—¿Qué vamos a hacer esta tarde? —preguntó Guillermo a sus íntimos los Proscritos.
Les parecía que, en cuanto a la mañana se refería, habían agotado, poco más o menos, los recursos del Universo. Habían pescado en el estanque con alfileres doblados, que iban sujetos a un cordel, que iba atado, a su vez, a la punta de un palo. Y habían pescado una infinita variedad de algas y una lata de sardinas. Douglas aseguraba haber cogido un pez que escapó antes de que se pudiera sacar el cordel del agua; pero su afirmación fue recibida con abierta incredulidad por sus compañeros.
—Y bastante grande, además —afirmó Douglas, siguiendo, inconscientemente, el ejemplo de sus mayores en el arte de la pesca.
—Sí, sí —dijo Guillermo, con sarcasmo—; tan grande que ninguno de nosotros pudo «verlo». Si era tan grande como dices, ¿por qué no nos avisaste para que pudiéramos verlo?
—No quería espantarlo —contestó Douglas, indignado. Luego, en leve emulación del sarcasmo de Guillermo—: ¡Mira que no saber tú eso! ¡Mira que no saber tú que los peces se espantan si anda uno gritando y aullando…! No me extraña que tú sólo pesques latas vacías y cosas así que no pueden oírte gritar y aullar. Seguramente todos los peces en muchas leguas a la redonda tienen dolor de cabeza de lo mucho que has estado gritando y aullando. Y sé muy bien que el pez que yo cogí hacía cara de tener dolor de cabeza.
Guillermo se quedó algo parado ante aquello; pero no tardó en rehacerse.
—Sí; con toda seguridad parecería muy raro el que tú cogiste. Estoy seguro de que «si cogiste» un pez, sería la mar de raro.
—¿Dices tú que «no» cogí un pez? —preguntó Douglas, furioso, encarándose con Guillermo y alzando los puños.
—Digo que nadie «vio» tu pez y que debieras de pedirle a tu madre que te comprase unos lentes para que puedas «ver» cuál «es» un pez y cuál imaginación tuya.
Pelirrojo y Enrique se sentaron en el suelo a contemplar la pelea. No duró mucho, porque Douglas perdió el equilibrio a los pocos momentos y se cayó en el estanque, de donde le sacó Guillermo. La emoción del acto amortiguó el recuerdo de la legada «pesca» de Douglas.
A continuación; Enrique creyó ver un conejo en la linde del bosque; conque los Proscritos invadieron el bosque en masa, con «Jumble», el perro de raza indeterminada, propiedad de Guillermo, a la cabeza. «Jumble» cazó conejos imaginarios dando aullidos, ladridos y carreras inútiles, y los Proscritos le animaron con alaridos y gritos de: «¡Muy bien; “Jumble”! ¡Sácale!» «Jumble» cogió y descuartizó una hoja después de perseguirla, con loca excitación, de árbol en árbol en la brisa; jugó con un macizo de hongos, se pinchó el hocico con un acebo y se retiró a desafiarlo a ladridos desde una distancia prudencial.
Cansándose de la caza de conejos, los Proscritos se dedicaron a subirse a los árboles, y cuando Pelirrojo se hubo roto la chaqueta y Enrique el pantalón en sus esfuerzos por alcanzar alturas peligrosas, abandonaron la ocupación. Se siguieron las «huellas» unos a otros con mucha ostentación de sigilo y ruidosas órdenes de «¡Silencio!», arrastrándose, de bruces, por entre la maleza, susurrando sibilantes cuchicheos, pisando ramas, que daban ruidosos chasquidos, y lanzando exclamaciones. Por fin les persiguió nuevamente, hasta la carretera, un guardabosque furioso y consiguieron que les dejara montar en su carro un trabajador del campo que era de carácter bondadoso y al que le resultó simpático el aspecto atrevido de los Proscritos.
Guillermo, embriagado de dicha, empuñó las riendas y muy poco le faltó para volcar el carro en la cuneta. Y Pelirrojo, mientras hacía experimentos para ver hasta qué punto podía echarse hacia atrás sin peligro, perdió el equilibrio y dio con sus huesos en la carretera. Volvió a subir al carro alegremente, ileso, aun cuando algo desgreñado.
Una vez en el pueblo, se apearon; expresaron ruidosamente su agradecimiento y se dirigieron al cobertizo abandonado que era teatro de la mayoría de sus actividades.
