El señor Falkner llevaba alojado en casa de los Brown mucho tiempo.
Le había escrito al señor Brown para recordarle que habían ido al colegio juntos y para preguntarle si podía hacerle una corta visita. El señor Falkner era así. Además, su idea de lo que constituía una visita corta no estaba de acuerdo con la del señor Brown.
Y no era que al señor Falkner le hiciera falta que se le distrajera mucho. Se distraía él solo. Hablaba. Guillermo nunca había conocido a persona alguna que hablase tanto como el invitado de su padre. El señor Falkner hablaba continuamente y el tópico de toda su conversación era el señor Falkner. El señor Falkner era un manantial de incesante interés para el señor Falkner.
Hablaba de su exaltada posición, de sus numerosas y variadas cualidades, de sus maravillosas proezas, de su ingenio, de sus amigos aristocráticos.
—¡Ah, sí! ¡El duque y yo somos los mejores amigos del mundo! Siempre hemos sido íntimos. ¡Lo que llega a importunarme ese hombre para que vaya a pasar una temporada, con él…! Pero todos mis amigos son lo mismo. Está el excelentísimo Percy Wakefield, por ejemplo… le conocerás de oídas, naturalmente… volví a toparme con él la semana pasada. No había manera de decirle que no. Me las arreglé para darle largas, a última hora. Son una verdadera lata esta gente. No hay manera de conseguir que le dejen a uno en paz.
La cortesía impidió al señor Brown decir que no le envidiaba al duque —ni al excelentísimo Percy Wakefield— la compañía del señor Falkner. En lugar de hacer comentarios, el señor Brown permanecía sentado, silencioso y oprimido, intentando leer el periódico de la tarde, que yacía sobre el brazo de su sillón, y procurando, al propio tiempo, que el otro no se diera cuenta de ello.
Y el señor Falkner siguió hablando.
El señor Falkner era bajo y bastante grueso, de rostro redondo, bigotito lacio, ojos vidriosos y voz que parecía un chirrido.
Durante el curso, el señor Falkner no preocupó gran cosa a Guillermo. El niño se limitaba a observarle con curiosidad en las horas que tenía libres de clase.
Guillermo ensayaba con diligencia y logró llegar a imitar la voz del señor Falkner y su mirada de besugo bastante bien. Lo ensayaba todo, solo, al anochecer, en su cuarto.
A la hora de las comidas, más bien le agradaba la presencia del señor Falkner que otra cosa. Los relatos que hacía de sus hazañas heroicas y de su deslumbrador ingenio parecían provocar en la familia de Guillermo cierta apatía e impotencia que a Guillermo se le antojaba una actitud muy adecuada para su familia.
Nadie le decía que fuese a lavarse las manos ni a cepillarse el pelo otra vez. Nadie hacía comentarios sarcásticos acerca de sus modales en la mesa. No les quedaba energía suficiente para ello. Es más, tal es el efecto humanizador de la desgracia común, que casi se sentían atraídos hacia él. Habían creído que a ninguna familia podía caberle mayor aflicción que tener a Guillermo como miembro de ella. Habían descubierto su error. Habían descubierto al señor Falkner…
Luego llegó el final de curso. El final de curso era una época crítica para Guillermo. Por un lado, existía la gloriosa perspectiva de las vacaciones. Por otro, existían sus «notas».
Ni los mejores amigos de Guillermo podían decir de él que fuese intelectual ni laborioso. Era un caudillo atrevido y capaz. Era, en distintas ocasiones y humores, capitán de ladrones, pirata, piel roja, explorador, náufrago, proscrito, pero nunca ni en ningún humor era estudiante. La actitud de Guillermo en el asunto era de humildad y modestia increíble. Dejaría a los demás que se llevaran los premios y cosas. Se pasaría sin ellos. Había empollones suficientes en el mundo sin él.
De manera que las notas de Guillermo tenían cierta monotonía. Los maestros que se resistían, por delicadeza, a decir la verdad cruda y brutal, ponían: «Regular». Aquellos que tenían valor suficiente para dar a conocer su opinión, escribían: «Mal». El profesor de matemáticas, que era muy literal, decía: «Uniformemente malo».
