Aquella noche Finnikin de la Roca soñó que iba a sacrificar el resto de su vida por la casa real de Lumatere.
El mensaje le vino en un sueño de Balthazar y sus hermanas mientras dormía en la casa de la yata de la reina, en las montañas. Yata no pareció sorprendida a la mañana siguiente.
—Mis niños me visitan con frecuencia —dijo, dándole un beso en la sien—. Es hora de que te vayas a casa, Finnikin. No perteneces a estas montañas. Tienes que estar en otro lugar.
Había pasado cinco días desde que había regresado de Sarnak y de algún modo se había encontrado de camino hacia los monteses. Se quedó para completar el censo y los acuerdos comerciales con varios de los reinos vecinos. Al dejar la casa de Yata aquella mañana, supo que una parte de su vida había terminado y que fuera cual fuera el camino que eligiese, experimentaría el dolor de los sueños no cumplidos. Por un momento se permitió sentir pesar ante la idea de no poder construir una casita junto al río con Trevanion. O vivir la vida de un simple granjero conectado a la tierra. O viajar por el reino, satisfaciendo al nómada en el que se había convertido. Ser Finnikin de la Roca, de los Montes, del Río, de las Llanuras y del Bosque. Y no ser ninguno de ellos.
Sin embargo, también sabía que dejar a la reina en manos de otro hombre sería una lenta tortura durante todos los días del resto de su vida.
Lucian bajó con él la montaña.
—Me reuniré con ella esta noche —le dijo Lucian—, cuando celebremos su vuelta al palacio.
Finnikin no respondió.
—Dijo que es cruel que todos a los que ama estén juntos mientras que ella está sola. Le podría haber dicho que te estás convirtiendo en un miserable cabrón, pero en cambio le dije que pasas mucho tiempo trabajando en los archivos, flirteando con tu escriba. Tu dulce y pasiva escriba que te deja estar al mando.
Finnikin negó con la cabeza, le había hecho gracia.
—Creo que está celosa, ¿sabes? —continuó Lucian y saludó a una familia de monteses que se había asentado montaña abajo—. Dijo que me iba a decapitar si decía una palabra más.
—No decapitamos a la gente en Lumatere —dijo Finnikin secamente.
—Ah, Finnikin, en Lumatere hacemos todo lo que nuestra reina quiere.
Al pie de la montaña, Lucian le abrazó y le dio un paquete.
—Yata quiere que le des esto a Lady Beatriss de las Llanuras. ¿Podrías pasarte hoy por su casa antes de la celebración?
Sí era una celebración, pensó Finnikin con amargura. Pasaría mucho tiempo antes de que el reino recordara cómo celebrar algo.
Finnikin llamó a la puerta principal de la casa solariega en Sennington, con el paquete debajo del brazo. Al no recibir respuesta, entró en la casa y caminó hacia la cocina.
—¿Finnikin? —oyó que le llamaba Lady Beatriss con un tono cálido y acogedor.
Llegó a la entrada pero se detuvo al ver a Tesadora junto a la cocina, con los brazos cruzados y una expresión de desaprobación y hostilidad en el rostro. Lady Abian estaba sentada con Lady Beatriss a la mesa.
—Lo siento —masculló, maldiciéndose a sí mismo por haber llegado en tan mal momento—, pero Yata de los Montes me ha pedido que me pasara para entregarte un paquete.
Lo dejó en la mesa mientras las tres mujeres no le quitaban los ojos de encima.
—Quédate, Finnikin —le pidió Lady Beatriss—. Bebe té con nosotras. Debes de estar agotado después de tus viajes y necesitas descansar antes de la celebración de esta noche.
—Tu aspecto es una vergüenza —apuntó Tesadora con acritud.
Se tocó el pelo con timidez. Parecía lana de cordero. Yata había conseguido trenzárselo, aunque le había resultado difícil separar los mechones enredados. El color se le había oscurecido.
—Me ocuparé de eso mañana —reconoció.
—Siéntate —dijo Tesadora con firmeza—. Tienes suerte de que hoy tenga tiempo.
Sí, tenía suerte, pensó. Se sentó de mala gana y Lady Beatriss le pasó a Tesadora un trapo para que se lo colocara alrededor del cuello.