Allí celebraron un concurso de tiros con arcos y flechas de fabricación casera. Después de haber roto, accidentalmente, la ventana de una casa vecina, huyeron al otro extremo del pueblo, donde estuvieron viendo cómo herraba el herrero un caballo. A Pelirrojo, con gran alegría suya, le permitieron tener el martillo en la mano unos instantes. Esto le hizo algo soberbio y la forma en que, subsecuentemente, se puso a jactarse del honor que se le había hecho molestó tanto a los demás Proscritos, que le metieron en la cuneta y» se sentaron todos encima de él hasta que prometió, todo lo mejor que pudo, con la boca llena de barro, no mencionarlo más.
Había sido, en conjunto, una mañana la mar de satisfactoria. Apenas podía esperarse una tarde igual; pero los Proscritos eran notoriamente optimistas.
—¿Qué vamos a hacer esta tarde? —repitió Guillermo.
Una expresión de desaliento apareció en el rostro de Pelirrojo.
—Tengo que quedarme en casa —dijo, melancólico.
—¿Por qué? —inquirieron los Proscritos.
—Porque viene a parar con nosotros una tía. No va a venir hasta la hora del té; pero dicen que quieren que me vea limpio; conque tengo que quedarme en casa toda la tarde.
Hubo un murmullo de indignación contra tan inhumana crueldad.
—Las personas mayores son así —murmuró Guillermo con amargura.
—¿Qué tal es tu tía? —preguntó Enrique, con interés—. ¿Es de las que acostumbran a dar buenas propinas?
Los Proscritos siempre se repartían las propinas y, por lo tanto, a cada uno de ellos le interesaban las visitas de los parientes de sus compañeros.
—Nunca la he visto —dijo Pelirrojo, desconsolado—. No sé cómo será.
—Es seguro que será insoportable —afirmó Douglas.
—Pero eso no nos importa con tal de que te dé una propina decente —agregó Enrique.
—¡Claro que no! —exclamó Pelirrojo, con amargura—. A «vosotros» no os importa. «Vosotros» no tenéis que estaros sentados toda la tarde, limpios, sin hacer nada. ¡Claro que no os importa!
—A lo mejor es simpática —dijo Guillermo, aunque no muy convencido.
—Sí, claro… ¡a lo mejor! —asintió Pelirrojo, con mayor amargura aún—. Es muy fácil para «vosotros» hablar, ¿verdad? A «vosotros» no os importa. ¡Quiá! Y a lo mejor es simpática. Sí, sí… también diríais eso si fuese una tía «vuestra» la que fuera a venir y si fuerais «vosotros» los que tuvieseis que estar sentados limpios toda la tarde, ¿verdad?
Cuando se exasperaba, Pelirrojo sabía imitar el sarcasmo de Guillermo bastante bien.
La tarde transcurrió con felicidad. Guillermo, Douglas y Enrique se dedicaron a ensayar echarle el lazo a «Jumble» en el jardín de casa de Guillermo. A «Jumble» le divertía enormemente el juego. El lazo nunca le cogía a él; pero él cogía con frecuencia el lazo y se distraía mordiéndolo. Sin embargo, cuando por equivocación echaron los Proscritos el lazo a un tiesto y rompieron con él los vidrios del marco en que se cultivaban pepinos, los Proscritos abandonaron cautelosamente las adyacencias de casa de Guillermo y se pasaron el resto de la tarde usando como tobogán una pila de heno que había en uno de los prados del labrador Jenks, haciendo caer una cantidad bastante considerable de heno cada vez que resbalaban por él. A intervalos, se acordaban de Pelirrojo, que estaría sentado, solitario, limpio y aburrido, en la sala de su casa aguardando la llegada de la tía.
—¡Pobre Pelirrojo! —exclamó Enrique, descendiendo del montón de heno, de golpe.
—Tal vez haya llegado, «ella» ya —dijo Douglas.
—Ojalá sea rica —murmuró Guillermo, alegremente.
—Vayamos a verle —propuso Enrique.
La idea gustó a los Proscritos y salieron inmediatamente en dirección a la casa de Pelirrojo.
Empezaba a anochecer cuando llegaron a ella, se deslizaron cautelosamente hacia la parte de atrás de la casa, a donde sabían que daba la ventana de la sala de Pelirrojo. Allí, acurrucados entre la hiedra, atisbaron por la iluminada ventana.
