Desde donde se encontraba Trevanion tan solo se veían tocones quemados y una nube de humo acre. Había pasado una semana desde que llegaron a Lumatere. Más tiempo desde que el destronado rey impostor comenzara a oír los extraños susurros entre aquellos que vivían en el interior del reino sobre el retorno de la heredera. Como castigo, los hombres del impostor habían incendiado todo el reino. Habían destruido casi todas las granjas y las zonas cultivables de las Llanuras. En aquella aldea tan solo había sobrevivido la casa solariega. A diferencia de otras partes de Lumatere, donde ya habían comenzado a reconstruir y a arar la tierra, esos campos tendrían que limpiarse antes de que se pudiera comenzar a cultivar de nuevo. Sin embargo, cada día que pasaba por allí, y se resistía al impulso de detenerse, Trevanion les veía trabajar. Era el pueblo de Sennington. El pueblo de Beatriss.
Desmontó en el camino y se apeó para llevar al caballo de la rienda a lo largo de la estrecha senda que conducía a la casa. Había unos cuantos hombres cargando varios carros con escombros y grandes trozos de madera. Eran los restos quemados del pueblo. Los trabajadores dejaron sus tareas al verlo pasar para después intercambiar miradas y señalar con la cabeza en su dirección.
Llegó a la puerta principal y llamó. Al no recibir respuesta, entró con prudencia siguiendo el parloteo de una conversación en el salón. Tuvo la sensación de que la mayor parte de la aldea de Sennington se encontraba en aquella estancia. Reconoció a varios exiliados entre ellos. Algunos estaban de pie, pero la mayoría se hallaban sentados alrededor de una mesa larga comiendo mazorcas de maíz y tomando sopa. Supuso que en los cuencos no habría mucho más que agua tibia con algo de sabor, pero la conversación era muy animada.
Y en ese momento se dieron cuenta de su presencia.
La estancia se quedó en silencio. De repente, allí estaba ella, de pie al lado del hornillo. Lady Beatriss le miró fijamente, con un cazo en la mano. Se había cortado el cabello, que antaño era una larga cascada cobriza, hasta dejarlo en una melena corta que enmarcaba un rostro moreno por los rayos del sol. Estaba más delgada de lo que recordaba, pero ni los exiliados ni los que habían quedado atrapados dentro tenían demasiada carne en el cuerpo. Se sintió incómodo bajo su mirada, como si no fuera más que un intruso.
—Lady Beatriss.
Todos siguieron callados, hasta que uno de los presentes se puso en pie. Trevanion le recordó. Era uno de los primos de Beatriss, un mercader acaudalado que había pasado buena parte de su vida viajando de aquí para allá. Excepto en los diez años anteriores.
—Capitán Trevanion. Bienvenido a casa.
El hombre mayor le hizo una reverencia.
—Os pido disculpas por mi falta de tacto, capitán Trevanion —dijo por fin Beatriss al tiempo que se le acercaba con la mano extendida.
Una parte de él quiso echarse a reír ante la idea de que debían estrecharse la mano. Los extraños y los conocidos se estrechaban la mano. No lo hacían un hombre y una mujer que habían fecundado una hija. No lo hacían dos amantes que habían gritado juntos de placer en la madrugada, cuando el resto del mundo estaba dormido, mientras sus cuerpos se decían en silencio que no se separarían nunca.
Su voz era la misma, quizás un poco más fuerte y firme. Sin embargo, su mirada había cambiado. Él solo recordaba que ella le miraba llena de confianza o que miraba llena de afecto y de alegría a alguna de las princesas o los niños más pequeños. Trevanion había visto desde lejos a lo largo de la semana anterior la ternura con la que trataba a la niña, pero su inocencia y su carácter abierto habían desaparecido.
El silencio se volvió incómodo. Trevanion deseó con todas sus fuerzas que Finnikin estuviera a su lado. Su hijo sabría qué decir. Los cautivaría a todos con su sinceridad y los impresionaría con su fervor y sus conocimientos. Nadie se movió para dejarle sitio, pero Trevanion no pudo culparles por ello. Lady Beatriss de las Llanuras jamás habría sido arrestada y torturada, jamás habría sufrido los horrores a los que la habían sometido si él no la hubiera amado.