Tesadora estiraba de su pelo mientras se lo cortaba con un cuchillo. Era fácil odiarla. No había delicadeza en sus manos, ni ternura en sus ojos, a pesar de la belleza de su rostro. Observó los gruesos mechones de pelo que caían en el suelo formando una alfombra. Ya se sentía desnudo sin la mitad. Se pasó la mano por el pelo para ver cómo lo tenía y Tesadora se la apartó de una palmada.
El chico se quedó mirando el paquete sobre la mesa y luego a Lady Beatriss. Se dio cuenta demasiado tarde de que no había expresado demasiado interés. Le miró con aire de gravedad.
—¿Qué temes, pequeño pinzón? —le preguntó con dulzura.
—Temo que la reina me acuse de llevar el reino desde mi aldea rocosa, aunque ella lo lleva en los corazones de las mujeres, junto a su yata —contestó con rabia en su voz—. ¿Aquí es donde planeasteis el envenenamiento del rey impostor?
Hubo silencio.
—No —dijo al final Lady Abian—. Pero si se tuviera que hablar de eso, Finnikin, lo hablaríamos en mi salón. Cerca de la habitación donde juegan mis tres hijos. ¡Oh, cada vez que pienso en un mundo donde tendría que entregarles a una guerra inútil!
—¿Por qué sigues haciendo esperar a nuestra reina? —quiso saber Tesadora.
Finnikin quería marcharse, pero Tesadora tenía el cuchillo apoyado en su cuero cabelludo.
—Creo que ya sé lo que es, Finnikin —dijo Lady Beatriss—. Ser rey significaría que tu padre un día tendría que postrarse a tus pies.
Tesadora le obligó a quedarse sentado sujetándole por lo que le quedaba de pelo, mientras él trataba de ponerse de pie.
—¡Nunca permitiré que mi padre se postre a mis pies!
Le agarró con fuerza del pelo.
—Entonces no eres el hombre de tu reina. Así que déjala, Finnikin. Ve con ella ahora y dile que debe elegir un rey. Cuando lo oiga de tus labios, sabrá que no hay futuro para vosotros. No escuchará a nadie más. El príncipe de Osteria no tendrá ningún problema en que tu padre se postre ante él y con el tiempo ella será feliz. He oído que es un mocetón apuesto.
Finnikin resopló.
—Nada hará más feliz a nuestros lumateranos que saber que nuestra querida reina estará en manos de alguien que la ama —continuó, estirándole brutalmente del pelo—. Que se despierta todos los días en brazos de un hombre que mantiene su cama matrimonial caliente y fértil.
Se dio cuenta de que no odiaba a Tesadora. La despreciaba.
—¿Qué sabe una novicia de Sagrami sobre mantener caliente y fértil una cama, Tesadora? —preguntó con sorna—. Me parece que odias a todos los hombres.
—¡Nunca te atrevas a conocer mis necesidades o quién calienta mi cama! Y si crees que odio a los hombres, estás equivocado. Desprecio a los que usan la fuerza y la avaricia como medio de control. Por desgracia para tu género, esas características se encuentran con más frecuencia en los corazones masculinos que en los femeninos. Pero ponme en una habitación con aquellas mujeres que se alinean con el rey cabrón y te prometo que habrá un baño de sangre en el que me empaparé. —Le cogió por la barbilla—. ¿Qué hay en ti que agita la sangre del más fuerte de la nación? Pues ella es la más fuerte, que no te quepa duda.
—No subestimes su vulnerabilidad —dijo Finnikin, echando chispas—, porque la he visto y puede destruirla.
—¿Ves mi pelo? —preguntó Tesadora, estirándose de los mechones blancos—. Está de este color porque caminé por algunos sueños para proteger a Vestie del horror que vería. Esto es lo que la oscuridad y el terror del alma humana me hicieron. Pero ¿la reina? No es su juventud lo que evita que se le ponga el pelo blanco ante tales imágenes de horror, Finnikin. Es su fuerza.
Se quedó en silencio un momento.
—Entonces ¿por qué casi se me pierde… se nos pierde —se corrigió— cuando entramos al reino?
