Capítulo 25

Finnikin, tambaleándose, se apartó del camino que conducía al palacio para trasladar a la reina hacia el puente que los llevaría hasta un prado de las Llanuras. Necesitaba tenderla en algún lado para intentar devolverle la vida. Necesitaba librarse de las sombrías imágenes de horror que ya formaban parte de sus recuerdos. Pero, al igual que el resto de Lumatere, el prado estaba envuelto en llamas.

Se dejó caer de rodillas y la agarró con ambos brazos para protegerla con su propio cuerpo. El espeso humo le asfixiaba y le cegaba. Sollozó enfurecido al pensar en la inutilidad que representaba morir en aquel prado de su tierra natal. Si hubiera sido capaz de encontrar las palabras, habría abierto la boca y le habría rugido su rabia a los dioses. Su único consuelo era que Isaboe no llegaría a ver la ruina de su amado reino. Un reino que había bebido demasiada sangre de su familia. Sir Topher había dicho una vez que era una tierra maldita. Una gente maldita.

La cabeza le dio vueltas mientras todo se volvía blanco. El vacío le heló tanto el alma que casi rezó para que volviera la podredumbre que había albergado. Si aquello era la muerte, ¿dónde estaba la luz que le habían prometido? ¿Dónde estaba su madre, Bartolina de la Roca? Desde el mismo momento en que fue capaz de hablar, Trevanion le prometió que su madre estaría esperándole en el momento de su muerte. ¿Y dónde estaba Balthazar, el más poderoso de todos los guerreros, quién escondió a la amada Isaboe en una madriguera y saltó a la boca de un lobo para salvar a su futura reina?

Cerró los ojos ansioso por ver algo que tuviera sentido, pero sabía que Isaboe le reprendería por hacer algo así, por lo que dejó de esperar a que algo tuviera sentido y en vez de eso se volvió hacia lo que traía la esperanza. Se puso en pie tambaleándose, con la reina en brazos, y caminó hacia delante a ciegas.

Lo oyó antes de verlo y rezó para que no fueran el rey impostor y sus guerreros. Un momento después estaba delante de él: un caballo que tiraba de un carro conducido por una criatura de cabello blanco. ¿Un fantasma, una bruja?

—¡Deja a la reina en el suelo y apártate! —chilló la criatura mientras saltaba del carro.

Después empuñó una espada de doble filo que alzó por encima de la cabeza.

Era una mujer de baja estatura y un toque de locura en la mirada. Cuando se acercó más vio que tenía una cara de la edad de Lady Abian, pero el cabello se le había encanecido de forma prematura. Recuperó poco a poco los sentidos y oyó el rugido de los soldados y el silbido de las flechas en la lejanía, pero se negó a soltar a la reina. De entre los labios se le escapó un gruñido de rabia cuando la bruja se acercó un poco más.

—¡Te he dicho que sueltes a la reina!

—¡Vas a poner en riesgo tu propia vida si das un paso más! —replicó él a gritos para hacerse oír por encima del estruendo.

Miró por encima de la mujer y vio a tres jóvenes novicias agazapadas en el interior del carro. Sus rostros congestionados por el terror no dejaban de pasear la mirada entre él y la mujer. La criatura avanzó de nuevo con la espada en las manos.

—Retrocede o muere —le advirtió él con un siseo.

—No puedes sostener a la reina y matarme al mismo tiempo, muchacho —se burló ella y le puso la espada en la garganta—. Déjala en el suelo.

—Se queda conmigo.

Quería hacerle daño a aquella criatura. Le sensación era tan intensa que tuvo que utilizar toda su fuerza de voluntad para resistirla. Dio un paso hacia delante con Isaboe en los brazos y notó cómo la punta de la espada se clavaba un poco en la garganta, pero ninguno de los dos apartó la mirada.

—¡Quietos!

La palabra se vio acompañada por una serie de gritos de las novicias. Perri estaba en la parte trasera del carro. Ya tenía la espada manchada de sangre. Finnikin vio la expresión cargada de la furia propia de la batalla en sus ojos mientras miraba fijamente a la extraña criatura que se encontraba entre ambos. Dos de las jóvenes del carro se arrastraron de espaldas para acurrucarse en los rincones, mientras que la tercera fijó la mirada en Finnikin y Perri.

