GUILLERMO LLEVA MEJOR VIDA

Si se analiza bien la cuestión, no cabe la menor duda de que el verdadero responsable de todo era el señor Strong, maestro de la clase de Guillermo. El señor Strong impuso, como deberes, más francés del que era conveniente que aprendiera Guillermo. Daba la casualidad de que alguien le había regalado al niño un motor eléctrico; y las cosas que uno puede hacer con un motor eléctrico no tienen fin.

¿Quién perdería las valiosas horas del atardecer y de la noche estudiando verbos franceses teniendo un motor eléctrico que está pidiendo a voz en grito que se experimente con él? Desde luego, Guillermo no.

No era como si los verbos franceses tuviesen sentido «común». Habían sido inventados, deliberadamente, por alguien que guardaba algún rencor a toda la raza de niños; alguien, probablemente, que habría resbalado en alguna pista de hielo hecha por los niños sobre la nieve, o que habría interceptado una bola de nieve, o que se habría metido en la zona de peligro de algún tirador. Fuera como fuese, el que lo hubiere hecho había ideado una venganza muy ruin al inventar verbos franceses y persuadir, Dios sabe cómo, a los maestros, para que los adoptaran como una de sus torturas más refinadas.

—Bueno, pues yo no voy a «necesitarlos» nunca —le dijo Guillermo a su madre. No quiero hablar con «ningún» francés y, si ellos quieren hablar conmigo, pueden aprender inglés. El inglés es muy fácil de hablar. Es «estúpido» tener otros idiomas. No veo por qué no habían de aprender los demás países el inglés en lugar de tener que aprender nosotros otros idiomas que no tienen sentido «común». El inglés «es» sentido común.

Este discurso le convenció aún más de la estupidez de desperdiciar sus preciosas horas de ocio en tan fútil estudio; conque dedicó todo su tiempo y energía al motor eléctrico. El motor eléctrico tenía sentido «común». Guillermo pasó una noche muy agradable.

Por la mañana, sin embargo, las cosas parecían, inexplicablemente, distintas. Metido aún en la cama, se puso a reflexionar sobre el asunto. No cabía la menor duda de que el señor Strong se haría la mar de desagradable en la cuestión de los verbos franceses.

Recordó que había amenazado con ser más desagradable que de costumbre si Guillermo no se los sabía la «próxima vez». La «próxima vez» era aquella y Guillermo no se los sabía. Ni siquiera había intentado aprenderlos. Las amenazas del señor Strong habían parecido débiles, sin objeto, despreciables la noche anterior, cuando el motor eléctrico poblaba el mundo de atracción. Aquella mañana no era así. Parecían, de pronto, mucho más reales que el motor eléctrico.

Pero… ¿no habría modo de esquivarlas? Guillermo no era muchacho que cediera, débilmente, ante el Destino. Oyó abrirse la puerta del cuarto de su madre y, adoptando una expresión de intenso sufrimiento, llamó débilmente: «¡Mamá!» La señora Brown entró en el cuarto completamente vestida.

—¿No te has levantado aún, Guillermo? —inquirió—. Date prisa, o llegarás tarde al colegio.

Guillermo intensificó aún más su expresión de sufrimiento.

—No creo que me encuentro lo bastante bien para ir al colegio esta mañana, mamá querida —dijo con voz débil.

La señora Brown pareció angustiarse. Había empleado la estratagema numerosas veces; pero nunca dejaba de surtir su efecto en la señora Brown, El único inconveniente era que el señor Brown, que aún se hallaba en casa, era más desconfiado y menos comprensivo.

La señora Brown le alisó la almohada.

—¡Pobre nene! —murmuró, con ternura—. ¿Dónde te duele?

—Por todas partes —contestó el niño, sin comprometerse.

—¡Caramba, caramba! —exclamó la señora Brown, disponiéndose a salir del cuarto—. Iré a buscar el termómetro.

Guillermo odiaba el termómetro. Era una cosa sin alma, incomprensiva. A veces, claro está, un calentador de pies, juiciosamente aplicado, alistaba su ayuda; pero eso no siempre era fácil de arreglar.

Con gran chasco de Guillermo, fue su padre quien entró con el termómetro.

—Bueno, Guillermo —dijo, alegremente—: me he enterado de que estás demasiado enfermo para ir al colegio. Es una lástima, ¿no te parece? Estoy seguro de que lo estarás sintiendo una barbaridad.

Guillermo puso los ojos en blanco.

—Sí, papá —contestó con desconfianza.

—Ahora, dime: ¿dónde tienes el dolor? Y… ¿qué clase de dolor es?

Guillermo sabía, por experiencia, que la descripción de dolores inexistentes ofrecía la mar de dificultades y tenía la mar de inconvenientes. Mediante un golpe maestro los esquivó todos.

—Me hace daño hablar —dijo.

—¿Con que clase de dolor te duele? —inquirió, brutalmente, su padre.

Guillermo hizo una serie de ruidos raros; luego cerró los ojos, exhalando un gemido de angustia.

—Iré a avisar al médico —dijo el señor Brown, alegremente aún.

El médico vivía en la casa de al lado. A Guillermo se le antojaba aquello una gran equivocación. Le disgustaba la proximidad de un médico. Eran tan molestos cuando se padecía de enfermedades verdaderas como cuando se trataba de males imaginarios.