La niña apareció en la puerta. Trevanion la había visto a menudo a lo largo de la semana anterior, en la aldea del palacio, donde los miembros de la Guardia daban tanto alimentos como instrucciones. En cada una de esas ocasiones, ver a la hija de otro hombre le había hecho sentir como si le hurgaran con un hacha embotada en las entrañas.
La niña se agarró a su madre y levantó la mirada hacia Trevanion. De repente, él fue muy consciente del aspecto que tenía. Se llevó la mano al cabello lleno de nudos enredados. Había tenido que atender asuntos mucho más urgentes a lo largo de la semana anterior, aunque Lady Abian le había hecho llamar para que se pudiera ocupar de su cabello y su barba. Se sintió igual que cuando estaba encerrado en las minas de Sorel y Finnikin le vio por primera vez. Avergonzado.
—Lamento haberos molestado —dijo en voz baja antes de salir de forma abrupta de la estancia.
Ya había recorrido la mitad del sendero y estaba a punto de llegar a su caballo, cuando se dio cuenta de que la niña le seguía. La cría no le dijo nada y simplemente le miró mientras se esforzaba por alcanzarle. Su pequeño rostro estaba enmarcado por una espesa cabellera rizada de color cobrizo y los grandes ojos con los que le miraba eran de un tono azul intenso.
—¡Vestie!
Ambos se giraron y vieron que Beatriss se apresuraba en llegar hasta ellos. Se levantó el borde de la falda para no tropezar. Cuando llegó a su hija la agarró de la mano. Trevanion se fijó en el brazo de la niña y vio los arañazos que le había causado su reina en su desesperación.
—Os pido disculpas por su descaro, capitán Trevanion —le dijo Beatriss—. Hay mucha gente nueva que pasa por aquí y debe de ser irresistible para nuestros niños.
Sus niños. No los de él.
Miró a su alrededor, al pueblo, o lo que quedaba de él, para distraer la atención un momento.
—Os recomendaría que trasladarais a vuestra gente a Fenton —le dijo con voz brusca—. Allí hay una zona de terreno fértil del mismo tamaño que Sennington.
Vio que palidecía.
—¿Que saque a mis aldeanos de su hogar?
—Aquí ya no queda nada, Lady Beatriss.
Ella recorrió con la vista la tierra ennegrecida a su alrededor.
—Capitán Trevanion, que me quemen la tierra ha sido una constante a lo largo de estos diez últimos años.
«Pero Beatriss la Intrépida se niega a dejar de sembrar».
La niña miraba a uno y luego a la otra.
—¿Os importaría recibir la semana que viene a Sir Topher y a mi hijo para ayudarles con la elaboración del censo? —le pidió—. He oído decir que vos y vuestros aldeanos conserváis los mejores archivos, y necesitamos ayuda para localizar nombres… personas… tumbas.
Ella hizo un gesto de asentimiento y él caminó hacia su caballo. La voz de Beatriss le hizo detenerse de nuevo.
—Me alegra mucho que os hayáis reunido con vuestro querido hijo.
—Por desgracia, ya no es un niño. —Se quedó pensativo unos instantes y luego asintió—. Pero sí, es una alegría de todos modos.
—Finnikin —dijo la niña.
Trevanion la miró y la expresión de sus ojos pareció atemorizar a Beatriss, pero no a la niña. Ella le devolvió la mirada con una expresión inquisitiva en la cara, como si quisiera reconocerle. Cuando la incomodidad del momento y el silencio se hicieron insoportables, Trevanion se subió al caballo y se alejó cabalgando.
Cuando Finnikin volvió a su hogar en el Pueblo de la Roca, su tía abuela Celestina lloró durante lo que le pareció una eternidad. Aunque se sentía como un extraño entre la gente de su propia madre, les dejó alborotar a su alrededor, aunque lo hicieron con cierta timidez y duda. Al principio pensó que se debía a que era uno de los pocos exiliados de la Roca, pero una noche, cuando su tía abuela le besó en la frente, vio el centelleo en su mirada.
—Finnikin, ¿es cierto que la reina te ha elegido para que seas su rey?