—Porque la pena que sentiste al ver todo aquello en esos momentos fue demasiado para que ella pudiera soportarlo. Tu dolor la debilitó. Su dolor te hizo fuerte. Luz y oscuridad. Oscuridad y luz. —Clavó en él sus ojos azul claro—. Me pregunto qué vio mi madre en ti aquella vez en el bosque. Al ver a un niño de ocho años y ver tal fuerza en su carácter. La suficiente fuerza para nuestra querida niña que algún día reinaría. ¿Recuerdas lo que te dijo Seranonna? Porque yo me acuerdo con toda claridad de lo que me dijo aquella noche cuando no tenía mucha más edad que tú ahora.
—Su sangre se derramará para que tú seas rey —dijo en voz baja.
—No. —Tesadora negó con la cabeza—. Para que seas su rey. ¡Hay más de una forma de que derrames su sangre, tonto!
Las mujeres se le quedaron mirando y él notó cómo le subían los colores. Lady Beatriss sonrió y aquello le avergonzó más aún.
—Por eso mi madre te maldijo con los recuerdos de Isaboe al entrar en nuestro reino. No era un castigo. «Su dolor nunca cesará». ¿Cómo iba a cesar si tu empatía por ella es tan grande? Es tan querida por todos que jamás se sentirá sola. ¿No has presenciado esos momentos, Finnikin? Cuando desaparece en ella misma y casi deja que la oscuridad la consuma. Lo vi en el monasterio cuando estaba con nosotras. Me quedé helada. Tu poder está en no permitir que se pierda en esas voces.
Recordó una mañana de la semana anterior, cuando pasó el séquito real en una de sus visitas a la gente del Río. La observó desde lejos, desde una distancia que había forjado entre ellos desde que había descubierto su auténtica identidad. Por un momento pareció aislada de lo que sucedía a su alrededor. Se quedó totalmente inmóvil, con la mirada fija en un punto distante. Se había perdido en su interior y lo había hecho muchas veces en su viaje de vuelta a Lumatere. Y ahora él sabía lo que la abrumaba. La agonía de las voces que oyó al entrar por la puerta principal. Con las que llevaba viviendo años. Así que silbó desde donde estaba y su cuerpo se tensó al ser consciente y poco a poco se giró en su dirección. Mantuvo su mirada al saber que su momento de desesperación había pasado.
Y allí estaba, pensó, mientras miraba a las mujeres en la cocina de Beatriss. El recuerdo de una mirada que le hablaba de poder. De su poder. Una mirada que le hacía querer arrodillarse a los pies de su reina y adorarla.
Porque le hacía sentir como un rey.
—Debo irme —dijo con voz ronca.
—No con esas ropas —le detuvo Lady Abian y desenvolvió el paquete de Yata.
Caminó hacia el palacio con unos pantalones perfectamente cortados, una camisa blanca limpia y una capa de cuero suave, y el pelo muy corto hasta la coronilla. Muchos lumateranos viajaban con él, hablaban en voz baja y saludaban tímidamente a los desconocidos con los que se topaban de camino a la celebración. Les oyó hablar de cansancio, pero más fuerte era el deseo de estar allí por su querida Isaboe, para que pudiera sentir la presencia de una madre que amaba y de un padre que adoraba, de unas hermanas que se preocupaban y de un hermano que bromeaba. Ya nadie era más huérfano que la reina.
Pasó rápido por la casa del sacerdote real, donde el hombre sagrado estaba sentado con Froi para saludar a los que iban al palacio.
—¿Finnikin? —le llamó el sacerdote real.
—No puedo pararme, bendito barakah. ¿Podemos hablar más tarde?
Veía las torrecillas en la cercana distancia y el pulso se le aceleró.
—No te acerques a ella a menos que tengas que decirle algo que valga la pena —le aconsejó el sacerdote real.
Finnikin volvió a donde estaba sentado el hombre y se arrodilló ante él.
—Y si oís algo que merezca la pena, bendito barakah, ¿cantaréis la Canción de Lumatere con las primeras luces? —preguntó.
El hombre sagrado sonrió abiertamente.
—Lo juro por la Diosa completa.
Finnikin asintió y se puso de pie de un salto.
—¿Finnikin? —dijo Froi.
—Sí, Froi.