Vieron a Pelirrojo, vestido de punta en blanco, desconocido por la sorprendente limpieza de su rostro y de su cuello, y sentado en una silla frente a la ventana. Lo primero que observaron fue que no tenía cara de aburrido. Por el contrario, su semblante reflejaba la más viva satisfacción, aun cuando todavía no había visto a sus amigos…
Luego la mirada de los Proscritos se dirigió a la tía de Pelirrojo. Estaba sentada delante del fuego. Los Proscritos se la quedaron mirando boquiabiertos y con los ojos como platos. Aplastaron las narices contra la ventana. Porque la tía de Pelirrojo era joven y muy hermosa.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo, en éxtasis.
Pelirrojo se encontró inesperadamente popular al día siguiente.
—¡Hola, Pelirrojo!
—¡Buenos días, Pelirrojo!
—¿Cómo está tu tía, Pelirrojo?
Al principio, el interpelado creyó que aquella pregunta era sarcástica. Luego se dio cuenta, con sorpresa, que nada tenía de tal.
—Muy bien —contestó, lacónicamente—; es mucho mejor de lo que yo creía que iba a ser.
—¡Mejor de lo que tú creíste que iba a ser…! —repitió Guillermo, con severidad—. Te prohíbo que hables de esa manera de ella. No te la «mereces», eso es lo que pasa. No «mereces» una tía como ella. No…
—Tú no sabes una palabra de ella —dijo Pelirrojo, asombrado e indignado.
—Conque «no», ¿eh? Te apuesto a que «sí». Apuesto a que sé todo lo que hay que saber de ella. Apuesto a que sé que es hermosa y buena y… y… buena, y… y… hermosa…
—¡Eh! —le interrumpió Pelirrojo, amenazador—. ¿Qué estás hablando? No es tía tuya; es mía.
—Me peleo por ella contigo —dijo Guillermo.
—Bueno —asintió Pelirrojo, quitándose la chaqueta.
Pelearon y ganó Guillermo.
—Ahora es mi tía —anunció Guillermo, poniéndose la chaqueta y tocándose, con cuidado y orgullo, un ojo que se le iba hinchando rápidamente.
—Bueno, puedes llamarla tu tía —dijo Pelirrojo—. Pero sigue siendo la hermana de mi padre.
—Pero… ¡si te la he ganado peleando! —exclamó Guillermo, indignado.
—Ya lo sé. Ya dije que era tía tuya; pero si quieres que sea hermana de mi padre, tendrás que decirle a tu padre que se pelee con el mío por ella. Y, aun así, no veo…
—Que sea tía de todos —sugirió Douglas, pacíficamente.
—Es su cumpleaños la semana que viene —agregó Pelirrojo—; y aún estará con nosotros.
—¡Oíd! —exclamó Guillermo, como asaltado por una súbita idea—: ¿por qué no preparamos una fiesta para ella?
—¡Troncho! —murmuraron los Proscritos—. ¡Es verdad!
—¿Qué haremos? —inquirió Enrique, alegremente—. ¿Una merienda?
—No —contestó Guillermo—; los únicos sitios decentes que hay para merendar están vedados, y con toda seguridad ella no podrá correr tan aprisa como nosotros si viene alguien.
—Podríamos representar algo —dijo Douglas.
—No os olvidéis que es mi tía —advirtió Pelirrojo, con orgullo. Luego, encontrándose con la mirada de su jefe, rectificó—: Quiero decir la tía de Guillermo… La tía de Guillermo y hermana de mi padre.
—¿Qué representaremos? —preguntó Enrique.
—Cualquier cosa. Es la mar de fácil el hacer representaciones. No hay más que inventar algo o sacar algo de un libro.
—Para eso hay que estudiar —murmuró Pelirrojo, con desaliento—. Es como ir a clase. Igual da estudiar historia o geografía que aprenderse un papel.
—No necesitamos aprenderlo —aseguró Douglas—. Podemos irlo inventando al hacer la representación.
—Sí; ya sabéis lo que pasa con eso —dijo Pelirrojo, con severidad—. Debierais saberlo, por lo menos, porque ya lo hemos hecho. Uno no sabe qué decir cuando llega el momento, u otro dice lo que uno quería decir y nos interrumpimos. No será una fiesta de cumpleaños muy agradable para mi tía. Quiero decir para la tía de Guillermo y hermana de mi padre.