El horror y el disgusto del padre de Guillermo al leer tales notas eran, generalmente, tan fingidos como la penitencia de Guillermo. Conocían sus respectivos papeles y los desempeñaban; pero habían repetido la escena demasiadas veces para poder poner mucha alma en la representación.
Aquella vez, sin embargo, el señor Falkner se hallaba presente. Antes de que el señor Brown pudiera dar principio a su discurso de ritual y expresar su horror y su disgusto, le quitó el papel de las manos y empezó a comentar las notas, chirriando, como de costumbre.
—¡Caramba! ¡Cuán distintas de las hojas de notas que yo acostumbraba recibir! Las mías tenían escrito «Excelente» por todas partes. Algunos profesores no sabían cómo expresar ya su admiración. «Asombroso talento» y «Muy laborioso», y «Trabajo magnífico» y todo eso. Recuerdo que cierto día le dijo el rector a mi padre: «¡Tiene usted un hijo brillante!» Y por cierto que era un hombre muy perspicaz. Jamás se equivocó. Creo que yo era un gran favorito en la escuela. No dudo que aún se me recordará allí.
—No; tampoco lo dudo yo —dijo el señor Brown.
—Sí —baló el señor Falkner—: es extraordinario cómo una persona que esté un poco por encima del nivel corriente hace sentir su influencia durante toda la vida. Encuentro con mucha frecuencia a gente que sólo me ha visto una vez, y que me recuerda perfectamente, aún cuando yo la haya olvidado.
De nuevo dijo el señor Brown que no lo dudaba un solo instante.
—Este muchacho tuyo —prosiguió el señor Falkner— es un buen chico, sin duda… Sus intenciones serán buenas y todo eso… Pero •—golpeó con un dedo las notas condenatorias— su inteligencia está muy por debajo del nivel normal. Espero que no te ofenderás porque te diga eso.
El señor Brown se apresuró a asegurarle que no.
—No todos podemos alcanzar un nivel superior al normal, naturalmente. Pero un muchacho como este, lo único que necesita es que le aconsejen un poco, amistosamente. No dudo que me será posible ayudarle mucho durante las vacaciones. Siempre me llevo bien con los niños. Podría contarte la mar de historias interesantes relacionadas con amiguitos míos. Se observa una marcada diferencia en ellos después de conocerme.
Tampoco lo dudó el señor Brown aquella vez.
—Estoy seguro de que si me quedara aquí durante el próximo curso, te encontrarías con que las notas obtenidas por tu hijo serían muy distintas.
El señor Brown se dijo para sus adentros que preferiría las mismas notas y la ausencia del señor Falkner; pero, ejerciendo un sorprendente dominio sobre sí, guardó silencio.
—Muy diferente, en verdad —continuó el señor Falkner—. Me gustaría tener algunas de las notas que obtuve en el colegio, para que las vieras. Eran verdaderamente notables. Recuerdo que, cuando dejé el colegio, mi maestro dijo que la escuela sería muy distinta sin mí.
Por cuarta vez aseguró el señor Brown que estaba seguro de ello.
Durante toda esta entrevista, Guillermo permaneció sentado, con inescrutable expresión, mirando al invitado sin parpadear.
El día siguiente era el primero de las vacaciones. Guillermo salió al jardín después del desayuno y, con gran horror suyo, vio que el invitado le acompañaba.
—Vamos a ver, muchacho —chirrió el señor Falkner—: dime cuántos nombres de plantas conoces.
Guillermo carraspeó, severo y amenazador y siguió andando como si no hubiera visto ni oído al señor Falkner.
—¿Ninguno? —baló su compañero—. ¡Vamos, vamos! ¡Eso es muy triste para un niño de tu edad! ¿Dónde vas? ¿A la calle? Bien. Estoy a tus órdenes. Puedo participar en todas tus pequeñas actividades, ¿sabes? ¿Qué te gusta hacer durante las vacaciones? Coleccionar sellos, con toda seguridad. Es la mar de instructivo… y un poco de estudio todos los días para no olvidar lo que aprendiste el curso anterior, ¿no es eso? Y un paseíto tranquilo, de vez en cuando, para hacer ejercicio. Eso es lo que te gustará, sin duda alguna. Eso es lo que me gustaba a mí cuando era niño. ¿De qué hablábamos? ¡Ah, sí! ¡De flores! Bueno, pues aquí, en este seto, verás un lirio. Fíjate en la capucha que tiene. Fíjate también en los estambres…
Al otro extremo de la carretera estaban Pelirrojo, Douglas y Enrique. Su rostro se tornó mustio al ver al compañero de Guillermo.