—Tía Celestina, no hables de esas cosas cuando todavía hay tanta tristeza en el reino —le contestó él en voz baja.
Aunque Sir Topher ya le había enviado varios mensajes solicitando su presencia, Finnikin no se vio capaz de recorrer el camino que llevaba hasta el palacio. En vez de eso, se concentró en la tarea que le había encargado el Primer Caballero de la reina: buscar a todos y cada uno de los habitantes inscritos en el último censo. Inició la búsqueda con el corazón apesadumbrado, pero lo que comenzó siendo una tarea en la que debía hacer preguntas dolorosas, se convirtió en algo que marcó el final de los años de silencio para su gente.
—Cuénteme —solía sugerir allá donde fuera.
Era lo que la novicia Evanjalin le había permitido hacer en la roca de Sorel. A la gente le había ocurrido lo que la reina temía. Nadie había hablado en los últimos diez años. Habían susurrado para sobrevivir. Habían murmurado maldiciones en voz baja. Habían musitado planes en lo más profundo de la noche. Incluso habían intercambiado palabras de amor. Pero nadie había contado lo que le había pasado, no hasta que Finnikin se lo pidió.
Se dedicó a escuchar a lo largo de los días siguientes. Lo hizo sentado a sus mesas, si eran tan afortunados como para tener un techo sobre sus cabezas, caminando a su lado mientras trabajaban juntos tirando del arado, o mientras arrojaban haces de paja para cubrir tejados. Oyó relatos de angustia de gente tan rota como la tierra que estaban reconstruyendo. Vio más lágrimas en esos días que en toda su vida anterior, pero escribió con mano firme para que las vidas de esos lumateranos no quedaran olvidadas. Pensó que quizás aquellas crónicas se leerían en los siglos venideros. Quizá servirían como disuasión. Era incapaz de creer que nadie que leyera aquellos relatos llenos de actos malvados pudiera permitir que ocurrieran de nuevo. Jamás había amado tanto a sus conciudadanos de Lumatere como en aquellos momentos, cuando le contaban aquellos hechos terroríficos.
—Si alguien los desafiaba o se resistía, los hombres del rey cabrón regresaban al día siguiente —le contó Jorge de las Llanuras—. «Elegid a alguien», nos decían. —El hombre contuvo un sollozo—. «Elegid a alguien que queráis para que muera. Si no lo hacéis, mataremos a toda la familia. A todo el pueblo».
—Los hombres caían de rodillas diciendo «Llevadme a mí. Llevadme a mí» —le explicó Roison del Río.
—Nos sentábamos a discutir sobre ello, Finnikin —susurró Egbert de la Roca—. Lo decidíamos como una familia, quién debía morir entre nosotros si nos veíamos obligados a elegir. Era mejor tomar la decisión como una familia en vez de en los momentos en los que no había tiempo ni para despedirse.
—Entonces, ¿elegían a los hijos? —preguntó Finnikin, que se sintió asqueado ante la idea de que su padre se viera obligado a tomar semejante decisión.
El hombre le miró con la cara cubierta de lágrimas.
—No —le respondió negando con la cabeza—. Ningún padre estaba dispuesto a dejar con vida a su hija para que la violaran y abusaran de ella. Elegimos a nuestras hijas. Siempre a nuestras hijas.
Tal y como Finnikin y Trevanion se esperaban, el tesoro real estaba prácticamente intacto. La maldición implicaba que el rey impostor y sus secuaces no tuvieran oportunidad alguna de malgastar el oro. Los caballos y los bueyes comprados en Osteria y Belegonia fueron una ayuda muy necesaria para arar las Llanuras. La construcción de casas se convirtió en una prioridad. Tanto Osteria como Belegonia ofrecieron voluntarios para ayudar con las tareas de reconstrucción, pero Trevanion se negó a aceptar extranjeros en Lumatere y mantuvo bien vigiladas las fronteras. La Guardia llevó durante la primera semana las frutas y verduras que consiguieron en Osteria y se dedicaron a cazar venados y conejos. La actividad en el río comenzó a finales de la segunda semana y la primera de las barcazas llegó río arriba procedente de Belegonia. Finnikin se quedó con Sefton y los demás muchachos para contemplar a su padre mientras supervisaba el desembarco de las mercancías. A Trevanion le habían cortado el cabello y la barba de un modo muy parecido al del resto de los miembros de la Guardia, lo que le hacía parecerse al antiguo capitán. Sin embargo, en sus ojos permanecía aquella mirada angustiada, por lo que Finnikin supo que todavía pasaría mucho tiempo antes de que se cantaran canciones en la ribera del río y que en el aire resonaran las risas.