—Debes darle falgo.
El muchacho tenía los ojos brillantes.
—Como me ofrezcas el anillo de rubí, te mato, amigo.
Froi se rio y negó con la cabeza.
—No le ofreceré el anillo de rubí a nadie.
—Entonces no tengo nada más que entregarle salvo a mí mismo.
Alcanzó el límite exterior de la ciudad donde el puente marcaba el fin de las Llanuras y el principio del pueblo del palacio. Trevanion estaba allí con algunos de sus hombres, observando cómo entrenaba uno de los muchachos. Finnikin sabía que aquella noche la zona alrededor del palacio y la reina estaría muy bien vigilada; tres círculos de guardias le harían aminorar la marcha.
De pronto fue consciente de su aspecto. Saludó a su padre entre dientes y después dijo por encima del hombro:
—Me pasaré a veros más tarde.
Cruzó el puente bajo el que fluía el río a gran velocidad, como si su fuerza vital no se hubiera extinguido en aquellos diez años.
—¿Finnikin? —oyó que decía su padre.
Tan solo su nombre. Pero la emoción al oír aquella palabra le hizo darse la vuelta y volver a donde estaba Trevanion. Agarró el rostro de su padre con ambas manos y le besó. Como una bendición.
—Tu madre camina esa senda contigo —dijo Trevanion— con tanto orgullo que mientras hablo… llena mis sentidos con cosas a las que no puedo poner palabras. Ve —añadió con brusquedad— o mi Guardia pensará que soy un blando.
Finnikin echó a correr por la plaza del pueblo, abriéndose camino entre los lumateranos que se le ponían en medio. Cuando el camino que llevaba al palacio se hizo más empinado, pudo ver por encima de los tejados de las casas a cada lado todo el recorrido hasta el Pueblo de la Roca al oeste y las montañas al norte.
Al menos diez guardias estaban emplazados en el rastrillo del palacio y la llegada de Finnikin fue recibida con un coro de burlas y risas. No esperaba menos de los hombres de su padre. Le tiraron besos, acompañados de silbidos de aprecio. Dio gracias a los dioses porque Aldron no estuviera entre ellos, puesto que sus burlas habrían sido las peores. Hubo pullas y agudas declaraciones de amor cuando Musgo agarró a Finnikin y rozó sus nudillos por encima de su pelo corto del color de las bayas.
En los jardines del palacio Finnikin oyó que algunos de los aldeanos decían su nombre para saludarlo, mientras que otros lo susurraban con fervoroso entusiasmo. En el patio de la esquina noroeste habían colocado unas mesas con caballetes y el personal estaba sacando grandes barriles de madera que contenían vino junto a unas fuentes de pavo asado, palomas torcaces y conejos. Había otra mesa cubierta de pasteles y bollos. En la esquina, junto a los rosales, los trovadores tocaban sus temas. El ritmo del tambor y el tañido del laúd provocaron que los que estaban alrededor de Finnikin empezaran a balancearse, como si sus cuerpos no hubieran olvidado la belleza de la música.
—¿Finnikin? —oyó que le llamaba Sir Topher desde arriba.
Alzó la vista hasta el balcón del primer piso, donde su mentor se ponía bien los puños de las mangas.
—Sir Topher, necesito hacer algo. Te prometo que hablaremos más tarde esta noche.
Finnikin notó que le dominaba la ansiedad, la desesperación por llegar donde sabía que estaba, más allá del grupo de personas que había en el patio. Saltó por encima de una de las mesas de caballete hacia el enrejado del balcón. Desde allí arriba podía verla en medio del patio, elevada sobre una tarima improvisada, rodeada de Lady Celie y las jóvenes novicias de Lagrami y Sagrami. La Guardia formó un círculo a su alrededor y vio a Perri permitiendo a la gente presentarle sus respetos, de uno en uno o de dos en dos. Había alegría en el ambiente. La reina se reía como una tonta. Recordó aquella característica de la niña Isaboe. Sus risitas entonces se convertían en ronquidos y luego en carcajadas. Vio algún rastro de aquello en las chicas, con los ojos cerrados, tapándose la boca con las manos mientras se reían de lo que ella decía. No había compostura en su regocijo, a pesar del cacareo de las sobreprotectoras gallinas de la corte real que parecían luchar con la Guardia por controlar a las chicas. Recordó lo que Beatriss le había dicho aquella tarde.
