Capítulo 29

Pasó una semana y luego, otra. Las casas empezaron a aparecer, hechas de adobe, con tejados de paja y suelos de tierra. Pero los exiliados habían dormido en peores condiciones y muchos de ellos disfrutaban con la idea de tener una puerta, espacio y privacidad. Los que habían quedado atrapados en el interior se fueron acostumbrando a recibir a sus nuevos vecinos. En cada pueblo, continuaban arando y sembrando, y las rutinas empezaron a restablecerse.

Una mañana, Trevanion estaba con Perri y Musgo observando cómo Lord August trabajaba la tierra con sus jóvenes hijos y los aldeanos. Hacía mucho sol, pero August parecía satisfecho entre aquellos hombres. Sus vidas comenzaban a adquirir cierta normalidad y conversaciones sobre las cosechas y las plantaciones que surgían a veces se convertían en discusiones sanas. Trevanion se percató de que los trabajadores parecían disfrutar de la tarea de darle la vuelta a la tierra con el arado en la mano, a pesar de lo agotador que era.

—¿Dónde están los bueyes? —preguntó Perri, que extendió una mano para coger el arado de Lord August.

—Los compartimos con el resto de las Llanuras, los rotamos —dijo el duque, secándose el sudor de la frente—. Creo que hoy le tocaba al pueblo de Clough.

—Sennington está muy dañado, Augie —dijo Trevanion—. ¿No puedes hacer que Abie convenza a Lady Beatriss para que se mude a Fenton? Perdieron a la mayoría de su gente en los campamentos de la fiebre. Hay hectáreas de tierra fértil sin nadie que las trabaje.

Lord August le dedicó una sonrisita forzada.

—¿Has estado en la misma habitación que mi mujer, Lady Beatriss y Tesadora? —preguntó—. Es un horror. En cuanto intenté hacer tal sugerencia, me interrumpieron. Después, demostré una estupidez aún mayor al sugerir a la víbora, Tesadora, que al haberse llevado a la reina del monasterio y como los guardias ya no estaban allí, podía pedir algún tipo de protección para ella y sus chicas. Por si acaso. —Negó con la cabeza y se estremeció—. Estoy seguro de que me lanzó un hechizo con un parpadeo rápido.

—¿Te asustan las mujeres? —preguntó Trevanion al que le hacía gracia la reacción del duque.

—No me avergüenza admitirlo y tú serías tonto si no hicieras lo mismo —dijo Lord August lanzándole una clara indirecta.

—Lucian se ha ofrecido voluntario para enviar a los monteses a trabajar a Fenton —dijo Lord August.

Trevanion negó con la cabeza.

—Cargó con el cuerpo de su padre al hombro montaña arriba, Augie. Eso tiene menos que ver con la fuerza física y más con el corazón. Finn ha pasado más tiempo con él y su gente, y están haciendo lo que los monteses saben hacer mejor. Seguir con su vida.

—Supongo que Finnikin no está allí ahora —dijo Lord August con desaprobación.

—Está en Sarnak por asuntos de palacio —respondió Trevanion con el ceño fruncido por el tono de Lord August.

—¿Ha ido solo? —preguntó Perri.

—Se llevó a algunos de los muchachos del pueblo. ¿Por qué estás tan seguro de que no estaba con los monteses? —preguntó Trevanion.

—Porque la reina está con ellos y algunos dicen que Finnikin se encuentra allí donde no está la reina.

A Trevanion se le pusieron los pelos de punta.

—¿Otra contribución de las mujeres? Si alguien tiene problemas con los movimientos de mi hijo, Augie, les diré con toda la educación del mundo que se metan en sus asuntos, ya sea tu mujer o Tesadora.

—Has dejado fuera a Lady Beatriss —dijo Musgo.

—No podría imaginarme a Lady Beatriss metiéndose en la vida de Finnikin, pero si se plantea la cuestión, también seré firme con ella.

—Finnikin tiene que traer a la reina al palacio, Trevanion —insistió Lord August—. No la Guardia. Ni Sir Topher. Sino Finnikin. Y a Lucian de los Montes se le debe vigilar. Todavía es muy joven y deberá trabajar duro para ganarse la confianza de la gente, sin que importe de quién sea hijo. Esas montañas son la entrada de Charyn a nuestro reino.