—¡Ah! —dijo este—. ¿Son estos tus amigos, Guillermito? ¿Van a pasar la mañana con nosotros? Está bien, niños. Venid con nosotros sin ser revoltosos. Y… ¿qué vamos a hacer todos esta mañana, eh? Propongo que demos un paseíto por la carretera y podéis escuchar todos lo que le estoy diciendo a Guillermo acerca del lirio. Observad, como dije, los estambres.
No arrastres los pies en el polvo, niño. Piensa en tu bondadoso papá, que es el que paga las botas. Y no os habléis en susurros unos a otros mientras yo hablo. No es cortés; a mí me gusta que mis amiguitos sean corteses. Y ahora… ¿os gustaría que os contara las costumbres de la laboriosa hormiga?
Los Proscritos estaban desconcertados. Habían tenido la intención de dirigirse al cobertizo abandonado, donde, generalmente, Jugaban; pero no podían ir con… aquello. Les estropearía el cobertizo para siempre. Y no podían quitárselo de encima.
La voz áspera y chillona del señor Falkner tenía una especie de efecto hipnótico. Parecía llenar el mundo entero. Paralizaba todas sus facultades. Una vez en pleno discurso del hombre acerca de la laboriosa hormiga, se tropezaron todas sus miradas; en sus abatidos semblantes apareció un rayo de esperanza y echaron a correr. Pero su «amigo» a la fuerza echó a correr también. A pesar de su obesidad, sabía correr.
—¿Una carrerita? —jadeó—. Ya lo creo. No faltaba más. No hay nada como el ejercicio… nada como el ejercicio. Pero me parece que ya basta.
Y tan quebrantado estaba el espíritu de los muchachos, que dejaron que bastara. Acortaron el paso.
—Creo que aquí se impone un descanso. Ahora voy a daros unos ejercicios de cálculo mental. A ver quién los saca.
Fue una pesadilla la mañana aquella para los Proscritos. No podían quitárselo de encima; no podían apagar el terrible sonido de su voz. Y luego, su mirada vidriosa… era imposible sustraerse a ella.
Les dio una pequeña conferencia sobre Historia, otra sobre Geografía y otra tomando como tópico la Astronomía. Les habló largamente sobre el Patriotismo, la Hombría, la Industria y el Imperio Británico.
—Bueno —dijo, animadamente, cuando les condujo a casa de los Brown a la hora de comer—: temo que no podré salir con vosotros esta tarde; pero mañana por la mañana Guillermito y yo estaremos con vosotros temprano.
Los Proscritos se miraron unos a otros con sobresalto unos instantes. Luego, Douglas, Pelirrojo y Enrique se volvieron contra Guillermo.
—Vaya —dijeron, con severidad—, ¡vaya mañanita que nos has dado!
—Yo no tengo la culpa —contestó el muchacho—. «Yo» no le hice venir. «Yo» no le quería con nosotros. Lo natural es que os diera yo «lástima». Vosotros no habéis tenido que aguantarlo más que una mañana. «Vive» con nosotros.
—¿Cuánto tiempo va a estar?
—No lo sabemos —respondió Guillermo, sombrío.
—Bueno; te esperaremos mañana por la mañana; pero, si le vemos venir a «él», nos marcharemos solos.
—Sois unos cobardes —dijo Guillermo, con amargura—: nada más que unos cobardes. Eso es lo que sois. «¡Cobardes!»
Se separaron de mal humor. Guillermo cruzó lentamente el jardín, lleno de desaliento al pensar en la mañana siguiente, que habría de pasarla solo, en compañía del señor Falkner.
En la salita, el señor Falkner estaba hablando con el señor Brown.