—¿Qué tenían aquellas queridas princesas, llenas de vida? —preguntó con los ojos llenos de lágrimas—. Las echaré de menos toda mi vida. Ya sabes cómo es con Isaboe, Finnikin. Cómo te contagia la esperanza y su capacidad para amar.
Desde su punto estratégico tan solo podía mirar fijamente al que lo contagiaba. Su agilidad demostraba buena salud; tenía unas curvas que definía a la perfección el vestido de seda color marfil que llevaba puesto, con aquellas mangas anchas sujetas al costado. En sus espesos rizos oscuros llevaba capullos de flores y sobre su cabeza lucía la corona de su madre, de destellantes rubíes.
Era gentil en el trato con el pueblo. Sabía por los gestos de los que se acercaban que la estaban felicitando y ella aceptaba los halagos con un porte y una elegancia que los tenía a todos sonriendo. Se inclinaba hacia delante para oír sus historias y le pedía con tacto a su guardia, Aldron, que retrocediera cuando alzaba una mano para poner límites al que se atrevía a acercarse demasiado. La niña de Beatriss estaba aferrada a su manga, saltando para llamar la atención. Observó cómo la reina la tomó en brazos y dejó que Vestie se agarrara a su cintura mientras la balanceaba de un lado a otro.
—No permitáis que lleve las negociaciones, Finnikin. Ya sabéis lo cabezota que es.
Finnikin miró al Primer Caballero de la reina con irritación.
—Esto es un asunto privado, Sir Topher —dijo, sudando del esfuerzo que suponía estar agarrado al enrejado.
Sir Topher se rio y negó con la cabeza.
—¿Privado? Finnikin, baja del enrejado y este instante entre tú y yo será el último momento privado que vivas.
Pero a Finnikin ya no le importaba. En medio de los gritos de reprimenda del personal del palacio, saltó hacia la mesa de caballete y luego al suelo.
«Su semilla engendrará reyes, pero él nunca reinará».
Pues ella será la reina de Lumatere.
Pero él será el rey para ella.
Vio a Lucian mientras se acercaba, con dos muchachos monteses y Sefton, apoyado en la pared norte, mirando la muchedumbre que tenían ante ellos.
—Son hermosas —dijo Sefton con un suspiro—, pero altaneras.
—¿Qué están haciendo las demás? —preguntó uno, intentando echar un vistazo a la tarima a través de la multitud.
—Acicalarse —respondió Sefton—. Lucy, la hija del picapedrero, ya no me mira y eso que de pequeños éramos vecinos.
—Paciencia —dijo Finnikin—. No es que alardeen o se acicalen. Han sufrido mucho y si alguno de vosotros les hace daño de algún modo, tendréis que véroslas conmigo.
—No tengo ni idea de cuál es el problema de Lady Celie —masculló Lucian—. De niños solíamos jugar juntos y el otro día oí que se refería a mí con desdén como «el primo montés».
Finnikin se lo quedó mirando.
—Lucian, te sentaste en su cabeza cuando éramos pequeños y no te moviste hasta que Balthazar contó cien.
Lucian se encogió de hombros con arrogancia.
—Una montesa no me guardaría rencor. —Vio que los ojos oscuros de Finnikin se ponían serios—. Deseadle suerte al chico, muchachos —dijo—. Cuando llegue el momento estaré a tu lado para demostrar mi apoyo y aprobación. Es la costumbre montesa, primo.
Finnikin le agarró la mano a Lucian con firmeza. Después se dio la vuelta para dirigirse hacia la reina. Mientras se abría paso entre la muchedumbre, oyó las risotadas de Balthazar y las risitas de Isaboe junto a los resoplidos de Lucian. Sintió el amor de su madre que había muerto dándole la vida y se animó por la fuerza que su padre había mostrado durante los más oscuros momentos en las minas de Sorel. Oyó las voces que habían inundado su mente al entrar al reino, y entre todos los gritos de angustia oyó canciones de esperanza. Sintió al primer bebé de Beatriss y Trevanion y la presencia de Vestie, la niña que caminaba con la reina y cuyo brazo llevaba la respuesta a la pregunta: «¿Ya viene la esperanza?». Su nombre.