—¿Por qué nos dices lo que ya sabemos, Augie? —preguntó Perri lacónicamente.

—Ya tengo vigilado a Lucian —dijo Trevanion—. Tiene a sus tíos y a su yata, y los muchachos monteses están bajo un constante entrenamiento.

—¿Y quién vigila a las novicias de Sagrami? —continuó Lord August—. Están demasiado aisladas allí, al oeste, y si alguna vez se repite…

—Tesadora y las novicias están protegidas —dijo Perri con firmeza—, lo sepan o no. Por hombres a los que yo mismo he entrenado, Augie. Así que cualquiera que decida adentrarse en esa parte del reino por ninguna buena razón se topará con el borde afilado de una daga rebanándole el pescuezo. Bueno, ¿tienes más preguntas sobre la protección de Lumatere?

Lord August miró a Perri y después a Trevanion y a Musgo.

—Dime que Perri no se acuesta con la víbora —le dijo a Trevanion.

Musgo se echó a reír.

—Un hombre muy valiente tiene que ser el que se muestre desnudo delante de esa.

Trevanion vio a Lady Abian por el sendero hacia la casa solariega, de vuelta del pueblo del palacio.

—¡Caballeros! —les saludó y agitó la mano.

Todos alzaron las suyas en respuesta.

—¿Y Finnikin? —preguntó—. ¿Dónde está? No le veo mucho, Trevanion.

—En Sarnak por asuntos de palacio —respondió—. Le diré que te haga una visita en cuanto vuelva.

Oyó una risita a su lado cuando Lady Abian negó con la cabeza en gesto de desaprobación y avanzó hacia la casa.

—Oh, sí, le has dicho que se ocupe de sus asuntos —se mofó Perri.

Más tarde, Trevanion, Musgo y Perri viajaron por el reino, como hacía cada día desde su vuelta. Trevanion sabía que la gente de Lumatere se sentía reconfortada por la presencia de sus hombres y para él era una prioridad asegurarse de que fueran visibles en cuantos más pueblos, mejor. Se cuidó de buscar un equilibrio entre la autoridad y la protección. Fue Lady Abian la que sugirió a los guardias que no llevaran los uniformes formales. Tanto los exiliados como los atrapados en el interior habían sido víctimas de la violencia de los guardias por toda la nación. En vez de eso, iban vestidos de gris y azul, los colores que representaban a ambas Diosas.

Por la tarde llegaron a una aldea en los límites de las Llanuras donde los hombres y las mujeres trabajaban juntos para preparar la tierra. Antes de que los demás se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo, Perri saltó de su caballo.

—Froi —dijo con satisfacción.

Trevanion suspiró, aliviado. Además del cariño que le tenía al chico, temía la angustia de la reina si le hubieran perdido.

Froi vio a Perri y Musgo acercarse y no pudo evitar sonreír, no pudo evitar la felicidad que sentía en su interior mientras dejaba en el suelo sus herramientas. Y entonces Perri le agarró y ambos fingieron que era una pelea, pero en realidad era un abrazo.

—¿Dónde has estado, Froi?

—Aquí. Trabajando un poco —les dijo.

—¿Nuestro chico ha tenido la loca idea de que ganará lo suficiente para ahorrar algo? —preguntó Musgo y a Froi le gustó el modo en el que había dicho «nuestro chico», como si Froi perteneciera a su grupo en vez de a nadie. A veces, durante sus viajes, se había imaginado que había alguien buscándolo en Lumatere. Pero no había esperando una madre como Lady Abian ni un padre como Trevanion. Ningún pariente que le reconociera como uno de los suyos.

Perri le alborotó el cabello.

—Musgo, ve a ver al encargado y dile que Froi se viene con nosotros.

Perri empezó a andar de vuelta por el camino y Froi le siguió hasta donde pudo ver al capitán montado en su caballo a horcajadas. Pero entonces Froi se dio la vuelta hacia donde su trabajo había quedado a medias y se puso triste porque había algo al tocar la tierra con sus manos que le hacía sentir que valía la pena.