—Bueno, pues hagamos una representación muda —dijo Douglas—; hagamos las cosas sin hablar. Podemos mover los brazos y las piernas y cosas así, y…
Se interrumpió. Los Proscritos estaban mirando a Guillermo. En el rostro de Guillermo empezaba a dibujarse una expresión que aquellos que le conocían reconocían como inspiración. Por fin habló.
—¡Ya está! —dijo—. «¡Figuras de cera!»
—¡Troncho! —corearon los Proscritos, encantados—. «¡Figuras de cera!»
—¿Qué hacemos? —inquirió Enrique—. ¿Gente de la Historia?
—Si sabes bastante historia para representarla, puedes serlo —contestó Guillermo, con desdén.
—Bueno, pues podríamos hacer de alguien que fuera asesinado o ahorcado o algo así. Sería la mar de emocionante.
—Bueno, y… ¿quién fue asesinado o ahorcado?
—Ah… Enrique VIII.
—¡Qué había de ser! Ese es el que tuvo siete mujeres.
—Te estás haciendo un lío. Ese era otro.
—El que se hace un lío eres tú. Fue Enrique VIII.
—Sea como fuere, no somos bastantes para hacer de Enrique VIII y de sus siete mujeres.
—Sí que lo somos. Uno podría ser Enrique VIII y otro podría ser las siete mujeres. Podríamos ponerle una etiqueta colgando del cuello que dijera: «Siete mujeres».
—Pero no «vamos» a hacerlo. Preferimos hacer de alguien que fuera asesinado de alguna manera.
—Bueno, pues que Enrique VIII asesine a sus siete mujeres.
—¿Querrás «callarte» con Enrique VIII? ¿Quién fue «asesinado» en la historia?
—Carlos no sé cuántos.
—Carlos I… Lo dimos en clase la semana pasada. Le cortaron la cabeza de un hachazo y dijo que sentía tardar tanto en morirse de ello y hacer esperar a la gente.
—La horca sería más fácil para una figura de cera —dijo Guillermo, pensativo—, porque no habría necesidad de que se le quitara la cabeza. No tendría más que soltar un gemido y cerrar los ojos… Sí; haremos el que tú dijiste ahorcado, primero. Tendremos que conseguir un trozo de cordel en algún sitio para eso y tenemos en casa, no sé dónde, una corona que usó Ethel una vez. No tendremos más que ensayarlo un poco.-Pelirrojo, tú puedes ser el que dijiste, el hombre, ¿sabes?, con corona y una bata… o un impermeable, o algo… y Douglas puede ser el guardia con un trozo de cordel para ahorcarle. Bueno; ya tenemos «uno». Tendremos que ensayar el movernos como muñecos nada más. Más vale que no tengamos más historia. A lo mejor no le Interesa mucho la historia. Parecía… la mar de simpática.
—Bueno y… ¿qué haremos después?
—Algo cómico. Una imitación de los andares del general Moult. Yo sé hacerlo.
La verdad era que Guillermo sabía imitar a la perfección el medio salto media corrida que era la forma normal de andar del general Moult.
—Eso debiera de hacerle reír —agregó.
—Y… ¿qué más haremos? —preguntó Douglas—. No es gran cosa hasta ahora.
—Mira, no podemos arreglar toda una representación de «golpe» —dijo Guillermo, con severidad—. Tenemos que «pensar» un poco.
Hubo un breve silencio preñado de esfuerzos mentales. Luego dijo Pelirrojo:
—Ya sé. Podemos hacer Dick Turpin asaltando un coche. Yo tengo una pistola y unos pistones.
—Y podríamos pedir prestada una carretilla para que hiciera de coche —sugirió Douglas, excitado.
—Enrique puede ser Dick Turpin —dijo Guillermo—. Douglas su caballo, y Pelirrojo ir en la carretilla… Yo la empujaré. Y yo hablaré todo lo que haya que hablar en todo.
—¿Qué más haremos? —volvió a preguntar Douglas.
—Con eso ya tenemos bastante para ir ensayando —afirmó Guillermo—; ya se nos irán ocurriendo más cosas.
Se empezaron a hacer ensayos, diariamente, en el cobertizo.
