Capítulo 26

Cuando por fin se acabó todo y Trevanion miró cara a cara al impostor, se preguntó cómo un ser humano de aspecto tan patético había sido capaz de crear semejante desesperación en sus vidas. Había dado la orden directa de que se mantuviera con vida al impostor y a nueve de sus hombres, pero él mismo tuvo que luchar contra el impulso de clavarle la espada en el corazón.

—Trevanion —le dijo Finnikin en voz baja mientras uno de los guardias metía a los prisioneros en un carro.

Todos llevaban una mordaza en la boca e iban encadenados de pies y manos. Trevanion sabía que todos y cada uno de los miembros de la Guardia estaban ansiosos por arrancarles la vida a aquellos cabrones.

—No te preocupes, Finn. Llegarán vivos —le respondió con voz grave—. Aunque quizá no lo hagan de una sola pieza.

Para cuando regresaron a la aldea del palacio, los muertos y los moribundos ya habían sido arrastrados hasta la plaza principal. Los aldeanos atendían a los heridos. Trevanion sospechaba que habían salido de sus casas en mitad de la noche, cuando la batalla se encontraba en su momento más encarnizado. El mundo estaba en silencio. Los únicos sonidos que se oían eran los gemidos de los moribundos. No era lugar para celebraciones ni festejos.

—Capitán, estáis herido —le dijo Froi mientras seguía a Trevanion serpenteando entre la gente en dirección a Perri.

—¿A cuántos hemos perdido? —le preguntó.

—Demasiados —murmuró Perri—. ¿Y el rey impostor?

—Encerrado en palacio, junto al resto de sus secuaces —le informó Trevanion mientras miraba el triste panorama que se extendía a su alrededor.

Cuando preguntó por la reina, notó el nerviosismo de Froi, casi como si el muchacho hubiese dejado de respirar.

—Está con las novicias del claustro de Sagrami —le contestó Perri en voz baja.

—Tenemos que contarlos —dijo Trevanion señalando a donde estaban apilando a los muertos, en el borde de la plaza.

La expresión de la cara de Froi fue de aceptación.

—Ya sé. Voy a hacer algo útil y contaré a los muertos.

Trevanion le agarró del brazo.

—No, es una tarea lamentable. Es mía, no tuya. Vuelve al Valle de la Tranquilidad y dile a Sir Topher que Lumatere ha quedado libre del rey impostor. Luego busca al sacerdote real y tráelo a casa.

Trevanion miró hacia donde se encontraba August de las Llanuras. Estaba sentado con la cabeza apoyada en las manos, entre el cuerpo del marido de su hermana y Matin, uno de los hombres de Augie. Recordó el entusiasmo de aquella noche en la casa de Augie, las bromas y la intensa lealtad que existía entre todos aquellos camaradas y parientes. La llave que Matin le había enseñado. «Es la llave de mi casa en Lumatere. La llevo siempre en el bolsillo para recordar que algún día volveré».

Trevanion había visto morir a Saro, lo mismo que a Ced, uno de los guardias más jóvenes. Había sido el primero en entrar en el palacio y el primero de sus hombres en morir. Ced era el último de su estirpe. Trevanion ya echaba en falta su presencia. En la morgue improvisada, cerró los ojos de uno de los hombres que habían rescatado de los charynitas en el río, hacía menos de siete días.

Y fue entonces cuando Trevanion la vio. Cuando el sol comenzó a aparecer en el cielo de color rojo sangre mientras Lumatere seguía ardiendo. Estaba en el borde de la plaza, con una pila de ropa blanca en los brazos. Entre ambos se extendían las filas y filas de muertos y de heridos que ella se disponía a atender.

Tenía una niña al lado, una Beatriss en miniatura, con los ojos del color del cielo.

Pensó en la criatura que habían concebido juntos, el bebé que había muerto en los mismos calabozos del palacio donde en esos momentos estaba encerrado el rey impostor. El rostro de Trevanion reflejó la rabia y el odio que sentía contra aquellos que le habían arrebatado tanto.