El niño hizo unos ruiditos cuyo fin era dar a entender a su padre que prefería que no fuese molestado el médico, que se encontraba relativamente bien, que no era necesario que se preocupara nadie de él y que se quedaría en la cama y estaría, con toda seguridad, restablecido aquella misma tarde. Pero su padre se había marchado ya.

Guillermo se quedó en la cama, meditando.

Fuera como fuese, estaba decidido a seguir adelante con la impostura. Se limitaría a hacerle unos ruidos al médico y no podrían decir que no tenía un dolor donde aseguraba tenerlo si no sabían dónde decía tenerlo. Su madre entró y le tomó la temperatura. El Destino estaba contra él. No había ningún calentador de pies a mano. Pero lo apretó cuanto pudo en la esperanza de que ello pudiera surtir algún efecto.

—Tienes una temperatura normal, querido —dijo su madre, con alivio—. ¡Cuánto me alegro!

El niño emitió un sonido gutural para dar a entender que la enfermedad tenía raíces demasiado profundas para que pudiera registrarla un termómetro corriente.

Oyó a su padre y al médico subir la escalera. Reían y hablaban. Guillermo, olvidando la naturaleza imaginaria de su enfermedad, sintió una oleada de indignación y de compasión por sí mismo.

El doctor entró alegremente.

—¿Qué, jovencito? —inquirió—. ¿Qué te ocurre?

Guillermo hizo un ruido. Gracias a la práctica se estaba haciendo un experto en ruidos. Implicaba aquel ruido un deseo intenso de explicar sus síntomas, un sentimiento profundo por no poder hacerlo debido a incapacidad física y temblaba de sufrimiento valerosamente soportado.

—No puedes hablar, ¿verdad? —dijo el médico.

—Sí, eso es —contestó Guillermo, olvidándose, momentáneamente, de su papel.

—Bueno… abre la boca y deja que te examine la garganta.

El niño abrió la boca, exhibiendo la garganta. El doctor inspeccionó los recovecos de aquel órgano tan potente y tan lleno de salud.

—Ya —dijo, por fin—. Sí, es muy grave. Pero, afortunadamente, puedo operar aquí ahora mismo. Temo que no me será posible dar anestesia en este caso y temo que resultará muy doloroso… pero estoy seguro de que es un niño muy valiente.

Guillermo palideció y miró a su alrededor, desesperado. Los verbos franceses eran preferibles a aquello.

—Aguardaré tres minutos justos —dijo el médico, bondadosamente—: Algunas veces, en casos como este, el paciente recobra la voz de pronto.

Sacó el reloj. El padre de Guillermo contemplaba la escena con un aire de sereno regocijo que a Guillermo se le antojaba enloquecedor.

—Le daré tres minutos justos —prosiguió el doctor— y si el paciente no ha recobrado, para entonces, el uso de la palabra, le operaré…

El paciente decidió, apresuradamente, recobrar el uso de la palabra.

—Puedo hablar ahora —dijo, con aire de sorpresa—. ¡Qué raro!, ¿verdad? Puedo hablar normalmente ahora.

—¿No tienes ya dolor en parte alguna? —inquirió el médico.

—No —contestó el paciente, con precipitación.

El padre del paciente se acercó.

—En tal caso, más vale que te levantes lo más aprisa posible —dijo—. Llegarás tarde a la escuela; pero, sin duda alguna, estarán preparados para esa contingencia.

Sí que estaban preparados para dicha contingencia. También supieron castigar la completa ignorancia de Guillermo en la cuestión de los verbos franceses. Las excusas (y Guillermo presentó muchas, algunas de ellas la mar de ingeniosas), de nada le sirvieron. Volvió a su casa a la hora de comer, amargado y desilusionado de la vida.

—Lo más natural es que el saber cómo hacer funcionar un motor sea más «útil» que el decir verbos franceses —dijo—. Si yo resultara ingeniero… bueno, ¿de qué me iban a servir los verbos franceses? Y «tendría» que saber cómo hacer funcionar un motor. Y estuve tan enfermo esta mañana que el doctor quería operarme; pero yo dije… no «puedo» perder la clase y atrasarme en los estudios, y vine, la mar de enfermo, y lo único que hicieron fue armar la mar de jaleo porque llegué un minuto o dos tarde y no había tenido tiempo de aprender esos estúpidos verbos franceses que no le «sirven» a nadie de nada.

Pelirrojo, Enrique y Douglas compartieron sus sentimientos un rato; luego se pusieron a discutir la lección de historia. El profesor de historia, sintiéndose, de momento, tan harto de Eduardo VI como la mayoría de sus discípulos, les había hecho un relato muy gráfico de la vida de San Francisco en Asís. Se había pasado la Pascua de Resurrección en Asís. Guillermo, que había estado entretenido en ejecutar caricaturas bastante aceptables del señor Strong y del médico, había prestado muy poca atención; pero Pelirrojo se acordaba de todo. El relato se le había antojado interesante después de la aridez de Guillermo el Conquistador. Guillermo empezó a seguir la discusión.

—Sí; pero ¿por qué lo hizo? —preguntó.

—Pues verás, es que se hartó un poco de las cosas y tuvo visiones y cosas así y cogió unas cosas de su padre para venderlas y tener algo con qué empezar…

—«¡Troncho!» —interpeló Guillermo—. Y… ¿no se puso furioso su padre?