—No; nunca me sabe mal el tiempo que paso con los niños. A ellos siempre les gusta una barbaridad. ¡Había que verles pendientes de mis palabras esta mañana! Supongo que lo recordarán toda la vida. Nada me extrañaría que resultara un motivo para que cambiara todo el curso de su existencia. Les abrí nuevos campos de interés por todas partes. Les enseñé cuán fascinadora puede ser la adquisición de conocimientos. Les «estimulé». Había una diferencia bien marcada en su expresión al final de la mañana. Parecía más espiritual. Siempre surto ese efecto en los niños.
Los Proscritos pasaron la tarde juntos; pero no fue una tarde feliz. La sombra del señor Falkner la amargaba. Mentalmente, Guillermo veía —como visión de pesadilla— mañana tras mañana pasada a solas con el señor Falkner. Mentalmente, Pelirrojo, Douglas y Enrique veían —como visión de pesadilla— mañana tras mañana pasada sin la compañía del inspirado caudillo que para ellos representaba Guillermo.
Cuando el niño volvió a su casa, el señor Falkner estaba aún hablando con su padre. Hablaba, en aquel momento, de la piel de leopardo que estaba echada sobre el respaldo del sofá.
—¿Dónde lo mataron? —preguntaba.
—En África. Lo mató mi hermano —respondió el señor Brown, con brevedad.
—Son animales muy fácil de matar los leopardos —baló el señor Falkner—; ¡absurdamente fácil!
—¿Has matado tú muchos? —inquirió el señor Brown.
—¡Vaya! Nunca he llegado a contar la cantidad exacta. En África, ¿sabes…? La verdad es que los leopardos «conocen» al buen tirador en cuanto le ven. A mí no hay leopardo que soñara atacarme. No hago más que alzar la escopeta, el bicho sale huyendo, y lo mato en plena carrera. Nunca me ha fallado. No sé lo que es el miedo. Ni el significado de la palabra conozco. Y ellos lo saben. Dan media vuelta y salen huyendo de mí en seguida. Siempre. Invariablemente. La caza mayor es para mí como jugar a los bolos…
Era tarde ya aquella noche cuando Guillermo entró en el cuarto y dijo: excitado:
—El leopardo se ha escapado del circo de Offord. Pelirrojo acaba de oírlo en el pueblo. Andan buscándolo para matarlo. Es un leopardo salvaje.
—El leopardo se ha escapado del circo de Offord.
El señor Brown se volvió hacia su invitado.
—Ahí tienes tu oportunidad, Falkner —dijo.
El señor Falkner se tornó bastante pálido.
—¡Ja, ja, ja! —rio, nervioso.
El señor Brown casi parecía estar gozando.
—No tienes más que mirarle, ¿sabes? —prosiguió— y darle un certero tiro en cuanto se vuelva para huir.
—¡Ja, ja! —rio otra vez el señor Falkner, sin ganas.
—«Conocen» al buen tirador en cuanto le ven, como sabes —continuó el señor Brown—. Ningún leopardo soñaría atacarte.
—Pe… pero no tengo escopeta —dijo el otro, con una sonrisa que, más que tal, era una mueca.
—Yo tengo una. Y cargada, por añadidura. Te la traeré.
—No puedo consentir que te molestes tanto —se apresuró a decir el señor Falkner—. No te molestes, te lo suplico.
—No es molestia, te lo aseguro —murmuró el señor Brown, saliendo del cuarto con cara animadísima.
El señor Falkner se dejó caer en su asiento y se enjugó el sudor, sonriendo con estúpida sonrisa. Brillaba como un faro en su semblante la esperanza de que el otro no encontrara la escopeta. Guillermo, sentado en un rincón del cuarto, le observaba.
El señor Brown regresó con la escopeta.
—Aquí la tienes —dijo—, en perfectas condiciones. Ahora, no quiero entretenerte, chico. Estoy seguro de que un cazador de tu calibre debe de estar ardiendo en deseos de emprender la cacería.
El señor Falkner cogió la escopeta con cuidado. El sonrosado color habitual de su redonda cara habíase tornado en verde pálido.
—Pe… pero ¿y si viniera aquí? —exclamó, con súbita esperanza—. ¿No… no sería mejor que me… me quedara a pro… a protegeros?