Al llegar al círculo de guardias, Perri le hizo un gesto para que entrara, pero entonces le agarró por la espalda de su abrigo.
—Debo confesar que te dejé caer de cabeza una o dos veces cuando eras bebé —dijo Perri—, y si sales de los terrenos de palacio esta noche sin un título, lo volveré a hacer.
Finnikin se retorció para soltarse.
—Informaré a mi padre de esto.
Perri se rio y le dio unos golpecitos afectuosos en la nuca antes de lanzarle hacia la tarima.
Ella le vio al instante y su rostro reflejó sorpresa ante su presencia. Se quedaron el uno frente al otro en silencio.
—Mi reina.
—Finnikin.
Aldron se quedó entre ambos con una expresión impasible. Lady Celie y las novicias se quedaron mirando con aire de gravedad. La multitud que había detrás empujó hacia delante y se encontró hombro con hombro con el joven guardia.
—Ya me ocupo yo, Aldron —dijo Finnikin.
—No es decisión tuya, Finnikin —respondió Aldron con arrogancia— ni tampoco de la reina. Recibo las órdenes de Trevanion o Perri.
Isaboe se quedó mirando a Finnikin, esperando. Pero el sonriente Aldron estaba en medio y la ira brotó en su interior. Todo lo que quería decir lo tenía atravesado en la garganta.
—Acepto ser rey —empezó a decir—, tú…
Ella emitió un grito ahogado de furia.
—Si te conviertes en rey, preferiría que fuera porque tú quieres en vez de que sea algo que aceptes.
Se tomó unos instantes para recobrar la compostura y oyó los susurros a su alrededor. «Finnikin de la Roca le está hablando a la reina».
—Si me convierto en rey —volvió a decir—, ¿me prometes no más visitas improvisadas por el reino hasta que las fronteras sean seguras?
—Si te conviertes en rey, tal vez te invite a una de esas visitas improvisadas —dijo con displicencia y se volvió hacia las novicias que le miraban como tan solo mirarían unas novicias enseñadas por Tesadora.
Empujó a Aldron para acercarse más, agarrarla del brazo y darle la vuelta para que le mirara. La música había empezado a sonar de nuevo y apenas se podía oír a sí mismo.
—¡Tu seguridad no es un chiste, Isaboe!
—¿Acaso me ves reír, Finnikin?
Aldron tiró de él para apartarle y el círculo de chicas se cerró alrededor de la reina, pero él se abrió camino con tanto cuidado como pudo.
—Perdón —se disculpó con educación ante Lady Celie y la apartó—. Si me convierto en rey, ¿tendré que pedirle permiso a tus guardias y a tus damas de compañía permiso cada vez que quiera tocarte en mi lecho matrimonial?
Sus ojos se encendieron.
—Cuando te conviertas en rey, Finnikin, podrás tocarme cuando quieras y donde quieras.
Tuvo la satisfacción de ver a Aldron tragar saliva. Las novicias soltaron un grito ahogado y Lady Celie se rio con una mano en la boca.
Se acercó a Isaboe lo máximo posible, pero Aldron seguía negándose a moverse y podía sentir todos los pares de ojos del reino observándoles.
—Si me convierto en rey, ¿alguna vez me seguirás la corriente y me dejarás ganar?
—¿No basta con que me hayas ganado al convertirte en rey?
Una sonrisa comenzó a aparecer en sus labios.
—Si te conviertes en rey —dijo empujando la cabeza de Aldron a un lado para ver mejor a Finnikin—, trabajarás en los archivos sin la ayuda de una dulce montesa como escriba.
Finnikin sonrió de oreja a oreja.
—Si me convierto en rey, continuaré mi trabajo en los archivos con mi escriba, que da la casualidad de ser la tía abuela de Lucian por parte de madre. Tiene un montón de pelos en la barbilla. Parece Trevanion cuando estuvo en las minas.
Isaboe contuvo su propia sonrisa mientras él quitaba de en medio la cabeza de Aldron para verla mejor. El guardia gruñó.
