EL DESHOLLINADOR

Guillermo y el deshollinador simpatizaron inmediatamente.

A Guillermo le gustó el colorido del deshollinador y a este le gustó la conversación de Guillermo. El niño miraba al hombre como a un personaje de orden superior.

—¿No le «importó» a su madre que fuera usted deshollinador? —preguntó, maravillado, al desatar el hombre los cepillos.

—Nooo —contestó el interpelado lenta y pensativamente—; no dijo nada, por lo menos.

—No necesitará usted un socio, ¿verdad? No me importaría ser deshollinador. Iría a vivir con usted y le acompañaría todos los días a hacer la ronda.

—Gracias; pero tal vez tu papá diga algo a eso.

Guillermo rio amarga y desdeñosamente.

—Ah, sí; «ellos» armarían jaleo. «Ellos» arman jaleo si llevo un poco de barro en las botas. ¡Como si la alfombra de la sala importara! ¿Tiene usted niños?

—Sí; tres.

—Supongo que «ellos» serán todos deshollinadores —murmuró Guillermo, sombrío, pensando que se iba haciendo excesiva la competencia.

—¡«Salga» de ese cuarto, señorito Guillermo! —gritó la cocinera, que, en ausencia de los padres del niño, daba muestras de un interés por él, que Guillermo consideraba muy poco justificado.

El niño sacó la lengua en dirección a la voz. Por lo demás, hizo caso omiso de ella.

—Había tenido intenciones de ser bandido —prosiguió Guillermo—; pero me parece que prefiero ser deshollinador. O podría ser deshollinador primero y, luego, bandido.

—¡Salga de esa «habitación», señorito Guillermo! —gritó la cocinera.

Guillermo fingió estar sordo.

—Me gustaría ser deshollinador, bandido, detective, soldado y unas cuantas cosas más. Yo creo que será mejor que sea un año cada una de esas cosas, para tener tiempo para todas.

—¡Hum! —murmuró el deshollinador—. No deja de ser una solución.

La cocinera apareció en la puerta.

—¿No me oyó usted decirle que «saliera» de este cuarto, señorito Guillermo? —inquirió, con combatividad.

—No puede usted esperar que la oiga cuando anda dando gritos por la cocina —contestó el niño—. Yo sólo la he oído «gritar».

—Bueno; pues salga de este cuarto.

—¿Cómo quiere usted que sepa cómo se hace si no me quedo a verlo? ¿De qué sirve que vaya yo a ser deshollinador si no sé cómo se hace?

—¿De qué sirve que haya yo tapado todos los muebles si va usted a quedarse aquí y ponerse más negro que el betún? ¿Va usted a salir?

—No —exclamó Guillermo, exasperado—; «tengo» que quedarme a aprender. El que yo me quede a ver cómo trabaja el deshollinador es igual que el que Roberto vaya a la escuela. ¿De qué «servirá» que sea yo deshollinador si no aprendo a serlo? La gente no me pagaría, con toda seguridad, si no supiese hacerlo. Y «entonces», ¿qué haría yo?

—Está bien, señorito Guillermo —dijo la cocinera con traidora dulzura—; le diré a su papá, cuando venga, que se quedó usted aquí con el deshollinador a pesar de que su mamá había dicho que no lo hiciera.

Guillermo reconsideró aquel aspecto.

—Está bien, Crabbie —dijo, de mala gana—. Y Dios quiera que «estropee» la chimenea de usted cuando sea deshollinador por no saber cómo hacerlo.

Anduvo rondando por los alrededores de casa y observó por la ventana. Resultaba emocionante. Estaba absorto en deliciosas visiones en las que se veía a sí mismo siguiendo la carrera, encantadoramente sucia, de deshollinador, cuando apareció el hombre con un pesado saco.

—¿Dónde pongo el hollín? —preguntó.

Guillermo reflexionó. Había un trozo de terreno abandonado detrás del invernadero. Miró cuidadosamente a su alrededor para asegurarse de que su archienemiga, la cocinera, no se hallaba por allí.

—Aquí —dijo, conduciendo al deshollinador al otro lado del invernadero.


—Esto es mío, ¿no? —inquirió Guillermo

El hombre vació el saco. Era una pila blanda, gris-negra. Guillermo se emocionó de orgullo.

—Esto es «mío», ¿no? —inquirió.

—Mío no lo es, por lo menos —sonrió el deshollinador—. Puedes quedarte con ello, para ensayar.

Dejó a Guillermo junto al montón.

Por encima de la tapia que había detrás del invernadero, el niño podía ver la carretera. Saludó efusivamente al deshollinador cuando pasó este con su carrito.

—¡Oiga! —gritó.

El hombre se detuvo.

—¿Cuestan mucho el carro y el caballo? —preguntó Guillermo, con ansiedad.

—No —contestó el otro—; los hay casi regalados. Te prestaré yo el mío cuando debutes en la profesión.