—De ninguna manera. Somos incapaces de estropearte la cacería por nada del mundo. Preferimos pensar que estás ahí fuera matándolo cuando se vuelva para huir de ti. Pero… ¡si has matado más leopardos de los que puedes contar…!
Empujó al otro hacia la puerta.
—¡Adiós, chico! Y… ¡buena suerte!
Luego regresó al comedor. Se oían los pasos lentos y cautelosos del gran cazador por la grava del jardín, pasos que se detenían de vez en cuando, como si el hombre escuchara.
Guillermo había desaparecido misteriosamente.
—Bueno, yo voy a acostarme —dijo el señor Brown—. Le he aguantado todas las noches durante tres meses y esta noche voy a hacer fiesta. Me tiene sin cuidado que el leopardo se lo coma a él, o se coma él al leopardo. Me voy a acostar.
—Y… ¿qué hago yo? ¿Leer? —preguntó la señora Brown.
—Si tienes sentido común, te acostarás tú también. Puedes dejar la puerta principal entornada. Volverá mucho más aprisa de lo que tú te supones, o mucho me equivoco.
Entretanto, el valeroso cazador se deslizaba, cautelosamente, jardín abajo. Su intención era dar la vuelta di jardín varias veces y luego volver a la casa con el relato de su larga, valerosa e infructuosa busca. Pero un sudor frío le inundaba la frente. ¿Y si el bicho estaba en el jardín, por casualidad? ¿Podría… podría volver a la casa a tiempo? Conservó un ojo en la puerta principal mientras merodeaba por el jardín. Sostenía la escopeta con mucho cuidado. Esperaba que la maldita arma no se le dispararía. Eran cosas muy peligrosas las armas de fuego.
Mientras caminaba cautelosamente, iba componiendo su versión de la aventura. «Creo que atravesé todo el pueblo intentando encontrar a la fiera sin que esta se diera cuenta de mi proximidad… para que no tuviera tiempo de escaparse. Es una decepción muy “amarga” para un cazador de mi envergadura el perder semejante oportunidad. El animal debe de haber “presentido” mi llegada, y se ha largado».
De pronto le sobresaltó un ruido que partía de un matorral que había detrás de él. El matorral estaba entre él y la casa.
Lanzando un grito de terror, echó a correr… hasta el extremo de un caminito.
Allí estaba el invernadero, y el intrépido cazador, que no conocía el significado de la palabra «miedo», se subió al tejado, jadeando, gimiendo y dando pruebas, en su ascensión, de una determinación singular y una carencia absoluta de donaire. Asió el canalillo de desagüe y agitó las piernas sobre el vacío. Intentó alzarse.
Piernas y cuerpo oscilaron como un péndulo. El ruido volvió a oírse entre los matorrales.
Con un gritito trémulo, el cazador de leopardos se subió de una vez al tejado del invernadero. Se sentó y empezó a frotarse los lugares que se había magullado. Se había despellejado las espinillas. Se había dado unos golpes dolorosos en los codos. Creía haberse dislocado los dos tobillos; pero no estaba seguro.
Desde luego se había saltado la piel de las rodillas. Se las examinó con cuidado. Estaba algo sorprendido de encontrarse con que aún tenía la escopeta. La había tirado al tejado antes de emprender la ascensión. Miró, en la oscuridad, en dirección a los matorrales.
—¡Fuera de aquí, bicho! —dijo, con severidad—. ¡Chu…! ¡Chuuu…! ¡Chu!
El bicho se negó a «chuar». Por el contrario, se oyó el sonido de algo que se deslizaba por entre los matorrales. Sonó el chasquido de ramas. Le era posible ver cómo se agitaban las ramas al acercarse el bicho.
—Te dije que te marcharas —chirrió, con histeria, desde el tejado—. ¡Vete! ¡VETE!
Abrió los brazos, como despidiendo a la fiera.
El bicho seguía avanzando.
A lo mejor sería un gato o un perro, pensó el cazador. Y, al pensarlo, renació en su pecho la esperanza.
—¡Psi… psi… psi…! —gritó.
No hubo contestación.
—¡Buen perro! —jadeó entonces—. ¡Ratas…! ¡Gatos! ¡Búscalos! ¡Ven a dar un paseo! ¿Dónde está ese hueso? ¡Perro bonito! ¡Perro bueno!