—Sí; pero eso no importó. San Francisco era un Santo; conque podía vender las cosas de su padre si quería; y él y sus amigos cogieron el dinero y se pusieron una ropa larga muy rara y se fueron a vivir en una casita, solos, y él acostumbraba a predicar a los animales y a la gente, y llamaba a todo «hermano» y «hermana» y se hacían su comida y…

—Suena la mar de bien eso —dijo Guillermo, con envidia— y… ¿les dejaba, su familia?

—No podían quitarles de hacerlo —respondió Pelirrojo—. Y Francisco era el jefe y los demás se llamaban todos franciscanos, y construyeron iglesias y todo eso.

Habían llegado a la puerta del jardín de la casa de Guillermo y el niño entró lentamente.

—Adiós; hasta esta tarde —se despidió alegremente.

La comida aumentó aún más las quejas de Guillermo. Nadie preguntó por su salud, aun cuando procuró parecer pálido y enfermo y rechazó un segundo plato de arroz con leche, diciendo: «No, gracias; hoy no. Lo tomaría si me sintiera bien, gracias». Aun aquello no provocó preguntas de ansiedad. Nadie —pensó Guillermo, mientras acababa el arroz con leche en secreto, más tarde, metido dentro de la despensa—; ninguna otra persona, seguramente, tendría una familia tan dura de corazón en todo el mundo. Les estaría bien empleado que le perdieran del todo. Les estaría bien que se marchase, como San Francisco, y que nunca volviera.

Se encontró nuevamente con Enrique, Pelirrojo y Douglas comino del colegio, como era de costumbre.

—¡Maldita aritmética! Eso es lo que nos toca hoy —dijo Enrique, desanimado.

—Sí; y luego esa estúpida geografía —suspiró Douglas.

—Bueno —dijo Guillermo—; pues no vayamos. He estado pensando la mar acerca de ese santo. Preferiría ser santo, y construir cosas, y guisar cosas, y predicar cosas, que seguir yendo al colegio y aprendiendo las mismas cosas día tras día y día tras día… todas ellas cosas como los verbos franceses que no tienen sentido «común». Prefiero ser un santo. ¿Y vosotros?

Los demás Proscritos parecían dudar, aun cuando dijérase que les atraía la idea.

—No nos dejarán —dijo Enrique.

—No pueden impedir que seamos santos —dijo Guillermo—; ni que hagamos el bien, ni que prediquemos… sobre todo si tenemos visiones… y tengo el presentimiento de que yo podría tener visiones sin dificultad.

Los Proscritos habían aflojado el paso.

—¿Qué tendríamos que hacer primero? —inquirió Pelirrojo.

—Vender algunas cosas de nuestros padres para conseguir dinero —contestó Guillermo, con firmeza—. No os preocupéis —se apresuró a agregar, anticipándose a posibles objeciones—: él lo hizo; conque supongo que cualquiera puede hacerlo si va a ser santo… Claro está que sería distinto si se tratara sólo de robar; pero el ser santos cambia las cosas de aspecto. Es de sentido común que unos santos no pueden robar.

—Bueno, y ¿qué haríamos «entonces»? —preguntó Douglas.

—Entonces buscaremos un sitio y conseguiremos ropa apropiada…

—Parece un derroche de dinero —afirmó Enrique, con severidad— el gastado en «ropa». ¿Qué clase de ropa era?

—El maestro nos enseñó una estampa —dijo Pelirrojo—, ¿no te acuerdas? Una especie de cosa larga que le llegaba hasta los pies.

—Podíamos arreglarnos con batas o albornoces —intercaló Douglas, excitado.

—No; estás pensando en detectives —dijo Enrique—: los detectives llevan batas.

—No —dijo Guillermo—; no veo yo por qué no habían de servir las batas. Así podremos ahorrar el dinero y gastarlo en cosas de comer.

—¿Dónde viviremos?

—Debiéramos edificar una casa; pero, hasta que no la hayamos construido, podemos vivir en el cobertizo.

—¿De dónde sacaremos los animales a los que hemos de predicar?

—Hay una casa de labor no muy lejos del cobertizo, como sabéis. Podemos empezar por «Jumble» y luego continuar con los animales de la casa dé labor cuando tengamos ya práctica.

—Y… ¿cómo nos llamaremos? Supongo que no podremos ser los Proscritos ahora que somos santos.

—¿Cómo se llamaban ellos?

—Franciscanos… del nombre de Francisco, que era el jefe.

—Bueno, pues si va a haber un jefe —dijo Guillermo en un tono que no admitía discusión alguna—, si va a haber algún jefe, lo seré yo.

Ninguno de ellos le discutía a Guillermo su puesto de jefe. Era suyo por derecho propio. Siempre les había acaudillado y era un jefe al que estaban orgullosos de seguir.

—Bueno, pues ellos no hicieron más que poner «nos» después de su nombre y cambiar la «o» de Francisco en «a» —dijo Enrique—: franciscanos. Conque nosotros seremos guillermanos…

—Suena un poco raro —objetó Pelirrojo, dubitativo.