Y, guiñándole un ojo, siguió su camino. Guillermo volvió a contemplar su pila de hollín.

No tardó en sacarle de su meditación un silbido conocido. Se asomó a la pared.

Pelirrojo, íntimo amigo y aliado de Guillermo, pasaba por la carretera. Alzó la mirada hacia su amigo.

—¡Hola! —dijo Guillermo, con modesto orgullo—. Tengo un poco de hollín aquí.

Pero Pelirrojo tenía una atracción rival.

—Están cazando ratas en el cobertizo de Cooben —dijo.

Guillermo comparó la atracción de cazar ratas con la del hollín y, por fin, se decidió a favor de las ratas.

—Bueno —dijo—; aguarda un momento. Te acompaño.

* * *

Se olvidó por completo del hollín hasta la hora del té.

Entonces, al salir de casa, se cruzó con el señor y la señorita Arnold Fox, que iban a entrar. Llegaban a hacerle una visita a la señora Brown. Los dos eran muy altos y muy delgados y ambos poseían sonrisas expansivas… pero postizas.

—Buenas tardes, Guillermo —dijo el señor Fox, cortésmente.

—Buenas.

—Un diamante en bruto, nuestro Guillermo —sonrió el señor Fox, hablándole a su hermana.

Guillermo le dirigió una mirada asesina.

Ella posó la mano sobre la cabeza del niño.

—Los modales hacen el hombre, querido Guillermo —aseguró.

Él, inclinándose, le dio un beso.

El señor Arnold Fox se quitó el sombrero y, juguetonamente, se lo caló al niño hasta las orejas. Luego lo depositó sobre la mesa del vestíbulo y entró en la sala, dejando a Guillermo, enfurecido, a la puerta.

Aquello le hizo recordar el hollín.

* * *

Guillermo y Pelirrojo estaban sentados, perezosamente sobre la tapia, viendo pasar a los transeúntes. Distraídos, jugaban con puñados de hollín.

Les animó el ver al señor Arnold Fox bajar a la calle… con la frente sospechosamente negra, bajo el sombrero.

—Eso, para que «aprenda». «Tendrá» que lavarse bien —aseguró Guillermo.

—¡Mira! —exclamó Pelirrojo, excitado.

Calle abajo iban tres niños vestidos de blanco: Godofredo Spencer y Juanita Bell con su hermanita María. Godofredo, con marinera blanca, caminaba con afectación llevando el portamonedas de Juanita. María iba de la mano de su hermana mayor.

Guillermo era un ferviente admirador de Juanita. De vez en cuando esta condescendía hasta el punto de fijarse en su existencia.

—¡Hola! —gritó el niño—. ¿Dónde vais?

—A echar una carta —contestó Godofredo.

—Entrad a jugar; tenemos hollín.

—No —respondió Godofredo—; mamá me dijo que no jugara contigo.

—¡Eres tan bruto…! —explicó Juanita, con un» gesto de desdén.

Guillermo se puso colorado bajo la capa de hollín. Le pareció aquello una calumnia. Le molestaba que a persona alguna, aun a persona tan insignificante como Godofredo, se le prohibiera jugar con él.

—¡Bruto! —exclamó, indignado. Luego—: Bueno, pues prefiero ser bruto a ser un blanducho como tú… ¡tú y tu marinerita!

—Vamos, Juanita —dijo Godofredo, con sonrisa de superioridad—. No quiero hablar con él.

Guillermo le miró con furia.

—¡Bah…! ¡blanducho! —gritó.

No obstante, aquello le había deprimido.

Ni la idea propuesta por Pelirrojo de probar el efecto del hollín en los lirios le reanimó gran cosa. Preciso es reconocer, sin embargo, que el resultado fue alentador. Pasaron a las rocas blancas y trabajaron en ellas con la pura alegría del artista, hasta que oyeron las voces de Juanita, María y Godofredo que volvían de Correos. Entonces volvieron a la tapia. Juanita se estaba aburriendo ya de Godofredo. Alzó la mirada, casi con nostalgia, hacia el mugriento rostro de Guillermo.

—¿Dónde tienes el hollín, Guillermo? —preguntó.

—Aquí. Y es un hollín la mar de bueno.

—Entraré a «verlo» —dijo la niña condescendiente—. No entraré a jugar. Entraré a «verlo». Tú puedes irte a casa, Godofredo.

Godofredo consultó con su conciencia.

—No entraré —dijo—; porque mamá dice que es tan bruto. Te esperaré aquí fuera.

Conque, cogidas de la mano, Juanita y María entraron y fueron a la parte de atrás del invernadero. Guillermo y Pelirrojo les presentaron el hollín, con orgullo.

—Ez prezíozo —dijo María—. Bailemoz alrededor de él, cogidoz de la mano.

—Bueno —asintió Guillermo—; vamos.

Formaron coro y bailaron alrededor del montón de hollín.

Juanita rio, excitada.

—¡Qué divertido! —exclamó—. ¡Más aprisa!