—Demonios —dijo con voz sibilante.

—¡Aléjate del carro! —le ordenó la mujer de cabello blanco.

La vehemencia de la orden iba dirigida a Perri, pero Finnikin vio que la espada le temblaba en la mano.

Perri dio un paso atrás y Finnikin captó más en la cara del guardia de lo que nunca había visto en ella.

—Finnikin, dale la reina a Tesadora —le dijo Perri.

Tesadora de los Habitantes del Bosque volvió a mirar a Finnikin y bajó lentamente la espada.

—El chico de la roca con el juramento en su corazón. Me esperaba a alguien más fornido.

—Finn, tu padre te necesita a su lado —le insistió Perri.

Finnikin se negó a moverse y bajó la mirada hacia Isaboe. Sintió la frialdad de su cuerpo y negó de forma vehemente con la cabeza.

—Finnikin, si la dejas en el carro, harán todo lo que puedan por ayudarla. Quizá Tesadora sea la única persona capaz de salvarla.

Había algo en la voz de Perri que le hizo entregar a la reina. Sabía que Perri no confiaba en nadie que no fuera Trevanion o uno de los miembros de la Guardia. Perri se acercó a Finnikin para ayudarle a depositarla en el carro, pero Tesadora soltó un siseo y las novicias gritaron de miedo.

—No deis ni un paso más —les advirtió Tesadora—. Dejadla en el suelo y alejaos.

—No vamos a tocar a tus chicas, Tesadora —dijo Perri con impaciencia—. Déjanos ponerla en el carro.

Las novicias no dejaron de mirar a Finnikin mientras este depositaba a Isaboe en el carro, al lado de ellas. Le miraron como si fuera una especie de demonio. ¿Se habría convertido en uno? ¿Sería de ver la oscuridad en sus ojos? Se inclinó con lentitud sobre Isaboe y le besó con suavidad la fría piel. Un momento después, el carro comenzó a alejarse traqueteante.

—No dejes que la oscuridad te consuma, Finnikin de la Roca.

Tesadora desapareció más allá de las oscuras nubes de humo con las riendas firmes en sus manos e Isaboe acunada con firmeza en los brazos de las novicias.

El ansia de matar se apoderó de Finnikin cuando siguió a Perri al combate. Cada vez que se enfrentaba a un enemigo y le miraba a los ojos, veía a un demente responsable del dolor de cada uno de los suyos, muertos en la hoguera, por la espada, colgados de una soga, consumidos por la fiebre o simplemente de hambre. Todavía peor era la pena que sentía de todos aquellos que les habían amado y habían contemplado, impotentes, sus muertes. Esa era la agonía que había hecho tambalearse a la novicia Evanjalin después de caminar en los sueños, con el rostro contraído de dolor y el corazón negro por la desesperación. Él podía salvarla de un enemigo con una espada, pero ¿cómo protegerla del sufrimiento de su gente?

Un millar de flechas habían acertado a su objetivo de inmediato. Cuando el enemigo comenzó a retroceder, los hombres de Trevanion y los monteses desencadenaron una oleada de ira, producto de diez años de exilio. Las hachas partieron huesos. Las espadas cortaron la carne. Los hombres que poco antes eran granjeros segaron a sus enemigos como si estuvieran en la cosecha del trigo.

A última hora de la tarde ya habían atravesado las puertas del palacio y habían entrado en la zona donde la mitad de las fuerzas del rey impostor se habían retirado. Finnikin contempló cómo el lugar que había sido su patio de juegos de niño se convertía en un matadero. Pero les llegaron noticias de que se estaba librando una batalla más grande incluso en otro punto del reino. Según uno de los miembros de la Guardia, Saro y los monteses se estaban enfrentando al pie de la montaña a un grupo de enemigos que incluía al rey impostor. Trevanion y Finnikin dejaron a Perri al mando y se subieron a sus monturas. Mientras cabalgaban por el reino, Finnikin se fijó en el infierno que les rodeaba. Todas las aldeas de las Llanuras estaban envueltas en llamas. Rezó para que los habitantes hubieran conseguido escapar de sus casas incendiadas. No soportaba la idea de tener que buscar durante los días siguientes los restos quemados de sus ocupantes.