Finnikin viajó con Sir Topher para visitar a Lady Beatriss. La había visto durante un momento a principios de esa semana en la aldea del palacio, pero no había querido acercarse por temor a no saber qué decir. En cambio, cuando estuvo delante de ella en el salón de su casa solariega, se dio cuenta de que no eran necesarias las palabras. Ella le tomó la cara con las manos y le besó con suavidad en la frente. Luego les indicó con un gesto que se sentaran y comenzó a preparar el té.
—Por favor, no me sirváis, Lady Beatriss. Me humilla que lo hagáis —dijo Finnikin.
—Debería humillarte que te sirviera cualquiera —contestó ella con voz suave, sin que fuera una reprimenda.
Sir Topher dejó sobre la mesa las páginas de los registros que llevaban hasta ese momento.
—Ya tenemos anotados los nombres de todos los exiliados. Si hay una cruz al lado del nombre, sabemos que murió fuera del reino. Si tiene dos, sabemos que está vivo —le explicó Sir Topher.
Ella se le quedó mirando un momento.
—¿Exiliados? Nosotros os llamamos «nuestros perdidos». —Luego miró los archivos que tenía delante de ella y pasó los dedos con suavidad por encima de los nombres. Se le escapó un leve sonido entre los labios y se tapó la boca con una mano—. ¿Lord Selric y su familia?
Sir Topher asintió con gesto sobrio.
—Se produjo una plaga en Charyn. Hace tres años.
—¿Todos ellos? ¿Todos esos preciosos niños? —preguntó Beatriss en voz baja.
Sir Topher carraspeó e hizo un nuevo gesto de asentimiento.
Ella volvió a repasar la lista.
—¿La familia de Sym el alfarero?
—Sarnak —le respondió Finnikin con voz seca.
El rostro de Lady Beatriss se volvió pálido.
—Sarnak —repitió con un susurro—. La reina nos habló de eso ayer mismo, cuando visité el monasterio de Sagrami con Lady Abian. Fui capaz de decirle a la reina cuándo tuvo lugar con exactitud aquella matanza. Mi Vestie tenía tres años cuando estuvo gritando durante días hasta quedarse sin voz. Lo único que pude hacer fue sentarme a su lado y cuidarla. Tesadora le dio un tónico para hacerla dormir. No teníamos ni idea de qué era lo que había ocurrido, solo que había sido catastrófico para nuestra gente.
—La reina caminó en vuestros sueños esa noche y nos dijo que fue la razón por la que viajó hasta el monasterio de Sendecane —le informó con suavidad Sir Topher.
—Nunca fui consciente de que caminaba en mis sueños. Fue toda una sorpresa cuando la reina me lo contó. No pudimos preguntarle a Vestie durante mucho tiempo, porque comenzó a hablar tarde, y aun entonces solo era capaz de decir unas pocas palabras. Pero siempre sentí que había algo diferente en mi niña durante esos días de cada mes.
—¿Bueno o malo? —quiso saber Finnikin.
—A diferencia de lo que le ocurría a la reina o a Tesadora, para Vestie solía ser una experiencia pacífica. Tesadora fue capaz de mantener la oscuridad fuera de ella. Pero durante el periodo de agitación de Vestie, que ahora sabemos que correspondió a la matanza de Sarnak, recuerdo que le recé a la Diosa Lagrami para que protegiera a la reina, y nuestra Diosa la envió a Sendecane, donde estuvo a salvo y en paz durante un tiempo.
—Entonces, ¿sabíais desde el principio que era la reina? —preguntó Finnikin.
Lady Beatriss asintió.