—Como vuelvas a desaparecer de esa manera, chico, te llevaré de vuelta a Sarnak donde te encontraron —gruñó el capitán cuando Froi le alcanzó—. Estoy seguro de que Finnikin está vagando por sus calles mientras hablamos, buscándote.

A Froi le escocieron los ojos, pero contuvo el enfado y el dolor en su interior porque la rabia le hacía querer escupir y eso era lo último que quería hacerle al capitán.

—¿Qué has estado haciendo, Froi?

—Arando, capitán —respondió en voz baja.

—¿Arando?

—Pronto comenzará la siembra. Cebada, avena, cebollas y repollo. Allí plantarán diez manzanos, cinco perales y dos cerezos —dijo, señalando hacia las montañas—. Los que ha donado Osteria.

—Sube a mi caballo, Froi —dijo el capitán, ofreciéndole la mano—. Eres uno de los nuestros.

A pesar de lo mucho que Froi deseaba ser uno de ellos, se quedó mirando la mano que le ofrecía el capitán, pero no la cogió.

—¿Para hacer qué? —preguntó.

—La Guardia protege el reino, Froi. El pueblo de Lumatere nos honra al permitirnos protegerles —explicó Perri.

—Pero yo no puedo —dijo y sintió los ojos del capitán y Perri clavados en él.

Les quería contar muchas cosas. Le había intentado explicar a uno de los trabajadores un día cómo se había sentido al estar con la Guardia, Evanjalin, el sacerdote real, Finnikin y Sir Topher, pero no había encontrado las palabras.

—Eso es respeto —le dijo más tarde cuando entendió lo que trataba de decir.

Él no había oído antes aquella palabra y aunque sabía que lo que sentía por ellos era muy intenso, no significaba que pudiera proteger el reino a su lado.

Cuando el capitán se inclinó para subirle al caballo, Froi intentó hablar, pero le salió como un susurro.

—¿Cómo voy a formar parte de la Guardia y proteger este reino cuando no fiento nada por él? Capitán Trevanion, se equivocaron. Finnikin, Evanjalin y Sir Topher. No soy de aquí. Lo sé por el modo en que me miran los demás. Es como si percibieran falgo de mí. Cosas que ni yo mismo fe.

Bajó la vista al suelo porque no quería mirar al capitán a la cara.

—Todos se miran así ahora, Froi. Los hermanos y las hermanas. Los padres y los hijos. Incluso aquellos que antes eran amantes —dijo el capitán.

Froi miró a Perri y luego al capitán.

—¿Cómo iba a morir por alguien que pertenezca a la Guardia? Eso es lo que se supone que hacéis, ¿no? ¿Si algo pafa?

Perri asintió.

—Yo no lo haría —dijo con sinceridad—. Me protegería a mí mismo antes.

Musgo se acercó a él, contento, pero la sonrisa abandonó su rostro cuando vio sus expresiones.

—Eres lumaterano, Froi. Lucharías por este reino —dijo Perri, pero Froi negó con la cabeza.

—Es tan solo una palabra. Lumatere. No fiento nada, salvo por este trozo de tierra en el que he trabajado.

—Nada. ¿Por nadie? —preguntó Musgo.

Froi pensó durante un rato.

—Freo que moriría por Evanjalin y probablemente también por Finnikin.

—Es la reina —dijo el capitán con firmeza—. No es Evanjalin, Froi.

—Sea quien sea, freo que moriría por ella y por Finnikin. Por aquella vez en Sarnak, cuando vino a buscarme… a veces freo que no volvió por el anillo. Sino a por mí. —Se dio cuenta de que por primera vez había dicho una cosa así en voz alta y le entraron ganas de decir otras cosas que tenía en la cabeza y eran verdad—. Pero no moriría por nadie más. Ni por vosotros fres, el sacerdote real o Sir Topher. Os vendería en cuanto alguien me convenciera.

El capitán se rio un instante, incrédulo, pero a la vez parecía hacerle gracia y después Perri también se rio.

—Claro que sí —afirmó Perri—, le creo.

Froi se sintió avergonzado, pero Perri le dio en la barbilla con el pulgar.

—Yo tampoco lo haría, Froi. A tu edad.

—No lo entiendo —dijo Musgo—. Los muchachos del pueblo que van con Finnikin nos suplican que les dejemos entrenar con la Guardia.