No hubo contestación.
Algo bastante grande —no un gato ni un perro— tropezó contra el invernadero. ¿Podría ser un burro, o una oveja, o una vaca? Se asomó, con ansiedad, al alero del tejado.
—¡Ji, jo! —rebuznó, y luego baló y mugió—: ¡Baaaa! ¡Muuuuu!
Por toda contestación se oyó, en la oscuridad, un gruñido sordo. Desde luego no era un gato, ni un perro, ni un burro, ni una vaca. Era, indudablemente, un leopardo. Nunca había oído la voz de un leopardo (aunque, si a eso viene, tampoco había visto un leopardo en su vida), pero no cabía la menor duda de que aquella era la voz de un leopardo. Se oyó castañeteo de dientes en la oscuridad. Y no eran los del leopardo. Entonces el hombre empezó a idear planes. Se asomó al alero y emitió un gruñido feroz. El gruñido que contestó al suyo le heló la sangre en las venas.
—¡Oooh! —gimió—. ¡Ay mi madre!
El bicho estaba dando vueltas alrededor del invernadero. El señor Falkner se vio a sí mismo como tal vez estuviera cuando rayara la aurora —un montón de huesos pelados— o… ¿se comerían huesos y todo aquellos bichos? Al pensarlo, las lágrimas rodaron por sus mejillas.
Pronto se dio cuenta de que reinaba un profundo silencio. Quizás el animal se hubiera marchado otra vez. Aguardó durante lo que se le antojó ser horas y horas. Seguía todo en silencio. Con toda seguridad podría deslizarse ya, sigilosamente, hacia la casa. Descolgó un pie cautelosamente. Luego dio un grito. Algo le había asido en la oscuridad. Se desasió de un tirón y se acurrucó en el tejado.
—¡Oooh! —gimió—. ¡Ay mi madre!
La angustia de aquella noche vivirá eternamente en la memoria del cazador de leopardos. El momento más terrible fue aquel en que el leopardo intentó escalar el invernadero.
A veces reinaba el silencio durante tanto tiempo, que el fatigado vigilante casi se quedaba dormido (había renunciado a todo intento de huida); pero, no bien dormitaba, el bicho le despertaba gruñendo, saltando contra la pared, u olfateando amenazador.
El señor Falkner tenía frío y estaba hecho una lástima. Le dolían todos los huesos del cuerpo, y la fiera no le dejaba descansar. Gruñía por un lado del tejado y le obligaba a retirarse al otro. Luego gruñía por el otro y tenía que volver a donde había estado. Muchas veces rasgó el silencio de la noche su gemebundo «¡Ooooh!»
Nunca se había dado cuenta el señor Falkner hasta entonces de lo larga que podía ser una noche. Aquella resultó una eternidad. No se atrevió a encender una cerilla para ver la hora por miedo a que la fiera diera un salto. Pero estaba seguro de que era la noche más larga que había existido. Era un fenómeno. Era como un mes de noches. Pero, por fin, empezó a despuntar la aurora. El señor Falkner, pálido, lleno de ansiedad, desgreñado, se asomó al alero del tejado. No oyó sonido alguno.
Luego vio claramente la cabeza del leopardo.
Luego lo vio… lo vio claramente: la cabeza de un leopardo entre los matorrales. En un arranque de repentino y desesperado valor cogió la escopeta, cerró los ojos y disparó. Y le dio. Por un verdadero milagro, le dio. Le vio rodar entre los matorrales. Luego reinó el silencio. Aguardó. Después de cosa de media hora, descendió cautelosamente del tejado. No se atrevió a acercarse a la pieza cobrada. Había oído relatos terribles de la ferocidad de animales salvajes en el estertor de la agonía.
Se dirigió, silencioso y de puntillas, a la puerta.
Se reunieron todos a la hora del desayuno. Tanto el señor Falkner como Guillermo tenían cara de haberse pasado la noche sin dormir. Pero el señor Falkner, aunque pálido, era el mismo de siempre.
—¿Tuviste suerte? —inquirió el señor Brown.