—A mí me parece que suena la mar de bien —afirmó Guillermo, con orgullo—. Propongo que empecemos mañana, porque es un poco tarde para empezar hoy y, además, es sábado mañana. Conque podemos estar ya instalados para el lunes, porque es seguro que armarán jaleo cuando no aparezcamos por el colegio el lunes. Venid todos al cobertizo mañana, directamente, después del desayuno, y traed vuestras batas y algo de vuestro padre que vender…

La primera reunión de los guillermanos se celebró inmediatamente después del desayuno a la mañana siguiente. Todos habían dejado notas, dictadas por Guillermo, en la repisa de la chimenea de sus alcobas, anunciando que eran ya santos y que habían abandonado, para siempre, el hogar.

Depositaron sus batas en el suelo del cobertizo y luego inspeccionaron las cosas que habían quitado a sus padres. Guillermo se había apropiado de unas zapatillas: no porque creyera que pudiera pasar inadvertida su ausencia (todo lo contrario), o porque supusiera que podía obtener por ellas una buena cantidad (todo lo contrario también); pero daba la casualidad que estaban en una caja, junto al fuego, en la salita y Guillermo se había encontrado allí solo durante unos minutos aquella mañana y, además, era muy fácil esconder unas zapatillas debajo de la chaqueta. Le hubiera sido más fácil apropiarse algo de su madre; pero a Guillermo le gustaba hacer las cosas bien. San Francisco había vendido algo de su padre; conque San Guillermo haría lo propio. Douglas sacó del bolsillo una escribanía cogida de la mesa de su padre; Pelirrojo tenía dos corbatas y Enrique un par de guantes.

Examinaron su pequeño botín con orgulloso satisfacción.

—Debiéramos conseguir la mar de dinero por esto —dijo Guillermo—. ¿Cuánto le dieron a él? ¿Lo sabéis?

—No; no lo dijo el maestro —contestó Pelirrojo.

—Más vale que no nos pongamos el vestido de santos aún… hasta que hayamos estado en el pueblo a vender las cosas. Luego nos los pondremos y empezaremos a predicar y todo eso.

—¿No debiéramos llevar unas cosas redondas, como aros, en la cabeza? —inquirió Enrique—. Los llevan en las estampas. ¿Cómo se llaman…? Halos.

—«Eso» no lo tiene uno hasta que se muere —dijo Pelirrojo con aire de sabiduría.

—Pues yo no veo de qué le sirve una cosa así a un «muerto» —murmuró Enrique, quejumbroso.

—No; tenemos que hacer las cosas «bien» —afirmó Guillermo—. Si los santos de verdad esperaban a morirse para tener eso, nosotros esperaremos también. Sea como fuere, vamos a vender las cosas primero. Y no olvidéis que, desde este momento, tenemos que llamarnos «Santo» unos a otros y llamar a todo lo demás «hermano» o «hermana».

—¿«Todo» lo demás?

—Sí… «él» lo hacía.

—Sí; pero, Guillermo…

—Tienes que llamarme San Guillermo ahora, Pelirrojo.

—Bueno, pues llámame tú a mí San Pelirrojo.

—Ya lo iba a hacer… San Pelirrojo.

—San Guillermo…

—Bueno.

—¿Dónde vas a vender las zapatillas?

—Hermano zapatillas —corrigió Guillermo—. Pues voy a vender hermano zapatillas en la tienda del señor Marsh si es que quiere comprarlas.

—Y yo llevaré hermano corbatas también —dijo Pelirrojo—. Y Enrique llevará hermano guantes y Douglas hermano tintero.

—«Hermana» tintero —dijo Douglas—; Guillermo…

—San Guillermo —corrigió Guillermo, con paciencia.

—Bueno, pues San Guillermo dijo que podíamos llamar a las cosas hermano o hermana y mi tintero va a ser hermana.

—«¡Postinero!» —exclamó San Pelirrojo, con severidad—. Siempre quieres ser distinto a los demás.

El señor Marsh tenía una tienda de artículos de ocasión al extremo del pueblo. En su escaparate reposaba Una colección variadísima de objetos domésticos.

Tenía una idea menos optimista del valor de hermanos zapatillas, corbatas y guantes y de hermana tintero que los santos.

Se negó a darles más de seis peniques a cada uno.

—«¡Roñoso!» —estalló San Guillermo indignado tan pronto como salieron de la oscura tienda del señor Marsh—. Yo le llamo «roñoso» a secas. Eso es lo que «yo» le llamo.

—Supongo que ahora que somos santos —comentó San Pelirrojo, píamente— debemos de perdonar a las personas que nos hacen mal.

—Yo no pienso ser uno de «esos» santos —afirmó Guillermo, con determinación.

Una vez de regreso en el cobertizo, se pusieron las batas y albornoces. San Enrique seguía gruñendo por no poder llevar el «arito» en la cabeza.

—Y ahora… ¿qué hacemos? —inquirió San Pelirrojo con dinamismo, sujetándose el cinturón de la bata.

—Bueno, por lo menos… ¿por qué no podemos cortarnos pedacitos de pelo por arriba como en las estampas? —dijo San Enrique, desconsolado—. Más vale eso que «nada».

La idea no disgustó del todo a los santos. San Douglas se encontró un cortaplumas y empezó a operar sobre San Enrique; pero los alaridos de angustia de este último santo dieron prematuro fin a la obra.