—La única palabra que Vestie dijo durante mucho tiempo fue «Isaboe». Pero será mejor que le preguntes a Tesadora sobre la conexión que existe entre Vestie y la reina. Existen cosas en esta magia y en esta maldición que jamás entenderé.
Levantó la vista al notar la mirada de Finnikin centrada en ella.
—¿Hablasteis con la reina? ¿Ayer mismo? —Él no había visto a Isaboe desde el día en el que la dejó en el carro de Tesadora—. Pero ni siquiera los miembros de la Guardia han podido entrar en el monasterio.
—Tesadora no permite que ningún hombre se acerque a las chicas.
—Lady Beatriss, nosotros jamás les haríamos daño —le aseguró Sir Topher.
—El daño ya está hecho, Sir Topher. El aburrimiento convirtió en monstruos al rey cabrón y a sus hombres. Primero asaltaron el monasterio de Lagrami. Estaba cerca del palacio y las novicias no tenían protección alguna. La noche que los hombres del rey impostor atacaron el monasterio, todas acabaron violadas. Ninguna se libró, ni siquiera la sacerdotisa. Una noche, todas desaparecieron, y aunque sospechaba que a las novicias de Sagrami y Tesadora se las habían llevado para ponerlas a salvo, pasaron muchos meses hasta que lo supe con certeza.
—¿El rey impostor no sospechó dónde se encontraban las novicias y no atacó el monasterio de Sagrami? —quiso saber Finnikin.
—Ah, sí que lo sabía —respondió ella con amargura—. Pero si había alguien a quien temía en este reino, era a Tesadora. Su madre había maldecido a todo el reino, y se rumoreaba que su hija era todavía más poderosa.
Tal y como le había ocurrido a lo largo de la semana anterior, Finnikin deseó poder destrozar a alguien con sus propias manos. Quiso ser como Trevanion, como Perri, y olvidarse del protocolo. El día anterior, su padre y algunos de los guardias superiores habían entrado en los calabozos del palacio para interrogar al rey impostor y a sus guerreros supervivientes. Finnikin sabía que habían hablado poco y que los aullidos de los prisioneros se oyeron por todo el palacio. Recordó la expresión de la cara de Sir Topher cuando entraron más tarde y vieron las paredes de la mazmorra manchadas de sangre. Sin duda, había horror en aquel rostro, pero sobre todo satisfacción.
—Quiero hacerte una petición en su nombre, Finnikin. ¿Podrías decirle a tu padre que retirara alguno de los guardias que hay alrededor del monasterio?
Finnikin negó con la cabeza.
—No mientras la reina esté detrás de sus muros —le respondió con firmeza—. Tesadora no tardará en tener que dejarles pasar. La yata de la reina y los monteses querrán tenerla con ellos durante un breve periodo de tiempo antes de que regrese a su hogar.
—Su yata está con ella ahora mismo.
—Lady Beatriss —empezó a decir Finnikin esforzándose por no mostrar su frustración—, ¿es que no veis un problema en el hecho de que el Primer Caballero de la reina y el capitán de su Guardia tengan que obtener información sobre su estado a través de vos?
Ella le miró con una expresión penetrante.
—Finnikin, estoy convencida de que la reina estaría encantada de hablar contigo si la visitaras.
—¿Es que lo ha pedido ella? —preguntó en voz baja.
—¿Hace falta que lo haga?
Esta vez sí que había cierto tono de reprimenda en la voz.
—Finnikin no tardará en hablar con la reina —dijo Sir Topher—. En cuanto siga el ejemplo de su padre y se corte el cabello hasta tener un aspecto… presentable.
Finnikin se quedó mirando a su mentor sin dar crédito, pero Sir Topher hizo caso omiso de aquella mirada.
—Es lo que la gente de Lumatere espera de alguien que ellos creen que se va a unir con la reina —añadió Sir Topher.
—¿Qué?
Sir Topher soltó un suspiro.
—Finnikin, sé que puedo hablar de estas cosas delante de Lady Beatriss. La gente de Lumatere querrá que la reina…
El gruñido que Finnikin emitió hizo que Sir Topher se callara en seco.
—La gente de Lumatere intenta reconstruir sus vidas, Sir Topher. Lo último en lo que están pensando es en a quién elige la reina para unirse.