Y Beatriss de las Llanuras vio la furia cuando miró a su hija.

Vio el odio.

Y le cubrió los ojos a la niña con suavidad y se alejó.

Trevanion regresó más tarde a los pies de la montaña donde los monteses estaban reuniendo a sus muertos. Comenzó a buscar a Finnikin con el estómago encogido por una sensación de náuseas. Lo encontró con Lucian, sentados al lado del cadáver de Saro. Ambos tenían la cabeza inclinada por el agotamiento y por la pena. Los dos se pusieron en pie cuando llegó a su altura. Trevanion le puso las manos en los hombros a Lucian y le besó siguiendo la tradición de respeto de los monteses.

—Lucian, de lo último que hablamos Saro y yo fue de lo bendecidos que habíamos sido como padres y del orgullo y de la alegría que sentíamos por nuestros hijos.

Lucian hizo un gesto de asentimiento, incapaz de hablar.

—Tengo que llevar a mi padre a su casa —logró decir al cabo de unos instantes.

—Haré que la Guardia se encargue de eso, Lucian.

—No. Yo lo llevaré ahora mismo para que su cuerpo todavía tibio pueda descansar en nuestra montaña. Era de lo único que hablaba a lo largo de estos diez años. En volver a su montaña.

Finnikin agarró a Lucian del cuello con el hueco del codo y apretó la frente del montés contra su cara. Luego Trevanion se quedó junto a su hijo contemplando cómo Lucian levantaba con cuidado a su padre y se lo llevaba.

—¿Vendrás conmigo al río? —le preguntó Trevanion.

La mayoría de los monteses se habían ido, a excepción de aquellos que estaban atendiendo a los heridos.

Finnikin asintió con gesto ausente. Siguió a su padre con una sensación de aturdimiento. Al llegar el amanecer, los habitantes del reino habían comenzado a aparecer como si salieran de la nada. Era extraño ver tantas caras, pero no oír apenas sonido alguno. Tenían un aspecto diferente al de los exiliados. Ni mejor ni peor, simplemente la misma apariencia herida. Quería notar la sensación de encontrarse en casa, como siempre había soñado que pasaría. Los lumateranos estaban hermanados con la tierra, pero temió que aquella sensación de desunión le durara para siempre. En una ocasión leyó en uno de los libros escritos por los antiguos que uno jamás regresaba de verdad al hogar después de años de ausencia. ¿Estaría él maldito con semejante destino?

Se montó detrás de Trevanion en el caballo y ambos atravesaron cabalgando la tierra todavía humeante siguiendo el curso de agua que cruzaba las Llanuras. Los troncos partidos y ennegrecidos y los árboles sin hojas parecían esqueletos, espectros de la muerte. Las casas y las granjas estaban quemadas hasta los cimientos, y las barcazas del río no eran más que trozos de madera negra que flotaban sobre el agua estancada. Finnikin se sentó en la ribera del río junto a su padre. Por encima de ellos, en la aldea de la Roca, los lumateranos surgieron a centenares.

—Dime, en la puerta, con Evanjalin… ¿qué ocurrió? —le preguntó Trevanion, que todavía tenía la cara ennegrecida y cubierta de manchas de sangre.

—Isaboe —le corrigió Finnikin en voz baja. Se frotó los ojos mientras se preguntaba cuándo dejaría de verlo todo borroso—. Me mintió.

Se produjo una pausa llena de silencio antes que su padre hablara de nuevo.

—Finnikin, la reina no miente, omite. Con un motivo. Uno que siempre nos hará sentir más humildes. Yo siento vergüenza de apenas recordar a la niña que creció hasta convertirse en la novicia Evanjalin. Recuerdo a Balthazar y a las princesas de mayor edad, pero no a la niña.