—Fuiste «tú» quien lo propuso, después de todo —dijo San Douglas, dolorido—, y te lo estaba haciendo con mucho cuidado…

—¡Con «cuidado»! —gimió Enrique, acariciándose la santa cabeza—. Lo estabas arrancando de raíz.

—Bueno, vamos —interrumpió San Pelirrojo, impaciente—; empecemos de una vez. ¿Qué dijiste que íbamos a hacer primero?

—El predicar a los animales es lo primero —anunció Guillermo—. Tengo aquí a hermano «Jumble». Pelirrojo, tú sujeta a hermano «Jumble» mientras yo le echo un sermón, porque no está acostumbrado y, a lo mejor, intenta escaparse. San Enrique y San Douglas pueden salir a predicar a los pájaros. Ese hombre San Francisco predicaba mucho a los pájaros. Iban y se le ponían en los brazos. A ver si vosotros conseguís que hagan eso. Bueno, empecemos. Pelirrojo… es decir, San Pelirrojo, tú sujeta a hermano «Jumble».

Enrique y Douglas se marcharon. La bata de Douglas, hechura de su madre (que era muy económica y la había hecho con vistas al futuro), le estaba un poco larga y se la pisaba cada dos pasos. Enrique llevaba albornoz de un colorido algo chillón. Cruzaron, lentamente, un prado y se internaron en un bosque vecino.

San Pelirrojo sujetó a «Jumble» y San Guillermo se puso a predicar.

—Mi muy amado «Jumble»… —empezó a decir.

—Hermano «Jumble» —corrigió San Pelirrojo, triunfal.


San Guillermo se puso a predicar.

Le gustaba pillar al fundador de la orden en un error.

«Jumble», creyendo que se esperaba algo de él, se alzó sobre los cuartos traseros.

—Mi muy amado hermano «Jumble» —repitió Guillermo.

Calló y carraspeó, igual que todos los oradores, Guillermo.

«Jumble», impaciente por el estorbo de los brazos del otro santo, probó otra habilidad suya: la de hacer equilibrios sobre la cabeza. Hacer equilibrios con la cabeza era lo que lo llamaba el dueño de «Jumble». En realidad, lo que hacía era frotar la cabeza contra el suelo. Ninguna de sus patas se alzaba de tierra; pero Guillermo siempre lo llamaba «ponerse de cabeza» y estaba orgullosísimo de aquella habilidad del animal.

—¡Fíjate! —exclamó—. ¡Qué listo es! ¿Verdad? Y nadie le dijo que lo hiciera. Lo ha hecho sin que nadie le dijera una palabra. Apuesto a que no hay muchos perros como él. Apuesto a que es el perro más listo de Inglaterra. Hasta estoy por decir que es el perro más listo del mundo. Hasta…

—Creí que le estabas predicando y no hablando de él —dijo San Pelirrojo, con severidad.

Pelirrojo, al que no le permitían en casa tener perro, se cansaba, ocasionalmente, de oír a Guillermo ensalzar el suyo.

—¡Es verdad! —contestó el niño, con menos entusiasmo—. Empezaré otra vez. Mi muy amado hermano «Jumble»… Oye, ¿qué les decía San Francisco a los animales?

—No lo sé. Supongo que les diría… pues que hicieran el bien y todo eso…

—Mi muy amado hermano «Jumble» —volvió a decir Guillermo—: debes… hacer el bien y… y dejar de perseguir a los gatos. ¡Hombre! —agregó, con orgullo— ¡si no hay gato en el pueblo que no eche a correr al ver a «Jumble»…! Apuesto a que es el mejor perro para perseguir gatos en «esta» parte de Inglaterra. Apuesto…

«Jumble», aprovechando una ocasión de escapar, se deslizó de las manos del descuidado San Pelirrojo y saltó, extasiado, hacia San Guillermo.

—¡Muy bien, «Jumble!» —murmuró el santo, afectuosamente—. ¡Muy bien!

En aquel momento regresaron los otros dos santos.

—¿Qué? ¿Encontrasteis pájaros? —preguntó San Guillermo.

—Había pájaros de sobra —contestó San Douglas, con voz exasperada—; pero en cuanto me puse a predicar, todos se marcharon. No parecían saber cómo «portarse» con santos. No parecía saber que tenían que posarse en nuestros brazos y eso nos «enfureció»… De tocias formas, tenemos un huevo de jilguero y Enrique… es decir, San Enrique… sólo quería uno de esos…

—Escucha —le interrumpió San Guillermo con severidad—, no me parece muy bien que unos santos… vayan a predicar a los pájaros y les quiten los huevos… es decir, los hermanos huevos.

—Había «muchos» más —dijo Enrique—. Les «gusta» que les quiten uno. Les da menos trabajo para incubarlos.

—Sea como fuese, sigamos con esto de los animales. Quizá los domésticos resulten mejor. Vayamos a la casa de labor de Jenks y probemos con los suyos.

Entraron, cautelosamente, en el corral. La enemistad existente entre el agricultor Jenks y los Proscritos venía de antiguo. Con toda seguridad el hombre no se daría cuenta de que los guillermanos era una organización de santos y que el amor a la humanidad inspiraba todos sus actos. Seguramente creería que aún eran los Proscritos incorregibles de siempre.