—Sube a mi caballo —le dijo el capitán con un suspiro y el brazo aún extendido.

Froi no se atrevió a desobedecer y con el corazón pesado se sujetó mientras cabalgaban hacia el palacio. Mientras veía las Llanuras a ambos lados del camino, se percató de que le asustaba, toda esa gente y todo aquel trabajo que tenían que hacer, el modo en el que algunos aldeanos que habían trabajado a su alrededor dejaban sus herramientas de sembrar para ponerse a llorar. Los hombres también, no solo las mujeres, y era un llanto distinto al que Lady Celie había emitido en Belegonia. Era el tipo de llanto que le hacía llorar y muchas veces fingía que era tierra que se le había metido en los ojos. En el fondo, Froi quería volver a cuando se escondían en los bosques y no había tanta gente por la que sentir pena.

El capitán aminoró la marcha en un pueblo de las Llanuras donde todo el mundo parecía estar trabajando. Veía las torres por encima de los árboles a lo lejos y supo que casi estaban entrando en el pueblo del palacio.

—Es la finca de Lord August —le informó el capitán—. Este es el trato, Froi. Puedes quedarte a trabajar la tierra, pero nosotros elegiremos cuál. Continuarás las lecciones con el sacerdote real y harás feliz a la reina.

Froi le miró, sin comprender.

—Tal vez tengas razón. No conoces mucho este reino. Se tarda un tiempo en amar la tierra y a la gente que quieres proteger, sobre todo cuando los que te rodean tienen los ojos llenos de desconfianza. No estaría bien por nuestra parte esperar más de ti ahora.

—Pero algún día te lo volveremos a preguntar —continuó Perri.

Froi se los quedó mirando.

—Pero ¿y si soy el enemigo?

—¿El enemigo de quién, Froi? ¿De nuestra reina? —preguntó Perri.

—Nunca. De ella no.

—Pues ese es un comienzo, Froi.

Lo pensó durante un momento y luego miró el pueblo de Sayles.

—Mientras no tenga que vivir dentro de la casa grande con Lord Augie y Lady Abian —dijo—, porque si van a pasarse todas las noches follando…

—¡Froi!

El capitán se rio por segunda vez aquel día y a Froi le gustó aquel sonido.

—Las órdenes de la reina es que te quedes cerca —dijo Perri—. Haznos un favor, Froi. No desobedezcas las órdenes de la reina. Está horrible allí arriba, en las montañas.

Froi asintió.

—Me quedaré. Pero os equivocáis con la reina —dijo mientras se bajaba del caballo del capitán y miraba al pueblo del que iba a formar parte.

—¿Porque digo que está fatal estos días?

—No. Porque está en las montañas. La he visto. Esta mañana, pero guardé las distancias. No quería avergonzarla. Estaba fon los monteses y todos los de mi alrededor corrieron hacia el camino para saludarla. Había salido a ayudar en una aldea. Bal… Bal…

—Balconio —dijo el capitán. Maldijo e intercambió miradas con los demás—. Iré yo. Perri, ¿puedes volver al palacio y escoltar a Sir Topher hasta el pueblo de Balconio?

Froi miró al capitán, confundido.

—Todos quieren que Finnikin se una a ella y no ese príncipe de Osteria. ¿Por qué no está Finnikin fon ella?

El capitán suspiró.

—Por la misma razón que tú, Froi.

—¿Porque no se lo merece?

El capitán colocó una mano en el hombro de Froi mientras bajaban por el sendero hacia la casa de Lord August. A Froi le gustaba aquella sensación y comprendió por qué a Finnikin se le hinchaba el pecho cada vez que su padre estaba cerca.

—Está en los ojos de la reina —dijo el capitán— y ella sabe quién se lo merece mejor que nadie.

Trevanion vio a la reina en cuanto llegó. Estaba vestida con ropa de campesina, como los que la rodeaban, y trabajaba la tierra con la misma determinación que le había visto al caminar delante de ellos en el viaje a Lumatere. Uno de los aldeanos que estaba con ella señaló a Trevanion, ella se dio la vuelta y observó cómo desmontaba y caminaba a grandes zancadas en su dirección. El capitán vio sus hombros caídos como si la chica supiera que había llegado la hora. Sus guardias aparecieron a su lado y Trevanion los agarró a ambos, enfadado.