—La reina omitió decir que caminar en los sueños de los demás solo era parte de su don. O de su maldición. —Finnikin soltó una carcajada llena de amargura—. ¡Qué suerte tener semejante don! Sentir el mismo dolor que aflige a cada lumaterano cuando sufre. Siente cada muerte, cada tortura, cada momento de angustia. Y cuando caminaba por los sueños de los que se encontraban en el interior, no lo hacía solo en los de nuestros lumateranos indefensos. —Miró a su padre—. Caminaba en los sueños de los asesinos —le susurró con voz entrecortada—. Los de la Guardia del rey impostor que eran lumateranos.

Trevanion soltó un improperio.

—El rey fue el último en morir. Le obligaron a mirar, y lo que le hicieron a las princesas y a la reina es algo que no repetiré jamás. Pero Isaboe lo sabe, porque ha caminado en los sueños de uno de los monstruos que lo presenció. —Apretó los dientes con fuerza—. Si solo se me concediera un deseo más en toda la vida, querría que fuera el de arrancarle el recuerdo de esa depravación. ¡Dulce Diosa, ojalá tuviera ese don! Daría mi vida por ello.

Y se puso a sollozar, desconsolado por su inutilidad.

Trevanion se quedó mirando a Finnikin, incapaz de ofrecerle consuelo alguno. Los hombres eran capaces de conquistar reinos y de enfrentarse a ejércitos de un inmenso poder, pero eran incapaces de consolar a sus seres queridos. El deseo de Finnikin era poder borrar los recuerdos terribles, pero el de Trevanion era tener el don de la palabra para reconfortar a su hijo.

—Finn, mira —le dijo al cabo de un rato—. El río comienza a fluir.

Los primeros exiliados procedentes del Valle entraron por la puerta principal al mismo tiempo que Trevanion y Finnikin llegaban a la aldea del palacio. Froi acompañaba al sacerdote real y el silencio de aquellos que caminaban hacia el reino parecía tenso.

Los lumateranos se miraron los unos a los otros como si fueran desconocidos. Aquellos que habían atendido a los heridos dentro del palacio subieron a una colina cercana para contemplar la procesión de exiliados que se dirigían a ellos. Finnikin y Trevanion se bajaron del caballo y se abrieron paso entre los habitantes del lugar. Finnikin oyó que la gente comenzaba a murmurar el nombre de su padre. Luego el suyo. Debían de tener un aspecto atemorizador con el cabello enredado y las ropas empapadas en sangre. Oyó un grito agudo a su lado, y una mujer le apartó de un empujón un momento después. La mujer se puso de puntillas y alargó el cuello mientras buscaba con la mirada entre los exiliados que entraban.

—Asbrey, mi hermano —musitó. Se volvió para mirar al anciano que se encontraba detrás de ella—. ¿Fa? ¡Es Asbrey, tu hijo, y lleva un niño en brazos! —Centró la mirada en el grupo que se encontraba detrás de Froi y del sacerdote real y se llevó la mano a la boca como si quisiera contener un sollozo—. Y mi madre.

Finnikin se volvió para mirar al anciano, que tenía una expresión aturdida en la mirada por el asombro, pero la hija echó a correr trastabillando hacia el resto de su familia mientras gritaba sus nombres. Finnikin vio la expresión de fastidio en el rostro de Froi cuando este notó la conmoción que le rodeaba. El ladrón se colocó delante del sacerdote real mientras los exiliados que se encontraban a su espalda comenzaban a pasar presurosos a su lado en dirección a la joven. Uno de ellos tropezó a los pies de Froi, el que llevaba al niño en brazos, pero el sacerdote real consiguió levantarlo del suelo y ponerlo en brazos de Froi antes de que resultara aplastado. Así pues, Froi lo sostuvo en alto mientras el chiquillo gritaba para que lo soltaran. Sus gritos se oyeron por toda la aldea, y por la plaza que había más allá y el palacio que se alzaba sobre ellos.

Y esa fue la imagen que quedó grabada en los corazones y las mentes de todos los que estuvieron presentes allí aquel día.

Froi de los Exiliados sosteniendo el futuro de Lumatere en sus manos.