—Yo me encargaré de hermanos vacas —dijo San Guillermo— y San Pelirrojo de birmanos cerdos, y San Douglas de hermanos cabras y San Enrique de hermanas gallinas.


Guillermo se había puesto en facha ante su congregación de vacas.

Cada uno de ellos se acercó a su auditorio. Pelirrojo se asomó al corral de los cerdos. Luego se volvió hacia Guillermo, que ya se había puesto en facha ante su congregación de vacas, y dijo:

—Oye, ¿qué «tengo» que decirles?

En aquel momento, hermano cabra, viendo que se aproximaba demasiado San Douglas, embistió contra el santo estómago y San Douglas se sentó, brusca y pesadamente, en el suelo. Hermano cabra, hallando divertida, sin duda, aquella distracción, volvió a la carga. San Douglas puso pies en polvorosa, acompañado del estruendo ensordecedor armado por todos los animales.

Acudió el agricultor Jenks y, viendo a sus viejos enemigos dentro de su propia casa por decirlo así, lanzó un alarido de rabia y se abalanzó sobre ellos. Los santos huyeron rápidamente. San Douglas se había recogido la bata, para no tropezar. Gracias a la ayuda de hermano cabra, San Douglas llevaba bastante delantera; conque fue el primero en llegar al cobertizo.


San Douglas puso pies en polvorosa.

—Bueno —dijo San Guillermo, jadeando—: yo ya no predico más a animales. Deben de haber cambiado mucho desde los tiempos de «él». Eso es cuanto puedo «yo» decir.

—Bueno, y ¿qué haremos «ahora»? —inquirió San Pelirrojo.

—Creo yo que ya debe de ser casi hora de comer —contestó Guillermo—. Deben de ser más de las dos, seguramente.

Nadie sabía la hora. Enrique poseía un reloj que le había sido regalado por su tío abuelo. Aun cuando tal vez tuviese algún valor como antigüedad, no andaba desde hacía más de veinte años. Enrique, sin embargo, lo llevaba siempre y, por regla general, se acordaba de mover las manecillas y ponerlo en hora cada vez que pasaba delante de un reloj. Esto era una molestia bastante grande; pero Enrique estaba orgulloso de su reloj y le gustaba que estuviese lo más en hora posible. Lo consultó. Lo había puesto bien con el reloj de su casa al salir después de desayunar, de forma que las manecillas señalaban las nueve y media. Se lo volvió a guardar, apresuradamente, antes de que los otros pudieran ver la posición de las manecillas.

—Sí —dijo, con aire de oráculo—: es hora de comer, aproximadamente.

Aun cuando todos sabían que el reloj de Enrique nunca había andado, tenía, sin embargo, cierto prestigio.

—Bueno, pues tenemos que «comprarnos» la comida. Dos de nosotros tendrán que ir al pueblo a comprarla ahora con los dos chelines que nos dieron por las cosas de nuestros padres. Ahora tendremos que comprarnos todas las comidas, como hacían «ellos».

—¿De dónde vamos a sacar el dinero cuando se nos acabe este? No podremos «seguir» vendiendo las cosas de nuestros padres. Se pondrían furiosos.

—Después tenemos que pedir limosna —intercaló San Pelirrojo, que era el único que había prestado un poco de atención a la historia de San Francisco.

—Bueno, pues yo apuesto a que no nos darán gran cosa. ¡Si conoceré yo a la gente! —exclamó Guillermo, con amargura—. Apuesto a que tanto las personas como los animales serían mejores en aquellos tiempos.

Se decidió que Douglas y Enrique fueran al pueblo a comprar provisiones. Se decidió, también, que fueran con la bata puesta.

—Ellos siempre iban así —afirmó Pelirrojo— y más vale que la gente se vaya acostumbrando a vernos andar por ahí así.

—¡Sí! —murmuró Douglas, con amargura—. Es muy fácil hablar así cuando no es uno el que ha de ir a la tienda.

El señor Moss, propietario de la dulcería del pueblo, se echó a reír como un loco, al verles.

—¡Qué gracia! —rio—. ¡Qué gracia! ¡Sois únicos en eso de las bromas!

—No es broma —advirtió Enrique—. Somos guillermanos.

Douglas se fijó en el reloj que había detrás del mostrador.

—¡Oye! —dijo—. ¡Si no son más que las once!

Enrique sacó su reloj.

—Es verdad —contestó, como si se hubiera equivocado al mirarlo la vez anterior.

Para la comida del mediodía, los dos santos compraron una bolsa grande de bombones de crema, otra de bolas de caramelo y, como parte más sólida de la comida, cuatro bollos de crema.

Pelirrojo, Guillermo y «Jumble» estaban sentados cómodamente en el cobertizo cuando regresaron los dos emisarios.

—¡Valiente rato hemos pasado! —estalló San Enrique—. Todos los niños del pueblo nos han seguido, gritando.

—Debisteis de deteneros y «predicarles» —contestó, tranquilamente, el fundador de la orden.

—«¡Predicarles!» —replicó Enrique—. No nos hubieran escuchado. Estaban gritando, gritándonos cosas y corriendo detrás de nosotros.

—¿Qué hicisteis vosotros?

—Correr —contestó, sencillamente, el galante santo—. Y Douglas se ha roto la bata y yo me he caído en el barro y me he manchado la mía.