—Dijiste que no me perdieran de vista, capitán Trevanion, y eso es lo que han hecho —dijo la reina en calma.

—No necesitan que los defiendan, Su Alteza —contestó al tiempo que fulminaba con la mirada a los dos guardias antes de soltarlos.

Le pasó la azada a un trabajador que tenía al lado.

—¿Puedes continuar por mí, Naill?

—Por supuesto, mi reina.

Siguió a Trevanion hasta la casa solariega.

—Hay mucho trabajo que hacer aquí —dijo.

—Sí —admitió Trevanion—, pero no tienes que hacerlo tú. Aún tenemos cerradas las fronteras por miedo a una represalia por parte de los reinos que todavía no han reconocido tu reinado —explicó—. Hay colaboradores del rey impostor que aún tenemos que atrapar. Los Habitantes del Bosque no han salido de su escondite.

—Si regreso al palacio, me encerraréis como tú y Sir Topher hicisteis aquella vez en Pietrodore —le acusó—. O me tendréis rodeada por al menos diez miembros de la Guardia.

—Sí —dijo con sinceridad—, porque si algo os pasa, mi reina, no creo que sobreviviéramos.

—Entonces debo enseñar a mi pueblo cómo sobrevivir —respondió—, porque no pueden rendirse cada vez que algo le pase a su rey o a su reina.

—Sir Topher viene de camino —dijo y la tristeza en los ojos de la chica le impidió decir nada más.

Más tarde, cuando el sol empezó a desaparecer y el viento azotaba sus rostros, Sir Topher se sentó en la colina junto a la reina para contemplar a los trabajadores que había en el llano.

—El próximo verano tendremos un excedente de cereales, cebada y avena, y todos los reinos de nuestro alrededor estarán entusiasmados de importar nuestros productos —dijo—. El embajador también se ha encargado de asegurar el interés de los belegonianos en los productos del río y la exportación de las minas contentará a aquellos reinos que ya no quieran tratar con los sorelianos para obtener estaño. Y tenemos suficientes fondos para que nuestra gente no se muera de hambre hasta entonces. En dos años, Sir Topher, estaremos de camino hacia alguna especie de prosperidad.

—Y tal vez de una guerra —dijo, serio.

—He atravesado el prado de Grados —continuó como si él no hubiera hablado— e imaginé que podría parecerse a aquel que había cerca de la encrucijada, donde me puse enferma con el sacerdote real. Así que voy a plantar malvarrosas, fresas silvestres, narcisos, margaritas, caléndulas y aguileñas.

A pesar de sus palabras, estaba llorando y él olvidó el protocolo para rodearla con el brazo.

—He atravesado este reino muchas veces en las últimas semanas, Sir Topher —susurró entre lágrimas—. Muchas personas. Muchas historias tristes. ¡Ser responsables de tantas almas! ¿Cómo lo hacía mi padre?

—Con la misma expresión en su rostro que tenéis hoy vos, mi reina. Con miedo y esperanza.

Se enjugó las lágrimas.

—Isaboe —dijo con dulzura—, esta gente no necesita a otra campesina que les ayude a arar sus campos. Quieren a su reina. La quieren en palacio para que los dirija.

—¿Y también a un rey? —preguntó con desdén.

—Creo que ya has elegido a un rey —respondió en voz baja.

Ella puso los ojos en blanco.

—Cuando estoy con los monteses, se esconde en el Pueblo de la Roca, cuando estoy en el Pueblo de la Roca, se va a las Llanuras y cuando regrese al palacio, se esconderá con los monteses. Me he acostumbrado a no verle.

—Mientras ha estado… viajando por el reino, ha escrito la constitución del nuevo Lumatere, que quiere que repases. Creo que ha convencido al rey de Sarnak para que juzgue a los responsables de la masacre de nuestro pueblo.

—¿En la corte real de Sarnak o aquí?

—En estos momentos están en negociaciones. En la última correspondencia que recibí de Finnikin decía que el rey de Sarnak nos había invitado a su palacio. Por supuesto, os aconsejaremos que no asistáis. No hasta que sepamos que es completamente seguro. Finnikin también está en contra de la visita de Osteria y tiene razón. Es demasiado pronto. Cuando permitamos visitas a Lumatere, debemos asegurarnos de que nos hemos recuperado.