—¡Maz apriza! —exclamó María.

Fueron más y más aprisa. Guillermo y Pelirrojo, con el deseo innato del hombre de lucirse, empezaron a girar a velocidad de relámpago.

Entonces sobrevino la catástrofe.

¡Plaf!

Fue María quien perdió el equilibrio y cayó, de pronto y con violencia, de bruces sobre el montón de hollín.

Juanita, con femenina inconsistencia, se volvió contra Guillermo, taconeando con su piececito.

—¡«Tú» lo hiciste! ¡Eres un niño malo, bruto y horrible!

—¡No fui «yo»!

—¡Fuiste «tú»!

—¡No fue «él»! —intervino Pelirrojo.

—¡«Sí» que fue!

—¡«No», que no fue!

Entretanto, María se había levantado, con el pelo, los ojos y la boca llenos de hollín y con hollín por todo el vestido.

Su voz hizo coro al jaleo general.

—¡Oooh! ¡Zabe mal…! ¡Zabe mal… ooooh!

Juanita lloró de rabia, simpatizando, furiosa, con ella.

—¡A ver cómo te gusta a «ti» tener hollín en la boca, niño malo! —gritó, cogiendo un puñado de hollín y tirándoselo a Guillermo a la cara.

Aquello fue el principio de la batalla.

Godofredo, oyendo el ruido, acudió, noblemente, en su ayuda, siendo recibido con un puñado de hollín que le tiró Pelirrojo. Fue una batalla gloriosa. Pelirrojo y Guillermo lucharon contra Godofredo; Juanita peleaba contra todos; María, sentada en el montón de hollín, daba gritos. Tiraron hollín hasta que apenas quedó hollín que tirar. El dependiente del carnicero, que pasaba y oyó el ruido, entró a arbitrar, pero se quedó para participar. La embriaguez de la lucha se apoderó de todos.

De pronto recobraron la lucidez. Silenciosos, cohibidos, se miraron unos a otros.

Juanita asió a María de la mano. Les miró a todos con carita ennegrecida, rodeada de mugrientos rizos.

—Os «odio» a todos —afirmó, dando un golpe en el suelo, con el pie.

—¡«Odio» a todoz! —aulló María, cuyas lágrimas abrían pálidos surcos al resbalar por su negro semblante.

—No fui yo —aseguró Godofredo.

—Te odio a «ti» —dijo Juanita— más que a nadie… más que a Guillermo y más que a todos. Y me voy a casa a decírselo a mamá, ¡ea!

—¡Ea! —gimió María.

Con ultrajada dignidad y hollín en todas las líneas de su figura, Juanita se llevó a María del jardín.

Godofredo no pudo aguantar más.

Las siguió, sollozando en alta voz, su traje blanco de un color nebuloso gris negro.

La voz de Juanita flotó en el aire crepuscular.

—Y voy a «decírselo» a mamá… te la vas a «cargar», Guillermo Brown.

Pelirrojo miró a su alrededor, inquieto.

—Me parece que será mejor que me vaya, Guillermo —murmuró.

El desaliento se apoderó de Guillermo.

—Bueno.

Luego miró a Pelirrojo y se miró a sí mismo.

—Es raro cómo se le pone a uno todo por encima —dijo—. Y… ¿verdad que hace que parezcan» la mar de raros los ojos?

—¿Estoy tan mal como tú? —inquirió Pelirrojo, con aprensión.

—Estás peor —aseguró Guillermo.

—¿Se quitará con agua fría?

—No lo sé.

—Lo probaré por lo menos. ¿Qué dirá tu familia?

—No lo sé —repitió Guillermo.

—Bueno… buenas noches, Guillermo.

—Buenas noches —contestó el otro, deprimido.

Era de noche ya.

Se deslizó hacia la puerta de atrás, esperando poder subir por la escalera de servicio sin ser visto. Pero la voz estridente de la cocinera llegó hasta él desde la biblioteca:

—La señora Bell quiere que se ponga usted al teléfono inmediatamente, señora. Es algo relacionado con el señorito Guillermo.

Guillermo se retiró apresuradamente hacia el macizo de laurel. Luego, oyendo pasos en el camino, se puso de puntillas y se asomó. Se encontró con la mirada horrorizada de la doncella, que volvía a casa, después de haber hecho fiesta toda la tarde.

Lanzando un grito, corrió, como una centella, hacia la entrada de la servidumbre.

—¡Cielo santo! —exclamó—. ¡He visto al demonio! ¡Le he visto en el jardín!

Guillermo, escondido detrás de los laureles, sonrió, con orgullo.

Luego se sentó, con las piernas cruzadas, en su escondite, el negro rostro sepultado en negras manos, con la brillante mirada fija en la lejanía.

No hacía castillos en el aire; no se arrepentía de sus pecados; no pensaba en el castigo que le esperaba. Sólo estaba decidiendo que no sería deshollinador después de todo. El hollín, aparte lo demás, era muy desagradable al paladar.