avon.
—¿Qué es el Avon? —preguntó Enrique, inocentemente; y aulló con innecesaria energía cuando Guillermo le dio un pisotón.
Guillermo caminaba a un lado de la señorita Burford; Pelirrojo al otro; Enrique y Douglas, detrás. La depresión de Guillermo aumentó. Y, por si ello fuera poco, Pelirrojo le estaba suplantando como favorito de la joven. Pelirrojo estaba charlando sin cesar, contando los detalles de su vida diaria, y la hermosa le miraba, sonriendo afectuosamente. Bien podía Pelirrojo charlar alegremente, se dijo Guillermo, sombrío. La joven no iba a entrar en casa de Pelirrojo y exigir ver las reliquias de alguien (¿Qué serían «reliquias»?). No podía aplazar ni un momento más el momento fatal.
Por fin el grupo había llegado a la vista de la casa de Guillermo.
—Ahí está la casa de Guillermo —dijo Pelirrojo alegremente, dirigiéndose a la puerta del jardín.
—Un… un momento —murmuró el niño; roncamente—. He… he de entrar primero y preguntar…
Entró; apresuradamente, en casa y se quedó parado unos instantes en el vestíbulo, intentando formar un plan. Pero, por una vez, estaba completamente desorientado. Le hubiera sido más fácil hacer algo si hubiese sabido lo que eran «reliquias».
Volvió a salir, más pálido y feroz que antes.
—Me… me temo —empezó a decir—. Es decir, acabo de averiguar que han escondido esas re… lo que usted dijo.
—¿Reliquias?
—Sí, eso. Bueno, pues las han escondido por si entran ladrones.
Esta fue una inspiración; pero fracasó en su principal intento. El rostro de la señorita Burford reflejó sentimiento; pero la joven no retrocedió.
—¡Qué lástima! Bueno; me llevo una decepción.
Pero comprendo perfectamente. Haría yo lo mismo en su lugar, seguramente. Pero he de entrar y echar una mirada, para que pueda hablarles de ello cuando vuelva a casa.
Se acercó, con decisión, a la puerta y llamó. Guillermo se quedó detrás de ella, demostrando su consternación tan sólo por la total carencia de expresión de su semblante. Su indomable cabello estaba todo de punta, casi ocultando su gorra, a pesar de lo mucho que lo había alisado a la hora de comer.
La señora Brown, en persona, se acercó a la puerta.
—«Buenas» tardes —dijo la señorita Burford, al entrar en el vestíbulo, seguida de los niños—: usted me perdonará, estoy segura, por entrar así; pero «tenía» que ver la casa en que vive la familia ahora, aun cuando tengo entendido que todas las reliquias están guardadas para su mayor seguridad.
La señora Brown la miró boquiabierta de sorpresa.
—Veo el maravilloso parecido que tiene su niño con el gran hombre —declaró la señorita Burford, entusiasmada—. Supongo que no habrán conservado ustedes el nombre… como apellido quiero decir… ¿Cómo se llama usted?
—Brown —contestó la madre de Guillermo, que se estaba preguntando si debía telefonear inmediatamente a la policía o no.
—Pero estoy segura de Shakespeare también —prosiguió la joven, pasando una mano sobre la desgreñada cabeza de Guillermo y mirando, con una sonrisa, su rostro sin expresión—. Como nombre de pila, quiero decir. Estoy segura de que será Guillermo «Shakespeare» Brown. Supongo que estará usted acostumbrada a que la gente entre a viva fuerza en su casa, ¿no? Es tan maravilloso… Me alegro de haber «venido», porque una no encuentra ni la «mitad» de los detalles en los libros de turismo. He leído «La tempestad»; pero me parece que nada más. Lo he pasado «muy» bien y le agradezco más que haya dejado usted «entrar»… y estar en la mismísima casa en que viven sus descendientes directos…
La señora Brown se dejó caer en una silla porque tenía demasiado débiles las piernas para que siguieran sosteniéndola un momento más.
—Ahora he de irme aprisa —prosiguió la señorita Burford—, porque papá se despertará y se preguntará qué me habrá ocurrido. Y tenemos que volver a Londres en seguida. Adiós y ha sido para mí un verdadero honor estar aquí, en esta casa, hablando con usted. Lo contaré todo cuando vuelva a casa.
Se marchó, despidiéndose y dando las gracias, alegremente, a medida que se iba alejando.
Guillermo, después de echar una mirada al rostro aturdido de su madre, se apresuró a seguirla, murmurando algo de «ir a despedirla». Vio que se aproximaba el momento de las explicaciones; pero quería aplazarlo lo más posible. Oyó que su madre le llamaba; pero siguió adelante con la hermosa turista, dejando que la señora Brown pidiera explicaciones a los demás Proscritos, cuya ignorancia le inspiraba profunda desconfianza.