Ella suspiró y se quedó mirando la aldea donde algunos de los guardas estaban ayudando a cubrir con paja los tejados de las casas.

—Cuando vuelva, Isaboe, habrá tomado la decisión más importante, no solo de su vida sino para su reino. Tienes que tener paciencia.

—Pídeme también que mantenga mi orgullo porque se va reduciendo poco a poco a medida que pasan los días y no viene a verme.

—Ya sabes lo que siente por ti, Isaboe.

—No sé nada —dijo con tristeza—. No me da nada y así no puedo gobernar. Pero sé lo que mi gente quiere. Quieren que tenga un rey. Así que se lo daré, aunque no sea mi primera opción.

Trevanion los esperó en el camino hacia el palacio con varios miembros de la Guardia y los caballos.

—¿Montaréis a caballo, mi reina? —preguntó al acercarse, ofreciéndole las riendas.

—Preferiría caminar —dijo en voz baja.

Era el camino que el rey impostor y sus hombres habían usado para llevar a las mujeres y a las chicas de Lumatere hasta el palacio. El camino donde solían ahorcar a los hijos de los hombres que se rebelaban.

—Sería más fácil para nosotros si montarais, mi reina —sugirió Sir Topher.

Se detuvo un momento, con el rostro afligido mientras les miraba a ambos.

—La verdad es que… no creo que esté preparada para volver… a mi casa.

Trevanion se quedó callado al recordar la primera vez que había vuelto a entrar en palacio. Estaba aún lleno de escenas terribles que había presenciado aquella noche espantosa hacía tantos años.

—Te hemos preparado el ala este, Isaboe —dijo Sir Topher con dulzura—. No se ha tocado desde las últimas cinco décadas.

Ella asintió con una expresión de alivio en el rostro.

—Si prometo volver al día siguiente de descanso, entonces podremos invitar a la gente para que lo celebre conmigo. Podría ser una celebración de nuestro viaje de vuelta a alguna especie de normalidad.

Sus ojos reflejaban súplica.

—Eso será dentro de cinco días —dijo Sir Topher a regañadientes.

—La sacerdotisa de Lagrami ha trasladado a sus novicias a su monasterio original y tiene ganas de que la visite. El monasterio no está lejos del palacio, así que sería el lugar perfecto donde quedarme hasta entonces. Puedo visitar a la gente del pueblo del palacio. Una vez fueron mis vecinos y nos trataron a mis hermanos y a mí como si fuéramos de los suyos.

Se esforzó por contener las lágrimas.

Sir Topher miró a Trevanion y asintió.

—Yo iré delante hacia el monasterio y haré que Lady Milla organice las festividades para celebrar el regreso al palacio.

Mientras avanzaban, Trevanion le repitió con educación que montara a caballo.

—He oído que encontrasteis a Froi —dijo la chica, ignorándolo con buenos modales—. Echadle un ojo, capitán Trevanion. Dejadle jugar a los campesinos, pero recordadle que pertenece a la reina.

—Cree que no se lo merece.

Se detuvo un momento.

—¿Froi es ahora humilde?

Una leve sonrisa pasó rozando los labios de Trevanion.

—Por un instante o dos.

—Cuando le reclame, no tendrá derecho a negarse.

—Aun así no habéis ejercido ese derecho para llamar a Finnikin.

Volvió a detenerse.

—Habláis fuera de lugar, capitán, y ya se ha hablado demasiado sobre la ausencia de vuestro hijo.

El capitán asintió.

—Os pido disculpas.

—¿Por qué parte pedís disculpas? —preguntó.

—¿Por qué parte queréis que me disculpe?

Mantuvo su mirada y él recordó lo firme que había sido en la prisión de las minas. Suspiró, posó los ojos más allá de ella, hacia donde las Llanuras comenzaban a parecer fértiles y oscuras, y la tierra estaba en montículos perfectamente alineados.

—Pertenezco a la reina y a mi país en primer lugar —dijo al cabo de un rato—, pero soy su padre, Isaboe. Me tendrás que perdonar esta vez por hablar sin rodeos, pero siempre he querido arrancar el corazón de los que le causan dolor, y seas Evanjalin o la reina, tienes ese poder. Siempre lo tendrás. Pido disculpas por sentirme así.