—Pues os han de durar lo que os queda de vida —dijo San Guillermo—. Conque debierais de cuidarlas un poco mejor. ¿Qué habéis traído de comer?

Exhibieron sus compras y los santos aprobaron, calurosa y unánimemente, su selección.

—Lástima no se nos haya ocurrido algo de beber —dijo Enrique.

Pero Guillermo, con una sonrisa de orgullo, sacó del bolsillo una botella llena de un líquido oscuro.

—Yo me acordé de eso —dijo—: echad un trago de hermano agua de regaliz.

Para no ser menos, Douglas cogió una de las bolsas.

—Y tomad un hermana bollo de crema —dijo, con orgullo.

Cuando hubieron comido y bebido hasta saciarse, descansaron un rato. Guillermo había tenido la intención de aprovechar el tiempo predicándole a «Jumble»; pero, a última hora, decidió, en lugar de eso, hacer que «Jumble» luciera sus habilidades.

—Supongo que, a estas alturas, ya «sabrán» en casa que nos hemos ido para siempre —dijo Enrique, con un suspiro.

Pelirrojo miró por la ventana del cobertizo, con ansiedad.

—Sí —dijo—: y Dios quiera que no se les ocurra venir a probar hacernos volver otra vez.

Pero no tenía por qué preocuparse. Cada familia creyó que su niño se habría quedado a comer en casa de uno de los otros y no sintió ansiedad alguna, sino todo lo contrario: un alivio muy grande. Y no se había encontrado ninguna de las notas dejadas en las repisas de las chimeneas.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Guillermo, saliendo de su ensimismamiento.

—«Ellos» construyeron una iglesia —dijo Pelirrojo.

—¡Troncho! —exclamó Guillermo, un poco desconcertado—. Bueno, pero me parece a mí que nosotros no podemos hacer eso.

—No diría yo tanto —murmuró Pelirrojo—; ponían piedras una encima de otra. Era una iglesia pequeñita.

—Bueno; pero nosotros tardaríamos bastante tiempo.

—Sí; pero tenemos que hacer «algo» en lugar de ir al colegio; conque bien podíamos hacer eso.

—Es casi tan malo como ir al colegio —objetó Guillermo, sombrío—. Y… ¿de dónde sacaban ellos las piedras?

—Las encontraron tiradas por ahí.

—Bueno, pues vamos —murmuró Guillermo, levantándose con aire de resignación—; vamos a ver si encontramos alguna tirada por ahí.

Echaron a andar carretera abajo. Seguían con las batas puestas; pero las llevaban avergonzados y caminaban cautelosa y furtivamente. Empezaban ya a perderle el cariño a su santa vestimenta. Afortunadamente, la carretera estaba desierta. Miraron arriba y abajo; luego San Pelirrojo dio un grito de triunfo y señaló carretera arriba. Estaban arreglando la carretera y yacía, junto a la cuneta, entre otros materiales, un montoncito de tarugos de madera [1] . Por añadidura, nadie montaba guardia sobre ellos.

Era la hora de comer del trabajador británico y el trabajador británico se la estaba pasando en la taberna.

—¡Troncho! —exclamó Guillermo, encantado.

Se abalanzaron sobre los tarugos de madera y se los llevaron, triunfalmente. No tardaron en tener una pila bastante grande de ellos a la puerta del cobertizo, donde habían resuelto edificar la iglesia; casi bastantes, decidió el fundador de la orden, para empezar. Pero, cuando hicieron el último viaje en busca de ladrillos, se encontraron con otro grupo de niños que empezaron a burlarse de ellos.

—¡Miradles…! ¡Ay…! Pero… ¡«qué» guapísimos están…! ¡Hola, preciosidades!

Guillermo se quitó el vestido de santo y cerró contra el jefe. Los demás santos se abalanzaron sobre sus compañeros. El resultado fue una pelea bastante interesante. Los santos, a pesar de ser menos y más pequeños que sus enemigos, salieron victoriosos, aunque no sin bajas. Los vencidos se dieron a la fuga.

San Guillermo, sin gran entusiasmo, recogió su vestido de santo del barro y empezó a ponérselo.

—No le veo la punta a eso de llevar estas cosas puestas —dijo.

—Debiste de haberles «predicado» y no pelear con ellos —dijo Pelirrojo, con severidad.

—Mira, apuesto a que «él» no les hubiese predicado si hubiesen empezado a burlarse de él. Hubiera peleado con ellos también.

—No, señor; no era partidario de pelear.

El respeto que antes le inspirara a Guillermo su prototipo, respeto que estaba ya menguando, menguó aún más. Pero no era de los que abandonaban fácilmente una cosa emprendida.

—Sea como fuere —dijo—, pongámonos a construir la iglesia.

Volvieron al prado y a su montoncito de tarugos.

Pero el trabajador británico había vuelto también de la taberna y había descubierto la desaparición de la mayor parte de su material. Mascullando pintorescas maldiciones, les siguió la pista y dio con los santos en el preciso momento en que, tras duras fatigas, acababan de colocar la primera hilera de tarugos para una de las paredes. Cayó sobre ellos como una furia.