—Si me convierto en rey, cuando el príncipe de Osteria venga de visita, seré yo el que le reciba —dijo con firmeza.
—¡Qué pena! He oído que es un mocetón muy apuesto.
—Los mocetones apuestos están sobrevalorados. A veces no tienen nada ahí arriba —dijo, señalando la cabeza de Aldron.
—Y a veces hay demasiado ahí —respondió ella.
—Si me convierto en rey, le declararemos la guerra a Charyn —dijo con seriedad.
—Sin involucrar a Belegonia.
Él asintió. De repente pareció tener más espacio. Las chicas se habían apartado, pero no Aldron. Pasó la mano por encima del hombro del guardia.
—Me gusta —dijo, tocándole el pelo a la reina.
—Me reconocía mejor a mí misma sin esta melena —dijo con sinceridad—. Echo de menos la tuya. Te hacía más tierno. Más amable.
—Ternura y amabilidad será lo que tengamos cuando te deshagas de este que está en medio —dijo y empujó a Aldron—. Y me permitas a mí cuidarte. ¿No crees que deberías avisarle de que voy a besarte?
Le encantó el rubor que apareció en su rostro y las jóvenes suspiraron.
—Aldron —dijo la reina, aclarándose la garganta—, si acepta convertirse en rey, voy a dejar que me bese. Por favor, no le detengas.
Aldron se quedó pensando durante un momento y suspiró, alzando una mano.
—Espera ahí y no te muevas —le ordenó a Finnikin antes de llamar a otro de los guardias que había en la tarima—. Pregúntale a Perri si le permite tocarla si accede a ser rey.
De repente una gran ovación surgió de la multitud a su alrededor y la alegría continuó conforme se esparcía la noticia por el patio. Las novicias formaron un círculo, de espaldas a la pareja, alrededor de Isaboe y Finnikin para mantener a los demás alejados. Por un breve instante, estuvieron en su propio capullo privado.
—Esta mano dice que pasarás el resto de tu vida conmigo —dijo, extendiendo la mano izquierda— y esta que pasaré el resto de mi vida contigo. Elige.
Se mordió el labio y las lágrimas brotaron de sus ojos. Le cogió ambas manos y él se estremeció.
—Moriré protegiéndote —dijo.
Hubo una expresión de consternación en su rostro.
—Justo como un hombre de su reino, Finnikin. Hablar de la muerte, la tuya o la mía, no es una buena forma de empezar un…
Dio un pequeño grito ahogado cuando él se inclinó hacia delante y sus labios quedaron a pocos centímetros de los suyos.
—Moriría por ti —susurró.
Le cogió la cara con las manos.
—Pero prométeme que vivirás por mí antes, mi amor. Porque nada de lo que vamos a hacer va a ser fácil y te necesito a mi lado.
Lady Celie se aclaró la garganta.
—Date prisa y bésala, Finnikin. El primo montés viene hacia aquí a toda prisa.
—Entonces, daos la vuelta, Lady Celie —murmuró Finnikin antes de rodear a la reina con el brazo por la cintura y atraerla hacia él, capturando su boca con la suya.
Horas más tarde, cuando todos parecían haberse ido a casa salvo Trevanion y la Guardia, Finnikin y Lucian estaban sentados en el tejado de una de las casas de palacio, con Isaboe durmiendo entre ambos. Hablaban del pasado. Y de Balthazar. Sobre los diez años en el exilio. Sobre sus padres y las madres que echaban de menos.
Sobre la reina.
Finnikin oyó un grito a lo lejos cuando un rastro de luz empezó a aparecer. Se inclinó para susurrarle al oído:
—Despierta, Isaboe.
La ayudó a ponerse de pie y la rodeó con los brazos mientras su abrigo les cubría a ambos. Observaron la luz arrastrarse por el reino, iluminando la nación poco a poco. Su montaña y roca, su río y las llanuras, su bosque y su palacio. Colocó la mano contra el latido de su corazón y sintió su ritmo acompasado.
—Escucha —susurró Finnikin.
Y entonces oyeron las primeras palabras de la canción del sacerdote real viajando por el reino y vieron destellos de luz aparecer en el paisaje de su mundo.
—¿Mi rey?
—¿Sí, mi reina?
—Llévame a casa.