La madre de Guillermo se dio cuenta, vagamente, de que la vida parecía muy apacible; pero daba la casualidad de que estaba muy ocupada ella también y no tenía tiempo para preguntarse qué estaría haciendo Guillermo. Había ingresado en la Sociedad de la Nueva Era. La Sociedad de la Nueva Era existió principalmente para educar al pueblo y para atraer a oradores de Londres que hablaran de asuntos de los que el pueblo no sabía una palabra ni antes ni después de las conferencias. La Sociedad quería que el pueblo estuviera «al tanto» de lo que ocurría en el mundo; pero la verdad era que la mayor parte de los que asistían a las conferencias salían con la cabeza como un globo y menos «al tanto» que cuando habían entrado. El tópico de la conferencia aquel mes era «Egiptología»; y, en ausencia de la secretaria, la señora Brown, madre de Guillermo, y la señora Flowerdew, madre de Pelirrojo, se habían encargado de los preparativos necesarios.
La señora Brown sentía un alivio enorme al ver que Guillermo se había vuelto de repente, al parecer, tan pacífico.
En los intervalos que les dejaban libres el ahorcar a Carlos I y asaltar la diligencia con extraños movimientos espasmódicos expuestos por Guillermo, los Proscritos seguían los pasos de la tía de Pelirrojo. La perseguían en masa con miradas lánguidas y ramos de flores silvestres que, por regla general, languidecían también. Y, cosa rara, a la señorita Flowerdew le gustaba. Recibía los ramos de flores con efusivas gracias. Escuchaba con la emoción debida sus relatos de aventuras; fue con «Jumble» al cobertizo a cazar ratas («Jumble» estaba excitadísimo; pero las únicas piezas que cobró fueron unas cuantas moscas). Le dijeron que estaban preparándole una sorpresa para su cumpleaños y ella recibió la noticia encantada.
—No vamos a decirle a usted de qué se trata —dijo Guillermo—; pero será en el cobertizo, a las cuatro y media, y puede usted llevar los amigos que quiera, gratis.
—¡Qué bien! —dijo la señorita Flowerdew—. No sé cómo voy a poder esperar hasta entonces. Estoy segura de que será la mar de emocionante.
—¡Ah, sí! ¡Va a ser una función la mar de buena! —aseguró Guillermo.
Durante la semana agregaron a su repertorio: «El descubrimiento de América por Cristóbal Colón» y «Jonás y la ballena». Guillermo era Colón, y Enrique, Douglas y Pelirrojo echados en el suelo uno al lado del otro, eran América.
La representación muda y espasmódica de Guillermo, haciendo que buscaba América, clavando la mirada en la lejanía y buscando en el suelo cerca de sus pies hasta dar, por fin, con los tres cuerpos tendidos y dejarse caer pesadamente sobre ellos, fue considerada magnífica por sus compañeros.
Guillermo hacía la presentación de los números, es decir, hacía de director de escena y de actor a la par. En su papel de Colón llevaba un uniforme de explorador y una chistera vieja de su padre, para prestar distinción al conjunto. En su carácter de Jonás usaba (apropiadamente) un impermeable e (inapropiadamente) un gorro viejo de tocador, de su hermana, sacado de la bolsa de retales. Se le antojaba que el gorro daba cierto sabor bíblico a la escena.
Enrique, Pelirrojo y Douglas eran la ballena. El acto de tragarse a Jonás casi era digno del «ballet» ruso (lleno de drama, movimiento y realismo). Luego la ballena, tumbada encima de Jonás, emitía profundos gemidos, y Jonás surgía por fin de nuevo completamente fresco y animoso con su gorro de tocador y su impermeable, y se alejaba a nado mientras la ballena seguía gimiendo sonoramente…
—¡Va a resultar una función estupenda! —le dijo Guillermo, entusiasmado, a la señorita Flowerdew, después de un ensayo largo y enérgico.
—¡Qué contratiempo! —exclamó la joven—. Acabo de descubrir que lo haréis el mismo día de la conferencia de la Nueva Era; pero yo no asistiré a la conferencia.
—¡Claro! ¡No sabe usted lo bueno que va a sor lo nuestro! Lo sentirá una barbaridad si no viene y, además, lo vamos a hacer todo en honor de usted.
—¡Oh, no faltaré! De eso podéis estar seguros.