Los niños no se quedaron a discutir. Huyeron. Enrique tiró su albornoz a una cuneta para correr mejor. El trabajador británico fue el primero en cansarse. Regresó a su puesto después de tirar un ladrillo tras ellos y decirles, a voz en grito, que conocía a sus padres y que iría a decírselo, vaya si no, y que irían todos a dar con sus huesos en la cárcel —¡vaya impertinentes!—, vaya si no.

Los guillermanos aguardaron a que se hubiese despejado el terreno antes de salir de sus escondites y se reunieron, desanimados, en el cobertizo. Guillermo y Pelirrojo tenían un ojo hinchado y echaban sangre por las narices como resultado de su pelea con los niños del pueblo. Douglas se había caído durante la fuga y se había hecho una herida en la cabeza. El ladrillo del trabajador británico le había alcanzado a Enrique en un tobillo y cojeaba al andar. El rostro de todos había adquirido una cantidad extraordinaria de porquería.

Se sentaron y se miraron.

—Me parece a mí —dijo Guillermo— que esta vida «desgasta» mucho.

Hacía frío. Había empezado a llover.

—Hermano lluvia —dijo Pelirrojo, animadamente.

—Sí, y si no me equivoco, debe de ser alrededor de la hermana hora del té —contestó Guillermo, aplanado—. Y… ¿de qué vamos a construirla…? ¿Cómo vamos a conseguir dinero?

—Tenga seis peniques en casa —dijo Enrique—. Es decir, tengo hermano seis peniques en casa.

Pero Guillermo había perdido su optimismo habitual.

—Bueno, pero eso no nos mantendrá a todos durante el tiempo que nos queda de vida, me parece a mí —dijo—. Y yo no tengo humor para ponerme a pedir limosna después del día que he pasado hoy. No tengo mucha «fe» en la gente.

—Enrique… es decir, San Enrique, debiera de dar su hermano seis peniques a los pobres —aseguró Pelirrojo, con voz piadosa—. «Ellos» daban todo su dinero a los pobres.

—«¿Darlo?» —exclamó Guillermo, con incredulidad—. ¿Sin que les dieran nada a cambio?

—Sí; lo daban y nada más.

Guillermo reflexionó profundamente por unos instantes.

—Bueno —dijo, por fin, expresando los sentimientos de toda la orden—: yo ya estoy harto de ser santo. Prefiero ser pirata o piel roja cualquier día.

Los demás parecieron sentir alivio.

—Sí; yo ya estoy «harto» —prosiguió el niño^—. Y dejemos de llamarnos santos unos a otros, y hermanos y hermanas, y de llevar batas. No tiene sentido «común». Y casi me estoy muriendo de frío y de hambre y me voy a casa.

Emprendieron el camino de regreso a casa, bajo la lluvia: fríos, mojados, magullados y con un apetito enorme. La santa comida de bollos de crema, bombones y caramelos, aunque muy grata por entonces, había resultado singularmente poco alimenticia.

Pero aún no habían acabado sus dificultades.

Al cruzar el pueblo, se pararon delante de la tienda del señor Marsh. Allí, en el mismísimo centro del escaparate, estaban las zapatillas del padre de Guillermo, la escribanía del padre de Douglas, las corbatas del padre de Pelirrojo y los guantes del padre de Enrique: todo ello marcado a un chelín. El corazón de los guillermanos dio un vuelco. Sus padres, con toda seguridad, no habían vuelto aún de la ciudad. El pensar que pudieran ver ellos sus cosas en el escaparate del señor Marsh marcadas a un chelín era horrible. Aquella mañana no había parecido importar. Aquella mañana habían salido de sus casas con la intención de no volver. Aquella tarde sí que parecía importar. Aquella tarde regresaban a su casa.

Entraron en la tienda y las exigieron. El señor Marsh se mostró implacable. Por fin, Enrique fue a buscar sus seis peniques, Guillermo una navaja que apreciaba mucho, Pelirrojo una brújula y Douglas una locomotora rota y les fueron devueltas las cosas de sus padres.

Regresaron a casa, abatidos, en la lluvia. El trabajador británico podría cumplir su amenaza de visitar a sus padres, o no. La carrera de santo, que les había parecido tan de color de rosa a distancia, había resultado, como Guillermo había dicho, «desgastar mucho». La vida estaba llena de decepciones.

Guillermo descubrió, con alivio, que su padre no había regresado. Volvió a poner las zapatillas (algo manchadas de barro) en su sitio. Metió su bata, llena de barro, debajo de la cama. Halló su carta, sin abrir aún, sobre la repisa de la chimenea. La rompió. Se arregló con la mayor rapidez un poco, superficialmente. Bajó.

—¿Has pasado bien el día, querido? —inquirió su madre.

Desdeñó responder a la pregunta.

—Aún falta una hora para el té —prosiguió la buena señora—. ¿No sería mejor que empezaras a hacer tus deberes, querido?

El niño recapacitó. Tanto daba apurar la copa de la tragedia hasta las heces, ya que había empezado. Sería un fin desastroso para un día desastroso también. Además, no cabía la menor duda de ello: el señor Strong se iba a mostrar muy desagradable en verdad si no se sabía aquellos verbos franceses el lunes. Más valía que estudiase… Si hubiese tenido la menor idea de lo desagradable que resultaba ser santo, no hubiera desperdiciado todo un sábado siéndolo. Cogió una gramática francesa y se sentó, sombrío y pensativo, delante de ella, sin preocuparse de que la tenía al revés.