Cuando llegaron al pie de las montañas, lo que vieron fue un centenar de hombres en un feroz combate. Los monteses atacaban de un modo salvaje. Finnikin tuvo la certeza de que ninguno de ellos permitiría que los guerreros del impostor llegasen a la cima de su montaña. Divisó a Lucian y se dio cuenta de qué era lo que le diferenciaba de los demás. No se trataba de su cuerpo fornido, sino de la simetría perfecta en cada mandoble de su hacha, de su capacidad de conseguir en pocos segundos lo que a otros les costaba minutos. Lucian no dudó ni un momento mientras luchaba al lado de su padre. Daba la impresión de que había estado esperando toda una vida para vengar a sus primos y que aquel era el día de cobrarse esa deuda. Sin embargo, Finnikin se preguntó si su propia necesidad de venganza se vería satisfecha alguna vez, si clavar la espada en el cuerpo de los enemigos y contemplar la mirada muerta que se apoderaba de sus ojos compensaría lo que se había perdido a lo largo de los diez años anteriores. Jamás había visto nada tan brutal como la batalla para recuperar Lumatere. Luchó cerca de su padre, a veces casi sollozaba por el cansancio y ansió que una espada se le clavara en el cuerpo para acabar con todo de una vez por todas. Pero en cada una de esas ocasiones, sentía a Trevanion a su lado.

—Quédate conmigo, Finn. No me hagas enterrar a mi hijo en un día como hoy.

Supieron desde el principio que perderían a algunos de los suyos. Cuando la noche ya caía, Finnikin vio a Saro de los Montes caer con la garganta atravesada por una espada. Lucian dejó de luchar por primera vez en horas y en su rostro se vio con claridad la angustia que se apoderó de él.

¡Fa! ¡Fa!

El montés se apartó tambaleante de su oponente y Finnikin vio horrorizado cómo el soldado del impostor alzaba su arma. Le lanzó la daga y el arma se le clavó entre los ojos.

—¡Lucian! ¡Lucian! ¡Protégete!

Finnikin echó a correr hacia Lucian con el arco en la mano. Apuntó, disparó, corrió. Apuntó, disparó, corrió. Pero Lucian solo pensaba en llegar hasta su padre. Se desplomó al lado de él y le tomó en brazos. Su grito ronco se entremezcló con el choque del acero contra el acero hasta que a Finnikin no le llegó ningún sonido más de Lucian y tan solo vio angustia, y en un día en el que creía que ya no podría sufrir más dolor, tuvo la sensación de que el corazón se le partía mientras se echaba encima de Lucian para protegerlo.

Cuando alzó la mirada, vio al ángel de la muerte sobre él, con un hacha empuñada por encima de la cabeza. Sabía que iba a morir. La hoja mellada del arma le partiría la cabeza como si fuese una sandía. En esos breves segundos previos a la muerte mantuvo la mirada fija en su padre, que luchaba a menos de diez pasos de él. Quiso que sus últimos pensamientos fueran para aquel hombre y para ella.

Sin embargo, el hacha, y la mano que la empuñaba, salieron despedidas por el aire y el enemigo se derrumbó en el suelo delante de él. Finnikin se incorporó tambaleante y se quedó mirando la cara del exiliado de Lastaria. El hombre alargó una mano y le ayudó a terminar de ponerse en pie. Luego se marchó.

Finnikin no lo dudó un momento y se quedó al lado de Lucian montando guardia con el arma en la mano. Le disparó a cualquiera que se atreviera a entrar en el círculo de dolor del montés.

Más tarde, aquellos que vivieron el horror dentro del reino a lo largo de diez años hablaron de aquel castigo vengativo, como si el rey cabrón, como le llamaban, hubiera notado que estaba a punto de perder Lumatere y quisiera incendiar todo el reino. Los de las Llanuras y los del Río se escondieron con los de la Roca para contemplar cómo el reino era arrasado. Contemplaron desde arriba cómo los que estaban perdidos atravesaban las puertas y se enfrentaban al rey cabrón en el camino que llevaba al palacio.

Algunos dijeron que era el final de los tiempos y planearon subir hasta el punto más elevado de la roca de las tres maravillas, desde donde se lanzarían a la muerte.

Sin embargo, un rayo de esperanza los detuvo. La esperanza creada por la marca del brazo de un niño.

La promesa de que Finnikin de la Roca volvería con su reina.