La señora Brown y la señora Flowerdew lo habían preparado todo para la conferencia de la Sociedad Nueva Era; todo menos decidir en qué lugar había de celebrarse. Había dos locales en el pueblo: la Sala de la Parroquia y el Salón del Pueblo, y no se habían puesto aún de acuerdo sobre cuál de los dos resultaría más adecuado para el acto. Esta parte de los preparativos quedó finalmente, encomendada a la señora Flowerdew. La señora Brown había contratado, como orador, a un tal profesor Smith.
El día de la conferencia, que era también el día del cumpleaños de la señorita Flowerdew y de la función de las figuras de cera, llegó por fin.
—Aún no sé en qué local ha de ser —dijo, desesperada, la señora Brown a la hora del desayuno—. Ya podía la señora Flowerdew mandarme recado.
Guillermo estaba demasiado enfrascado en sus propios pensamientos y planes para escuchar las palabras de su madre. Salió al jardín, moviendo los brazos con elocuentes gestos y murmurando: «Y ahora, señoras y caballeros, permítanme que les presente al rey Carlos en el momento de ser ahorcado en la Torre de Londres por un policía, como era en los tiempos antiguos… de aspecto natural y como si estuviera “vivo”… Señoras y caballeros, tengan la bondad de observar cómo le ata el policía la cuerda al cuello…»
Le interrumpió un joven alto y pálido que entró y le preguntó:
—¿Eres tú el niño de la señora Brown?
—Sí —contestó el muchacho, desabrido.
—Bueno, pues la señora Flowerdew dice que la Sala de la Parroquia —murmuró el joven.
Y se marchó apresuradamente.
El joven no articuló con mucha claridad y Guillermo estaba obsesionado por la «señorita Flowerdew». En realidad, a Guillermo rara vez se le ocurría pensar en la madre de Pelirrojo bajo el nombre de «señora Flowerdew». Para él no era más que «la madre de Pelirrojo». Además, estaba pensando en su función.
Guillermo se dirigió al cobertizo en que estaban reunidos los actores.
—¿Sabéis una cosa? —dijo, dándose importancia—. Debe haber invitado a una barbaridad de amistades. Acabo de recibir un recado de ella diciéndome que hemos de dar la función en la Sala de la Parroquia y no en el cobertizo. Debe haber invitado a «la mar» de gente para que venga a vernos.
—¡Troncho! —exclamaron los Proscritos, halagados en su vanidad.
Se pusieron a ensayar con más energía que nunca.
Dieron las cuatro y media. La Sala de la Parroquia estaba ocupada por completo por un grupo de gente del pueblo, con cara de abatimiento, reunido por los activos miembros de la Sociedad Nueva Era. El pueblo tenía menos ganas de que le educaran que la Sociedad de educarle. El orador había llegado y comido con el cura protestante de la parroquia. Aún charlaban los dos, animadamente, en la residencia del clérigo. Estaban discutiendo la moral de la generación joven.
—¡Es terrible! —suspiró el señor Monks, pastor protestante—. El niño moderno carece por completo de esas cualidades de sensibilidad, humildad y reverencia que acostumbraba uno a asociar con la infancia. Hay un niño en este mismo pueblo… un niño llamado Guillermo Brown…
Se estremeció, como si recordara cosas dolorosas.
—Oiga —dijo el profesor Smith—: es cerca de la media. ¿Debiéramos…?
—Sólo se tarda un minuto justo, atajando por el prado —dijo el pastor—; les daremos tiempo a que se vayan acomodando. Nunca son puntuales.
Y siguió hablando, con profundo sentimiento, del niño llamado Guillermo Brown.
Los Proscritos llegaron a la Sala de la Parroquia y entraron por la puerta situada detrás de la plataforma.
—¡Ahí va! —susurró Pelirrojo, emocionado—. Está «lleno». Debe haber invitado a «la mar» de gente.
—Yo no la veo, ¿y vosotros? —dijo Guillermo.
—No; pero como hay tanta gente…
—Bueno, pues más vale que no los hagamos esperar —murmuró Guillermo, dándose importancia.
Y los Proscritos aparecieron en escena.
Una exclamación, mezcla de horror, de sorpresa y de excitación se oyó entre el auditorio.