Sin embargo, Finnikin sabía que eso no era cierto, porque ya le habían preguntado en varias ocasiones a lo largo de las dos semanas anteriores si los rumores eran ciertos.
—Qué equivocado estás, Finnikin —le reprendió Lady Beatriss—. La reina lo es todo para nuestra gente. Es la líder de nuestra tierra. Como mujer soltera es vulnerable. Cuando Lumatere celebre nuestra reunificación, la gente esperará que ella haya tomado una decisión a ese respecto para que pueda seguir dirigiendo el reino. Desde que la palabra que apareció en el brazo de Vestie indicó la posibilidad de un regreso, solo se ha hablado de ti.
—¿Y es que yo no tengo que decir nada al respecto?
Finnikin estaba furioso, pero Beatriss no pareció amedrentada.
Sir Topher estaba exasperado.
—Finnikin, estás enamorado de ella desde el momento en el que trepasteis a aquella roca de Sendecane.
—Cuando era una novicia, no una reina.
—Ah, ya entiendo.
La mirada de Lady Beatriss mostró su decepción.
—No, no creo que lo entendáis, Lady Beatriss.
—Si tú fueras el rey y ella una simple novicia, ¿la elegirías para ser tu reina? —le preguntó ella.
Esta vez no fue capaz de mentir. No a Beatriss.
—Sí —respondió en voz baja.
—¿Pero la reina no puede elegirte a ti?
De repente, sintió que tenía ocho años de nuevo y Lady Beatriss le estaba regañando por atar a Isaboe a un poste con sus propios cabellos.
—Si se trata de poder, quizás entonces no seas la persona adecuada para la reina, después de todo.
—El príncipe de Osteria ha mostrado interés por la reina —comentó Sir Topher.
—He oído decir que es un mocetón muy apuesto —le respondió Lady Beatriss con voz amable antes de desaparecer en la otra habitación.
Finnikin no dejó de mirar con hosquedad a Sir Topher, pero este siguió sin hacerle caso. En vez de eso, se volvió hacia Lady Beatriss, que regresó con un enorme libro en las manos. Lo colocó en la mesa delante de ellos.
—Aquí están los muertos —dijo abriendo una página—. Al lado de cada nombre está el modo en el que murieron. —Abrió otra página—. Aquí están las detenciones. Aquí los ataques a nuestras propiedades, aunque dejamos de anotarlos después de los dos primeros años.
Finnikin señaló los nombres escritos con tinta roja.
Ella le miró fijamente.
—Informantes.
—¿Traidores?
Lady Beatriss se encogió de hombros.
—Lo que hicieran o lo que dijeran los mantuvo a salvo de cualquier clase de castigo. Me avergüenza decir que los miembros de la nobleza fueron los peores. Nos hubieran venido bien Lord Augie y Lady Abian. Y me imagino que Lord Selric hubiera tenido el mismo comportamiento noble.
—Vuestros actos han sido intachables, Lady Beatriss —le dijo Finnikin—. Vuestro nombre ha sido alabado en numerosas ocasiones a lo largo de estas dos semanas en todos los lugares en los que he estado. Fuisteis más allá del cumplimiento de vuestro deber como ciudadana.
—Las circunstancias se presentaron y en unos momentos en los que no teníamos elección. No me quedó más remedio que trabajar para el bienestar de la gente. Quizá si hubiera tenido unas circunstancias diferentes, me habría comportado como los demás nobles.
—Lady Beatriss, ¿cómo es posible que sobrevivierais cuando todos los exiliados os creían muerta? —le preguntó con voz amable.
—Finnikin, quizá Lady Beatriss preferiría no hablar de eso en estos momentos —le dijo Sir Topher.
Finnikin le sostuvo la mirada a Lady Beatriss.
—Mi padre lloró diez años vuestra muerte.
—Finnikin —le advirtió Sir Topher.
—Los nacimientos —dijo ella en voz baja, dejando en el aire la pregunta de Finnikin—. Somos mil novecientos veintitrés según el último recuento. Es difícil determinarlo con los Habitantes del Bosque. Algunos sobrevivieron, quizás escondidos por nuestra gente durante aquellos días. Jamás los he visto en persona, pero Tesadora ha insinuado algo sobre su existencia en los bosques que se encuentran más allá del monasterio.