—Sí —contestó el interpelado, como quien no da importancia a la cosa—. Le encontré en tu jardín por cierto. Me di de manos a boca con él en el camino. Se preparó a saltar. Yo me limité a mirarle… a mirarle nada más. Dio media vuelta y empezó a retirarse, acobardado. Entonces alcé la escopeta y disparé, tal como te dije. Es una cosa sencillísima para un cazador de mi envergadura. Es una suerte que fui yo quien se lo encontró. Encontrarás el cadáver en el jardín.
Todos salieron en tropel. Se hubiera podido observar que el cazador de leopardos se mantenía, modestamente, en la retaguardia.
—Ahí cerca de esos matorrales, si no me equivoco —dijo, dándose importancia.
El señor Brown se acercó a los matorrales y sacó… la piel de leopardo seca de la sala. Había, en efecto, un orificio de bala en la cabeza. El galante y valeroso cazador empezó a farfullar.
—¿Qué…? —inició el señor Brown.
Guillermo, con su expresión de esfinge, se adelantó.
—Me pareció que olía un poco mal; conque la saqué aquí anoche para que le diera un poco de aire, como se hace cuando se está de limpieza.
El valiente cazador seguía mascullando palabras, aturdido.
—Pero… pero si yo lo «oí»… lo…
Guillermo volvió hacia él su inescrutable rostro.
—A lo mejor era a mí a quien oyó usted —dijo—. No podía dormir; conque me levanté y me puse a jugar por el jardín un poco… para poder dormir mejor después, ¿sabe…? El aire fresco y el ejercicio, como usted dice, hacen dormir… Estuve jugando, principalmente, alrededor del invernadero…
El señor Falkner se volvió, rápidamente, hacia el niño; pero el rostro de este carecía de expresión.
—Ah… perdonen un momento —murmuró el hombre.
Y entró en la casa.
El jardinero pasó en aquel instante.
—¿Ha oído usted hablar de que se escapara un leopardo del circo de Offord? —le preguntó el señor Brown.
—No hay ningún circo en Offord —replicó el jardinero, sombrío, siguiendo su camino—. No hay ningún circo en ninguna parte de los alrededores de aquí.
El señor Brown se volvió hacia Guillermo.
—¿Quién te habló de ese leopardo? —preguntó con severidad.
—Pelirrojo —contestó el niño, sin pestañear.
—¿Quién se lo dijo a él?
—No está seguro del todo —contestó Guillermo, en el tono de voz de quien repite una lección—. Se ha olvidado. Cree que tal vez fuera alguien en el pueblo.
—Bueno, pues más vale que vayas al señor Falkner y le digas que sientes mucho haberte equivocado.
Guillermo entró, lentamente, en casa. Pero el señor Falkner se había marchado. Había averiguado que salía, en aquellos momentos, un tren para Londres y se había ido en él. Había dejado una nota diciendo que le habían llamado urgentemente de Londres y que si tendrían la amabilidad de mandarle su equipaje.
—¡Caramba! ¡Qué lástima! —murmuró el señor Brown, con la misma cara que si hubiera descubierto, repentinamente, el elixir de la juventud eterna—. No puedes pedirle perdón después de todo. Guillermo. Bueno, no te preocupes por eso.
Le metió media corona (moneda de dos chelines y medio) en la mano al niño y se fue, con el rostro iluminado por una seráfica sonrisa.
Dos horas más tarde. Los Proscritos estaban sentados en el suelo de su querido cobertizo. En medio había grandes bolsas de papel llenas de caramelos, regaliz, azúcar de cebada y puros de chocolate. La media corona se había empleado bien. Los Proscritos mascaban, felices.
—¿Qué clase de ruido hiciste? —preguntaba Pelirrojo, exhalando una nube imaginaria de humo después de chupar su puro de chocolate.
Guillermo emitió un gruñido espantoso.
—Y… ¿qué dijo él?
—¡Ooooh! ¡Ay mi madre!
Fue una excelente imitación del trémulo gemido del cazador de leopardos.
—Y… ¿qué hizo?
Guillermo se puso en pie.
—Venid a nuestro invernadero y os lo enseñaré. Pelirrojo puede hacer que soy yo y gruñir, y yo haré lo que hacía el señor Falkner. Vamos.
Recogieron las bolsas y se fueron, contentos, con su caudillo.