Los Proscritos llevaban puesta la ropa que necesitarían para la función de figuras de cera. Guillermo lucía su chistera y su uniforme de explorador. Douglas iba caracterizado para su escena de policía con su bata y una cesta a la cabeza. Pelirrojo, preparado para desempeñar el papel de Carlos I, llevaba una corona de oropel y una camisa de su padre. Y Enrique, como salteador de caminos, llevaba un antifaz de fabricación casera y un guardapolvo manchado de pintura, excesivamente grande para él: propiedad de su padre, que aún lo creía colgado en el estudio.
Guillermo paseó la mirada por el paralizado auditorio.
—Señoras y caballeros —empezó a decir—: Esta es una exhibición de figuras de cera, por el cumpleaños de ella y yo soy el que habla. La primera figura de cera soy yo. No estoy vestido para representarla, pero pueden ustedes imaginar que me ven con un gabán luego y tengo todo eso puesto para representar a Cristóbal Colón y no tengo tiempo para cambiarme todas las veces. Señoras y caballeros: esta es la única exhibición de figuras de cera de su clase en el mundo. Ahora vamos a empezar, y si tienen la bondad de mirar bien, este es el general Moult andando por la calle al natural y como si estuviese vivo. Esta es la figura de cera número uno, señoras y caballeros. Este es el general Moult andando. Tengan la bondad de mirar todos al general Moult andando.
—Señoras y caballeros: esta es la única exhibición de figuras de cera…
En la segunda fila estaba la señora Brown.
Guillermo imitó el paso afectado y muy conocido de todo el pueblo, y cruzó el escenario lenta y espasmódicamente. Se había roto el encanto. La sala estaba poblada de murmullos de consternación y regocijo, predominando esto último. En la segunda fila se hallaba sentada la señora Brown, su mirada, llena de horror, clavada en su hijo. En la tercera, el general tenía el rostro congestionado de ira y los ojos desorbitados. Un grupo de muchachos del pueblo, sentados en la parte de atrás de la sala y a los que se había llevado de mala gana a escuchar la conferencia sobre egiptología, empezaron a soltar una ovación. Guillermo hizo una reverencia, lleno de satisfacción.
—Señoras y caballeros —continuó—: nuestra segunda figura de cera es…
—¡Troncho! —susurró Pelirrojo, mirando hacia la puerta que había detrás del escenario—. El pastor viene con un hombre… va a venir directamente al escenario… Lo va a echar todo a perder.
—¡Qué ha de echar a perder! —dijo Guillermo, con firmeza—. Esta función es nuestra, y…
No cabía la menor duda de que el pastor y el otro hombre subían al escenario. Guillermo, con una presencia de ánimo sorprendente, se mostró a la altura de las circunstancias.
—Señoras y caballeros: nuestra siguiente figura de cera es el señor Monks subiendo al escenario. Tengan la bondad de fijarse en el señor Monks subiendo al escenario.
La sala estaba llena de murmullos de excitación. Se vio aparecer en escena la figura del pastor protestante, como obedeciendo a las órdenes del niño, y hablarle.
Los murmullos de la sala eran demasiado numerosos para que pudiera oírse lo que el pastor le decía a Guillermo. Todo el mundo hablaba, excitado. El general Moult había recobrado la voz y gritaba:
—¡Impertinencia! ¡Qué impertinencia! ¡Se lo diré a su padre! ¡Maldita sea su impertinencia! Digo que maldita…
La señora Brown no tenía fuerzas ni para intervenir. No hacía más que mirar a Guillermo con mirada impotente y fascinada. Por encima de aquella Babel se oyó la voz estridente de Guillermo:
—Figura de cera número «tres», señoras y caballeros. El señor Monks hablando. El señor Monks hablándome a mí. Tengan la bondad de fijarse en el señor Monks hablándome a mí, «señoras y caballeros»… con naturalidad y como si fuese de verdad.
Los muchachos sentados en la parte de atrás de la sala aplaudieron frenéticamente. Guillermo hizo una reverencia. El pastor perdió los estribos. Golpeó la palma de su mano izquierda con su puño derecho mientras protestaba. Guillermo imitó su gesto.
—Figura de cera número cinco, señoras y caballeros —gritó—, el señor Monks haciendo esto. Tengan la bondad de fijarse en el señor Monks haciendo esto… con naturalidad y como si fuera de verdad.
El señor Monks cogió a Guillermo por el cuello.