—Aun así Tesadora os dejó formar parte de su mundo con las novicias —comentó Finnikin.
Beatriss asintió.
—Pero ella se mantuvo muy reservada a pesar de todo. Al final quedaban tan pocos que no confiaban en nadie. —Se inclinó hacia delante para susurrar—. Tuvimos mucha suerte de que ocultara a las novicias de Lagrami y luego a las jóvenes.
Finnikin le cogió la mano con suavidad.
—El rey impostor y sus hombres ya no están en el poder. Ya no hay que tener miedo, así que debemos aprender a hablar en voz alta y a dejar de murmurar. Sé que eso es lo que quiere la reina.
Ella asintió con la cabeza.
—Las cosechas. —Le dio la vuelta a otra página—. Los días de oscuridad. —Señaló otra—. Los días de luz.
—¿Eso ocurría a menudo? —quiso saber Sir Topher.
Ella asintió de nuevo.
—Los cinco primeros años fueron los peores. Algunas semanas había un día tras otro de oscuridad. Temíamos que las cosechas se malograsen y eso nos condenara a morir de hambre. Ni siquiera los adoradores supervivientes de Sagrami sabían cómo controlarlo o lo que significaba. Por lo que parecía, las respuestas habían muerto junto a Seranonna.
Empujó el libro hacia Finnikin y se levantó para servir más té. Sir Topher se acercó a la ventana y miró al exterior.
—¿Ese es Gilbere de las Llanuras, Lady Beatriss?
—Sí, es mi primo.
—Estudiamos juntos cuando éramos niños. ¿Me disculpáis?
—Por supuesto.
Sir Topher se marchó y Finnikin comenzó a copiar las anotaciones del libro de Lady Beatriss en el suyo.
—Es porque volvió para cumplir lo que le había pedido su madre: que me salvara —dijo Lady Beatriss al cabo de un rato.
Finnikin dejó la pluma sobre la mesa.
—¿Tesadora?
Lady Beatriss asintió.
—Atemoriza bastante cuando la ves por primera vez, ¿verdad?
Él sonrió, algo avergonzado.
—Mide la mitad que yo, así que sería un tanto humillante para mí admitir algo así.
—Bueno, pues yo lo admitiré por ti —le respondió ella, riéndose. Luego se puso seria—. Seranonna y yo acabamos encerradas en la misma celda de los calabozos. Le permitieron una visita el día antes de las ejecuciones. Una novicia del monasterio de Lagrami. Vino a dar la bendición a las adoradoras de Sagrami para que así pudieran arrepentirse antes de morir. Recuerdo sentirme avergonzada al oír semejante acto de piedad por parte de una novicia de mi orden. Pero era un truco. La novicia era Tesadora, que se había cortado el cabello y se había vestido con la túnica de una novicia de Lagrami. Bendijo a Seranonna en el lenguaje de los antiguos y le puso en la mano a su madre una poción oculta en un pequeño frasco. Era una sustancia que la dejaría inconsciente. Todos los que la vieran pensarían que estaba muerta, pero Tesadora sabría la verdad y la reviviría.
Finnikin se puso pálido.
—Pero Seranonna os dio a vos la poción.
Beatriss asintió.
—Nunca lo hemos hablado, pero no soy capaz de imaginarme cómo se sintió Tesadora ese día cuando vio que los guardias sacaban a rastras a su madre a la plaza para ejecutarla. Cuando Seranonna gritó que yo estaba muerta, Tesadora supo que esas palabras iban dirigidas a ella. Eran un mensaje para que recuperara mi cuerpo y lo devolviera a la vida. Bebí la poción después de dar a luz y recé para no recuperar la conciencia. No tengo recuerdo alguno sobre lo que pasó durante la maldición. Lo único que sé es que Tesadora se aprovechó de la confusión y vino a buscarme. Dice que todavía tenía en brazos a tu hermana.
A Finnikin se le saltaron las lágrimas antes de que pudiera impedirlo.