Cuando Guillermo y la señorita Burford llegaron al coche, «papá» se estaba despertando.
—¿Qué… dónde… por qué? —dijo, soñoliento—. ¿Dónde estamos?
—1En Stratford, papá —contestó la hija, alegremente.
—¿Lo has visto todo? —inquirió el padre, lacónicamente.
—«Seguro» —dijo la señorita Sadie, feliz—; he pasado un rato la mar de agradable.
—Bueno, pues sube —le dijo—; volvamos a Londres a tiempo para comer. Estoy vacío a más no poder.
Se sentó a su lado, sonriendo.
—Me parece que no me extraviaré ahora ——dijo—. Vinimos en línea bastante recta. Oye —le metió algo en la mano a Guillermo— cómprate unos dulces.
Se fueron.
Guillermo se quedó parado en mitad de la carretera contemplando la nube de polvo que levantaba el automóvil, hasta que este desapareció en la lejanía. Luego miró, casi con incredulidad, el billete de diez chelines que tenía en la mano.
Había decidido lo que haría cuando llegara a casa.
La señora Brown se había restablecido ligeramente; pero aún sentía curiosidad y desconfianza.
—Temí que se volviera violenta de un momento a otro y nos asesinara a todos —dijo—. Guillermo, ¿quién era y por qué la trajiste aquí?
—No sé quién era; sólo sé que dijo que se llamaba señorita Burford. Y yo no la traje.-Ella dijo que quería venir.
—Pero ¿por qué?
—Ya la oíste hablar. No hacía más que decir cosas así. Sólo dijo que quería venir a nuestra casa. Eso es todo lo que puedo decirte. Ya la oíste hablar. Sólo me dijo que se llamaba señorita…
—Pero ¿«dónde» la encontraste?
—En un automóvil. Llorando. Me dijo que se llamaba señorita Burford.
—Haz el favor de no repetir eso tanto. ¿Qué más dijo? ¿Por qué te acompañó?
—Ya te lo he dicho. Me dijo que se llamaba señorita… Bueno, no lo diré. Pero no hago más que decirte lo que ocurrió. Dijo eso y paseó un poco y dijo que quería venir a nuestra casa. Yo no quería que viniese. No se lo pedí. No creí que no te gustara a ti. Pero dijo que quería venir, y yo no pude pararla. Hice todo lo que pude. Le hice dar un rodeo. No sé ni una palabra de ella; sólo que dijo que se llamaba señorita Burford y… creo que será mejor que me vaya a hacer mis deberes, porque quiero adelantar y que me den buenas notas y… y no desperdiciar vuestro dinero y todo eso.
La sorprendente naturaleza de esta última afirmación dejó a la señora Brown completamente muda. Guillermo se retiró a la salita y se sentó a la mesa con un libro. Después de unos momentos, abrió, cautelosamente, la puerta. Oyó que su madre hablaba con su hermana.
—Una «verdadera» lástima —estaba diciendo—. No tengo la menor idea de dónde la sacó Guillermo, ni sé dónde estará ahora. Era muy joven; pero «loca de remate… de atar». Quería preguntarle a Guillermo algo más del asunto; pero está haciendo sus deberes y no me gusta interrumpirlo; ya que ha salido espontáneamente de él, iniciar el trabajo.
Guillermo volvió a cerrar la puerta, silenciosamente, abrió la ventana de la salita, salió al jardín y bajó hasta la puerta. Allí encontró a Pelirrojo, a Douglas y a Enrique. Sacó el billete de diez chelines del bolsillo y lo enseñó.
Pelirrojo, Enrique y Douglas dieron una voltereta de alegría en mitad de la carretera.
Guillermo se sentó encima de la puerta del jardín y empezó a decir:
—Amigos, Roma y paisanos. —Luego, con orgullo, hablando por la nariz—: ¡Che, pibes! ¡estáis sonaos no más!
Cuando la señorita Burford regresó a su hogar, dio una conferencia sobre sus viajes por Inglaterra.
Habló de su visita a la casa de Anna Hathaway cuyo actual ocupante era una señora muy vieja, que chocheaba.
Contó cómo, en la misma población, había conocido a cuatro niños: uno, descendiente de Shakespeare; otro, de Scott; otro, del poeta Wordsworth, y, el cuarto, del gran Nelson. Era maravilloso, ¿verdad? Su conferencia tuvo un éxito loco.
Aquellas Navidades le fue enviada a Guillermo una felicitación, que jamás llegó a sus manos. Procedía de América e iba dirigida al «Señorito Guillermo Shakespeare Brown, Stratford-on-Avon, Inglaterra».