—Figura de cera número «cinco» —gritó Guillermo, roncamente—. El señor Monks y yo a punto de pelearnos.
El público había decidido ya cómo tomar la cosa. Se retorcía de risa. Los muchachos de atrás aplaudían y golpeaban con los pies. El pastor, que tenía en mucho su dignidad, se retiró apresuradamente.
—Ahora —dijo Guillermo, que estaba un poco desconcertado por el contratiempo— vamos a ver al rey Carlos descubrir América. Quiero decir al revés. Señoras y caballeros, si tienen la bondad de fijarse…
El pastor y el profesor Smith le estaban interrumpiendo de nuevo. Guillermo se volvió hacia ellos con severidad, sin intentar ya salvar la situación.
—Todos le agradeceríamos —dijo, indignado— que tuviera usted la amabilidad de «dejar» de subir aquí a interrumpir. Esta es una fiesta para celebrar un cumpleaños y toda esa gente ha venido ex profeso a ver las figuras de cera y usted no hace más que venir y «estropearlo» todo. Si quieren verlo, les agradeceríamos que bajaran y se pusieran con los demás que están viéndolo en lugar de subir aquí a interrumpir…
El pastor estaba mudo de ira. El profesor Smith miraba la singular vestimenta de Guillermo con aturdido horror.
—Pero si yo he venido aquí… —empezó.
—Ha venido usted aquí a celebrar un cumpleaños —le interrumpió el niño, con severidad—, si es que se le ha invitado. Y, si «no» se le ha invitado, le agradeceremos que tenga la «bondad» de irse a la casa en lugar de quedarse aquí a interrumpir. Señoras y caballeros, ¿tienen la bondad de observar…?
La señora Brown decidió aliviar la tensión sufriendo un ataque de histeria, y de pronto se rompió el encanto que tenía inmovilizados a los miembros del comité de la Sociedad Nueva Era. Subieron al escenario y rodearon a Guillermo, explicando, protestando, colmándole de reproches…
—Pero… ¡si ella dijo que viniéramos aquí…! —protestó Guillermo—. Es una fiesta dada en honor suyo por ser hoy su cumpleaños. Todos estos son amigos suyos. Es una «fiesta». Y todos ustedes la han «estropeado», interrumpiendo.
Por fin se le convenció de la ausencia de la señorita Flowerdew y de su equivocación. Pero seguía dolorido y quejoso.
—Señoras y caballeros —dijo al público, con gran dignidad—. Esta función de figuras de cera, cuyo principio han visto ustedes, se continuará en el cobertizo abandonado al otro lado del prado. —Tuvo una buena inspiración—. La otra parte es la mar de buena… mejor que la parte que han visto, y la entrada es gratis para todo el mundo que pague medio penique.
Luego, con gran dignidad, condujo a todos los actores al cobertizo, en el que la señorita Flowerdew se hallaba sentada cómodamente, aguardando con paciencia.
En la sala de la Parroquia, el público se arrellanó en sus asientos con un suspiro audible. La señora Brown, viendo que todo había pasado ya, salió de su ataque. El general Moult dejó de gritar y se puso a gruñir sordamente. El comité de la Sociedad Nueva Era bajó del escenario y ocupó su puesto en el auditorio. El pastor protestante, débil y pálido, ocupó la presidencia. El profesor Smith se alisó el cabello, bebió un sorbo de agua y empezó a hablar:
—Señoras y caballeros… la primera vez que se menciona Egipto en la Biblia, se hace bajo el nombre de Mizraim, cuya palabra, probablemente, es una forma plural, que demuestra que se consideraban como distintos el Egipto Superior y el Inferior. Los principales objetos de cultivo en Egipto son: trigo, cebada, maíz, guisantes, habas, lentejas, alfalfa, arroz, azúcar, etc. El filósofo D. I. Taylor opina que el alfabeto egipcio, aunque incompleto, es uno de los más antiguos conocidos; aun en la época de las dinastías décimoprimera y décimosegunda, la escritura jeroglífica era un venerable sistema de vasta antigüedad…
La sala estaba alumbrada muy débilmente; pero el profesor Smith empezó a concebir la vaga sospecha de que su público estaba disminuyendo misteriosamente.
Tenía razón. Figuras confusas iban saliendo sigilosamente del local y dirigíanse, en furtiva procesión, hacia el cobertizo abandonado, que se alzaba al otro lado del prado…