—Tan solo vivió unos instantes y en esos momentos pronuncié su nombre en voz bien alta para que ella pudiera gritarlo algún día en los cielos. Sabía que era imposible que sobreviviera, porque era demasiado pequeña. La había llevado en mi seno menos de seis meses. Pero supo todo lo que era importante antes de morir. Que su padre se llamaba Trevanion, que el nombre de su madre era Beatriss y que tenía un hermano que se llamaba Finnikin. La llamé Evanjalin por la amada madre de Trevanion, y cuando mi querida Vestie nació cinco años después, te juro que la oí gritar ese nombre cuando salió por primera vez a este mundo, como si, de algún modo, el espíritu de Evanjalin hubiera entrado en ella. Puedes pensar que hablo como una loca por creer algo así, Finnikin, pero hay momentos en que veo cosas de tu padre en Vestie.
—He aprendido a aceptar lo inexplicable y no me considero un loco —respondió Finnikin.
—Cuando Tesadora me revivió en los calabozos, le supliqué que me dejara morir. Estaba aterrorizada. Sabía que el rey cabrón vendría a por mí otra vez, pero ella se negó a dejarme allí. Me sacó casi a rastras de los calabozos mientras las dos sollozábamos. Las suyas eran lágrimas de rabia, las mías, de miedo. Fue un día extraño y antinatural, Finnikin. La aldea del palacio estaba arrasada y las calles estaban vacías a excepción de aquellos que habían muerto aplastados bajo las casas. Vi a la gente gimiendo y aullando contra los muros del reino mientras los golpeaban con las manos desnudas. Mientras recorríamos el camino de las Llanuras nos cruzamos con gente que parecían muertos vivientes y que hablaban de una maldición, de que era imposible salir del reino. Fueron Tesadora y mis aldeanos quienes enterraron a mi hija. Junto al río. —Beatriss sacudió la cabeza, perdida en sus pensamientos—. Creo que ese día también enterré a tu padre.
—Pero él sigue vivo —le replicó él con brusquedad.
—Quiero que un día lo lleves allí, a la tumba —le respondió ella—. Para que pueda empezar a curarse. Veo tanto dolor en su mirada…
—¿Por qué no puede curarse con vos? —insistió Finnikin.
—Porque no soy ni la mitad de la persona que él amó una vez.
—Lady Beatriss, hay cosas que nunca cambian. ¿Podréis volver a amarle?
—¡Oh, Finnikin! —respondió ella con una enorme tristeza—. Después de todo lo que ha pasado, ¿cómo podremos ninguno volver a amar de nuevo?
Finnikin volvió por el camino que llevaba al palacio junto a su mentor.
—¿Te dijo algo? —preguntó Sir Topher.
Finnikin le miró sorprendido.
—¿Os marchasteis porque creíais que lo haría?
—No. La verdad es que quería ver a mi amigo de la niñez —respondió con una sonrisa—. Pero vi con claridad que Lady Beatriss necesitaba hablar y hace muchos años que aprendí que la gente te cuenta cosas que no le contaría a nadie más.
—Una buena habilidad para el pupilo del Primer Caballero de la reina, ¿verdad? —comentó Finnikin.
—Eso está muy por encima de cualquier habilidad que pueda aprender un pupilo —contestó Sir Topher con voz solemne—. O el propio Primer Caballero de la reina, ya puestos. —Soltó un suspiro y miró a su alrededor—. ¿Tienes idea de dónde puede estar nuestro muchacho?
—¿Froi? Quién sabe. Si se ha marchado del reino, no quiero ser yo quien se lo tenga que decir a la reina. Mandé a Sefton y a los chicos de la aldea a que lo buscaran.
Oyeron el golpeteo de los cascos de unos caballos a sus espaldas. Un momento después aparecieron Trevanion y Musgo.
—Algo malo ha pasado —murmuró Finnikin con el corazón casi desbocado.
Trevanion y Musgo llegaron a su altura con una expresión adusta en sus rostros.
—¿Isaboe? —preguntó Finnikin.
Trevanion negó con la cabeza. Finnikin notó la rabia contenida de su padre.
—El rey impostor y sus hombres —dijo Trevanion con brusquedad—. Están muertos.