—¿Y crees que usaría tal poder?

No respondió y siguió caminando.

—Cuando llega el momento de arrancarle el corazón al que le cause dolor, capitán Trevanion, tened en cuenta que lucharé con vos por ir la primera —dijo con vehemencia.

Después de unos instantes, el hombre sonrió.

—¿Montaréis a caballo, mi reina?

—No —contestó, también con una sonrisa.

Pasaron por Sennington y los aldeanos corrieron al camino para saludarla.

—¿Está Lady Beatriss en casa, Tarah? —preguntó a una de las campesinas, cuyas mejillas se sonrojaron con placer al ver que la reina usaba su nombre.

—No debería tardar, mi reina. Ha bajado al río con Vestie.

La reina sonrió para darle las gracias y cogió los regalitos que le habían hecho los niños.

—¿Podríais localizar a Lady Beatriss, capitán Trevanion? —preguntó, sin apartar la vista de los aldeanos—. Me gustaría descansar aquí un poco antes de presentarme ante la sacerdotisa.

Trevanion sabía exactamente dónde encontrar a Beatriss. La había visto muchas veces desaparecer detrás de la casa solariega y caminar hacia el río. Una parte de él quería guardar las distancias y llamarla en vez de acercarse a ella junto a aquel árbol, pero el anhelo en su interior era demasiado fuerte y terminó andando en su dirección. No obstante, no pudo recorrer todo el camino. Sabía lo que había ante él. Una tumba. Con más cosas enterradas aparte de su bebé muerto. Como la mayoría de días, Beatriss estaba con su hija y él se preguntó cómo podía adorar un recordatorio de las atrocidades que el rey impostor y sus hombres habían cometido con su cuerpo.

—La reina os espera para veros, Lady Beatriss —dijo desde su posición en la cuesta.

Ella asintió como si fuera lo más natural del mundo que él estuviera allí y entonces caminó en su dirección.

—¿Regresa al palacio? —preguntó.

—Sí.

La niña le miró desde donde estaba junto a la tumba y él le devolvió la mirada a aquella extraña Beatriss en miniatura. Pero entonces volvió a entretenerse con unas semillas.

—Tu silencio dificulta la situación, Trevanion —dijo Beatriss en voz baja—. Estaría mal fingir que no tenemos nada que decirnos, así que seré yo la que hable. No puedo volver a ser la que era ni desear lo que una vez sentí. La idea de que un hombre me toque, cualquier hombre…

Tragó saliva, incapaz de terminar la frase, y él asintió, conteniendo algo en su interior que le dolía pronunciar. Se dio la vuelta para marcharse mientras tenía la sensación de que se le separaban las entrañas.

Su voz le detuvo.

—Me levantaba con tu nombre en mis labios todas las mañanas. Como una oración de esperanza. Por ahora, es lo único que puedo ofrecer.

Él vaciló al recordar algo que le había dicho Finnikin durante el viaje. Que de alguna manera, incluso en los peores momentos, los fragmentos más diminutos del bien sobreviven. Era la mano que guardaba esos fragmentos lo que contaba.

—Pues por ahora, mi Lady Beatriss —dijo—, lo que ofrecéis es más que suficiente para mí. Esperaré.

Ella suspiró y negó con la cabeza.

—¿Cuánto tiempo esperarás, Trevanion? ¡Un hombre como tú!

—Un hombre como yo esperará lo que haga falta.

Se quedaron allí, contemplando a la niña mientras esparcía semillas por la tumba, tarareando una dulce melodía para sus adentros. Cuando tiró la tacita donde guardaba las semillas, Trevanion se acercó a donde estaba la niña junto a la lápida y leyó las palabras que había inscritas: Evanjalin. Querida hija de Trevanion y Beatriss.

Se agachó a recoger la taza para dejarla en la mano de la niña. En la tierra junto a la tumba había una semilla aislada. Mientras la ponía sobre el fértil montículo de tierra, notó unos diminutos dedos haciendo presión sobre los suyos.

—Así —dijo Vestie, dándole unas palmaditas en la mano—. Para que la semilla germine.